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Érase una vez, un leñador generoso y bueno, que tenía tres hijos varones.

Todos
los días del mundo los muchachos ayudaban a su padre con las labores de la
granja: pastoreaban las ovejas, recogían el trigo listo y plantaban nuevas semillas.
Eran en verdad, mozos muy obedientes y limpios, pero el anciano se lamentaba de
su poca fortuna, y echaba a que su destino sería el de vivir eternamente pobre.

En las mañanas, mientras los muchachos reían y cantaban camino a la siembra, su


padre los observaba sin embargo con mirada angustiosa, miraba sus ropas
descosidas y el sudor corriendo por sus espaldas, y suspiraba el triste viejo por no
poder liberar a sus hijos de aquella carga y brindarles todo cuanto quisieran.

Así continuó la vida de aquel pobre hombre hasta que un buen día, mientras
observaba las estrellas, apareció de la nada y se posó en sus hombros un pequeño
duendecillo. “Te daré la felicidad que tanto buscas, buen hombre. Desde ahora
serás muy rico, vivirás a plenitud y nada más”.

Y así lo hizo la criatura mágica. Agitó su sombrero tres veces en el aire y apareció
ante los ojos del leñador un cofre repleto de monedas de oro. “Soy rico, soy rico”
exclamaba con risas el pobre anciano. “Ah, pero escucha atento mis palabras:
dentro de un año, vendré a buscar exactamente la mitad de todo cuanto tengas. Y
nada más” susurró el duendecillo en los oídos del anciano y se esfumó en el aire.

Cierto es, que el leñador hizo poco caso a las palabras del duendecillo, y a partir de
ese momento, se dedicó a llenar de placer y alegría a sus hijos. ¡Todo cuanto
desearan los muchachos les era concedido! Carruajes forrados de piedras
preciosas, ropas hermosas de la más fina seda, banquetes llenos de manjares
suculentos. Así vivieron por un tiempo, llenos de lujos y comodidades. Sin embargo,
la vida para la familia del leñador era tan ostentosa, que pronto comenzó a escasear
el dinero.

En pocos meses, habían gastado todas las monedas de oro. Sucedió entonces que
los banquetes dejaron de ser tan enormes, los carruajes se vendieron para pagar
las deudas, y los trajes de seda solo sirvieron para protegerse del crudo invierno.
Con el paso del tiempo, la situación continuó empeorando, el padre lo había perdido
todo, incluso la granja, y su única preocupación se convirtió en dar de comer a sus
muchachos.

Una noche oscura, en que el viento frío arreciaba feroz, el leñador había logrado
hacerse con un trozo de pan viejo para dar de comer a sus tres hijos pues no habían
probado bocado alguno desde hacía casi una semana. Bajo la débil luz de la
hoguera, se dispusieron a repartir el trozo de pan, cuando el padre recordó que se
había cumplido un año exactamente de la visita del duendecillo.

“El duende vendrá a recoger la mitad de todo cuanto poseo, pero yo solo tengo este
trozo de pan viejo. Si mis hijos no lo comen morirán de hambre” pensaba angustiado
el leñador y corrió a esconderse con los muchachos entre la maleza. Minutos más
tarde, apareció una silueta borrosa y pequeña, dibujada por la luz blanca de la Luna.

“Querido amigo mío ¿Dónde estás? He venido a concluir nuestro trato. ¿Por dónde
andas?” susurraba el duendecillo entre carcajadas malditas. Cuando descubrió que
el leñador se había escondido, vociferó enfurecido: “Que así sea pues. Has roto
nuestro acuerdo y debes pagar. Tus hijos sufrirán por lo que has hecho, vivirán
condenados por maldiciones indeseables y tú sufrirás por tu traición. ¡Y nada más!”,
y dicho aquello agitó tres veces su sombrero y se esfumó en el aire.

Al ver que el duendecillo había desaparecido, el leñador salió de la maleza y suspiró


aliviado, pero cuando miró a sus hijos lanzó un grito de dolor desesperado. El más
pequeño de ellos, se había transformado completamente, sus piernas se habían
intercambiado con sus brazos, y andaba de cabeza caminando en todas las
direcciones. El segundo de los muchachos saltaba desenfrenado y huía de una
manada de moscas gigantes que le perseguían a donde quiera que iba. Para el
tercero y más grande de los hijos del leñador, el duendecillo le había maldecido con
pies y manos de vidrio que le pesaban enormemente y apenas podía moverse del
lugar.

“¿Qué he hecho?” sollozaba el pobre padre contemplando el horror en que se


habían convertido sus hijos, “Mi avaricia y mi egoísmo me han traído la desgracia
¡Ay de mis pequeños! ¡Ay de mis pequeños!”. El leñador daba golpes en la tierra y
halaba sus pelos con un profundo dolor. Entonces, decidió partir en busca del
duende para pedirle clemencia por aquel terrible castigo.

Así anduvo viajando por largo tiempo el angustiado anciano. Cruzó montañas y
lagos, bosques y desiertos. Cuando sus piernas se agotaban de tanto caminar, llegó
hasta la última piedra del mundo, donde había una casita pequeña. ¡Era la casita del
duendecillo! La criatura se encontraba dentro preparando una suculenta sopa. En un
descuido de la criatura, el leñador echó en la sopa unas yerbas soñolientas, y
esperó a que el duendecillo terminara de comer.

Al cabo de un tiempo, el pequeño duende quedó profundamente dormido, y el


leñador aprovechó para quitarle su sombrero. Luego salió corriendo a toda
velocidad de aquel lugar y regresó de vuelta con sus tres hijos desgraciados. Sin
perder un segundo, el anciano agitó tres veces el sombrero del duende sobre cada
uno de los muchachos y estos volvieron a la normalidad. ¡Eran los mismos mozos
de antes! El leñador inundó su corazón de alegría, y apretó a sus muchachos en un
cálido abrazo. Desde entonces, jamás deseó riqueza alguna, pues cada vez que
contemplaba a sus hijos sabía que ya tenía todo lo necesario para ser feliz en este
mundo.

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