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Esbozo de la filosofía de Kripke

Prefacio
INTRODUCCIÓN
1. ELEMENTOS DEL TRASFONDO FILOSÓFICO
1.1. Cuestiones metafísicas versus cuestiones epistemológicas
1.2. Locke, el oro, los tigres
1.3. La tradición Frege-Russell sobre el significado de los nombres
2. TRES ENIGMAS EN LA AGENDA
2.1. Los nombres de Venus. Valor informativo
2.2. La relación que conecta un nombre con su denotación
2.3. El libro que nunca existió, sobre el problema de la existencia
3. NOMBRES Y ESENCIAS
3.1. Críticas a la concepción descriptivista del nombrar
3.2. Necesidad metafísica. El concepto de verdad necesaria
3.3. El alcance del conocimiento a priori. Los límites de lo posible
3.4. Cómo escrutar mundos posibles sin utilizar telescopios. (Descubrimiento versus
estipulación)
3.5. Reivindicación del esencialismo aristotélico
3.6. Identidad transmundana. Lo que podemos y lo que no podemos estipular
3.7. El principio de la necesidad del origen. La concepción ramificacionista de la
posibilidad
3.8. Nombrar sin describir. El carácter social del significado lingüístico
3.9. Géneros naturales. Por qué no podrían existir unicornios (ni Sherlock Holmes)
4. UN ARGUMENTO DUALISTA SOBRE LA MENTE
4.1. La teoría materialista de la identidad mente-cuerpo
4.2. Apariencias de contingencia. La imaginación y el poder
4.3. Calor y dolores. Sentir, ser, parecer
5. LOS VIAJES DE PIERRE. (EL ENIGMA SOBRE LA CREENCIA)
5.1. Atribuciones de creencia. El enigma fregeano sobre la sustituibilidad de los
nombres
5.2. El significado según Mill. Inocencia semántica. El enigma kripkeano
6. LA REALIDAD ANTE SUS REPRESENTACIONES
6.1. Mundo y lenguaje. Las naturalezas ocultas de las cosas
6.2. ¿Sabemos lo que decimos? Transparencia, externismo y particularismo
BIBLIOGRAFÍA
ÍNDICE ANALÍTICO

1
Prefacio

Muchos consideran –muchos consideramos– que Saul Kripke es el filósofo vivo más
importante. Este libro intenta ofrecer un esbozo de su pensamiento. Cualquier persona que
llegue a interesarse por la obra de Kripke –ya sea parcialmente movido por la lectura de
esta breve monografía, o por caminos completamente independientes– y quiera formarse
una opinión al respecto tiene un amplísimo espectro de posibilidades de discrepancia en
relación con ese juicio valorativo. Podrá concordar plenamente, o –más probablemente–
discrepar en mayor o menor medida; quizá discrepar tan radicalmente que no considerará
que merezca la pena continuar leyendo. En cualquier caso, creo que el mero dato
sociológico que he dado, sobre la valoración de Kripke, es indicio de que puede valer la
pena dedicar un libro a exponer los puntos más fundamentales de su obra filosófica.
Sabemos que la historia da muchas vueltas. El interés actual de una buena parte de la
comunidad filosófica por las ideas de Kripke quizá decaiga en el futuro. Con toda
probabilidad, se modificará de una u otra forma. A pesar de todo, creo que hay elementos
suficientes como para pensar que algunas aportaciones de Kripke van a perdurar –al menos
en el futuro más inmediato– y que su nombre merecerá ocupar un lugar de cierto relieve en
la historia de la filosofía reciente. Desde luego, Kripke es uno de los filósofos
contemporáneos más citados e influyentes del mundo. Si hemos de fiarnos por criterios de
ese tipo (criterios comparativamente menos subjetivos, mejor sometidos a la contrastación
objetiva), nuestras aseveraciones anteriores parecen estar bien respaldadas.
Este libro es de nivel introductorio. No tendría sentido ocultar que está escrito desde
una cierta perspectiva sobre qué es la filosofía. La perspectiva que predomina en la
tradición angloamericana a la que pertenece la obra de Kripke. Perspectiva y tradición
vinculadas a lo que se denomina frecuentemente concepción analítica de la filosofía. Sin
embargo, éste no es un libro destinado prioritariamente a personas familiarizadas con ese
enfoque analítico. El lector al que mayoritariamente se dirige esta obra es una persona
interesada en la filosofía, particularmente en la evolución de la filosofía contemporánea.
Pero no es necesariamente alguien que conozca las aportaciones teóricas de Frege, Russell,
Wittgenstein, Carnap o Quine (los principales representantes de la tradición filosófica
analítica). Algunas de esas aportaciones se exponen en este libro, porque son relevantes
para enmarcar apropiadamente el debate filosófico en el que participa Kripke. Al presentar
las ideas de esos –y otros– autores cronológicamente anteriores a Kripke, así como también
en la exposición de las ideas del propio Kripke, y en general a lo largo de todo el libro, he
procurado reducir al mínimo las presuposiciones. Así pues, no se requieren conocimientos
técnicos previos –sobre filosofía del lenguaje o sobre lógica, por ejemplo– para seguir el
texto.

2
A pesar de todo eso, mi intención es que el libro sea de interés también para algunas
personas perfectamente familiarizadas ya con la obra de Kripke. Espero que esos lectores
especializados juzguen que algunos elementos (la manera de presentar ciertos aspectos de
las teorías examinadas, el énfasis en tal o cual tema, quizá algunas tesis exegéticas
parcialmente originales que algunas veces se defienden) pudieran tener cierta utilidad
pedagógica, o que puedan resultar clarificadores en relación con uno u otro aspecto del
debate filosófico (usualmente tan necesitado de clarificación).

******************************************

La elaboración de este libro ha resultado beneficiada por la ayuda –directa o


indirecta– de varias personas e instituciones. Me hago responsable de todos los contenidos
que en él aparecen. Pero muchas de las reflexiones han surgido, en parte, a partir de la
interacción con diferentes personas; personas que han sido mis profesores, mis colegas en
seminarios y discusiones, o mis alumnos. No puedo mencionarlas a todas, pero debo
expresar mi agradecimiento en todo caso a Juan José Acero, Agustín Arrieta, Óscar
Cabaco, Marta Campdelacreu, Gemma Celestino, Ramon Cirera, Esa Díaz León, José A.
Díez, Luis Fernández Moreno, Manuel García-Carpintero, Sanford Goldberg, Mario
Gómez Torrente, Dan López de Sa, Josep Macià, Genoveva Martí, Joan Pagès, Francesc
Pereña, David Pineda, José Luis Prades, Sònia Roca, Daniel Quesada, Enrique Romerales,
José Miguel Sagüillo, Gabriel Uzquiano, Ignacio Vicario y Agustín Vicente. Destaco
especialmente a M. García-Carpintero. Leí por primera vez una obra de Kripke (su libro El
nombrar y la necesidad) en un curso de licenciatura que él impartía en la Universidad de
Barcelona, durante el año académico 1988-89, y creo que la profunda impresión que me
produjo el texto –tras una primera reacción de perplejidad– hubiera sido algo diferente sin
las iluminadoras explicaciones en clase de García-Carpintero. También quisiera recordar –
aunque no pueda aquí incluir todos sus nombres– a diversos alumnos que han participado
activamente en cursos que yo mismo he impartido en la Universidad de Barcelona sobre
temas vinculados con Kripke, particularmente las asignaturas “Modalidad y lenguaje”
(1998), “Fundamentos de semántica intensional” (2002) y “Teorías externistas del
contenido representacional” (2004). Finalmente, tengo una deuda especial con dos personas
que han participado positivamente –de diferentes maneras– en el proceso que ha conducido
a la edición de este libro: Francesc Pereña, quien intervino en la génesis del proyecto; y
Salvador López Arnal, que –desde Editorial Montesinos– ha contribuido decisivamente en
la última fase de ese proceso.

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Las tareas de investigación requeridas para llevar a cabo este trabajo también han
sido respaldadas económicamente. Han sido sufragadas en el marco del programa “The
Origins of Man, Language and Languages” de la European Science Foundation
EUROCORES: Proyecto Mindreading and the emergence of human communication: the
case of reference (BFF2002-10164-E. Investigador responsable: Manuel García-
Carpintero.) También he recibido subvenciones económicas del Ministerio de Educación y
Ciencia (y anteriormente del Ministerio de Ciencia y Tecnología) de España: Proyectos de
Investigación: La constitución del contenido representacional. Aspectos semánticos y
epistemológicos (HUM2005-07539-C02-01. Investigador responsable: M. Pérez Otero);
Consciencia fenoménica y autoconsciencia en la percepción y la acción:
representacionalismo e inferencialismo (BFF2001-2531. Investigador responsable: Daniel
Quesada); Principios analíticos de la construcción teórica (BFF2002-04454-C10-05.
Investigador responsable: José A. Díez); así como de la Generalitat de Catalunya: Grupo de
Investigación Consolidado, adscrito al Parque Científico de la Universidad de Barcelona:
LOGOS, Grupo de Investigación en Lógica, Lenguaje y Cognición (2001SGR-0018.
Investigador responsable: M. García-Carpintero).
La redacción del libro –en su casi completa totalidad– finalizó en Agosto de 2004.
Doy las gracias a quienes desde entonces han leído el texto y me han enviado sus
alentadores comentarios; en particular a Agustín Arrieta y Daniel Quesada, que han
contribuido también a la eliminación de diversas erratas.

Barcelona, Febrero de 2006.


Manuel Pérez Otero

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INTRODUCCIÓN

Saul Kripke –nacido en 1940– pertenece a una generación de filósofos


estadounidenses formados bajo la influencia de diversos profesores con intereses en el
análisis lógico-lingüístico y en su aplicación a la filosofía y a la ciencia. Los representantes
principales de ese enfoque, que impartían sus enseñanzas en universidades de Estados
Unidos, eran Rudolf Carnap (1891-1970), Alfred Tarski (1902-1983) y Willard V. O.
Quine (1908-2000). Éstos, a su vez, heredaban en buena medida una forma nueva de
plantear y practicar la filosofía, originada con otros tres autores cuya obra filosófica estaba
intrínsecamente conectada con sus investigaciones sobre lógica, filosofía de la lógica y
filosofía de la matemática: el alemán Gottlob Frege (1848-1925), el inglés Bertrand Russell
(1872-1970) y el austríaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951). Filosofía analítica es el
nombre que recibe usualmente esta tradición, en la que desempeña un papel primordial el
análisis lógico del lenguaje.
Como muchos otros filósofos de inclinaciones lógico-analíticas, Carnap (con
intereses teóricos variados: epistemología, lógica, filosofía de la ciencia, filosofía del
lenguaje) y Tarski (especializado en lógica y matemáticas) habían emigrado de Europa a
Estados Unidos huyendo del nazismo. Quine (también con un perfil intelectual polifacético,
como Russell o Carnap) es un nativo norteamericano al que unían estrechos lazos
intelectuales y de amistad con Carnap y Tarski. Ellos mismos y otros varios (Church,
Hempel) contribuían con su magisterio y con sus propios resultados teóricos a la
preparación intelectual de nuevos estudiantes norteamericanos, que recibían una formación
importante en materias como la lógica, la filosofía de la ciencia y la filosofía del lenguaje.
Ése es el contexto académico en el que surgen muchos miembros destacados de la siguiente
generación de lógicos, filósofos del lenguaje y lingüistas: Montague, Kaplan, D. Lewis, y
también Kripke.
Para conocer el papel que ha desempeñado Kripke en la filosofía reciente, conviene
tener presente, en primer lugar, algunas de las diferentes disciplinas que caen bajo la
etiqueta genérica de filosofía. Las aportaciones principales de Kripke pueden englobarse en
estos tres ámbitos: filosofía del lenguaje, lógica y metafísica. Pero atañen también a otras
materias: (i) Al menos a otros dos campos de la filosofía: la epistemología y la filosofía de
la mente. (ii) A las relaciones entre unos y otros de algunos de esos ámbitos;
particularmente la metafísica y la epistemología. De hecho, un tema recurrente de nuestra
exposición –que será el hilo principal de nuestra aproximación a Kripke– se corresponde
con este punto (ii). Se trata de la reivindicación de ciertas cuestiones y tesis de carácter
metafísico cuyo tratamiento, en la tradición empirista desde Locke y en la filosofía
analítica durante la mayor parte del siglo XX, era problemático, en parte por una confusión

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entre lo metafísico y lo epistemológico. Más concretamente, abordaremos ante todo asuntos
de filosofía del lenguaje, metafísica y epistemología, así como cuestiones sobre las
relaciones entre esos temas.
Creo que transmitir algunas ideas introductorias sobre la importancia de Kripke en la
historia del pensamiento (uno de los propósitos de este libro) requiere atender a esa
perspectiva general, que incluye discusiones transversales entre las distintas disciplinas.
Esa función difícilmente se cumpliría si nos ciñéramos a las tesis de Kripke más
estrictamente semánticas, algunas de las cuales –que aquí no se expondrán– pudieran
parecer excesivamente técnicas o incluso “escolásticas” al lector poco familiarizado con la
filosofía del lenguaje o la lógica. Por esas mismas razones, tampoco abordaremos las
aportaciones importantes de Kripke a la lógica matemática.
En enero de 1970 Kripke impartía tres conferencias en la Universidad de Princeton
(universidad a la que estaría vinculado Kripke como profesor posteriormente). Kripke tenía
ya más de diez años de brillante trayectoria en el terreno de la lógica, que había comenzado
a una edad temprana. Pero sus conferencias de 1970 le reportaron un prestigio y
popularidad mucho más generalizados, especialmente entre los filósofos del lenguaje. La
filosofía del lenguaje y la metafísica eran los temas abordados principalmente en esas
conferencias, tal y como se refleja en su título: “Naming and Necessity”. En 1971
publicaba Kripke otra conferencia, impartida en la Universidad de Nueva York. Se titulaba
“Identity and Necessity” y en su mayor parte presentaba, en una versión más resumida, las
ideas fundamentales de sus conferencias “Naming and Necessity”. Estas últimas se
publicaron primero como artículo en 1972 y en 1980 se recogían en forma de libro, Naming
and Necessity, precedidas de un prefacio escrito para la ocasión. Este último texto apareció
traducido al español en 1985: El nombrar y la necesidad. (También se ha traducido el
artículo “Identity and Necessity”.) La repercusión de esas ideas de Kripke en la comunidad
filosófica ha sido enorme, y no ha disminuido. El nombrar y la necesidad se ha convertido
en uno de los libros de filosofía más influyentes y comentados de la segunda mitad del
siglo XX.
Nuestra exposición de la filosofía kripkeana se centrará fundamentalmente en El
nombrar y la necesidad. Esas conferencias (y también la conferencia “Identity and
Necessity”) se presentaron oralmente, sin texto escrito. Eso explica su carácter algo
informal. Y contribuye a que su lectura no sea farragosa o particularmente difícil. Nuestra
tarea no será exponer una obra filosófica fundamental pero “oscura” y de interpretación
complicada. El nombrar y la necesidad es una obra fundamental, pero no resulta
especialmente densa ni ambigua. La única dificultad relevante que puede conllevar leer su
texto es que requiere cierta familiarización con algunas tesis (básicamente de filosofía del

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lenguaje) pertenecientes a la tradición filosófica analítica. Parte de nuestra tarea será
presentar previamente al lector esas tesis.
También nos ocuparemos de “Un enigma sobre la creencia”, otro artículo publicado
por Kripke en 1979. Está estrechamente vinculado con la problemática a la que responde El
nombrar y la necesidad, pero explora algunos temas diferentes y ofrece justificaciones
completamente nuevas en favor de ideas ya insinuadas en el libro.
Especifiquemos ahora algunos cosas de las que no tratará este libro. Como hemos
anticipado, Kripke es un lógico matemático destacado. Ha sido uno de los creadores de la
semántica formal de mundos posibles, en el ámbito de la lógica modal (Kripke 1959, 1963;
nuestra sección 3.2 contiene algunos datos sobre ese tema). Además, es autor de una
importante teoría sobre el concepto de verdad (Kripke 1975). También indicábamos que
esas cuestiones caen fuera del rango de temas que abarcará nuestra exposición. La razón
principal es que resultaría difícil compatibilizar el nivel introductorio del texto con una
apropiada descripción de los puntos interesantes derivados de esos trabajos de Kripke,
técnicamente algo complejos (especialmente en su artículo sobre la verdad, que requiere
cierta utilización de nociones de la teoría de conjuntos).
Existe otro artículo, Kripke (1977), sobre un tema de filosofía del lenguaje. Aborda
preguntas relacionadas con algunos de los debates que vamos a tratar. Pero sus
aportaciones conceptuales más importantes no repercuten directamente sobre las tesis que
destacaremos en nuestra exposición. Además, contiene algunas de esas discusiones que el
neófito puede considerar algo prolijas y cuya relevancia filosófica es más controvertida.
Por todo ello, me ha parecido aconsejable dejar de lado también esa obra.
En diferentes momentos, especialmente entre 1976 y 1978, Kripke participa en varios
coloquios y seminarios en que expone su reconstrucción y discusión de un argumento
ideado por otro filósofo: el argumento de Wittgenstein sobre la imposibilidad de que
existan lenguajes privados. El resultado es un texto publicado en 1982: Wittgenstein on
Rules and Private Languages. An Elementary Exposition (del que aparecía una versión más
breve en 1981). También existe traducción al castellano de este libro. El tema analizado ahí
por Kripke es filosóficamente fundamental, de forma manifiesta. Además (a diferencia de
otros trabajos mencionados antes) es apropiado –según creo– para ser expuesto y
examinado incluso en un libro introductorio como el nuestro. Las razones para no incluirlo
aquí son dos, relacionadas entre sí. Kripke no expone en esa obra propiamente su filosofía,
sino su interpretación de un problema que es representativo de la filosofía de otro autor. De
eso derivan las dos razones. Los contenidos de ese texto romperían la unidad temática de
nuestro libro, vertebrado en torno a El nombrar y la necesidad. Por otra parte, las
reflexiones de Kripke (1982) tienen difícil cabida en un libro general dedicado a Kripke;

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sería al menos igualmente apropiado presentarlas en un libro general dedicado a
Wittgenstein. Sea cual sea la manera en que se presenten, será tarea para otra ocasión.
Finalmente, tampoco incluimos el examen de críticas y objeciones que se han
propuesto contra las ideas filosóficas de El nombrar y la necesidad. Hubiera sido una
opción perfectamente legítima hacerlo. Pero habría significado –asumiendo las limitaciones
de espacio– reducir la parte positiva, dedicada a exponer la teoría kripkeana. Además,
discutir mínimamente algunas de esas respuestas a Kripke también nos alejaría del nivel
introductorio general. Siguiendo esos propósitos pedagógicos, he preferido que aquellos
pasajes menos estrictamente destinados a contar las tesis kripkeanas se destinaran a
exponer el paradigma filosófico que combate Kripke; son pasajes, por tanto, acerca de tesis
filosóficas elaboradas con anterioridad –no con posterioridad– a El nombrar y la necesidad.
Los lectores interesados en seguir el debate filosófico generado tras El nombrar y la
necesidad no tendrán dificultades para saber dónde acudir: Los lectores no especializados
pueden consultar algunas discusiones (y bibliografía correspondiente) ofrecidas en algunos
de los manuales recientes de filosofía del lenguaje. Los lectores especializados no requieren
ninguna directriz.
Esta última restricción pudiera generar en algún lector la impresión de que nuestra
exposición supone una aceptación acrítica de las ideas de Kripke. Pero el lector atento
sabrá resistirse a esa impresión. Creo que muchas de las tesis kripkeanas son correctas y
filosóficamente importantes. De otro modo no habría considerado que valiera la pena
dedicarles las páginas que siguen. Por lo general, y cuando ha sido factible, he intentado
acompañar la explicación de tal o cual idea con la exposición de los razonamientos o
indicios que justifican su aceptación. Pero, naturalmente, la obra de Kripke –como la de
cualquier otro filósofo o científico– tiene sus puntos débiles, sus inconvenientes y sus
errores. Errores que normalmente el transcurso de tiempo sabe descubrir como nadie. En
alguna ocasión menciono en el texto puntos concretos de la concepción kripkeana que –a
mi juicio– son problemáticos. También cito algún otro trabajo en que discuto algunos de
esos puntos, con un enfoque menos expositivo, más crítico. En este libro sólo entramos en
ese tipo de debate cuando es coherente con su carácter introductorio y expositivo.
El libro está estructurado en tres partes. Los dos primeros capítulos integran la
primera parte. Contienen los preliminares apropiados para describir el contexto filosófico
en que debe situarse El nombrar y la necesidad. Su función principal es explicar el
paradigma filosófico que Kripke rechaza. El capítulo 1 tiene una primera sección con
clarificaciones conceptuales y metodológicas, principalmente. La sección siguiente expone
ideas de Locke acerca de los géneros naturales, muy influyentes entre los filósofos
empiristas posteriores. Las teorías filosóficas criticadas por Kripke están representadas por
esas ideas lockeanas, pero también –ante todo– por lo que podemos denominar la

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concepción, o teoría, Frege-Russell. Muchos elementos de esa concepción son tesis
generales sobre el lenguaje relativamente neutrales (entre la mayoría de filósofos del
lenguaje) y compartidas por el propio Kripke. La sección 1.3 expone varios de esos
elementos, antes de comenzar a describir los rasgos distintivos de la teoría Frege-Russell
que Kripke criticará. Para comprender cabalmente los atractivos de la teoría Frege-Russell,
se explican –en el capítulo 2– tres virtudes que tiene esa teoría. Las virtudes consisten en
que la teoría conseguiría resolver tres problemas o enigmas que otras teorías no parece que
puedan resolver.
La parte central del libro corresponde al capítulo 3. Se exponen, primeramente, las
objeciones que dirige Kripke a la teoría Frege-Russell del lenguaje. Después se suceden
otras críticas contra tesis metafísicas y epistemológicas vinculadas a la concepción Frege-
Russell. En el transcurso de este capítulo se irán presentando las tesis positivas que
caracterizan la filosofía de Kripke. Tesis acerca de diversos temas filosóficos: el concepto
metafísico de necesidad, su relación con conceptos epistemológicos, la noción de mundo
posible, el esencialismo, la relación entre un nombre y su denotación, la naturaleza de los
objetos particulares y de los géneros naturales.
La lectura del libro hasta el final del capítulo 3 permitirá al lector obtener una imagen
general de las principales ideas filosóficas defendidas en El nombrar y la necesidad. La
tercera y última parte está formada por tres capítulos que funcionan –en cierta medida–
como apéndices. En el capítulo 4 se presenta un argumento de Kripke cuya conclusión
apoya ciertas posiciones dualistas acerca de las relaciones entre lo mental y lo corporal, por
lo que respecta a fenómenos como los dolores. El argumento aparecía al final de El
nombrar y la necesidad y algunas de sus premisas fundamentales son tesis defendidas en
pasajes anteriores. Pero este argumento dualista tiene características específicas
interesantes y su tema difiere considerablemente de los que aborda Kripke en las páginas
anteriores. Por eso se describe en un capítulo aparte.
El capítulo 5 trata otro tema nuevo: el análisis de las oraciones sobre creencias.
Presentaremos aquí las reflexiones contenidas en un artículo posterior de Kripke: “Un
enigma sobre la creencia”. Ciertas cuestiones centrales de El nombrar y la necesidad se
abordan también aquí, pero aparecen razonamientos originales y se percibe una posición
más crítica todavía contra la teoría Frege-Russell sobre el significado de los nombres.
El capítulo final es menos informativo y más interpretativo que los capítulos
anteriores. Presento algunas reflexiones y conclusiones generales, que han sido
parcialmente anticipadas a lo largo del libro. Pero aparecen en un marco filosófico más
amplio, en el que trato de situar y realzar las aportaciones filosóficas fundamentales de
Kripke.

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En la sección dedicada a las referencias bibliográficas especifico el criterio seguido
para su elaboración. Por otra parte, he destacado –si existían– traducciones al castellano de
las obras consignadas. Las citas de algún libro o artículo que aparecen a lo largo del texto
(la mayoría de El nombrar y la necesidad) se basan principalmente en esas traducciones,
aunque he introducido alguna modificación cuando me parecía que la traducción podía
mejorarse.

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Capítulo 1
ELEMENTOS DEL TRASFONDO FILOSÓFICO

1.1. Cuestiones metafísicas versus cuestiones epistemológicas

En diversas ocasiones a lo largo del libro El nombrar y la necesdad Kripke señala la


importancia de no confundir cuestiones metafísicas con cuestiones de carácter
epistemológico. Efectivamente, esas afirmaciones de Kripke no son fútiles. La distinción
desempeña un papel crucial en muchos pasajes del libro; y será una clave interpretativa
primordial en mi lectura de Kripke, especialmente por lo que respecta a El nombrar y la
necesidad (obra que –como he indicado en la Introducción– reúne las aportaciones
filosóficamente más valiosas de su autor, y sobre la cual versará mayoritariamente nuestra
exposición).
Las cuestiones de carácter epistemológico son las cuestiones acerca del
conocimiento. La epistemología, en ese sentido, no es otra cosa que la teoría del
conocimiento. Vale la pena detenerse algo más para explicar qué entenderemos –en este
contexto– como metafísico. La historia del concepto de metafísica y de las diferentes
concepciones que se han sostenido sobre dicho concepto es demasiado compleja y está
entremezclada con factores muy diversos –algunos intrínsecos pero otros extrínsecos a la
filosofía– como para intentar aquí una síntesis. Ni siquiera me propongo resumir las
diferentes acepciones del término en la literatura filosófica contemporánea. Sólo
especificaré brevemente dos formas (íntimamente conectadas entre sí) en que se usa el
concepto en el ámbito de la tradición analítica contemporánea (la tradición a la que
pertenece Kripke).
En primer lugar, destaca un uso más explícitamente acorde con uno de los
significados originarios del término. Conforme a este uso, se dice, por ejemplo, que la
metafísica (o, equivalentemente, la ontología, en una de las acepciones de este otro
término) concierne a las categorías más abstractas del ser: qué es para un objeto estar en el
tiempo o en el espacio, qué es el tiempo –o el espacio–, qué es ser un objeto –como
contrapuesto a otros particulares como los eventos, o a los universales–, qué es un
particular, qué son las propiedades, qué es tener una propiedad). Todavía según dicho uso
general, pueden mencionarse otras cuestiones metafísicas, de las que se ocupará
preferentemente Kripke: qué es poseer necesariamente una propiedad (en contraposición a
poseer una propiedad contingentemente), qué es la necesidad, qué es lo posible para un
particular, qué es la esencia. Por razones que mencionaremos más adelante (cf. la sección

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3.2) esa familia de nociones (necesidad, posibilidad, contingencia, esencia) están entre las
que se denominan modales, y su teorización concierne a lo que se llama metafísica modal.
El concepto se usa también típicamente para resaltar –precisamente– cierto contraste
al declarar que algún tema o cuestión es metafísico (u ontológico, u óntico), y no es de
carácter epistemológico o lingüístico (o viceversa). Lo que se pretende indicar entonces es
que el tema concierne a cómo son realmente las cosas mismas, independientemente de
cómo podamos representárnoslas o conocerlas. Naturalmente, no es asunto trivial elucidar
correctamente las relaciones entre la realidad objetiva y nuestras representaciones de esa
realidad. Pero parecería, en principio, que somos capaces de reconocer diferencias entre los
dos ámbitos.
Esta otra manera de calificar algo como metafísico nos conduce de manera bastante
natural a redefinir el contraste entre lo metafísico y lo epistemológico del que estamos
ocupándonos. O más bien, se trata de dibujar un contraste ligeramente diferente, pero que
también nos interesará tener presente. Por una parte, tenemos la teorización sobre la
realidad o sobre ciertos aspectos del mundo objetivo (aquellos que cabe pensar que caen en
el ámbito de la metafísica). Por otra parte, tenemos la teorización sobre nuestras
representaciones de la realidad y sobre el conocimiento que tales representaciones nos
proporcionan. En la conjunción recién formulada, el segundo miembro (la teorización sobre
el conocimiento que nuestras representaciones nos proporcionan) coincide precisamente
con la epistemología, tal y como hemos indicado unas líneas más arriba. Pero el primer
miembro es la teorización sobre nuestras representaciones de la realidad. Esto último no es
tarea propiamente de la epistemología (si bien tradicionalmente la epistemología maneja
ciertos presupuestos sobre las representaciones) sino de la teoría del significado o, en
general, de la filosofía del lenguaje; es así porque las oraciones del lenguaje son los
mejores ejemplos que conocemos de representaciones, y consiguientemente la naturaleza
de la relación de representar concierne primordialmente a las teorías que estudian los
sistemas lingüísticos.
Esas reflexiones apuntan a una perspectiva general que nos permita contemplar
conjuntamente los aspectos estrictamente epistemológicos y los aspectos lingüísticos o
representacionales. El contraste, entonces, se establecerá entre estas cuestiones epistémico-
representacionales y las cuestiones metafísicas. Este contraste se aproxima más al que
expresa Kripke en el propio título de sus conferencias: el nombrar y la necesidad.
Las consideraciones que venimos haciendo en esta sección se ilustrarán a lo largo de
nuestro recorrido, en diferentes momentos. Pero para que tales consideraciones no parezcan
demasiado abstractas y el lector tenga algo más sólido a lo que agarrarse, vamos a ilustrar
ya algo de lo expuesto. Una de las confusiones denunciadas por Kripke (que deriva de
confundir cuestiones metafísicas con cuestiones epistemológicas) es la identificación entre

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el concepto de necesidad y el concepto de cognoscibilidad a priori. Según habíamos
afirmado, el concepto de necesidad es metafísico. Se utiliza ese concepto, por ejemplo,
para exponer la noción de propiedad esencial: conforme a la noción tradicional de esencia
(tematizada por Aristóteles en sus Tópicos), dado un objeto particular cualquiera x, hay
propiedades que x necesariamente tiene (le son esenciales) y otras que tiene
contingentemente (podría no tenerlas). Una propiedad que estamos inclinados a considerar
esencial –al menos en principio– es la humanidad. En efecto, Sócrates necesariamente es
humano, no podría no serlo. Pero la sabiduría de Sócrates no le es esencial sino
contingente: Sócrates podría no haber sido sabio.
Hemos comentado las nociones de esencia, necesidad y contingencia hablando de
Sócrates, la humanidad y la sabiduria. Es decir, hablando de la realidad extralingüística, no
del lenguaje; hemos usado expresiones lingüísticas –pues nos hubiera sido imposible no
hacerlo– pero no hemos hablado acerca de expresiones lingüísticas (no hemos mencionado
expresiones lingüísticas, tal como se dice técnicamente). Sin embargo, a partir de ese uso
podemos derivar un uso lingüístico del concepto de necesidad, de forma que éste se
predique de ciertas representaciones: de enunciados o bien de proposiciones.1 Si las
aseveraciones anteriores son correctas, podemos decir que el enunciado (1) es una verdad
necesaria (o que expresa una verdad necesaria):
(1) Sócrates es humano
mientras que el enunciado (2), aunque también es verdadero, expresa una verdad no
necesaria, sino meramente contingente:
(2) Sócrates es sabio.
Aunque ahora prediquemos la necesidad de una entidad lingüística –un enunciado–
no debemos olvidar que (siempre según nuestras intuiciones iniciales) esa predicación
depende de usos metafísicos de esos conceptos, relacionados directamente con objetos y
propiedades (Sócrates, humanidad, sabiduría), no con el lenguaje. Diríamos, pues, que (al
menos aparentemente) el concepto lingüístico (específicamente semántico, relacionado con
nociones lingüísticas como las de verdad y significado) de necesidad depende del concepto
metafísico de necesidad.
Además de clasificarse en necesarias y contingentes, las verdades pueden también
clasificarse según el modo en que pueden ser conocidas. Esta última clasificación es

1 Siguiendo el uso habitual, entenderemos que los enunciados son las oraciones
declarativas, aquellas oraciones que pueden ser verdaderas o falsas (en contraposición a
oraciones imperativas o interrogativas, por ejemplo). Una proposición es lo que un
enunciado, en cierto contexto de uso apropiado, expresa o dice. A grandes rasgos, la
proposición es lo que el enunciado significa (dejando de lado –para simplificar– otros
aspectos del significado: aquellos que distinguen a los enunciados de los otros tipos de
oración).

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epistemológica, concierne a la teoría del conocimiento. Una verdad a priori, o cognoscible
a priori, es un enunciado (o una proposición) verdadero que puede ser conocido
independientemente de la experiencia. Si su conocimiento requiere elementos empíricos,
decimos que se trata de una verdad a posteriori, o cognoscible sólo a posteriori.
Acabamos de indicar cómo atribuir carácter a priori o a posteriori a oraciones. Pero
también aquí podemos considerar que ese uso es derivativo de otros en que lo que
propiamente se califica como a priori o a posteriori es el modo en que un sujeto particular
conoce cierta oración (o proposición) particular. Decimos, por ejemplo, que tenemos
conocimiento a posteriori de que la Tierra es redonda, o que un sujeto ha llegado a conocer
a priori cierto teorema matemático.
Tenemos ante nosotros, por tanto, dos distinciones filosóficas. Una distinción
metafísica (verdades necesarias / verdades contingentes), y una distinción epistemológica
(verdades a priori / verdades a posteriori). Hemos presentado esas nociones desde una
perspectiva ya bastante kripkeana, de forma que a muchos lectores podrá parecerles muy
extraña la siguiente idea: la tesis de que el concepto de verdad necesaria y el concepto de
verdad a priori son enteramente coincidentes, son uno y el mismo concepto. Sin embargo,
esa tesis ha constituido uno de los presupuestos comunes en la tradición filosófica que ha
predominado durante, al menos, los últimos tres siglos. Un presupuesto enérgicamente
rechazado por Kripke. Ése será uno de los puntos cruciales de El nombrar y la necesidad;
la insistencia en que debemos distinguir ambas cosas: el concepto de verdad necesaria y el
concepto de verdad a priori. Nos extenderemos sobre estos asuntos en las secciones 3.2 y
3.3.
Distinguir lo necesario de lo a priori es, pues, una aportación fundamental de El
nombrar y la necesidad. Vamos a mencionar otro punto importante del libro,
estrechamente vinculado al anterior: la reivindicación del esencialismo aristotélico. Un
poco más arriba nos hemos referido a la diferencia entre propiedades esenciales de un
objeto (propiedades que el objeto no podría no tener) y propiedades no esenciales
(propiedades que el objeto tiene sólo contingentemente: podría no tenerlas). Lo
ilustrábamos con los ejemplos de la humanidad y la sabiduria, como casos de propiedad
esencial y propiedad contingente –respectivamente– de Sócrates. Al expresarnos de ese
modo estábamos asumiendo una concepción esencialista, porque suele denominarse
esencialismo a la doctrina que defiende la existencia de esa distinción (o bien esencialismo
aristotélico, en honor a su más ilustre partidario). Pues bien, también en la defensa del
esencialismo Kripke se ha opuesto a la tendencia mayoritaria de la filosofía de los últimos
siglos (especialmente la filosofía angloamericana). Esa tendencia ha cambiado
radicalmente en los últimas décadas, de forma que hoy las opiniones están mucho más
divididas, por no decir que la concepción esencialista tiene incluso más adeptos.

14
El nombrar y la necesidad ha sido uno de los factores más decisivos en ese cambio
de paradigma. Debemos decir, sin embargo, que no ha sido el único. Las posiciones
esencialistas también han sido apoyadas por los trabajos de otros filósofos que, juntamente
con Kripke, encabezan la nueva concepción sobre las relaciones entre el lenguaje y el
mundo que emerge durante los años 1965-1980, aproximadamente. Una concepción
denominada teoría de la referencia directa, que representan también Keith Donnellan,
David Kaplan y John Perry. Por lo que respecta a las implicaciones esencialistas acerca de
los géneros naturales derivadas de esa teoría (cf. nuestra sección 3.9), destaca entre ellos
Hilary Putnam (n. 1926); su artículo “El significado de ‘significado’” (1975) se considera –
junto con El nombrar y la necesidad– el escrito más representativo de las tesis metafísicas
asociadas a la teoría de la referencia directa.
Hay también otro filósofo digno de mencionarse: el británico David Wiggins (n.
1933), menos conectado con los autores anteriores, que configuran un movimiento de
filiación norteamericana principalmente. El esencialismo ha encontrado respaldo en su
minucioso y muy influyente libro Samenes and Substance (1980), en el que Wiggins
desarrolla una teoría metafísica de inspiración aristotélica. Aquí no podemos ocuparnos de
examinar esos otros elementos decisivos en el desarrollo de la metafísica modal
contemporánea. Restringiéndonos a Kripke, volveremos a la cuestión del esencialismo en
la sección 3.5, donde explicaremos también por qué los puntos de vista antiesencialistas
han sido fomentados por la confusión entre cuestiones metafísicas y cuestiones
epistemológicas, y particularmente por la equiparación entre lo necesario y lo a priori.
Hemos mencionado dos de las aportaciones importantes de El nombrar y la
necesidad, que iremos glosando más adelante (sobre todo en nuestro capítulo 3). Se trata de
(i) la distinción entre el concepto de necesidad y el concepto de cognoscibilidad a priori; y
(ii) la reivindicación contemporánea del esencialismo aristotélico. Conciernen a la
metafísica, aunque se relacionan también con las cuestiones sobre la delimitación de unos y
otros ámbitos de la filosofía (particularmente: metafísica y epistemología). Antes de acabar
esta primera sección, mencionaremos otra de las aportaciones fundamentales de esa obra,
ésta más relacionada con la filosofía del lenguaje (aunque también conectada con la
confusión entre lo metafísico y lo epistemológico).
En realidad, una gran parte de El nombrar y la necesidad versa sobre asuntos de
filosofía del lenguaje, básicamente sobre la semántica de los nombres propios. La tesis
principal de Kripke sobre los nombres propios es de carácter negativo; es resultado de sus
críticas a la teoría predominante entonces (en 1970, cuando Kripke imparte las conferencias
que constuituirán el libro): la teoría Frege-Russell, de la que nos ocuparemos en la sección
1.3 y en el capítulo 2. Pero algunos elementos de esa tesis pueden ser formulados bajo la
forma de una doctrina positiva. Cuando se hace así, la doctrina kripkeana (asimismo

15
defendida también por otros filósofos) se denomina externismo lingüístico (o también
antiindividualismo) y puede resumirse en la siguiente idea: el significado de algunos signos
de nuestros lenguajes –por ejemplo, los nombres propios– depende de entidades externas,
entidades que no residen en las mentes individuales de cada sujeto (explicaremos esa idea
en nuestra sección 3.8).
Aquí vamos a formular otra doctrina kripkeana positiva, muy cercana al externismo
aunque no enteramente coincidente. Propongo denominarla particularismo lingüístico. En
nuestras representaciones de la realidad (cuando escribimos, cuando hablamos, cuando
razonamos) algunos de los signos que utilizamos tienen una función referencial: mediante
ella singularizamos entidades particulares. Es una función propia de los términos
singulares, paradigmáticamente representados por los nombres propios. Esa función
referencial o singularizadora contrasta con la función predicativa o descriptiva, propia de
los predicados. El particularismo lingüístico sostiene que la función referencial no es
reducible o eliminable mediante otras funciones de nuestros sistemas de representación.
Dicho de otro modo, entre los elementos básicos que adecuadamente combinados
configuran nuestras representaciones (los “ladrillos” con los que se construyen nuestras
representaciones) hemos de incluir términos que hacen referencia irreduciblemente a
entidades particulares. (Usualmente las representaciones de que hablamos aquí son los
enunciados, y los términos singulares son los nombres propios.) Kripke destaca
especialmente por su defensa de esta tesis, sobre todo cuando las representaciones son de
carácter modal, es decir, cuando conciernen a cuestiones sobre necesidad y posibilidad.
En el contexto de la exposición del pensamiento de Kripke, el particularismo
lingüístico resulta quizá más relevante que el externismo. Así lo creo porque (siendo ambas
doctrinas que sintetizan aspectos esenciales de las argumentaciones de El nombrar y la
necesidad) el externismo está también asociado claramente a las obras de algunos de los
filósofos contemporáneos de Kripke (Putnam, por ejemplo, y –en el terreno de la filosofía
de la mente– otros muchos posteriormente, entre los cuales destaca Tyler Burge); el
particularismo me parece una tesis más específicamente característica de Kripke,
especialmente en su aplicación a enunciados sobre necesidad y posibilidad. También la
exposición y discusión del particularismo tendrá su ocasión, principalmente en la sección
3.4.
Hagamos recuento antes de continuar. He atribuido a Kripke tres posiciones cruciales
que resaltaré en esta exposición de su pensamiento: (i) la crítica a la equiparación entre el
concepto de necesidad y el concepto de lo a priori; (ii) la reivindicación del esencialismo
aristotélico; y (iii) la tesis del particularismo semántico. Al defender (i), (ii) y (iii) Kripke
se opone al paradigma dominante en el contexto filosófico de su tiempo. Dos autores

16
principales representantes de ese paradigma son Frege y Russell. Pero el paradigma está
también representado por un autor cronológicamente anterior: John Locke.

1.2. Locke, el oro, los tigres

John Locke (1632-1704) es uno de los autores que mejor ilustra la doctrina
antiesencialista que ha caracterizado luego a la tradición analítica en filosofía; la doctrina
rechazada por Kripke. En El nombrar y la necesidad no se menciona explícitamente a
Locke. Sin embargo, Kripke sostiene tesis claramente contrarias a Locke en la tercera de
sus conferencias, cuando aborda el tema de los géneros naturales, como el agua, el oro o las
especies animales (lo que Locke denomina substancias). Expondremos las ideas de Kripke
sobre esos asuntos en la sección 3.9. Pero las razones de fondo que subyacen a la teoría
lockeana han ejercido un gran influjo en los filósofos analíticos durante el siglo XX, sobre
todo en los filósofos empiristas. Así, sería muy conveniente ponerlas de manifiesto para
comprender mejor el contexto general de presuposiciones al que se hace frente en El
nombrar y la necesidad. Por ello dedicamos esta sección a presentar brevemente algunos
aspectos de la teoría de Locke sobre los géneros naturales, una teoría en la que se combinan
tesis epistemológicas, metafísicas y semánticas.
Entre los epistemólogos clásicos de los siglos XVII-XVIII, David Hume representa
una influencia quizá más nítida –y explícitamente reconocida, a veces– en algunos de los
más destacados filósofos analíticos de corte empirista en el siglo XX, como Russell,
Carnap y Quine. Además, esos tres autores son figuras capitales de la tradición Frege-
Russell que Kripke criticará (cf. nuestra sección 1.3). Pero es más aconsejable dirigir
nuestra mirada a Locke. Hume sustenta un empirismo más radicalizado que el de Locke, y
pasa algo parecido con las posiciones que mantienen –al menos en algunas etapas
representativas de sus respectivas trayectorias– Russell, Carnap y Quine. Pero algunas de
las bases en que se apoya la teoría de Locke son compartidas por Hume; en ese sentido, una
parte de la concepción lockeana es más general y engloba posiciones empiristas de un
espectro más amplio. Nos interesa tenerla en cuenta, porque el antiesencialismo que
combate Kripke no es específico del empirismo más radical, sino que está también muy
generalizado entre empiristas más moderados, e incluso entre filósofos no empiristas.
Locke, como los otros filósofos más relevantes de la Filosofía Moderna, se ocupa
preferentemente de la teoría del conocimiento. Es el tema de su obra central: el Ensayo
sobre el entendimiento humano (1690). No obstante, al final del segundo de los cuatro
Libros en que divide su Ensayo, dedicado a las ideas (noción fundamental en la
epistemología lockeana), Locke declara que “resulta imposible hablar con claridad y

17
distinción acerca de nuestro conocimiento, que consiste todo en proposiciones, sin
considerar, primero, la naturaleza, el uso y el significado del lenguaje” (Locke 1690, II.
xxxiii.19, p. 388 de la traducción española). Por lo cual, dedica el Libro III al estudio de las
palabras.
Para nosotros será relevante –sobre todo– atender a lo que afirma Locke sobre el
significado de cierto tipo específico de expresiones lingüísticas. Me refiero a los términos
para géneros naturales. Se incluyen en ese grupo términos de masa, como ‘oro’ y ‘agua’, y
algunos nombres comunes como ‘tigre’ o ‘vaca’. Esas expresiones se denominan así –
términos de género natural– porque guardan relación semántica (enseguida examinaremos
qué relación semántica guardan, según Locke) con entidades extralingüísticas –al menos,
aparentemente extralingüísticas– que son, respectivamente, substancias (el oro, el agua) o
especies animales (la especie de los tigres, la especie de las vacas); cada una de estas
entidades –cada substancia, cada especie– constituye supuestamente un género o clase
natural, un género cuya delimitación es objetiva, independiente de nuestros modos de
conocer y clasificar el mundo.2 En contraposición, un ejemplo de género no natural estaría
constituido por la clase de los martillos. Siendo los martillos cierto tipo de artefactos, la
pertenencia de algo a la clase de los martillos (que algo sea o no un martillo) no es
completamente independiente de los intereses y los avatares cognitivos humanos. Por
razones similares, tampoco los artistas plásticos ni los registradores de la propiedad
configuran géneros naturales.
Dejando de lado –momentáneamente– a Locke, preguntémonos qué podría significar
un término de género natural. ¿Qué significan, por ejemplo, las palabras ‘oro’, ‘agua’ o
‘tigre’? Muy pronto se nos ocurrirían dos tipos de entidades que quizá consideraríamos
candidatos a constituir el significado (o parte del significado) de esas expresiones
lingüísticas. Veamos cuáles son.
En primer lugar, reconocemos familiarmente casos particulares de esos géneros (es
decir, muestras de agua o de oro, o bien tigres particulares) basándonos en ciertas
propiedades superficiales que detectamos con relativa facilidad. El agua, por ejemplo, es –
cuando está libre de impurezas– incolora, inodora, insípida; y se encuentra habitualmente
en ríos, lagos, etc. Algo parecido podría decirse de los tigres (son cuadrúpedos, rayados) o
del oro (maleable, brillante). Por lo usual, este tipo de propiedades de esos géneros
naturales son propiedades macroscópicas observables. (Decimos macropropiedades para
marcar el contraste con las micropropiedades –propiedades sobre la estructura interna,
química o biológica– que mencionamos a continuación.)

2 El término inglés ‘kind’ es la expresión estándar que típicamente traducimos en este


contexto alternativamente como ‘género’ o como ‘clase’.

18
Nuestro saber acerca de los géneros naturales no se reduce a conocer que poseen tales
propiedades macroscópicas. Disponemos también de los resultados de la investigación
científica. Efectivamente, la ciencia nos proporciona hipótesis (bien respaldadas
experimentalmente) sobre la composición estructural interna del agua, el oro o las especies
animales. Nos revela o descubre ciertas micropropiedades de esos géneros, que
inicialmente estaban “ocultas” o no resultaban tan fácilmente observables.
Micropropiedades que, además, son causalmente “responsables” de que se posean también
muchas de esas otras macropropiedades observables (determinan causalmente esas
macropropiedades observables, por expresarlo de otro modo). La teoría química nos dice,
por ejemplo, que empleando medios de observación adecuados, cuando analizamos el agua
–libre de impurezas– encontramos moléculas compuestas por dos átomos de hidrógeno y
uno de oxígeno. Así pues tenemos, por una parte el término ‘agua’ y por otra algo así como
‘substancia constituida por agregados de moléculas, cada una de las cuales está compuesta
por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno’; esto segundo suele abreviarse mediante la
fórmula ‘H2O’. Otro ejemplo: el término ‘oro’ correlacionado con ‘el elemento químico
cuyo número atómico es 79’. Análogamente ocurrirá con la vinculación entre la especie de
los tigres y su descripción mediante una identificación de las características del genoma
que delimita exactamente a los miembros de esa especie.
La interpretación literal de esas afirmaciones científicas –conforme a la manera en
que nos las han transmitido los maestros, libros de texto, etc.– implicaría que esa
correlación es la identidad, es decir, que el agua es la substancia H2O, el oro es el elemento
químico cuyo número atómico es 79, y los tigres son los animales que poseen ciertas
características genéticas específicas (hoy todavía no conocidas con suficiente precisión).
¿Qué pasa si comparamos los dos tipos de propiedades asociadas a los géneros
naturales? ¿Son las macropropiedades observables o bien las micropropiedades
estructurales internas más determinantes o constitutivas de la naturaleza del género natural
en cuestión? Poniéndolo de otro modo: ¿en qué consiste ser agua? ¿en ser incolora,
insípida, inodora, ocupar los ríos y lagos, ...? ¿o en ser H2O? ¿Cuál de esas dos
descripciones recoge mejor la naturaleza –la esencia– del agua? Probablemente la mayoría
de nosotros estaríamos inclinados a responder en favor de las micropropiedades internas.
Éstas parecen mejores candidatos a ser consideradas las propiedades esenciales del agua, el
oro o los tigres. Las macropropiedades observables, superficiales (o al menos muchas de
ellas) resultarán quizá –más probablemente– propiedades meramente contingentes, que
algunos miembros del género natural podrían no poseer.
Pasemos ahora a preguntarnos por el significado. Lo más coherente con la respuesta
anterior será aceptar que el significado de ‘agua’ debe ser la substancia H2O (o al menos
que dicha substancia es parte del significado de ‘agua’). Parece que esa propiedad química

19
interna es semánticamente más relevante (a la hora de determinar el significado de ‘agua’)
que macropropiedades como incolora, insípida, etc. Lo mismo cabe decir, análogamente,
respecto a términos para otras substancias o para especies animales.
Volvamos a Locke. Vamos a resumir muy esquemáticamente cuál sería la postura de
Locke en relación con la problemática que hemos presentado. Este resumen asume una
interpretación de Locke que puede ser controvertida en algunos puntos. Después
introduciremos algunas precisiones y matizaciones. Locke coincidiría parcialmente con lo
que se ha dicho. Acepta que según nuestras intuiciones semánticas preteóricas tendemos a
creer que los términos de géneros naturales significan la estructura interna. Estructura
interna que es causalmente responsable de las macropropiedades superficiales que
asociamos también con el género. Ahora bien, según Locke, la reflexión filosófica nos
obligará a concluir que tal cosa no es posible, obligándonos a revisar aquellas intuiciones
preteóricas iniciales (enseguida indicamos por qué la reflexión conduce a esa tesis).
Consiguientemente, el significado de un término de género natural es algo más cercano a
las propiedades macroscópicas observables.
Por otra parte, en rigor esas propiedades macroscópicas superficiales no pueden ser
consideradas como propiedades que delimitan la esencia del género correspondiente. La
noción tradicional de esencia conlleva que las propiedades esenciales de algo son
metafísicamente objetivas, independientes de nuestros intereses clasificatorios y de
nuestras relaciones epistemológicas con el mundo. Pero las macropropiedades observables
superficiales de los géneros naturales no cumplen esas condiciones. Por dos razones:
i) porque son muy diferentes de un sujeto a otro y cambiantes con el tiempo
(precisamente para evitar suponer que el significado experimenta tales fluctuaciones
tendemos a creer que el término de género natural significa las micropropiedades
estructurales, que nos parecen más estables);
ii) porque esas macropropiedades observables están definidas en realidad por sus
efectos en nuestras mentes, por su capacidad para provocar en nosotros ciertas ideas, y en
consecuencia su delimitación no es independiente de nuestra vida cognitiva.
Por todo ello, Locke mantiene una posición antiesencialista respecto a los géneros
naturales. No cabe trazar una distinción objetiva (no derivada en realidad de nuestra
actividad como sujetos epistemológicos) entre propiedades esenciales y propiedades
contingentes del agua, el oro o los tigres.
Vayamos ahora con las precisiones y matizaciones. Primero, sobre la terminología.
Como sugeríamos anteriormente, Locke llama términos de substancias a lo que estamos
llamando términos de géneros naturales. Incluye pues entre las substancias las especies
animales. Esa discrepancia terminológica no ha de importarnos mucho. Es más importante

20
tener en cuenta cómo entiende Locke dos expresiones que maneja con frecuencia: ‘esencia
real’ y ‘esencia nominal’.
La esencia real correspondiente a un término de género natural es una constitución o
estructura interna específica, de la que dependen causalmente las propiedades (las
cualidades, según dice Locke) macroscópicas superficiales de los miembros de ese género.
En nuestra interpretación hemos asumido que tales esencias reales no son otra cosa que las
estructuras internas (químicas, biológicas) que las teorías científicas posteriores han
logrado identificar en algunas ocasiones. Es decir, hemos supuesto que, por ejemplo, la
esencia real del agua sería correctamente descrita mediante la fórmula ‘H2O’ o que la
esencia real del oro consiste en ser el elemento cuyo número atómico es 79. Esta lectura
tiene algunos inconvenientes,3 pero es la manera en que suele interpretarse
contemporáneamente a Locke (cf., por ejemplo, Mackie 1976, p. 78; García-Carpintero
1996, p. 119); las discrepancias exegéticas sobre este punto no afectan a nuestro proyecto
expositivo general, centrado en Kripke.
Por lo que respecta a la esencia nominal, Locke usa ambiguamente esa
denominación. En ocasiones llama ‘esencia nominal’ a la familia de esas propiedades
(cualidades) macroscópicas superficiales de los miembros de un género (causadas por la
esencia real). Es decir, se trataría –precisamente– de las propiedades observables mediante
las cuales clasificamos precientíficamente los géneros. Para el caso del agua, formarían
parte de su esencia nominal cualidades como ser insípida, incolora, estar en los ríos, etc.; en
el caso del oro, su esencia nominal contendría la brillantez, la amarillez, la solidez, la
maleabilidad.
Pero Locke usa más frecuentemente el concepto de esencia nominal para referirse no
a las cualidades que acabamos de mencionar, sino a las ideas en nuestra mente que esas
cualidades provocan. En este sentido, por ejemplo, la esencia nominal correspondiente al
oro consiste en una idea compleja (de oro) integrada por diversas ideas simples: idea de
brillantez, idea de amarillez, idea de solidez, idea de maleabilidad. Conviene mencionar
que según la epistemología de Locke esas entidades mentales de carácter subjetivo –las
ideas– son las únicas entidades que conocemos en sentido riguroso. De las cualidades
observables que las provocan tenemos un conocimiento indirecto, en cierta manera
secundario. Pero no tenemos ningún conocimiento, ni propio ni secundario, de las esencias
reales que –a su vez– son responsables causalmente de las cualidades observables.

3 Estructuras internas como la representada por la fórmula ‘H2O’ son descubribles


empíricamente. Sin embargo, Locke cree que la esencia real permanece intrínsecamente
desconocida para nosotros, por mucho que nos aproximemos a ella en nuestras
investigaciones empíricas. Afirma incluso que cada cualidad que podamos empíricamente
descubrir pasa a formar parte de la esencia nominal (Locke 1690, III. vi. 47).

21
Esas tesis tienen su correlato en las tesis lockeanas sobre el significado de las
palabras. Los términos de géneros naturales (como cualquier otra palabra) significan
primariamente ideas en la mente de quien los usa: su significación primaria es la esencia
nominal, concebida como idea compleja compuesta de otras ideas. Pero significan
secundariamente la esencia nominal, concebida en el otro sentido, como colección de
cualidades observables. Ni primaria ni secundariamente significan la esencia real. Así, si la
esencia real del agua es la substancia H2O, dicha substancia no forma parte de la
significación del término ‘agua’ (no forma parte de su significación primaria y tampoco
forma parte de su significación secundaria).
Llegados a este punto, es muy importante hacer otra advertencia sobre la
terminología que usa Locke. Como indicábamos unos párrafos más arriba, las propiedades
macroscópicas superficiales (es decir, la esencia nominal, en una acepción de esta
expresión) son –según Locke– dependientes de nuestros intereses clasificatorios; no quedan
delimitadas por la propia naturaleza ajena a los seres humanos. Por esa razón, dicha esencia
no tiene nada de oculta, ni es realmente algo esencial al género conforme al concepto
tradicional de esencia. Precisamente usa Locke el calificativo nominal para resaltar ese
hecho.
La esencia real quizá sí merece la denominación de esencia. Que Locke postule la
existencia de esencias reales es uno de los rasgos que hacen de él un empirista moderado
que –en contraste con otros empiristas posteriores, como Hume– puede ser clasificado
como realista (acerca de los géneros naturales). Lo más importante es que aunque la
esencia real merezca la denominación de esencia, nuestro lenguaje y nuestro pensamiento –
según Locke– no hacen referencia a dichas esencias, y la ciencia no las incluye como su
objeto de estudio (eso ha hecho que Locke también haya sido clasificado como
antirrealista). Las teorías científicas sobre el mundo exterior a nuestra mente sólo puede
proporcionarnos conocimiento de esencias nominales.4
Nos queda pendiente una cuestión. ¿Qué razones tiene Locke para afirmar que los
términos de género natural no pueden significar esencias reales, contrariamente a lo que
indican nuestras intuiciones iniciales? La argumentación de Locke depende de dos
principios fundamentales, que intervienen como premisas. Vale la pena que los
destaquemos, porque haremos referencia a ellos más adelante:
(a) El conocimiento implica certeza. Sólo podemos conocer aquello de lo que
tenemos certeza.

4 El lector puede quedar algo perplejo. Locke habla acerca de las esencias reales. Sin
embargo, sostiene que nuestro lenguaje no puede representar esencias reales. ¿No es esto
una contradicción? En Pérez Otero (2000) perfilo con más detalle esa paradoja y sugiero
una posible escapatoria, que mostraría por qué la posición de Locke no es incoherente.

22
(b) Transparencia del contenido representacional. Conocemos plenamente el
contenido de nuestras representaciones. Es decir, conocemos qué es lo que pensamos así
como lo que significan las palabras de nuestro lenguaje.
En opinión de Locke –y en concordancia con (a)– sólo tenemos conocimiento en
sentido estricto de las ideas que están en nuestra mente, pues sólo de ellas tenemos certeza.
No obstante, en línea con lo explicado más arriba, tenemos también conocimiento en un
sentido más laxo de aquellas propiedades que pueden estan representadas en nuestra mente
por alguna idea. Así, conocemos propiamente ideas en nuestra mente y conocemos
indirectamene, secundariamente las cualidades que éstas representan. Por ejemplo,
conocemos –directa o indirectamente– la esencia nominal correspondiente al agua (en los
dos sentidos en que puede entenderse la esencia nominal).
Ahora bien, Locke cree que el tipo de complejidad que confiere a las esencias reales
su carácter interno, “oculto”, hace que no podamos conocerlas; ni siquiera podemos
acceder cognoscitivamente a ellas en el sentido indirecto en que accedemos a las cualidades
que causan ideas en nuestra mente. Así, nuestra relación con el mundo externo (externo a
nuestra mente) tiene límites epistemológicos infranqueables, ya que las esencias reales,
causantes de las esencias nominales que conocemos, nos son desconocidas. En línea con
esas limitaciones, no podemos tener ideas que representen esencias reales.
El principio (b) implica que el significado de las palabras que usemos debe ser algo
que conozcamos. Acabamos de indicar que desconocemos las esencias reales de los
géneros naturales. Así concluye Locke que los términos de géneros naturales no pueden
significar esencias reales.
En la época de Locke era muy común abrazar el principio (a). Sin embargo, hace ya
mucho tiempo que la reflexión filosófica sobre el saber ha cambiado acerca de este punto;
los epistemólogos contemporáneos han renunciado mayoritariamente al principio (a). No
obstante, es probable que ese principio haya seguido ejerciendo implícitamente algún peso
en los razonamientos de los filósofos. Exploraremos esa hipótesis en el capítulo 6,
conectándola con la creencia de que todas las verdades necesarias son a priori (una de las
creencias rechazadas por Kripke).
Por lo que respecta a la transparencia del contenido –el principio (b)–, parece un
principio mucho más plausible. Si es falso, no resultará fácil mostrar cómo ha de ser
refutado. Pero el externismo derivado de las tesis kripkeanas (y defendido también por
otros filósofos) pone en duda este principio (b). Se examinará este debate en nuestras
secciones 3.8 y 6.2.

1.3. La tradición Frege-Russell sobre el significado de los nombres

23
¿Cuál es el significado de un nombre propio? Con esa pregunta se abre –en el seno de
la filosofía del lenguaje– un debate contemporáneo que comienza en el siglo XIX y se
prolonga hasta nuestros días. Aparentemente, se trata de preguntar sobre un ámbito
temático relativamente acotado; pudiera pensarse que las respuestas ofrecidas difícilmente
afectarán a asuntos fundamentales de la filosofía. Ésa es una de tantas apariencias
engañosas. Las repercusiones filosóficas de las diferentes respuestas van mucho más allá
del tema específico inicial de la pregunta, extendiéndose a otros temas de la filosofía del
lenguaje y de disciplinas filosóficas conexas: la epistemología, la lógica, la metafísica, la
filosofía de la mente. En el intento de construir una imagen del lenguaje que permita
responder apropiadamente nuestra pregunta diferentes autores han elaborado teorías acerca
de cuestiones tan diversas como el concepto de existencia, la relación entre el conocimiento
empírico y el conocimiento a priori, el análisis de las creencias, la naturaleza de las
convenciones lingüísticas y de las convenciones en general, los conceptos metafísicos
modales de necesidad, posibilidad y esencia, las capacidades representacionales de la
imaginación, la relación de identidad, la justificación epistémica y su transmisión, las
sensaciones, la relación entre una persona y el espermatozoide y el óvulo de los cuales
procede, la comunicación, la ficción o las presuposiciones.
Varios de esos temas son abordados por Kripke en su El nombrar y la necesidad.
Uno de los puntos de partida del libro es –en efecto– la relación semántica entre un nombre
propio y su denotación. Kripke se encomienda dos tareas centrales: argumentar que la
concepción vigente sobre qué significan los nombres propios es errónea y bosquejar los
líneas principales de una concepción alternativa.
La concepción vigente es lo que vamos a denominar concepción Frege-Russell, o
teoría Frege-Russell (así se refiere a ella Kripke en ocasiones), o también –por razones que
enseguida se harán manifiestas– concepción descriptivista. Gottlob Frege y Bertrand
Russell son dos de sus promotores principales, cronológicamente los más importantes (cf.
Frege 1892; Russell 1905, 1919). Pero conviene mencionar algunos otros destacados
filósofos posteriores que también han sostenido –con mayores o menores variaciones–
alguna versión de esa teoría.
Uno de los más influyentes ha sido Rudolf Carnap, que había elaborado una teoría
del significado y de la modalidad (los conceptos de necesidad y posibilidad) muy influida
por los análisis lógico-lingüísticos de Frege y del Tractatus Logico-Philosophicus (1921)
de Ludwig Wittgenstein. La teoría se presentaba en un libro de título muy cercano al de
Kripke: Meaning and Necessity (1947). También en este caso la segunda parte del título
indica el otro gran tema que en él se trata: el concepto de necesidad. De hecho, Carnap
representa mejor que ningún otro autor la concepción filosófica subyacente a las ideas

24
sobre necesidad y posibilidad vigentes mayoritariamente cuando Kripke entra en escena
con El nombrar y la necesidad. Explicaremos esas ideas –y sus fundamentos de fondo– en
el capítulo 3.
El lógico y filósofo Willard V. O. Quine también defiende la teoría descriptivista, así
como puntos de vista escépticos sobre la necesidad todavía más alejados de los de Kripke.
Merecerá la pena hacer algunas consideraciones sobre sus tesis semánticas y ontológicas
(cf. nuestras secciones 3.3, 3.5, 3.6 y 6.2).
Mencionemos finalmente a Peter Strawson (1919-2006) y John Searle (n. 1932),
otros dos filósofos adeptos a la posición descriptivista, aunque partidarios de una versión
algo diferente de la que sostenían Frege y Russell. La resumiremos al final de la sección
2.1. Ahora ocupémonos de presentar brevemente el marco general en el que se inscribe la
teoría Frege-Russell.
Para empezar, recordaremos y ampliaremos algunas observaciones sobre qué tipo de
expresiones lingüísticas son los nombres propios. Los nombres propios son las expresiones
que mejor ejemplifican la categoría de los términos singulares, también llamados a veces
términos referenciales. Un término singular nombra una determinada entidad particular,
singularizándola –individualizándola– de entre todas las otras entidades a las que
pudiéramos hacer referencia. El término singular ‘Sócrates’ (un nombre propio) nombra
una entidad específica: nombra a Sócrates. Lo mismo diremos respecto a otros nombres
propios, como ‘Madagascar’, ‘Aristóteles’, ‘Lewis Carroll’, ‘Nixon’, ‘Benjamin Franklin’,
‘Scorsese’ o ‘Newton’.
De la entidad nombrada por un término singular decimos que es la denotación del
término, o también su referente o su referencia; a veces se le llama también el portador del
nombre. Así, Sócrates es la denotación de ‘Sócrates’, es la entidad nombrada o denotada
por la expresión ‘Sócrates’.
Antes de seguir avanzando, es conveniente hacer algunas observaciones acerca de
ciertas simplificaciones o idealizaciones que vamos a asumir sobre los ejemplos de
nombres y enunciados que utilizaremos. Para empezar, pasaremos por alto el hecho de que
un mismo nombre propio puede aplicarse a varias cosas. Los filósofos del lenguaje se han
despreocupado tradicionalmente de esta cuestión, pensando que no resultaba
conceptualmente destacable. (La despreocupación ha sido excesiva, como se desprende del
ejemplo sobre ‘Paderewski’ comentado en Kripke 1979; cf. nuestra sección 5.2.)
En segundo lugar, ignoraremos también otro fenómeno, vinculado al anterior.
Algunos nombres propios tienen cierta articulación o estructura semántica. Por ejemplo,
algunos nombres están compuestos por un nombre de pila y uno o varios apellidos. Eso
puede resultar relevante a la hora de reconocer vínculos entre diferentes personas
nombradas por un mismo nombre (nombre que puede ser parte de otro nombre más

25
extenso). Así, ‘Scorsese’ nombra a Martin Scorsese y, de forma no casual, nombra también
a su madre. Pero trataremos indistintamente nombres como ‘Sócrates’ y ‘Scorsese’, por una
parte, y nombres como ‘Martin Scorsese’ y ‘Benjamin Franklin’, por otra.
Finalmente, tampoco nos preocuparemos de reflejar aspectos temporales en las
oraciones que pongamos como ejemplos. Enunciados como ‘Sócrates es filósofo’ deberán
entenderse en un sentido intemporal, más o menos equivalente a ‘Sócrates ha sido, es o será
filósofo’. Por esa misma razón, un enunciado de existencia –de los que hablaremos
enseguida– como ‘Sócrates existe’ no deberá interpretarse a la manera de ‘Sócrates está
vivo’ sino a la manera de ‘Sócrates ha existido, existe o existirá’.
Hemos afirmado que los nombres propios son términos singulares y que –como
tales– denotan o singularizan una entidad particular. Esas afirmaciones parecen
relativamente inocentes. Pero tienen algunos inconvenientes. ¿Son nombres propios
‘Sancho Panza’ y ‘Superman’? Muy probablemente daríamos una respuesta positiva. No
cabe duda de que son expresiones lingüísticas. Si consideramos que ‘Sócrates’, ‘Benjamin
Franklin’, ‘Scorsese’ y ‘Newton’ son nombres propios, entonces parecería poco razonable
sostener que ‘Sancho Panza’ y ‘Superman’ no lo son y pertenecen en cambio a alguna otra
categoría de expresiones lingüísticas; ¿a qué otra categoría pertenecerían?. Así pues, lo más
coherente con clasificar como nombres propios a ‘Sócrates’ y ‘Newton’ es clasificar de la
misma forma a ‘Sancho Panza’ y ‘Superman’. Sin embargo, es muy discutible que ‘Sancho
Panza’ nombre una entidad singular específica. Pasa lo mismo respecto a ‘Superman’. Esos
nombres no denotan nada, no tienen denotación.
Aquí nos enfrentamos a una problemática concreta: el significado que tienen las
expresiones lingüísticas que –por decirlo de algún modo– pertenecen a la ficción. ‘Sancho
Panza’ y ‘Superman’ son nombres de ficción. Esto se conecta estrechamente con la noción
de existencia y con el significado de los enunciados mediante los cuales atribuimos (o
negamos) existencia utilizando como sujeto gramatical un término referencial. Por ejemplo:
‘Sócrates existe’, ‘Sócrates no existe’, ‘Superman no existe’. Sobre el tema de la existencia
y de los nombres vacíos (los nombres que –aparentemente– no tienen denotación) trata
nuestra sección 2.3. No entraremos ahora en la discusión de esos asuntos.
Algunos de los inconvenientes relacionados con nombres de ficción se suavizan o
incluso se evitan definiendo de otra forma lo que es un término singular. En lugar de decir
que un término singular nombra una determinada entidad particular, podemos decir que un
término singular tiene como función (o como una de sus funciones) nombrar una
determinada entidad particular. Tener la función no implica que se cumpla siempre
satisfactoriamente. Eso abre la puerta a la posibilidad de reconocer (sin contradecirnos) que
puede haber términos singulares que no denotan nada, de la misma forma que puede haber

26
relojes –cuya función es marcar la hora– que, por un mal funcionamiento, no marcan la
hora o no la marcan bien.5
Naturalmente la función referencial o singularizadora contrasta con la función
descriptiva o predicativa. Ésta última se atribuye típicamente a expresiones globalmente
clasificadas como términos generales. Se cuentan como términos generales los verbos, los
adjetivos, los nombres comunes; en definitiva, aquellas expresiones lingüísticas que el
análisis lógico considera predicados.
Hasta aquí los únicos ejemplos de términos singulares que hemos mencionado han
sido nombres propios. Por supuesto, no son los únicos. ¿Qué otras expresiones lingüísticas
se consideran términos singulares? Para empezar, cierto tipo de expresiones deícticas,
también llamadas indéxicas, como por ejemplo: ‘yo’, ‘él’, o también ‘este niño’ y ‘aquella
pelota’.6
También hemos de tener en cuenta expresiones que Russell llamó descripciones
definidas: expresiones formadas por un artículo determinado singular (‘el’ o ‘la’) seguido
de un predicado (sintácticamente adecuado para ser combinado con el artículo). Éstos son
ejemplos de descripciones definidas: ‘el autor de El Quijote’, ‘el campeón del mundo de
ajedrez’, ‘el filósofo más grande de la antigüedad’, ‘el maestro de Alejandro Magno’, ‘el
inventor de la cremallera’.
Observamos, sin embargo, que algunas de estas otras expresiones lingüísticas
también incluidas entre los términos singulares contienen elementos predicativos. En
efecto, ciertas expresiones demostrativas (‘este niño’ y ‘aquella pelota’) y todas las
descripciones definidas contienen como parte un predicado. Por tanto, al mismo tiempo que
denotan algo lo describen. Dejaremos de lado las expresiones demostrativas, y nos
concentraremos en las descripciones definidas. El debate que ocupa muchas páginas de El

5 Para que esa estrategia sea factible, es necesario que podamos distinguir
coherentemente entre estas tres situaciones: (a) que una expresión denote una entidad
particular, cumpliendo así su función; (b) que una expresión tenga como función denotar
una entidad particular, pero no satisfaga esa función y por tanto no denote una entidad
particular; (c) que una expresión no denote una entidad particular, ni tenga como función
denotar una entidad particular. La idea es que los términos singulares son las expresiones
mencionadas en (a) o en (b). Las expresiones mencionadas en (c) no son términos
singulares.
La estrategia, por tanto, depende crucialmente de que tengamos una comprensión
cabal del concepto teleológico de función compatible con esas distinciones. La mejor
aproximación a una elucidación de dicho concepto se encuentra –en mi opinión– en Wright
(1976).
6 Son términos singulares indéxicos porque la entidad que denotan no depende sólo del
significado general que tiene la expresión, sino también de las circunstancias en que se
usan, entendiendo tales circunstancias en un sentido amplio. Por ejemplo, la persona
denotada por ‘yo’ depende de quién sea la persona que profiere el término
(específicamente: la persona denotada es quien profiere el término).

27
nombrar y la necesidad es sobre la relación entre nombres propios y descripciones
definidas.
Representemos esquemáticamente una descripción definida escribiendo ‘el F’ (la
expresión resultante de concatenar un artículo determinado singular, ‘el’ o ‘la’, con un
predicado, ‘F’, sintácticamente apropiado). Constatamos que cuando usamos una
descripción definida, ‘el F’, parte de lo que hacemos es describir o intentar describir algo:
lo describimos clasificándolo como F, como algo a lo que se le aplica el predicado F. Por
ejemplo, consideremos un uso normal y corriente del siguiente enunciado:
(1) El campeón del mundo de ajedrez es brillante
Mediante el enunciado (1) se describe a un individuo como brillante, en virtud del adjetivo
que aparece como predicado gramatical. Pero parece que también se describe a ese
individuo como campeón del mundo de ajedrez; es decir, se le describe aplicándole el
predicado contenido en la descripción definida que aparece como sujeto gramatical de la
oración.
A pesar de eso, mantenemos también la impresión de que la descripción definida nos
permite singularizar, denotar una única entidad. El nombre propio ‘Cervantes’ es un caso
paradigmático de expresión referencial, cuya denotación es Cervantes. Pero la descripción
definida ‘el autor de El Quijote’ denota asimismo al autor de El Quijote, es decir, denota
también a Cervantes. Quizá esta función referencial de las descripciones definidas no sea la
principal o no sea la única (porque debemos reconocer también la función descriptiva),
pero –aparentemente– también está presente. Por esa razón suelen incluirse las
descripciones definidas dentro del grupo de los términos singulares.7
Regresemos a la pregunta con que se abre esta sección: ¿Cuál es el significado de un
nombre propio? Después de las observaciones anteriores sobre los nombres propios, es
hora de abordar el otro tema de la pregunta: el significado.
Hemos especificado una noción relativamente neutral de denotación, señalando que
los términos singulares son aquellas expresiones lingüísticas cuya función es denotar. La
relación de denotar se ilustra claramente con nombres propios indicando –por ejemplo– que
el nombre propio ‘Sócrates’ nombra o denota a Sócrates.
(Esa noción relativamente neutral de denotación la aplicamos también,
tentativamente, a las descripciones definidas y podemos decir que ‘el F’ nombra o denota a
la única entidad que es F. Tenemos aquí algunas reservas porque no olvidamos que en las
descripciones definidas también reconocemos la presencia de la función predicativa.)

7 Russell, sin embargo, sostuvo que las descripciones definidas no son términos
singulares, por razones que mencionaremos en la sección 2.2. Pero no entraremos en esta
discusión. Un estudio filosófico pormenorizado del asunto se encontrará en Neale (1990).

28
Ahora bien, no podemos presuponer sin más justificación que la denotación de un
nombre propio sea precisamente su significado. (Y, por las reservas recién mencionadas,
todavía menos podemos presuponer sin justificarlo que la denotación de una descripción
definida sea precisamente su significado.)
Antes de aventurarnos más en esas especulaciones, convendrá trazar unas pinceladas
genéricas con intención de fijar algunos datos básicos sobre qué noción de significado está
implicada en nuestro debate.
En primer lugar, la palabra ‘significado’ tal y como se utiliza cotidianamente tiene un
campo semántico muy amplio. Incluso restringiéndonos al significado lingüístico –es decir,
al significado de expresiones de un lenguaje– ese campo cubre aspectos muy diversos. No
todos ellos son los que se pretende estudiar habitualmente cuando se hace filosofía del
lenguaje. Normalmente el análisis se centra en lo que se denomina a veces el significado
cognitivo, para desmarcarlo de nociones como la de significado emotivo, evaluativo o
estético. El significado cognitivo –frente a las otras posibles alternativas– concierne
meramente a la determinación del valor de verdad de los enunciados y a cuestiones
epistemológicas directamente relacionadas con dicho valor de verdad (su justificación, su
conocimiento).8
Una idea comúnmente aceptada –al menos desde Frege– es que el significado se
adscribe prioritariamente a las oraciones. Dicho de otro modo: la unidad fundamental de
significación es la oración. (Esta tesis es una versión de lo que suele llamarse Principio del
Contexto.) Expresiones lingüísticas que no son oraciones (por ejemplo, los nombres
propios o las descripciones definidas) tienen significado. Pero su significado debe verse,
hablando metafóricamente, como una forma de contribuir –y determinar– colectivamente
(es decir, conjuntamente con otras expresiones) al significado de las oraciones. (Esta otra
tesis es el Principio de Composicionalidad del significado.)
El Principio del Contexto puede clarificarse más si tenemos en cuenta una
perspectiva sobre el lenguaje propugnada, desde mediados del siglo XX, por autores como
Wittgenstein, Austin y Grice. Esos filósofos recomiendan estudiar el significado teniendo
en cuenta las acciones realizadas usando el lenguaje, es decir, las acciones lingüísticas. Se
constata que realizar una acción lingüística requiere proferir al menos una oración; proferir
sólo alguna expresión suboracional que no llegue a ser una oración no es usar propiamente
el lenguaje como tal. En ese sentido, proferir una expresión suboracional (como un nombre
propio) es llevar a cabo una acción que sólo puede ser considerada lingüística si se
contempla como parte de una acción global mayor: proferir una oración completa, de la que
la expresión suboracional es parte componente. Todavía puede sintetizarse más: usar el

8 Un valor de verdad –o valor veritativo– es cada una de las dos posibles propiedades
(la verdad y la falsedad) que típicamente puede poseer un enunciado.

29
lenguaje es usar oraciones. Todo esto redunda en que la unidad semántica fundamental es
la oración.9
La metáfora anterior (que ilustra el Principio de Composicionalidad del significado),
aplicada a los nombres propios, quiere decir –a grandes rasgos– lo siguiente: sea lo que sea
el significado de un nombre propio habrá de ser algo de lo que dependa (parcialmente) el
significado de los enunciados en que aparece el nombre propio. Resumimos esto diciendo
que el significado del nombre propio es su contribución a determinar el significado de los
enunciados en que aparece. Lo mismo vale para las descripciones definidas y las otras
expresiones suboracionales. Si pensamos que el significado de un enunciado es la
proposición que expresa, los significados de las partes de un enunciado deben verse como
partes constituyentes de la proposición expresada.
Una consecuencia de la composicionalidad del significado es ésta: si dos expresiones
lingüísticas significan lo mismo, entonces sustituir una por la otra dentro de un enunciado
no afectará al significado del enunciado; el significado del enunciado se preservará
invariable ante una sustitución de ese tipo. Ilustremos esto con un ejemplo. Hemos
indicado que el significado de un nombre propio, como ‘Lewis Carroll’, es –en cierta
manera– derivativo del significado de enunciados, por ejemplo del significado del
enunciado (2):
(2) Lewis Carroll escribió Alicia en el país de las maravillas
Ahora bien, el poeta y lógico matemático Lewis Carroll tenía otros nombres propios,
además de su conocido seudónimo. El nombre ‘Charles L. Dodgson’ también denota a
Carroll. Pues bien, el Principio de Composicionalidad del significado implica esta tesis:
sea cual sea el significado del nombre propio ‘Lewis Carroll’, si ese significado es idéntico
al significado de ‘Charles L. Dodgson’ entonces el enunciado (2) significa lo mismo que el
enunciado (3):
(3) Charles L. Dodgson escribió Alicia en el país de las maravillas
En particular, si –como tesis general– los nombres propios significan su denotación (es
decir, si un nombre propio significa lo que nombra, lo que denota), entonces el enunciado

9 Son pertinentes dos observaciones. La primera es meramente terminológica.


Siguiendo el uso estándar en filosofía del lenguaje, incluimos como casos de proferir una
expresión lingüística no sólo aquellos en que la expresión se emite oralmente, sino también
aquellos en que la expresión se escribe.
La otra observación es para matizar lo que se ha dicho en el texto. El concepto de
oración aquí invocado se entiende de manera que incluya expresiones lingüísticas
sintácticamente incompletas como oraciones pero que proferidas en cierto contexto resultan
equivalentes a uno oración. Por ejemplo: alguien pregunta ‘¿quién ha cogido el libro del
cajón?’, y otra persona responde ‘yo’. Es obvio que quien dice ‘yo’ realiza una acción
lingüística. Pero realizar acciones lingüísticas requiere proferir al menos una oración. En
ese contexto, ‘yo’ funciona como una oración, aproximadamente equivalente a ‘yo he
cogido el libro del cajón’.

30
(2) significa lo mismo que el enunciado (3). Eso se sigue del hecho de que –bajo esa
hipótesis– ‘Lewis Carroll’ y ‘Charles L. Dodgson’ significan lo mismo (dado que denotan
lo mismo) y del principio de composicionalidad del significado.
Recordemos, no obstante que estamos meramente describiendo las consecuencias de
diferentes hipótesis posibles. No hemos establecido que el significado de un nombre propio
sea su denotación. Eso será objeto de discusión más adelante.
Otra idea muy común es que el significado está conceptualmente conectado con la
verdad. Teorías anteriores a la tradición Frege-Russell habrían propuesto identificar el
significado con entidades subjetivas internas a nuestra mente, entidades asociadas con –o
provocadas por– el uso de las palabras. Locke ilustra esa visión del lenguaje (cf. nuestra
sección anterior). Frege es uno de los primeros filósofos que critica tajantemente ese punto
de vista. El significado se concibe como algo intersubjetivo, socialmente compartido.
Además, como algo estrechamente vinculado con la noción de verdad, noción que se
concibe –a su vez– de forma realista: la delimitación de lo verdadero y lo falso no depende
de nuestras representaciones o creencias; la verdad es independiente de nuestra posición o
nuestra actividad como sujetos epistemológicos. Frege defiende enérgicamente ese punto
de vista. Los autores posteriores en la tradición analítica –incluyendo a Kripke– no difieren
en lo sustancial respecto a este punto.10
La conexión significado-verdad podría resumirse así: el significado es un factor que
conjuntamente con el mundo (que interviene como otro factor) determina la verdad o la
falsedad de lo que decimos y de lo que pensamos (de los enunciados que proferimos y de
las representaciones mentales que utilicemos como vehículo o medio de expresión de
nuestro pensamiento).
En realidad, para ser más exactos la conexión que estamos mencionando se establece
propiamente entre el concepto de significado y el concepto de condiciones de verdad. Este
concepto aparece explícitamente por primera vez en Frege (1893), y desde entonces es
moneda corriente en la filosofía del lenguaje y la lógica. Las condiciones de verdad (o la
condición de verdad, como también se dice a veces) de un enunciado son condiciones que
deben cumplirse para que el enunciado sea verdadero. Pueden verse conforme a esta
metáfora: son condiciones que el enunciado “impone” al mundo como requisito para que el
mundo corresponda con lo que dice el enunciado (es decir, como requisito para que el

10 Debemos hacer una matización. La verdad –según esa concepción asumida por
Kripke y por sus adversarios– no depende de forma interesante de nosotros. Pero sí
depende de formas triviales (o relativamente triviales). Por ejemplo, la verdad del
enunciado ‘la Tierra es redonda’ depende de un hecho independiente de nosotros: que la
Tierra sea redonda; pero depende también de un hecho sobre nuestro lenguaje: que ese
enunciado signifique que la Tierra es redonda.

31
enunciado sea verdadero). Si el mundo, tal y como es realmente, cumple con dichas
condiciones, entonces el enunciado es verdadero. Si no las cumple, el enunciado es falso.
Si dos enunciados tienen las mismas condiciones de verdad, entonces su valor
veritativo también será compartido. Sin embargo, la afirmación inversa no es correcta. Los
enunciados (4) y (5) tienen el mismo valor veritativo (ambos son verdaderos):
(4) Aristóteles es filósofo
(5) Hay más rusos en Rusia que en el puerto de Málaga
pero no tienen las mismas condiciones de verdad. La condición que (4) impone al mundo
para ser verdadero es diferente a la condición impuesta por (5). La condición asociada a (4)
es que Aristóteles sea filósofo (la verdad de (4) depende de que Aristóteles sea filósofo). La
condición asociada a (5) es que el número de rusos en Rusia sobrepase el número de rusos
que hay en el puerto de Málaga (la verdad de (5) depende de que en Rusia haya más rusos
que en el puerto de Málaga).
Los vínculos entre significado y condiciones de verdad son tan estrechos que algunos
filósofos han defendido que el significado –o el sentido– de un enunciado consiste
justamente en eso: su significado coincide con sus condiciones de verdad. Wittgenstein
propuso esa tesis en el Tractatus. Y muchos otros autores han aceptado esa propuesta
(siguiendo la estela de Wittgenstein, o atribuyendo esa idea genéricamente a la tradición
lógico-semántica originada con Frege).
Reflexionando sobre qué es el valor de verdad o sobre qué son las condiciones de
verdad de los enunciados, es probable que apoyemos la idea de que el significado de un
nombre propio es su denotación. Eso puede plantearse del siguiente modo: ¿de qué
dependen los valores de verdad de los enunciados en que aparece el nombre ‘Aristóteles’?
Dependerán de propiedades semánticas de las diferentes partes componentes.
Concentrémonos pues en la parte que nos interesa: el nombre ‘Aristóteles’. ¿De qué
entidad semánticamente relacionada con el nombre ‘Aristóteles’ depende la verdad o
falsedad de los enunciados en que aparece ese nombre?
(Esa pregunta es aproximadamente equivalente a cualquiera de estas dos: ¿cuál es la
contribución del nombre ‘Aristóteles’ a determinar los valores de verdad de los enunciados
en que aparece? ¿cuál es la contribución del nombre ‘Aristóteles’ a las condiciones de
verdad de los enunciados en que aparece?)
Parecería que la respuesta ha de ser ésta: de Aristóteles. Los enunciados ‘Aristóteles
es sabio’, ‘Aristóteles sabe cantar’, ‘Aristóteles está paseando’, ‘Aristóteles amaba a los
perros’ versan sobre Aristóteles, y se diría que su verdad o falsedad depende (por lo que
respecta al nombre ‘Aristóteles’) de Aristóteles, de que Aristóteles tenga las propiedades o
atributos correspondientes. Pero Aristóteles es precisamente la denotación de ‘Aristóteles’.
Parece, por tanto, que lo que importa de un nombre propio en relación con las condiciones

32
de verdad es su denotación. Eso apoya la intuición de que un nombre propio significa su
denotación (asumiendo que la conexión entre significado y condiciones de verdad sea muy
estrecha).
La identificación del significado de un nombre propio con su denotación estaba
representada paradigmáticamente por John Stuart Mill (1806-1873). Con posterioridad, esa
tesis se ha conocido también como teoría ‘Fido’-Fido. Fido es un perro y ‘Fido’ es su
nombre. La expresión ‘Fido’-Fido sintetiza la idea de que el significado del nombre propio
(el significado de ‘Fido’) es la cosa nombrada (es Fido). Veremos que a esta tesis intuitiva
se opondrá la concepción descriptivista Frege-Russell. Y, puesto de forma esquemática, la
teoría de la referencia directa –propugnada por Kripke y otros autores de su generación–
supone un retorno a las posiciones de Mill.
El último dato fundamental acerca del significado que nos interesa destacar es que la
noción de significado está también íntimamente relacionada con el concepto de
comprensión lingüística. Al usar un lenguaje comprendemos el significado de sus
expresiones. El significado debe ser algo que comprendemos; quizá incluso debe ser
aquello que comprendemos.11
Según indicábamos antes, la tradición analítica asume que la noción de verdad no es
subjetiva o psicológica. Pero la noción de comprensión sí introduce conceptos psicológicos
o intencionales. (Eso no tiene por qué implicar inevitablemente algún tipo de subjetivismo
que resulte indeseable en la teoría del significado.) A veces suele usarse la expresión
significación cognitiva para referirse al significado enfatizando este aspecto (sus aspectos
psicológicos o intencionales). En inglés el contraste terminológico es algo mayor:
‘meaning’, traducido habitualmente como ‘significado’, frente a ‘cognitive significance’.
Condiciones de verdad y comprensión lingüística son –por consiguiente– elementos
centrales involucrados en la teorización sobre el significado. Las dos perspectivas
mencionadas (la que resalta la conexión entre significado y condiciones de verdad, por una
parte; la que resalta la conexión entre significado y comprensión, por otra) introducirán una
tensión fundamental en todas las teorías del significado. Esa tensión no afecta sólo a la
tradición Frege-Russell. También afecta a la concepción alternativa que, explícita o
implícitamente, se deriva de la obra de Kripke. La tensión se relaciona con el argumento

11 La última condición es más exigente que la anterior. Aunque comprendamos el


significado, pudiera ser que hubiera aspectos del significado que –en cierta manera–
sobrepasaran nuestra comprensión; es decir, pudiera haber diferencias en significado que,
desde el punto de vista de lo que podemos captar o comprender, no pudieramos conocer (o
que no conociéramos meramente en virtud de conocer el significado). La segunda
condición debe entenderse de forma que descarte esa posibilidad: si el significado se
identifica con (no es más que) aquello que comprendemos, entonces no puede haber
diferencias en significado si no hay diferencias en posible comprensión. (En términos
técnicos, se dice que –en ese caso– el significado superviene sobre la comprensión.)

33
dualista kripkeano (del que tratará nuestro capítulo 4), y con algunos matices diferenciales
entre las posiciones adoptadas en El nombrar y la necesidad y en Kripke (1979). Éste
último artículo se aparta todavía más de la concepción Frege-Russell y se aproxima más
explícitamente a la teoría contraria que defendiera Mill.
Gran parte de lo dicho hasta aquí en esta sección dibuja un panorama muy general de
la tradición Frege-Rusell. Un panorama relativamente neutral con respecto a la controversia
en la que entrará Kripke. Para presentar esa tradición ha sido conveniente aproximarnos a
ella exponiendo primero cierta terminología, así como ciertos conceptos y tesis necesarios
para familiarizarnos mínimamente con el marco general de discusión. Es el mismo marco
general al que pertenece Kripke. Por ello, esos conceptos y tesis son compartidos –
mayoritariamente– por Kripke. Las diferencias de fondo se presentarán a continuación.
Recordemos tres de los elementos presentes en el debate: el significado, los nombres
propios y las descripciones definidas. Otra tesis de la concepción Frege-Russell es
compartida también por la mayoría de los filósofos, incluyendo a Kripke:
El significado de una descripción definida no es su denotación
Así, el significado de ‘el F’ no es el único objeto que es F. La idea tras esta tesis es que el
carácter predicativo o descriptivo de la descripción definida (su función descriptiva, que –
de alguna manera– acompaña a su función referencial) debe quedar incorporado en su
significado. Si decimos que el significado de ‘el autor de El Quijote’ es simplemente su
denotación (Cervantes) entonces no parece que se cumpla esa condición, dado que
Cervantes es una entidad particular no un atributo.
Aunque esa tesis es compartida todavía por Kripke, nos prepara el terreno para
apreciar la importancia de una segunda tesis característica de la teoría Frege-Russell. Esta
otra tesis es rechazada por Kripke y podemos considerarla como la aseveración principal
que sintetiza la teoría Frege-Russell:
El significado de un nombre propio es el significado de una descripción
definida
asociada con ese nombre
Podemos poner esa tesis en otros términos. Dado que dos expresiones cualesquiera
tienen el mismo significado justamente cuando son sinónimas, la afirmación anterior
establece que cada nombre propio es en realidad sinónimo de una descripción definida.12
Otra manera de explicar lo que defiende la teoría Frege-Russell (sintetizada en esa tesis
central) es trayendo a colación las funciones referencial (propia de los términos singulares)

12 Debe aclararse que hablamos aquí de sinonimia cognitiva, entendida en sentido


correlativo al de significado cognitivo indicado unos párrafos más arriba. Al traducir un
poema, por ejemplo, el traductor está interesado es captar aspectos del significado que
exceden (o, en todo caso, que son diferentes a) los que serían relevantes si meramente
pretendiera conservar la sinonimia cognitiva.

34
y predicativa (propia de los términos generales). La teoría Frege-Russell sostiene que la
función referencial es reducible o eliminable en favor de la función descriptiva. Esta última
sería –probablemente– una función esencial y básica en todo lenguaje; pero la función
referencial no lo sería. Cuando nos representamos entidades particulares (cuando nos
representamos a Cervantes, por ejemplo) lo hacemos siempre inevitablemente mediante
alguna manera de describirlo que lo singulariza. Y esa manera de describirlo es parte
esencial (y única) del significado de ‘Cervantes’.
¿Por qué defienden algunos filósofos del lenguaje una tesis así? Nuestro próximo
capítulo está destinado a intentar responder esta pregunta. En forma resumida, la respuesta
sería la siguiente. Hay tres enigmas o problemas teóricos relacionados con los nombres
propios. La teoría Frege-Russell conseguiría resolver satisfactoriamente esos tres enigmas,
empleando para ello su tesis central así como algunas otras tesis auxiliares. Por otra parte,
resulta difícil construir una teoría alternativa sobre el significado de los nombres propios
que tenga un éxito comparable al afrontar esos tres problemas. En particular, parece que la
teoría de Mill (la teoría ‘Fido’-Fido, que identifica el significado del nombre con la cosa
nombrada) no los resuelve.
El propio Kripke es consciente de esa situación y se opone a la teoría Frege-Russell
discutiendo explícitamente sobre esos tres enigmas.

35
Capítulo 2
TRES ENIGMAS EN LA AGENDA

Cuando Kripke habla en El nombrar y la necesidad de la teoría Frege-Russell que se


dispone a combatir reconoce tres ventajas aparentes que posee dicha teoría sobre sus
potenciales rivales. Reconoce así implícitamente que una concepción alternativa también
debería estar a la altura.
Las tres ventajas consisten en que la concepción Frege-Russell dispone de medios
para resolver tres enigmas acerca de los nombres propios. Éstos son los tres enigmas:
(I) La cuestión del valor informativo de los enunciados de identidad que contienen
nombres propios.
(II) La conexión entre un nombre propio y su denotación.
(III) El enigma de los enunciados de existencia que contienen nombres propios.
En realidad, Kripke no pretende haber presentado en El nombrar y la necesidad una
teoría alternativa que resuelva también satisfactoriamente cada uno de esos tres enigmas.
La concepción desarrollada en ese libro sólo explicaría apropiadamente –y de forma no
detallada– la cuestión (II). El problema (I) –y otros estrechamente vinculados a él– es
abordado por Kripke en su artículo posterior: “Un enigma sobre la creencia” (1979). En
relación con (III), encontramos algunos breves comentarios en diversos pasajes de El
nombrar y la necesidad y Kripke manifiesta su intención de ocuparse de ello en alguna otra
ocasión. En 1973 Kripke impartió unas conferencias sobre ese tema tituladas “Reference
and Existence”; pero, hasta la fecha, Kripke no ha decidido publicarlas.
Eso no implica que la concepción kripkeana (sobre los nombres propios y sobre el
concepto de necesidad) sea comparativamente inferior a su contrincante. Si las objeciones
de Kripke a la teoría Frege-Russell son correctas, eso constituye un argumento global de
mucho peso contra esa teoría, incluso si ésta resolviera aparentemente los enigmas (I), (II)
y (III). En el próximo capítulo exponemos esas objeciones y los fundamentos filosóficos de
la concepción kripkeana alternativa. Este capítulo se dedica a exponer con más
detenimiento los enigmas (I), (II) y (III), así como la forma en que la teoría Frege-Russell
los solucionaría.
En esta exposición introduciremos algunas matizaciones en la caracterización de la
teoría Frege-Russell, y precisaremos algunos datos sobre la atribución a diferentes autores
(Frege, Russell, Strawson, Searle) de las tesis centrales que definen la teoría (matizaciones
y precisiones que –en aras de la simplicidad– hemos dejado de lado en la última sección).

36
2.1. Los nombres de Venus. Valor informativo

Aunque no hay nombres propios para todas las cosas, algunas cosas tienen más de un
nombre. Efectivamente, diferentes nombres pueden nombrar un mismo individuo. Lo
habíamos constatado –en la sección anterior– mencionando el caso de Lewis Carroll, que
es la denotación del nombre ‘Lewis Carroll’ y también del nombre ‘Charles L. Dodgson’.
Recurriremos ahora a un ejemplo diferente, utilizado originalmente por Frege. El planeta
Venus posee también estos otros dos nombres: ‘Héspero’ y ‘Fósforo’.
Partiendo pues de esa premisa (‘Héspero’ y ‘Fósforo’ denotan lo mismo),
consideremos este par de enunciados:
(1) Héspero = Héspero
(2) Héspero = Fósforo
¿Qué dice el enunciado (2)? ¿qué es lo que significa? Una posible respuesta
consistiría en esto: lo que (2) dice o significa es que un cierto objeto, Héspero, es idéntico a
un cierto objeto, Fósforo. Si eso es lo que (2) significa, entonces debemos aceptar –
análogamente– que lo que (1) dice o significa es que un cierto objeto, Héspero, es idéntico
a un cierto objeto, Héspero. Ahora bien, Héspero es el mismo objeto que Fósforo. Así pues,
esa respuesta implica que (2) significa lo mismo que (1). Además, implica que lo que dicen
–cualquiera de los dos enunciados– es que un cierto objeto guarda la relación de identidad
consigo mismo.
Hay un inconveniente en esa respuesta. Existe una diferencia notable entre (1) y (2).
El enunciado (1) es trivialmente verdadero. Cualquier persona que se pregunte por dicho
enunciado sabe que es verdadero (cualquier persona que sea un usuario competente del
lenguaje). En ese sentido, diríamos que nadie adquiere nuevos conocimientos cuando sabe
lo que dice (1). El saber de un sujeto no se ve incrementado gracias a (1). Expresaremos ese
hecho indicando que el valor cognitivo o valor informativo de (1) es nulo; (1) no tiene
ningún valor cognitivo o informativo.
Si dirigimos nuestra atención al enunciado (2), constatamos que no se le aplica lo que
acabamos de aseverar acerca de (1). El valor informativo de (2) no es nulo. Llegar a
conocer lo que dice (2) puede suponer que un sujeto adquiera cierto conocimiento que
antes no poseía.
Esa diferencia no implica que los enunciados (1) y (2) tengan diferente significado.
Ello dependerá de cómo se relacione el significado con esa otra noción: el valor
informativo. Lo que constatamos, de momento, es que (1) y (2) son –al menos
aparentemente– diferentes en valor cognitivo o informativo. Por cierto, será conveniente
recordar algo reseñado en la sección 1.3. El significado está conectado con la comprensión,
el significado es algo que comprendemos. Esa conexión se resalta llamando también al

37
significado significación cognitiva. Y la noción de significación cognitiva es
aproximadamente equivalente a la de valor cognitivo.
De todas formas, podemos plantear el enigma que nos interesa sin presuponer que (1)
y (2) significan cosas distintas. Bastaría asumir que difieren en valor informativo. En
realidad, el problema podría plantearse concentrándonos en el enunciado (2) meramente
(aunque auxiliarnos con (1) ayuda a contemplar el problema desde una perspectiva más
amplia).
A enunciados con la forma de (1) o de (2) se les denomina enunciados de identidad.
La forma de los enunciados de identidad puede representarse mediante alguno de estos dos
esquemas:
(3) a = a
(4) a = b
Los enunciados (1) y (2) tienen la forma, respectivamente, de (3) y de (4).
Usualmente, los enunciados de identidad con la forma de (4) pueden ser
informativos. Hemos indicado que eso es lo que sucede con (2). Cuando esos enunciados
son verdaderos –es también el caso de (2)– se plantea este problema general: ¿cómo
pueden resultar informativos tales enunciados? Todos sabemos trivialmente que cada
objeto es idéntico a sí mismo. Sabemos –dicho de otra forma– que la relación de identidad
es reflexiva. Pero entonces, ¿cómo puede aportarnos conocimiento un enunciado verdadero
que tiene la forma de (4)? Aparentemente, el enunciado dice que cierto objeto, a, es
idéntico a cierto objeto, b. Pero se trata del mismo objeto. Así pues, ¿qué información
aporta el enunciado en cuestión? Esto es lo que Frege llamó el problema de la identidad.
La concepción Frege-Russell sobre el significado de los nombres propios ofrece una
solución. La propuesta central de esa concepción consistía en identificar el significado de
un nombre propio y el significado de una descripción definida asociada con ese nombre (cf.
nuestra sección 1.3). Asociamos típicamente con un nombre propio alguna descripción
definida, la cual nos permite identificar al individuo denotado por el nombre describiendo a
dicho individuo. La clave para resolver el enigma de los enunciados de identidad será que,
normalmente, asociamos descripciones definidas diferentes a nombres propios diferentes.
Si un enunciado con la forma de (4), a = b, es informativo, la explicación reside en lo
siguiente. Asociamos con el nombre propio ‘a’ una descripción definida, ‘el F’, diferente a
la descripción definida, ‘el G’, que asociamos con ‘b’. Aunque ambas descripciones
definidas denotan lo mismo, eso no resulta trivial; por tanto, llegar a saber que el único
objeto que posee el atributo F es idéntico al único objeto que posee el atributo G conlleva
adquirir nuevo conocimiento.
Apliquémoslo al caso del enunciado (2) inicial, ‘Héspero = Fósforo’. Cada uno de
esos dos nombres propios fueron introducidos por primera vez en determinadas

38
circunstancias históricas. Venus es el último cuerpo celeste que (en ciertas épocas del año y
desde ciertas latitudes) se ve brillar en el firmamento antes de que la luz del amanecer
impida que veamos brillar a ningún otro astro que no sea el Sol. Y el nombre ‘Fósforo’ se
introdujo para denotar a ese cuerpo celeste, identificado de esa manera. Pero resulta que
Venus es también el primer cuerpo celeste que se ve brillar en el firmamento cuando la luz
solar, en su declinar al atardecer, ya no nos impide contemplar otros astros. El nombre
‘Héspero’ se introdujo para denotar a ese cuerpo celeste, identificado de esa otra manera.
Las maneras de identificar el planeta son diferentes, pero –según sabemos hoy– el planeta
es el mismo. Cuando se utilizaron inicialmente ambos nombres propios no se sabía que
denotaban realmente uno y el mismo cuerpo celeste. De ese modo, llegar a saber que (2) es
verdad constituye (constituyó, en efecto) un logro cognitivo, una adquisición de nuevo
conocimiento.
¿Qué dice entonces –según esta teoría– el enunciado (2)? Simplificando, podemos
resumir las dos descripciones que acabamos de indicar mediante, respectivamente, ‘el
lucero matutino’ y ‘el lucero vespertino’. La teoría señala, por tanto, que ‘Fósforo’
significa lo mismo que ‘el lucero matutino’ y ‘Héspero’ significa lo mismo que ‘el lucero
verpertino’. Por consiguiente, el enunciado (2) significa lo mismo que el enunciado (5):
(5) el lucero vespertino = el lucero matutino
Este enunciado tiene valor informativo, pues su contenido no consiste en que cierto objeto
es idéntico a si mismo, sino que afirma que el único objeto que es el lucero vespertino es el
único objeto que es el lucero matutino, y dicha información no es trivial.
Como corolario, resulta también –naturalmente– que (1) y (2) difieren en significado.
(1) significa lo mismo que el enunciado (6):
(6) el lucero vespertino = el lucero vespertino
Lo que dice este enunciado (6) –en contraste con (5)– es trivialmente verdadero; (6) carece
de valor informativo. Justamente eso sucedía con (1).
Frege, el autor del que procede fundamentalmente la concepción que estamos
glosando, argumentó en favor de esa concepción a partir de reflexiones como las que
hemos presentado. Estos razonamientos le condujeron a desarrollar una teoría general del
significado de carácter dual. Su obra más relevante a este respecto es una pieza clásica de la
historia de la filosofía: “Sobre sentido y referencia” (Frege 1892). Probablemente es el
escrito fundacional más importante de la tradición filosófica analítica.
El carácter dual de la teoría fregeana se manifiesta en el hecho de que las expresiones
lingüísticas mantienen dos tipos de relación semántica básica con entidades
extralingüísticas. Una de esas dos relaciones puede ser asimilada a la relación de denotar.
Los términos singulares, entre ellos los nombres propios y las descripciones definidas,
tienen denotación. Su denotación es lo que Frege llama Bedeutung, que suele traducirse

39
como referencia (cf. nuestra sección anterior). Las cinco expresiones siguientes coinciden
en denotación o referencia, pues nombran todas el mismo planeta: ‘Venus’, ‘Héspero’, ‘el
lucero matutino’, ‘Fósforo’, ‘el lucero verpertino’. No olvidemos, por otra parte, que la
denotación de una expresión lingüística es asimismo aquello de lo que depende la verdad o
falsedad de los enunciados; es la contribución a determinar los valores de verdad de los
enunciados en que aparece la expresión (también ésta es una idea fregeana).
Aunque esos términos singulares comparten la denotación o referencia, hemos
reconocido que había diferencias notables. ‘Héspero’ y ‘Fósforo’ identificaban o denotaban
de manera distinta el mismo planeta. Y esta diferencia acarrea una diferencia entre el valor
informativo de (1), que es nulo, y el valor informativo de (2), que no es nulo. Frege
introduce aquí la noción de sentido (Sinn). El sentido del término singular es precisamente
el modo en que el término presenta o denota su referencia. En general, el sentido de una
expresión lingüística es un modo de presentación de la referencia de esa misma expresión;
es un modo de presentación vinculado a esa expresión pero que puede ser diferente al de
otras expresiones que tengan la misma denotación.
Una vía para clarificar qué es el sentido consiste en señalar cierta analogía con la
referencia. Según acabamos de recordar, la denotación de una expresión lingüística es
aquello de lo que depende la verdad o falsedad de los enunciados en que aparece la
expresión. Es perfectamente coherente con la motivación por la que Frege postula el
concepto de sentido decir que el sentido de una expresión lingüística es aquello de lo que
depende el valor informativo de los enunciados en que aparece la expresión. El sentido es,
pues, la contribución de una expresión a determinar el valor informativo o cognitivo de los
enunciados en que aparece. Eso implica, por ejemplo, que si ‘Héspero’ y ‘Fósforo’ tuvieran
el mismo sentido, entonces el valor informativo de (1) sería idéntico al valor informativo de
(2). Precisamente, se explica que (2) sea informativo –que difiera en valor informativo de
(1)– apelando al hecho de que ‘Héspero’ y ‘Fósforo’ difieren en sentido.
De una expresión lingüística se dice que denota o refiere a su referencia, y que
expresa su sentido. Simplificando las cosas considerablemente, diremos que en la teoría de
Frege el significado es el sentido.13 Eso vale en general, no sólamente aplicado a términos
singulares: el significado de un enunciado se identifica con su sentido, y éste se identifica
con el valor cognitivo o informativo del enunciado (prevalece, por tanto, la perspectiva que
contempla el significado como significación cognitiva).
Ahora estamos en condiciones de apreciar mejor la imagen global del significado
derivado de la tesis central de la concepción Frege-Russell. La tesis establecía que un

13 Sin asumir esa simplificación diríamos que para Frege el significado es


prioritariamente el sentido, pero la referencia también es semánticamente relevante. Por eso
su teoría es dual.

40
nombre propio significa lo mismo que una cierta descripción definida asociada al nombre.
Así pues el nombre propio y la descripción definida comparten el sentido (que otro nombre
u otra descripción que denoten lo mismo posiblemente no compartan). Por ejemplo:
‘Héspero’ y ‘Fósforo’ no comparten el sentido, porque ‘Fósforo’ tiene el mismo sentido
que ‘el lucero matutino’, mientras que ‘Héspero’ tiene el mismo sentido que ‘el lucero
vespertino’ (y es manifiesto que ‘el lucero matutino’ no comparte el sentido con ‘el lucero
verpertino’; estas dos expresiones presentan su denotación de modos distintos).14
Frege utiliza diversas metáforas para clarificar su concepto de sentido. El sentido es
un camino que conduce desde el signo (la expresión lingüística) hasta lo designado (su
referencia, su denotación). Según hemos visto, dos caminos (sentidos) diferentes pueden
conducir a un mismo punto (referencia). Además, el sentido determina la referencia. Un
camino (un modo de presentación, un sentido) determina el punto de llegada (lo
presentado, la referencia). Sabemos que lo contrario no es verdad: la referencia de un
término no determina el modo en que puede ser presentada, puede haber muchos modos de
presentarla (muchos caminos que conduzcan a ella).
La tesis central de la concepción Frege-Russell (la tesis de que un nombre propio
significa lo mismo que una cierta descripción definida) resuelve también un potencial
inconveniente. El sentido de un signo presenta la entidad denotada por el signo
describiéndola de cierta manera. Esa idea y metáforas como la del camino (desde el signo
hasta la referencia) resultan relativamente inteligibles cuando el signo en cuestión es una
descripción definida. Por ejemplo, podemos entender qué quiere decir que ‘el lucero
matutino’, ‘el autor de El Quijote’ o ‘el campeón del mundo de ajedrez’ presenten su
referencia describiéndola o predicando algo de ella. En efecto, ‘el lucero matutino’ presenta
a Venus como la única entidad que tiene cierto atributo: ser el último cuerpo celeste que se
ve brillar en el firmamento antes de que la luz del amanecer impida que veamos brillar a
ningún otro astro que no sea el Sol. También ‘el autor de El Quijote’ presenta su
denotación describiéndola, la describe como entidad que escribió El Quijote. Y ‘el
campeón del mundo de ajedrez’ describe su referencia como alguien que es jugador de
ajedrez.
Podemos desconocer cuál es la referencia de una expresión (podemos ignorar quién
escribió El Quijote, o quién es el campeón mundial de ajedrez). Pero, en principio y al
menos potencialmente, el sentido nos permitiría llegar a averiguarlo: como el sentido
describe la referencia, podríamos usar los atributos de la descripción para “recorrer” el

14 Sería un error creer que por el mero hecho estar ante dos expresiones lingüísticas
diferentes estamos ante diferentes modos de presentar la referencia. Dos expresiones
sinónimas entre sí llevarán asociadas el mismo modo de presentación aunque sean
expresiones diferentes.

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camino hasta dar con la referencia (examinando cada objeto para comprobar –recurriendo a
los datos que sean pertinentes: registros historiográficos, habilidades ajedrecísticas,
resultados de competiciones oficiales, etc.– si es o no el único objeto que satisface la
descripción).
Ahora bien (éste es el potencial inconveniente), parece que la idea de que el sentido
describe la denotación o que es un camino que conduce hasta ella resulta extraña cuando la
expresión lingüística es un nombre propio. ¿Cómo describe ‘Aristóteles’ a Aristóteles?
¿Qué camino descriptivo conduce desde ‘Aristóteles’ hasta Aristóteles?
Inconvenientes de este tipo fomentan la intuición de Mill, a la que nos referimos en la
sección anterior: la idea de que el significado de un nombre es meramente la cosa que
nombra. Ninguna entidad descriptiva entre nombre y cosa nombrada es semánticamente
relevante.
Decir que el nombre propio significa en realidad lo mismo que una descripción
definida evita ese inconveniente (sin renunciar a la idea antimilliana de que también un
nombre propio presenta descriptivamente su referente). Los usuarios de un nombre propio
asociamos al mismo muchas propiedades que creemos conocer sobre su denotación.
Alguna de esas propiedades es –en cierta manera– preferente o predominante y nos permite
construir una descripción definida que tomamos como sinónima del nombre. Por ejemplo,
algunas personas asociarán prioritariamente con el término ‘Aristóteles’ la descripción ‘el
maestro estagirita de Alejandro Magno’, o quizá ‘el filósofo más grande de la antigüedad’,
o ‘el autor de La Metafísica’. Así es como ‘Aristóteles’ describe a (conduce hasta) su
denotación. Es equivalente a una descripción, y entendemos cómo es que una descripción
presenta lo que denota.
Todo esto debe llevarnos a hacer una reflexión de fondo. La metáfora del camino es
también apropiada para resaltar nuestras diferentes perspectivas cognitivas con respecto al
sentido y a la referencia. Según Frege, podemos desconocer cuál es la referencia de una
expresión lingüística; pero siempre –si somos usuarios competentes del lenguaje–
conocemos su sentido (el camino). Ante una expresión lingüística determinada, podríamos
–según indicábamos una líneas más arriba– llegar a conocer su referencia “recorriendo” el
camino (el sentido) que nos proporciona su sentido. Eso es posible porque el significado (el
sentido, el camino) lo conocemos desde el principio, como sujetos que comprendemos el
lenguaje.
Esto es plenamente coherente con el principio de transparencia del contenido
representacional, mencionado en la sección 1.2. El principio establecía que conocemos
plenamente el contenido de nuestras representaciones (tanto lo que pensamos como lo que
significan las palabras de nuestro lenguaje). La teoría de Frege sobre el sentido implica –en
efecto– un principio de transparencia del sentido, muy similar al anterior: un usuario

42
competente del lenguaje sabe si dos expresiones comparten o no el sentido. Los ejemplos
que venimos mencionando muestran claramente que no sería válido un principio análogo
aplicado a la referencia: podemos ignorar si ‘Aristóteles’ y ‘el maestro de Alejandro
Magno’ comparten o no la referencia. Esa perspectiva apoyaría la idea de que el significado
–si debe ser transparente– debe identificarse con el sentido, no con la denotación.
También convendrá tener muy presente otra idea clave, relacionada con esas
afirmaciones aunque de carácter algo más impreciso. La transparencia del significado
resulta más patente cuando se trata del significado de expresiones descriptivas o
predicativas. Cuando nos hemos preguntado por el significado de un término singular, que
aparentemente tendría una función puramente singularizadora o referencial (por ejemplo,
‘Aristóteles’), la concepción Frege-Russell sugiere que el término equivale a una
descripción definida, que aparentemente tendría una función singularizadora pero también
una función descriptiva. Y es el carácter descriptivo de la descripción lo que clarifica la
idea de que el sentido presenta la denotación y la idea de que el camino (que conocemos
transparentemente) conduce hasta la referencia. (Estas consideraciones serán relevantes
cuando discutamos –en la secciones 3.8 y 6.2– el particularismo semántico y el externismo
que –según decíamos al final de la sección 1.1– se derivan de la teoría defendida por
Kripke y pueden entrar en conflicto con el principio de transparencia del contenido
representacional.)
Antes de concluir esta sección será interesante añadir a lo ya dicho dos
puntualizaciones de cierta importancia.
La primera concierne al alcance de lo que se ha denominado el problema de la
identidad, es decir, el problema del valor informativo de los enunciados de identidad
verdaderos. En realidad, ese problema no es más que una versión particular de un problema
más general. El problema, en la versión restringida que hemos examinado, residía en que
parecía difícil de entender cómo podía tener valor informativo un enunciado como (2):
(2) Héspero = Fósforo
El enunciado –aparentemente– predica la identidad de un objeto consigo mismo. Pero ya
sabemos que todos los objetos son idénticos a sí mismos. Por tanto, no vemos qué valor
cognitivo puede contener (2).
Para resaltar que (2) tiene valor informativo, lo contrastábamos con el enunciado (1):
(1) Héspero = Héspero
el cual –aparentemente– dice lo mismo que (2), pero tiene un valor informativo nulo.
Traer a colación el enunciado (1) y su diferencia respecto a (2) no era estrictamente
necesario para mostrar el problema de la identidad; aunque –según dijimos– ayudaba a
contemplar el problema desde una perspectiva más amplia. Es hora de ampliar la
perspectiva. El contraste entre (1) y (2) sí que es necesario para enmarcar el problema de la

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identidad dentro de un fenómeno más general. El contraste consiste en que (1) no tiene
valor cognitivo, pero (2) sí lo tiene. Una forma más abstracta de describir la situación
consiste en decir que (1) y (2) difieren en valor cognitivo. En ese caso, puede formularse
nuevamente el problema en estos términos: ¿cómo pueden diferir en valor cognitivo o
informativo dos enunciados que (puesto que sólo difieren en expresiones que, sin embargo,
tienen la misma denotación) aparentemente dicen lo mismo?
Pero una vez constatado que esa pregunta es también una manera apropiada (y más
general) de plantear el problema de la identidad, nos percatamos de que el problema de
fondo no concierne meramente a enunciados de identidad. Se plantea igualmente para otros
muchos pares de enunciados, como por ejemplo, (7) y (8):
(7) Héspero es un planeta habitado
(8) Fósforo es un planeta habitado
el único requisito para poner de manifiesto el enigma es el que se indica en la pregunta
anterior: hemos de considerar dos enunciados que sólo difieran en que uno contiene un
término singular diferente al que contiene el otro enunciado en su lugar, aunque ambos
términos singulares compartan la denotación. Nuevamente, la cuestión –aplicada a este
caso– es: ¿cómo pueden diferir en valor cognitivo dos enunciados –(7) y (8)– que
aparentemente dicen lo mismo, ya que predican la misma propiedad (ser un planeta
habitado) del mismo objeto (Venus)?
Esa generalización del problema del valor informativo de los enunciados de identidad
no acarrea ninguna complicación para la teoría Frege-Russell. Es muy razonable suponer
que si la solución que se ha presentado al problema de la identidad en su versión restringida
es satisfactoria, entonces también será una solución apropiada para resolver el problema
más general sobre diferencias de valor informativo.
La segunda puntualización es más importante. Para resolver el problema de los
enunciados de identidad informativos verdaderos la teoría Frege-Russell propone que dos
nombres propios correferenciales (es decir, que comparten la referencia o denotación)
pueden tener diferente significado. Así se explica, por ejemplo, que el enunciado (2) no sea
trivial. Pero propone también que esa diferencia en significado existe porque cada nombre
propio es sinónimo de una descripción definida diferente y ambas descripciones no son
sinónimas entre sí. Esta estrategia tiene como consecuencia que un enunciado de identidad
construido con un nombre propio y la descripción definida que comparta el significado con
ese nombre deberá ser trivial, o carente de valor cognitivo.
Pongamos algún ejemplo. Si la descripción definida que asociamos con ‘Héspero’ y
es sinónima de este nombre es ‘el lucero vespertino’, entonces el enunciado (9):
(9) Héspero = el lucero vespertino

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no puede tener ningún valor informativo. Un resultado así podría parecer aceptable, pero se
revela insatisfactorio cuando consideramos cómo afecta a otros muchos nombres propios.
Consideremos nuevamente el nombre ‘Aristóteles’. Quien pretenda que ‘Aristóteles’ es
sinónimo de alguna descripción definida, seguramente debería poder especificar
efectivamente alguna descripción así. Por tanto, se compromete con la tesis de que algún
enunciado con la forma de (10)
(10) Aristóteles = el F
es verdadero pero carece de valor informativo. El problema es que parece completamente
implausible encontrar una descripción definida que satisfaga esa condición. Seguramente
no se cumple para ninguna de las descripciones que se nos puedan ocurrir: ‘el maestro
estagirita de Alejandro Magno’, ‘el filósofo más grande de la antigüedad’, ‘el autor de La
Metafísica’. Y esto que pasa con ‘Aristóteles’ pasa igualmente con la mayoría de los
nombres propios que usamos habitualmente. ¿Qué descripción definida es sinónima de
‘Sócrates’, o de ‘Scorsese’, o de ‘Benjamin Franklin’?
El concepto de verdad analítica permitirá plantear el problema en otros términos
(aunque sin modificar sustancialmente el fondo del asunto). Un enunciado analítico –o
analíticamente verdadero– es un enunciado que es verdadero meramente en virtud del
significado (el significado de las expresiones que lo integran). Los enunciados verdaderos
no analíticos son sintéticos. Esa idea de analiticidad aparece tematizada (con formulaciones
diferentes) en las obras de diversos filósofos (Kant, Frege, Carnap) y ha sido objeto de
discusión en el seno de la filosofía del lenguaje durante el siglo XX. Casi todas las
definiciones de las verdades analíticas son cercanas a la que acabamos de ofrecer. Para ser
más exactos, nuestra definición debe entenderse (en consonancia con la concepción usual
de la analiticidad) del siguiente modo: un enunciado es analíticamente verdadero si y sólo
si comprender el significado de las expresiones que lo integran es suficiente para llegar a
saber que es verdadero.
Una verdad analítica no tiene por qué ser trivial (ésa es la opinión mayoritaria de los
filósofos que han escrito sobre el tema de la analiticidad; una excepción notable es Kant).
Comprender lo que se sigue del significado quizá requiera una ardua labor de reflexión.
Pero, en cualquier caso, la verdad de un enunciado analítico debe quedar determinada
enteramente por el significado.
La concepción Frege-Russell, al proponer que los nombres propios sean sinónimos
de descripciones definidas, implica que los enunciados de identidad correspondientes
(construidos con un nombre y la descripción asociada) son analíticos. Por ejemplo, el
enunciado (9) será analítico. Y será también analítico algún enunciado con la forma de
(10).

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Otra opinión común acerca de las verdades analíticas es que son verdades necesarias
y son cognoscibles a priori. Hemos introducido esas nociones en la sección 1.1.
Recordemos que un enunciado es necesariamente verdadero cuando, además de ser
verdadero, es imposible que sea falso (el resto de enunciados verdaderos son sólo
contingentemente verdaderos); un enunciado se conoce a priori si se conoce
independientemente de la experiencia (de otro modo, se conocerá a posteriori).
Si enunciados del tipo de (9) o (10) son analíticos han de ser necesarios y
cognoscibles a priori. También esto es problemático. Por lo que respecta a (9), es dudoso
que conozcamos al margen de la experiencia que Héspero es el lucero vespertino. Es
todavía más implausible que (9) sea una verdad necesaria; ¿acaso no podría otro planeta
haber sido el primero en verse brillar por la tarde en lugar de Héspero ?
En relación con (10), consideremos un caso concreto de ese esquema. Por ejemplo, el
enunciado (11):
(11) Aristóteles = el maestro estagirita de Alejandro Magno
Seguramente (11) es una verdad que no puede conocerse a priori. Además, ser el maestro
estagirita de Alejandro Magno es una propiedad contingente de Aristóteles, y por tanto (11)
no es una verdad necesaria sino contingente.
Estos problemas se relacionan con algo que el lector probablemente ya se habrá
preguntado. ¿Qué determina cuál es la descripción definida que comparte significado con
un nombre propio? Con toda probabilidad, habrá diferencias marcadas entre un sujeto y
otro a la hora de asociar una descripción con un nombre. Habrá diferencias incluso entre un
sujeto y ese mismo sujeto en diferentes momentos de tiempo.
Para resolver este tipo de inconvenientes, Strawson y Searle han propuesto una
modificación fundamental en la concepción Frege-Russell, aunque sin renunciar a su
carácter descriptivista. La función referencial de los nombres propios depende de su
función descriptiva. Como diría Searle, describir es anterior a nombrar, porque un nombre
sólo nombra describiendo el objeto que nombra. Ése es el núcleo central de la concepción
descriptivista. Pero la relación de dependencia es más complicada de lo que supone la
teoría descriptivista en su versión tradicional (la versión Frege-Russell estricta). Según la
versión Strawson-Searle, el nombre propio no se asocia a una única descripción definida.
Pero sí está analíticamente asociado a un racimo o cúmulo [cluster] muy numeroso de
diferentes descripciones definidas. De alguna manera, esa familia de descripciones
definidas proporciona (muestra) el significado del nombre, tal y como se suponía en la
versión inicial que lo mostraba una única descripción asociada al nombre.
La intuición que hace razonable esa propuesta es la siguiente. Para cada propiedad
particular que creamos que identifica unívocamente a Aristóteles (maestro estagirita de
Alejandro Magno, autor de La Metafísica, filósofo más grande de la antigüedad, etc.),

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tenemos la impresión de que el vínculo en cuestión es contingente y sólo puede conocerse a
posteriori. Por ello, ninguna verdad como (11) nos parece analítica. Ahora bien, cuando
consideramos todas esas propiedades conjuntamente quizá nos parece que Aristóteles ha de
poseer alguna de ellas. Parecería que es necesario y cognoscible a priori que Aristóteles
cumpla una u otra de esas propiedades (que cumpla muchas de ellas, en realidad). La
intuición (apoyada por esta teoría del racimo de descripciones, tal y como se la conoce) es
que si suponemos que Aristóteles no cumple ni una sola de las propiedades que le
atribuimos, entonces nuestro uso del nombre ‘Aristóteles’ pierde cualquier anclaje mínimo
con el mundo y se torna una expresión completamente vacía, ininteligible.
La familia o racimo de descripciones que se asocia con un nombre propio tiene
límites imprecisos. No está definido con nitidez qué descripciones cuentan y cuáles no.
Además, algunas descripciones pueden tener más peso que otras; y también habría
vaguedad o cierta indeterminación en la adjudicación de los diferentes pesos que puede
tener una descripción. En una primera reflexión esto pudiera ser considerado un defecto de
la teoría. Pero resulta justamente al contrario. Para empezar, ya no resulta problemático
aceptar que de un sujeto a otro haya algunas diferencias en la familia de descripciones que
cada uno asocia preferentemente con un nombre propio. Si no hay una delimitación exacta
de las descripciones asociadas a un nombre, desaparece la motivación que pudiéramos
tener para exigir que las diferentes familias de descripciones que dos sujetos asocian con el
nombre sean exactamente coincidentes. Quizá sea razonable exigir que sean similares
(dada la naturaleza comunitaria del significado), pero no hay razones para creer que no
vayan a serlo.
Otra consecuencia de esa imprecisión es que no hay criterios descriptivos estrictos
para la aplicación de los nombres propios. No existen condiciones descripivas necesarias y
conjuntamente suficientes que determinen con precisión bajo qué circunstancias debe
llamarse ‘Aristóteles’ a un objeto. De aquí puede derivarse, a su vez, una cierta tesis sobre
la ineliminabilidad de los nombres propios. Según la teoría descriptivista tradicional la
función referencial se reduciría a la función descriptiva, de forma que cada nombre propio
sería eliminable en favor de descripciones. Así lo ha defendido explícitamente Quine (cf.
nuestra sección 6.2). Según la teoría descriptivista en versión racimo es verdad que la
función referencial depende siempre de la función descriptiva (todo nombrar implica
describir; no hay individualización sin descripción). Pero como las descripciones asociadas
a un nombre son varias y no hay precisión sobre cuáles son, sería imposible eliminar el
nombre propio poniendo en su lugar descripciones definidas. ¿Qué descripciones usamos
exactamente para sustituir el nombre ‘Aristóteles’? Es cierto que nombrar algo implica
describirlo. En ese sentido la función referencial no se cumple independientemente de la

47
función descriptiva. Pero tenemos aquí un sentido en que la función referencial de los
nombres no es reducible o eliminable en favor de la función descriptiva.
La concepción descriptivista en su versión racimo pretende tener la misma virtud
explicativa que tenía la teoría descriptivista en su versión tradicional (también solucionaría
correctamente el problema de los enunciados de identidad informativos verdaderos),
aunque –como hemos señalado– evitaría el problema al que hemos hecho referencia y que
motiva precisamente esta modificación. La teoría del racimo de descripciones también
conservaría las virtudes explicativas de la teoría tradicional en relación con los otros dos
enigmas resueltos –supuestamente– por ésta: el problema (II) y el problema (III).
Examinamos esos enigmas en nuestras dos secciones siguientes.

2.2. La relación que conecta un nombre con su denotación

Cualquier teoría sobre el lenguaje debe reconocer que hay un vínculo conceptual
estrecho entre significado y denotación. Entre otras cosas, debe existir un vínculo porque
de la denotación de un nombre propio depende la verdad o falsedad de los enunciados en
que aparece el nombre. Y el significado de un enunciado es algo muy cercano a las
condiciones de verdad del enunciado (cf. la sección 1.3).
Efectivamente, parte de la pregunta por el significado de un nombre propio es una
pregunta por la relación que conecta el nombre con su denotación. En realidad, El nombrar
y la necesidad contiene pocas referencias explícitas al concepto de significado. Kripke
habla frecuentemente de temas algo más específicos, como –por ejemplo– éste que nos
ocupa: la conexión entre un nombre propio y su denotación.
Cabe abordar este tema partiendo de un problema teórico, que puede plantearse con
formulaciones diversas: ¿Qué condiciones deben darse para que exista la relación de
denotar (o referir) entre un nombre propio y cierta entidad particular? ¿Cómo se establece
la conexión entre el nombre propio y el referente? En definitiva, se trata de inquirir por las
condiciones definitorias de la relación de referir cuando el primer término de dicha relación
es un nombre propio (aquí se usa un sentido tradicional de ‘término’, no como algo
equivalente a ‘expresión lingüística’). Si ‘X’ es un nombre propio y B es la referencia de
‘X’, ¿qué condiciones son determinantes de que ‘X’ tenga como referencia a B? Éste es el
problema (II), según la numeración del comienzo de este capítulo.
La teoría Frege-Russell niega que el significado de un nombre propio sea lo que el
nombre denota. No obstante, esa teoría (como cualquier teoría semántica razonable)
reconoce que significado y denotación están conceptualmente ligados.

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Según la teoría Frege-Russell (particularmente en la versión que sostenía el propio
Frege; cf. la sección 2.1) el significado (el sentido) de un nombre propio es algo de
naturaleza descriptiva, pero que determina unívocamente la denotación del nombre. El
significado (el sentido) determina –dado cómo es el mundo– la denotación (la referencia).
Así, por ejemplo, suponiendo que el significado de ‘Aristóteles’ fuera el mismo que el
significado de ‘el maestro estagirita de Alejandro Magno’, dicho significado determina que,
dado que Aristóteles fue el maestro estagirita de Alejandro Magno, Aristóteles sea la
denotación de ‘Aristóteles’. Aristóteles es la denotación de ‘Aristóteles’ porque Aristóteles
es el único individuo que satisface el atributo de ser el maestro estagirita de Alejandro
Magno.
Suponiendo que optáramos por la teoría del racimo, el resultado sería similar, aunque
haciendo intervenir no una única descripción sino una familia de descripciones. Aristóteles
es la denotación de ‘Aristóteles’ porque Aristóteles es el único individuo que posee un
número suficientemente alto –aunque no especificado con precisión– de las propiedades a
las que se alude en la familia de descripciones vinculada al nombre.
En esencia, este resumen contiene la respuesta que la teoría Frege-Russell ofrece al
problema de la conexión entre nombre y denotación. En la siguiente cita, Kripke expone el
problema y, además de sintetizar la solución descriptivista, reconoce que la tesis de que el
nombre significa meramente la cosa nombrada (la tesis de Mill; cf. nuestra sección 1.3)
tiene aquí una dificultad:

Permítaseme dar un ejemplo de alguno de los argumentos que parecen


concluyentes en favor de la posición de Frege y Russell. El problema básico
para cualquier tesis como la de Mill es el de cómo podemos determinar qué
cosa es el referente de un nombre tal y como lo usa un hablante particular. De
acuerdo con la concepción descriptivista, la respuesta es clara. Si ‘Joe Doakes’
es sólo una abreviatura de ‘el hombre que corrompió a Hadleyburg’, entonces
quienquiera que haya corrompido a Hadleyburg, y que haya sido el único en
hacerlo, es el referente del nombre ‘Joe Doakes’. Pero, si no hay tal contenido
descriptivo en el nombre, entonces ¿cómo puede la gente ser capaz de usar
nombres para referirse a cosas? [...] Frege y Russell, entonces, parecen dar la
explicación natural de cómo se determina en este caso la referencia; Mill no
parece dar ninguna.
(Kripke 1980, pp. 36-37).

Vamos a detenernos en algunos aspectos de esa solución descriptivista, haciendo


explícita la estructura lógica de las descripciones definidas (que hasta ahora habíamos
presupuesto).
En los ejemplos que venimos utilizando hemos asumido una parte del análisis que
propuso Bertrand Russell sobre las descripciones definidas. Como sabemos, una
descripción definida tiene esta forma: ‘el F’. Dicha descripción denota al único objeto que

49
es F. En cierta manera, eso viene implicado por la denominada teoría de las descripciones
de Russell. La teoría establece una definición contextual de las descripciones definidas. Eso
quiere decir que la teoría especifica qué significan los enunciados en que aparece una
descripción definida. La definición asevera que el enunciado esquemático ‘el F es G’
significa exactamente que
a) Hay al menos un individuo que es F,
b) Hay a lo sumo un individuo que es F, y
c) Todo individuo que es F es G
Resumiendo las dos primeras cláusulas y formulando de otra manera la conjunción de todas
ellas, la definición equivale a afirmar que el enunciado esquemático ‘el F es G’ significa lo
mismo que
d) Hay exactamente un único F, y ese único F es G
Así por ejemplo, la teoría implica que ‘el inventor de la cremallera es manco’
significa que hay exactamente un único inventor de la cremallera, y ese individuo es
manco.
Por lo general, tanto los representantes principales de la tradición Frege-Russell como
Kripke aceptan ese análisis. Atendiendo a esa definición, es claro por qué ‘el F’ denota al
único objeto que es F. Intuitivamente, el enunciado esquemático ‘el F es G’ dice que es G
un cierto individuo. La verdad o falsedad del enunciado dependerá de si ese individuo es o
no es G. Si la denotación es la contribución a determinar la verdad o la falsedad, entonces
‘el F’ denotará a ese individuo.
En realidad, esa reflexión es claramente válida en los casos en que existe exactamente
un individuo que es F. Es decir, cuando se cumplen las dos primeras cláusulas del análisis
russelliano. En caso de que falle alguna de las dos (cuando no existe ningún F o cuando hay
más de un F) nuestras intuiciones son algo más dudosas. Algunos filósofos han propuesto
que en tales situaciones el enunciado esquemático ‘el F es G’ no es ni verdadero ni falso.
Pero la teoría de Russell no dice tal cosa. La teoría establece de forma explícita que si no
hay un único F (porque no haya ninguno o porque haya más de uno) el enunciado ‘el F es
G’ es falso, pues no se cumple la primera parte de la cláusula d). Ésta es la interpretación
de las descripciones definidas comúnmente presupuesta en el debate entre Kripke y sus
adversarios.15

15 Las opiniones de Russell sobre las descripciones definidas no se acaban aquí. Russell
consideraba que una descripción definida, ‘el F’, no era semánticamente unitaria. Eso se
manifestaría al observar los enunciados que definen lo que significa ‘el F es G’. Esos
enunciados expresarían más claramente la estructura lógica real de ‘el F es G’. Pero en
ellos no hay ninguna expresión que corresponda a ‘el F’. Lo que encontramos –tanto en las
cláusulas a)-c), como en la cláusula d)– son predicados, ‘F’ y ‘G’, así como expresiones
que significan conceptos lógicos: la conjunción ‘y’, los cuantificadores ‘hay’, ‘todo’, ‘a lo
sumo’. Russell se apoya en esta y otras reflexiones para sostener que en realidad ‘el F’ no

50
Teniendo a la vista esa interpretación de las descripciones definidas hasta ahora
asumida implícitamente, resulta seguramente más patente por qué la teoría Frege-Russell
propone cierta reducción de la función referencial en favor de la función descriptiva. En la
versión clásica de la teoría (defendida por Frege y por Quine), denotar no es nada más que
describir de una cierta manera. En la versión del racimo (defendida por Strawson y por
Searle), denotar implica describir lo denotado, aunque la complejidad de la relación entre
un nombre y la forma en que describe su referente hace que los nombres propios sean
indispensables y no sustituibles por descripciones (según decíamos al final de la sección
anterior). Todo ello queda más claro cuando constatamos en qué sentido el análisis lógico
de las descripciones definidas muestra que el contenido de éstas es fundamentalmente
descriptivo.
En nuestra versión simplificada del debate entre la teoría Frege-Russell y las
propuestas de Kripke hemos hablado sólamente de dos funciones semánticas relevantes: la
función referencial y la función descriptiva. Eso es una simplificación porque supone
ignorar las funciones propias de las expresiones que significan conceptos lógicos, como las
que hemos mencionado antes (el signo de conjunción ‘y’, los cuantificadores ‘hay’, ‘todo’)
y algunas otras (el signo para la disyunción, el signo de negación).
Es oportuno mencionarlo en estos momentos. Observando la definición contextual de
las descripciones definidas encontramos –como ya hemos indicado– esas expresiones
lógicas. Así pues, las descripciones definidas se construyen semánticamente con material
descriptivo y con conceptos lógicos. Aunque no coincidamos con Russell cuando éste
rechaza que la descripción definida sea un término singular, si aceptamos su definición (su
teoría de las descripciones) hemos de reconocer que todo el significado de la descripción se
reduce a factores descriptivos y lógicos, pues así lo revela la “descomposición” del
enunciado ‘el F es G’ mediante las cláusulas a), b) y c).
Tenemos, por consiguiente, que la reducción o disolución de la función referencial
que propone la teoría Frege-Russell no es en favor de la función descriptiva meramente.
También interviene la función adscrita a los términos lógicos. Puesto con otras palabras:
conceptos descriptivos (significados por predicados) y conceptos lógicos (significados por
expresiones lógicas) son todo lo que hay tras el significado de un nombre propio. Un
nombre propio equivale analíticamente a una descripción definida (o a un racimo de

tiene denotación, porque en rigor no es un término singular. Sostiene que funciona como
una expresión cuantificacional, análoga a ‘todo F’ o ‘algún F’.
Pero no es necesario compartir esas tesis de Russell sobre el estatuto sintáctico de las
descripciones definidas para aceptar su análisis del significado de esas expresiones, tal y
como éste queda recogido en las cláusulas anteriores. Lo que nos importa aquí es ese
significado, o más exactamente las condiciones de verdad de los enunciados en que
aparecen descripciones definidas (las condiciones bajo las cuales son verdaderos o son
falsos tales enunciados).

51
descripciones definidas). La descripción definida se construye meramente a partir de
predicados y expresiones lógicas (según la definición contextual russelliana). Uniendo
ambas cosas es bien visible por qué la concepción Frege-Russell entraña una reducción o
disolución de la función referencial que –aparentemente– caracterizaría a los nombres
propios y al resto de términos singulares.
La prosecución de ese programa reductivo o minimizador de los términos singulares
exigiría que los elementos semánticamente básicos o últimos de nuestro lenguaje cayeran
en una de las dos categorías mencionadas (dejando aparte signos auxiliares, como los
paréntesis u otras expresiones similares): términos generales (predicados) y expresiones
lógicas. A veces se ilustra la presunta sinonimia entre nombres propios y descripciones
definidas exhibiendo descripciones que contienen también algún otro nombre propio. Por
ejemplo, cuando al preguntarnos por el significado de ‘Aristóteles’ hemos considerado la
descripción ‘el maestro de Alejandro Magno’, o como en el ejemplo que pone Kripke en
esa cita: ‘Joe Doakes’ se asocia con ‘el hombre que corrompió a Hadleyburg’. Como es
obvio, el programa reductivo descriptivista requeriría aplicar a los nombres propios
‘Alejandro Magno’ y ‘Hadleyburg’ la misma estrategia aplicada antes a ‘Aristóteles’ y a
‘Joe Doakes’. Y así sucesivamente, hasta alcanzar los elementos básicos, descriptivo-
cualitativos y lógicos.
Esa visión de los nombres constituye una respuesta a la pregunta por la relación entre
el nombre y su denotación. Efectivamente –como reconoce Kripke– la concepción Frege-
Russell ofrece un modelo explicativo sobre cómo se establece la conexión entre el nombre
propio y la entidad que denota. Logramos nombrar a un individuo particular gracias a que
lo describimos como la única cosa que tiene cierta propiedad (o la única cosa que tiene
ciertas propiedades).
Es más, parecería que cualquier explicación de esa conexión sustancialmente distinta
a la que ofrece la teoría Frege-Russell debe ser errónea. Si, por ejemplo, se pretende que el
nombre propio no está respaldado por material descriptivo (si se pretende –dicho en otros
términos– que su función referencial no depende de una función descriptiva), ¿cómo
conseguimos usar nombres propios para referirnos a las cosas? (En la cita anterior de El
nombrar y la necesidad también se recoge esta reflexión.)
Esa pregunta retórica y las reflexiones anteriores presuponen que, en cierta manera,
constituye un problema teórico establecer cómo es que ‘Aristóteles’ denota a Aristóteles,
pero no constituye un problema de la misma magnitud establecer cómo es que un término
general, por ejemplo ‘amarillo’, se aplica a ciertas cosas, las cosas amarillas. Quizá se diga
que el predicado ‘amarillo’ se aplica a las cosas amarillas porque éstas tienen una cierta
propiedad o cualidad general, un cierto color. Pero eso no nos puede dejar satisfechos. Si
aceptamos esa aseveración, lo razonable será preguntar por la conexión entre el predicado,

52
‘amarillo’, y la propiedad o cualidad, el color amarillo (o amarillez). Si es problemática la
conexión entre ‘Aristóteles’ y Aristóteles, ¿por qué no parece también problemática la
conexión de un predicado con la propiedad que expresa?
No es difícil especular acerca de los motivos para mantener esa asimetría. Para
empezar, algunos notables defensores de la concepción descriptivista han desarrollado
teorías epistemológicas de corte fenomenista. Es el caso de Russell y de Carnap, durante
ciertas etapas de su pensamiento. En esas teorías se postula la posibilidad de reconstruir el
edificio de nuestro conocimiento de forma que todas las propiedades sean analizables a
partir de propiedades observables y éstas, a su vez, a partir de sensaciones. A estas
sensaciones, de carácter interno, subjetivo, tendríamos un acceso introspectivo privilegiado.
Como sujetos, por tanto, la identificación de nuestras sensaciones o de cualidades que
poseen nuestras sensaciones no presentaría especiales inconvenientes. Así, el uso de
predicados para referirnos a ellas sería un hecho relativamente simple.16
Incluso si prescindimos de la última fase (la fase específicamente fenomenista) de la
estrategia reductiva mencionada, puede ser pertinente invocar dicha estrategia para dar
cuenta de la asimetría. Restringiéndonos a las propiedades observables externas
(olvidándonos de nuestras sensaciones), es razonable pensar que emplear predicados para
referirnos a ellas es algo poco problemático. Al fin y al cabo, se trata de propiedades que
podemos observar. Por el contrario, muchos nombres propios que usamos nombran
entidades muy remotas en el espacio y el tiempo, personas muertas hace muchos siglos.

2.3. El libro que nunca existió, sobre el problema de la existencia

16 Es oportuno aprovechar este momento para hacer otra matización sobre Russell
(respecto a una cuestión que reaparecerá en la sección 5.2). Aunque Russell defiende la
teoría descriptivista sobre el significado de los nombres propios cotidianos (‘Aristóteles’,
‘Mark Twain’, ‘Venus’, ‘Sancho Panza’, etc.), mantiene también ciertas intuiciones
millianas que le llevan a postular la existencia de lo que llama nombres lógicamente
propios, diferentes a esos nombres cotidianos. Russell pretende que esos nombres
lógicamente propios no están afectados por ninguno de los tres problemas que afectan a los
nombres cotidianos (sobre el valor informativo, la conexión nombre-referente y la
existencia, respectivamente). Por ello, muy pocas cosas pueden ser denotadas por tales
nombres; no pueden ser denotadas, por ejemplo, los planetas o las otras personas. Las
características epistemológicamente peculiares de las sensaciones hacen que –según
Russell– éstas sí puedan ser denotadas por nombres lógicamente propios. (Son entidades de
las que tenemos conocimiento directo [knowledge by acquaintance]. Un tipo de contacto
cognitivo básico que no podemos tener con los objetos externos, extramentales,
cotidianos.)

53
El tercero de los argumentos que, según el propio Kripke, favorecen a la concepción
Frege-Russell se relaciona con los enunciados de existencia que contienen nombres
propios. Se trata del enigma (III). En esta sección nos ocuparemos de esa cuestión, así
como también de una dificultad emparentada, acerca de los nombres propios que no
denotan nada.
Enunciados de existencia son ‘existe Sócrates’, ‘no existe Sócrates’, ‘existe Sancho
Panza’, ‘no existe Sancho Panza’, ‘Homero existe’. Algunos de esos enunciados son
verdaderos; otros son falsos. Así pues, tienen significado. Además de enunciados, podemos
considerar asimismo otros tipos de oraciones. Por ejemplo, nos preguntamos a veces por la
existencia de alguien utilizando un nombre propio: ‘¿Existió Homero?’. También esas
oraciones son plenamente significativas. El enigma aquí encerrado es sobre el significado
que tiene el nombre propio que aparece en ese tipo de oraciones existenciales, ya sean
enunciados o bien oraciones interrogativas.
En un párrafo Kripke presenta una formulación del problema y dice cómo deben
analizarse las oraciones sobre existencia según la teoría Frege-Russell (análisis que –
aparentemente– resuelve la dificultad). Enuncia el problema con estas palabras:

Podemos también plantear la cuestión de si un nombre tiene acaso alguna


referencia cuando preguntamos, por ejemplo, si Aristóteles existió alguna vez.
Parece natural en este caso pensar que lo que se pregunta no es si esta cosa
(hombre) existió. Una vez tenida la cosa, sabemos que existió.
(Kripke 1980, p. 38).

Lo que expresa Kripke justo a continuación es lo que la teoría Frege-Russell propone que
significan en realidad esas preguntas en que nos interrogamos sobre la existencia de alguien
usando un nombre propio:

Lo que realmente se inquiere es si alguna cosa responde a las propiedades que


asociamos al nombre –en el caso de Aristóteles, si algún filósofo griego
produjo ciertas obras o por lo menos un buen número de ellas.
(Kripke 1980, pp. 36-37).

Antes de hablar sobre la solución Frege-Russell, atendamos al enigma. Aunque ha


sido tradicional plantear el problema sobre la existencia en los términos en que lo plantea
Kripke en esa cita, lo cierto es que ese tipo de enfoque no deja muy claro cuál es
exactamente el enigma. Lo que se sugiere es que una oración acerca de la existencia de una
cosa no concierne realmente a esa cosa específica. Y el razonamiento implícito que parece
estar detrás de esa idea sería el siguiente. Si la oración concerniera efectivamente a un
individuo particular, entonces ese individuo ya estaría “dado”, ya lo tendríamos (como dice
Kripke), ya existiría. Pero en ese caso ya no podría llegar a suscitarse ninguna cuestión

54
sobre su existencia, y –por consiguiente– los oraciones de existencia correspondientes
carecerían de sentido, o al menos nos parecería que carecen de sentido. Puesto que esas
oraciones resultan perfectamente familiares e inteligibles, hemos de suponer que la
existencia debe analizarse de un modo diferente.
Intentemos clarificar ese argumento. Creo que hay dos modos de interpretarlo, que
quizá están sustentados por motivaciones comunes. Cada una de las dos interpretaciones
explota una de las dos nociones importantes con las que está íntimamente conectado el
significado: la comprensión lingüística y las condiciones de verdad (cf. nuestra sección
1.3).
La primera lectura es la que se ajusta mejor a la manera en que Kripke formula la
cuestión. Consideremos su ejemplo, sobre el caso de Aristóteles. Supongamos que una
oración de existencia versara sobre la existencia de la cosa misma, Aristóteles. En ese caso,
la existencia de Aristóteles es una condición previa para que la oración tenga significado,
pues si Aristóteles no existiera la oración no sería acerca de la cosa misma. Si es así, puesto
que ya tenemos la oración con un cierto significado, ya tenemos también a Aristóteles y,
por tanto, sabemos que ya lo tenemos. En cuyo caso la oración en cuestión resulta una
trivialidad: si la oración es un enunciado y afirma que Aristóteles existe, es trivialmente
verdadera; si la oración es un enunciado y afirma que Aristóteles no existe, es trivialmente
falsa; si la oración es interrogativa y pregunta si Aristóteles existe, entonces admite una
respuesta trivial y por tanto no plantea una duda real. Sin embargo, la oración no es trivial
de ninguna de esas maneras.
En esa reconstrucción del argumento llama la atención una premisa central:
puesto que ya tenemos la oración con un cierto significado, ya tenemos
también a Aristóteles y, por tanto, sabemos que ya lo tenemos.
En el contexto de ese argumento (y teniendo en cuenta la cita de Kripke) es razonable
entender tener a Aristóteles de forma que dicha premisa central puede reescribirse
(haciendo todavía más explícitas las razones que la sustentan) de este otro modo:
Ya tenemos la oración con un cierto significado y –como usuarios competentes
del lenguaje– sabemos qué significa la oración. Por tanto (dado que la
existencia de Aristóteles es condición previa para que la oración tenga
significado) podemos saber que tenemos a Aristóteles (y que éste existe)
meramente reflexionando sobre qué significa la oración
Es importante constatar que esa manera de argumentar depende de un principio al
que hemos aludido anteriormente. Se trata del principio de transparencia del contenido
representacional, el principo que establece que sabemos qué es lo que pensamos y sabemos
qué significan las palabras que usamos. Recordemos también que dicho principio entrará en
conflicto con la concepción externista apoyada por Kripke.

55
La otra lectura no depende tan explícitamente de los aspectos cognitivos del
significado (vinculados a nuestra comprensión del significado). Se relaciona más bien con
otro aspecto del significado: las condiciones de verdad. Esta lectura puede reproducirse de
forma intuitiva así: Supongamos que una oración como ‘Aristóteles existe’ dijera sobre la
cosa misma, Aristóteles, que existe. Entonces para que la oración tuviera el significado que
tiene (la oración dice algo sobre Aristóteles) se requeriría que Aristóteles existiera. En otras
palabras, se requeriría que la propia oración fuera verdadera. Pero esto implica que la
determinación del valor de verdad (el hecho de que ‘Aristóteles existe’ sea verdadera) es
lógicamente anterior al significado. Eso es inaceptable.
¿Por qué es inaceptable? Fundamentalmente porque –según se ha supuesto
tradicionalmente– los enunciados primero (en algún sentido de prioridad lógica) tienen el
significado que tienen, y sólo después tienen uno u otro valor veritativo. Precisamente el
valor de verdad de un enunciado depende de dos factores: de cómo es el mundo y de qué
significa el enunciado. El enunciado ‘la Tierra es redonda’ es verdad porque significa que
la Tierra es redonda y porque efectivamente la Tierra es redonda. En ese sentido, ambos
factores (significado del lenguaje, por una parte, y mundo, por otra) tienen una cierta
prioridad lógica ante el valor veritativo que contribuyen a determinar. El significado es (o
contiene) la condición de verdad del enunciado: contiene la condición que debe darse para
que el enunciado sea verdadero. El otro factor, el mundo, es la concreción de qué condición
realmente se da. Combinando ambos factores, el resultado es el valor veritativo que tiene el
enunciado. Por ello, el valor veritativo no puede ser anterior a su condición de verdad, ni
puede ser anterior a su significado.
Queda patente en esta segunda interpretación del problema de la existencia que el
problema depende de asumir una cierta tesis de prioridad lógica entre significado y verdad:
el significado es anterior a la verdad; el significado queda determinado antes de que se
determine el valor de verdad. “Primero” debemos tener fijado el significado. Sólo después
se suscita la verdad o falsedad. El problema es que eso no es así con los enunciados de
existencia si en éstos meramente se afirma (o se niega) la existencia de cierto objeto
particular. Si el objeto existe, la verdad del enunciado se anticipa al significado. Si el objeto
no existe, parece que aún es peor: parecería que el enunciado no puede tener significado.
Comprobemos que ambas interpretaciones del problema de las oraciones de
existencia (la que se relaciona con la comprensión y esta última, relacionada con las
condiciones de verdad) son en realidad muy cercanas. Si nos preguntamos por qué
debemos asumir esa tesis de la prioridad del significado ante la verdad, es plausible alegar
que dicha tesis está apoyada por el principio de transparencia del significado (el principio
que apoyaba también la primera lectura del problema de la existencia): Conocemos
plenamente el significado de nuestras palabras y de nuestros pensamientos. No obstante,

56
desconocemos el valor veritativo de muchos enunciados. Los enunciados de existencia no
son excepción. Parece, pues, que si el valor veritativo de un enunciado fuera una condición
previa, determinante de su significado, podríamos descubrir dicho valor veritativo
meramente analizando el significado en cuestión. Esta reflexión es casi idéntica a una de
las premisas de nuestra primera reconstrucción del argumento. Y, efectivamente, también
esa primera reconstrucción asume implícitamente que el significado de ‘Aristóteles existe’
no puede ser posterior a la existencia de Aristóteles; asume, por tanto, que el significado de
‘Aristóteles existe’ no puede ser posterior al valor veritativo de ‘Aristóteles existe’.
La tesis de la prioridad del significado frente a la verdad ha sido prácticamente un
dogma en los orígenes de la tradición analítica. La aceptan Frege, Russell y, muy
especialmente, Wittgenstein en su Tractatus. En ese libro, la prioridad del significado (o
del sentido) ante la verdad es uno de los principios más básicos de los que deriva
Wittgenstein su teoría sobre el lenguaje, el mundo y la lógica. Sin embargo, una gran parte
de la filosofía del lenguaje más importante que se ha desarrollado desde mediados del siglo
XX conlleva una renuncia a esa posición. Desde enfoques muy diversos entre sí, se oponen
(implícita o explícitamente) a la tesis de la prioridad del significado todos estos filósofos
del lenguaje: Wittgenstein en su segunda época, Grice, Quine, Davidson y los partidarios
del externismo semántico. Pero la intuición subyacente a la tesis de la prioridad sigue
teniendo cierto peso. Ejerce presión en algunas discusiones contemporáneas sobre el
escepticismo, o en algunas críticas al externismo.
Hasta el momento presente nuestra discusión en esta sección ha girado en torno al
enigma de los enunciados de existencia que contienen nombres propios. Hemos podido
poner de manifiesto el problema recurriendo a ejemplos de nombres propios que tienen
efectivamente denotación. Sin embargo, todo este problema de la existencia guarda
semejanzas notables con un problema algo diferente que sólo se suscita con nombres
propios vacíos, es decir, nombres propios que –aparentemente– no denotan nada. Y se
suscita con oraciones cualesquiera, no necesariamente oraciones sobre existencia.
Veamos en qué consiste este otro problema. Si un nombre propio no denota, es
imposible que signifique lo que denota. Cuando el nombre propio aparece en una oración
su significado no podría identificarse con su denotación, pues el nombre significa alguna
cosa pero no denota nada. Entonces, ¿qué significan los nombres propios?
A esto podemos llamarlo el problema de los nombres propios vacíos. Como es
patente, es una dificulad para las teorías que –siguiendo a Mill– pretendan identificar el
significado del nombre con su referente. No todo el mundo acepta que haya nombres
propios vacíos. Hay quien diría que ‘Sancho Panza’ y ‘Superman’ son nombres de
entidades ficticias. Esa forma de expresarse puede llevar a pensar que –a pesar de lo que
hubiéramos creído inicialmente– quizá tales nombres tienen denotación después de todo,

57
denotan entidades ficticias. Algunos filósofos desarrollan teorías en esa dirección. Una de
las propuestas posibles es sugerir que el nombre ‘Sancho Panza’ no denota ciertamente una
persona real de carne y hueso (como sucede con ‘Sócrates’ y con ‘Scorsese’), pero sí
denota alguna entidad compleja construida a partir de nuestras representaciones o nuestras
creencias asociadas al uso de ese nombre.
No entraremos en la discusión a fondo de esos asuntos. Pero conviene indicar al
menos alguna consecuencia negativa de una solución como la mencionada, la solución
consistente en proponer que los nombres de ficción denotan entidades compuestas a partir
de representaciones o ideas asociadas con ellos. Esa solución implica introducir una
heterogeneidad en la teoría sobre el significado de los nombres propios. La teoría resulta
entonces menos simple de lo que sería deseable. La teoría se hace heterogénea porque trata
de modo muy diferentes a nombres propios usuales, con denotación usual, y a los nombres
propios de ficción. ‘Sócrates’ nombra una persona real, de carne y hueso. Pero ‘Sancho
Panza’ –que, en algún sentido, parecería que ha de ser también el nombre de una persona–
no nombraría una persona, sino una combinación de representaciones y creencias. Eso es
poco satisfactorio.
Podemos resaltar el carácter insatisfactorio de esa teoría, llamando la atención hacia
otras dos dificultades:
i) En relación con el nombre ‘Sócrates’, además de la persona, Sócrates, tenemos
también a nuestra disposición una entidad compleja construida a partir de nuestras
representaciones o nuestras creencias asociadas al uso de ese nombre; una entidad análoga
–en ciertos aspectos– a la que tenemos en relación con el nombre ‘Sancho Panza’.
Parecería pues que la simplicidad requerida en toda teoría sistemática aconsejaría lo
siguiente: si ‘Sancho Panza’ no denota una persona sino una combinación de
representaciones y creencias que asociamos con ese nombre, deberíamos decir lo mismo
con respecto a ‘Sócrates’; tampoco ‘Sócrates’ denota una persona sino más bien una
combinación de representaciones y creencias.
Alguien podría aceptar ese hilo de la argumentación y concluir que también
‘Sócrates’ nombra una combinación de representaciones; no nombra en realidad una
persona. Se conseguiría entonces la homogeneidad o simplicidad en la teoría por una vía
inversa a la que se hubiera pensado inicialmente. La intuición preteórica inicial era que
‘Sócrates’ nombra (denota) a Sócrates, una persona de carne y hueso. Por simplicidad
quisiéramos decir que ‘Sancho Panza’ nombra también a una persona de carne y hueso:
Sancho Panza. Pero eso sería incorrecto, porque no existe esa presunta denotación (no
existe ninguna persona de carne y hueso que sea Sancho Panza). Se propone entonces que
‘Sancho Panza’ nombra en realidad una combinación de representaciones y creencias que
asociamos con ese nombre. Entonces, para mantener aquella deseable homogeneidad, se

58
propone que también ‘Sócrates’ nombra en realidad una combinación de representaciones y
creencias asociadas a ‘Sócrates’ y por tanto no nombra a la persona de carne y hueso.
Eso nos proporcionaría una teoría homogénea en lo tocante a las relaciones entre
nombres como ‘Sócrates’ y nombres como ‘Sancho Panza’. Pero introduce complejidad sin
cuento en las conexiones presupuestas entre el concepto de denotación y el concepto de
verdad. Tanto Kripke como sus contrincantes comparten la concepción realista de la verdad
a la que aludíamos en la sección 1.3. Dentro de esa concepción, se explica la verdad de un
enunciado como ‘Sócrates es sabio’ diciendo que el enunciado es verdadero si y sólo si la
entidad denotada por ‘Sócrates’ tiene la propiedad expresada por ‘es sabio’. Pero este
esquema resulta mucho más dudoso o difícil de interpretar si optamos por creer que la
denotación de ‘Sócrates’ no es Sócrates sino una combinación de representaciones y
creencias asociadas a ‘Sócrates’. Por lo general, reflexionar sobre el carácter objetivo del
concepto de verdad es uno de los ejercicios que nos pone de manifiesto nuevamente las
diferencias intuitivas entre una entidad como Sócrates (lo denotado por ‘Sócrates’) y una
presunta entidad como Sancho Panza (presuntamente denotada por ‘Sancho Panza’). Piense
el lector en la diferencia entre las presuntas denotaciones de estas dos expresiones: ‘el
número de veces que estornudó Sócrates el día que cumplió 20 años’; ‘el número de veces
que estornudó Sancho Panza el día que cumplió 20 años’.
En cualqier caso, lo que hemos sugerido ahora son los inconvenientes que aquejarían
a una teoría homogénea que propusiera que las denotaciones son combinaciones de
representaciones y creencias. Pero estábamos evaluando la teoría no homogénea,
constatando por qué es insatisfactoria la no homogeneidad. En ese sentido, cabe añadir a lo
dicho anteriormente esta otra dificultad:
ii) Algunos nombres pueden ser vacíos sin que lo sepamos. Así, los usaríamos
aunque sin saber de antemano si son como ‘Sócrates’ o como ‘Sancho Panza’. Sin saber,
por tanto, si su denotación es una persona o una combinación de representaciones.
Todo esas dificultades no deben verse necesariamente como obstáculos
infranqueables. Deberíamos aceptar alguna teoría de ese tipo si cualquier otro tratamiento
de los nombres de ficción tuviera obstáculos aún mayores. Este tipo de situación dialéctica
(de toma y daca entre ventajas y desventajas –intrínsecas y extrínsecas– de explicaciones
teóricas alternativas de ciertos fenómenos) es moneda corriente en filosofía; de hecho, lo es
también en el terreno de la ciencia.
Las observaciones sobre la desventaja de sostener una teoría no homogénea acerca de
la denotación se aplican también en relación con una teoría no homogénea acerca del
significado que sostuviera que ciertos nombres propios significan su denotación pero otros
nombres propios (aquellos que carecen de denotación) significan lo mismo que alguna
descripción definida. Así pues, lo más razonable es sostener que si los nombres propios sin

59
denotación significan lo mismo que una descripción definida, entonces pasa exactamente
igual con el resto de nombres propios (tal y como sostiene la teoría Frege-Russell).
Acabamos de recordar la tesis central de la teoría Frege-Russell: un nombre propio
significa lo mismo que alguna descripción definida asociada al nombre. Probablemente el
lector haya comprendido ya perfectamente por qué gracias a esa tesis la concepción Frege-
Russell evita el problema de los enunciados de existencia y el problema de los enunciados
con nombres vacíos (es decir, la concepción Frege-Russell puede explicar qué significan
unas y otras oraciones).
Consideremos primero la solución al problema de la existencia. ¿Qué significan
enunciados como ‘Aristóteles existe’ o como ‘Aristóteles no existe’? Significa que existe
una cosa que posee la propiedad o las propiedades que –según la teoría Frege-Russell–
asociamos con el nombre ‘Aristóteles’.17 Ilustrémoslo con un ejemplo, suponiendo que la
descripción definida sinónima de ‘Aristóteles’ fuera ‘el maestro estagirita de Alejandro
Magno’. Siendo así, el enunciado ‘Aristóteles existe’ significa exactamente lo mismo que
‘el maestro estagirita de Alejandro Magno existe’. Análogamente, el enunciado ‘Aristóteles
no existe’ significa lo mismo que ‘el maestro estagirita de Alejandro Magno no existe’.
Quizá es más fácil apreciar por qué esos enunciados no resultan problemáticos si
tenemos en cuenta cómo se analizan conforme a la teoría de las descripciones de Russell (la
teoría aceptada implícitamente por los partidarios de la concepción Frege-Russell y
también por Kripke; cf. nuestra sección anterior). La teoría de las descripciones establece
que ‘el maestro estagirita de Alejandro Magno existe’ equivale a ‘existe un único individuo
que es maestro estagirita de Alejandro Magno’. Por otra parte, ‘el maestro estagirita de
Alejandro Magno no existe’ equivale a ‘no existe un único individuo que sea maestro
estagirita de Alejandro Magno’.
Ninguna de las consideraciones anteriores sobre aparente infracción de la prioridad
del significado frente a la verdad se aplican aquí. El valor veritativo de ‘existe un único
individuo que es maestro estagirita de Alejandro Magno’ no se determina antes de que el
enunciado tenga un significado. Se respeta el principio de prioridad del significado: ese
enunciado tiene un significado determinado; y ese significado juntamente con el modo en
que es el mundo (juntamente con el hecho de que existe un único individuo que es maestro
estagirita de Alejandro Magno) contribuye a determinar que el enunciado sea verdadero.
Por tanto, la verdad viene después del significado, no antes. Con respecto a ‘no existe un
único individuo que sea maestro estagirita de Alejandro Magno’ la situación es análoga. El
enunciado es verdadero si Alejandro Magno no tuvo ningún maestro estagirita o tuvo más
de uno. Dado ese significado y dado cómo es el mundo, el enunciado es falso.

17 Recordemos que estamos interpretando los enunciados usados como ejemplos en un


sentido intemporal, también en el caso de los enunciados de existencia (cf. la sección 1.3) .

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El diagnóstico no cambia en nada sustancial cuando aplicamos la versión racimo de
la teoría descriptivista. Si en lugar de una única propiedad pensamos en una familia de
propiedades expresadas por cierto racimo de descripciones definidas, entonces lo que se
dice mediante un enunciado de aseveración de existencia es que un número suficientemente
alto (aunque no especificado) de esas propiedades son poseídas por un único individuo. Y
el enunciado en que se niega la existencia dice justamente que ése no es el caso.
El problema de los enunciados de existencia que contienen nombres propios podría
también enfocarse desde una perspectiva diferente. Esta otra perspectiva se resume con
estas palabras: la existencia no es un concepto que pueda predicarse de los objetos
particulares.
Esa idea kantiana había sido incorporada y amplificada por Frege en su análisis
lógico-semántico del lenguaje (cf. Frege 1891). En efecto, Frege defendió que existir no es
un concepto análogo a volar o ser sabio. Volar o ser sabio son atributos que pueden
predicarse de objetos particulares, resultando una verdad o una falsedad, según el caso. Sin
embargo, pese a la semejanza gramatical entre ‘los cuervos vuelan’ y ‘los cuervos existen’,
la forma lógica profunda de esos enunciados difiere. El primero establece que cada objeto
que es cuervo vuela, es decir, que la propiedad de volar la posee cada cuervo. Pero el
segundo no establece que cada objeto que es cuervo existe. Existir es una propiedad que,
mediante ese enunciado, se predica no de objetos sino del concepto de cuervo. (En
terminología de Frege: volar –como ser sabio, o ser cuervo, o ser rojo, etc.– es un concepto
de primer orden; existir es un concepto de segundo orden.) Que la propiedad de existir se
aplique a la propiedad de ser cuervo significa precisamente lo que expresan (tal y como se
entienden intuitivamente) los enunciados ‘los cuervos existen’ o bien ‘existen cuervos’.
Entre otras muchas aplicaciones filosóficas de ese análisis, destaca una réplica al célebre
argumento ontológico sobre la existencia de Dios (un argumento que habían defendido
Anselmo de Canterbury y Descartes).
Esa tesis fregeana de que la existencia no es un concepto que pueda predicarse de
objetos particulares sino un concepto de nivel superior que se predica de conceptos (de
nivel inferior) es asumida por otros representantes de la concepción descriptivista, como
Russell y Searle. La tesis está plenamente en consonancia con la solución descriptivista al
problema de la existencia. Un enunciado de existencia con un nombre propio (que nombra
un objeto particular) resulta equivalente a un enunciado de existencia con una descripción
definida. Y la existencia debe verse como algo que se predica del concepto predicativo
contenido en la descripción definida. Que la extensión del concepto predicativo sea vacía
(en cuyo caso el enunciado de existencia correspondiente será falso) es algo que desde el
punto de vista del análisis lógico del significado no supone ningún inconveniente. Lo que sí
constituía un problema era suponer que la existencia se predica de una cierta cosa: si no

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existe esa presunta cosa (si el nombre propio no denota), entonces en lugar de ser falso el
enunciado carecería de significado.
A los enunciados que contienen nombres vacíos (no importa si se trata de enunciados
de existencia o no) se les aplica el mismo expediente. Aunque ‘Sancho Panza’ no denote
nada, no por ello carece de significado. Su significado coincide con el significado de
alguna descripción definida (o un racimo de descripciones definidas), que exprese alguna
propiedad o propiedades que, conforme al relato (ficticio, no verdadero) en que
presuntamente se habla de Sancho Panza, permitirían identificar a Sancho Panza. Si un
nombre propio es vacío, eso implica que la propiedad en cuestión no es poseída por ningún
objeto. Pero el enunciado en que aparece el nombre vacío tiene pleno significado.
Kripke afirma que la concepción Frege-Russell de los nombres propios es errónea.
En nuestro próximo capítulo tendremos oportunidad de examinar las razones que alega
contra esa teoría. Si la teoría es errónea, no puede resolver el enigma de los enunciados de
existencia ni el problema de los nombres vacíos. Así pues, alguna otra solución debe
existir.
En El nombrar y la necesidad no se encuentra ninguna propuesta en positivo sobre
esas cuestiones. Kripke se limita ahí a hacer algunas consideraciones reticentes ante el
enfoque fregeano. Sin embargo, Kripke abordó ambos temas (existencia y nombres vacíos)
en unas conferencias tituladas “Reference and Existence” impartidas en 1973. Cabría
esperar que esas conferencias hubieran aparecido publicadas posteriormente, tal y como
sucedió con las conferencias que constituyen El nombrar y la necesidad. Pero no ha sido
así. Kripke no ha decidido nunca publicar los contenidos de sus conferencias sobre
existencia y nombres propios vacíos.

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