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1. La liga fundamental que bajo la noción del territorio se establece entre materia y
sociedad. Donde el fundamento central consiste en definir lo que entendemos por
materia y la manera en que la vinculamos dinámicamente a las relaciones sociales.
2. El debate sobre la unidad social soberana y la autarquía material, para poder dar
cuenta del problema del territorio y la territorialidad desde un horizonte de discusión
que reconozca tanto la unidad social histórica y las unidades políticas soberanas como
las disputas por la materialización de proyectos políticos.
En el primer grupo, la materia contiene y posibilita las formas sociales como unidades
políticas soberanas. Aquí el territorio es el escenario material que contiene a la sociedad
y, entonces, aquí la materia se constituye en una condición necesaria de su existencia.
Pero una condición con una cualidad política muy curiosa, porque es totalmente
“neutra”. Y es que, esta materia se puede nombrar, usar, legislar e incluso transformar,
pero a final de cuentas, es una instancia que posibilita la existencia de una forma social,
o comunidad particular de ella, sin condicionarla de ninguna manera. Este primer grupo
presenta al menos dos versiones, la que ve en la materia un contenedor pasivo y externo
a lo social, y la que la considera un espejo que refleja nítidamente las relaciones sociales
que la habitan. En la primera versión no existen determinaciones históricas en el
territorio, porque éste simplemente contiene pasivamente una sociedad, mientras que las
fuerzas políticamente dinámicas son las relacione sociales que él contiene. Aunque, sin
duda, en esta versión, el territorio se constituye en una condición necesaria porque sin él
no habría “lugar” para la sociedad. En la segunda versión la materia ya no es pasiva,
porque refleja las relaciones sociales. Ya no es un contenedor pasivo sino un reflejo
dinámico de la praxis. Sin embargo, en esta segunda versión de territorio continente, el
dinamismo de la materia se reduce al de un espejo o vehículo transparente portador de
una trama de relaciones sociales. Es decir, que en términos políticos la material
determina a lo social pero de manera inocente, como si se tratara de un vehículo neutral
de la práctica humana, porque en sí misma, en tanto que materia, no ejerce ninguna
determinación la socialidad. Por ello, en esta versión, la materia es neutral en sí misma,
mientras que su condición social dinámica no depende de ella, sino de las
significaciones, prácticas y conectores sociales, al igual que las formas de organización
productiva y políticas que contiene objetivadas. Esta distinción es muy importante, por
que en su especificidad, en términos teóricos, prácticos y propiamente políticos, en este
primer grupo de nociones, la materia no juega ni como determinante social ni como
factor en el campo de relaciones de fuerza. La materia se ocupa, se usa, se disputa e
incluso se trasforma, pero la materia no es una fuerza política viva. La sustancia
dinámica, es la propia práctica humana que contiene, según sea la versión que
contemplemos, contenida en su exterior u objetivada en ella.
2. TERRITORIO Y TERRITORIALIDAD
Para muchos el territorio es todo, o al menos un recorte espacial del todo, pero cuando
hablamos de territorialidad, desde nuestra propuesta, referimos al proceso político de
territorialización como autoconstitución material y, entones, al potencial político que a
futuro abren nuestros actos de intervención material. La territorialidad, como cualidad
de la praxis, y la territorialización (desterritorialización-reterritorialización) como
proceso práctico en movimiento, dan cuenta de las trasformaciones del patrón espacial
de la material social-natural de acuerdo al sentido político de nuestra intervención.
Territorializarse significa gravarse en la tierra, geografizarce, como nos ha enseñado a
pensar el geógrafo brasileño Carlos Walter Porto Gonçalves. Es decir, modificar el
patrón espacial de la materia o sustituir uno previo por otro de acuerdo a la capacidad
material autoconstituyente de un sujeto político. Es un proceso histórico que como tal
no sólo presupone sentido político, sino movimiento de la forma espacial del territorio y
capacidad material de intervenir este movimiento, es decir, de incidir en sus acomodos,
conexiones, superposiciones y usos sociales, para extraer de ello una forma espacial
socialmente útil o el valor de uso del territorio.
Por ello, cuando entendemos así la territorialidad, su concreción histórica puede ser
múltiple. Podemos reconocerla sobre las tendencias generales de autoconstitución
material de la sociedad histórica o de sus unidades territoriales soberanas como
territorialidades dominantes, podemos hacerlo también, sobre las tendencias territoriales
que resultan de los campos de fuerzas políticos y de las territorialidades en disputas
como territorialidades hegemónicas y subalternas, o también como ejercicio analítico o
de abstracción identificarlas de manera independiente, en su despliegue de afirmación
como sujetos políticos autonómicos de acuerdo a formas diversas de articulación
política, como territorialidades subalternas. Aunque sabemos que estas últimas son
siempre formas sociales contradictorias que aunque portan la potencia de la libertad,
también contienen la impronta de la forma histórica capitalista y del dominio ejercido
sobre ellas. No es el todo homogéneo o heterogéneo que contiene la disputa por una
base material neutral e inmutable, sino la disputa política por territorializar o mantener
territorializado cierto proyecto político, praxis espacial u orden territorial en un
escenario en el que se despliegan a la vez fuerzas y proyectos hegemónicos y
subalternos. La territorialidad es el reconocimiento de la base material participando en
el conjunto histórico, pero en el horizonte de la práctica política, sea en el momento de
la intervención material, o en el que ésta última determina la propia praxis política.
Hemos analizado las diferencia entre territorio y territorialidad a partir de sus ligas con
la materia, como unidad soberana y como autarquía material. Hasta aquí el problema
fundamentalmente político como unidad territorial histórica, como unidad territorial
soberana y como proyectos territoriales en disputa. Corresponde ahora reflexionar sobre
los límites espaciales de este tipo de territorios y territorialidades, es decir, sus fronteras.
Lo cual nos llevará a considerar dos aspectos cruciales: las ligas del adentro con el
afuera y la posibilidad de compartir áreas y bases materiales.
Es necesario en primer lugar insistir que las fronteras pueden ser nítidas o difusas, e
incluso, que los límites espaciales pueden ser cambiantes, elásticos y estar referidos
directamente a aspectos simbólicos o inmateriales. No obstante, en nuestra propuesta,
necesitaremos considerar directamente al plano material –lo que no implica hacerlo de
manera exclusiva ni excluyente– si queremos referir las fronteras entre territorios y
territorialidades. Recordemos que la clave de su distinción está en diferenciar la unidad
de una forma política soberana de la autarquía material en disputa. Entonces, bajo qué
criterios vamos a entender los límites espaciales de este tipo de prácticas políticas.
Hemos dicho ya que en el caso del territorio evitaremos la tentación de suponer que la
soberanía se define simplemente por el área que cubre la práctica política. Desde la
geografía, la ciencia política y la sociología hay conceptos que resultan más precisos
para hablar de los límites de un tipo de práctica social o práctica específicamente
política, en lugar de hablar de territorios normalmente los denominan campos o
entornos, los arquitectos y lo filósofos, por poner otros ejemplos, los llaman hábitats.
Lo importante aquí es que estas categorías refieren, no a la base material, sino a una
trama de socialidad que se constituye en el campo que define la práctica política o el
entorno que le circunda, por ejemplo el espacio público y privado, el campo de fuerzas
político, el entorno de representación, etcétera.
Esto nos pone frente a un dilema de consecuencia lógica y política del que intentaremos
salir airosos y que expresa el segundo aspecto a considerar en este apartado: la vigencia
que en los procesos políticos reales mantiene de la noción de territorio en su condición
de campo o entorno. Y es que la forma políticamente viva del concepto de territorio en
la mayor parte de los movimientos sociales en México y América Latina, más que
referir a una unidad social soberana en la que lo material es dinámico, recuerda más a la
unidad de las relaciones sociales desde las nociones de hábitat, campo o entorno que
hemos definido arriba, en la que se tiene al territorio como contenedor de los social o
como objeto de disputa. El problema es que son instancias de la realidad en cierta
medida distintas, porque mientras en los movimiento sociales se refieren más a los
límites espaciales de su soberanía, muchas veces en disputa, nosotros sin negar lo
anterior, queremos reivindicar, en todas sus escalas, la autarquía material que
históricamente se ha establecido en prácticas de disputa política. Por eso proponemos
recurrir a la noción de territorio como unidad socio política que en su seno alberga su
propia territorialidad como una expresión de la disputa entre diversos proyectos de
territorialidad, sean hegemónicos o subalternos. En esta dimensión particular sus
fronteras coincidirían, pero dejarían de hacerlo al considerar por separado cada una de
las múltiples prácticas políticas que la constituyen como unidad y los alcances
espaciales de sus autodeterminaciones. La noción más adecuada sería la de
superposición de territorialidades, en tanto que proyectos múltiples de autarquía
material que conviven de manera tensa y conflictiva.
Con lo anterior creemos que es posible distinguir y reconocer como procesos políticos
reales al menos dos tipos distintos de disputas territoriales, normalmente
complementarios, las disputas por territorios y las territorialidades en disputa. Las
primeras como procesos que disputan soberanías en términos estrictamente espaciales
como un ejercido de autodeterminación material de los pueblos -y no sólo de las
naciones-, donde sus fronteras se definen en la extensión espacial del campo de su sus
soberanías. Por lo que es posible reconocer la existencia de más de una soberanía en un
mismo espacio y entonces hablar también de territorios superpuestos en disputa, por
ejemplo, la soberanía nacional frente a las soberanías populares de organizaciones
sociales comunitarias y autonómicas. Mientras que las segundas las definiremos como
proyectos territoriales que buscan por distintos medios su concreción y que pueden
cohabitar en un mismo territorio, e incluso en una misma soberanía, la territorialidad del
gobierno, las territorialidades de la producción y el intercambio privado, así como las
territorialidades subalternas. La cuales no en todos los casos estarían en conflicto ni
disputando concreción.
Es evidente que ambos tipos de disputas territoriales existen en los procesos políticos
vigentes, por lo que no hay contradicción lógicas entre territorios y territorialidades
cuando afirmamos que pueden o no compartir fronteras espaciales y existir
simultáneamente en una misma forma territorial. En realidad lo extraño sería que no
fuera así, porque son procesos territoriales que se definen en un campo de fuerzas
político Y si bien, algunos de ellos se acompañan y otros se encuentran en clara
contradicción, indiscutiblemente pertenecen a una unidad histórica que contiene
prácticas políticas hegemónicas y subalternas, prácticas de dominio pero también de
reivindicación y de autodeterminación política. Estas últimas, en tanto que territoriales,
prácticas de reivindicación y autodeterminación material que hacen parte del horizonte
de la disputa política por la forma social.
Pero las clases subalternas también pueden tener proyecto de territorialidad, aunque,
como dijimos arriba, seria un error suponerlos puros o independientes. No obstante,
sobre la instrumentalización estratégica del orden espacial del territorio, llevan ventaja
las clases dominantes. Desde hace más de un siglo han madurado estructuras estatales
dentro de la administración pública que se dedican exclusivamente a tener en la
intervención material del orden territorial estatal un instrumento político. Estos
segmentos de la administración pública son las famosas oficinas de planeación y
ordenamiento territorial -urbano, regional, ambiental, sectorial, etc.-. Las cuales se
encargan de intervenir la base material de acuerdo a proyectos políticos de
gobernabilidad, de lucha de clases, de apoyo a la acumulación de capital o a
determinados capitales particulares, etc. La dificultad para percibir la importancia
política de estos instrumentos es que, como en muchos ámbitos gubernamentales,
sucede que se despliega a su vez una de las funciones ideológicas más importantes del
Estado, hacer pasar el interés de las clases dominantes por un bien común. En este caso,
afirmar como interés común la forma de la territorialidad del dominio y la acumulación
del capital.
Por ello, lo interesante aquí, es poner atención a que no es sólo una infraestructura o un
proyecto local lo que detona disputas territoriales, sino el proceso de reconfiguración
territorial en marcha como un proceso de reterritorialización de una nueva forma de
acumulación de capital. Es decir, lo que define la etapa actual de acumulación de capital
es una estrategia política de reconfiguración de la territorialidad vigente, que va más
allá de las escalas comunitarias y de cualquiera de las infraestructuras particulares, la
que define además el escenario territorial de disputa en el que se reconfiguran las
estructuras territoriales locales de nuestro país, de América Latina y mundo.
Permítanme una alegoría. Desde esta perspectiva, podríamos entender las disputas
territoriales desde una partida de ajedrez. En la noción dominante sobre la consideración
de este tipo de procesos territoriales pareciera que lo único que está en juego es la
diputa sobre la ocupación y control de los cuadros del tablero. Sin embargo el concepto
de territorialidad e intervención de los órdenes territoriales además de referir al
movimiento de las piezas para ocupar cada uno de estos cuadros, nos muestra que en el
ejercicio político de la disputa territorial también es posible modificar la forma del
propio tablero. Con lo que, siguiendo nuestra alegoría, se cambiarían las condiciones
materiales de la disputa entre la fichas negras y las blancas. Volviendo a la praxis social,
la disputa por la autarquía material de las clases dominantes y dominadas no se reduce
entonces a la ocupación de lugares, sino a la intervención material de los órdenes
territoriales. Por ello, no sólo entra en juego la disputa por el control de porciones
territoriales o territorios, sino las formas de determinación material en todas las escalas.
Esto son los proyectos de ordenamiento territorial. En la praxis política no se
encuentran apenas disputas por la ocupación de territorios como si fuesen cuadritos del
tablero de ajedrez, porque con ello se establecen además disputas por el ejercicio de
autodeterminación material o de intervenciones en la especialidad de los territorios. Una
disputa política por la autarquía material, que pasa por intervenir en el orden espacial
del tablero de ajedrez sociopolítico y con él, en el horizonte particular de posibilidad
que este abre a la praxis política. La utilidad concreta de esta reflexión es reconocer y
fortalecer los proyectos de territorialidades subalternas para que caminen hacia otras
formas de sociedad teniendo en la base material no solo expresión de su soberanía
popular sino un instrumento de disputa de la forma histórica de la sociedad.
***
BIBLIOGRAFÍA
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