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por Eva Llergo
ACTO I
Un salón amplio y decorado con buen gusto a la antigua. Hay una gran ventana, pero la única iluminación de la
habitación viene de dos lamparitas situada una a cada lado del sillón que se encuentra en el medio del escenario.
Detrás de él, un hombre de unos treinta y cinco años. Camina de un lado a otro con un cigarro y un vaso de whisky
que sujeta con la misma mano. Su sombra se proyecta doblemente sobre el fondo del escenario.
MAURICIO.— Veinticinco minutos… (consulta su reloj.) ¡Vaya! ¡Es increíble lo ocupado que puede llegar a estar
un hombre de Estado! ¡Veinticinco minutos! Si supiera lo que he venido a decirle, si tan siquiera pudiera ima-
ginarlo… Estoy seguro de que hubiera sido puntual… Estoy seguro. (Se detiene, contempla la calle a través de
la ventana. Ruido de lluvia.) Llueve… Mejor. (Se vuelve resueltamente en dirección contraria y continua su paseo.)
Vendrá calado, y eso me facilitará la tarea. Se sentirá vulnerable y no podrá negarse… (Camina más deprisa,
su nerviosismo aumenta.) No podrá negarse de ningún modo. No tiene escapatoria. (Suena un teléfono, el hom-
bre se detiene y tras unos instantes de silencio, la puerta se abre y aparece una criada.)
CRIADA.— El señor ha llamado. Le pide disculpas por la tardanza Dice que le han retenido unos asuntos impor-
tantes en el Ministerio, pero que enseguida estará en casa. ¿Le sirvo otra copa?
MAURICIO.— No, gracias. Todo está bien. Le esperaré aquí. (La criada asiente y desaparece.) Enrique… ¡Enrique!
¡Tú siempre tan oportuno! ¡El día de tu muerte también llegarás tarde a la cita! Tendrás un compromiso de
trabajo y olvidarás que la vida se te está pasando ante los ojos y que tú no la ves… Como no me ves a mí…
como nunca has visto a Sara. ¡Dios mío!, ¿por qué le das pan a quién no tiene dientes? ¡Qué absurdo es todo!
¡Qué absurdo! (Se lleva las manos a la cabeza pero enseguida recupera la compostura, vuelve a acercarse a la ven-
tana.) Yo… quería una vida normal. Una casa bonita, un trabajo que me gustase, hijos, mujer… Pero, aquí
estoy, Enrique. En tu casa, amando a tu mujer. A tu mujer… ¡A tu mujer, Enrique! ¡Y tú no lo sabes! Vives absor-
to en tus papeles, pensando que todo está bien, mientras Sara se abrocha mal los botones de la blusa, se tras-
tabilla en mi escalera, corre bajo la lluvia, para que no notes que falta su peso al otro lado de la cama, para
cruzarse como una sombra por el pasillo contigo, para colocarte las zapatillas… ¡Y tú no te das cuenta de ese
milagro, de ese tesoro! Qué estúpido… ¡Qué estúpido, Enrique! No te das cuenta de su empeño irracional e
insano por conservarte, no te percatas de mi odio, de mi odio inmenso, porque ella lucha por ti. Ni siquiera te
percatas de mi envidia, la envidia que me envenena incluso los sueños, la envidia táctil que no me deja amar-
la bien porque me tiene sujeto… ¡eres tú quién me agarra, Enrique! ¡Eres tú, pusilánime, abstraído, necio,
ingrato, que tiene todo lo que yo anhelo en sus manos y ni siquiera lo admira! (Ruido de una puerta que se cie-
rra. MAURICIO deja el whisky en una mesita, se acerca a un tocadiscos y lo pone en funcionamiento. Suena la
música.)
ENRIQUE.— (Entra con aspecto cansado y arroja un maletín en el sillón, sin percatarse de la presencia de su invi-
tado.) ¡Ah, hola Mauricio! Siento la tardanza, ya sabes, nunca quedes…
MAURICIO.— Con un hombre de Estado, ya, ya lo sé, Enrique. Pero no me importa la espera, quería verte… y
charlar un rato contigo de unos asuntos…
ENRIQUE.— Eso siempre es motivo de celebración, amigo mío. Ya sabes que en esta casa tu presencia siempre
es bien recibida. ¿Qué es esto? (Recoge del suelo un pañuelo de mujer.) ¡Vaya! Sara siempre tan despistada. Por
cierto… ¿la has visto ya? (MAURICIO se contrae casi imperceptiblemente al oír su nombre, mientras tanto ENRI-
QUE, relajado y absorto, se dirige hacia el bar.) ¿Quieres un whisky? ¡Oh, perdona! ¡Qué despiste! Ya tienes uno.
Entonces, ¿repites o es un exceso?
MAURICIO.— (Comienza un gesto de negativa con la cabeza pero lo retiene.) Sí, nunca viene mal un exceso si es
de un whisky como el tuyo.
ENRIQUE.— ¡Me alegro! (Le tiende el vaso y se sirve uno.) ¿Me has dicho que has visto a Sara?
MAURICIO.— No, no te he dicho nada. No me he cruzado con ella. Creo que no está en casa.
ENRIQUE.— ¡Ah! Habrá salido a pasear… (se sienta en el sillón y MAURICIO le secunda).
MAURICIO.— ¿Bajo la lluvia?
ENRIQUE.— Sí, le gusta mucho pasear bajo la lluvia como esas heroínas de las novelas románticas (juguetea con
el pañuelo).
MAURICIO.— ¿Le gustan las novelas románticas?
ENRIQUE.— Pues… no lo sé. Dime, ¿cómo va tu trabajo?
MAURICIO.— Bien, bien… ¿Y no se va a coger una pulmonía caminando a estas horas y empapada? ¿No
deberíamos salir a buscarla?
ENRIQUE.— ¡Cálmate, muchacho! Ya es mayorcita… Sabe cuidar de sí misma y mucho mejor que nosotros
dos… A propósito, ¿de qué querías charlar? ¿Era algo importante?
MAURICIO.— (Se hace un silencio. ENRIQUE le observa atentamente con ojos bondadosos aguardando a que hable.
MAURICIO le mira con gravedad, sin embargo ninguno parece percatarse de la expresión del otro.) Enrique, creo
que ha llegado el momento de que… (se oye la puerta y unos pasos.) Viene Sara.
ENRIQUE— ¿Tú crees? Iré a ver… (Deja el vaso de whisky y el pañuelo encima, en una mesita. Sale de escena y
su voz se oye desde fuera.) ¡Caray, qué oído Mauricio! ¡Sara, cariño, estás empapada!
MAURICIO.— (Recoge el pañuelo.) ¡Maldito Enrique! ¡Maldito! ¡Ojalá se te atragantasen tus bondadosas pala-
bras! ¡Ojalá la necedad y la inconsciencia te anidasen en los pulmones como a mí se me ha alojado esta pon-
zoña que ni siquiera me deja respirar! ¡Ojalá se te llenase el corazón con este veneno y te escalase por todo el
cuerpo! No mereces que ella esté subiendo por tu escalera, no mereces ni poder sentir su aliento al hablarte…
¡Quiero que ella no vuelva a entrar en esta casa nunca más! ¡Quiero que te repudie porque tu existencia igno-
rante no me deja ser completamente feliz! ¡Quiero sentir, aunque sólo sea un momento, que es sólo mía! ¡Sólo
mía! Que no volverá a desaparecer corriendo de mi cama para entrar en la tuya… ¡Nunca más! (Se sienta y
oculta la cara entre las manos.) ¡¡Nunca!! (Solloza.)
ACTO II
TELÓN
EVA LLERGO OJALVO nació en Madrid en 1981. Estudia Filología Hispánica en la UCM.