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Basurajal

con esa base se dedican como algo en efecto existente, sino la comparten, acaso
la producen. Tal es uno de los límites de su argumento.

el modo en que la categoría ha sido construida y operacionalizada, los


antropólogos reconocen la dimensión histórica que implica la de la categoría
generalmente soslayan su carácter histórico y social, para entenderla como algo existente
en sí mismo.

Lo cual en parte obedece a la importancia que en el decenio de los noventa y a principios


del “nuevo milenio” tenían las reflexiones étnicas e identitarias.

AQUÍ PUEDE PRESENTARSE LA DEFINICIÓN DE BARTOLOMÉ DEL


PROYECTO, ERA NECESARIO ANTE EL SILENCIO

(por cierto, definición móvil que en distintos momentos ha definido de maneras


diferenciadas a la población receptora)

Quizás pueda ser considerada como lugar común la afirmación de que antes de la
invasión europea no había indios en México (ni en América). Antes de la irrupción
mercantil hispana existían distintos tipos de agrupaciones políticas que podían
influir en la identificación de sus miembros. No había tampoco mayas, tarahumaras,
zapotecos o yaquis, sino personas hablantes de distintas lenguas diferenciadas entre
sí y dentro de sí (…) cuyo uso podía eventualmente formar parte de las
identificaciones sociales pero que seguramente no bastaba para definirlas de manera
genérica: el hablante de maya yucateco no detentaba necesariamente una identidad
colectiva de naturaleza excluyente, ni el mixteco correspondía a un modelo
homogéneo de ser o hablar (…) Bonfil Batalla destacó en una de sus obras pioneras
(1971) que el concepto indio se construyó como una categoría de la situación
colonial que servía para designar (…) al dominado. Este término indicativo de una
posición de subordinación estructural se ha mantenido hasta nuestros días, lo cual
demuestra que las fronteras étnicas no han desaparecido y que perviven muchas de
las características del pasado (p. 41-42).
Bartolomé retoma la definición de identidad étnica de Cardoso de Oliveira (1976)
como, “la forma ideológica que adquieren las representaciones colectivas de un grupo
étnico.” En este marco, Bartolomé arremete contra el planteamiento marxista de ideología
como falsa conciencia, lo que, a su decir, “obviaba la historicidad de las ideologías (…)
y el hecho de que los criterios de ‘verdad’ o ‘falsedad’ para juzgarlas sean precisamente
ideológicos” (p. 43). Para el autor, las ideologías étnicas no se tratan de “la expresión de
una ‘falsa’ o una ‘verdadera’ conciencia, sino de la ‘conciencia posible’ producida por
determinada experiencia de la realidad.” Por último, al hablar de “las identidades étnicas
como ideologías”, el coordinador de línea hizo dos importantes planteamientos: por un
lado, retomó a Leach, quien en 1968 planteó que la definición del nosotros o de los otros
“lo que nosotros somos, o lo que el otro es dependerá del contexto.” Así, la historia de las
ideologías étnicas es también la historia de los contextos interactivos dentro de la cual los
distintos grupos se relacionan entre sí, y (aquí viene el segundo punto), las construcciones
ideológicas de unos no son comprensibles sin una referencia a las ideologías de los otros”
(p. 43).

La revisión histórica no como un método de fragmentación e interrelación, sino por el


contrario, de consolidación de unidades y exaltación de continuidades.
La historia como un barómetro de la continuidad y no de la ruptura, de las reglas y no las
excepciones, de la unidad y no de la heterogeneidad.

El autor alude aquí a algunos puntos ciegos del etiquetamiento identitario y cultural.

Bartolomé destaca que la cultura puede cambiar y la identidad permanecer. Por


ejemplo, es el caso de indígenas universitarios que, supongamos, han tenido alguna
transformación cultural como efecto de cerca de veinte años de educación escolarizada,
pero que apelan a determinada identidad étnica –quizás incluso más fuertemente que los
indígenas no escolarizados-. Y también pudiera encontrarse lo contrario: culturas que
mediana y relativamente permanecen, aunque las identidades resulten móviles. Por
ejemplo, en el caso de la inclusión o exclusión como indígena en los censos nacionales,
independientemente de todo contenido cultural.

Bien, la cuestión es que los antropólogos de estudio (varios de nosotros mismos,


quienes nos colocamos ante el diván, o mejor, la mesa de interrogación de la revisión
histórica) reconocían con mayor facilidad las aristas de la identidad, toda vez que tiene
algo de arbitrario, parcial y subjetivo; pero no con tanta claridad las aristas, puntos
ciegos y arbitrariedades de la cultura, particularmente cuando era supuesta como
sistemática, inconsciente, incluso estructurada en torno a núcleos duros.
el autor no devela como esta conciencia ha sido posible, que mecanismos, presupuestos
y condiciones la han posibilitado.

se basa en dos trabajos de corte teórico; a los que se añade una bibliografía de corte más
empírico, y no por ello menos antropológica o histórica. Digamos el trabajo

En efecto, en este ir y venir entre el análisis académico y el devenir social, la


preocupación por las identidades era el reflejo de ambos espacios.

La identidad como la vida secreta de la clase

péndulo

Los grupos étnicos se caracterizan y delimitan por determinados elementos,


principalmente por la lengua, los territorios homogéneos y una serie de mitologías y
ritos, agrupados en algo que los antropólogos noventeros llamaban ya la cosmovisión:
una unidad de pensamiento correspondiente al grupo. Se habla de la lengua otomí, como
se habla del territorio tepehua, o la cosmovisión teneek.

Se trata de un doble juego de espejos en el que las demarcaciones históricas y sociales


son retomadas -en muchos casos inconscientemente- por los analistas sociales, quienes
con sus obras, a su vez, pueden proyectarlas a los sujetos de estudio o la sociedad en
general.

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