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Los «momentos conceptuales».


Una nueva herramienta para el estudio
de la semántica histórica1

Gonzalo Capellán de Miguel

1.  Introducción: los «momentos conceptuales» y los «tipos ideales»


weberianos

El objetivo del presente trabajo es mostrar la validez y utilidad de una


clase de «tipo ideal» que denomino «momento conceptual», para la in-
vestigación, interpretación y exposición de fenómenos pertenecientes
al territorio de la historia de los conceptos. Mientras que la validez se
argumentará razonando la legitimidad de la construcción del tipo ideal,
la utilidad se demostrará ejemplificando su aplicación al concepto con-
temporáneo de «opinión pública», cuyas transformaciones quedarán es-
tablecidas por la sucesión de una serie de «momentos conceptuales» de
contenido y sentido específicos.
En definitiva, se trata de ver cómo se relacionan en la historia dos de
sus dimensiones esenciales, la semántica y la temporal. Para ello se pre-

1
Este trabajo se inscribe en un proyecto de investigación «Los momentos históricos de la
opinión pública», financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (HAR2009-08461).
El primer borrador de este texto se presentó en la International Conference on the His-
tory of Concepts (Londres-Oxford, septiembre 2009). Posteriormente recibió sugerentes
comentarios por parte de Kari Palonen y Javier Fernández Sebastián. La redacción final
del artículo se ha visto enriquecida con la discusión sobre los tipos ideales de Weber y los
comentarios de Juan Luis Fernández.
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tende acuñar una categoría analítica, momento, que combina los cam-
bios semánticos dominantes de un concepto con los periodos tempo-
rales que los delimitan y los contextos en que se producen. Es decir,
precisar la relación entre cambio histórico y cambio semántico en cada
concepto concreto.
En el modelo de análisis que aquí se propone, ese momento puntual
coincide con un tiempo de importantes cambios en una determinada co-
yuntura histórica y en un ámbito concreto (político, social, ­económico,
científico…), cuyo resultado es una mutación de la semántica de un con-
cepto. Ese momento de aceleración temporal genera una polémica en
torno a los significados de un concepto fundamental que se resuelve
con un cambio en su sentido dominante, cuya impronta se prolonga en
el tiempo hasta que un nuevo «momento» altera esa tensión semántica
inherente a los conceptos fundamentales. Es en ese sentido que cada
momento prolonga su duración en el tiempo más allá de su naturaleza
temporalmente fugaz, debido a que el desplazamiento semántico que
origina y que se impone como socialmente dominante perdura durante
un periodo variable de tiempo.
Como resultado de ello, se desprende un marco de compresión de
los conceptos en su evolución histórica, así como una categoría útil para
caracterizar y delimitar las fronteras de los estratos semánticos kose-
lleckianos.
La tarea preliminar, por tanto, se centra en justificar las nociones de
«tipo ideal», «momento» y «concepto», en el marco de una metodología
de historia conceptual que pretende ser clara desde un punto de vista
epistemológico, así como distinta desde la perspectiva lingüística.
La categoría hermenéutica de un «momento conceptual» cualquiera
se ajusta al «tipo ideal» definido ya en 1904 por Max Weber2. De acuerdo

2
Ensayos sobre metodología sociológica, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, pp. 39-101. Véase
también Gunther Roth y Wolfgang Schluter, Max Weber’s Vision of History, Berkeley,
University of California Press, 1984, pp. 195 y ss. Y el «estudio preliminar» de Joaquín
Abellán a Max Weber, La «objetividad» del conocimiento en la ciencia social y en la política
social, Madrid, Alianza, 2009.
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con esta visión el tipo ideal se presenta como un constructo intelectual


que, mediante el realce unilateral de algunos rasgos a partir de las pre-
ocupaciones y preguntas del investigador y el contraste de nuestro co-
nocimiento teórico sobre el mundo con el material empírico, nos ayuda
a entender un fenómeno de la cultura como «individuo histórico». Así,
este método permite al historiador hablar de «individuos» tales como el
Renacimiento, la Reforma o la Revolución francesa. Frente a la mera in-
tuición de formas a la que ingenuamente aspiraba el historicismo derivado
de Humboldt y Ranke, la propuesta constructivista weberiana ofrece la
posibilidad de formar un «cuadro conceptual unitario» que sirve como
un modelo con el que cotejar y medir la realidad.
Así, cuando nos referimos a un momento conceptual de un concepto
X (por ejemplo, «el momento sociológico» de la opinión pública), estamos
postulando un tipo ideal que nos permite comprender con más claridad
un material empírico complejo al que asignamos perfiles definidos en
comparación con otras circunstancias anteriores y/o posteriores de la mis-
ma serie (el «momento político» o el «momento mediático»; véase tabla 1,
infra). Ese tipo ideal satisface los tres requisitos epistemológicos de Weber:
(i) nace de una selección de rasgos guiada por la pregunta del historiador
de los conceptos; (ii) es coherente con nuestro saber ­nomológico –en
sociología, economía o semiótica–, y (iii) es susceptible de confrontarse
con los datos empíricos para testar su fecundidad interpretativa.
Ahora bien, si el «momento conceptual Xa del concepto X» puede
­clara y legítimamente comprenderse como un tipo ideal weberiano desde
el mismo instante en que sustituimos las variables por valores concretos, la
propia noción de «momento conceptual» nos plantea la reflexión de cuál
es su estatus epistemológico. En principio, parece que «momento con-
ceptual» define la clase de todos los «momentos conceptuales» que como
herramientas hermenéuticas se utilizarían en el campo de la historia de los
conceptos. No es, por tanto, ella misma un tipo ideal, sino un concepto
genérico. Así, «el momento sociológico del concepto de opinión públi-
ca» es un tipo ideal historiográfico, temporalmente ubicado y que, en
su género, está incluido en la clase de todos los tipos ideales que puedan
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denominarse «momento conceptual», pero sabiendo que tal conjunto no


es él mismo un tipo para describir un individuo histórico, sino un género
aplicable a multitud de procesos intelectuales diferentes.
La aplicabilidad efectiva de dicho género «momento conceptual» pro-
viene de las implicaciones teóricas presupuestas por ambos términos
de la categoría «momento» y de «concepto». Su análisis es necesario
para verificar que resulta legítimo proponer una clase de tipos ideales
encaminados a combinar, en la investigación histórica, las dimensiones
semántica y temporal.
Comenzando por «momento», el término nos remite al sentido más
inmediato y usual de la voz latina momentum, que era el de «movimien-
to». Sin embargo, en las lenguas modernas occidentales se ha venido es-
pecializando, a partir de usos suplementarios ya existentes en la historia
del latín, como un «movimiento de tiempo». Así, momento (español,
italiano) y moment (inglés, francés, alemán) significan esencialmente un
intervalo relativamente corto de tiempo. Otro uso, que ya estaba presen-
te en la civilización romana, era el que explotaba la vertiente dinámica
–y no la temporal– del término momentum3. Así, el inglés lo ha conser-

3
Esta acepción es la que puede percibirse en el uso del término aplicado por Kari Palonen en
su libro The Politics of Limited Times. The
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Rethoric of Temporal Judgment in Parliamen-
tary Democracies, Nomos, Baden-Baden, 2008. En su análisis de «la “temporalización”
de los conceptos y las experiencias y su implicación para la política» de las democra-
cias parlamentarias, Palonen detecta una clara ruptura con el pasado y el surgimiento re-
currente de una experiencia temporal distinta relacionada con «un futuro abierto» que
exige «una visión diferente de los estratos del tiempo» que ofreció Koselleck en su clá-
sico volumen Zeitschichten publicado en el año 2000 y parcialmente traducido al español
como Los estratos del tiempo: estudios sobre la historia, Barcelona, Paidós, 2001; otros de
los ensayos los tradujo F. Oncina bajo el título Aceleración, prognosis y secularización,
Madrid, Pre-Textos, 2003. Precisamente Palonen propone una tipología de estratos se-
mánticos que pretende huir de las discusiones sobre el tiempo dominantes, que suelen
ser «normativas y ahistóricas». Es dentro de esa tipología de «tiempos políticos» donde
Palonen inserta el término «momento de la democratización» como un periodo-fuerza
donde la construcción de los regímenes democráticos y parlamentarios altera los tiempos
de la política (pp. 13-15). Para Palonen las «políticas parlamentarias democratizadas…
marcan un momento histórico (historical momentum) de politización del tiempo y de
temporalización de la política» (p. 16). Aunque en un sentido diferente, esta recuperación
de la doble impronta física y temporal del término «momentum», y la confluencia entre
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vado para indicar «fuerza» o «impulso», y en otras lenguas se emplea, a


partir de esta idea, como término técnico en las ciencias físicas. En ellas
el «momento» es la propiedad por la cual una fuerza tiende a generar un
movimiento de rotación de un cuerpo alrededor de un punto o de un eje.
Esta breve referencia nos indica que, desde el campo original de «mo-
vimiento», la noción de «momento» se ha bifurcado en un vástago tempo-
ral y en un vástago dinámico («el momento de inercia»). Nuestra categoría
de «momento conceptual» reúne de nuevo las capacidades originarias de
momentum, y las reconstituye para darles valor hermenéutico.
Respecto al término «concepto», remite a dos problemas fundamen-
tales de la historia de los conceptos. En primer lugar, al hecho de que la
investigación histórica tiene que aclararse ante las cuestiones teóricas de
la semántica y la semiología, ya que ha elegido como objeto los signifi-
cados y sus desplazamientos. Y, en segundo lugar, que tiene que elegir
entre un enfoque weberiano en el que comprensión y explicación resultan
complementarias, y un enfoque puramente dialéctico o hermenéutico
que atiende sólo a la comprensión. Dicho de otro modo, si se aspira a
entender la evolución de los conceptos desde su propio desarrollo ideal o
si se prefiere completar este análisis abordando la relación de los concep-
tos con los fenómenos sociales, económicos y políticos, perspectiva esta
última que aquí adopto y que ofrece mayor interés para el historiador
al anteponer a la dialéctica conceptual una interacción dialéctica entre
plano lingüístico y realidad extralingüística.
Adoptando esta segunda dialéctica, es decir, la más próxima a la com-
plementariedad weberiana, entonces responderemos a esos dos proble-
mas esenciales de la Begriffgeschichte aceptando, con Wittgenstein y sus
continuadores, que el significado de los términos está siempre en función
del «juego de lenguaje» en el que se integran y se usan4. Esto quiere de­

los estratos semánticos y los del tiempo, puede ponerse en relación con los «momentos
conceptuales».
4
Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, Barcelona, Altaya, 1999. Para una aplica-
ción de la teoría de Wittgenstein en el contexto aquí tratado, puede verse Hanna F. Pitkin
y Ricardo Montoro Romero, Wittgenstein: el lenguaje, la política y la justicia: sobre el
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cir que la semántica (teoría del significado) depende de la pragmática


(teoría de la relación entre los signos y los usuarios), y que por tanto
el momento fundante del análisis lingüístico no es la asignación indi-
vidual de definiciones a los términos, sino la asignación colectiva e in-
teractiva de un conjunto de usos semánticos a dichos términos5. En el
«juego de lenguaje» del físico, momentum refleja un fenómeno inercial,
mientras que en el «juego de lenguaje» de nuestra vida cotidiana, mo-
mento significa un instante puntual en la idealizada línea del tiempo, es
un momentum temporis. Esta posición permite comprender los cambios
conceptuales como cambios sociales. Por ejemplo, el análisis de Koselleck
sobre la transformación del concepto de «historia» a partir del último
cuarto del siglo xviii nos enseña que un mismo significante (­Geschichte)
amplía o varía su nube de significaciones asociadas debido a que los
usuarios emprenden un juego de lenguaje en el que una «historia» ya no
es simplemente un relato o una vita, sino el propio proceso temporal de
la civilización, entendido como un curso progresivo dotado de un futuro
abierto y disponible6.
En definitiva, podemos decir que la identificación del campo semán-
tico de un concepto en una etapa histórica dada tiene que efectuarse
tratando de reconstruir las reglas del juego de su utilización.
Por otra parte, debemos entender dicho campo semántico no como
un círculo cerrado, sino como una nube, más densa en su zona central y
más rarificada en su periferia, de los usos referenciales. Muchos sentidos
de un concepto son afines y se ubican en un centro de familiaridad; sin
embargo otros sentidos, por ejemplo metafóricos o de idiolectos deter-

significado de Ludwig Wittgenstein para el pensamiento social y político, Madrid, Centro


de Estudios Constitucionales, 1984; y, más recientemente, la obra colectiva coordinada
por Luis Fernández Moreno, Para leer a Wittgenstein: lenguaje y pensamiento, Madrid,
Biblioteca Nueva, 2008.
5
Vid. Samuel Manuel Cabanchik, «Facticidad del significado y exigencia comunitaria en la
filosofía del último Wittgenstein» y Manuel García Carpintero, «La pluralidad del signi-
ficado», ambos en Para leer a Wittgenstein…, op. cit. (pp. 233-254 y 255-292).
6
R. Koselleck, Historia/historia, Madrid, Trotta, 2004. Traducción de A. González Ramos,
de la voz «Historia» del Geschichtliche Grundbegriffe.
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minados, son de uso más restringido y es como si orbitaran o girasen en


torno al centro gravitatorio semántico.
Esta imagen nos recordará que la mayoría de los conceptos que es-
tudia el historiador de los conceptos –incluidos los de la historia de las
ciencias– no son comprensibles en una definición axiomática unilateral,
sino en un estudio de los usos protagonizados por los hablantes. Y como
estos usos son respuestas a la dinámica de la experiencia humana que a
través de ellos se comprende y desarrolla a sí misma, estamos hablando
de usos históricos, diacrónicos y que se desplazan.
A partir de esas premisas podemos abordar el problema de la com-
plementariedad weberiana, una perspectiva que merece ser restaurada
en el sentido de hacer honor a la interacción entre cultura y sociedad.
No habría cultura sin sociedad, ni sociedad sin cultura (porque nuestra
sociedad se basa en la comunicación de significados para afrontar los
retos del entorno). En el terreno de la historia de los conceptos, esto
significa examinar cómo los desplazamientos de la «nube de significa-
ción» obedecen no sólo a una dialéctica filosófica, sino a luchas sociales
por los significados, y que con ello se insertan no sólo en la autointer-
pretación científica o filosófica de las relaciones sociales, sino también
en la autoexposición retórica y política de partes en conflicto. Pues no
sólo las riquezas o los poderes son objeto de deseo y enfrentamiento,
sino también el propio lenguaje (de ahí la lucha por la apropiación de los
conceptos que evidenciamos en la historia).
Por último, muchas de las regularidades probabilísticas que afec-
tan a las relaciones sociales han venido, paradójicamente, a coincidir con
los enfoques de Wittgenstein. Si el lenguaje son «juegos de lenguaje»,
también la «teoría de juegos» ha venido desarrollando modelos ma­
temáticos de interacción para predecir o explicar coaliciones políticas,
estrategias de parentesco, trayectorias empresariales, etc. Estos modelos
hacen compatible el internalismo de los conceptos con una estructura
de intereses sociales que compiten o cooperan en escenarios deter­
minados de la vida social, orientándose a unos u otros resultados más
probables.
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Así, por un lado, todo cae bajo la metáfora del juego; en compen­
sación, ese juego no es puro y libre decisionismo de los agentes, sino
una interacción estructurada donde, por expresarlo con una idea de
­Tocqueville, los hombres se empujan unos a otros más allá de sus de-
signios iniciales. Y esa estructura de la interacción entre ellos mismos y
con el entorno requiere comprobación estadística e imputación causal
de alguna manera, como Max Weber quiso, y no sólo una Verstehen de
significados culturales.
Teniendo en cuenta todo lo anteriormente expuesto, podemos efectuar
una síntesis o reconstitución de los argumentos desarrollados. Si quere-
mos recoger de «momento» su doble faz de temporalidad y fuerza, y si
queremos recoger de «concepto» su sentido pragmático en una perspec-
tiva de cultura-sociedad, entonces vemos cómo «momento conceptual»
es una clase de tipos ideales perfectamente explorable como herramien-
ta en investigaciones de Begriffgeschichte. Un «momento conceptual»
­cualquiera es un tipo ideal que singulariza un ‘individuo histórico’ con
rasgos seleccionados desde el interés investigador. Ese tipo ideal hace
honor al desplazamiento temporal del significado, pero también a su
fuerza gravitatoria en un momento dado, a su presencia hegemónica en la
zona densa de la «nube de significación» que acompaña al significante a
lo largo de las décadas y los siglos. Esta fuerza gravitatoria no es un mero
desplazamiento ideal –aunque también es esto–, sino el resultado de las
luchas sociales por los sentidos, es decir, las luchas por la autointerpre-
tación de la vida humana en sociedad, y adicionalmente de la evolución,
al hilo de estas dinámicas sociales, de los espacios de comunicación,
cuya importancia mostró de forma pionera Jürgen Habermas en su tesis
doctoral de principios de los años sesenta7.
Entonces, «momento conceptual» es una fase determinada en el despla-
zamiento de las significaciones de un concepto, que muestra la preferencia
de los usuarios por unos sentidos hegemónicos a partir de la dinámica de

7
Vid. Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida
pública, Barcelona, Gustavo Gili, 1982. Traducción de la publicación en alemán de la tesis
de Habermas bajo el título Strukturwandel der Öffentlichkeit en 1962.
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relaciones sociales existentes, que el concepto estructura pero de la cual


es también resultado. Entiendo que con esto hay una base de justificación
suficiente para plantear la validez de esta clase de tipos ideales, que ponen
en nuevo plano usos diversos del término «momento», como los manifes-
tados por John Pocock en El momento maquiavélico, Pierre Rosanvallon
en El momento Guizot o Kari Palonen en momento weberiano8.
El primer autor aplicó el término «momento» al pensamiento de
Maquiavelo en el contexto del Renacimiento italiano y su posterior in-
fluencia o revival en el pensamiento político inglés y americano de los
siglos xvii y xviii (por tanto, en un sentido asincrónico y diferente al que
aquí se da a los momentos conceptuales)9. En el segundo caso, Rosan­
vallon utiliza el término «momento» con un espesor temporal que abarca
a todo el siglo xix, y singularizando las ideas que caracterizan a toda la
generación de liberales que marcan su impronta en Francia en la persona
de Guizot. En ese último sentido se aproxima a la idea de Pocock, a la
que claramente evoca –y remite– en el título de su obra. Para Rosanvallon
lo fundamental es que en todo ese periodo (temporalmente mucho más
largo que el punto concreto al que literalmente pudiera remitir la palabra
«momento»), es la coincidencia de toda una serie de pensadores y actores
principales en tres ideas clave: «terminar la revolución, construir un go-
bierno representativo estable, y establecer un régimen fundado sobre la
Razón que garantice las libertades»10. En el caso de Palonen, el momento
weberiano remite a una nueva conceptualización de la política donde la
contingencia se convierte en característica constitutiva de su acción. Ese

8
Kari Palonen, Das ‘Webersche Moment’. Zur Kontingenz des Politischen, Wiesbaden, West-
deutscher Verlag, 1998. Pierre Rosanvallon, Le moment Guizot, París, Gallimard, 1985; John
Pocock, The Machiavellian Moment: Florentine Political Thought and the Atlantic Republi-
can Tradition, Princeton (NJ), Princeton University Press, 1975. Hay edición en castellano:
El momento maquiavélico. El pensamiento político florentino y la tradición republicana
atlántica, Madrid, Tecnos, 2002. Al respecto puede verse Dominique Poulot, «The Birth
of Heritage: “le moment Guizot”», The Oxford Art Journal, n° 11 (2), (1988), pp. 40-56.
9
Según la explicación del «término moment» que el propio Pocock ofrece en su «Introducción
a la edición española de 2002», p. 75. Sobre este aspecto puede verse Vickie B. Sullivan,
«Machiavelli’s momentary “Machiavellian Moment”», Political Theory, vol. 20, n° 2 (mayo
de 1992), pp. 309-318.
10
Rosanvallon, Le moment Guizot…, op. cit., p. 26.
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momento que se hace evidente en –y a partir de– la obra de Weber, se


combinará con la fuerza del termino Momentum que Palonen desarrolla
posteriormente para referirse a la especial relación entre política y tiempo
que caracteriza al «momento de la democratización» (véase nota 3, supra).
Una vez señalados esos usos precedentes, aunque muy distintos, de
la noción de momento en la historia de los conceptos y el pensamiento
político, se trata de mostrar la valía de estos tipos ideales en la compren­
sión del material histórico concreto. Y se hará examinando los despla­
zamientos semánticos del concepto de «opinión pública» en un amplio
periodo de tiempo que va desde el siglo xviii hasta la actualidad.

2.   Los «momentos» en la historia de un concepto

En este breve repaso histórico se pretende llamar la atención sobre el


hecho de que cada concepto en su historia experimenta cambios funda­
mentales en un periodo concreto y por unas razones y circunstancias
particulares que explican las alteraciones lingüísticas, tanto léxicas ­como
semánticas. Esos cambios son los que nos permiten diferenciar una se­
rie de «momentos» en la intrahistoria de cada concepto fundamental.
­Momento tiene en esta propuesta un significado y relación evidentes con
el tiempo, como categoría tan compleja como esencial para una historia
del pensamiento político en general y para la historia de los conceptos
muy en particular (también tiene relación con otro concepto complejo,
«contexto» sobre el que no es pertinente detenernos aquí). En este primer
sentido el momento es histórico, temporal y refiere al periodo de tiempo
en el que se produce el cambio de significado dominante de un concepto.
Es decir, que ese mo-mento tiene fronteras cronológicas más o menos de­
finidas, una por el inicio de esos cambios y otra por su periodo de plena
vigencia antes de que nuevos cambios modifican la semántica del concep­
to hasta tal punto que se pueda definir un nuevo momento del mismo.
En el caso que nos ocupa, por ejemplo, el momento político de la opi­
nión pública se iniciaría a finales del siglo xviii cuando el sentido moral
de la expresión empieza a estar tan connotado de significados políticos
que durante la primera mitad del siglo xix no podrá entenderse sino en
Los «momentos conceptuales» 205

relación a unas estructuras y un vocabulario político nuevo, donde se


inserta en una red más amplia que no puede entenderse sin la referencia
a términos como gobierno representativo, parlamentarismo, libertad de
imprenta o soberanía popular. Eso supone una ruptura con el modo
de concebir la opinión pública previamente, cuando aparece por primera
vez la expresión, donde domina el significado moral que la relaciona con
el mundo del honor, la honestidad o la «fama», apareciendo relacionada
con términos como virtud o calumnia.
Aquí entra en juego una segunda consideración en torno a la noción
de momento y es que, además de su naturaleza histórica, temporal, se
caracteriza por una serie de aspectos que conforman el marco adecuado
para entender un concepto en su nueva dimensión, en su nuevo momento.
En este caso, todas las peculiaridades del marco político que caracteri-
zan y fijan la semántica del concepto opinión pública. Por eso en cada
momento podemos caracterizar un concepto. Por tanto, los momentos
tienen un contorno tanto temporal como semántico, tanto histórico como
conceptual. Y este marco varía de concepto en concepto, y ofrece una
cronología diferenciada para cada caso, o, expresado de otra forma, los
momentos se producen en puntos cronológicos diversos, singulares, para
cada concepto y en muchos casos fuera de –y al margen de– la Sattelzeit.
Así, el tercer momento conceptual de opinión pública se produce a finales
del siglo xix y por una revolución no política, sino en las ciencias sociales.
Y la última y muy importante consideración a tener en cuenta sobre el
término momento es que su desplazamiento por otro momento no lo ­hace
­desaparecer completamente. En ese sentido sí hay una cierta pervivencia
temporal más allá del periodo histórico en el que surge y se consolida un
momento, y se parece al momento maquiavélico. Volviendo al ejemplo,
hacia 1875-1880 diferentes autores europeos empiezan a hablar de una
nueva dimensión científico-social de la opinión pública, a la par que
indagan en su naturaleza desde nuevos supuestos con rigor académico.
Gabba en Italia y Holzendorff en Alemania, Tarde en Francia o Posada en
España reflejan ese nuevo momento del concepto, que ya no podría enten-
derse sin la perspectiva psicosocial y sociológica que le presta el desarrollo
206 Gonzalo Capellán de Miguel

de las ciencias sociales. Ello no quiere decir que ya no se entienda nunca


más en su dimensión política el concepto o que en el discurso político no
aparezca en ese sentido político, que lo hará. Ese momento político,
anteriormente dominante, pasa a constituir uno de los estratos semán-
ticos del concepto, cuya capa seguirá vigente con diferente espesor a lo
largo del tiempo. Por ejemplo, el sentido moral que caracterizó su primer
momento volvió a estar presente en la literatura y el teatro español del
siglo xix, donde la opinión pública se entendía en el contexto de la con-
ducta del individuo y el juicio público –moral– sobre ella, en el contexto
de la virtud, la maledicencia, los rumores, la difamación y finalmente
la calumnia11. Y cuando el concepto comienza a verse dominado por el
sentido que el protagonismo de los medios de comunicación estaba ad-
quiriendo en la sociedad de masas, en los años veinte del siglo xx, uno de
los autores que más influyó en difundir ese nuevo significado mediático
de la opinión pública, el periodista estadounidense Walter Lippman, se
enzarzaba en un gran debate con el filósofo John Dewey acerca de las
relaciones entre opinión pública y democracia, continuando una línea
del momento político que había pervivido durante la etapa anterior en
los textos de James Bryce sobre la opinión pública y el gobierno popular
en los EEUU (muy difundidos en su Reino Unido natal, en Francia y
España). Igualmente, en pleno apogeo del momento mediático, los debates
sobre la democracia deliberativa se reabrieron y han cobrado renovada
fuerza y actualidad en el contexto de la revolución en las tecnologías de
la información y la comunicación (que a mi juicio, lejos de quebrar ese
momento mediático lo han reforzado, al disponer de nuevos medios más
capaces aún de ejercer ese dominio y control de la opinión)12.
Pero lo que sucede es que el concepto se transforma y adquiere nuevas
significaciones que hacen preciso hablar de un nuevo momento, en este

11
Para cómo ese momento moral se hace sentir incluso en el proceso de plena politización
del concepto durante la Revolución francesa, vid. Charles Walton, «La opinión pública y
la política patológica de la Revolución francesa», Ayer, 80 (2010), pp. 21-51.
12
Sobre este particular, véase Víctor Sampedro Blanco y Jorge Resina de la Fuente, «Opi-
nión pública y democracia deliberativa en la sociedad red», en Historia, política y opinión
pública…, op. cit., pp. 139-162.
Los «momentos conceptuales» 207

caso el sociológico, en el que el sujeto de la opinión pública ya no es la


nación política, o el pueblo, tanto con la nueva realidad, el nuevo sujeto
de la opinión, que suele identificarse en los autores de la época con el
término «sociedad», por mencionar sólo uno de los aspectos que hace
visible el nuevo momento. Así, este tiempo conceptual jalona el tiempo
histórico y va prestando comprensión a los conceptos.
Esos momentos históricos en los que se producen los cambios en un
determinado concepto tienen además la peculiaridad de que no son necesa-
riamente sincrónicos con los cambios en otros conceptos y que pueden no
coincidir siquiera con la Sattelzeit koselleckiana. Ciertamente los momentos
que se definen por una cronología o un marco histórico concreto no impli-
can que el concepto posea una semántica única en ese momento, sino que
hay un significado dominante y característico que lo define, pero que con-
vive siempre con significados de momentos anteriores (los situados en esa
parte menos densa, más periférica de la nube, según el símil ­anteriormente
empleado) y de otros que ya se anuncian en el horizonte hasta que ­ante
una nueva coyuntura el cambio conceptual adquiere tal importancia que
podemos hablar de un nuevo momento. La virtud de esta noción de «mo-
mentos conceptuales» estriba en que permite una aproximación específica
a cada concepto y su evolución histórica, devolviendo al análisis historio-
gráfico un papel esencial dentro de la historia de los conceptos. También
resulta útil al poner de manifiesto la diversidad de momentos históricos en
los que se producen cambios conceptuales, así como su variabilidad para
cada concepto. Además, puede ser de gran ayuda para concretar y carac-
terizar los principales periodos de cambio en la historia de cada concepto,
al definir con precisión cada estrato semántico depositado en el tiempo.
Si bien tomaré como caso de estudio un concepto que puede consi-
derarse fundamental, «opinión pública», quisiera previamente ilustrar
esta reflexión introductoria con unas muestras que permiten comprobar
la diversidad y variabilidad de los momentos de cambio semántico y su
relación con acontecimientos históricos específicos en cada caso.
Un primer ejemplo puede venir de la serie de cambios lingüísticos
registrados en el ámbito socioeconómico, fruto de la «revolución indus-
208 Gonzalo Capellán de Miguel

trial» o del primer proceso de industrialización europeo, si se prefiere.


Es en el contexto de las transformaciones en la estructura económica
inglesa de finales del siglo xviii, y dentro del proceso paralelo de urba­
nización experimentado, cuando en los primeros años del siglo xix apa-
rece un nuevo término en el vocabulario socioeconómico: «pauperism»13.
Procedente de la vieja palabra latina «pauper», que designaba simple-
mente al hombre pobre –sin más matices ni complejidad semántica–, esta
innovación léxica respondía a la necesidad de definir las nuevas dimensio-
nes y características adquiridas por esa pobreza. Tal y como lo definirían a
lo largo del siglo xix los diccionarios en lengua inglesa, francesa o es-
pañola, el pauperismo era un fenómeno extendido a grandes capas de la
población –no a individuos aislados– con carácter permanente y que para
muchos era algo novedoso y circunscrito a las ciudades14. Éste fue uno
de los primeros debates, ya que pronto se polemizó sobre si el pauperis-
mo era la misma realidad de la pobreza ahora designada con un nuevo
vocablo o un producto de la modernidad económica. Pero el éxito de la
nueva voz fue tal que en los años veinte ya se utilizaba en Francia y en los
treinta se introduce en España, surgiendo en Alemania toda una Paupe-
rismusliteratur15. Si bien este neologismo sirvió para identificar toda una
nueva concepción de la dimensión social –y no sólo moral– de la pobreza,
así como para inspirar decenas de memorias y estudios sobre los reme-
dios al pauperismo a lo largo del siglo xix, pronto daría paso a un nuevo
concepto surgido en los círculos fourieristas y saint-simonianos france-
ses de los años treinta del siglo xix y plenamente implantado tras los
su­cesos de 1848: «cuestión social». Esa fue la expresión que se acabó im-
poniendo en la segunda mitad del siglo en Francia, España, Inglaterra o
Italia para referirse al fenómeno de los desequilibrios socioeconómicos

13
Samuel Johnson, Dictionary of English Language in which the words are deduced from
their originals; and illustrated in their different significations by examples from the best
writers, Londres, Longman, 1818, vol. III.
14
Cf. Brockhaus Real-Encyclopädie (1846) y Adolfe-Benestor Lunel, Dictionnaire universel
des connaissances humaines, París, Magiaty et Cia., 1857-59, vol. III.
15
Hermann Beck, «The Problem: Pauperism and the Social Question in Prussia, 1815-1870»,
en The Origins of Authoritarian Welfare State in Prussia: Conservatives, Bureaucray and
the Social Question, 1815-1870, Ann Arbor, The University of Michigan Press, 1995.
Los «momentos conceptuales» 209

que la nueva economía industrial y capitalista estaba generando en la


sociedad. Fue, por tanto, la teoría social de estos autores franceses elabo-
rada en los años treinta y exportada después a otros países la que produjo
el cambio y puso en circulación un nuevo concepto con una semántica
que se adaptó a los distintos contextos nacionales. Así, en España pasó
a identificarse con la desamortización de la propiedad territorial impulsa-
da por el Estado liberal en la década de 1830. Y en Inglaterra y Alemania
con la cuestión del trabajo o cuestión obrera, que incidía más bien en los
problemas sociales propios de un marco más urbano e industrializado
que la España rural del periodo16.
Un concepto que se intentó redefinir desde diferentes ideologías, así
por ejemplo reduciéndolo a una de sus partes, «la cuestión obrera» desde
la perspectiva socialista. Liberales, socialistas y católicos pugnaron por
imponer su concepto de cuestión social y sobre todo las fórmulas para
solventar el problema más importante de la época: el temido problema
social que tanta presencia adquirió en el discurso político europeo de
finales del xix y principios del xx17. En España, por poner un ejemplo
extensible a un debate muy similar en Alemania, Francia o Italia, se
distinguía entre la perspectiva socialista de la cuestión social que todo
lo abandonaba al Estado como agente clave para implantar las políticas
sociales que acabaran con el problema y redimieran al cuarto estado de
su penosa situación económica; la visión de la escuela liberal, que con-
fiada aún en un optimismo economicista, pensaba que el propio mercado
acabaría solventando el problema de forma armoniosa; y el planteamiento

16
Incido en las peculiaridades de la recepción de este nuevo concepto en diferentes marcos
nacionales en mi Enciclopedia del pauperismo. Vol. I. Los nombres de la pobreza, Ciudad
Real, Universidad de Castilla-La Mancha/ECH, 2007. La importancia de los procesos de
traducción para llegar a comprender el cambio semántico, así como los procesos de trans-
ferencia e interacción como clave para entender los diferentes significados contemporáneos
de un concepto en distintos contextos históricos al incorporarse a los distintos discursos
nacionales, es analizada con precisión Jörn Leonhard en su capítulo, incluido en este mismo
volumen, sobre «Lenguaje, experiencia y traducción».
17
Esa lucha por connotar el concepto con una determinada semántica se recoge muy bien en
el texto contemporáneo del sociólogo francés Louis Garriguet, Question sociale et écoles
sociales: introduction à l’étude de la sociologie, París, Bloud, 1909, 2 vols.
210

Tabla 1.   Los momentos conceptuales de la opinión pública


Cronología/ Contexto histórico Semántica dominante Léxico relacionado
autor(es)
Momento Siglos xvi-xviii Antiguo Régimen-Mo- Conocimiento no racional ni verdadero. Fama, reputación, ho-
moral Montaigne / narquía absoluta Conjunto de opiniones arraigadas en la nor, virtud, calumnia
Chordelos de comunidad que juzgan la conducta de los
Laclos individuos que se desvían de los valores
vigentes
Momento 1770-1880s Ilustración / Revolu- Poder de la voluntad de la nación o el Gobierno representati-
político Rousseau / ción francesa / libera- pueblo que se expresa libremente y que vo / soberanía, libertad
Necker / Hume lismos sirve de única fuente de legitimidad per- de imprenta, nación,
manente y guía al poder político democracia
Momento 1890-1900 Ciencias sociales / so- Sentir y actuar de la sociedad en la que Sociedad, multitud,
sociológico Tarde / Le Bon ciedad de masas predomina un instinto irracional y pasio- masas, intelectuales,
nal de las masas que genera temor y que control social, encues-
puede y debe ser científicamente medible tas
y predecible y políticamente controlado
Gonzalo Capellán de Miguel

Momento 1930-1940 I y II Guerra Mundial Creación de los medios de comunicación Propaganda, persua-
mediático Lippman / Ber- / propaganda y medios de masas que son un poder fáctico capaz sión, públicos, agenda,
nais de comunicación de de fabricar las agendas de la opinión pú- audiencia, ciberespacio
masas: cine y radio blica y conducirla por la senda que los
diferentes grupos de interés que dominan
los medios quieran marcarle (este poder
está por encima incluso del poder polí-
tico que se ve necesitado de una perma-
nente transacción con los medios)
Los «momentos conceptuales» 211

de los católicos, que creían que la Iglesia y su doctrina de la caridad cris-


tiana, remozada para adaptarse a los tiempos ‘modernos’, seguía siendo
el mejor –y único– bálsamo para hacer frente la moderna cuestión social.
En ese marco se producirá a finales del siglo xix un nuevo momento del
concepto, como resultado de la poderosa acción social de la Iglesia que
tiene un hito de referencia en la Encíclica Rerum novarum de León XIII.
El movimiento social católico derivado de esa doctrina se extendió por
Europa y América, adquiriendo tal fuerza que fue capaz de consolidar
un nuevo sentido dominante en el concepto «cuestión social» en España,
México o Chile18.

3.   Los momentos de la opinión pública

La historia del concepto opinión pública se desarrolla desde su primera


formulación en términos modernos, a finales del siglo xviii, hasta el pre-
sente, donde la encontramos convertida en un fenómeno inseparable de
la sociedad mediática y globalizada plenamente dibujada ya al iniciarse
el siglo xxi. A lo largo de ese tiempo la realidad poliédrica y cambiante
de la opinión pública incluye aspectos de diferente naturaleza: culturales,
políticos, institucionales, psicosociales, sociológicos, comunicativos…
Se trata de un concepto que en los estudios más recientes, atentos sólo
a su realidad de las últimas décadas, ha sido frecuentemente reducido a
una de sus múltiples dimensiones, la sociológica. Sin ignorar que durante
buena parte del siglo xx la opinión pública se ha identificado, pura y
simplemente, con los resultados de las encuestas de opinión19, o que para

18
En una perspectiva transnacional, puede verse cómo para el caso chileno la cuestión social se
introdujo en la agenda política en el último cuarto del siglo xix, y la impronta que la Iglesia
quiso dar al concepto en contraposición a las tendencias socialistas y comunistas a las que
se contraponen claramente en el marco del proceso de industrialización y desplazamiento
demográfico del campo a la ciudad. Cf. Ana María Stuven, «El primer “catolicismo social”:
un momento en el proceso de consolidación nacional», Teología y vida, vol. XLIX (2008),
pp. 483-497.
19
Vid. Loïc Blondiaux, La fabrique de l’opinion. Une histoire sociale des sondages, París,
Seuil, 1998 y Giorgio Grossi, La opinión pública: teoría del campo demoscópico, Madrid,
CSIC, 2007 [2004].
212 Gonzalo Capellán de Miguel

muchas personas la opinión pública se reduce a la opinión publicada,


radiada o televisada, una historia del concepto nos permite distinguir al
menos cuatro grandes momentos.
Momentos que reflejan que la opinión pública es un concepto poli­
sémico. De esa pluralidad de significados, connotaciones y matices que el
concepto fue adquiriendo con el paso del tiempo, no se afirma aquí que
alguno –o cualquiera– de ellos tenga ninguna preeminencia, ninguna
autenticidad o legitimidad exclusiva. En otras palabras, la distinción
de esos momentos no implica una perspectiva normativa al estilo de
Habermas para concluir que el concepto de opinión pública propuesto
por los liberales del siglo xix sea –ni deba ser– el modelo ideal que debe
restaurarse hoy. Precisamente el postulado de la historicidad de la opinión
pública nos lleva a explicar su naturaleza en cada periodo sin sostener que
uno de ellos sea el mejor o el que deba regir en nuestra concepción actual
del fenómeno. Al contrario. Comprender que la opinión pública lejos de
una realidad perenne, inmutable y unívoca es –y ha sido– algo mutable y
equívoco, nos lleva irremediablemente a eludir cualquier intención de
imponer una definición de la misma. O a buscarla como si fuera un Santo
Grial y ofrecer una extensa nómina de ellas, como se obstinaron en hacer
algunos científicos sociales de mediados del siglo xx 20.
Un ejemplo puede clarificar este punto. Para el principal teórico de
la opinión pública en la España del primer liberalismo –y de Iberoamé-
rica–, Alberto Lista, quien no sabe no opina. O, lo que es lo mismo, en
su concepto de la opinión pública no cabe que ésta se forme a partir del
juicio del vulgo ignorante porque no puede haber otro sujeto de la opi-
nión que las clases ilustradas, los sabios. Saber y opinar son dos partes
inseparables de una misma realidad. Pues bien, para los autores de las

Un buen ejemplo de la incomprensión que los científicos sociales, especialmente desde el


20

campo de la comunicación, han mostrado a la hora de abordar el estudio del concepto, es


la famosa e influyente obra de Harold Childs, Public Opinion: Nature, Formation and
Role, Princeton (NJ), D. Van Nostradd Company, 1965, donde se acumulan medio cente-
nar de definiciones diferentes para concluir que no hay un acuerdo sobre el significado del
concepto y constatar lo imposible –e inútil– de intentar fijar una semántica universalmente
aceptada.
Los «momentos conceptuales» 213

modernas encuestas de opinión, que un individuo declare no saber nada


de la cuestión sobre la que se le interroga no impide que su opinión sea te-
nida en cuenta. Incluso si confiesa no saber nada al respecto, sus respues-
tas o hasta los «no sabe / no contesta» también cuentan para el cómputo
global del sondeo. Por la misma razón Alberto Lista no admitiría nunca
que la opinión de un individuo aislado, en su casa o paseando por la calle,
al que se consulta por teléfono sobre cualquier cuestión –sea o no del
interés general, de la nación– pueda formar parte de la opinión pública.
Cosa que sí es válida para los sociólogos-estadísticos obsesionados con
cuantificar la opinión. Y es que entre ambos momentos históricos, para
ambos agentes el concepto de opinión pública es totalmente distinto
y hasta incompatible. De ahí que no podamos emplear el término opi-
nión pública como si siempre, para todo el mundo, hubiera significado
lo mismo, como si al utilizarlo se refirieran a cosas iguales o parecidas.
Y ésa es una prevención tan necesaria como útil21.
Dentro de los parámetros señalados, podemos distinguir cuatro
grandes momentos que grosso modo vive la opinión pública desde su
nacimiento hasta la actualidad. Momentos que podemos identificar con
diferentes periodos históricos, aunque en realidad cada uno de ellos si-
gue perviviendo, aunque con una impronta menor, en cada uno de los
siguientes. Momentos también que se corresponden con cambios sus-
tanciales en la manera de entender qué es, cómo actúa y quién opina en
la opinión pública.

3.1.   Momento moral-privado de la opinión pública


Así en el primero de ellos –que podríamos calificar de premoderno– do-
mina la concepción moral de una opinión que aún no suele aparecer
acompañada de su partenaire léxico, pública. Se trata de una opinión que
suele centrarse en cualquier aspecto de la conducta, bien pública, bien pri-

21
Ya puesta de manifiesto con toda claridad hace tiempo, por un autor ajeno a la histo-
ria conceptual, como Vitaliano Rovigiatti, Lecciones sobre la opinión pública, Quito, Cies-
pal, 1981.
214 Gonzalo Capellán de Miguel

vada, de los individuos a la que otras personas cercanas juzgan (del juicio
de ese inapelable tribunal resulta la «fama pública» de cada individuo en
el seno de la sociedad). Este concepto premoderno de la opinión viene a
expresar casi lo mismo que otros términos como «fama» y tiene que ver
con la reputación o la honestidad de los individuos. El propio Maquia-
velo, al que con tanta frecuencia como imprecisión suele citarse como un
pionero en usar en sentido moderno el concepto opinión pública, emplea
en sus Discorsi indistintamente los términos «fama, o voce u opinione»
referidas a «il popolo» o asociados a una misma realidad, «pubblica voce
e fama»22. Y, en cualquier caso, lo que aparece con toda claridad ya en este
autor es que la idea de lo que él aún llama una «opinione universale», en
ese sentido de tribunal moral por medio del cual la comunidad aprueba
o reprueba la conducta de los individuos, adquiere su fuerza a partir de
la antigua creencia contenida en la expresión vox populi, vox dei (Ma-
quiavelo escribe que «la voce d’un popolo a quella di dio»).
Esa manera premoderna –y prepolítica– de concebir la opinión pú-
blica en un sentido puramente moral está perfectamente definida, según
Bauer, en la obra de Blaise Pascal. Entendiendo que la opinión pública
es enemiga de la razón, le otorga un poder que Bauer describirá casi tres
siglos después de manera preclara: «Ella acumula fama en unos y ver-
güenza en otros». Preguntándose de manera retórica en ese sentido el
autor austriaco, «¿Quién distribuye el buen nombre? ¿Quién confiere
respeto y veneración a las personas?»23.
Y no debe extrañar que en un tiempo en que la organización política
de la sociedad se corresponde con lo que solemos denominar monarquía
absoluta (o Antiguo Régimen, en términos histórico-jurídicos) sea la voz
de Dios la que presta su fuerza y autoridad a la del pueblo. Tampoco
la teoría política antigua encontraba otros elementos legitimadores del
monarca más allá de los derivados de la religión. Por eso resultaba casi

22
Nicolás Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Madrid, Alianza,
1987, cap. 34.
23
Wilhelm Bauer, La opinión pública y sus bases históricas [1914], Santander, Universidad de
Cantabria, 2008, p. 39. Traducción de R. Gabás.
Los «momentos conceptuales» 215

imposible apellidar a la opinión «pública» en un periodo histórico donde


ni había una esfera pública, ni una parte significativa del pueblo elevada a
un rango –culto y lector– que pudiera conceptuarse como público. Y si la
Monarquía lo era de origen divino por la misma razón todo adquiría sen-
tido en aquella sociedad, «por la gracia de Dios». Y por eso resulta igual-
mente imposible encontrar antes de finales del siglo xviii otra cosa que
esa opinión en un sentido moral que se inmiscuye en la esfera privada
de los individuos.
Dimensión moral que está presente aún en obras literarias francesas de
finales del siglo xviii donde ya se utiliza el sintagma «opinión pública»,
como Les Liaisons dangereuses de Choderlos de Laclos. Cuando ya el
concepto moderno y político de opinión pública empezaba a consolidarse
en Europa, un estudio reciente de Charles Walton ha mostrado con toda
claridad cómo, incluso en los periodos de la Revolución francesa donde
se pudo escribir y hablar con mayor libertad, los ataques a los elementos
que conformaban el armazón de valores morales del Antiguo Régimen –y
que perdurarán décadas, incluso bajo regímenes liberales– fueron prohi-
bidos y duramente penalizados. Es más, sorprende el amplio abanico de
aspectos que los revolucionarios franceses consideraron como calumnia
y que dio lugar a los denominados «crímenes de opinión y expresión».
Incluso un autor de ideas tan avanzadas en ese campo como Thomas
Paine escribía en plena revolución liberal que la calumnia es «una espe-
cie de traición que debe ser penalizada», definiéndola como «un vicio
privado que produce un mal público». Para comprender ese concepto
moral de opinión pública que va a pervivir en la Europa del siglo xix y a
encontrar en la literatura diversas formas de expresión, resulta muy útil
incorporar a nuestro análisis lo que Walton denomina «cultura de la ca-
lumnia y el honor». Un honor que fue entendido en el Antiguo Régimen
como fundamento para una sociedad estable y que condicionó todas las
políticas relativas a la opinión pública posteriormente, en la medida en
que se asumió esa cultura24.

24
Charles Walton, Policing Public Opinion in the French Revolution, Oxford, Oxford Uni-
versity Press, 2009, pp. 3-8.
216 Gonzalo Capellán de Miguel

En el ámbito hispanoamericano se constata una idéntica incardina-


ción de la expresión opinión pública en «el ámbito de la moralidad»,
y más específicamente su relación con «la rectitud moral». Aun en los
momentos iniciales del proceso de independencia, y con ello ruptura de
los imaginarios tradicionales, Elías Palti constata en diversos escritos
el significado dominante como un «saber social compartido en que se
encarna aquel conjunto de principios y valores morales donde descansa
la convivencia comunal»25.

3.2.   Momento político


Sería preciso esperar a la llegada de los importantes cambios que en el
orden cultural y filosófico traerá la Ilustración, y en el político las revo-
luciones liberales, para que la opinión pública se adentre en el segundo
de sus grandes momentos. La fertilidad que para el cambio lingüístico
tuvo este periodo histórico que se desarrolla en el tránsito del siglo xviii
al xix ya fue puesta de manifiesto en su día Koselleck. Tal fue el cam-
bio en todos los órdenes de la vida en aquellos años que el padre de la
­Begriffgeschichte lo consideró como un momento en el que se pusieron en
circulación los principales conceptos que alimentarían el discurso político
moderno (Nación, Democracia, Progreso, Opinión pública, etc.). Algu-
nos de estos vocablos ya existían con anterioridad, obviamente, pero lo
relevante es que tras este periodo de cambios adquirieron un significado
nuevo, politizado y «moderno».
Pues bien, eso es lo que comienza a suceder al concepto opinión pú-
blica en este segundo momento. Así, antes incluso de que la opinión se
adjetive definitivamente ya como pública, uno de los abanderados del pen-
samiento ilustrado, el escocés David Hume en sus Essays, Moral, Political
and Literary (1741) incluye un ensayo, el quinto, «On the First Principles
of Government» en el que ya asigna un significado plenamente político a
la opinión. Y no sólo eso, sino que llega a afirmar que «quienes gobiernan

25
Elías Palti, «Opinión pública/Razón/Voluntad general», en El tiempo de la política, Buenos
Aires, Siglo XXI Editores Argentina, 2007, pp. 161-165.
Los «momentos conceptuales» 217

no tienen nada que les apoye salvo la opinión». Idea de la que concluye
con su célebre sentencia: «El gobierno se fundamenta únicamente en la
opinión». Pero incluso en esta pionera concepción ya puramente política
del concepto habría que recordar un matiz, y es que Hume dice que esto
sucede tanto en los «gobiernos más despóticos y militares como en los
más libres y populares»26. Este reconocimiento de que la opinión es una
fuerza –que además se contrapone justamente a la violencia– muy útil
en política a «los pocos» que tienen las riendas del gobierno, se asimilará
posteriormente de manera inequívoca a un tipo de gobierno concreto, al
representativo. De forma que en el siglo xix la moderna opinión pública
es la que constituye uno de los elementos definitorios de los gobiernos
representativos, también denominados directamente gobiernos de opi-
nión. Y otro rasgo que va a caracterizar este momento político de la
opinión pública, durante el cual se va modelando el concepto al gusto
del liberalismo imperante, es la definición de un nuevo sujeto.
También en este sentido el cambio sobrevino gradualmente. Lo pri-
mero que hicieron los eruditos sobresalientes en el periodo de las luces
fue despojar a la voz del pueblo de su divinidad. En el caso español el
cambio se percibe nítidamente en la obra de Feijoo. En su Teatro crítico
universal dedicó todo el primer discurso precisamente a dejar claro que el
sujeto de esa vox populi no era el pueblo entendido en sentido moderno,
positivo, sino en otro más bien despectivo que no duda en denominar
como vulgo, y vulgo ignorante. Y ese vulgo, lógicamente, no podía ser
el sujeto de una voz, de una opinión verdadera sino, todo lo contrario,
errónea y poco fiable por tanto27. Así comenzó a minarse por su misma
base, al viejo sujeto de la opinión para sustituirlo con el tiempo por otro
más digno, el público o la nación. De hecho, fue habitual hablar de una

26
David Hume, Essays, Moral and Political, Edimburgo, A. Kincaid, 1741, p. 49. Hay edición
en español: Ensayos morales, políticos y literarios, Madrid, Trotta, 2011 (edición, prólogo y
notas de E. F. Miller; traducción de C. Martín Ramírez).
27
Benito Jerónimo Feijoo, «La voz del pueblo», en Teatro crítico universal, tomo I [1726],
disponible en Los Sueltos de Acopos, 1. Una denostación que se producía sobre la base del
desprecio de los ilustrados hacia un conocimiento imperfecto e inseguro (la opinión se
identificaba con la doxa platónica, frente al conocimiento cierto y racional de la ciencia).
218 Gonzalo Capellán de Miguel

opinión pública que en países como la España del xix suponía no todo
el pueblo, sino una parte de él. Se trataba, pues, de un sujeto consciente-
mente delimitado por esa parte del pueblo que por capacidad, intelectual
o económica, leía los periódicos, escribía, se reunía en cafés y tertulias
y, finalmente, expresaba su opinión política mediante un sufragio, cen-
sitario, reducido a esa pequeña parte de la población, muy pequeña en
términos cuantitativos, por cierto. Y es que, como se encargará de ob-
servar el Conde Roederer en uno de los pioneros textos sobre la «teoría
de la opinión pública» (1797), la cuestión de la opinión pública se reduce
a dos aspectos esenciales: cultura y riqueza de los individuos28.
Otra transformación fundamental, acaecida en el contexto de la Re-
volución francesa y la contestación frente al absolutismo, fue el cambio
desde las opiniones variadas y heterogéneas del público al singular «opi-
nión pública»29. Los ilustrados tuvieron un concepto cuantitativo de la
opinión pública, como si fuera una especie de suma de las opiniones in-
dividuales. Aspecto que quedará superado con la concepción ­cualitativa
propia del liberalismo que antepone la opinión común, aunque esa tensión
entre opinión individual y voluntad general no va a desaparecer ya nunca.
Además, los ilustrados vincularon de forma determinante la opinión pú-
blica a la imprenta, atribuyéndole una función principalmente instructiva,
ilustrar al pueblo/público. La fuerza emancipadora de la enseñanza se

28
Roederer (Conde Pierre Louis), «De la mayoría nacional, del modo en que se forma y de los
signos por los que se la puede reconocer o Teoría de la opinión pública» [1795]; disponible
en Los Sueltos de Acopos, 3 (traducción de B. Vauthier).
29
Lo señaló ya Keith M. Baker en su artículo «Public opinion», incluido en Mona Ozouf y
François Furet (eds.), The French Revolution and the Creation of Modern Political Culture.
Vol. 1. The Political Culture of the Old Regime, Oxford, Pergamon Press, 1987, pp. 2-4.
A su vez, incidía en el problema intrínseco a este sentido unitario del concepto opinión
pública, que debía construirse sobre «la base de una colección de opiniones indivi­duales».
La tensión entre la idea de consenso que implica este concepto y que se intenta imponer
sobre la realidad de una diversidad étnica, de creencias y culturas, también se puso de
manifiesto en el ámbito iberoamericano durante los procesos de independencia, donde
el discurso homogeneizador de la opinión pública siempre fue muy útil al discurso de la
elite dominante (vid. Noemi Goldman, «Legitimidad y deliberación. El concepto de opi-
nión pública en Iberoamérica, 1750-1850», en J. Fernández Sebastián [dir.], Diccionario
político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750-1850, vol. I,
Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2009, pp. 981-998).
Los «momentos conceptuales» 219

había convertido en leitmotiv de los ilustrados europeos que hicieron suya


la célebre frase de Kant «atrévete a saber» (sapere aude). El resultado de
esa ilustración del pueblo sería la existencia de un individuo autónomo,
con voz propia, capaz de expresar sus ideas públicamente. La realidad
probó, sin embargo, que el pueblo siguió siendo un menor de edad del
que los que poseían las luces se erigieron en intérprete y portavoz, siendo
una elite la que se apropió de la voz pública y construyó el discurso de la
opinión pública en su beneficio. Y ello es importante porque, como han
puesto de relieve estudios posteriores, el naciente concepto moderno de
opinión pública fue, antes que «una realidad sociológica preexistente que
se impusiera por sí misma a los líderes políticos», sobre todo «un recurso
retórico destinado a crear autoridad política»30. Por tanto, fue un instru-
mento al servicio de un nuevo discurso político que pretendía reemplazar
la legitimidad del poder político vigente y sus fundamentos, finalidad
para la cual la opinión pública mostró una extraordinaria eficacia.
En buena medida, lo que planteará la filosofía del liberalismo y plas-
marán los estados liberales que irán surgiendo en la Europa del siglo xix,
es un cambio de la organización jurídico-política de manera que esa opi-
nión encuentre los cauces necesarios para su expresión y representación
en la sociedad. El problema es que esta nueva filosofía suponía una trans-
formación tan profunda del régimen y las estructuras vigentes que su
implantación conllevó, en no pocas ocasiones, violencia y una gran con-
flictividad política y social. A pesar de ello, poco a poco se fue imponien-
do un nuevo modelo de Estado organizado en torno a los principios del

30
Sostiene esta tesis de forma muy convincente Jon Cowans, To Speak for the People. Public
Opinion and the Problem of Legitimacy in the French Revolution, Nueva York y Londres,
Routledge, 2001, pp. 2-3. El trabajo de Cowans se inserta en la pionera línea de trabajo
iniciada varias décadas antes por Keith M. Baker, quien defiende la tesis –que comparto–
de que el concepto de opinión pública fue una «innovación política» que debemos datar
históricamente en los momentos de la Revolución francesa. De hecho, es el nuevo signifi-
cado que adopta entonces y que permite hablar de un «momento político», lo que permite
diferenciarlo claramente de los usos y la semántica previa asociados a la misma expresión.
Cf. Inventing the French Revolution [1990], Cambridge, Cambridge University Press,
1994, pp. 167-199. Para ese periodo es fundamental también Javier Fernández Sebastián y
Joëlle Chassin (coords.), L’avènement de l’opinion publique. Europe et Amérique xviii-xixè
siècles, París, L’Harmattan, 2004.
220 Gonzalo Capellán de Miguel

gobierno representativo: régimen constitucional que reconoce libertades


y derechos, soberanía nacional, separación de poderes, parlamento… En
este nuevo marco no sólo se reconoce la existencia de esa nueva fuerza
social que es la opinión pública, sino que se la convierte en un elemento
clave de todo un sistema, que encuentra su propia legitimación en el re-
frendo permanente por parte de esa opinión expresada y hecha pública
por distintos cauces (prensa, discursos, elecciones…).
Se le atribuirán ahora dos nuevas finalidades, una positiva como guía
del poder, según la cual los gobiernos deben escuchar y tener en cuenta
a la opinión pública; y otra negativa como crítica que ejerce contra ese
gobierno y sus acciones el público a través de su opinión. La primera
dirigida a la Asamblea legislativa (Cortes, Congreso) como instancia
representativa de la opinión que interactúa, dialoga con la opinión hasta
sancionarla y convertirla en ley, momento en el que se expresa como vo-
luntad nacional. El poder ejecutivo, Gobierno, por el contrario, queda en
una relación unidireccional y pasiva frente a esa voluntad expresada en la
opinión pública. Sobre todos estos matices que ahora se abren prevale-
cerá permanentemente una tensión entre una opinión pública entendida
como expresión directa de la sociedad, como fuerza social avalada por
el discurso más radical o jacobino, de claro tinte revolucionario, y otra
que concede primacía a la forma institucionalizada o mediatizada de ca­
nalizar la opinión pública, a través de las Cortes y la ley. En definitiva,
la opinión pública se forjó en aquella coyuntura como un elemento clave
para regular las relaciones entre sociedad y Estado, más o menos tensas
según las coyunturas. Y lo hizo de una manera polémica. Primero porque
suponía desplazar la soberanía hasta entonces encarnada únicamente en
la figura del monarca hacia otro cuerpo denominado en unos contextos
nación y en otros pueblo (soberanía nacional o popular)31.

Desplazamiento que se materializó lingüísticamente con la puesta en circulación de la


31

metáfora «reina del mundo». Sobre su origen véase John A. W. Gunn, Queen of the World:
Opinion in the Public Life of France from the Renaissance to the Revolution, Oxford, The
Voltaire Foundation, 1995. Para la importancia de las metáforas en el lenguaje filosófico,
véase Hans Blumemberg, Paradigmas para una metaforología, Madrid, Trotta, 2003 (es-
pecialmente pp. 41 y ss. «La metafórica de la “poderosa” verdad»).
Los «momentos conceptuales» 221

Así la opinión pública se configuró como un elemento clave de la or­


ganización política y social por su naturaleza de fuerza dinámica y per-
manente. A diferencia de los cauces institucionalizados para expresar la
opinión, como el voto depositado puntualmente en el momento de cele-
brarse elecciones, la opinión pública se concibió como un elemento con
presencia constante, como un cordón umbilical que seguía uniendo a los
representantes con sus representados en el tiempo que transcurría entre
cada cita electoral. Eso implicaba que los ciudadanos en última instancia
siempre seguían siendo soberanos, que podían elevar su voz para sancio-
nar o denunciar la acción de gobierno, y que los propios parlamentos si
no escuchaban esa voz quedaban deslegitimados. Es decir, que aunque
formalmente los parlamentos eran depositarios de la opinión pública,
tenían la obligación de seguir en permanente contacto con la opinión
pública puertas afuera de las cámaras y el deber de ser su fiel expresión.
Fue en este sentido político como la opinión pública desempeñaba un
papel central en el gobierno representativo del periodo liberal, como se
entendió y usó el concepto durante toda la primera mitad del siglo xix
en los principales países de Europa. Una expresión, opinión pública, que
adquirió en España tal importancia en el discurso político de la época
que podemos encontrarlo por doquier en la prensa, los diarios de sesio-
nes de las Cortes, los folletos de prácticamente todos los autores, fueran
éstos de la ideología que fueran. Los liberales habían descubierto una
nueva fuerza legitimadora del poder político, secularizada, pero que in-
vocaban con la misma frecuencia y reverencia que al anterior principio
religioso de la Providencia divina. De hecho, en el caso español un po-
lítico tan relevante como Sagasta, presidente del gobierno en repetidas
ocasiones entre 1881 y 1902, se convirtió en ejemplo de lo que muy agu-
damente observó Bauer en su artículo «Public Opinion» de la Enciclo-
pedia de ciencias sociales a la altura de 1930: que «la opinión pública fue
invocada de un modo indiscriminado por el político astuto»32. Un uso
retórico del concepto que en el contexto de la monarquía constitucional

32
Encyclopaedia of the Social Sciences (E. R. A. Seligman y A. S. Johnson [eds.]), Nueva York,
Macmillan, 1930-1967, tomo I, p. 669.
222 Gonzalo Capellán de Miguel

y parlamentaria española enzarzó a los líderes liberales y conservadores


en duros debates sobre quién contaba con el respaldo la opinión pública
y sobre si el Congreso de los Diputados representaba la opinión pública
que residía fuera de los muros del Parlamento. Una opinión que aún
no podía ser sondeada ni medida, lo cual hacía más fácil apropiársela
e invocarla como una fuerza legitimadora superior incluso a la propia
monarquía, a la que empezaba a disputar la soberanía.
Tal fue la sacralidad que adquirió la opinión pública que no en vano
autores como Alberto Lista 33, retomando una vieja expresión italiana
aplicada sólo a la opinión, la coronaron como «reina del mundo». Por esa
misma razón no tardarían tampoco en aparecer autores que cuestiona-
ran tan poderosa e incuestionable autoridad. Pensadores tan destacados
como John Stuart Mill, y precisamente al analizar el gobierno represen-
tativo, denunciaron que la idea de unanimidad que yacía en el corazón
mismo de la noción de opinión pública estaba asfixiando al individuo y
sus opiniones. Por eso insistió en su obra clásica On Liberty en la ne-
cesidad de establecer «límites» a «la interferencia legítima de la opinión
colectiva con la independencia individual»34. Esa resistencia a aceptar la
existencia de un público homogéneo, un ser colectivo que siente y piensa
al unísono, socavará la autoridad de una opinión pública que será objeto
de un análisis más detenido y profundo en adelante.

3.3.   Momento sociológico y demoscópico


De hecho, será hacia los años setenta del siglo xix cuando algunos autores
en Europa comiencen una redefinición de la opinión pública en un sentido
científico (entendido este calificativo en un sentido muy amplio, que ense-
guida matizaré). Empezaría de ese modo un tercer momento de la opinión
pública cuya vigencia se adentrará en toda la primera mitad del siglo xx.

33
Autor de un pionero e influyente «Ensayo sobre la opinión pública» publicado en Sevilla en
El Espectador Sevillano en 1809. Para su difusión por Iberoamérica, vid. Noemí Goldman,
«Opinión pública», en Javier Fernández Sebastián (dir.), Diccionario político y social del
mundo iberoamericano, Madrid, Fundación Carolina, SECC, CEPC, 2009, pp. 985 y ss.
34
John Stuart Mill, Sobre la libertad, Madrid, Alianza, 1988, p. 14.
Los «momentos conceptuales» 223

Y, entonces, un autor pionero en esta nueva mutación del concepto, como


el italiano Gabba, se quejaba en una conferencia fundacional pronunciada
en Florencia en 1876 de que hasta la fecha todos los autores se habían
limitado a invocar la autoridad de la opinión pública sin detenerse a ana-
lizar de dónde procede, en qué consiste, cómo actúa en la sociedad, amén
de otras cuestiones que implicaba tan importante fenómeno. Con él y
otros autores como –de forma casi simultánea– ­Holzendorff en Alemania
o luego Bryce en Gran Bretaña o los institucionistas espa­ñoles (Gumer­
sindo de Azcárate, Adolfo Posada, entre otros) se inicia un estudio aca-
démico de la opinión ­pública que resultará en la aparición de múltiples
trabajos monográficos, así como en un debate de ámbito internacional
sobre el que se produjeron numerosos escritos menores también.
Este momento científico de la opinión pública que conducirá lógica-
mente a un conocimiento mucho mejor de su naturaleza hay que enmar-
carlo en el surgimiento y desarrollo de las ciencias sociales en las décadas
finales del siglo xix y, al menos, las dos primeras del xx. Se trata de un
enfoque científico de carácter cualitativo, centrado en conocer en toda su
extensión la opinión pública y que para ello se adentra en nuevos terrenos
como la psique social. No debe olvidarse que, aunque de momento sean
principalmente juristas quienes teorizan desde esta nueva perspectiva
sobre la opinión pública, el denominador común será que ven en la socie-
dad el nuevo sujeto de la opinión. Una sociedad que adquiere a la luz de
la sociología un carácter propio como entidad viva que hay que analizar.
Los avances realizados por la psicología y su aplicación al estudio
de los fenómenos sociales dieron lugar a una innovadora perspectiva
en torno a la opinión pública, frente a los estudios hasta entonces do-
minantemente jurídico-políticos, que incorporará plenamente la faceta
irracional del hombre. En ese marco, varios autores intentan explicar
el comportamiento de un individuo que ha disuelto su identidad en el
grupo, en la masa. Los nuevos «psicólogos de las multitudes» presentan
a un individuo que habría pasado de formar parte del público opinante
decimonónico a diluirse en una masa amorfa, homogénea y fácilmente
influenciable. Un nuevo individuo absorbido en el anonimato del grupo.
224 Gonzalo Capellán de Miguel

Muy influida también por las teorías instintivistas, la literatura psicoso-


ciológica populariza términos como imitación, sugestión, instinto, mente
de grupo o alma colectiva.
En ese contexto, Gustave Le Bon (1895) en su Psicología de las masas
habla de un Alma de las muchedumbres, destacando la formación de un
nuevo ser supraindividual o alma colectiva que trasciende los intereses
e ideas de los miembros que la forman. Estas masas son sugestionables,
crédulas y fácilmente irritables, carecen de toda moralidad y sus emocio-
nes son simples, instantáneas, extremas y cambiantes. Ortega y Gasset
es un buen ejemplo en el ámbito hispano del malestar que provocaba el
avance inexorable de las masas entre muchos intelectuales de la época.
En ese sentido, en La rebelión de las masas (1930) Ortega define como
masa a todo individuo que «no se valora a sí mismo». Por ello se muestra
temeroso ante la amenaza de la tiranía de unas masas que «no deben ni
pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar» una sociedad que
evidencia así su propia crisis35.
También debemos contextualizar este momento en el nacimiento de
la sociedad de masas con todas sus implicaciones. En el orden político,
el viejo diseño del liberalismo para un gobierno representativo donde los
partidos competían por un público exiguo, con ya arcanas fórmulas de
propaganda y movilización social, deberá adaptarse a la nueva política
de masas. Una política donde incluso los periódicos, utilizados como
principal órgano de expresión y guía de la opinión, se estaban trans-
formando en verdaderas empresas mercantiles –no de partido, o no
sólo eso– con tiradas que los nuevos medios técnicos habían permitido
incrementar de manera exponencial. De esa realidad daba claro testimo-
nio Luis Araquistáin cuando afirmaba que «[c]onvertido un periódico
en industria, el espíritu de los que lo componen se reduce a materia ela­
borable a capricho del empresario, y la opinión pública se transforma
en un mercado que hay que conquistar»36 . Esa transformación de los

35
Vid. Gonzalo Capellán y Mª Victoria Campos, «Opinión pública», en Enciclopedia de la
Comunicación, Madrid, CEU, 2011, pp. 561-585.
36
España (24-II-1916), p. 57.
Los «momentos conceptuales» 225

medios se hacía más peligrosa si cabe en el contexto de unas masas cuyo


comportamiento, según había advertido Gabriel Tarde en La opinión
pública y la multitud (1901), se rige por la simpatía, la sugestión, el conta-
gio mental o la imitación. Observaciones que pronto se probarán ciertas
y aprovechadas por el propio Estado, como se evidenció en Estados Uni-
dos con motivo de la Primera Guerra Mundial y la capacidad que tuvo
para cambiar la voluntad de los norteamericanos a favor de implicarse
en el conflicto bélico a través de una campaña de propaganda sin prece-
dentes. Lippman y Bernays fueron dos de los hombres clave de aquella
experiencia histórica que trasladaron posteriormente a sus análisis de
la opinión pública y que condujeron a las teorías maximalistas sobre la
capacidad de manipulación de los individuos y los grupos a través de
los medios de comunicación 37. Era el prólogo al momento mediático
de la opinión pública, cuando había aumentado exponencialmente
el público letrado, lector o, en términos ya de mercado, «consumidor».
Y en esa reformulación del gobierno representativo en democracia de
nuevo el papel del público, sujeto de la opinión, se va a trastocar escin-
diéndose entre la masa y la elite, sin olvidar, eso sí, una intermedia «masa
neutra», cuya acción o inacción pudiera resultar clave en ese contexto.
Tema este último de especial preocupación para sociólogos y políti-
cos, que reflexionarán sobre la opinión pública bajo este nuevo prisma
en el que masas y elites, multitudes e intelectuales conformaban elemen­
tos centrales38.
La otra transformación de la realidad tiene que ver con una creciente
sociedad de masas, que será también la del mercado y consumo de masas
que antes que en ningún otro sitio se hace presente en Estados Unidos,
muy claramente ya desde principios del siglo xx. Una realidad que obligará

37
De Walter Lippman, véanse sus dos textos clásicos, La opinión pública [1922], Madrid,
Cuadernos de Langre, 2003 y El público fantasma [1925], Santander, Ediciones de la
Universidad de Cantabria, 2011. Y de Edward Bernays, Propaganda [1930], Madrid, Me-
lusina, 2008.
38
En ese sentido sigue siendo una lectura muy recomendable el clásico de Elias Canetti, Masa
y poder. Vol. 1 de su Obra Completa, Barcelona, Debolsillo, 2009 (traducción y edición de
J. J. del Solar).
226 Gonzalo Capellán de Miguel

a dar otro giro de tuerca al momento científico de la opinión pública en un


sentido más sociológico y cuantitativo, pasando del ansia por saber qué,
cómo y por qué opera la opinión pública, a saber en qué medida lo hace;
esto es, por cuantificar el público y sus opiniones. De nuevo, los cambios
en las técnicas aplicadas, que convirtieron rápidamente las antiguas y
poco sofisticadas «encuestas de paja» que había empezado a realizar la
prensa –bajo el modo de simples cuestionarios sobre cualquier tema, en
muchas ocasiones banales– en refinados medios de sondeo para auscul-
tar la opinión pública, devendrían en una absorción de la idea misma de
opinión pública por la de encuestas de opinión. Esos avances de la estadís-
tica y los métodos de sondeo hicieron posible que la medición de la opi-
nión pública permitiera al ma­temático George Gallup en los años treinta
predecir con un mínimo margen de error los resultados en las eleccio-
nes presidenciales de EEUU, uno de los terrenos donde las encuestas de
opinión iban a mostrar ya un interés permanente. Su técnica de sondeo
por muestreo resultó más efectiva que las decenas de miles de papeletas
que reunían los periódicos norteamericanos, y su acierto en predecir la
elección de Roosevelt a la presidencia en 1936 le consolidaron como un
referente en las encuestas, extendiendo luego sus técnicas a la medición
de audiencias en radio y televisión.
Desde ese momento el proceso de decision making no podría funcio-
nar de un modo independiente o al margen de la opinion measurement.
Medida de la opinión que no dejaría de intentar perfeccionarse hasta
conocer con precisión decimal la opinión –y con ello la conducta previ-
sible– de los individuos aisladamente considerados, y luego sumados y
promediados como simples factores de una contabilidad matemática. Ello
acababa, inevitablemente, aniquilando cualquier concepción holística u
organicista de una sociedad que originariamente había dado razón de ser
a la sociología misma. El culmen de este proceso vendrá marcado por un
hito clave: en enero de 1937 se publicaba el primer número de una revista
llamada a convertirse en el principal referente de los estudios sobre la
opinión pública, Public Opinion Quarterly. El significativo título de
su primer artículo fue «Hacia una ciencia de la opinión pública», fir-
mado por el ya para entonces prestigioso padre de la psicología social
Los «momentos conceptuales» 227

norteamericana, Floyd H. Allport39. Este hecho ponía de manifiesto al


menos tres aspectos singulares. Primero, el interés que las investigaciones
en torno a la opinión pública habían adquirido en el mundo académico en
las primeras décadas del siglo xx. En segundo lugar, el desplazamiento del
centro de las investigaciones sobre este campo a Estados Unidos, frente
al dominio europeo precedente, bien ejemplificado precisamente en los
trabajos de autores franceses, como Le Bon o Tarde, o germanoparlantes
como Bauer o Tönnies. Finalmente, evidenciaba el nuevo predominio de
la aproximación a la opinión pública desde una perspectiva científico-
social, marcadamente sociológica40.
A partir de esos años las encuestas de opinión se convirtieron en
un instrumento cotidiano de medición de la opinión pública, así como
en una herramienta utilizada por los responsables políticos a la hora de
tomar decisiones en su gestión. El propio temor a las masas y su acción
colectiva contribuyó a que el tipo de encuesta individual fuera preferido
y tomado como representativo de la opinión pública, hasta el punto de
identificar esa opinión con los resultados de los sondeos. Con todo, desde
el propio ámbito de la sociología irían surgiendo voces críticas con esta
identificación, tanto por las deficiencias técnicas de la medición, como
por los «falsos» presupuestos que implican las encuestas.
En un texto clásico de referencia, el sociólogo francés Pierre Bourdieu
afirmaba que la opinión pública, entendida como el resultado de las en-
cuestas, en realidad «no existe». Sustentaba su provocativa afirmación en
una serie de razones; a saber: las encuestas consideran que todo el mundo
puede tener una opinión, parten del «sentimiento ingenuamente demo-
crático» de que todas las opiniones tienen el mismo peso e implican que
hay un consenso sobre los problemas, es decir, un acuerdo sobre las pre-
guntas planteadas. Éstas con frecuencia se presentan en los formularios

39
Nº 1 (enero de 1937), pp. 7-23. La revista se publicaba al amparo de la American
�����������������
Associa-
tion of Public Opinion Research (AAPOR), hoy transformada en asociación de dimensión
mundial, como World Association of Public Opinion Research (WAPOR).
40
Juan Ignacio Rospir ha estudiado con gran detalle el origen y evolución de este marco en
Opinión pública. La tradición americana, 1908-1965, Madrid, Biblioteca Nueva, 2010.
228 Gonzalo Capellán de Miguel

de encuesta de manera sesgada y condicionando de forma significativa


las respuestas. Además, las preguntas planteadas suelen responder a las
preocupaciones de los políticos o las empresas que encargan la encuesta,
antes que a una demanda social sobre los verdaderos problemas. Además,
resulta evidente la capacidad que las propias encuestas tienen para afectar
o cambiar la opinión pública, para crear opinión, razón por la que muchas
veces se publican en los medios sus resultados con el interés de generar
una respuesta en el público. Por último, se ha achacado también a las
encuestas el hecho de que se realizan sobre una base individual, mientras
que la opinión pública, más que una suma de elementos desagregados y
aislados, se presenta en la sociedad articulada a través de grupos y sus
relaciones. Grupos cuya relación además es dinámica y relacionada con
intereses, creencias o prácticas compartidas por sus miembros41.

3.4.   El momento mediático de la opinión pública


Esta segunda fase del momento científico, que desembocará en una autén­
tica «sondeocracia», va a dominar buena parte del siglo xx, y aunque no
desaparecerá –más bien sigue desarrollándose con creciente vigor en la
actualidad–, pronto debería afrontar un nuevo reto, que volverá a mo-
dificar la esencia de la opinión pública: la aparición de los medios de
comunicación de masas. Unos mass media que desde los años ochenta
y noventa del pasado siglo adquieren una dimensión global y un papel
central en la sociedad, siendo el agente más capaz de llegar al público y
moldear sus opiniones. Es el momento mediático de la opinión, un pe-
riodo en el que el público puede equipararse al «espectador teledirigido»
de Giovanni Sartori42 y que sigue midiéndose, ahora en términos de los
índices de audiencia que tanto obsesionan a los dueños de esos imperios
mediáticos y que podemos saber minuto a minuto merced a los cotidia-
nos estudios generales de medios. En ese sentido, parece apropiado el
calificativo de «videocracia» que ha propuesto algún autor actual para

41
Pierre Bourdieu [1972], «La opinión pública no existe», en Cuestiones de sociología, Istmo,
2000.
42
Cf. Homo videns. La sociedad teledirigida, Madrid, Taurus, 1998.
Los «momentos conceptuales» 229

definir el nuevo marco sociopolítico que sirve de escenario al presente


momento de la opinión pública43. Momento, por otro lado, que con la
celeridad de los cambios tecnológicos se está viendo hoy superado por
los nuevos marcos de comunicación derivados de la Red, de manera que
podemos afirmar con un autor actual que ya hemos pasado de la tele­
democracia a la ciberdemocracia 44 .
Un escenario que exige definir muy bien los nuevos roles éticos de
los medios, y dentro de ellos del periodismo profesional. Y es que en
esa obsesiva persecución del individuo espectador la opinión pública
se ha asfixiado, cuando no suplantado por los propios medios que son
quienes en realidad, como un gran lobby mezclado con otros grupos de
poder como el económico y político, acaban marcando la agenda de la
opinión pública. Una cuestión esta última que, en la estela de la teoría
de agenda setting de Maxwell MacCombs, no por casualidad ha llamado
poderosamente la atención de los más recientes estudios sobre la opinión
pública45. Curiosamente es el público quien no parece ya capaz de marcar
su propia agenda, de centrar los temas de interés para la opinión, hasta
el punto de que podríamos afirmar hoy, con Bourdieu, que no existe la
opinión pública.
Y al formular semejante juicio no hacemos nada nuevo en absoluto. Sin
embargo, puede servirnos como test final para comprobar qué significado
tan distinto puede tener esa misma afirmación en diferentes contextos
o en cada uno de los momentos de la opinión pública aquí apuntados.
Cuando Gabba en los años setenta del siglo xix en Italia o L
­ ippman
en los años veinte del siglo xx afirmaron que la opinión pública no exis-
te, porque en realidad no existe el público –es un fantasma–, hay que
entenderlo dentro del concepto político de opinión pública. Si entende-

43
Grossi, La opinión pública…, op. cit.
44
Vid. Javier del Rey Morato, Comunicación política, internet y campañas electorales. De la
tele­democracia a la ciberdemocracia, Madrid, Tecnos, 2007.
45
Adelantó su influyente tesis, junto a Donald L. Shaw en Public Opinion Quarterly en
1972 (vol. 36, pp. 176-187). Sobre este punto véase Maxwell MacCombs, Estableciendo la
agenda: el impacto de los medios en la opinión pública y en el conocimiento, Barcelona,
Paidós, 2006.
230 Gonzalo Capellán de Miguel

mos, como ellos, o aceptamos su definición de opinión pública como la


que se forma el público sobre las cuestiones de interés general y sobre
las que es capaz de emitir, tras un proceso de libre deliberación y discu-
sión, un juicio racional, entonces, obviamente, no existía una opinión
pública efectiva porque a la mayor parte de ese público se le escapaba
la posibilidad y el conocimiento necesario para expresar una opinión
de esa naturaleza. Por eso una de las bases fundamentales sobre las que
debía reposar el modelo ideal de opinión pública del liberalismo era una
ciudadanía educada, culta. Claro que todos esos presupuestos del mo-
delo elitista liberal quedarían socavados cuando en ese tránsito entre
dos siglos el irracionalismo, exaltado por Nietzsche, o la pasión y los
sentimientos se consideren características vitales de las personas (y de
la masa). Ideas que además ya no podrán seguir operando en un mundo
espacialmente polarizado entre el campo, donde unos individuos viven
al margen del mundanal ruido (y de la opinión pública), caso del medio
rural, y otros en pleno fragor urbano, en cuyo día a día las opiniones
van y vienen sin cesar.
Cuando Habermas a finales de los años cincuenta reacciona contra
el tipo de opinión pública científico-cuantitativo dominante y pide una
vuelta al concepto «clásico» de opinión pública, al de los liberales ya re-
ferido, está poniendo de manifiesto esos cambios experimentados en la
noción misma de opinión pública, la existencia de varios y contrapuestos
modelos de opinión pública. Para él en realidad lo que había desaparecido
no era tanto el público como la esfera pública, el marco donde formarse
la opinión bajo esos parámetros de discursividad, racionalidad, interés
general, etc. Al menos, la denuncia habermasiana, con tanto eco en las
décadas finales del siglo xx, sirvió para ahondar en el sentido político de
la opinión pública, buscando nuevas fórmulas para que existiera un ver-
dadero público, una ciudadanía activa y participativa, que hallara las vías
de expresar su voz.
Una voz que Elizabeth Noelle-Neuman, otra de las teóricas más in-
fluyentes de las últimas décadas, consideraba silenciada por una espiral
en la que el individuo no era capaz de –o no se atrevía o no le convenía–
Los «momentos conceptuales» 231

salirse de los parámetros que el resto de la sociedad reputaba normales.


Aunque ella llegó a su teoría de la espiral del silencio desde los estudios
demoscópicos centrados en el comportamiento de los ciudadanos duran-
te las campañas electorales, en el fondo su tesis retomaba aquel sentido
premoderno de la opinión pública donde el yugo moral de la comunidad
determinaba en cierta medida la conducta de los individuos. Así, el co-
nocido «efecto del carro vencedor» (Bandwagon effect) capaz de arras-
trar a las mayorías por la senda de la opinión pública dominante sería el
resultado de esa fuerza que operaba en la sociedad desde antiguo46. En
términos actuales diríamos que los individuos ejercemos una autocensura
inducida por la fuerza de la opinión pública que nos lleva a no salirnos
del discurso políticamente correcto, sea por un cálculo utilitarista de los
riesgos que ello comporta, sea porque resulte más práctico permanecer
resguardado de la opinión en el silencio.
Desde otra perspectiva, cuando el sociólogo francés Pierre ­Bourdieu
formuló su conocida denuncia «L’opinion publique n’existe pas», estaba
operando desde el otro gran paradigma conceptual de la opinión pú-
blica: el identificado con los sondeos científicos. De manera que para
él las ­deficiencias en los métodos empleados para realizar las encues-
tas son motivo suficiente para considerar que lo que se vende como opi-
nión pública a la sociedad no lo es, porque no responde a una correcta
–científicamente– auscultación de la misma. Lo cual no ha sido óbice
para que se siguiera incidiendo en esa línea de investigación que denota
una convicción de que la ciencia y sus avances son la vía para el mejor
conocimiento de la opinión pública. Una prolongación de la vieja idea
de que la opinión pública es objeto de estudio científico, que ha en­
contrado nuevas expresiones recientes en los estudios ya no de científi-
cos sociales sino de científicos puros en esa dirección. Es el caso de los
estudios elaborados desde la física como el de Mark Buchanan que llega
a hablar de «la física de la opinión» en la que compara el efecto del imán
sobre las partículas de hierro con el de la opinión sobre el comporta-

46
Elizabeth Noelle-Neuman, La espiral del silencio: opinión pública, nuestra piel social [1984],
Barcelona, Paidós, 1995.
232 Gonzalo Capellán de Miguel

miento de los individuos47, o el reciente artículo de Klimek, Lambiotte


y Thurner en el que a partir de un «modelo físico-estadístico» estudian
el proceso de formación y la dinámica de la opinión pública en cierta
sociedad actual48.
Finalmente, cuando afirmamos que hoy en realidad no existe una
opinión pública, lo que queremos expresar es que curiosamente, cuando
más medios hay para la libre expresión, para una información adecuada
sobre las diferentes cuestiones de interés público, etc., se produce algo
similar a lo que Massimo Chiais denomina «un estrangulamiento de la
realidad a través de los medios»49. En un mundo en el que la publicidad y
el marketing nos bombardean de un modo infernal con símbolos y esló-
ganes que sorteando la razón llegan hasta el territorio del inconsciente
con sus mensajes para dirigir las conductas, los medios, además de infor-
mar, se han convertido, en manos de grupos de intereses e instituciones,
en armas de «desinformación de masas». En ese contexto la «ritualización
colectiva del consenso» no deja de ser una especie de gas adormecedor que
impide la afloración de una verdadera opinión pública. Y en ese sentido
se elevan hoy voces críticas desde diferentes instancias que caracterizan
el actual sistema político de las democracias occidentales como «pseudo-
democracias». Hace pocos años en Francia se abrió un interesante debate,
académico y mediático, sobre lo que los politólogos denominan «demo-
cracia de opinión». Las caras visibles de la polémica fueron el historiador
Jacques Julliard50 y un conocido escritor e introductor de la mediología,
Régis Debray, cuyos debates en el «Institut Pierre-Mendès-France» lle-
garon hasta las páginas de Le Monde (­31-V-2008). El otro gran debate
abierto en torno al concepto es el referido a la revolución experimenta-
da por la irrupción de las nuevas tecnologías de la información y de la

47
Mark Buchanan, The Social Atom, Nueva York, Bloomsbury, 2007.
48
Peter Klimek, Renaud Lambiotte y Stefan Thurner, «Opinion formation in laggard societies»,
EPLA A Letters Journal Exploring the Frontiers of Physics, nº 82, 2008 (www.epljourna.org).
49
Massimo Chiais, Menzogna e propaganda. Armi di disinformazione do massa, Milán, Editori
di Comunicazione, 2008.
50
Jacques Julliard, La Reine du monde. Essai sur la démocratie d’opinion, París, Flammarion,
2008.
Los «momentos conceptuales» 233

comunicación, en los contextos de la sociedad red, la ciberdemocracia


y la que ya se denomina «nueva esfera pública», internet. La aceleración
de los cambios parece apuntar hacia el inicio de un nuevo momento que
transforme el significado de la opinión pública, pero aún es pronto para
tener una perspectiva histórica en ese sentido.
En cualquier caso, este ejemplo de la opinión pública ha tratado de
poner de manifiesto la utilidad de los «momentos conceptuales» como
herramienta de análisis de la historia de un concepto en la longue durée.
Una categoría analítica cuya capacidad heurística deberá ahora ponerse
a prueba mediante su aplicación a otros conceptos.

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