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El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo
que se nos ha dado”. (Rom 5:5)
“Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: «Dame de beber», tú le habrías pedido a él y
él te habría dado agua viva…,. el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed nunca más, sino
que… se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4:10,14) – le dice Jesús a la
samaritana.
Ella, al oír estas palabras junto al brocal del pozo de Jacob, sintió que se le incendiaba el alma.
En otro diálogo, esta vez con Nicodemo, aunque cambian los personajes, el mensaje es el mismo:
“Lo que nace del Espíritu, es espíritu… El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de
dónde viene ni adónde va: así es todo el nacido del Espíritu” (Jn 3: 7-8).
Si de los diálogos con Nicodemo y con la samaritana pasamos al sermón eucarístico de
Cafarnaún, el tema retorna llenándose con un dolorido reproche:
“El Espíritu es el que da la vida… Las palabras que yo he hablado son Espíritu y vida. Pero hay
algunos de vosotros que no creen” (Jn 6: 63-64).
La promesa del don del Espíritu va acentuándose conforme transcurre la vida de Cristo
en la tierra:
“El último día, el día grande de la fiesta, se detuvo Jesús y gritó: Si alguno tiene sed, venga a mí y
beba. El que cree en mí, según dice la Escritura, ríos de agua viva correrán de su seno”. Y San Juan
apostilla: “Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él, pues aún no había
sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado” (Jn 7: 37-38).
En la despedida o sermón de la Última Cena, insiste:
“Que no habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el
espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a
nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y si hijos, también herederos, herederos de Dios,
coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con él, para ser con él glorificados” (Rom 8: 14-
17).
Es el Espíritu quien cumple el plan de Dios sobre los elegidos (8: 28-39), y el que ora por
ellos:
“El mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que
nos conviene; mas el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inenarrables” (8:26).
Por dos veces repite que el cristiano es morada del Espíritu Santo (Rom 8: 9,11). Esta será
una de las verdades que recuerde a los Corintios:
“¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno profana
el templo de Dios, Dios le destruirá. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros” (1
Cor 3,16-17).
La conclusión a la que llegamos después de la lectura de los textos neotestamentarios es
clara: El Espíritu Santo es alma de la Iglesia, divinizador del cristiano, don de Cristo.
Existencia de los dones del Espíritu Santo
Es una verdad teológica que tiene su confirmación en la Sagrada Escritura, en la Patrística, en
la Liturgia; y todo ello, respaldado por el Magisterio de la Iglesia.
Los testimonios de la Sagrada Escritura son muy fuertes; y, en concreto, destaca el texto
del profeta Isaías en el que enumera las cualidades que brillarán en el Mesías como rey:
“Reposará el Espíritu de Yahwéh, espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de
fortaleza, espíritu de entendimiento y de temor de Dios” (Is 11:2).
La tradición, basándose en el uso que hace San Pedro del texto “El Espíritu mora en
nosotros” (1 Pet 4:14), extendió esos dones a todos los fieles, de modo que en el alma en
gracia habita el Espíritu Santo con sus dones.
El Sínodo Romano del año 382 los enumera explícitamente (DS. 178).
La Liturgia de la fiesta de Pentecostés.
La encíclica Divinum illud munus del papa León XIII, es la carta magna consagradora de la
teología de los dones.
¿Qué es un “don”?
Sentido genérico: En ética se llama “don” a todo acto de benevolencia, regalo o donación
sin restitución. La Sagrada Escritura nos presenta la gracia cristiana como un “don de amor”.
El apóstol Santiago advierte: “Todo buen don y toda dádiva … desciende del Padre de las
luces” (Sant 1:17). Y San Pablo, refiriéndose al ser cristiano por la fe y el bautismo,
precisa: “y esto no os viene de vosotros: es don de Dios” (Ef 2:8). El Espíritu Santo es el
primer don y de Él proceden todos los demás dones divinos.
Sentido específico: Teológicamente se definen como “perfecciones del hombre por las
cuales se dispone a seguir dócilmente la moción del Espíritu Santo”. [1]
Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales, realmente distintos de las virtudes,
con los cuales el hombre se dispone convenientemente para seguir de una manera pronta,
directa e inmediata la inspiración del Espíritu Santo en orden a un objeto o fin que las
virtudes no pueden por sí solas alcanzar; por lo cual son a veces necesarios para la misma
salvación y siempre para la santidad de la vida cristiana. Están conectados entre sí y con la
caridad, de tal manera que el que está en gracia los posee todos y sin ella no posee ninguno.
Perdurarán en el cielo en grado perfectísimo. Los dones de sabiduría y de entendimiento son
los más perfectos y afectan de lleno a la vida contemplativa.
Diferencia entre lar virtudes y los dones del Espíritu Santo
Tantos las virtudes como los dones son hábitos operativos que residen en las facultades
humanas. Todos ellos buscan el bien honesto y tienen el mismo fin último: la perfección del
hombre. Ahora bien:
toda su enorme virtualidad divina, necesitando para ello la modalidad sobrehumana de los
dones.
Son absolutamente indispensables para la perfección cristiana. Sin la moción divina de
los dones, las virtudes infusas no pueden desarrollar todas sus energías ni, por lo mismo,
elevar el alma a la santidad.
Enumeración y función específica de cada don
En el texto hebreo del profeta Isaías (11: 2-3) aparecen nombrados seis dones del Espíritu,
faltando el don de piedad. En cambio, en la traducción de la Vulgata ya aparecen nombrados los
siete dones. San Pablo, en la Carta a los Romanos, incluye la piedad como uno de los dones del
Espíritu Santo (Rom 8: 14-16).
Cada vez que recibimos un sacramento se produce en nuestro interior un cambio radical, pues
a través de ellos recibimos la gracia santificante y los dones del Espíritu Santo. Cambios que
acontecen en lo más profundo de nuestra alma, no de nuestros sentimientos.
Éstos son: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
Caridad: nos ayuda a ver a Cristo en los demás. Es por ello que les ayudamos a pesar de que
pueda suponer un sacrificio para nosotros.
Gozo: nace de la posesión de Dios. Nos hace ser personas agradables y felices; buscando
también hacer felices a los demás.
Paz: nos hace ser personas serenas. Mantiene al alma en la posesión de la alegría contra todo lo
que es opuesto. Excluye toda clase de turbación y de temor.
Paciencia: nos hace ser personas que saben controlar su carácter. No somos resentidos ni
vengativos. Este fruto modera la tristeza
Mansedumbre: modera la cólera y las reacciones violentas.
Bondad: nos ayuda a nos criticar o condenar a los demás. Es una inclinación que nos ayuda a
ocuparnos de los demás y a hacer que ellos participen de lo nuestro.
Benignidad: nos ayuda a ser gentiles y no andar discutiendo con todo el mundo. Da una dulzura
especial en el trato con los demás.
Longanimidad: nos hace no quejarnos ante los problemas y sufrimientos de la vida. Nos ayuda
a mantenernos perseverantes ante las dificultades.
Fe: nos ayuda a defender nuestra fe en público y no ocultarla por vergüenza o miedo. Es también
cierta facilidad para aceptar todo lo que hay que creer, firmeza para afianzarnos en ello,
seguridad de la verdad que creemos sin sentir dudas.
Modestia: nos ayuda a ser cuidadosos y discretos con nuestro cuerpo, evitando ser ocasión de
pecado para los demás. Nos ayuda a preparar nuestro cuerpo para ser morada de Dios.
Templanza: nos ayuda a saber controlar nuestras pasiones y no dejarnos llevar por las mismas.
En especial refrena la desordenada afición de comer y beber, impidiendo los excesos o defectos
que pudieran cometerse.
Castidad: nos ayuda a ser cuidadosos y delicados en todo lo que se refiere al uso de la
sexualidad, y en general, de los placeres de la carne.
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Acabamos de este modo el capítulo 10, para en los dos siguientes artículos centrarnos en
nuestra fe en la Iglesia fundada por Jesucristo y las propiedades que ha de tener la auténtica
Iglesia (Capítulo 11). Y terminar esta serie dedicada a “Profundizar en nuestra fe” con el
Capítulo 12, hablando de la Resurrección final y del mundo futuro.