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Eucaristía:
Comunión y no acto de exclusión.
Preguntas de un monje al Papa
http://www.proconcil.org/document/Barros%202.htm
El día 17 de abril, Jueves Santo, usted publicó su 14ª encíclica: Ecclesia de Eucharistia.
Usted escribe: "La Eucaristía es el propio núcleo del misterio de la Iglesia" (n. 1) y cita al
Concilio Vaticano II, que dice: "La eucaristía es la fuente y el culmen de toda vida
cristiana" (LG 11).
La Iglesia vive en eucaristía permanente en el sentido de que lo que ella vive, o mejor, toda
su experiencia de vida tiene su fuente en la eucaristía y culmina en la eucaristía. Hay una
relación íntima entre eucaristía y la vida cotidiana en todos los aspectos humanos, sociales,
económicos, políticos y culturales. La eucaristía es fuente, esto es, provoca todos estos
aspectos de la vida de la Iglesia y los supone para poder ser culmen de ellos. Para ser fieles
a este principio, no podemos valorar la fuente y el culmen olvidando el camino, o sea, lo
que concretamente produce la eucaristía y lo que ella supone, precisamente para ser fuente
y culmen de toda la vida de la Iglesia.
La eucaristía es fuente y culmen de la vida eclesial en el plano de los signos. ¿No será que,
muchas veces, confundimos el signo con la realidad? No podemos decir que la eucaristía es
el núcleo del misterio de la Iglesia como quien afirma que lo principal del amor entre dos
personas es el cariño corporal. Éste es la expresión máxima entre dos personas que se
aman, pero nadie puede vivir un matrimonio en función del sexo. Comer es fundamental
para vivir. Las comidas son momentos centrales del día, pero no vivimos para comer. El
núcleo del misterio de la Iglesia es la solidaridad, ágape, expresado en la eucaristía.
Entonces, ¿no sería más correcto decir que la Iglesia vive del amor solidario, testimonio del
Reino de Dios, y que eso se expresa como signo en la eucaristía?
Si esto es así, ¿por qué, al hablar de la eucaristía, dedicamos tan poco espacio a su relación
con la vida social y a las exigencias de la solidaridad entre nosotros? No fue eso lo que
Pablo hizo al abordar a cuestión de la eucaristía en la carta a los corintios. Para él,
participar correctamente o recibir indignamente la Cena del Señor dependía de cómo los
cristianos de Corinto trataban a los pobres, que cuando llegaban a la cena no encontraban
ya nada que comer (Cf. 1 Cor 11, 26ss).
Su encíclica dedica un número (el 20) a la relación entre la eucaristía y "la responsabilidad
hacia la tierra presente". Dice que en el cuarto Evangelio el relato del lavatorio de los pies
"ilustra el profundo significado del sacramento". Recuerda que Pablo llama "indigna" a la
comunión de una comunidad que participe de la Cena en un ambiente de discordia y de
indiferencia hacia los pobres (cf. 1 Cor 11). Sin embargo, sólo toca el tema de esta relación
entre eucaristía y justicia al final del capítulo primero, como si fuese consecuencia de la
eucaristía y no su presupuesto fundamental. ¿Qué visión de Iglesia y de fe implica eso?
Sin duda, usted conoce todo el trabajo teológico de los últimos siglos elaborado sobre la
eucaristía, que cuida mucho hablar el lenguaje de la humanidad de hoy. En ningún
momento de la encíclica, usted tiene en consideración estos avances teológicos y esta
reflexión. Al contrario, incluso en el lenguaje, retrocede en relación al Vaticano II. En
ningún momento, ni siquiera de paso, habla sobre la "Palabra de Dios", elemento esencial a
la eucaristía ya desde los tempos apostólicos. No valoriza la Liturgia de la Palabra y se
detiene sólo en lo que usted llama "santo sacrificio de la Misa" y no Cena del Señor; así
como llama a los ministros sacerdotes y no presbíteros.
Hoy, ninguna Iglesia niega que la Cena del Señor tiene íntima relación con la Cruz de
Jesús. Es memorial de la muerte de Jesús que fue releída por las Iglesias primitivas como
"sacrificio". Ningún documento del Nuevo Testamento usa explícitamente el término
sacrificio" para la eucaristía, aunque todos la vinculen a la muerte de Jesús, y estos mismos
textos, a la luz de las profecías del Siervo Sufriente (especialmente Is 42 e Is 52-53),
interpretan la muerte de Cristo a partir de la categoría de sacrificio. Hoy esta forma de
hablar provoca dificultad en muchos cristianos. Por eso yo le pregunto: aunque esta
concepción de sacrificio es tradicional, ¿no tendríamos el deber de repensar esta forma de
hablar, el modo de expresar la fe, para que pueda atraer a la humanidad de hoy? ¿Para qué
imponer a todos una interpretación de la fe como si fuese la fe misma, cuando esta forma de
hablar no dice nada a muchos católicos y nos divide frente a hermanos de otras Iglesias?
¿No estaría más de acuerdo con la fe en la eucaristía, seguir el consejo del Papa Juan XXIII
y afirmar la fe de modo que una a los hermanos y no nos divida?
¿Cómo hablar de un Dios Amor al que le agrada el sacrificio y la muerte de su Hijo para
reconciliarse con la humanidad? Para testimoniar que Dios es Paz y don de vida, debemos
sustituir esta categoría del sacrificio por otra equivalente que valorice la donación de Jesús
a los suyos, su fidelidad al proyecto del Padre, la entrega de su vida a Dios, y que muestre
cómo en la cruz Él nos reveló un nuevo rostro de Dios. Celebrar la Cena es testimoniar a un
Dios Amor que da su vida por todos los hombres y mujeres, perdona a todos y no excluye a
nadie.
Muy acertadamente, escribe usted en su carta: "Anunciar la muerte del Señor "hasta que
venga" incluye, para quien participa de la Eucaristía, el compromiso de transformar la vida,
de tal forma que ésta se torne, en cierto modo, toda ella eucarística" (n. 20). Y cita a san
Agustín, en una de sus homilías de la noche de Pascua: "El apóstol dice: "vosotros sois el
cuerpo de Cristo y sus miembros (1 Cor 12, 27). Si sois el cuerpo de Cristo y sus miembros,
es vuestro sacramento lo que está puesto sobre la mesa del Señor; es vuestro sacramento lo
que recibís" (...) Cristo Señor [...] consagró en su mesa el sacramento de nuestra paz y
unidad" (n. 40).
Usted insiste en que la eucaristía es esencial y depende del sacerdote ordenado. Repite que
las comunidades no pueden celebrarla sin el sacerdote y que los cultos dominicales sin
sacerdote no sustituyen a la eucaristía.
Los Padres de la Iglesia enseñaban que quien hace la eucaristía es la comunidad. En Brasil,
son millares de comunidades católicas las que cada domingo no tienen sacerdote y hacen
una celebración de la Palabra. ¿Por qué no tienen sacerdote todas estas comunidades y por
qué algunas sólo reciben su visita alguna vez al año? Tal vez será por el hecho de que usted
no acepta ceder en cuanto al celibato obligatorio y ordenar como presbíteros a hombres
casados, dignos y preparados para el ministerio. Y también porque no reconoce la validez
del ministerio de sacerdotes que se casaron y que, con alegría, aceptarían ejercer el
ministerio. Como monje, opto por el celibato y, a pesar de mi fragilidad personal, lo tomo
como camino de vida. Por experiencia, sé que el celibato puede ser gracia de Dios en la
vida y en el camino espiritual. Pero, en pleno siglo XXI, ¿no debería ser dejado más libre
para los presbíteros? Sin decir que, en Occidente, la Iglesia Católica es la única de las
Iglesias históricas que no acepta ordenar mujeres. ¿Por qué? En esta encíclica usted enseña
que la eucaristía es el don más importante de Dios a la Iglesia. ¿Qué es entonces más
importante: la eucaristía dominical, asegurada por buenos presbíteros, aunque estén
casados, o mantener como ley obligatoria la costumbre latina del celibato obligatorio?
La encíclica une la eucaristía a la persona de Jesús para afirmar su "sacrificio", pero hace
pocas referencias a su vida concreta. No recuerda cómo él comió con pecadores y con gente
de mala vida. Todos los autores que meditan sobre la Eucaristía insisten en que no se
comprende su naturaleza si no se toman en serio las comidas que Jesús compartió con su
comunidad de discípulos/as y amigos/as, a lo largo de su vida pública. En las comidas,
Jesús se revela y revela un rostro de Dios. "Ahí está la revelación directa de Jesús en su más
simple verdad..." (Jacques Guillet[1]).
En los años 80, la Conferencia de los obispos de Alemania publicó un "Catecismo para
adultos" en el cual enseña: "Las comidas que Jesús comparte con los discípulos durante
toda su vida anuncian y anticipan el banquete del fin de los tiempos, el festín nupcial
celeste, ya prometido por los profetas. Al mismo tiempo, significan que las personas que se
consideraban perdidas se ven acogidas en la comunidad de salvación. (...) Las comidas de
Jesús eran entonces señales de salvación escatológica que él inauguraba, señales de la
nueva comunión con Dios y de una nueva fraternidad entre los seres humanos"[2] .
En estas comidas cotidianas Jesús anunció una nueva fraternidad entre los seres humanos y
significó el Reino abriendo la participación en su mesa a todos: pobres, pecadores y gente
marginalizada. Si, como dicen los obispos alemanes y tantos teólogos, estas comidas
anticipan el banquete escatológico, o sea, son modelos para la eucaristía, entonces, ¿qué
sentido tiene que la disciplina eclesiástica convierta la eucaristía en una mesa cerrada y
excluyente?
En su encíclica, usted recuerda que sólo puede acercarse a la Eucaristía quien esté "libre"
de pecado grave. Pero, ¿qué se considera pecado grave? Sé que estoy entrando en un asunto
delicado y lo hago con todo respeto hacia usted, pero, por ejemplo, en sus viajes por el
mundo, frecuentemente usted ha dado la comunión a presidentes de República casados en
segundas o terceras nupcias, como era el caso de Collor en Brasil y Menem en Argentina.
¿Por qué un presidente de República puede y un cristiano común no puede? Comprendo
que eso deriva del hecho de que usted es jefe de Estado. Pero, no deja de ser extraño ver
por la televisión que, en plena dictadura chilena, usted aceptó celebrar la eucaristía en el
palacio presidencial y dio la comunión al General Pinochet que, a pesar de la sangre que
derramó de sus oponentes, es casado por la Iglesia. Que Dios haga que la Iglesia sea
semejante a Jesús, que comió con gente de mala vida y dijo: "he venido para los pecadores
y no para los justos".
Usted repite la declaración Dominus Jesus. Reconoce como "Iglesias" a las ortodoxas y a
las evangélicas las llama "comunidades eclesiales". Y prohíbe a los católicos comulgar en
celebraciones eucarísticas de estas Iglesias "para no dar el aval a ambigüedades sobre
algunas verdades de fe" (n. 44).
¿Es ésta la eclesiología del Concilio Vaticano II? ¿;Cómo continuar el camino ecuménico
después de eso? ¿Qué significan entonces tantos acuerdos ecuménicos celebrados entre las
Iglesias? ¿Qué es más importante: la claridad intelectual o la caridad? ¿Será que "la
claridad sobre algunas verdades de la fe" es más importante que la acogida mutua y la
unidad real, vivida por cristianos que piensan diferente pero que celebran con respeto y
cariño el memorial del Señor?
Como argumento contrario a la intercomunión usted dice que la eucaristía sólo tiene
sentido cuando expresa la unidad ya vivida. En el campo del ecumenismo, usted insiste en
la exigencia de unidad ya realizada, pero no exige lo mismo cuando se trata de la justicia y
del compromiso social. Aparte de eso, si como enseña el Vaticano II, cada Iglesia local no
es sólo una porción de la Iglesia sino una Iglesia en sentido pleno, este argumento de una
unidad ya realizada ¿no podría ser tenido en cuenta en este plano de las Iglesias locales? Si
un determinado grupo, como, por ejemplo, la comunidad de Taizé, la de Grandchamps y
tantos grupos teológicos que trabajan hace décadas y tienen una fe absolutamente en común
en la eucaristía, ¿por qué prohibirles comulgar juntos?
Formado en la teología y espiritualidad del Concilio Vaticano II, le reconozco a usted como
obispo de Roma y primado de la unidad entre las Iglesias.
Le dejo estas preguntas. Reitero que obedeceré lo que usted decida. Quedo orando por
nuestra Iglesia, para que sea, como afirmaron los obispos de América Latina, "una Iglesia
auténticamente pobre, misionera y pascual, desligada de todo poder temporal y
animosamente comprometida en la liberación de todo ser humano y de toda la humanidad"
(Medellín 5, 15 a).
[1] J. GUILLET, Jésus dans la foi des premiers disciples, Desclée de Brouwer, 1995, p.
Marcelo Barros[1]
Esta abertura ocorreu não somente entre os bispos, mas mesmo para outros
segmentos eclesiais. Assim, alguns teólogos latino-americanos, ligados aos setores mais
populares, como é o caso dos representantes do grupo Ameríndia, foram, de última hora,
aceitos como colaboradores dos bispos na conferência. A preocupação dos assessores mais
ligados às bases era que o documento pudesse dar uma palavra de animação e força para os
diversos setores eclesiais e ser uma palavra profética para todo o conjunto da humanidade
ao qual a Igreja deve servir. Uma tarefa importante é verificar até que ponto se conseguiu
isso.
Todas estas questões são abordadas a partir da missão das comunidades eclesiais
como discípulas de Jesus Cristo e “para levar o mundo à graça da fé”. No lugar de uma
Igreja que Medellín chamava “serviço libertador” e propunha que se abrisse ao mundo
(Med 5, 15), a visão de Igreja deste documento é auto-referente. Diz que o seu objetivo é
promover o encontro dos fiéis com Cristo, mas deixa claríssimo como compreende este
encontro. O texto diz explicitamente: “O encontro com Cristo, graças à ação invisível do
Espírito Santo, se realiza na fé recebida e vivida na Igreja. Com as palavras do papa Bento
XVI, repetimos con certeza: “¡A Igreja é nossa casa! Esta é nossa casa! Na Igreja Católica,
temos tudo o que é bom, tudo o que é motivo de segurança e consolo. Quem aceita, em sua
totalidade, o Cristo como Caminho, Verdade e Vida, tem garantida a paz e a felicidade,
nesta e na outra vida!”[3]. (n. 262).
Este quadro tão restrito revela os horizontes pouco abertos que o texto aponta.
Nunca antes, na América Latina, um documento eclesial tinha insistido tanto na
necessidade do “encontro pessoal e íntimo com a pessoa de Jesus Cristo”, mas o problema é
que, por trás dessas palavras, o que é compreendido é a adesão à Igreja Católica e, pior
ainda, no que diz respeito à sociedade, voltar ao que o texto chama de “tradição católica”.
Na América Latina, esta saudade dos tempos de Cristandade nunca tinha sido
tão claramente expressa e como “objeto de fé”. Nos tempos atuais e para quem lê a história
com um mínimo de senso crítico, isso parece tão incrível que fica difícil até comentar.
Aliás, neste ponto, os autores não disfarçam o seu desinteresse por Ecumenismo
e pelo Pluralismo cultural e religioso, como também pelo diálogo com as outras tradições.
Por obrigação, não podem fugir destes assuntos. Tratam do Ecumenismo e até sublinham a
sua importância. Os números 251 a 255 são belos e muito positivos. No entanto, o
documento deixa claro que “é preciso resgatar o sentido da apologética não como luta
contra hereges, mas como defesa e aprofundamento da própria fé” (n. 245). Valoriza o
diálogo inter-religioso (251- 255), mas sublinha que o diálogo não exclui o anúncio
missionário da fé (n. 253) e deve se realizar mais com as religiões monoteístas, o que, na
América Latina e Caribe, praticamente exclui a maioria das comunidades e tradições do
povo. O modelo continua a ser dialogar com quem se parece mais conosco e, pelo que
lemos no documento, a referência é a experiência européia.
Seja como for, certamente este documento terá o papel positivo de suscitar
debates e levantar questões, sejam sobre a realidade do continente, seja sobre as estruturas e
questões das comunidades eclesiais.
O mais importante do documento é a receptio que dele se faz. Poucos lerão o
documento na integra e menos ainda procurarão saber o que está por trás das palavras. O
importante é garantir uma recepção que valorize os pontos positivos. Aí o que ficará na
consciência das comunidades é que os bispos latino-americanos e caribenhos, reunidos em
Aparecida, apoiaram as comunidades eclesiais de base, valorizaram as pastorais sociais e
pediram que se realize na Igreja um novo Pentecostes, proposta que, mesmo não citada
claramente, remonta ao papa João XXIII na convocação do Concilio Vaticano II.
[1]
- Marcelo Barros, monge beneditino, teólogo e escritor. Tem 30 livros publicados.
[2]
DI 3
[3]
Bento XVI. Alocução feita no Santo Rosario, 13/05/2007
[4]
DI 1
[5]
- citado por ROBERTO VINTO, La Verità come Incontro, articolo aparso nella paroquia di San Nicolò
presso l´Arena, Verona, maggio, 2007.
[6]
- Cf. CARTA DE JOHN H.NEWMAN, in LUIZ ALBERTO GOMEZ DE SOUZA, Do Vaticano II a um
novo concílio?, O olhar de um cristão leigo sobre a Igreja, CERIS, Editora Rede da Paz, Editora Loyola,
2004, p.5.