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Juan. E. Bolzán
Prólogo…………..…………………………………………………………………
Capítulo I
El ser del hombre ………….…………………………………………………….
Capitulo II
La cosmovisión básica………………….…………………………………………
Capítulo III
La educación, ¿proceso o resultado?..........................................................
Capítulo IV
El concepto de la educación……………………………………………………..
Capítulo V
El proceso de la educación………………………...…………………………..
Capítulo VI
Educación y trascendencia……………………………………………………..
Conclusión………………………………………………………………………… …
2
NOTA BIBLIOGRAFICA: los capítulos III,IV,V han sido publicados previamente en la
revista Educadores (año 1972) y se reproducen aquí con ligeras variantes.
3
PROLOGO
1
CH J. Braunker – H. W. Burns, Problemas de educación y filosofia, Buenos Aires, 1969, p. 16-17
4
del enseñado una simple materia prima a manipular según las circunstancias lo hagan
más práctico.
A todo ello conduce el olvido de que la educación es capítulo de la antropología
filosófica; y por consiguiente el especialista –que por serlo ve restringido y no
ampliado su campo del saber- debe tomar de la filosofía los lineamientos maestros a
respetar en su acción inmediata.
Sólo así podrá lograrse la tan maltraída reforma de la educación; urgentísima
tarea, sin dudas.
J.E.B.
5
Capítulo I
1
A. DE SAINT EXUPERY, Piloto de guerra.
2
J. ORTEGA Y GASSET, Meditación de la técnica, en Obras Completas, vol. V, p. 334
6
su actividad es actividad de alguien que es activo; cargando ser aquí con la realidad
sustantiva de quien siendo foco de actividad, es primordialmente foco. En general y para
todo ente vale que el ser es y es activo, indisolublemente; y si no se ha de estatizar el
ser, tampoco se lo debe diluir en la pura dinamicidad, carente de sentido: es como
pretender cabalgar sin caballo, lo cual sólo adquiere consisten en una imaginativa
mentalidad infantil (y aún así, recurriendo a un sustituto).
El ser, en pro de su propia perfección, en un autodespliegue que naciendo de su
propio modo de ser se produce gracias a los demás seres, actúa, se manifiesta, es
dinamismo. Pero ello mismo calma por una realidad hecha en cierta medida, hasta cierto
punto. El dinamismo no es separable de quien es dinámico; y sólo asta el extremo en
que ser es, es así de dinámico.
Claro que está que el ser se presenta primariamente según su dinamismo, siendo éste
nuestro modo corriente de acceso a toda realidad natural; pero arguye de un cierto
primitivismo reducir a ello toda su realidad. Y por cuanto no existe un dinamismo
“suelto” como manifestación de nada ni manufacturero de algo, es claro que el ser nos
debe ser dado cual existente y dinámico. Cuando se acepta como necesario punto de
partida para toda ciencia que el modo de obrar se sigue del modo de ser, se está diciendo
precisamente eso: que se trata de un hacer, que desde este hacer se puede llegar al ser, y
que se ha de calificar a este ser por su modo de presentarse: un perro es un perro porque
se manifiesta como perro si se manifestara totalmente cual un caballo, sería un caballo.
Pues bien, eso es exactamente lo que acontece con el hombre: nos es dado ya con su
o peculiar de ser, y desde su dinamismo nos hacemos cargo, posteriormente, de aquella
peculiaridad entitativa. Pero, ¿cuál es ella?
No vamos a desarrollar aquí el capítulo fundamental de la antropología, lo cual
estaría fuera de lugar; pero sí nos referiremos a la unidad inescindible del ser del
hombre, que está muy en el suyo.
Porque, en efecto, se habla tanto del hombre como un compuesto de alma y cuerpo
que importa mucho aclarar el sentido de tal proposición. Especialmente los autores
ingleses y norteamericanos siguen escribiendo muy preocupados por el célebre “min-
body problem”, con soluciones dualistas que pesar de abundar en razones y ejemplos
los más contemporáneos, no han trascendido esencialmente las posiciones clásicas de
Platón o Descartes. Y aún aquéllos que defienden la absoluta unicidad de cuerpo y alma
suelen caer, sea por inadvertencia, sea a través de una distinción que presto se les escapa
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de las manos, en el dualismo; resultado este último comprensible cuando la complejidad
del tema pide, como facilitación, dicha distinción (no separación).
¿Qué es, pues, el hombre? O, por mejor decir al caso:¿Qué es la persona humana?
Clásicamente se ha repetido la definición de Boecio: “Una substancia individual de
natura racional”. Expresión que en su proverbial laconismo latino expresa muy bien, si
la entiende correctamente, la unidad de ser que queremos destacar ahora: la persona es
un ser substancial, un “esto” existente en sí mismo y no como parte o modificación de
“otro”; es sujeto primero de atribución, no predicable de otro como no sea por modo de
relación. Y es de natura racional: su modo de manifestarse distintivamente es racional,
señala una espiritualidad en sentido estricto, un inmaterialismo que por mucho que
asombre frente al indudable cuerpo que se tiene delante, ha de ser real porque realmente
produce acciones espirituales (y el modo de obrar se sigue del modo de ser).
Su modo de ser es doblemente unitario en su dinamismo corpóreo-espiritual, pues
tanto “hacia fuera” su espíritu necesariamente aparece a través de su cuerpo material,
cuanto ese espíritu necesariamente capta lo exterior –“hacia adentro”- gracias a su
cuerpo. Es la experiencia misma la que obliga a admitir la continuidad entre cuerpo y
alma; experiencia introspectiva en primer lugar, porque necesariamente nos vemos
captando una verdad a través de los sentidos, y a través de ellos expresamos
exteriormente el razonamiento, el verbo interior, que manifiesta al “otro” –“otro”
igualmente dotado- nuestra opinión.
Y si hay continuidad entre partes distinguible, el ser así constituido –la persona-
tiene unidad de ser.
Pero repárese en la importancia de esta conclusión: si la persona tiene unidad de ser,
no puede jamás tratársela naturalmente como separable en cuerpo y alma. De aquí que
sea prudente hablar, bajo estas condiciones, la espiritualidad y de la corporeidad o
materialidad del hombre, que de su cuerpo y de su alma. Insistimos en que esto no
quiere decir que no se pueda distinguir entre lo que se hace con su cuerpo y lo que se
hace con su espíritu a través de su cuerpo. Sólo intentamos advertir que en ningún caos
existe separación completa y unilateral: es necesario decir, y aún cuando la experiencia
alcance la sutileza suficiente como para captarlo, que es la misma unidad de la persona
la que obliga aceptar que nada se hará con su cuerpo que no repercuta de algún modo en
su alma. Y aún este lenguaje es engañoso, porque “repercutir” es percutir en otro,
apareciendo así subrepticiamente cuerpo y alma cual dos realidad separadas. No: todo
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cuanto hace el hombre y todo cuanto se hace con el hombre, es de o para el hombre
como unidad.
Tal es esta unidad que sin alma no sólo no hay cuerpo humano, sino ni aun
simplemente cuerpo, porque el alma es quien da unidad de ser y de ser humano a ese
asombroso conjunto de moléculas complejas que de sí no tiene unidad alguna, que de sí
–tal cual ocurren la muerte- tiende a la corrupción. Tal vez resulte chocante decirlo, pero
rigurosidad de conceptos un cadáver no es un cadáver pues sólo aparentemente y por
poco tiempo tiene cierto aspecto unitario. Tal cual lo decía el viejo Aristóteles: “Un
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dedo muerto sólo es dedo equívocamente”. Más técnicamente dicho: el alma es la
causa formal del el cual hombre, las moléculas químicas la causa material; el resultado
es el ser del hombre, la persona. Esta existe porque sólo la forma (alma) ha logrado
unificar bajo un mismo y único modo de ser a la materia, pero permitiéndole ésta a su
vez poder ejercer aquella acción que le es esencial; el existente que llega a ser es ambas,
indisolublemente.
Por ello que el alma puede definirse como el coprincipio formal intrínseco último
gracias al cual vivimos:
coprincipio, vale decir que es principio o causa junto con y no aisladamente;
formal, o coprincipio cuya finalidad consiste en dar el acto de ser lo que la cosa es,
específicamente (el alma no es, propiamente hablando, causa eficiente);
intrínseco, perteneciendo constitutivamente al ser de que se trate; no es así un mero
agregado accidental, sino un constitutivo de la esencia.
último, pues es acto primero en la constitución del ser, pero último en la vía
analítica, pues en esta vía son las potencias operativas las que inmediatamente se
presentan ya que a su través se ejercen las acciones vitales;
gracias al cual, no, pues no es propiamente el alma quien vive, sino el todo que es
la persona: ésta existe materialmente gracias al cuerpo, formalmente gracias al alma;
vivimos, existimos según toda la amplitud del modo de ser humano (vegetativo-
sensitivo-racional).
De aquí que el hombre sea… hombre. Su cuerpo es humano por el alma; su alma es
humana por el cuerpo. Toda otra expresión que se refiera al cuerpo y al alma es siempre
peligrosa y puede resultar engañosa. Decimos que puede resultar así, no que
necesariamente lo es; porque de todos modos en aquella unitaria realidad de ser y obrar
3
ARISTÓTELES, Metafísica, 1035 b24. Y S. TOMÁS DE AQUINO dirá que “no puede definirse a parte
del cuerpo sin alguna parte del alma, de manera que al ausentarse el alma no puede hablarse ni de ojo ni
de carne sino equívocamente”, De unitate intellectus, cap. 3, n. 230.
9
es posible y correcto –lo hemos dicho ya- distinguir cierta especie de actividad que, en
tanto intrínsecamente independiente de la materia, conduce a que el ala, si bien de facto
existente aquí y ahora en esta persona, no puede corromperse con la muerte de la misma
y debe post-existir de algún modo.
Esta necesidad plantea ya toda una suerte de problemas metafísicos y teológicos
sobre los cuales no insistiremos ahora, sin que por ello queramos significar que no son
importantes; por el contrario, es precisamente por su importancia capital por lo que
estimamos más decoroso no despacharlos sumariamente en las pocas líneas que aquí
cabrían. Bástenos decir que el tema plantea, aún sólo en su aspecto metafísico, la
problemática de la trascendencia de la persona y obliga entonces a volver un poco sobre
los pasos y considerarla a no sólo en su unidad, sino también en su inmortalidad. Para
decirlo brevemente: Es necesario referirse a esta persona como de paso –homo viator-,
con todo el cuidado que merecen camino y destino. Tema que retomaremos en el último
capítulo.
PERSONA Y EDUCACIÓN
2
S. TOMÁS, Summa theologiae, I, q. 57, a. 4, resp.
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rítmicos) ni simplemente corpóreo: existe siempre también en esta educación física un
psicosomatismo sin el cual no es educación.3
Es siempre a esa unitaria persona, que constantemente clama su desafiante
“Aquí estoy” a las generaciones maduras, a quien se ha de educar, se ha de tomar tal
cual nos es dada, con todo el, respeto que merecen su trascendencia y su inanidad, y
conducirla como en temor y temblor frente a tanta responsabilidad; a encaminarla para
que pueda cumplir más fácilmente con su destino, único entre las creaturas.
Y por cuanto dentro de su aspecto peculiar, es su espiritualidad quien se destaca
como causa, es a su alma a quien se dirigirá primordialmente la educación, y a su través
– y sólo así- como en correcta supeditación, a su cuerpo.
Ha de apuntarse, pues, a las potencias del alma, a su modo de ser y posibilidades
de desarrollo para adaptar entonces los “programas” de educación. Esas potencias son
fundamentalmente dos: inteligencia y voluntad; poder de saber y de obrar según las
cosas sabidas.
Verdad y libertad se constituyen así en las dos polaridades que, reales como son
y alcanzables por el hombre, no le deben ser negadas en base a un agnosticismo y un
determinismo falsos y, por ello mismo, agobiantes y acabantes en la náusea sartreana.
Que la inteligencia esté hecha para la verdad, así, sin tapujos, es una verdad que
no puede negarse sin estricta contradicción, pues si se sostuviera que la inteligencia no
es capaz de alcanzarla, y este enunciado pretende ser verdadero, ¿Cómo se lo alcanzó?
Por ello, la educación debe consistir fundamentalmente en proponer verdades y
demostraciones a la aceptación del educando, quien libremente debe asentirlas al fin o
no habrá educación. Ejercicio de la libertad que debe también enseñarse en función de
la verdad y no cual simple “modo práctico” de comportamiento, por ejemplo, y según
vayan las circunstancias. El evangélico “La verdad os hará libres” tiene perfecto calce
también en un contexto natural; porque la libertad psicológica de decisión, ese
conformismo interno a veces doloroso pero siempre, en última instancia, liberante, no se
logra sino por la aceptación íntima de una conducta regida por valores de verdad. Y
cuando se habla de decisión internamente libre se habla de felicidad en su sentido cabal.
No caben dudas de la existencia de influencias exteriores que acaban
condicionando tanto la elección hic et nunc (aquí y ahora) y, más poderosamente en
general, la ejecución de esa decisión; pero hay una diferencia extrema entre el bienestar
3
Nos tememos que no siempre se tiene clara conciencia del psicosomatismo que debe regir la educación
física, y estimamos que la popularidad que está adquiriendo la gimnasia yoga depende en buena parte de
la importancia que concede precisamente a este aspecto, que satisface al ejercitando.
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momentáneo que puede procurar una decisión “oportunista” y la cabal satisfacción –que
puede surgir bastante después- de una elección por razones eternas.
La verdad que se hace interna y la libertad que aflora desde el interior, ellas
justifican la existencia del hombre, su educación y la actividad educativa de los
mayores. Quienes tienen que serlo no tanto por la edad sino específicamente por la
sabiduría encarnada tácticamente en la prudencia, pues “no hacen venerable la vejez los
muchos días ni los muchos años, sino que la prudencia en el varón suple las canas”.4
De aquí que el proceso educativo sea esencialmente muy siempre, pero de hecho
sumamente complicado. ¿Cómo se explica esto? Sencillamente porque la verdad que se
halla en las cosas –el hombre incluso- es tan amplia, y el dinamismo emanante de lo que
las cosas son, tan diverso, que se le ofrecen al hombre infinitas perspectivas de saber y
de obrar; y la educación consiste esencialmente en conocer lo verdadero y querer lo
bueno. Simplemente.
4
Sabiduría, IV, 8.
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Capítulo II
LA COSMOVISION BASICA
EL MUNDO A CONOCER
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mismo, relacionándose las visiones filosófica y científica como las correspondientes a la
ciencia genérica y las ciencias particulares del universo natural, del ser físico o material;
y donde la primera procura los principios básicos, ciertos y universales desde los cuales
se ramificará el saber detallado que suministrará una investigación y experimentación
tan amplia y exitosamente llevada a cabo cual lo muestra el desarrollo fascinante de las
ciencias actuales.
Pero precisamente la grave dificultad surge cuando, tras reconocer tal desarrollo
y aceptar que el horizonte se amplía incesante e irremisiblemente, se desea, no obstante,
lograr una cosmovisión que sin falsear los datos ni dejarlos de lado, sea al mismo
tiempo suficientemente simple como para ser abarcada en pocos y precisos trazos. En
otros términos, se trata de lograr una visión panorámica que en su simplicidad sea capaz
de aceptar, enmarcándolos, todos los detalles que se le pueden proponer. Lo cual, contra
toda apariencia inmediata, puede lograrse distinguiendo primeramente la realidad
compleja en los dos grandes predios en que se realiza el juego interactivo hombre-
realidad exterior: el saber y el hacer.5
Ese apoderamiento intencional del mundo exterior en que consiste el
conocimiento, simple y unitivo como lo era al principio de la historia de la humanidad,
lo ha sabido diversificar el hombre al punto tal que hoy la especialización se ha
convertido en una necesidad pero sobre todo en una preocupación, pues el terreno
gnoseológico se ha vista de tal modo parcelado que ya ciertas denominaciones genéricas
como “física”, “química” o “matemática”, no dicen casi nada práctico en común, pues
muy a menudo “los químicos” o “los físicos”, etc., ni aún entre si se entienden a poco
que el diálogo llegue a cierta profundidad de “especialista”: aquí ya es necesario que se
reúnan “los químicos dedicados a …” tal o cual cada vez más estrecho islote de “la
química”. Ocioso sería que nos distrajéramos ahora en multiplicar instancias y
consideraciones; ya a nadie escapa que en gran parte la situación actual en este tema
raya en lo desesperante o desalentador hasta declararse la especialización cual un mal
necesario y tributo que debe pagar el hombre por su insaciable curiosidad y ambición de
poder.
Que en gran parte esto último es cierto, lejos de nosotros negarlo ahora; pero que
la especialización no debe considerarse un mal sino más bien una dificultad, eso sí lo
5
Hemos aclarado este punto en nuestro trabajo: “Grandeza y miseria del saber y del hacer”, Sapientia,
1970, XXV, 289 ss.
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afirmamos6. Entendida la especialización como la necesaria matización de rutas en la
honesta búsqueda de una polifacética Verdad diversamente encarnada en las cosas,
jamás puede constituirse de por sí en un mal. Es la realidad misma creada –el hombre
incluso en ella- la que reclama la especialización porque ofrece unas posibilidades de
inagotable penetración que el hombre está en condiciones de llevar a cabo; un desafío
que el hombre acepta porque puede: de hecho, él mismo se constituye en autodesafío.
En todo caso lo verdaderamente necesario es no caer en la barbarie del espacialismo,
que decía Ortega, sino en asimilar este espacialismo en una cosmovisión adecuada.
Injertar las especialidades en la cultura; el saber parcial en el saber total.
El problema consiste en determinar si hay un saber total; tema sobre el cual no
nos extenderemos para no desmesurarnos aquí; siendo suficiente ahora con apuntar que
tal policroma realidad como la que muestra el saber especializado, y que por momentos
aparece conducir a una desesperación por la imposibilidad de interpretar este universo
que pisamos, aparece armónicamente unificada en el ya multisecular problema del ser y
el cambio que tan asombroso fue a los griegos, y que las diversas ciencias tratan de
agotar en todas sus manifestaciones pero sin dar una respuesta comprehensiva. De aquí
que haya un saber total, una ciencia unificante y ordenadora y que por ser tal es ciencia
filosófica de la naturaleza: la filosofía de la naturaleza, que trata precisamente del
sentido del ser y el cambio, de la permanencia y mutación de los seres naturales; temas
de los cuales dependen todas las demás ciencias.7
Este saber total, correctamente entendido, no abarca ciertamente todo lo
cognoscible del ser natural –no es un epítome de las diversas ciencias-, pero abarca todo
ser natural en sus manifestaciones esenciales –el hombre incluso- llegando hasta
constituirse en apta y necesaria preparación para trascender este mundo dado de lo
material hasta alcanzar el mundo del espíritu. Que todo ello conforma el mundo a
conocer.
No queremos decir que todo acabe con un conocimiento general del universo,
despreciando así los especiales: ya hemos señalado la importancia de éstos. Nuestra
intención es hacer notar ahora la falla que significa no ofrecer educativamente una
visión de conjunto, armónica, de ese universo en el cual el hombre es y opera. No
dudamos que mucha de la rebeldía de nuestros jóvenes es producto de esta
6
Sin duda alguna el “espacialismo” es una barbarie, tal cual lo ha reconocido Ortega Y Gasset hace ya
años; pero no así la especialización, al menos correctamente entendida y tal cual la defendemos en
nuestro artículo: “La especialización, ¿barbarie o cultura?” Universitas. 1973, Nº 28, p. 8-19.
7
Cfr. J. E. BOLZAN,¿ Qué es la filosofía de la naturaleza?, Ed. Columba, Buenos Aires, 1967.
incomprensión totalizante a favor de una dispersión de saberes y de su utilización
simplemente oportunista.
EL MUNDO A TRANSFORMAR
El homo sapiens es a la vez, y por conocimiento no sólo de lo que las cosas son
sino también de lo que él es y puede hacer con aquéllas, homo faber. El saber genera el
poder. Pero así como en el saber es grande el riesgo del error por la amplia libertad que
le concede al hombre su propia espiritualidad, con la exigente prudencia de evitar tanto
los errores del racionalismo cuanto del idealismo; así en la técnica el problema se
simplifica un poco.
Tanto ciencia cuanto técnica no significan sino un entrar en interacción el
hombre y las cosas, co-ac-tuando hasta alcanzar un resultado que es o una existencia
intencional del objeto en el sujeto (ciencia) o bien una nueva existencia física de los
componentes en el compuesto (tecnología). En otras palabras, que se llega a una
contemplación (teoría) o una praxis (técnica): todo es un saber-se-lo o transformar-se-lo,
mas otorgando otro modo de existencia, intencional o física –y derivada ésta de
aquella-, pero siempre fundamentalmente gracias a que el ser natural se deja conocer y
se deja transformar.
Es el hombre quien “creado a imagen y semejanza” de Dios, es mandado
“someter la tierra”, enseñorearse fáctica y poéticamente del mundo y de sí mismo, pues
luego de dar “nombre a todos los ganados y a todas las aves del cielo y a todas las
bestias del campo”, frente a la mujer reconocerá que “esto sí que es hueso de mi hueso y
carne de mi carne”: reconoce un ser a él mismo semejante. Ya conoce su mundo nuevo,
y comienza a actuar precaria pero suficientemente dotado en él, para sí y para el prójimo
(la mujer).
Surge así la técnica como una expresión del saber y del saber-se del hombre,
constituyéndose en una verdadera interpretación de cuanto él concibe acerca de lo que
le rodea, de lo que constituye su mundo de la experiencia interna y externa. Por ello es
que el arte y la cultura toda deben incluirse en este mundo a transformar.
EL MUNDO A COMPARTIR
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Pero al saber las cosas, saber-se y reconocerse en el otro, llega a tomar
conciencia que su universo y él mismo constituyen un mundo a compartir. Y a
compartir tanto con las cosas cuanto con su prójimo.
Con las cosas, porque ellas no le han sido dadas en indiscriminado usufructo:
esas cosas ni las ha creado él ni puede hacer con ellas sino lo que ellas “naturalmente le
permiten” y a las cuales debe someterse como en honesta servidumbre.
Con el prójimo, porque éste es “otro yo” con precisamente el mismo
compromiso frente al mundo; un verdadero e insoslayable compañero de ruta, con sus
mismas obligaciones, responsabilidades y derechos.
Lo cual hace de este mundo no un mundo a repartir – porque nadie es dueño-,
sino un mundo a compartir –porque a todos les es dado- y a compartir respetando el
valor intrínseco y primero de la persona, ganando voluntades sin violentar conciencias.
Es de esta compartición de donde nacen las relaciones de justicia que se subliman
posteriormente con una ética del amor cuando se considera el Fin de aquella ruta
solidariamente emprendida.
EL MUNDO A TRASCENDER
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De aquí que no quepa, estrictamente hablando, un “desprecio del mundo”, como
creación de Dios que es y parte tan importante de su plan hasta hacer que la restauración
final sea según “un cielo nuevo y una tierra nueva” 9. Por ello la misma compartición
legal se transforma –debería hacerlo- en compartición amorosa; y lo que se debe al
prójimo como tal se le debe aún más por razón de su filiación divina.
Es decir, que cuando se introduce en la cosmovisión el sentido trascendente del
mundo como totalidad, sólo entonces se la completa, porque sólo entonces es posible
construir una escala de valores con uno de ellos indiscutiblemente primero, absoluto y
justificante. Porque o Dios es voluntariamente aceptado como Quien es, o todo se
transforma en opinión y oportunismo a la larga; o Dios es Dios para el hombre, o “el
hombre es lobo para el hombre”, aún con piel de oveja. Como bien dijiera Dostoiewsky
por boza de uno de sus personajes: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Y esto
plantea en la práctica una disyuntiva peligrosísima, que de ningún modo puede serle
indiferente al educador.
9
Apocalipsis, XXI, 1.
18
Capítulo III
19
Queremos, pues, referirnos a una de las mal llamadas “cuestiones
terminológicas”, y que la estimamos no sólo teóricamente importante –y esto bastaría
para llevar a cabo la tarea-, sino además con claras proyecciones prácticas.
Es muy corriente oír hablar de “el proceso educativo”, de “la dinámica de la
educación”, “proceso de la educación”, etc., en general con tal amplitud de contenido
que acaba conduciendo a confusión. No entraremos aquí a analizar tales contenidos,
pues estimamos que previamente a ello es menester decidir si en realidad es la
educación un “proceso” o “desarrollo”, o más bien un resultado.
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cual no comporta que el ser así denominado sea necesariamente estático: nada más lejos
de la verdad. Todo ser es y es dinámico, indisolublemente y hasta el punto de significar
un absurdo hablar de un ser inerte: todo cuanto puede señalarse como “siendo” o se nos
manifiesta por alguna actividad que nos contra-acciona, o bien permanece por siempre
ignoto para nosotros. Todo objeto se nos aparece dinámicamente: el ob-jectum latino
indica un estar arrojado allí delante, un mostrarse la cosa según su modo de operar.
EL CONCEPTO DE PROCESO
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(punto de partida) para lograr un nuevo fin (punto de arribo) no poseído entonces ni
durante el proceso; fin indica, aquí también y en cuanto posesión, estatismo,
acabamiento: se logró o no se logró; se tiene o no se tiene la perfección o el estado al
cual estaba destinado u orientado el sujeto desde el momento mismo en que dejó su
reposo original. Proceso es cambio o movimiento hacia la posesión. Sólo en ella hay
reposo; sólo allí el ser es o está, con el equilibrio más o menos momentáneo que ello
comporta. En toda otra situación intermedia se halla en estado de equilibrio inestable y
que sólo se justifica por previsión del futuro fin. Un ser llevado al estado de movimiento
y en cuanto está en movimiento aparece sometido a otro, a un motor o al menos –si se
trata de un ser viviente- sometido a la necesidad de automoverse para poder actuar
según la nueva situación; en otras palabras: debe llegar previamente a un término para
actuar distintamente, aún cuando no sea el término natural o intentado como total de un
determinado movimiento. Una piedra arrojada sólo actúa en cuanto otro sujeto la
detiene total o parcialmente, pero siempre opositivamente (así, la piedra roza con las
moléculas de aire, o choca contra un vidrio), pero entonces actúa en cuanto es o está
“allí” y “ahora”, como sujeto con tal determinada cualidad, por ejemplo con tal
determinada energía cinética; es decir, en cuanto posee la cualidad o el grado de
cualidad necesario.
Con lo cual queda implícitamente dicho que no pertenece al proceso ni el fin
que se ha poseído (punto de partida) ni el fin que se poseerá (punto de llegada). Un
proceso nunca es algo acabado, que pueda mostrarse o tenerse cual un todo, como
podría ocurrir con una estatua; es más bien como una sinfonía que se va integrando
sucesivamente pero que, cuando pareciera totalmente integrada, ya no existe: de ella no
queda sino el recuerdo, y precisamente no tanto por ella misma, por su modo de ser,
sino más bien por nuestro modo de ser, gracias a nuestra memoria. La trayectoria de un
movimiento sólo existe como totalidad en nuestro intelecto, el cual, a través de la
memoria, puede hacerla presente sin que en la realidad exista como tal. Sin memoria
existirían, sí, los procesos, pero nada podríamos saber de ellos pues, sin comparación
de un antes y un después todo se reduciría a un estático ser aquí y ahora.
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completamente cual hábito de un sujeto, es claro que nunca será, estrictamente
hablando, un proceso, sino una posesión o resultado de un proceso.
Si el grado de educación de un sujeto se evalúa por el comportamiento integral
del mismo –comportamiento que incluye los motivos por los cuales ha obrado dicho
sujeto- es necesario admitir que con “educación” estamos señalando primordialmente
un modo se ser, un estado, puesto que, como lo hemos señalado, el modo de obrar se
sigue del modo de ser, del acabamiento –momentáneo, si es necesario- del ser.
Tan es imprescindible la aceptación de este postulado que sin él nada podría
decirse de ser alguno fundándonos en su dinamismo. Y repárese en que el dinamismo
del ser es precisamente la única vía de acceso que tenemos a toda la realidad. Bien es
cierto y lo hemos dicho también, que a los “estados”, resultados o posesiones se llega a
través de ciertos procesos: se es ahora “esto” o “hasta aquí”, habiendo dejado de ser
“aquello” o “hasta entonces”; instrumentalizando un estado de inestabilidad
injustificado como tal pero justificado por el ser que logrará, al final, ser de otro modo,
ser “otro” absoluta o relativamente considerado; y que precisamente por ser –por
poseer- actuará como lo haga.
En otras palabras, que debe existir un proceso que conduzca a la educación,
tanto porque ésta es algo que no se tiene desde un principio, cuanto porque es algo que,
tenido, puede mejorar intensivamente. Pero del proceso mismo queda excluida la
educación: sólo el sujeto educable puede entrar en juego, y precisamente gracias a que
es educable, se parta en el proceso desde cero (nacimiento), o desde cuales quiera de
los puntos alcanzados durante el proceso (estadios de la educación). Esto es: debe
considerarse la educación poseída actualmente como punto de partida, y la educabilidad
como condición de posibilidad para incrementar la educación que se llegará a poseer.
Si la educación no es algo “tenido” – hasta el punto que se quiera distinguir o
según las etapas que marque el criterio de evaluación que se adopte: todo ello no obsta a
la conclusión – no puede ser algo manifestado; y si no es manifestado, se está
trabajando a ciegas, absolutamente hablando, pues seria algo de cuya existencia ni
hablar cabe. No sólo quedaría suspendido el juicio sino que ni la sospecha del mismo
podría surgir.
Todo esto que venimos diciendo no apunta solamente a dilucidar una cuestión
teórica, sino que a poco que se repare en hechos cotidianos y en conceptos corrientes de
educación, se detectan inmediatamente las consecuencias prácticas de tan antitética
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posición entre los autores que optan por la educación cual proceso la educación como
resultado.
Así, por ejemplo y para referirnos a un hecho de gran importancia, en el Congreso
Internacional que bajo el patrocinio de la UNESCO se celebrara en Moscú en 1968, se
llegó a la sorprendente y absurda conclusión que el objetivo primordial de la educación
actual y del cual se desprenderán los demás, era “aprender a aprender”. Esto no tiene
sentido más allá de sonar profundo y apelar a la predisposición psicológica de quienes
están tan imbuidos de un dinamismo y una praxis a ultranza, que todo cuanto lleve a
mantener el movimiento por el movimiento mismo es laudable y progresista. Si se
pretendía entonces ser lacónico, lo correcto hubiera sido referirse a “Saber aprender”:
esto sí guarda proporción con la educación (saber) y la educabilidad (aprender) y en
función, precisamente, del educando como causa eficiente principal, a quien se le debe
dar armas suficientes como para continuar por sí mismo haciéndose cargo de la realidad
inagotable que le rodea. De otro modo es un insensato “hacer por hacer” o “caminar
por caminar”; peor aún: es un “hacer a hacer”, o “caminar a caminar”, si
pretendemos guardar la analogía con el enunciado dicho. Esto es activismo y activismo
vergonzante, porque sólo puede ocurrir en un perfectible dado, sobre una posesión de
partida y contando con una posesión final de llegada o meta. “Aprender a aprender” es
cabalmente no poder ni dar un paso, estar siempre a la expectativa de hacer algo pero
nunca poder comenzar.
Otro ejemplo lo tenemos en ciertas definiciones corrientes de educación que
citaremos en el próximo capitulo, y que siendo sólo algunos ejemplos, muestran todas el
factor común de activismo desde fuera del educando, un trasfondo de preparación, de
adaptación inacabable, de inestabilidad, en fin, que marca más bien el proceso
educativo, que no la educación.
El educando permanece siempre educable – y es cierto -, pero se pierde de vista
incesablemente que o es educado por el progreso – llega a poseer algún grado de
educación – o el proceso mismo no tiene sentido. O la educabilidad se va colmando con
educación, o el educando permanece por siempre hueco.
Un tercer ejemplo podemos hallarlo en los”Objetivos comunes y particulares de la
enseñanza de las ciencias experimentales”, correspondientes al Primer Simposio
Nacional sobre Enseñanza de las Ciencias, Córdoba, 1968. Allí se nos habla
constantemente de “desarrollar capacidades”, “predisponer para la búsqueda”,
“favorecer convicciones”, “ejercitar habilidades manuales”, “promover intereses”,
24
“adiestrar en manejos”, etc.; y en 28 recomendaciones acerca de dicha enseñanza de las
ciencias”, ninguno señala explícitamente la función de saber como posesión. El
educando se transforma así en un perpetuo sediento atraído por un espejismo.
Más recientemente aun: en la Tercera Conferencia Interamericana sobre educación
matemática (Bahía Blanca, noviembre de 1972), bajo patrocinio de la OEA, UNESCO,
Ministerio de Cultura y Educación de la Nación, CONICET, Universidad Nacional del
Sur, así como diversas personalidades mundiales, el temario no puede ser más llamativo
y sugerente, pues comenzando - ¡téngase en cuenta que se trata de educación
matemática! – increíblemente por “La computación y su enseñanza en los distintos
niveles”, continúa con “La matemática moderna en la primera enseñanza, “La
matemática moderna en las ciencias aplicadas y en las escuelas técnicas”, y “L
transición de la escuela media a la Universidad: ajustes en la enseñanza de la
matemática en este periodo”. Acerca de la educación matemática: nada explícito; y aun
se abre el temario con un punto puramente técnico cual es el de la computación. Esto es
pagar tributo al “cambio y la urgencia del momento.
Volvemos así al vacuo “Aprender a aprender”. Si no se enseña para saber, ¿para qué
se enseña?
Pero en definitiva, lo que subyace a la respuesta que se dé, explícita o
implícitamente, a la cuestión de la educación es posesión o interminable proceso – y los
ejemplos lo destacan suficientemente – es el concepto mismo que se tenga de la verdad
y del fin del hombre: si la verdad es sólo cuestión de opiniones más o menos bien
fundadas y provisoriamente aceptables en un determinado contexto histórico y,
especialmente, utilizable pragmáticamente, apareciendo el hombre sin mas destino que
esforzarse por algún tiempo en “hacer algo” con aquélla, la perspectiva es una. Mas si la
verdad es, sí, obtenida a través de un esfuerzo que va integrándose con verdades
parciales, precariamente conocidas la mayoría de las veces , atisbadas en ocasiones y a
menudo dolorosamente sólo buscadas, pero conducente todo ello al gin a una posesión,
a un saber, a un ir integrándose, al cabo, las verdades es una Verdad justificante de todas
ellas, entonces la perspectiva así alcanzada es muy otra y tales verdades- y la Verdad, al
cabo – se constituyen ahora en posesión y gozo en la posesión. Se dará una
contemplación de la verdad y no una mera utilización.
De tal modo, el tema de la educación como proceso o como resultado alcanza todo
su clímax, toda su trascendencia en cuanto se lo lleva a sus consecuencias lógicas
extremas. Porque de la respuesta que se dé depende – lo hemos visto – que se haga al
25
hombre un eterno perseguidor de algo perecedero, sin valor en sí y sólo importante con
relación a otra cosa, también perecedera; o que se lo haga tal perseguido, pero capaz
de la alegría real en la contemplación de reales verdades con valor en sí mismas.
Está, pues, en juego aquí la felicidad del hombre, pues o lo conducimos a un
agnosticismo enervante y desesperado, o a un optimismo fecundo e impulsor. ¡Nada
menos!
26
Capítulo IV
EL CONCEPTO DE EDUCACION
27
enunciado lo suficientemente conciso y rico en significado como para poder cumplir con
las premisas establecidas en los capítulos previos y soportar su explicitación en todo el
desarrollo posterior al tema.
Digamos, pues, que educación es el hábito gracias al cual la persona es capaz de
asumir, finalmente, su destino.
Definición que cumple en principio con las reglas generales, las cuales exigen buscar
primero el género próximo o significado mas amplio (materia de la definición) que lo
definido, para luego especificar dicho género por restricción (diferencia específica o
formal) hasta alcanzar la caracterización buscada. En este caso un hábito (género próximo)
es algo más amplio que el hábito educación, y luego se lo restringe a la capacidad de
Asunción del destino o fin de la persona (diferencia específica del hábito).
Vayamos ahora a la explicación de los términos utilizados, a fin de aclarar y mostrar la
virtualidad de la definición.
1. En primer lugar, la educación es un hábito, es tener o poseer; pero nunca
posesión acabada: la noción misma de hábito se opone a ello. ¿Qué es, pues, un hábito?
Decíamos antes que un hábito apunta a un tener. En efecto, “habitus”deriva del verbo latino
“habere”: haber, tener. Este tener debe entenderse de dos modos: en el primer modo y el
más corriente, tener es poseer un objeto (una lapicera, un vestido) o estar relacionado a él
(tener un amigo, un hijo). Pero también puede entenderse como una disposición, buena o
mala, hacia determinado modo de ser o de obrar; y en este sentido es que diremos que “el
hábito es una disposición conforme a la cual un ser está bien o mal dispuesto, ya sea con
relación a sí mismo, ya sea con relación a otra cosa.”20
Hablando propiamente, esa disposición es de la persona como un todo en cuanto a sus
cualidades, no en cuanto a su esencia, pues con respecto a ésta es o no es tal ser, mientras
que las cualidades significan los principios u orígenes activos y pasivos que modifican
accidentalmente a la substancia, esencia o natura, y le permiten ser y expresarse, y nos
permiten otorgarle una denominación distinta a cada ser o especie.21 Cuando se dice que el
hábito es una determinación de la cualidad o una especificación de la misma, lo que se
quiere significar es que de entre las indefinidas o numerosas posibilidades de esa cualidad
se ha logrado establecer una orientación o disposición de esa cualidad con preferencia a
otras posibles disposiciones. De aquí que el hábito también se defina como la afirmación de
una cualidad, como una cualidad que ha llegado a ser difícilmente mudable. Es decir, que el
hábito agrega a la disposición la firmeza (no absoluta): es una orientación de la cualidad
que se va afirmando en tanto se perfecciona operativamente. Por ello existe una clara
diferencia entre el poder obrar y el hábito de hacerlo, y así Sto. Tomás de Aquino dirá muy
bien que “el hábito y la potencia se diferencian en esto: por la potencia somos capaces de
hacer algo; sin embargo por hábito ni se nos da ni se nos quita el poder hacer algo, pues lo
que por él adquirimos es hacer bien o mal alguna cosa”.22
20
ARISTOTELES, Metafísica, L. IV, cap. 20.
21
“Cualidad es aquello gracias a lo cual decimos de una cosa que es tal cosa”, ARISTOTELES, Categorías,
cap. 8.
22
S. TOMAS, Summa contra gentes, L. IV, cap. 77.
28
Pues bien, con respecto a la educación las cualidades que importan son específicamente
las cualidades formalmente pertenecientes al alma, en general denominadas potencias o
facultades del alma, y más rigurosamente las que se refieren al entendimiento y la voluntad.
Estas son potencias para saber y saber elegir; a las cuales se deben agregar ahora, en
punto al obrar, las cualidades o virtudes morales suspendidas, sí, a la razón, pero no
necesariamente y en todos los casos: el optimismo antropológico de Sócrates según el cual
bastaba al hombre saber qué es la virtud para quererla y obrar en conformidad, es una
exageración racionalista desmentida repetidamente por la realidad. Si bien es cierto que
más fácilmente obrará bien quien mejor conozca los hechos no menos lo es que el saber no
lleva necesariamente al obrar ni al hacerlo bien. Por eso decía muy profundamente
Aristóteles que” la razón impera sobre el apetito como según principado político” 23, no
“despóticamente”, sin oposición, tal cual gobierna el alma al cuerpo, 24 sino contando con el
sometimiento condicional de ese apetito que bien puede rebelarse. De aquí que Santo
Tomás señale que “El hombre necesita, para bien obrar, no sólo de la buena disposición de
la razón mediante el hábito de las virtudes intelectuales, sino también que la virtud apetitiva
esté bien dispuesta mediante el hábito de las virtudes morales”.25
Pues bien, tales son las potencias necesarias para saber, elegir y obrar; pero más allá de
estas determinaciones genéricas, tan amplias en sí mismas que sólo constituyen un punto de
partida dado naturalmente al hombre para saber y querer, deben ser de algún modo
determinadas a conocer y querer a través de las circunstancias en que concretamente
existen en el hombre. Es decir, se trata de un alma encarnada, incorporada, que deberá
expresarse y laborar primariamente a través de un cuerpo y gracias a otros cuerpos (mundo
circundante). El repetido adagio latino según el cual no hay nada en el intelecto que de
algún modo no haya pasado por los sentidos, equivale a decir que el objeto adecuado del
entendimiento es el ser materializado. De hecho, es fácil comprobar que nuestro lenguaje
es específicamente un lenguaje hecho para expresar el universo material; de allí las
dificultades de expresión – y de comprensión – de la esfera de lo típicamente espiritual.
En otras palabras: que inteligencia y voluntad tienen de por sí un carácter de esencial
indeterminación frente al vastísimo campo posible de actividad:”Los límites de la verdad y
del bien son tan extensos que a no ser que nuestras facultades intelectuales se canalicen en
una cierta dirección, corremos el peligro de cumplir nada permanente ni valedero” 26.
Equivale esto a decir que no solamente por aquella necesidad esencial de saber y obrar a
través de y gracias a cuerpos es necesario orientar las facultades del alma, sino aún por
razones más inmediatas y prácticas; para no pasar la vida en infructuosa indecisión o en
agotantes contramarchas.
De aquí entonces la necesidad del hábito, que agrega como perfección del “poder hacer”
el “hacerlo hábilmente”. Y por cuanto se debe tender siempre y en todo orden a la
perfección, han de fomentarse los procedimientos que contribuyan positivamente a
23
ARISTOTELES, Política, 1254 b 4.
24
Idem.
25
S. TOMAS, Summa Theol., I-II, q. 58, a. 2, resp.
26
R. E. BRENNAN, Psicología general, Madrid, 1961, p. 402.
29
“habituar”. No se confunda el “habituar” con el simple “acostumbrar”: formalmente
hablando el hábito agrega al a costumbre precisamente su punto de partida intelectual y
volitivo; su espiritualidad, en fin. No quiere decir eso que siempre y en toda ocasión exista
de hecho plena conciencia de aceptación de la verdad y el bien, pero en la medida en que
conscientemente se los encare y acepte, en esa misma medida se intensifica el hábito. En
última instancia esto comporta acceder conscientemente a la verdad y al bien que en cada
caso se proponen porque se ha aceptado ya en general que para eso están las facultades del
alma o, más ampliamente dicho, que ése es el fin del ser y obrar de la persona.
Todo ello es facilitado, pues, por el hábito hasta hacer que tras la orientación y
afirmación de las facultades se siga la acción (cognoscitiva o volitiva) con rapidez,
facilidad y aún gozo como resultado de las dos condiciones anteriores. Esta afirmación de
las facultades puede llegar a tal grado que se constituyan los hábitos en una suerte de
“segunda naturaleza”; de aquí entonces la enorme importancia de facilitar la aparición de
hábitos correctos, pues una “segunda natura” positivamente desviada comprometerá
gravemente a la verdadera natura humana encarnada en un concreto individuo.
2. La educación es un hábito gracias al cual: esto se entiende inmediatamente por
cuanto hemos dicho se la ayuda o facilitación que significa el hábito en cuanto al obrar. El
hábito no es un determinismo, pues en última instancia la persona conserva su libertad de
aceptar o no en cada caso concreto la tendencia a que la hace proclive el hábito adquirido.
La “segunda natura” queda siempre sometida a la primera y verdaderamente esencial, la
cual nunca puede ser substancialmente sometida; si bien una mala habitación, reforzada por
repetidos actos de la misma, puede hacer muy difícil la relación;
3. la persona humana, único ser educable, propiamente hablando, por ser el único
sujeto individual de natura racional capaz de comprender y obrar en consecuencia (por ser
el único que posee un alma espiritual);
4. es capaz, pues la educación, si es el fin de un cierto proceso que a ella conduce y
permite se establezca como hábito de la inteligencia y la voluntad, es desde el punto de
vista de la persona un punto de partida o capacidad hacia el logro de su fin último;
5. de asumir, es decir, de asentir, aceptar y jugar su papel interior y exteriormente
con libertad, sin coerciones que obliguen necesariamente, sin un determinismo absoluto;
pero entiéndase bien; no queremos decir con ello “sin influencias”, y aún influencias muy
poderosas. El hecho mismo de surgir cada persona en el contextote un universo físico y
espiritual ya “hechos” hasta ese momento y con larga historia, condiciona sin dudas su
futuro saber y obrar, como así también lo harán los hábitos que adquiera; siendo éste el
derecho que paga por usufructuar de una cultura que, mal o bien, ha costado lo suyo a las
generaciones procedentes. Pero en todo caso posee el hombre la libertad interna de
aceptación de las circunstancias; mas será oficio de la sociedad o de la autoridad veladora
del orden hacer que estas circunstancias no adquieran una preponderancia tal que hagan
imposible no ya la libertad de elección (libertad psicológica o interna), pues esto es
teóricamente imposible, sino la libertad de ejercicio; condicionada, claro está, a la libertad
de sus prójimos, pero libertad fundamentalmente condicionada según,
30
6. finalmente, su destino, esto es, según genéricamente es un ser con un fin
trascendente y específicamente existente en su etapa terrena en un determinado contexto
temporo-espacial que lo pone en relación irrenunciable con sus hermanos y el universo
compartido; con el universo natural y el universo cultural; con una realidad fáctica a la cual
aceptar como tal y cual punto de partida del juicio que le merezca frente tanto a lo que debe
ser cuanto a las proyecciones futuras de su obrar con sentido trascendente, pero que ha de
llevar a cabo en ese marco circunstancial. Por ello hemos agregado “finalmente” a la
definición, pues no caben dudas:
a.) que existen, de hecho, diversos fines parciales, tantos en verdad cuantas
operaciones se lleven a cabo, cuantas intenciones guíen al hombre en su multifacético
obrar; pero
b.) que tales fines parciales, precisamente por serlo, por significar determinaciones
circunstanciales que toma el hombre, sólo tienen pleno sentido referidos a un fin total y
orientador último: no se entiende lo parcial sino como parcial de un total.
Así entienda, la educación es primeramente un perfeccionamiento de la persona para
facilitarle el cumplimiento de su fin a través del conocimiento del mismo (formación de la
inteligencia) y de la puesta en obra de las acciones conducentes a su logro (formación de la
voluntad).
En la práctica esto supone el conocimiento y la aceptación:
a. de sí mismo en sí mismo;
b. de sí mismo en el prójimo;
c. de sí mismo en el resto cósmico;
d. y como culminación, de sí mismo en Dios.
e.
Etapas todas cuya consecución se puede ver facilitada por la enseñanza (directa o
indirecta), por los maestros, las instituciones especializadas, etc.
De todo lo cual no nos corresponde tratar.
31
Capítulo V
EL PROCESO DE LA EDUCACION
Si la educación es, según se dijo, una perfección perfectible de las potencias intelectiva y
volitiva del alma, puede hablarse de un triple proceso de la educación:
a. el proceso a ella conducente;
b. el proceso de su perfeccionamiento;
c. su finalización.
32
congéneres que le han precedido cronológicamente. Quiérase o no, cada uno de nosotros
está usufructuando los beneficios de un cierto nivel cultural (también sufriendo los
prejuicios), pero sólo se tiene derecho a hacerlo aceptando someterse libremente a
determinadas reglas de juego, al menos momentáneamente y como perfectibles.
Precisamente por aquí entra en escena la educación como imprescindible instrumento de
ubicación relativa (convivencia) y absoluta (finalidad) del hombre. Para ello la sociedad –
la familia, el Estado, la Iglesia – debe ofrecer al educando tanto una visión del ser del
hombre y de sus relaciones con el universo material y espiritual, cuanto los medios para
acceder a todo ello a través de una enseñanza que empieza por un “acostumbramiento” a
modos de comportamientos aceptados por los mayores como buenos o convenientes, y
ababa por comportar la hábil presentación de hechos adecuadamente relacionados,
interpretaciones coherentes y ejercitación coadyuvante, como para resultar atractiva,
convincente y habituante; esto es, como para provocar la aparición de educación: la libre y
consciente aceptación, por parte del educando, de todo aquello que se le propone, según se
ha dicho; la internación, en fin, del resultado de esa interacción que se produce entre
educando y el resto cósmico, el maestro y su actividad inclusos.
Porque la educación es fundamentalmente asentimiento y consentimiento: asentimiento
(intelectual) a lo que se le propone saber – directamente por las cosas y los hechos,
indirectamente por el medio que es el maestro -; consentimiento (volitivo) a lo que se le
propone obrar. Pero siempre un compromiso personal e intransferible; nadie la puede jugar
por ella. Y la educación debe apuntar también a crear esta conciencia de responsabilidad
como consecuencia de la libertad de elección o aceptación; porque, al cabo, o la
responsabilidad se asume libre y positivamente, o se la sufre, con todo el contexto de
angustia y resentimiento que ello encierra.
Y aquí volvemos a insistir en la necesidad de un claro planteamiento del fin último del
hombre y de toda actividad humana. La situación es exigente. Porque sin una definida
aceptación de un fin más allá delfín terreno, sin una decidida aceptación de Dios y su plan –
al menos concebido éste en su más amplia noción: Dios como origen y fin del hombre – no
hay fundamentación firme de educación alguna, porque no habrá norma de vida, ni
objetivo, ni valoración del saber y del hacer que pueda servir de patrón más allá de una pura
convención entre pares. Y toda convención entre pares en función de simple conveniencia
más o menos momentánea, es frágil y queda sometida al arbitrio del más hábil o más fuerte.
Mas una norma exterior y superior al simple deseo colectivo, la realidad de un Dios
personal creador y providente el cual por derecho propio y no por otorgamiento de sus
pares sabe lo que debe hacer el hombre y tiene derecho a legislarlo, es igualmente obligante
para todos porque lo es para cada uno independientemente y más allá de toda convención.
Siempre hace falta una Autoridad indiscutible como fundamento último de todo valor.
La educación así concebida se puede resumir en saber que se está hecho para Dios y que
se ha de obrar en consecuencia, precisamente en el contexto espacio-temporal en que
circunstancialmente transcurre la primera y preparatoria etapa de la vida. Contexto espacio-
temporal que precisamente comporta la exigencia de “saber de qué se trata” este mundo
33
existente y transformable (ciencia y técnica: el mundo a conocer y transformar), y el
prójimo por quien y con quien se ha de convivir (el mundo a trascender).
Sin embargo, téngase bien en cuenta que la educación, estrictamente hablando, no hace
que efectivamente el hombre actúe bien (la educación no es un determinismo) sino que esté
capacitado para actuar bien (la educación es un hábito). Con la educación nada se garantiza
en cuanto al obrar el hombre en cada caso concreto pues en última instancia la intrínseca
libertad de pensar y proceder en consecuencia es algo inalienable y que precisamente ha de
respetar todo educador; más aún, ha de contar con ello si su tarea está correctamente
orientada y en tanto la educación se conciba no cual imposición sino como aquel hábito que
facilita el bien comprender y el buen obrar.
A menudo se dice que el fin de la educación radica principalmente en la correcta
promoción de las virtudes morales. Esto es perfectamente aceptable siempre que se
entienda en toda su plenitud; es decir siempre que se tenga en cuenta:
a) que el objeto formal de la voluntad es el bien entendido (primacía entonces del
saber para saber u obrar consciente);
b) que es bien admite, sí, variedad según los varios casos concretos, según la verdad
y el bien que en los diversos objetos se encarnan; pero que todo bien particular
sólo tiene sentido como bien, es decir sentido positivo, en función del bien del
hombre como tal: del bien de su propio fin último.
Cierto es que vale en general que el bien y la perfección de todo ser, desde la mínima
partícula atómica hasta el hombre, consiste en su operar, porque todo ser es y opera,
indisolublemente; pero en el caso peculiar del hombre esa operación está guiada por un
saber de qué se trata, un conocer conscientemente (el animal también conoce, pero la
diferencia entre saber y conocer radica en que saber es propiamente conocer consciente: el
hombre sabe que sabe). Y por cuanto la explicación cabal de un obrar sólo se logra
sabiendo que el fin por el cual (finalidad) se obra, el hombre alcanza madurez cuando se
hace cargo de su finalidad; acepta que tiene un fin totalizante concreto y vive (obra) en
consecuencia: todos, mal o bien, explícita o implícitamente obran por un fin y tienen su
“norma de vida”, su concepto o “filosofía de vida”.
LOS COMIENZOS
34
Es decir, que no hay posibilidad de definir experimentalmente el comienzo de la
educación porque ello depende esencialmente del criterio y método de evaluación
adoptada28 así como de la técnica de percepción del comportamiento, puesto que solo puede
juzgarse de la educación alcanzada en función de la manifestación o comportamiento
consiguiente.29 Por otra parte esto está plenamente de acuerdo con el concepto de educación
como hábito: ¿en qué momento preciso comienza a existir un hábito? No cabe aquí
respuesta; y menos cabe por cuanto un hábito es siempre algo perfectible, pues entonces lo
que puede detectarse es sólo cierto grado o nivel de perfección, precisamente el que
permitan las técnicas disponibles, y no más; y cuando mejores dichas técnicas será posible
asignar estadios anteriores en cuanto al momento en que se manifiesta existente la
educación.
De aquí entonces que el tema del comienzo de la educación sólo tenga respuesta
teórica, según hemos dicho.
En cuanto al modo en que comienza – o tal vez sea mejor decir: al modo en que se
la hace comenzar – una costumbre milenaria hace que el niño empiece su ciclo social por
un adiestramiento destinado a hacer surgir en él ciertas buenas costumbres que habrán de
facilitar a corto o largo plazo su vida personal y comunitaria. Este “sistema educativo” si es
correctamente llevado a cabo está de acuerdo con el modo de ser del neonato, pues no
habiendo alcanzado éste la edad del discernimiento, no puede ser instruido sino sólo
adiestrado. Sin embargo, este adiestramiento sólo materialmente coincide con el
adiestramiento a que se somete, por ejemplo, a un animal doméstico; pero formalmente la
diferencia es tan notable como acentuada es la diversidad de ser que compete a uno y a
otro: al animal y a la persona humana que es el niño. Aquí tiene clara e inmediata
aplicación la antes referido acerca del modo de ser y de recibir del recipiente: la misma (o
análoga) actividad de adiestramiento por parte del ejecutor tiene esencial diferencia de
aceptación por parte del recipiente, siendo éste en última instancia quien condiciona como
resultado la operación del adiestrador.
Esto debe tenerse primordialmente en cuenta al proyectar y llevar a cabo toda
actividad educativa, comprendida en ella el dicho adiestramiento, a fin de no perder jamás
de vista que siempre y en concreto se trata de educandos y no de educación; que la tarea
emprendida es una obra “de persona a persona” y no la simple aplicación mas o menos
masivas de técnicas cada vez más perfectas.
También por ello, este adiestramiento se debe poner, en primer lugar, al servicio del
mismo adiestrado y no de sus padres, por ejemplo; y de tal modo debe llevarse a cabo que
se haga cierto que en la primera edad la prole está “como en un útero espiritual”. 30 El
adiestramiento no es para comodidad de los padres – aunque ello también sea uno de los
resultados – sino para el desarrollo equilibrado del niño en tanto significa la educación en
raíz. Y la educación es algo que el niño tiene derecho a reclamar de sus padres.
28
Estrictamente hablando, no hay posibilidad alguna de fijar un momento inicial a ningún movimiento o
proceso.
29
Y ni aún así, pues propiamente no se puede evaluar la educación.
30
S. TOMÄS, Summa theol., II-IIae, q. 10, a. 12.
35
EL PROCESO DE PERFECCIONAMIENTO
Si, como hemos dicho, no podemos señalar el momento preciso de inserción del
hábito educación en el niño, tampoco nos será posible determinar el comienzo del proceso
de perfeccionamiento de esa educación por cuanto hábito significa la afirmación en
determinado sentido de una cualidad espiritual de sí misma abierta a todas las posibilidades
– ya hemos referido esta característica - y esa afirmación no tiene un sentido definitivo,
inamovible una vez fijada, se hace claro que “afirmación” debe a entenderse sólo
relativamente a las múltiples posibilidades de las facultades del alma. En otros términos,
que la afirmación puede continuar afirmándose; más aún: debe continuar así con nuevos y
más exigentes actos de aplicación, porque todo hábito es en gran parte reversible y sólo se
perfecciona con una ejercitación cada vez más intensa. El ejemplo de la ejercitación física
es muy aclarante: la destreza deportiva, si bien nunca se pierde totalmente una vez
adquirida, sólo se mantiene multiplicando la aplicación, y sólo se mejora superando nuevas
y más dificultosas pruebas, no simplemente repitiendo las conocidas y dominadas.
Sea como fuere, el período de perfeccionamiento de la educación comienza cuando
el adiestramiento da paso a la instrucción, esto es, cuando es alcanzada por el educando la
edad de la discreción o discernimiento, cuando el niño puede razonar. Momento que
tampoco es fijo y constante para todos los niños de las épocas, pues depende tanto de
ciertos factores imponderables (constitución psicosomática, desarrollo del adiestramiento,
cultura de los padres, etc.) cuanto del contexto histórico-cultural en el cual le toca vivir (en
general, la mayor difusión de conocimientos por medios de comunicación permite anticipar
el comienzo de la instrucción).
En términos generales y en cuanto a nosotros nos interesa, este período de la
actividad educativa está caracterizado por la aparición, en el horizonte del educado, de la
persona del maestro y el consiguiente surgimiento de la interacción entre ambos.
Pero conviene poner mesura y decir, a fuer de rigurosos, que el maestro no es,
estrictamente hablando, necesario para que haya aprendizaje y educación; si así fuera, ¡nada
se sabría pues nadie nació maestro, nadie nació sabiendo para poder enseñar! Por el
contrario, es preciso considerar que este aprendizaje puede darse y de hecho se da,
fundamentalmente, por dos vías que los clásicos latinos llamaban “vía de la invención”
(hallazgo personal, encuentro directo con las cosas) y “vía de la disciplina” (enseñanza a
través de quien sabe: el maestro). Saber siempre comporta un volver a las cosas mismas
(Husserl); y no obstante cuán conveniente y oportuna sea la intervención del maestro hasta
constituirse en una necesidad de hecho, de derecho será siempre la suya intervención,
interposición coadyuvante entre lo que puede saberse y quien puede saber.
Insistamos en que no pretendemos desmerecer el papel del maestro sino poner
ajuste también en su orden, porque nada luce mejor que cuando cumple acabadamente su
función. Por el contrario, son precisamente quienes han exagerado su actividad; más aún,
quienes lo han reducido al simple juego escénico de “enseñador”, los que lo han puesto
inconscientemente a nivel de las máquinas de enseñar; olvidando que educar es más que
36
ello, porque es proponer en realidad todo un modo de vida. Y en tratándose de modos de
vida, el papel de ejemplar juega en el maestro con toda su gravitación. 315
a) que en esa interacción peculiar, tanto maestro cuanto discípulo juegan, sí, un
papel activo: ambos son causa del aprendizaje y la educación; pero mientras el maestro es
causa coadyuvante, el discípulo es causa principal. Equivale esto a decir que el papel del
maestro es fundamental en tanto se constituye en un hábil “introductor de embajadores”,
presentando las cosas y los hecho más aptos, en el momento más oportuno e indicado los
nexos entre unos y otros hasta esbozar o apuntar las consecuencias que de todo ello surgen;
sumariamente dicho: desplegando ante el enseñando todos los elementos que lo pueden
conducir a entender “de qué se trata”. Pero entender es obra propia y exclusiva del
discípulo: si él no entiende lo que está ocurriendo, nadie puede hacerlo por él, no obstante
cuánta sea la habilidad y preocupación del maestro. Y por cuanto todo el proceso de
enseñanza-aprendizaje –y el proceso educativo como un todo- tiene por finalidad que el
discípulo aprenda, tenga ciencia, sepa y quiera obrar de acuerdo –que tenga educación- se
hace claro que todo fracasa si él no sabe y no obra en consecuencia. Para ser estrictos, en
verdad es el mismo educando quien se educa.
Siempre, claro está, gracias a las cosas y hechos que de por sí y por intermedio del
maestro, se le muestran y proponen como otros tantos motivos de saber y obrar.
31
Apuntes luminosos acerca del maestro y su dignidad pueden ser hallados en S. AGUSTÍN, De magistro, por
ej. en la ed. Bilingüe de Obras de San Agustín, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1957, t. III; S.
TOMÁS, Quaestiones Disp. de Veritate, Q. XI: “De magistro”, ed. Marietti, Torino. Cfr. asimismo A.
CATURELLI, La doctrina agustiniana sobre el maestro y su desarrollo en Santo Tomás de Aquino,
Universidad de Córdoba, Instituto de Metafísica de la Facultad de Filosofía, 1954.
37
maestro, estrictamente hablando, “pues así como en el enfermo está el principio natural de
la salud, al cual principio presta sus auxilio el médico para completarla, así también está en
el discípulo el principio natural de la ciencia, es decir el entendimiento agente y los
primeros principio evidentes por sí mismos. Pues el maestro suministra cierto auxilio,
deduciendo las consecuencias de los principios [ … ] llevando el alma [del discípulo] al
conocimiento de la ciencia por el mismo procedimiento por el cual el alumno descubriría
por sí mismo la ciencia, a saber, deduciendo las cosas desconocidas a partir de las
conocidas…Por lo tanto la ciencia se desarrolla en el discípulo según la capacidad del que
aprende y no según la capacidad del maestro”.32
En otras palabras, para que se establezca la relación enseñanza-aprendizaje basta,
estrictamente, que haya que sea capaz de aprender y que exista qué aprender. Es notable
que aprender es originariamente apprehensio, del latín: tomar, agarrar; operaciones
tomadas que antes de pasar al ámbito intelectual significan algo atrapado por alguien,
señalando así las dos únicas cosas necesarias: el atrapante y lo atrapable; que otro
aproxime o indique qué es lo que conviene “atrapar” o en cuál orden hacerlo, es sólo una
ayuda, todo lo grande que se quiera pero ayuda al fin.
De modo tal que si el hombre no pudiera aprender o bien no existieran cosas
aprensibles, no habría caso de maestro alguno. Esto, que parece casi una perogrullada,
pretende poner énfasis, desde su lado, en la prioridad del cognoscente y de lo cognoscible,
señalando por qué a su vez la ciencia se desarrolla en el discípulo según la capacidad de él
y no la del maestro: “Lo que natura non da, Salamanca non presta”. Saber es siempre saber
una verdad que ofrece la realidad y al modo de quien es capaz de alcanzarla. Esto no
significa en modo alguno caer en un subjetivismo simplista porque si bien siempre se recibe
“al modo del recipiente”, lo que se recibe tiene su propia realidad. La verdad es siempre
más rica y profunda que el limite a la que la somete el modo mismo de ser del hombre, pues
toda verdad significa en última instancia la adecuación de las cosas con respecto a la idea
que existe de ellas en el Creador; siendo por lo tanto una realidad de orden espiritual que
debe ser buscada en la realidad finita y por el ser materio-espiritual del hombre. Por
consiguiente la adecuación es real, pero parcial.
En resumen: que en el proceso de incoación y perfeccionamiento de la educación a
través del proceso educativo, el maestro ha de tener en cuenta:
a) que la educación es algo que se da a sí mismo el educando, siendo por ello causa
eficiente principal del proceso, tanto operativa cuanto entitativamente considerado el caso,
b) que ello comporta de parte del maestro aceptar su posición intermedia, a cuyo
servicio habrá de poner todo su poder y habilidad, entre lo que ha de saberse y obrarse y
aquel que finalmente es quien debe saber y obrar.
De lo cual resulta que es la del maestro una misión fundamentalmente altruista –
para el otro – sólo posible en el marco de una vocación amorosa por el bien espiritual del
prójimo, el único directa y propiamente favorecido por la actividad magistral. Toda otra
consecuencia, sea para el maestro como para el discípulo, ha de ser considerada
indirectamente.
32
S. TOMÄS, De Unitate. Intellectu., cap. 5, N° 258
38
FINALIZACIÓN DEL PROCESO
Dijimos en su lugar que no es posible fijar el comienzo del proceso educativo o el
primer momento en que el niño comienza a “ser educado”. Pero en cuanto a la terminación
del proceso, podemos, si, ser taxativos: no acabará jamas. O, si se quiere, termina con la
vida misma de la persona.
Sin necesidad de abundar en argumentos psicológicos o caer en frases corrientes que
en verdad nada prueban como no sea la íntima convicción que todos tenemos de “poder
saber siempre algo más”, de “no haberlo visto todo en la vida”, daremos la razón última y
fundamental por la cual aquello es así; es decir, por qué la educación, siendo como es algo
poseído, es al mismo tiempo algo siempre inacabado y a tal punto que solo la desaparición
del sujeto hace terminar, compulsivamente, un proceso de sí continuable indefinidamente.
En otras palabras: ¿Por qué la educación – o el saber – no sólo no es nunca de hecho
algo finalizado, completo y definitivamente establecido, sino que además no puede ser así?
La respuesta estará condicionada, como es sospechado desde ahora, por el modo de
ser de lo que se recibe – lo cognoscible – y el modo de ser de quien recibe – el cognoscente
-. Pues bien, la cosa que es cognoscible nunca encarna adecuadamente la idea del Creador,
nunca está en acto pleno de ser sino que su existir en concreto indica que se trata de un acto
coartado, parcial, ontológicamente hablando, de una perfección actual que no agota toda su
potencialidad, que no “plenifica” su posibilidad de ser.
Se trata, técnicamente dicho, de un ser contingente, creado para existir
sucesivamente y con la indigencia que ello mismo indica. Pues en tanto se trata siempre de
un ser que siendo está pendiente de cambiar para poder seguir siendo o bien para ser otro o
de otro modo, este sometimiento necesario al cambio nos lo muestra como necesariamente
compuesto de ser y no ser; de acto (de ser lo que ahora de hecho es) y de potencia (de ser lo
que podrá más tarde ser). Y en tanto sea él el ser creado que es, siempre existirá en él
potencia, y tanto podrá saberse cada vez más de su ser cuanto nunca podrá agotarse el
conocimiento que de él podamos alcanzar.
De aquí que desde lo cognoscible nunca habrá de agotarse el conocimiento porque
equivaldría a aniquilar el ser potencial.
Mas otro tanto ocurre de parte del cognoscente, pues él mismo es un ser potencio-
actual y desde el punto de vista del conocimiento su propia potencia cognoscitiva siempre
existirá sin llegar a ser colmada jamás, porque en su modo de ser esa potencialidad le es
esencialmente constitutiva. Este es otro modo y el más profundo, de referir la
indefinidamente creciente perfectibilidad del hábito.
Repárese en que no decimos “siempre existente perfectibilidad”, porque si bien es
cierta esta expresión, mas precisa es aquella por cuanto todo hábito se intensifica más
cuanto más se ha intensificado ya; los nuevos actos de perfeccionamiento se incorporan
más facilmente que los anteriores porque por los anteriores las potencias del alma van
quedando mejor predispuestas hacia el perfeccionamiento. Es ésta una ley general de la
vida del espíritu y que la distingue netamente de la vida simplemente corpórea: los
posteriores actos se incorporan mas fácilmente y el aumento de perfección se produce, si se
39
permite la expresión, en función exponencial mientras que la multiplicidad de motivos se
presenta según proporción aritmética. La asimilación de saber, pues y en contrapartida
ahora con la asimilación de alimentos, deja con mayor apetito aún.
Hasta ahora nos hemos referido, en este apartado, casi siempre al saber,
precisamente por tratarse de una faceta de la educación en la cual se halla más simplificado
el problema. Referirnos ahora a la inacababilidad de la educación misma sólo pide agregar
a lo dicho el factor decisivo del obrar que comportan las virtudes morales. Y así no sólo el
hábito cognoscitivo es siempre perfectible sino que considerado aquél en el ámbito del
hábito educación todavía pende sobre él el hábito moral, con el trasfondo de libertad que la
condiciona. Y en tanto la libertad existirá siempre como tal factor condicionante, el hábito
operativo que es en definitiva la educación queda esencialmente condicionado
infaliblemente a doble extremo: por el saber y por el querer.
Baste con lo dicho para concluir legítimamente que el proceso a que se halla
sometida la educación realmente poseída por un sujeto, no acaba sino cuando se pierde este
sujeto. Con otras palabras: que el proceso educativo finaliza habiendo alcanzado la persona
el grado máximo de educación que ha podido, de hecho, lograr.
Lo cual, si bien se mira, parece significar que la labor educativa o es un proceso
ordenado pura y necesariamente al pragma del simple bienestar o buenpasar la vida terrena
– defecto que hemos denunciado al referirnos a las definiciones de educación – o se
convierte en una empresa desesperada y de una gravedad tal que a duras penas hemos
pretendido paliar con ciertas declamaciones teóricas. Cual sea la solución quedará claro
cuando en el próximo capítulo llevemos a su extremo la educación trascendentalmente
considerada.
40
Capítulo VI
EDUCACIÓN Y TRASCENDENCIA
41
permitido tanto retomar ciertas nociones ya expuestas, cuanto ponerlas ahora en un
contexto filosófico más técnico: ya sabía Platón que “las cosa bellas no son fáciles”.33
EL SER DE LA EDUCACIÓN
Inmortalidad
33
PLATÓN, Cratilo.
42
En primer término, surge el problema de la inmortalidad del alma. Capítulo éste
dedicado de la antropología que estaría fuera de lugar desarrollar al detalle.34
Bástenos con señalar los hitos fundamentales de la demostración: teniendo el alma, aún en
el hombre, operaciones que le son propias, se trata de una substancia o sujeto último de
atribución; y precisamente porque el prototipo de esas operaciones propias es el
conocimiento intelectual, gracias al cual se apodera el hombre intencionalmente, aún de los
seres materializados, se trata del alma como substancia espiritual. Esto significa que le alma
no incluye, ella misma, materialidad en su esencia; de lo cual se sigue que bien puede ser
ella forma del hombre, y que de hecho es inmortal al no tener composición de partes en que
pueda desmembrarse (téngase en cuenta que la muerte consiste propiamente en la pérdida
de unidad de existir y la consiguiente desarticulación en partes o componentes de lo que en
vida era una única realidad).
Y en tanto que inmortal, es el alma separable del cuerpo, como ya lo había señalado
Aristóteles en función precisamente de la operación de intelección como exclusiva del
alma, pues de otro moda, decía, “si el alma no poseyera alguna operación que le fuera
exclusiva, no se separaría”.35 Además, pues ha de decirse que le es natural al alma estar
unida al cuerpo “porque es esencialmente se forma”,36 queda esta alma situada “en el confín
de los cuerpos y de las substancias incorpóreas, como existente en el horizonte de la
eternidad y del tiempo”.37 Es así como una vez separada, habiendo cumplido su cometido
como alma de la persona cuya fue, liberada queda del tiempo y la corrupción, pero ya no es
exactamente la misma, pues en su vida incorporada ha quedado individuada y habituada; o
bien, y especificando esta habituación según nos importa aquí, queda individuada y
educada.
Individuación
43
cuerpo que una cosa es surge de su principio formal, su principio de actuación que es lo que
la hace ser y ser substancia de tal o cual especie; de aquí que al menos existen diferentes
especies de formas y, en punto al ser viviente, diversas especies de almas. Y siendo al alma
la forma del cuerpo, sea cual fuere este, materialmente hablando, el ser que llegue a existir
será lo que será por el alma y, por consiguiente, si por absurdo se diera, para continuar con
el símil de Santo Tomas, un cuerpo de elefante con alma de mosca, seria una mosca lo
existente. Pero si lo llamamos elefante es porque cumple con el modo de ser atribuido
según experiencia a un elefante, y, por consiguiente, solo puede estar animado por un alma
de elefante. Según la cosa es y se denomina, así será su forma o alma, cuando sea el caso.
Por ello es que siendo primordial el modo específico de ser, que es dado por la
forma, sea doctrina general también que existe una subordinación de las materias a las
formas, exigiéndose mayor complejidad material a mayor perfección formal. De allí que
precisamente sea el hombre el ser materialmente mas complejo; de lo cual constituye
paradigma su sistema nervioso, tan directamente relacionado con sus actividades
espirituales.
Pero con esto no hemos tocado el meollo mismo de nuestro problema, pues si bien
con lo dicho dejamos distinguidas específicamente las formas y las almas, cuanto
necesitamos no acaba aquí, sino que aun debemos distinguir, dentro de las almas humanas,
el alma de cada una de las personas no solo en cuanto posesión personal, sino también en
cuanto dicha individualización, actual mientras la persona vive, se mantiene (o no) una vez
muerta. Es decir, que el verdadero problema reside en la individualidad de las almas – en la
personalización, podríamos decir – una vez separadas de aquellas personas de las cuales
fueron oportunamente co-principios formales. Tema este que esta inmediatamente
relacionado con el de la resurrección personal, como veremos.
Por ahora nos mantendremos siempre en el estricto plano filosófico, desde el cual
podemos concluir, en primer lugar, que siendo las almas humanas substancias espirituales,
es claro que una vez separadas, por la muerte, de los cuerpos, no pueden llegar a fundirse o
a desaparecer, sino que continuarán siendo substancias, esto es, sujetos últimos de
atribución existentes individualmente, porque esta individuación, este existencia en cuanto
separadas y distintas entre sí en cuanto una no es la otra, tuvo, sí, lugar en primera instancia
gracias a haber sido creadas para cada uno de los seres humanos que han existido; pero
ahora, al estado separado, esa individuación continúa más allá de la primera individuación
lograda gracias a los cuerpos informados, para quedar individuadas simplemente porque
son seres substanciales, con existencia propia: y todo cuanto llega a ser substancialmente
por la misma razón que es, es individuo.41
Ahora bien, hemos ya dicho que el alma se une naturalmente al cuerpo en cuanto es
su forma o principio primero de su existencia y especificidad; pero consideran que se trata
42
de una forma que, estrictamente hablando, no depende de él en cuanto a ser lo que ella es,
puede concluirse que se trata de un ser muy peculiar porque “en cuanto forma del hombre,
está la materia y está separada de ella. Está en la materia según el ser que se da al cuerpo
41
. S. TOMÁS, Summa contra gent. L. II, c.40
42
. S. TOMÁS, Summa contra gent. L. II, c. 81
44
(…) mientras que está separada de la materia según la virtud que es propia del hombre:
según el intelecto”,43 como dice lacónicamente pero muy bien Sto. Tomás. No obstante, no
ha de perderse de vista que esta forma en un alma humana, destinada a dar corporeidad y
humanidad conjuntamente; esto es, unidad específica de ser. Y que si bien se pude hablar de
ella separada de todo cuerpo, imposible es referirse a un cuerpo humano separado de ella.
Cuando nace un hombre el alma, en tanto que es espiritual, no puede ser transmitida por los
padres a través del semen material, sino que ha de ser creada directamente por Dios cada
vez; pero engendrando el hombre, éste naturalmente posee alma humana, alma espiritual,
por aquello que dijimos acerca del acto específico de ser que correspondo a las formas. Más
aún, resulta sumamente interesante ahora que los estudios psicológicos han demostrado
cuánta diferencia puede hallarse en diversos individuos de la misma especie humana,
constatar que aquel principio de adaptación de la materias a alas formas bien puede servir
de base ontológica a aquellos resultados; y así asombra constatar que ya en Sto. Tomás, en
pleno siglo XIII, aparecen frases de una diversidad (no esencial) entre las almas: “Si
44
conforme al orden de la naturaleza, un alma no es superior a otra”, acontece que “cuando
mejor constituido está el cuerpo, tanto mejor es el alma que le corresponde”.45
Y por cuanto hemos ya dejado dicho que las almas una vez separadas de los
cuerpos, permanecen en su individuación, será necesario admitir que permanecen también
en su diferenciación según el haber sido almas de tal o cual persona: “la misma diversidad
de proporción permanece en las almas separadas”.46
Individuación y hábitos
El alma es, puse personal: ha quedado signada por la persona cuya fue y en tanto
ella como alma lo sufra, con las virtudes y defectos de esa misma persona según eran en el
momento de la muerte. La verdadera cuestión aquí reside en el alcance del “en tanto ella
como alma lo sufra”, es decir en cuanto pueda competirle según su esencia.
Desde este punto de vista es muy claro que permanecerán, una vez separada,
“aquellas operaciones que no han menester de órganos para ser ejercidas: tales al entender y
el querer”,47 no por ejemplo las operaciones de nutrición o sensibilidad. E pocas palabras:
permanecerán las virtudes intelectuales y morales, pero sólo en tanto se de lo que
formalmente a ellas corresponde, es decir, no en cuanto a las imágenes sensibles en las
primeras, y en cuanto a los apetitos y pasiones de las segundas; sino sólo e cuanto se refiere
a las imágenes inteligibles y el orden de la acción a la razón respectivamente. 48
Existe entonces una permanencia de las virtudes intelectuales; pero además, y por
aquella “misma diversidad de proporción” que resta en las almas separadas, debe
permanecer en ellas de algún modo no conocido en la vida terrena de la persona,
precisamente todo aquello que formalmente le corresponde al alma: el hábito y los mismos
conocimiento intelectuales adquiridos. De aquí que San Jerónimo llegara a decir, cual
43
.S. TOMÁS, De úntate intellectus, n. 192
44
.S. TOMÁS, S. theol., I, q. 64, a.4, ad 2.
45
.S. TOMÁS, S. theol., I, q. 85, a. 7, resp.
46
.S. TOMÁS, S. contra gent., L. II, c. 81.
47
. Ídem 14.
48
. .S. TOMÁS, S. theol., I-II, q.67, a. 1, resp. también a. 2..
45
consejo espiritual: “Aprendamos en la tierra aquellas cosas cuya ciencia permanecerá con
nosotros en el cielo”.
No nos importe en detalle por ahora cual sea el nuevo modo de ser y obrar del alma
separada; bástenos con lo dicho reafirmar, en términos de educación, que en las condiciones
estipuladas cada alma queda individualmente educada al nivel logrado hasta el momento
de la muerte de la persona.
La resurrección desde el punto de vista natural
Por personal, urgente y definitorio de toda la vida terrenal del hombre, el tema de la
resurrección personal ha sido ardorosa y profundamente estudiado, defendido y combatido
a través de la historia cultural de la humanidad. Para nuestro cometido dejaremos de lado
todo argumento religioso y/o teológico para quedarnos con los argumentos naturales en pro
de dicha posibilidad. Que tales argumentos racionales no pueden ser sino acerca de la
conveniencia o re-unión de alma y cuerpo de cada persona resulta claro porque si bien
hemos ya dicho que el alma humana necesariamente para serlo debe encarnarse en un
cuerpo apto, lamentablemente no puede demostrarse la necesidad de que vuelva a unirse
una vez separada por la muerte, pues, además de tratarse de una substancia espiritual y en
cuanto substancia perfectamente existente por sí, puede demostrarse que carecer de las
funciones que le procura el estado encarnado no va contra la natura y perfección del alma.
Por ello el conocido argumento de Santo Tomás: “el alma se une al cuerpo en cuanto es su
forma. Por lo tanto, es contra la natura del alma estar sin el cuerpo y nada contra natura
puede ser perpetuo. Luego el alma no estará perpetuamente separada de su cuerpo, y por
cuanto ella permanece perpetuamente, es necesario que de nuevo se una al cuerpo, en lo
cual consiste resucitar. Consecuentemente la inmortalidad del alma exige, según parece, la
futura resurrección de los cuerpos”; 49 no es sino un argumento plausible, no probante, y de
allí que nuestro autor concluya con un prudente “según parece”.
La dificultad está, específicamente, de parte del cuerpo por cuanto éste, una vez
separado de su alma o forma actualizante, naturalmente se corrompa, dispersándose bajo la
real existencia ahora de diversos y variantes compuestos químicos unificados en vida
precisamente por la acción armonizante del alma. No queremos con ello decir que existe
una estricta necesidad de que el alma se separe del cuerpo, pues nada en la esencia del
hombre obliga afirmar que debe morir; mas como de hecho esto ocurre según lo muestra la
experiencia bastante generalizada, la consiguiente corrupción del cuerpo sí es necesaria por
carecer de forma o acto de ser hombre.
De aquí que cuando Santo Tomás analiza a fonda el tema llega a la firme conclusión
de que “no existe en la naturaleza principio activo alguno de la resurrección . . . . En
50
sentido riguroso la resurrección es milagrosa y sólo bajo cierto aspecto natural”. lo cual
ni quiere decir que no haya posibilidad de resurrección, como ligeramente afirman algunos
autores; al fin de cuenta, si por un lado el alma persiste, por otro el cuerpo o se diluye en la
49
.S. TOMÁS, S. contra gent. L. Iv, a. 79. dejamos de lado los argumentos basados en el deseo de felicidad y
en la necesidad de premio y castigo eternos, que aparecen también aquí. Textos paralelos puede hallarse en
varios lugares, por ej.: Compend. Theologiae, c. 151, 153 y 154.
50
.S. TOMÁS, S. theol., suppl., q. 75, a. 3.
46
nada, sino que se resuelve y re-informados hasta a cabo esto, es otro cantar y por donde
entra la sobrenaturalidad de la resurrección.
EDUCACIÓN Y RESURRECCIÓN
47
“instruirla” convenientemente, al más fuerte, en fin (en general, el estado). Por donde la
educación es también garantí de libertad.
Aceptando la alternativa, todo se hace claro hasta el esplendor, pues se afirma de ese
modo un fin trascendente y personal y se ilumina con la máxima intensidad el sentido de la
educación como posesión, como algo que le pertenece íntimamente a la persona;
resultando, concomidamente, elevado a su máxima expresión el papel trascendente también
del maestro.
Que todo ello suponga sumergirse en el maestro, va de suyo. Pero, ¿quién habrá tan
pusilánime que no se atreva a él, en tratándose del hombre?
48
CONCLUSIÓN
Es nuestra esperanza que en esta nueva perspectiva o, por mejor decir, renovada,
pues no pretendemos inventar nada y sí sacar ciertas conclusiones de hechos conocidos,
haya quedado claro:
b) que dicho fin (trascendente) incluye como paso previo la vida terrena del hombre,
siendo preciso por lo tanto que éste se ubique claramente con relación al universo físico y
cultural que constituye tan importantísimo tramo de su viaje;
49
Tales son los hitos fundamentales que acotan esencialmente el tema educación. Que
enfocar hoy desde este punto de vista la tarea educativa parezca estar en las antípodas de lo
real, es algo que concedemos sin “parezca” alguno: está así. Pero que se impone hacerlo ya,
sin dilación y cual obligación urgentísima de quienes tienen la responsabilidad en todos los
niveles, es asunto sobre el cual estamos firmemente convencidos. Pues o la educación se
encara desde el hombre y para ayudarle primeramente a ser y no a hacer (recordemos la
preocupación de Saint Exupery), o no hay educación y sí sólo adiestramiento, enseñanza,
preparación para cumplir como un eslabón más de un cierto determinismo histórico que
hace del hombre una pieza muy importante –pero sólo eso-, del complejos maquinismo
social, donde “el espectáculo debe continuar” más allá de la muerte en vida que comporta el
sometimiento de la persona a un mal concebido y peor parido bien común, que acaba por
ser muy común pero poco bien.
¿No es eso acaso lo que está sucediendo en nuestra actual “sociedad de consumo” y
donde la educación va y viene según los clamorosos vientos de la oportunidad lo reclaman?
“¡El país necesita técnicos!”, se urge. Pues bien, forjemos técnicos lo antes posible y aun
cuando éstos no hayan alcanzado la genérica formación de hombres que pueda asegurarles
humanamente la felicidad de sentirse tales en el contexto de la actividad técnica. Y esto es,
con todas las letras, agregar eslabones en “la gran cadena del hacer”.
50
lo que está nuestra “incomprensible” juventud actual, a la cual desde la escuela primaria se
la ha aupado a una inexplicada línea de montaje egoístamente armada por los mayores, y
que sólo cobra sentido cuando se comienza a vislumbrar su fin: aquella referida fábrica de
eslabones útiles. Cuando esta juventud toma conciencia de tan horrorosa situación y se hace
la pregunta eterna: “Y nosotros, ¿qué somos?”, ¿es mucho que se rebele, aunque no sepa
cómo?
51