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La soledad del payaso

Verónica Bujeiro

En su libro El arte de amar, Erich Fromm resume la trascendencia de la soledad en la

pertenencia a un rebaño, en donde la comodidad de la regla y las costumbres absuelvan al

individuo del temor y la angustia que el aislamiento provoca. Si el individuo decide no ser

parte de la manada, las únicas alternativas que Fromm ofrece a la trascendencia de la

soledad son: el alcoholismo, la adicción a las drogas, la sexualidad desmedida y el suicidio.

Es curioso que no mencione la opción de convertirse en comediante. ¿O qué posición se

puede encontrar más solitaria que aquella del que hace reír, si el sujeto no sólo rehúye al

acomodo del rebaño, sino que además denuncia los defectos, las incapacidades, los fracasos

y las nulas virtudes de una sociedad anestesiada por su necesidad de pertenencia, a cambio

del efímero placer que provoca la risa?

Henry Bergson, al hacer su definición de los caracteres cómicos en el libro La risa,

apuntaba como condición necesaria la insociabilidad del personaje humorístico, ya que “el

que se aísla se expone siempre al ridículo”. Cuando el personaje se encarna en la persona

que se para en una tarima (o cadalso) para hacer su rutina de denostación pública y privada,

es indudable que su posición con respecto al rebaño es exógena, especialmente si

consideramos que uno de los mayores propósitos del humor es la trasgresión a la regla o el

tabú de una sociedad. Quien encarne semejante papel tendrá no sólo que estar fuera de lo

que critica, sino también en una especie de falsa superioridad en cuanto al resto, como

Bergson lo indica: “El humorista es un moralista que se encubre bajo el disfraz del sabio,

algo así como un anatomista que sólo hiciera disecciones para despertar nuestra

1
repugnancia”. En este punto es interesante resaltar que en las esquinas a donde van a parar

los solitarios se encuentran el bufón y el sabio, hermanados en su profunda inconformidad

con la sociedad, pero distantes e incluso enemigos en su propósito final. El humorista,

como el moralista, tiene el oficio de denunciar los vicios de los hombres, reportar toda

anomalía de comportamiento que no corresponda a una actitud pronunciada, denunciar la

falta de autenticidad, la injusticia, el vicio. Son enemigos férreos de la estupidez y parientes

directos de la inteligencia, pero como hermanos a los que sólo los une la arbitrariedad de lo

consanguíneo, su diferencia se hace tajante no sólo por su modo de operación y objetivo:

El moralista, como el profeta, es siempre, en mayor o menor grado, la voz del que clama en el
desierto. Justamente por ese extraño modo de ser solidariamente solitario o solitariamente
solidario. Los otros inconformistas son puramente solitarios, denuncian los pecados de una
sociedad con cuya suerte no se solidarizan, de cuya suerte se desentienden. Es la suya una
actitud en definitiva excéntrica. Por el contrario, el moralista denuncia una sociedad de la que
se sabe y siente solidariamente responsable.1

Es en esa solidaridad solitaria donde estriba su mayor diferencia. El moralista aún busca

la redención y reubicación en el rebaño y lo alcanza a través de su posición ejemplar en la

sociedad. El humorista se presenta muy frecuentemente ante sus oyentes como resentido y

humillado, como un paria que no tiene la menor intención de regresar al territorio del cual

ha sido expulsado, su solidaridad con la causa es nula, su responsabilidad inexistente,

condiciones sine qua non para quien lo ejerza. Si no, ¿cómo conseguir la bergsoniana

anestesia del corazón si aún se tiene un vínculo sentimental con aquello que se infama?

¿Qué sería de la indiferencia, la insensibilidad y, sobre todo, de la trasgresión si fueran

1José Luis Aranguren López, “El oficio del moralista en la sociedad actual”, Papeles de Son Armadans,
Madrid, núm. 40, 1959, pp. 11-22.

2
aplicadas responsablemente? Sin duda la seriedad haría su aparición triunfal y toda la

empresa se vendría abajo.

Sin embargo, la solidaridad del humorista, comediante o payaso con su público es una

paradoja con respecto al significado de la palabra misma, un ir en contra de su sentido, ya

que si bien la risa necesita de la complicidad de otro, como en el amor, la relación entre

comediante y público es un tanto masoquista, pues “el humorista no se coloca la máscara de

los otros, sino que lleva la propia”.2 El instante de la risa constituye la preciada solidaridad

entre quien ríe y hace reír, un efecto momentáneo que nos salva, cura y libera, pero que

condena a aquél que lo provoca, porque finalmente el humorista es y se sabe un enfermo,

que:

reivindica el salvajismo de su enfermedad y lo transforma en potencia de subversión social. Al


asumir su identidad de “chiflado” subvierte el rol que le quiere asignar la sociedad. [El humor]
es la manera que tiene de hacerse cargo de su destino de sujeto, invariablemente el de un
hombre que siente la mordedura del humor negro, de la bilis negra en alguna de sus múltiples
manifestaciones: locura, melancolía, enfermedad…3

En la misma raíz de la palabra humor yace esta dicotomía que más tarde encarnará en el

humorista, y que proviene de un humor particular del cuerpo, la bilis negra antes

mencionada. Su asociación en la medicina antigua con estados de ánimo tanto melancólicos

como eufóricos hizo que más tarde, y por préstamos lingüísticos entre el inglés y el francés,

un sentido relegara al otro. De cualquier modo, es claro que en el humorista sobrevive esa

condición descrita como una fluctuación entre la euforia de la risa y la manía de la

desesperación y la angustia:

2 Jonathan Pollock, ¿Qué es el humor?, Buenos Aires, Paidós, 2003.


3 Antonin Artaud, parafraseado por Jonathan Pollock en ¿Qué es el humor?, pp. 128-129.

3
La elaboración cómica de un humor —melancolía, furor, locura— termina por arrastrar al
mismo tiempo al creador, su creación y al espectador. El humorista pone en juego su propia
existencia. […] la pulsión de muerte es la que alimenta al humor verdadero…4

El humorista descubre lo pavoroso y lo atractivo de la risa, la ausencia de esperanza y

carencia de respuestas, no hay iluminación con el humor, sólo un profundo y vital vacío.

Vacío que es complacido en el espectador por el efecto de la risa y sus poderes

terapéuticos, pero que en el comediante deja graves efectos secundarios. Nadie sabe qué

pasa cuando el humor acaba y por ello la soledad del payaso sorprende cuando es

descubierta. Pocos son los que soportan la carga del humor con esa incongruencia

irresoluble que basa su éxito en el precario equilibrio entre lo trágico y lo cómico, paradoja

ejemplificada magistralmente en el poema “Pieles de cebolla” del ocultista inglés Aleister

Crowley:

El Universo es una broma práctica de lo general a expensas de lo particular,


anota Frater Perdurabo y ríe.
Pero los discípulos que están cerca de él lloran al ver la Pena Universal.
Los allegados ríen viendo la broma universal.
Debajo de éstos algunos discípulos lloran.
Entonces ríen ciertamente.
Otros lloran.
Otros ríen.
Otros más lloran.
Otros más ríen.
Los que están en último lugar lloran porque no han podido ver la Broma
y otros ríen no porque hayan visto la Broma, sino que lo hacen pensando en actuar igual que Frater
Perdurabo.
Aunque el Frater Perdurabo ríe abiertamente, también llora en secreto; y al mismo tiempo él Mismo
4 Idem, p. 124.

4
ni ríe ni llora.
Ni hace lo que él dice.

No hay estadística que precise los decesos, ni seguro que ampare contra los riesgos de

semejante labor. Tampoco existe terapeuta, porque se considera que la risa es la terapia en

sí misma. Lo único seguro es que no hay nadie alrededor soltando una risilla cuando se está

preparando la última rutina, el acto más íntimo: el de defunción.

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