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La lluvia de esta noche se oye como la marcha de un ejército de hormigas recogiendo su alimento

para el invierno, diminutos sonidos constantes se aproximan a mi oído desde la lámina que cubre la
entrada de la azotea del segundo piso; aquí me encuentro sentado pensativo, dubitativo, ansioso,
pero en un modo sereno.

Los pensamientos que vienen a mi mente son aleatorios, intento concentrarme para escribir, por el
momento nada ha venido, quisiera poder tener la disciplina de escribir acerca de todo esto que
viene a mi mente, de todos mis valores éticos, de mis visiones del futuro, de la enfermedad sensual
que sufro, y mientras más quiero pensar en eso las ideas más se alejan de mí.

Quisiera escribir acerca de la metamorfosis de mi pensamiento, de la transformación de mi ser que


una vez estuvo configurado por el Jesús de San Pablo, ese Cristo milagroso, divino y seductor del
alma humana, que ejercitó el ágape como nadie puede hacerlo, el mismo que se introdujo en mi
esencia, me enamoró y arrastró al servicio de su obra cual hoja seca en la corriente del rio
acaudalado.

Yo amaba a Jesús, creo que lo tengo que poner en pasado porque no puedo identificar esa expresión
en mi presente, incluso mientras lo escribo me duele el corazón, mis ojos se quieren enjuagar, de
verdad lo amaba, mi vida hubiese dado antes de negarle como el Salvador de mi vida, Hijo de Dios
y Dios mismo al puro estilo de los mártires de los primeros tres siglos de la iglesia; de verdad era
amor, mi mente se trata de engañar a sí misma de vez en cuando.

El amor o es un sentimiento o una decisión, para mí son la conjunción de ambas, así que yo amaba
a Jesús; lo amaba, desde que tengo memoria cada vez que asistía a un culto protestante al encuentro
con él en la liturgia, mi ser expresaba un éxtasis de pasión, las lágrimas rodaban por mis mejillas, mi
voz se alzaba hasta casi el alarido por cantarle o gritarle mi amor por él, sensaciones fluían de arriba
abajo, la temperatura de mi cuerpo se elevaba hasta casi la fiebre, experimenté ese calor que todo
buen pentecostal percibe en su encuentro espiritual.

Ese sentimiento que fluía cada vez que lo pensaba, cada momento me evocaba un pensamiento de
bondad, de esperanza, de querer ser mejor por él, para mostrarle más mi cariño hacia su persona y
su doctrina, sí, lo amaba sentimentalmente.

Pero también lo amaba en decisión, un amor que aún no se ha extinguido por completo en mí, ese
amor por decisión hizo que en una noche lluviosa cuando tenía diez años me arrodillara con plena
conciencia y le dijera quiero servirte como el predicador que escuché esta noche, misma decisión
que me llevó a dejar de decir groserías porque no era lo que él me recomendaba, ese amor que me
llevó a ponerme el mote de cristiano, de llevarlo a cuestas por la secundaria, preparatoria y
universidad a sabiendas de la gran carga que ponía sobre mí, pero también de la responsabilidad
que me exigía, lo amé en decisión cuando seguí el rito del bautismo por inmersión en agua en
tradición a la Escritura y doctrina de la comunidad eclesial en la que me desarrollé.

Ese amor por decisión ha sido la que me ha traído hasta este lugar, hasta estas letras, pues ese amor
por decisión me hizo gritarle de desesperación otra noche en un culto pentecostal “quiero servirte,
me siento inútil, mi vida no es nada si no hago algo para ti”, ese amor por decisión es el que me ha
llevado a perder el amor por sentimiento, el cual considero vital y sin el cual mi amor es incompleto,
mi peor decisión ir al seminario, mi transformación se dio allí, en esas aulas, en esos libros, en esas
frías paredes de conocimiento e intelectualismo, mi metamorfosis se dio allí, mi mejor experiencia.

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