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Adicciones.

Trabajo presentado en las 4tas Jornadas de la Nueva Cátedra de Psicopatología I y


de Clínica de las Toxicomanías y el Alcoholismo, Facultad de Psicología UBA,
2016. Lic. Benjamín Silva Palacios

Introducción

Es moneda corriente escuchar en nuestro medio el uso del sintagma “nuevos


adictos”, como una constatación de hecho. La introducción del término “nuevo”
adjetivando una figura conocida por todos resulta problemática per se, dado que
sitúa la categoría “adicto” en una relación de oposición con otro término, es decir,
que por fuerza implica distinguir a los adictos “actuales” de los “antiguos”. De esta
básica oposición, surgen algunas preguntas: ¿qué tan antiguos? ¿Los de hace 10,
20, 30 o 100 años atrás? En este sentido, los antiguos adictos, ¿forman un conjunto
unitario? ¿Bajo qué criterio establecemos la diferencia entre unos y otros, es decir,
qué rasgo tienen los de hoy, que no tenían los de ayer; o qué rasgo perdieron?
¿Qué tipo de rasgo es el que varió: uno esencial o uno accidental? Porque ante la
novedad en el orden de los fenómenos de la psicopatología, resulta imprescindible
al menos preguntarse si es pertinente seguir sosteniendo el uso de una categoría, o
si es necesario nominar el nuevo orden de fenómenos con otra denominación.

Por otra parte, la cuestión de la novedad impulsa, a su vez, a esbozar alguna


hipótesis sobre los momentos históricos de corte en que se crea el nuevo orden de
adictos. Esto es, al desarrollo de la pregunta: ¿cuáles son las condiciones que
hicieron posible la emergencia de lo nuevo? ¿Qué cambios en el mundo permiten
entender esta novedad?

Resulta evidente que hay algo nuevo en la forma que adoptan los fenómenos
adictivos, en relación a los de hace 100 años e incluso hace 25 años. Adicciones a
internet o al smartphone eran impensadas cuando no existía este tipo de gadgets,
es una obviedad. Ahora bien, lo que constata la clínica contemporánea es que cada
vez más objetos de consumo devienen adictógenos, luego, más interesante sería
preguntar qué suscita este aumento, ¿es meramente una variación estadística, o
cambió la estructura del fenómeno; o ambas?

Desde sus orígenes, el psicoanálisis no se ha limitado a describir hechos, sino que


intenta desentrañar la causa que los determina y los efectos que producen en el ser
hablante. La pregunta por los nuevos adictos debe anclarse en este punto de vista,
que no es descriptivo sino lógico: no se trata de constatar existentes, como de
dilucidar y formalizar la estructura subyacente a éstos.

Sin pretender ser exhaustivo en dar respuesta a las cuestiones planteadas


anteriormente, me interesa desarrollar algunos vectores que ordenen la discusión.
Desde este punto de mira, la interrogante por los nuevos adictos puede ser
abordada desde -al menos- tres dimensiones anudadas entre sí, que estructuran el
fenómeno: el objeto, punto de referencia que nombra una práctica de goce, la
adicción, a partir de la cual se crea un personaje, el adicto (1). Intentaré una breve
presentación de estos ejes que nos permita recorrer la pregunta.

La adicción

La adicción como relación compulsiva entre un sujeto y un objeto de su cultura,


existió siempre. Hay registros históricos de adicción en la Antigüedad, al café, el
alcohol y el tabaco, pero solamente en relación con estas sustancias (Escohotado,
1998). Sin embargo, resulta interesante notar que las consecuencias de estas
adicciones no presentaban la toxicidad que tienen las actuales. Un ejemplo de esta
diferencia, que abordaremos más adelante, lo muestran los reportes de casos de
adicción a lo que hoy son sustancias ilegales, que a fines del siglo XIX y comienzos
del XX no lo eran, donde no aparecen asociadas ni la intoxicación por sobredosis ni
la delincuencia (ibid, 1998). Cabe diferenciar el orden de las consecuencias de la
adicción, en el que sí se registran variantes culturales, del orden de la adicción
propiamente dicha, es decir, de su estructura, desde la perspectiva del
psicoanálisis.

En la carta 79 a Fliess, Freud (1897) establece: “Se me ha abierto la intelección de


que la masturbación es el único gran hábito que cabe designar “adicción
primordial”, y las otras adicciones sólo cobran vida como sustitutos y relevos de
aquella (el alcoholismo, morfinismo, tabaquismo, etc.)” (p. 314). Conceptualizó la
adicción como un sustituto de la masturbación, denominada adicción primordial.
Si la masturbación es la forma primera de satisfacción sexual, y ésta tiene una
estructura adictiva, habría que pensar entonces que algo de la relación compulsiva
al objeto es inherente a la actividad pulsional. En este sentido, la pulsión funciona
como una voluntad estructuralmente adictiva.

Freud descubre la misma dinámica pulsional -repetición de la compulsión


onanista- en la base de las drogodependencias y la manía por el juego, con lo cual
el acento de lo adictivo está puesto en el tipo de satisfacción que la adicción
procura, y no en el tipo de objeto al que se fija. Cabe preguntarse si esta dimensión
opera del mismo modo en la época de Freud y en la nuestra. En otras palabras, ¿las
adicciones siguen siendo definidas por la solidez de su fijación?

Más de 100 años después de la formulación freudiana, J.-A. Miller (2012) explica
que “la adicción es la raíz del síntoma, que está hecho de la reiteración
inextinguible del mismo Uno. Es el mismo, es decir precisamente no se adiciona.
No tendremos jamás el “he bebido tres vasos por lo tanto es suficiente”, se bebe
siempre el mismo vaso una vez más”. Aquí Miller, Lacan mediante, retoma la
definición freudiana de la adicción como satisfacción autoerótica y la coloca en el
fundamento mismo del síntoma. La adicción es, desde esta perspectiva, el hueso, el
núcleo duro de goce, que no cesa de escribirse de manera salvaje, es decir, sin el
Otro. Por ello, nunca es nueva, su estructura es siempre la misma, se trate del
mismo vaso, la misma línea de coca o la misma apuesta.

Si tiene algún sentido seguir operando en la clínica con la noción de adicción, es


precisamente porque siguen apareciendo casos en que la relación del sujeto con un
objeto está vectorizada por la iteración incesante de lo mismo, sin dialectización
alguna con el campo del Otro: es este el rasgo esencial de la adicción, sin el cual no
es posible denominar a un fenómeno bajo esta categoría. En relación a nuestra
pregunta inicial, aceptar la existencia de nuevas adicciones, entendidas como raíz
del síntoma, implica plantear que actualmente algo de esta estructura iterativa
cambió. Esto se traduce, por ejemplo, en que lo que antes no cesaba de escribirse,
ahora cesa. Pero, por definición, lo real/raíz del síntoma es invariante, en la vida
de un sujeto y a través de la Historia. Parece más plausible sostener que lo que
cambian no son las adicciones o el carácter salvaje e iterativo de la pulsión, sino los
medios a través de los cuales ésta se satisface prescindiendo del Otro, sin
mediación del trabajo de lo inconsciente.

El objeto

La asociación semántica entre los términos “adicción” y “droga” es relativamente


reciente. En la Antigüedad, el adicctus no definía a un sujeto dependiente de un
objeto, sino de otro sujeto en posición de amo; era el esclavo que caía en ese lugar a
consecuencia de lo que adeudaba. Por su parte, pharmakon, etimología de droga,
designaba meramente un tipo de objeto que podía ser a la vez remedio y veneno.
La droga como causa de la adicción es una asociación moderna, del siglo XIX,
derivada de la absorción de este campo -clásicamente en manos de la religión y el
curanderismo - en el discurso científico (Escohotado, 1998). En ese momento
histórico, droga y adicción quedan soldadas en una relación estable, cuasi
holofrásica, particularmente visible en las nociones de toxico-manía y drogo-
dependencia/droga-adicción. El nexo entre ambas reside en la naturaleza química
del objeto, y el catálogo de las sustancias es sumamente limitado. Por su parte, las
adicciones sin droga, como la ludopatía, son en aquel entonces, un fenómeno
marginal y más bien asociado a una disposición moral: el vicio.

Como ya se dijo, es evidente que hay nuevos objetos de satisfacción, mas, de ello
no se desprende necesariamente que hay nuevos adictos. Tradicionalmente, era el
objeto droga lo que definía el ser de quien lo consumía. Se hablaba -y se habla,
aunque cada vez menos- de cocainómanos, heroinómanos, alcohólicos. Hasta la
década de 1980 hubo una variedad limitada de objetos, y la noción de droga
denominaba casi exclusivamente a las sustancias ilegales, pero a mediados de la
década se produce un estallido de la noción de droga (Erhenberg, 1991), tras la
inclusión del tabaco, el alcohol y los medicamentos en la epidemiología de la
droga.

Esta ampliación se traduce en un estrechamiento generalizado de las diferencias


entre sustancias psicoactivas, convirtiendo a la droga en una nebulosa conceptual
que incluye objetos de efectos diametralmente opuestos. Al ponerse en
equivalencia los medicamentos, el café, la ayahuasca o la heroína, por nombrar
algunas, se disuelve la noción de droga, pues su extensión es casi ilimitada. Se
convierte en algo tan general, que designa sólo una malignidad química.

Actualmente, se dice – con apoyo en la experiencia clínica – que todo puede ser
objeto de adicción, sea o no una sustancia. La novedad en esta dimensión es
permanente, ya que no sólo se sintetizan nuevas sustancias con nuevos efectos casi
a diario, sino que también adquieren estatuto de drogas, objetos y actividades
aparentemente inocuas, como el trabajo y las pantallas. En este sentido, hoy el
objeto de adicción es metonimizado en un movimiento ilimitado. Vale la pena
preguntarse si estos nuevos objetos de adicción heredan -por decirlo así- las
propiedades que antaño portaba la droga, y que actualmente conservan las
sustancias ilegales.

El adicto

Desde la orientación lacaniana se asumió hace años la premisa de que “el


toxicómano -o el adicto- no existe”, esto quiere decir que no hay una estructura o
entidad nosológica autónoma para las enfermedades del consumo, sino que estas
se insertan dentro de los tipos clínicos clásicos, al modo de psicóticos, perversos y
neuróticos adictos. No hay el universal “adicto” en las categorías lacanianas, como
Lacan dijo que no hay LA mujer. Una asunción tal implica entonces que cada
adicto es siempre un nuevo adicto, o que no hay nada más distinto a un adicto, que
otro adicto (Naparstek, 2008).

Si se quiere refinar el argumento: no hay adictos, sólo hay usos del tóxico. Nos
referimos a lo que se ha denominado como la función del tóxico, en alusión a la
particular relación que establece un sujeto con un objeto de la cultura. Esta indica
“en cada caso un valor a determinar por la específica conexión entre las variables
intervinientes y la constante de las condiciones de goce para ese sujeto, en precisas
coordenadas espacio-temporales” (Sinatra, 1992, p. 31-2). La función del tóxico,
como noción operativa en la experiencia clínica, desustancializa la categoría socio-
psiquiátrica de adicto, esto es, obliga a dejar de adscribir una sustancia a un ser (el
adicto), para precisar el lugar que ocupa en la economía libidinal de un sujeto
singular. “Adicto” designa, para el psicoanálisis, una identificación o un modo de
nombrarse, que petrifica el ser del sujeto en una estasis, y por lo mismo debe
someterse al movimiento dialéctico del análisis.

Tanto los que se hacen llamar adictos como el Otro social, disienten con esta
posición ética del psicoanálisis. Desde el Otro se hace existir al adicto como una
subjetividad socialmente instituida, cuya denominación está tipificada, es objeto de
predicación y de cuidados sociales, y a su vez brinda una identidad a los sujetos
capaz de soportar el enunciado ontológico “yo soy adicto”. El adicto cobra
existencia social por mor del personaje del adicto. Es una figura de menor
variabilidad, pero sometida al devenir histórico. Su existencia data de hace no más
de 160 años, cuando el consumidor compulsivo de sustancias deja de ser un agente
moral y se transforma en alguien que padece una enfermedad incurable y que
demanda un exorcismo público (Escohotado, 1998). Una vez instalada la figura del
adicto en el escenario social, su imagen ha ido mutando de la mano de los grandes
cambios que viera el siglo XX.

Ehrenberg (1991) plantea que, hasta el fin de la segunda guerra mundial, el


consumo de drogas era un fenómeno relativamente controlado y limitado a
poblaciones específicas (médicos, artistas, etc.). Luego se masifica y se convierte en
objeto de atención sostenida, tornándose paulatinamente en un “flagelo social”. Su
instalación definitiva como “flagelo” corre aparejada del decaimiento de los
movimientos sociales y de izquierda en los 70’, y de la profusión del consumo de
heroína en las clases populares, sobre todo en la década del 80’. Es el momento de
consolidación de la imagen del gran toxicómano, desocializado y decadente, la
figura estereotípica del adicto que todos conocemos, ese que desde nuestra
disciplina ha recibido el adjetivo de “cínico”, por no precisar de los semblantes del
Otro para orientar su satisfacción.

¿Podemos constatar variaciones actuales del personaje del adicto? A mi entender,


es posible decir que hay aspectos de esa figura social que empiezan a desdibujarse
lentamente. Como en todas las transiciones epocales, conviven vestigios del viejo
orden y del nuevo; la caída del régimen paterno y el avance del discurso capitalista
- procesos correlativos -, coexisten con formas tradicionales de distribución del
poder, con el antiguo orden en los lazos y con prácticas económico-políticas pre
modernas, sobre todo en nuestra Latinoamérica.

Desde que se instala la figura del policonsumidor, el adicto deja de definirse por su
droga de elección -heroinómano y cocainómano, por ejemplo. Pero la verdadera
explosión de la noción social de adicto viene empujada por la aparición epidémica
de adicciones sin droga: al trabajo, al sexo, a internet, etc. Si la droga era el punto
de referencia de la práctica adictiva y le aseguraba al sujeto una consistencia en el
ser, la deslocalización de la causa, más allá de la sustancia, deja al personaje del
adicto sin referente estable. Adicto pasa a ser meramente el nombre de un exceso;
cualquier objeto puede causar una adicción, luego, adicto es aquel que se excede en
relación al uso de un objeto. Sucede con “adicto” lo que sucedió con la noción de
droga: tan general que no designa más que un empuje acéfalo.

Me atrevo a pensar que la deslocalización del referente estable-droga induce una


variante del personaje adicto en la cultura, no tan flagelado ni tan oscuro como el
gran toxicómano. Consecuencia: el par adicción-segregación está cada vez más
disjunto. Las granjas ya no se limitan a poblar la periferia urbana, pues se instalan
en medio de la ciudad. El adicto ha pasado de ser anti héroe a héroe con pleno
derecho (cfr. la serie Breaking Bad y todo el merchandising asociado a ésta). Es un
personaje cada vez menos raro, cada vez más adaptado, cada vez menos
criminalizado, cada vez más legal. Cada vez menos una figura fantasmal. Lejos de
encarnar un fantasma de la marginalidad, aparece sentado en oficinas trabajando,
vive en familia – incluso algunos consumen con sus hijos - y hace de un objeto o
actividad cotidiana e inocua, el epicentro de su elección pulsional. El adicto de hoy
no necesita transgredir, circula a plena luz del día y en todos los círculos posibles.
Es cuestión de comparar cómo el cine figura a sus personajes adictos, buen reflejo
de su existencia socialmente instituida. Personajes como los de Trainspotting van
dejando lugar a los de Shame.
En definitiva, si hay algo nuevo en la proliferación epidémica de adicciones sin
droga, es el hecho de que las identificaciones con el personaje del adicto han
dejado de cargar con el rasgo decadente y desocializado atribuible al toxicómano.
Esto sin duda tiene consecuencias en los modos de presentación actuales del
síntoma, aunque su raíz siga siendo la misma ahora y hace 100 años.

La droga en la cultura de ayer y hoy Fabián Naparstek. 15 JUNIO, 2012

Para abordar este tema siempre hace falta construir el panorama general de la
época y situar qué lugar se le otorga al uso de los narcóticos. Un recorrido
histórico, acerca de los distintos usos de las drogas en distintos tiempos y culturas
nos deja afirmar que la cultura es inseparable respecto de un malestar que le es
inherente, no hay cultura sin malestar. En todo caso, el malestar no es una
contingencia de un momento dado o una coyuntura especial, sino que es un dato
estructural.

Hay un malestar inevitable y, a la vez hay diferentes formas de intentar paliarlo.


Podemos ubicar en la cultura las diferentes estrategias frente a la inexistencia de
una civilización que no tenga pesadumbre. El amor, la religión, el delirio, la
sublimación, etc., como formas de paliar el dolor de vivir, según lo afirmara S.
Freud ya en el año 1929.

Lo que a nosotros nos interesa es que, entre esas estrategias, él ubica el uso de
narcóticos. Es decir, que Freud le da a los narcóticos un valor de remedio frente a la
enfermedad de la existencia humana. Lo dice en los siguientes términos: “Para
soportarla, (‘No se puede prescindir de las muletas’, nos ha dicho Theodor
Fontaine) las hay quizá de tres especies: Distracciones poderosas que nos hacen
parecer pequeña nuestra miseria; Satisfacciones sustitutivas que la reducen;
Narcóticos que nos tornan insensibles a ella” [1]. Para Freud cada estrategia tiene
características diferentes y, por ende, resuelve los problemas desde lugares
diferentes. En el caso de los narcóticos no va a dejar de señalar que estos influyen
sobre nuestro quimismo.

Las estrategias se pueden dividir en dos grandes grupos. Están aquellas que se
enfrentan al malestar con un fin negativo y las otras con un fin positivo. Las de fin
negativo las entiende como estrategias que tienden a evitar el malestar o el
sufrimiento, en este caso alcanza con no sufrir, aunque eso no implique encontrar
una gran felicidad. Por el contrario, a las de fin positivo las enuncia como aquellas
que apuntan a lograr grandes o intensas sensaciones placenteras. Finalmente,
termina aceptando que la primera de ellas es lo máximo a lo que se puede aspirar
dentro del campo humano. Así plantea que “… el ser humano ya se estime feliz
por el mero hecho de haber escapado a la desgracia, de haber sobrevivido al
sufrimiento” [2]. En todo caso, lo que explicita con todas las letras es que cada una
de las diferentes estrategias tiene su pro y su contra, cada una trae aparejado un
peligro. Es decir, que cada manera de enfrentar el malestar conlleva una forma de
llevarlo al sujeto al malestar mismo, y da algunos ejemplos muy claros. En el caso
del amor plantea que es una de las herramientas más eficaces, que se inscribirían
dentro de las herramientas tendientes a producir sentimientos de sensaciones
placenteras; o sea, dentro de las de fin positivo. Sin embargo, esa estrategia que
puede traer la mayor de las felicidades, podría acarrear el mayor de los
sufrimientos. En ese caso Freud dice que, ante la pérdida del objeto de amor, eso
que en un momento era un remedio se transforma en la enfermedad misma. Da
todo un rodeo muy interesante para mostrar que, frente a esa posibilidad, el
hombre ha hecho de la mujer un objeto sustituible que puede ser equiparado con
otros. Justifica esto, diciendo que es una manera de reducir el valor único que tiene
el objeto de amor y, al hacerlo reemplazable, no se debería pasar por ese
sufrimiento tan grande que implica la pérdida del objeto amado. A esto lo llama la
injusticia frente a la mujer, en el sentido que se la equipara con otros objetos.

En el caso de las drogas también va a encontrar sus ventajas y sus peligros. Lo


primero que señala, y ya antes lo subrayamos, es que la característica de los
narcóticos es la de influir sobre el quimismo. Así lo plantea: “Pero los más
interesantes preventivos del sufrimiento son los que tratan de influir sobre nuestro
propio organismo, pues en última instancia todo sufrimiento no es más que una
sensación; sólo existe en tanto lo sentimos” [3]. Inmediatamente, agrega lo
siguiente: “El más crudo, pero también el más efectivo de los métodos destinados a
producir tal modificación, es el químico: la intoxicación” [4]. No deja de señalar en
el mismo párrafo que, principalmente la manía, puede producirse al introducir una
sustancia en el cuerpo, aunque también puede ser producida sin incorporación de
droga alguna.

Observamos que la intoxicación no es un método, para decirlo así, simbólico, sino


más bien es un método que apunta a lo real, una operación real. No se intenta
resolver el malestar desde el campo de la palabra.

Ahora bien, veamos cómo presenta el peligro de esta muleta que, para ciertas
personas, es la droga. Freud dice: “Se atribuye tal carácter benéfico a la acción de
los estupefacientes en la lucha de la felicidad y en la prevención de la miseria, que
tanto los individuos como los pueblos les han reservado un lugar permanente en
su economía libidinal. No sólo se les debe el placer inmediato, sino también una
muy anhelada medida de independencia frente al mundo exterior. Los hombres
saben que con ese ‘quitapenas’ siempre podrán escapar al peso de la realidad,
refugiándose en un mundo propio que ofrezca mejores condiciones para su
sensibilidad. También se sabe que es precisamente esta cualidad de los
estupefacientes la que entraña su peligro y su nocividad.” [5]

Lo primero que quiero destacar de este párrafo, es que él ubica toda la cuestión en
relación con la economía libidinal. En segundo lugar, él sitúa el beneficio del efecto
químico en términos de independencia frente al mundo exterior; pero, lo más
interesante que señala es que aquello que funciona como un paliativo se puede
volver su contrario. Y lo que ubica aquí como su peligro no es más que una
pequeña indicación que no se encuentra desarrollada, pero, para aquellos que
venimos trabajando con este tipo de patologías es un dato muy propio de la clínica.
Me refiero al – lo voy a llamar así – desenganche respecto del Otro, que este tipo de
pacientes presenta en los momentos más profundos.

…hay un punto, en todo toxicómano, en que esa muleta que comandaba y servía
para paliar el malestar se transforma en siniestra, ya que no la puede manejar y lo
deja por fuera de la relación con el Otro.

Sería un desenganche del Otro, llamémosle el Otro social, el Otro del lenguaje, del
Otro sexo, etc. A mi gusto, el verdadero toxicómano muestra de una manera
patética que, con su patología prescinde del Otro del lenguaje y busca una
operación que no pase por allí, que prescinde del sexo y encuentra una respuesta
libidinal diferente y, por supuesto, que podría aislarse totalmente del Otro social.
Ahora bien, queda claro que la respuesta ante el malestar, es una solución que no
elimina al malestar mismo y a la vez – y en esto va mucho más allá – hasta puede
generarla. Me gusta el término “muleta” que Freud utiliza ya que muestra que se
trata de lo que va al lugar de una ausencia y que, en su función, intenta suplirla.
Por lo tanto, si el recurso que utiliza el sujeto lo pensamos como una muleta
debemos decir que, en algún momento, su funcionamiento de suplencia se ve
claramente alterado. En su momento yo lo plantee de la siguiente manera: hay un
punto, en todo toxicómano, en que esa muleta que comandaba y servía para paliar
el malestar se transforma en siniestra, ya que no la puede manejar y lo deja por
fuera de la relación con el Otro. Es algo muy asiduo, también de la práctica de
consumo, que los diferentes consumidores destaquen que lo que en un principio
era un bienestar y podían manejar, luego se les transforma en insoportable e
inmanejable a la vez. Es decir, que la muleta que respondía a los mandos de quien
la lleva puesta empieza a caminar sola y lleva al sujeto a un infierno difícil de
detener. Es el conocido lema de que “el primero te lo regalan, el segundo te lo
venden”. Efectivamente, el sujeto al principio maneja su relación con la sustancia y,
a partir de un momento, esa sustancia lo maneja a él. Es crucial poder situar esa
instancia en la clínica, ya que nos advierte sobre el punto donde hubo lo que,
también en otra ocasión, llamé el desencadenamiento hacia la toxicomanía.

Demos entonces, un paso más. Como es de esperar, Freud se preguntó cuál era la
mejor respuesta frente al malestar. Ubicó una serie que incluía el delirio, la
religión, la sublimación, distracciones poderosas, el amor, los narcóticos, etc. Sin
embargo, Freud no duda en responder que no existe la mejor respuesta y que cada
sujeto debe encontrar la suya. Como ya lo había anticipado, cada una tiene su
beneficio y su peligro pero, de ninguna manera él propone una respuesta
universal, sino más bien pone el acento en la importancia de que cada sujeto
encuentre su camino en la búsqueda de la solución.

Freud es muy claro apuntando a la singularidad, lo plantea de modo nítidamente


taxativo. Él dice: “La felicidad considerada en el sentido limitado, (se ve que toma
sus precauciones y no se trata de toda la felicidad) cuya realización parece posible,
es meramente un problema de la economía libidinal de cada individuo. Ninguna
regla vale para todos; cada uno debe buscar por sí mismo la manera en que pueda
ser feliz” [6].

Situadas las cosas de esta manera podemos dar el último paso de lo que quiero
plantear. Se trata de articular estas cuestiones con un recorrido histórico,
finalmente, pensar algunas referencias del momento actual.

En otra época la toxicomanía era un síntoma aislado, entre otros. […] En la


actualidad, hay una tendencia que lleva a una respuesta única y globalizada, se
trata de un goce unitario y para todos por igual, intentando barrer con todas las
diferencias.

Desde ya adelanto que lo que Freud propuso respecto del lugar de la droga en su
texto El malestar en la cultura, creo que no se puede sostener hoy en día. Entiendo
que la época de Freud y la nuestra son diferentes y que, por ende, las coordenadas
cambian.
En otra época la toxicomanía era un síntoma aislado, entre otros. Como vimos
anteriormente, él plantea las cosas al estilo de un menú de posibilidades, donde
uno tendría soluciones a la carta. Quiero decir, que en el centro de la cuestión hay
malestar inherente a toda cultura y luego hay una serie de posibilidades para
paliar ese malestar; El uso de los narcóticos es una muleta más entre otras.

En la actualidad, hay una tendencia que lleva a una respuesta única y globalizada,
se trata de un goce unitario y para todos por igual, intentando barrer con todas las
diferencias.

En la época de Freud, el consumo de narcóticos empieza a perfilarse como un


modo más para enfrentarse a lo real y, en todo caso, como síntoma aislado. Es una
época donde priman los ideales y hay cierta preponderancia del Nombre del
Padre, por eso la droga se ubica -en el caso de ciertos alcohólicos a los cuales en su
momento los llamamos románticos- como posible partenaire. En ese momento, la
toxicomanía parece ser una respuesta al costado de otras, como algo localizado y
puntual. En todo caso, lo que se demuestra en aquella época, es cómo el alcohólico
se encuentra anudado al consumo por cierto lazo ideal, de la creencia y hasta del
grupo. El hombre que se junta con otros a tomar -haciendo lazo- para borrar las
penas del amor, creyendo aún en el amor; Por eso los hemos llamado alcohólicos
románticos. Pero, a su vez, tenemos otro momento que responde a la época,
llamada por J.-A. Miller, de la inexistencia del Otro, en donde ya se trata de la
“toxicomanía generalizada” [7], como un modo único y globalizado. Es el tiempo
del consumo generalizado, como supuesta y única respuesta al malestar, lo cual
hace que las cosas queden divididas en términos de consumidores y deprimidos.
Es decir, que todos aquellos que no pueden gozar como el mercado manda, se
deprimen.

Jacques Lacan, ya en 1967, decía que a mayor globalización – él la ubica como la


universalización introducida por la ciencia –, a mayor supresión de las diferencias,
a mayor homogeneización de los modos de goce, mayor sería la segregación. Algo
que siempre me llamó la atención es cómo Lacan pudo anticipar en la Europa del
’67, que se venía nuevamente la xenofobia. Es increíble pensar semejante cuestión
en una época de furor de ideas libertarias y muy cerca temporalmente aún de las
cicatrices del nazismo. Se entiende que él llama a los nazis los precursores de la
segregación, en el sentido que tuvieron los ghetos, como anticipo de las variadas
formas actuales de aislamiento. Estas formas de aislamiento son centrales para
pensar nuestra temática y las diferentes políticas de salud y sociales que se han
dado en los diferentes países. Me refiero específicamente a los dispositivos de
granjas, comunidades, barrios de toxicómanos en Europa, etc. Por otro lado, Lacan
habla de la forma reactiva; la lógica de eso era que a mayor presión de la
imposición de un goce único, se opondría la resistencia de los modos singulares.
Estos modos singulares no son más que las diferentes culturas que intentan
mantener sus formas particulares de vestir, comer, etc. Se entiende que si la cosa va
en el sentido que todos gocen del consumo de la misma bebida o del mismo
sándwich empaquetado, hay una resistencia de la comida típica. Se trata de lo que
hemos visto, en el último tiempo, con las guerras étnicas. Finalmente, el mundo ha
quedado dividido en aquellos que se someten al consumo único y masificado y un
mundo que se resiste hasta la muerte, vía el fundamentalismo.

Es el tiempo del consumo generalizado, como supuesta y única respuesta al


malestar, lo cual hace que las cosas queden divididas en términos de consumidores
y deprimidos. Es decir, que todos aquellos que no pueden gozar como el mercado
manda, se deprimen.

Por tanto, en lo que respecta al uso de drogas, se perfilan tres momentos históricos.
Un primer tiempo en donde el uso de las drogas no se presentaba como posible
patología; Es lo que ubicamos en el recorrido histórico que estuvimos haciendo,
donde pudimos observar que miles de años de uso de drogas no implicaban la
existencia de la toxicomanía. Sí existían los problemas de los diferentes usos de las
drogas; Problemas prácticos y éticos, tal como lo habíamos señalado, en los
diferentes momentos y culturas. De este modo, la problemática de la toxicomanía o
drogadependencia o adicción, o como se la llamara en cada momento y lugar, llega
a establecerse con claridad sólo en el momento de la aparición del síndrome de
abstinencia. A partir de allí se constituye en un problema, del cual se ocupan hasta
los estados; por supuesto, con una preponderancia de la presencia de Estados
Unidos en el asunto que, desde un principio, se la pasó buscando acuerdos
internacionales para enfrentarse con el problema. Desde ya que esa búsqueda
estuvo signada, en cada momento, por diversos intereses.

Hay un segundo momento que se inicia a fines del siglo XIX y comienzos del XX,
en donde se empieza a instalar la droga como pudiendo procurar una
dependencia. Este es el período del malestar en la cultura, en donde Freud muestra
al alcohólico y al consumidor de narcóticos como un síntoma acotado. Finalmente,
tenemos la época contemporánea de la inexistencia del Otro – anticipada por J.
Lacan y nombrada así por J.-A. Miller-, en donde se perfila una toxicomanía
generalizada. Una época donde prima el goce del consumo propuesto por el
mercado, para todos por igual -cada uno solo y en su casa, donde el delivery se lo
trae sin tener que salir-, borrando todas las diferencias. En este caso sería una
solución universal, lo cual lo quita del lugar de respuesta singular, ya que si algo
caracteriza a la época de Freud es la singularidad y su lazo con el Otro.
Precisamente, es esta diferencia entre la época de Freud y la actual, lo que me hizo
pensar en el título de la conferencia que acabo de dar en Londres: “La toxicomanía
de hoy y de ayer”.

Quedan así distinguidas tres épocas donde el contexto ha definido usos diferentes
de la droga. Seguramente, podremos ver esto en términos de cada sujeto en
particular, los usos diferentes de la droga para cada uno. Si algo muestra la
relación de la droga con el ser humano, es que se la ha destinado para múltiples
usos. Hemos visto cómo podía ser un remedio, pero también, un veneno. Hemos
visto cómo puede no aparecer como un síntoma o ser un síntoma más entre otros
y, finalmente, cómo se fue transformando en el modo de satisfacción masivo de
una época, la nuestra.

Notas

Fabian Naparstek, Psicoanalista. Profesor Adjunto Regular de la Facultad de


Psicología UBA Miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, AE, Miembro
de la Escuela de Orientación Lacaniana.

El presente artículo retoma los contenidos de una clase dictada por el autor en la
Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires, en el año de 2004.

Freud, Sigmund, “El malestar en la cultura”, en Obras completas, tomo III,


Biblioteca Nueva, Madrid, Traducción directa del alemán, Luis López Ballesteros.

Ibídem, pág. 3025.

Ibídem, pág. 3026.

Idem 7.

Idem 7.

ste seminario, llamado “Clínica de las adicciones” de Fabián Naparstek tuvo lugar
en el marco del Encuentro Psicoanalítico en 2014 organizado por el CEIP y la ALP.
En éste, Fabián, en primer lugar nos cuenta que la droga puede ser utilizada de
diferentes maneras, es decir, que cada sujeto hace un uso diferente de la droga, y
también que esta relación con la sustancia puede cambiar en los diferentes
momentos de su vida. También, y muy importante, que en la clínica hay que
estudiar detenidamente cada caso, ya que la droga cumple una función diferente
para cada uno, cuestión que habrá que tener muy en cuenta antes de eliminar el
consumo.

A continuación, pasa a ubicar tres momentos diferentes en el uso de la droga. Un


primer momento en una época muy temprana donde aún no existen las
toxicomanías, pero sí el uso de las drogas, que han existido desde que el hombre es
hombre. En este primer tiempo el uso de la droga no es planteado como
patológico.

Es en un segundo momento donde la droga pasa a ser considerada como


patológica. Aquí, el descubrimiento del sindrome de abstinencia es central para la
definición de toxicomanía, y en especial, por que este descubrimiento permite la
entrada de la ciencia en el uso de las drogas. Así, para la ciencia, la toxicomanía es
considerada como una patología.

Este segundo momento coincide con la publicación, por parte de Freud, de “El
malestar en la cultura”. En esta obra, Freud ubica el consumo de drogas como una
respuesta más del individuo al malestar en la cultura. Para Freud, el riesgo del uso
de las drogas tiene que ver con que provocan una separación subjetiva de la
realidad. Así, las drogas evitarían el malestar mediante la producción química de
sensaciones de que la realidad es diferente. En esta idea de Freud podemos ubicar
el antecedente de lo que en Lacan será la “la ruptura con el Otro”.

En este segundo momento existía la posibilidad de responder al malestar también


de otras maneras, por ejemplo con la sublimación, el amor, el delirio…etc. Esta era
la época del Nombre del Padre, coherente con la represión y la clasificación.

Esta es la diferencia fundamental con el tercer momento, momento de la época


actual donde el empuje es a que hay una única respuesta; la centrada en el
consumo. Esta época es la época de la “toxicomanía generalizada”, donde, o uno es
consumidor, o está deprimido.
Después, Fabián, siguiendo a Eric Laurent, habla de cuatro modos de tratar el
problema de las drogas que surgen en el segundo momento. Estos cuatro modos
siguen la referencia de los cuatro discursos de Lacan. El discurso del amo, el de la
histeria, el analítico y el universitario. Especialmente sigue la referencia de los
cuatro elementos contenidos en los cuatro discursos. Así, tenemos la terapéutica
por el lado del objeto, del amo, del saber y del sujeto.

Abordaje por la vía del objeto:

Se refiere a los tratamientos de sustitución de una droga por otra. Lo que se


sostiene es la idea de que podría haber una droga mejor que otra, y que la forma de
desprenderse de una droga era cambiarla por otra. (Sustitución de un objeto por
otro)

Un ejemplo es la metadona, donde como no se lograba la abstinencia total de la


heroína, se administraba una droga “más benigna”.

Pero esta política de reducción de daños muestra bien cómo la toxicomanía sigue y
va a seguir existiendo por que no es algo que tenga que ver con la sustitución sino
con un goce mortífero que se repite.

Abordaje por la vía del saber:

Tiene que ver con el intento de explicarle al toxicómano las consecuencias de su


conducta. Hacerle entender que tiene un goce desordenado y que debe encauzarlo.

Aquí, el psicoanálisis demuestra que en lo que respecta al goce nadie aprende, que
éste no se puede dominar ni circunscribir. Así, el toxicómano sabe muy bien que se
está matando, pero al día siguiente consume de nuevo. Esta es una gran diferencia
del psicoanálisis con las TCC (terapias cognitivas conductuales), donde el elemento
educativo es muy importante, sin embargo desde el psicoanálisis sabemos que no
hay manera de enseñar al goce y que el síntoma insiste de una manera u otra.

Abordaje por la vía del discurso del amo:

Aquí, se refiere a los grupos terapeúticos donde la figura de un líder o una


autoridad es importante. Es un tratamiento que apunta a la identificación con un
ideal, estando en el horizonte la idea de transformarse en un ex-adicto. Un ejemplo
es “Alcohólicos anónimos”.
Abordaje por la vía del sujeto:

Esta es la vertiente donde se inscribe el psicoanálisis y que tiene que ver con la
división subjetiva.

El texto central aquí sería el de “La dirección de la cura”, donde se muestra la


relación que tiene el sujeto barrado con el A barrado.

Fabián nos comenta que la clínica con tóxicómanos muestra que cada uno de estos
modos de abordar la cuestión pueden servir para el tratamiento del individuo. Sin
embargo, es el psicoanálisis el que cuenta con fuertes herramientas y bases para
poder pensar por qué es importante que un sujeto vaya por ejemplo a alcohólicos
anónimos. Así, un sujeto psicótico que va a alcohólicos anónimos y le funciona por
que hay un “amo” que le ordena la vida. El psicoanálisis sabe qué es lo que está
ocurriendo y por qué funciona en este caso, pero, la institución de A. A, no tiene ni
idea de por qué su modo de hacer funciona en unos casos y no en otros.

Estos cuatro modos de abordaje han sido coherentes con la época del N. P donde
había una política represiva y clasificatoria. Hoy en día, está el debate en cuanto a
la legalización de la droga y hay un fracaso de la política represiva.

Hoy en día, siguiendo a Miller, estamos en la ultimísima época de las drogas,


caracterizada por una pluralización de diferentes sustancias, objetos…etc que se
usan como drogas. Esto determina que la antigua clasificación es ineficaz, ya que
cualquier sustancia puede ser adictiva y no hay clasificación que valga que permita
ordenar este campo.

La clínica actual muestra que allí donde se intentó reprimir el goce, éste aparece
por todas partes. Así, esta época nos muestra que los cuatro modos de abordaje nos
plantean un desafío a todos, ya que, como vemos en la última enseñanza de Lacan,
hay un pasaje del sujeto al parletrê, donde Fabián se plantea; ¿cómo podemos
pensar la toxicomanía a partir del parletrê?

El modo de abordarlo que propone es a través de la última noción de síntoma de


Lacan. Así, frente a la metástasis del goce, él se orienta por lo que Lacan llamó “el
derecho al síntoma”. En la última enseñanza de Lacan la idea de éste es que hay
que agregarle cuerpo al sujeto. La idea de sujeto es una instancia abstracta ligada al
significante, por lo que Lacan, en esta etapa, le agrega un cuerpo. Esto es a lo que
llamamos parletrê.

El goce tiene tiempo y tiene espacio. El espacio del goce es el cuerpo y su


temporalidad es la repetición. Cuando desaparece el cuerpo, desaparece el goce.

Fabián analiza la frase “Todo hombre tiene derecho al síntoma” en dos vertientes:

Por un lado en su vertiente de singularidad. El hombre tiene un cuerpo que goza, y


por gozar tiene un síntoma, un acontecimiento de cuerpo. Esto es lo más singular
de un sujeto que no hay que tratar de eliminar, no solo por que no convenga sino
por que no se puede. Entonces lo mejor que se puede lograr es hacer algo nuevo
con lo mismo de siempre. De ahí la noción de “saber hacer” con el síntoma.

Por otro lado, Fabián hace énfasis en la importancia de abrir un nuevo tiempo de
trabajo en términos de cómo pensar una clínica con toxicómanos que esté a la
altura de nuestra época. Para ello resalta la importancia de ir a buscar la
singularidad del sujeto por la vía del síntoma (última enseñanza de Lacan) y no
por la vía del fantasma.

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