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A diferencia de las denominadas ciencias duras, que han logrado construir lenguajes formales y abstractos, de
gran especificidad y enorme poder de simbolización, las ciencias sociales y las humanidades dependen
estrechamente del lenguaje convencional. Aún cuando los discursos de estas últimas disciplinas han adquirido en
las últimas décadas un grado de complejidad notable que los convierte en inaccesibles para los no especialistas,
no puede ocultarse que los límites del lenguaje son, al mismo tiempo, los límites discursivos de las ciencias
sociales. En más de una oportunidad se ha oído afirmar a sociólogos, antropólogos o lingüistas, que la complejidad
del mundo social sobrepasa la capacidad expresiva del propio lenguaje convencional. Este hecho explica, sin
dudas, la abundancia de neologismos a los que deben recurrir los científicos sociales cuando desean traducir
en palabras sus complejas construcciones teóricas.
La historia, en tanto disciplina que no construye teoría sino que emplea los términos, modelos y conceptos de las
otras ciencias sociales -antropología, economía, geografía, lingüística, ciencia política, crítica literaria, etc.-,
parece, en primera instancia, menos afectada por las constricciones del lenguaje que las otras disciplinas
sociales.
Sin embargo, la mayor dependencia de los historiadores respecto del lenguaje convencional genera el efecto
contrario. La falta de reflexión sobre los términos empleados, la utilización de conceptos y palabras sin
aparente rigor, la escasez de definiciones formales, son algunas de las consecuencias que los historiadores
profesionales han sufrido, a causa de su desinterés por la reflexión en torno al fenómeno del lenguaje; también, a
causa de la falta de conciencia entre los historiadores profesionales respecto de la importancia capital que el
lenguaje tiene en tanto herramienta básica en la construcción de conocimiento historiográfico.
Un hecho que refuerza esta realidad, es la inexistencia en la mayoría de los planes de estudio de materias o
asignaturas relacionadas con el análisis de los discursos, la lingüística o la filología, lo cual resulta más grave en
una disciplina como la historia, que trabaja -esencialmente- a partir del análisis de textos escritos. Este
desinterés por el lenguaje priva a los historiadores de herramientas de análisis fundamentales, y provoca una
aproximación ingenua y poco profunda a los documentos.
La reflexión sobre los problemas del uso del lenguaje puede ser incorporada en la enseñanza de la historia en el
nivel medio. Los alumnos deben conocer que el historiador trabaja con conceptos, y que éstos son definidos
de diferente manera, según cada autor o cada especialista. Detrás de términos como capitalismo, mercado,
estado, cultura, poder, nación, trabajo, moneda, propiedad, pueden existir definiciones muy diversas, incluso
contrapuestas. En el aula es posible detenerse un tiempo para reflexionar sobre estas categorías: los alumnos
pueden ensayar definiciones propias o comparar definiciones diversas acercadas por el docente. El lenguaje no es
inocente; no está nunca libre de preconceptos, marcos teóricos, visiones del mundo diversas. Los alumnos de
historia del nivel medio deberían habituarse a interrogar a los textos y autores que los docentes seleccionan
como bibliografía, preguntándose por los significados que esconden las palabras empleadas:
¿Qué quiere decir un autor cuando emplea la palabra feudalismo, cuando utiliza el término servidumbre, cuando
introduce el concepto de estado-nación, cuando recurre al rótulo de economía-mundo, cuando trae a colación la palabra
aculturación? ¿Existen otras maneras de concebir estos términos? ¿Qué preconceptos subyacen a cada una de las
definiciones utilizadas por cada historiador?
Ejercicios similares pueden realizar docentes y alumnos para cada uno de los temas que conforman el programa
de contenidos mínimos de la enseñanza de la historia.
Para ejemplificar las ideas hasta aquí presentadas, desarrollamos a continuación un ejemplo relacionado con la
utilización de distintas definiciones para un mismo término. Se trata de la palabra FEUDALISMO, que
diversos historiadores han empleado de manera, incluso, contrapuesta. En ocasiones, los debates historiográficos
poseen como determinante principal el hecho de que cada especialista entiende ciertos términos básicos de
manera diferente. Si dos investigadores discuten sobre los sistemas económicos capitalista y feudal sin lograr,
previamente, un acuerdo sobre las definiciones de capitalismo y feudalismo utilizadas por cada uno de ellos, es
probable que el debate se convierta en un gran malentendido, en un diálogo de sordos, no tanto producto de la
complejidad del problema tratado como de la falta de reflexión sobre el vocabulario empleado.
Si tomamos un texto como En torno a los orígenes del feudalismo (1ª edición, Mendoza, 1941), del historiador
español Claudio Sánchez Albornoz, hallamos una identificación entre feudalismo y relaciones feudo-vasalláticas.
En este caso, el feudalismo sería la superposición de lazos de fidelidad y obligaciones mutuas que unían entre sí a
los componentes de la aristocracia del alto-medioevo, la célebre pirámide feudal conformada por una cadena
interminable de señores, vasallos y subvasallos. Se trata de una definición netamente institucionalista, cuya
matriz es la historia del derecho. En el comienzo mismo del libro, Sánchez Albornoz afirma en la página 9 del
primer tomo (cito por la edición de Eudeba de 1974):
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En la página 172, en el párrafo final del primer tomo, sostenía el historiador español:
El economista británico Maurice Dobb, que en 1946 publicó sus polémicos Estudios sobre el desarrollo del
capitalismo (hay edición castellano por editorial Siglo XXI), identificaba en cambio al feudalismo con la
servidumbre. Desde la perspectiva de la economía-política marxista, Dobb rechazaba las definiciones
institucionalistas, y consideraba que el feudalismo era esencialmente un modo de producción. En la página 53 de la
edición castellana (Siglo XXI, 1991), afirma Dobb:
El economista norteamericano Paul Sweezy, quien mantuvo una célebre polémica con Maurice Dobb a comienzos
de los años ´50 sobre la decadencia del feudalismo, utiliza una definición del término radicalmente diferente.
Desde la perspectiva teórica del denominado marxismo circulacionista, que a la hora de definir los sistemas
socioeconómicos pone el énfasis en la esfera de la circulación antes que en la esfera de la producción, Sweezy
caracteriza al feudalismo como un sistema incompatible con el comercio, la circulación de moneda y la producción
para el mercado. En esta visión, el feudalismo se aproxima a una verdadera economía natural, en la que el valor de
uso del producto predomina por sobre el valor de cambio. En una crítica al libro de Dobb, publicada en 1950 en la
revista Science and Society, de Nueva York, afirmaba Sweezy:
En 1974, el inglés Perry Anderson publica su influyente libro El estado absolutista. El autor propone superar la
oposición entre aspectos económicos y aspectos político-institucionales en las distintas definiciones sobre
feudalismo. Para Anderson, se trata de una falsa dicotomía. Como en todos los modos de producción pre-
capitalistas, la extracción del excedente generado por los productores directos -en este caso, los campesinos- se
realiza en el feudalismo a través de mecanismos coercitivos de diversa índole, que deben buscarse generalmente
en el ámbito de la política, el derecho, la religión, el parentesco. Por ello, la definición de feudalismo de Anderson
incluye la servidumbre tanto como las relaciones feudo-vasalláticas y el señorío, como si intentara superar las
propuestas reduccionistas de Dobb o Sánchez Albornoz. Afirma Anderson en las páginas 414 y 418 de la edición
castellana (Siglo XXI, 1985):
Unos años después de aparecido el libro de Witold Kula sobre el feudalismo polaco, el historiador francés Guy
Bois publica una monografía sobre la crisis del feudalismo en la provincia francesa de Normandía, entre los siglos
XIV y XV: Crise du féodalisme. Économie rurale et démographie en Normandie orientale du début du XIVe siècle
au milieu du XVIe siècle (Paris, 1976). Sorprendentemente, Guy Bois propone una definición de feudalismo
exactamente contraria a la de Kula: la forma de producción dominante en el sistema económico feudal es la
pequeña propiedad campesina; el señorío no es más que una entidad parasitaria, sin verdadero peso en el proceso
económico, que se dedica a extraer el excedente producido por la pequeña explotación campesina:
Hemos mencionado a seis especialistas reconocidos y hemos obtenido seis definiciones diferentes del mismo
concepto: FEUDALISMO. No resulta difícil hallar las razones de los desencuentros. Los autores dirigen su
mirada hacia aspectos diversos de la realidad social. Los institucionalistas observan tan sólo las reglas que
ordenaban las relaciones entre los nobles, sin prestar atención al campesinado, a los productores directos.
Quienes identifican feudalismo con servidumbre observan, por el contrario, el sistema productivo pero ignoran
las instituciones jurídicas. Mientras que Sweezy observa la esfera de la circulación de bienes y servicios, Dobb
observa las relaciones de producción. En el caso de Witold Kula y Guy Bois, las diferencias se deben a los
distintos marcos geográficos estudiados: en Polonia, las reservas señoriales son muy amplias y las parcelas
campesinas, muy reducidas; en Normandía, la reserva señorial es muy poco extensa y la mayoría del suelo se haya
en posesión de los productores directos.
¿Están nuestros alumnos al tanto de las polémicas y discusiones que esconde cada uno de los más elementales términos
empleados en los libros de historia? Que lleguen a estarlo es parte del desafío de la enseñanza de la historia.
Fuente: http://www.nalejandria.com/archivos-curriculares/sociales/index.htm
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