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Introducción
Resulta evidente que hay algo nuevo en la forma que adoptan los fenómenos
adictivos, en relación a los de hace 100 años e incluso hace 25 años. Adicciones a
internet o al smartphone eran impensadas cuando no existía este tipo de gadgets,
es una obviedad. Ahora bien, lo que constata la clínica contemporánea es que cada
vez más objetos de consumo devienen adictógenos, luego, más interesante sería
preguntar qué suscita este aumento, ¿es meramente una variación estadística, o
cambió la estructura del fenómeno; o ambas?
La adicción
Más de 100 años después de la formulación freudiana, J.-A. Miller (2012) explica
que “la adicción es la raíz del síntoma, que está hecho de la reiteración
inextinguible del mismo Uno. Es el mismo, es decir precisamente no se adiciona.
No tendremos jamás el “he bebido tres vasos por lo tanto es suficiente”, se bebe
siempre el mismo vaso una vez más”. Aquí Miller, Lacan mediante, retoma la
definición freudiana de la adicción como satisfacción autoerótica y la coloca en el
fundamento mismo del síntoma. La adicción es, desde esta perspectiva, el hueso, el
núcleo duro de goce, que no cesa de escribirse de manera salvaje, es decir, sin el
Otro. Por ello, nunca es nueva, su estructura es siempre la misma, se trate del
mismo vaso, la misma línea de coca o la misma apuesta.
El objeto
Como ya se dijo, es evidente que hay nuevos objetos de satisfacción, mas, de ello
no se desprende necesariamente que hay nuevos adictos. Tradicionalmente, era el
objeto droga lo que definía el ser de quien lo consumía. Se hablaba -y se habla,
aunque cada vez menos- de cocainómanos, heroinómanos, alcohólicos. Hasta la
década de 1980 hubo una variedad limitada de objetos, y la noción de droga
denominaba casi exclusivamente a las sustancias ilegales, pero a mediados de la
década se produce un estallido de la noción de droga (Erhenberg, 1991), tras la
inclusión del tabaco, el alcohol y los medicamentos en la epidemiología de la
droga.
Actualmente, se dice – con apoyo en la experiencia clínica – que todo puede ser
objeto de adicción, sea o no una sustancia. La novedad en esta dimensión es
permanente, ya que no sólo se sintetizan nuevas sustancias con nuevos efectos casi
a diario, sino que también adquieren estatuto de drogas, objetos y actividades
aparentemente inocuas, como el trabajo y las pantallas. En este sentido, hoy el
objeto de adicción es metonimizado en un movimiento ilimitado. Vale la pena
preguntarse si estos nuevos objetos de adicción heredan -por decirlo así- las
propiedades que antaño portaba la droga, y que actualmente conservan las
sustancias ilegales.
El adicto
Si se quiere refinar el argumento: no hay adictos, sólo hay usos del tóxico. Nos
referimos a lo que se ha denominado como la función del tóxico, en alusión a la
particular relación que establece un sujeto con un objeto de la cultura. Esta indica
“en cada caso un valor a determinar por la específica conexión entre las variables
intervinientes y la constante de las condiciones de goce para ese sujeto, en precisas
coordenadas espacio-temporales” (Sinatra, 1992, p. 31-2). La función del tóxico,
como noción operativa en la experiencia clínica, desustancializa la categoría socio-
psiquiátrica de adicto, esto es, obliga a dejar de adscribir una sustancia a un ser (el
adicto), para precisar el lugar que ocupa en la economía libidinal de un sujeto
singular. “Adicto” designa, para el psicoanálisis, una identificación o un modo de
nombrarse, que petrifica el ser del sujeto en una estasis, y por lo mismo debe
someterse al movimiento dialéctico del análisis.
Tanto los que se hacen llamar adictos como el Otro social, disienten con esta
posición ética del psicoanálisis. Desde el Otro se hace existir al adicto como una
subjetividad socialmente instituida, cuya denominación está tipificada, es objeto de
predicación y de cuidados sociales, y a su vez brinda una identidad a los sujetos
capaz de soportar el enunciado ontológico “yo soy adicto”. El adicto cobra
existencia social por mor del personaje del adicto. Es una figura de menor
variabilidad, pero sometida al devenir histórico. Su existencia data de hace no más
de 160 años, cuando el consumidor compulsivo de sustancias deja de ser un agente
moral y se transforma en alguien que padece una enfermedad incurable y que
demanda un exorcismo público (Escohotado, 1998). Una vez instalada la figura del
adicto en el escenario social, su imagen ha ido mutando de la mano de los grandes
cambios que viera el siglo XX.
Desde que se instala la figura del policonsumidor, el adicto deja de definirse por su
droga de elección -heroinómano y cocainómano, por ejemplo. Pero la verdadera
explosión de la noción social de adicto viene empujada por la aparición epidémica
de adicciones sin droga: al trabajo, al sexo, a internet, etc. Si la droga era el punto
de referencia de la práctica adictiva y le aseguraba al sujeto una consistencia en el
ser, la deslocalización de la causa, más allá de la sustancia, deja al personaje del
adicto sin referente estable. Adicto pasa a ser meramente el nombre de un exceso;
cualquier objeto puede causar una adicción, luego, adicto es aquel que se excede en
relación al uso de un objeto. Sucede con “adicto” lo que sucedió con la noción de
droga: tan general que no designa más que un empuje acéfalo.
Para abordar este tema siempre hace falta construir el panorama general de la
época y situar qué lugar se le otorga al uso de los narcóticos. Un recorrido
histórico, acerca de los distintos usos de las drogas en distintos tiempos y culturas
nos deja afirmar que la cultura es inseparable respecto de un malestar que le es
inherente, no hay cultura sin malestar. En todo caso, el malestar no es una
contingencia de un momento dado o una coyuntura especial, sino que es un dato
estructural.
Lo que a nosotros nos interesa es que, entre esas estrategias, él ubica el uso de
narcóticos. Es decir, que Freud le da a los narcóticos un valor de remedio frente a la
enfermedad de la existencia humana. Lo dice en los siguientes términos: “Para
soportarla, (‘No se puede prescindir de las muletas’, nos ha dicho Theodor
Fontaine) las hay quizá de tres especies: Distracciones poderosas que nos hacen
parecer pequeña nuestra miseria; Satisfacciones sustitutivas que la reducen;
Narcóticos que nos tornan insensibles a ella” [1]. Para Freud cada estrategia tiene
características diferentes y, por ende, resuelve los problemas desde lugares
diferentes. En el caso de los narcóticos no va a dejar de señalar que estos influyen
sobre nuestro quimismo.
Las estrategias se pueden dividir en dos grandes grupos. Están aquellas que se
enfrentan al malestar con un fin negativo y las otras con un fin positivo. Las de fin
negativo las entiende como estrategias que tienden a evitar el malestar o el
sufrimiento, en este caso alcanza con no sufrir, aunque eso no implique encontrar
una gran felicidad. Por el contrario, a las de fin positivo las enuncia como aquellas
que apuntan a lograr grandes o intensas sensaciones placenteras. Finalmente,
termina aceptando que la primera de ellas es lo máximo a lo que se puede aspirar
dentro del campo humano. Así plantea que “… el ser humano ya se estime feliz
por el mero hecho de haber escapado a la desgracia, de haber sobrevivido al
sufrimiento” [2]. En todo caso, lo que explicita con todas las letras es que cada una
de las diferentes estrategias tiene su pro y su contra, cada una trae aparejado un
peligro. Es decir, que cada manera de enfrentar el malestar conlleva una forma de
llevarlo al sujeto al malestar mismo, y da algunos ejemplos muy claros. En el caso
del amor plantea que es una de las herramientas más eficaces, que se inscribirían
dentro de las herramientas tendientes a producir sentimientos de sensaciones
placenteras; o sea, dentro de las de fin positivo. Sin embargo, esa estrategia que
puede traer la mayor de las felicidades, podría acarrear el mayor de los
sufrimientos. En ese caso Freud dice que, ante la pérdida del objeto de amor, eso
que en un momento era un remedio se transforma en la enfermedad misma. Da
todo un rodeo muy interesante para mostrar que, frente a esa posibilidad, el
hombre ha hecho de la mujer un objeto sustituible que puede ser equiparado con
otros. Justifica esto, diciendo que es una manera de reducir el valor único que tiene
el objeto de amor y, al hacerlo reemplazable, no se debería pasar por ese
sufrimiento tan grande que implica la pérdida del objeto amado. A esto lo llama la
injusticia frente a la mujer, en el sentido que se la equipara con otros objetos.
Ahora bien, veamos cómo presenta el peligro de esta muleta que, para ciertas
personas, es la droga. Freud dice: “Se atribuye tal carácter benéfico a la acción de
los estupefacientes en la lucha de la felicidad y en la prevención de la miseria, que
tanto los individuos como los pueblos les han reservado un lugar permanente en
su economía libidinal. No sólo se les debe el placer inmediato, sino también una
muy anhelada medida de independencia frente al mundo exterior. Los hombres
saben que con ese ‘quitapenas’ siempre podrán escapar al peso de la realidad,
refugiándose en un mundo propio que ofrezca mejores condiciones para su
sensibilidad. También se sabe que es precisamente esta cualidad de los
estupefacientes la que entraña su peligro y su nocividad.” [5]
Lo primero que quiero destacar de este párrafo, es que él ubica toda la cuestión en
relación con la economía libidinal. En segundo lugar, él sitúa el beneficio del efecto
químico en términos de independencia frente al mundo exterior; pero, lo más
interesante que señala es que aquello que funciona como un paliativo se puede
volver su contrario. Y lo que ubica aquí como su peligro no es más que una
pequeña indicación que no se encuentra desarrollada, pero, para aquellos que
venimos trabajando con este tipo de patologías es un dato muy propio de la clínica.
Me refiero al – lo voy a llamar así – desenganche respecto del Otro, que este tipo de
pacientes presenta en los momentos más profundos.
…hay un punto, en todo toxicómano, en que esa muleta que comandaba y servía
para paliar el malestar se transforma en siniestra, ya que no la puede manejar y lo
deja por fuera de la relación con el Otro.
Sería un desenganche del Otro, llamémosle el Otro social, el Otro del lenguaje, del
Otro sexo, etc. A mi gusto, el verdadero toxicómano muestra de una manera
patética que, con su patología prescinde del Otro del lenguaje y busca una
operación que no pase por allí, que prescinde del sexo y encuentra una respuesta
libidinal diferente y, por supuesto, que podría aislarse totalmente del Otro social.
Ahora bien, queda claro que la respuesta ante el malestar, es una solución que no
elimina al malestar mismo y a la vez – y en esto va mucho más allá – hasta puede
generarla. Me gusta el término “muleta” que Freud utiliza ya que muestra que se
trata de lo que va al lugar de una ausencia y que, en su función, intenta suplirla.
Por lo tanto, si el recurso que utiliza el sujeto lo pensamos como una muleta
debemos decir que, en algún momento, su funcionamiento de suplencia se ve
claramente alterado. En su momento yo lo plantee de la siguiente manera: hay un
punto, en todo toxicómano, en que esa muleta que comandaba y servía para paliar
el malestar se transforma en siniestra, ya que no la puede manejar y lo deja por
fuera de la relación con el Otro. Es algo muy asiduo, también de la práctica de
consumo, que los diferentes consumidores destaquen que lo que en un principio
era un bienestar y podían manejar, luego se les transforma en insoportable e
inmanejable a la vez. Es decir, que la muleta que respondía a los mandos de quien
la lleva puesta empieza a caminar sola y lleva al sujeto a un infierno difícil de
detener. Es el conocido lema de que “el primero te lo regalan, el segundo te lo
venden”. Efectivamente, el sujeto al principio maneja su relación con la sustancia y,
a partir de un momento, esa sustancia lo maneja a él. Es crucial poder situar esa
instancia en la clínica, ya que nos advierte sobre el punto donde hubo lo que,
también en otra ocasión, llamé el desencadenamiento hacia la toxicomanía.
Demos entonces, un paso más. Como es de esperar, Freud se preguntó cuál era la
mejor respuesta frente al malestar. Ubicó una serie que incluía el delirio, la
religión, la sublimación, distracciones poderosas, el amor, los narcóticos, etc. Sin
embargo, Freud no duda en responder que no existe la mejor respuesta y que cada
sujeto debe encontrar la suya. Como ya lo había anticipado, cada una tiene su
beneficio y su peligro pero, de ninguna manera él propone una respuesta
universal, sino más bien pone el acento en la importancia de que cada sujeto
encuentre su camino en la búsqueda de la solución.
Situadas las cosas de esta manera podemos dar el último paso de lo que quiero
plantear. Se trata de articular estas cuestiones con un recorrido histórico,
finalmente, pensar algunas referencias del momento actual.
Desde ya adelanto que lo que Freud propuso respecto del lugar de la droga en su
texto El malestar en la cultura, creo que no se puede sostener hoy en día. Entiendo
que la época de Freud y la nuestra son diferentes y que, por ende, las coordenadas
cambian.
En otra época la toxicomanía era un síntoma aislado, entre otros. Como vimos
anteriormente, él plantea las cosas al estilo de un menú de posibilidades, donde
uno tendría soluciones a la carta. Quiero decir, que en el centro de la cuestión hay
malestar inherente a toda cultura y luego hay una serie de posibilidades para
paliar ese malestar; El uso de los narcóticos es una muleta más entre otras.
En la actualidad, hay una tendencia que lleva a una respuesta única y globalizada,
se trata de un goce unitario y para todos por igual, intentando barrer con todas las
diferencias.
Por tanto, en lo que respecta al uso de drogas, se perfilan tres momentos históricos.
Un primer tiempo en donde el uso de las drogas no se presentaba como posible
patología; Es lo que ubicamos en el recorrido histórico que estuvimos haciendo,
donde pudimos observar que miles de años de uso de drogas no implicaban la
existencia de la toxicomanía. Sí existían los problemas de los diferentes usos de las
drogas; Problemas prácticos y éticos, tal como lo habíamos señalado, en los
diferentes momentos y culturas. De este modo, la problemática de la toxicomanía o
drogadependencia o adicción, o como se la llamara en cada momento y lugar, llega
a establecerse con claridad sólo en el momento de la aparición del síndrome de
abstinencia. A partir de allí se constituye en un problema, del cual se ocupan hasta
los estados; por supuesto, con una preponderancia de la presencia de Estados
Unidos en el asunto que, desde un principio, se la pasó buscando acuerdos
internacionales para enfrentarse con el problema. Desde ya que esa búsqueda
estuvo signada, en cada momento, por diversos intereses.
Hay un segundo momento que se inicia a fines del siglo XIX y comienzos del XX,
en donde se empieza a instalar la droga como pudiendo procurar una
dependencia. Este es el período del malestar en la cultura, en donde Freud muestra
al alcohólico y al consumidor de narcóticos como un síntoma acotado. Finalmente,
tenemos la época contemporánea de la inexistencia del Otro – anticipada por J.
Lacan y nombrada así por J.-A. Miller-, en donde se perfila una toxicomanía
generalizada. Una época donde prima el goce del consumo propuesto por el
mercado, para todos por igual -cada uno solo y en su casa, donde el delivery se lo
trae sin tener que salir-, borrando todas las diferencias. En este caso sería una
solución universal, lo cual lo quita del lugar de respuesta singular, ya que si algo
caracteriza a la época de Freud es la singularidad y su lazo con el Otro.
Precisamente, es esta diferencia entre la época de Freud y la actual, lo que me hizo
pensar en el título de la conferencia que acabo de dar en Londres: “La toxicomanía
de hoy y de ayer”.
Quedan así distinguidas tres épocas donde el contexto ha definido usos diferentes
de la droga. Seguramente, podremos ver esto en términos de cada sujeto en
particular, los usos diferentes de la droga para cada uno. Si algo muestra la
relación de la droga con el ser humano, es que se la ha destinado para múltiples
usos. Hemos visto cómo podía ser un remedio, pero también, un veneno. Hemos
visto cómo puede no aparecer como un síntoma o ser un síntoma más entre otros
y, finalmente, cómo se fue transformando en el modo de satisfacción masivo de
una época, la nuestra.
Notas
El presente artículo retoma los contenidos de una clase dictada por el autor en la
Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires, en el año de 2004.
Idem 7.
Idem 7.
ste seminario, llamado “Clínica de las adicciones” de Fabián Naparstek tuvo lugar
en el marco del Encuentro Psicoanalítico en 2014 organizado por el CEIP y la ALP.
En éste, Fabián, en primer lugar nos cuenta que la droga puede ser utilizada de
diferentes maneras, es decir, que cada sujeto hace un uso diferente de la droga, y
también que esta relación con la sustancia puede cambiar en los diferentes
momentos de su vida. También, y muy importante, que en la clínica hay que
estudiar detenidamente cada caso, ya que la droga cumple una función diferente
para cada uno, cuestión que habrá que tener muy en cuenta antes de eliminar el
consumo.
Este segundo momento coincide con la publicación, por parte de Freud, de “El
malestar en la cultura”. En esta obra, Freud ubica el consumo de drogas como una
respuesta más del individuo al malestar en la cultura. Para Freud, el riesgo del uso
de las drogas tiene que ver con que provocan una separación subjetiva de la
realidad. Así, las drogas evitarían el malestar mediante la producción química de
sensaciones de que la realidad es diferente. En esta idea de Freud podemos ubicar
el antecedente de lo que en Lacan será la “la ruptura con el Otro”.
Pero esta política de reducción de daños muestra bien cómo la toxicomanía sigue y
va a seguir existiendo por que no es algo que tenga que ver con la sustitución sino
con un goce mortífero que se repite.
Aquí, el psicoanálisis demuestra que en lo que respecta al goce nadie aprende, que
éste no se puede dominar ni circunscribir. Así, el toxicómano sabe muy bien que se
está matando, pero al día siguiente consume de nuevo. Esta es una gran diferencia
del psicoanálisis con las TCC (terapias cognitivas conductuales), donde el elemento
educativo es muy importante, sin embargo desde el psicoanálisis sabemos que no
hay manera de enseñar al goce y que el síntoma insiste de una manera u otra.
Esta es la vertiente donde se inscribe el psicoanálisis y que tiene que ver con la
división subjetiva.
Fabián nos comenta que la clínica con tóxicómanos muestra que cada uno de estos
modos de abordar la cuestión pueden servir para el tratamiento del individuo. Sin
embargo, es el psicoanálisis el que cuenta con fuertes herramientas y bases para
poder pensar por qué es importante que un sujeto vaya por ejemplo a alcohólicos
anónimos. Así, un sujeto psicótico que va a alcohólicos anónimos y le funciona por
que hay un “amo” que le ordena la vida. El psicoanálisis sabe qué es lo que está
ocurriendo y por qué funciona en este caso, pero, la institución de A. A, no tiene ni
idea de por qué su modo de hacer funciona en unos casos y no en otros.
Estos cuatro modos de abordaje han sido coherentes con la época del N. P donde
había una política represiva y clasificatoria. Hoy en día, está el debate en cuanto a
la legalización de la droga y hay un fracaso de la política represiva.
La clínica actual muestra que allí donde se intentó reprimir el goce, éste aparece
por todas partes. Así, esta época nos muestra que los cuatro modos de abordaje nos
plantean un desafío a todos, ya que, como vemos en la última enseñanza de Lacan,
hay un pasaje del sujeto al parletrê, donde Fabián se plantea; ¿cómo podemos
pensar la toxicomanía a partir del parletrê?
Fabián analiza la frase “Todo hombre tiene derecho al síntoma” en dos vertientes:
Por otro lado, Fabián hace énfasis en la importancia de abrir un nuevo tiempo de
trabajo en términos de cómo pensar una clínica con toxicómanos que esté a la
altura de nuestra época. Para ello resalta la importancia de ir a buscar la
singularidad del sujeto por la vía del síntoma (última enseñanza de Lacan) y no
por la vía del fantasma.