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La vuelta de la palabra

Por Daniel Link

En un artículo clásico, Umberto Eco denominaba las posiciones que los intelectuales
sostenían en la década del '60 a propósito de los medios masivos de comunicación
como "apocalípticas" o "integradas". Los apocalípticos eran pesimistas sobre el papel
de los medios en la cultura. Los integrados los veían como nuevas armas para la
democratización de la sociedad. Hoy, por supuesto, ninguna de las dos posiciones
podría sostenerse, pero algún vestigio de esa contradicción subsiste respecto de las
nuevas tecnologías y de su influencia sobre la cultura en general y la literatura en
particular.
Y es que independientemente de los juicios de valor que sobre Internet puedan
formularse, lo cierto es que durante la década del '90 se produjo un salto cualitativo o
una mutación social en relación con las tecnologías de la comunicación. Sería
aventurado formular predicciones acerca de la dirección de esa mutación, pero lo cierto
es que toda la cultura ha cambiado, o cambiará en los próximos años. Lo que resulta
paradójico es que, desde el punto de los consumos culturales, Internet interviene
sobre todo como una tecnología en la industria del ocio y viene a competir, por lo
tanto, con los tradicionales medios de comunicación de masas: hace ya varios años
que las mediciones de audiencias notan sobre todo en los países tecnológicamente más
avanzados una pérdida global de espectadores, que coincide con el crecimiento de la
Red y, por lo tanto, de la cantidad de usuarios conectados.

Un examen de los indicadores económicos de Internet, sin embargo, permite formarse


una clara idea de cuál será la marcha de esa competencia entre la Red y los medios
masivos de comunicación por reinar en el tiempo libre de las sociedades. La
estrepitosa caída del índice Nasdaq y el desencanto que produjo, tanto en operadores
como en inversores de esa bolsa de nuevos valores, hace augurar un futuro no muy
promisorio para los cibernegocios. Internet, tal como es ahora, no parece poder ofrecer
demasiado ni al público ni a los empresarios.

La imposibilidad con la que se topa la Red, por sus mismas características, para
volverse una herramienta útil para todos, como el sistema de correo, los teléfonos, las
radios y los televisores, clausuró la década pasada con una sensación de pesadumbre.
Los grandes operadores (Yahoo!, por ejemplo) descubrieron que no tenía sentido
instalar mecanismos de venta electrónica en sus portales europeos, porque el viejo
continente no respondía a las promesas de Internet del mismo modo que Estados
Unidos, acostumbrado desde siempre a la compra por catálogo y por vía postal.

Lo mismo, y más agudamente, podría señalarse en relación con esa romántica parcela
de la cultura que es el mundo del libro. Si portales como Amazon.com y las demás
empresas dedicadas a la venta electrónica de libros y discos fueron, en su momento,
uno de los grandes sucesos de la Red, la repetición de sus servicios en Europa y
América Latina no arrojó los mismos resultados que en Estados Unidos, y las
ciberlibrerías del mundo siguen esperando el momento en que la demanda alcance las
expectativas de sus operadores. Fuera de Estados Unidos, los consumidores siguen
eludiendo la compra virtual, aun tratándose de productos tan estandarizados como los
libros o los discos. Esto no desmiente el potencial literalmente revolucionario de
Internet en relación con la cultura tal como la conocemos hasta hoy (en el mismo
sentido en que fue revolucionaria la invención de la imprenta de tipos móviles), pero
pone un techo bastante módico a las fantasías de enriquecimiento continuado que se
tenían hasta hace unos años.

La compra de libros a través de la Red ha afectado, sin dudas, el universo del libro y
sus instituciones asociadas (la crítica, antes que nada). Pero ese efecto sólo es sensible
en un mercado, por decirlo de algún modo, despreciable: el mercado de los
profesionales del libro (profesores, escritores, críticos, periodistas, editores). El gran
público sigue comprando como antes sus libros en los grandes puntos de venta y en
las cadenas de librerías, que fueron también uno de los fenómenos de la década del
'90.

Incluso si así no fuere y si el público se volcara masivamente a leer lo que Internet con
sus particulares criterios de estadística automática le recomienda, se crearía una nueva
paradoja. En su libro Intervenciones (traducido recientemente por Anagrama como El
mundo como supermercado), Michel Houellebecq señala que a mediados de la década
del '90, "inesperadamente, el libro se convirtió en un vivo foco de resistencia. Hubo
tentativas de almacenamiento de obras en servidores de Internet; el éxito sigue
siendo confidencial y limitado a las enciclopedias y las obras de referencia. Al cabo de
unos años, la industria tuvo que reconocer que el objeto libro, más práctico, atractivo
y manejable, conservaba el favor del público. Ahora bien, cada libro, una vez
comprado, se convertía en un temible instrumento de desconexión. En la química
íntima del cerebro, la literatura había sido capaz, en el pasado, de ganarle a menudo
la carrera al universo real; no tenía nada que temer de los universos virtuales. Así
empezó un período paradójico, que todavía dura, en el que la globalización del
entretenimiento y de los intercambios en los que el lenguaje articulado ocupa un
reducido espacio iba a la par con un resurgimiento de las lenguas vernáculas y de las
culturas locales".

Más allá (o más acá) de los aspectos institucionales y mercantiles que, sin duda,
afectan al desenvolvimiento de la literatura las cosas son mucho más complejas, como
el mismo Houellebecq reconoce. Porque si es cierto que el libro sigue siendo un objeto
(una herramienta) más dúctil y duradera que los soportes electrónicos que pretenden
competir con él, podría pensarse que ese equilibrio no será eterno y que alguna vez se
podrá leer en una pantalla con la misma eficacia que en una página.

Mientras tanto, lo que resulta a todas luces evidente es que Internet trae de regreso
algo que podía creerse perdido para siempre: la letra. Si la cultura de masas había
expulsado la escritura como vehículo privilegiado de su funcionamiento, Internet
vuelve a la palabra escrita con una fuerza hasta hoy desconocida. Ni la implantación de
los sistemas nacionales de correo en el siglo XVIII tuvo un impacto tan fuerte en
relación con la multiplicación de la escritura. De modo que Internet, cómo no podía ser
de otra manera, no hace sino llevar la literatura más lejos, en una suerte de epidemia
literaria que convierte a cada usuario que escribe e-mails o que chatea en un escritor
experimental.

La utopía distributiva de Internet (mal que mal) se cumple o se cumpliría a través de


las librerías virtuales que llevan a todas partes el libro que salió ayer. Más importante
es la utopía estética que pone la escritura de ficción o poética (por primera vez en la
historia) literalmente al alcance de todos. Y eso, tal vez, sea lo más estimulante de una
relación marcada hasta hoy por la mutua desconfianza y la competencia en el mercado
del ocio. En ese mercado, viene a decirnos Internet, la experimentación literaria no es
sólo posible, sino necesaria. Y la literatura, así, seguirá su marcha triunfal.

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