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El discurso sobre el ensayo

en la cultura argentina desde los 80


Alberto Giordano (Ed.)

El discurso sobre el ensayo


en la cultura argentina desde los 80
Giordano, Alberto
El discurso sobre el ensayo en la cultura argentina de los
80 / Alberto Giordano; editado por Alberto Giordano. - 1a
ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Santiago Arcos
editor, 2015.
250 p.; 20×14 cm. - (Parabellum / ensayo ; 48)
ISBN 978-987-3960-04-8
1. Ensayo Literario. I. Giordano, Alberto, ed. II. Título.
CDD 864

Parabellum / Ensayos

Dirección Editorial
Miguel A. Villafañe

Diseño
Cubierta: Ana Armendariz
Interiores: Gustavo Bize (gustavo.bize@gmail.com)

© Santiago Arcos editor, 2015. Puan 467 (1406) Buenos Aires


www.santiagoarcos.com.ar
e-mail: santiagoarcoseditor@uolsinectis.com.ar

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Impreso en la Argentina – Printed in Argentina

ISBN: 978-987-3960-04-8

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editores, viola derechos reservados. Cualquier utilización debe ser
previamente solicitada.
Prólogo
-

El discurso sobre el ensayo

Alberto Giordano

…la crítica —la literatura— me parece asociada a una de


las tareas más difíciles pero más importantes de nuestro
tiempo, la que se juega en un movimiento necesariamen-
te indeciso: la tarea de preservar y liberar al pensamien-
to de la noción de valor ideológico, y en consecuencia, la
de abrir también la historia a lo que en ella se desprende
de todas las formas de valor y se prepara para otra forma
completamente distinta —aún imprevisible— de afirma-
ción.
Maurice Blanchot, “¿Qué es la crítica?”
(Trad.: Jorge Jinkis)

En un sentido amplio y al mismo tiempo preciso, porque la


imagina como un proceso continuo, según la microfísica que
gobierna su dinámica, y no como un estado de cosas dado,
la cultura es, para Maurice Blanchot, un trabajo silencioso y
por lo general insensible “de unificación y de identificación”
(1976: 59) que se acrecienta y prolonga indefinidamente. La
cultura homogeniza y totaliza porque continuamente reduce
a valores la singularidad de las prácticas y obras que emergen
en sus límites, prácticas y obras que habrán servido, inclu-
so si las animaba un impulso transgresor, sobre todo en ese
caso, a la expansión incesante de las fronteras de lo inteligi-
ble. Donde hay una forma, una presencia sensible extraña,
la cultura hace aparecer un contenido familiar, provisto por
alguna de las morales humanistas —admítase la redundan-
cia— que suministran recursos para que el trabajo de iden-
6 Alberto Giordano

tificación y reducción se cumpla con el menor margen de


ambigüedad posible. Lectores de Nietzsche, incluso si no
lo hemos leído (la cultura posestructuralista ya lo tradujo a
nuestras lenguas teóricas), sabemos que los juicios morales
responden, no a un deseo de equidad, sino a intereses en los
que se manifiesta la voluntad de poder de distintos estilos de
vida. Los estilos de la cultura llevan las marcas del espíritu
de conservación y el rechazo de lo absolutamente diferente.
El imperativo de remitir todo, para que haya todo, a valores
trascendentales y consensuados —no hay otros— reduce
cualquier diferencia, eso por lo que las prácticas y las obras
salen a nuestro encuentro como formas inciertas, a particu-
laridades de un orden representativo homogéneo y estable.
Donde irrumpe una diferencia, la proximidad exorbitante de
una distancia que trastorna los parámetros de la compren-
sión, la cultura hace aparecer una promesa de sentido que
no demora en cumplir. “Cada cosa que emerge posee ciertas
cualidades, cierto vigor, cierta prominencia. Es un brote. Lo
que llamamos el movimiento cultural lo tritura hasta que se
vuelve completamente reducido, infame, comunicante con
todo” (Lacan 2007: 91). No importa cuál sea el punto de vista
que oriente la reducción, el de lo dominante o el de lo subal-
terno, el de lo Mayor o el de lo minoritario, la cultura se esta-
blece a partir de la expropiación neutralizadora de lo emer-
gente como experiencia inusitada.
El medio en el que se instituyen los criterios para enlazar
la existencia irrepetible de obras y prácticas a la reproducción
de estereotipos culturales es el mismo que propicia la apari-
ción de acontecimientos que interrumpen el trabajo de los
“grandes reductores” y abren intervalos extra-morales en las
tramas discursivas: el lenguaje, es decir, los conceptos y la ló-
gica que los articula sintácticamente para contener las pre-
siones de lo ambiguo. El lenguaje, que todo lo funda, es sin
Prólogo - El discurso sobre el ensayo 7

fundamento, por eso siempre habrá un decir que exceda sus


condiciones de enunciación y restablezca el vínculo entre las
codificaciones y la indeterminación que tuvieron que negar
para poder estabilizarse. Nuestra cultura del acontecimiento
—la prueba más severa a la que debió someterse la voluntad
de unificación— nos hace olvidar a veces que el trato con lo
imprevisto no reclama pronunciamientos y sí responsabili-
dad, la decisión de cuidar de lo que sucede para encarnarlo
en conceptos y proposiciones que inquieten la estabilización
moral del sentido.
Un acontecimiento no es por sí mismo creación de una
realidad; es creación de una posibilidad, abre una posibi-
lidad. Nos muestra que hay una posibilidad que se igno-
raba. En cierto modo, el acontecimiento es sólo una pro-
puesta. Nos propone algo. Todo dependerá de la manera
en que esta posibilidad propuesta por el acontecimien-
to sea captada, trabajada, incorporada, desplegada en el
mundo (Badiou-Tarby 2013: 21).
El auténtico pensamiento crítico no propone culturas al-
ternativas, trabaja en los intersticios que abre la emergencia
de lo imprevisto para descomponer los fundamentos de la
cultura que lo hizo posible y lo limita. El auténtico pensa-
miento crítico acoge y encausa las potencias de lo incalcu-
lable en la dirección suplementaria de una repetición crea-
tiva (la creación de nuevos valores como despliegue de una
voluntad soberana, que no reclama aprobación, “deseosa de
dar y de prodigarse” (Nietzsche 1982: 190) hasta excederse a
sí misma). El desafío ético del pensamiento crítico es cuidar
de lo impensable aunque violente o suspenda el curso de la
razón especulativa, afirmar lo posible como ruptura en acto
con los verosímiles teóricos, sin reducirlo a una posibilidad
que podría realizarse conforme a los parámetros del conoci-
miento adquirido. La exigencia es extrema, no tanto porque
8 Alberto Giordano

anticipe dificultades insalvables, sino porque compromete


una inocencia metodológica que se consigue después de re-
nunciar a las certidumbres intelectuales que nos persuadie-
ron de que era necesario actuar críticamente. ¿Cuál es el ca-
mino, si todavía fuese conveniente recurrir a esta metáfora?
La búsqueda programada tiene más posibilidades de obstruir
el choque con los acontecimientos que agrietan la cultura, de
hacer que los desconozcamos cuando nos sorprenden, que
de propiciar la aceptación responsable y operativa de obras y
prácticas que todavía carecen de valor.
Según un análisis parcial e interesado (¿podría ser de otro
modo tratándose del presente?), los valores dominantes que
orientan en nuestro país, desde mediados de los 80, la pro-
yección y el desarrollo de investigaciones en el campo de las
humanidades y las ciencias sociales, remiten a una cultura
del pragmatismo y la eficacia demostrable sin la que acaso
no podría existir la gestión académica del saber (la figura
inspiradora del “maestro ignorante” y la moral emancipato-
ria de la igualdad de las inteligencias (Rancière 2007) no so-
breviven la institucionalización).1 Todos conocemos la retó-
rica que prescribe que las hipótesis y los objetivos, además
de claros y consistentes, deben ser verificables, como condi-
ción legitimadora del recorrido propuesto. Del “marco teóri-
co” no se espera que propicie el hallazgo de singularidades
anómalas que pudieran desactivarlo, el acceso a lo real de los
fenómenos investigados como presencia misteriosa2, sino

 1
 La situación no es privativa de nuestro país; se puede comprobar el
poder de sujeción de los mismos valores académicos a escala global. Si hay
alguna particularidad argentina en este estado de cosas, es la de las tradi-
ciones que se reavivan cuando el pensamiento crítico consigue despren-
derse o desbordar ese horizonte de consensos legitimadores.
 2
 En una carta a André Bosmans, Magritte afirma que el misterio es “lo
que se necesita para que lo real esté” (citado en Pontalis 2005: 80).
Prólogo - El discurso sobre el ensayo 9

la reproducción metódica de los conceptos y los protocolos


argumentativos. Puede haber mucho placer, y no sólo inco-
modidad, en estos procesos de sujeción prolongada, todos lo
hemos sentido. La especialización y la tecnificación de los sa-
beres —algo de lo que podemos jactarnos, cuando nos apre-
mian los propagandistas de las “ciencias duras”— son logros
epistemológicos que requirieren la reducción del lenguaje a
instrumento comunicacional, el uso del “lenguaje como sim-
ple mediación [entre la teoría y el caso devenido ejemplo] ex-
trañada de su destino exploratorio” (Casullo 1990: 22). Si no
se distrae a palpar la textura ambigua de las palabras o a pro-
fundizar los equívocos que interrumpen la sintaxis, el curso
programado debe concluir con la transferencia de los resul-
tados previstos por las hipótesis. El olvido del carácter suple-
mentario de la enunciación, en nombre de una pragmática
restringida que sólo escucha cómo se actualizan reflexiva-
mente la condiciones de lo enunciable, es la mejor garantía
de la eficacia metodológica. “Las carreras universitarias vin-
culadas a las ciencias sociales han proscripto el conocimien-
to de sí. No sólo las de ciencias sociales, sino también las de
filosofía y letras. Ellas son ámbitos donde ha triunfado la esci-
sión entre conocimiento y escritura, lo que es decir entre es-
critura y autoinspección del sujeto” (González 1990: 29). Las
virtudes del auténtico pensamiento crítico son directamente
proporcionales a los riesgos que correría el investigador si le
diese a su tarea la forma y la intensidad ética de un ejercicio
espiritual (en el sentido de la “espiritualidad” foucaultiana)3
que no se limitara al conocimiento de sí mismo a partir de
resultados objetivables, un adiestramiento en la experimen-

 3
 “Se denominará ‘espiritualidad’ el conjunto de esas búsquedas, prác-
ticas y experiencias [modificadoras de sí mismo] (…) que constituyen, no
para el conocimiento sino para el sujeto, para el ser mismo del sujeto, el
precio a pagar por tener acceso a la verdad” (Foucault 2006: 33).
10 Alberto Giordano

tación con estilos argumentativos idiosincráticos capaces de


activar las fuerzas transformadoras de lo contingente y des-
plazar la reflexión en el sentido incierto de una verdad extra-
ña a la lógica discursiva, la de los afectos comprometidos en
cada hallazgo.
Desde mediados de los 80, un acontecimiento se repite en
los márgenes de la cultura que legitima el vínculo reproduc-
tivo entre investigación y escritura, un acontecimiento que
todavía traza líneas de fuga en el interior de la clausura aca-
démica, y resiste la voluntad de homogenización, porque en-
carna las potencias disuasorias del escepticismo metódico.
Nos referimos al discurso sobre el ensayo, una serie de propo-
siciones y gestos enunciativos que articulan estratégicamente
el elogio con la polémica en la afirmación de que el supuesto
género menor no es otra cosa que “la forma crítica par exce­
llence” (Adorno 1962: 30), la única forma capaz de procesar la
experiencia del saber según su propia lógica, que no es la de
la reproducción enriquecedora (en el sentido en que se habla
de enriquecer el “estado de la cuestión” sobre un tema) ni la
de la obtención de resultados ciertos y comunicables. El dis-
curso sobre el ensayo es un modo retórico por el que algunos
profesores universitarios que escriben manifiestan su deseo,
íntimo y político (cuando se trata del ensayo siempre conver-
gen los dos registros)4, de arriesgarse a no encontrar algo in-
mediatamente valioso para la comunidad de los especialistas
con tal de potenciar los propios intereses y las propias facul-
tades, sometiéndolos a la prueba de lo incierto.
Todos los que coincidimos en afirmar la heterogeneidad
constitutiva del ensayo y la imposibilidad de definirlo a través
de generalizaciones disponemos de una caracterización pu-

 4
 “Político” en el sentido de que concierne a los intereses de la polis,
cualquiera sea el tema abordado.
Prólogo - El discurso sobre el ensayo 11

lida por el uso constante (es el tributo que la ocurrencia paga


a la enseñanza): el ensayo sería una tentativa de articular, a
través de la experimentación con formas argumentativas, la
particularidad —en el límite, intransferible— de las experien­
cias lectoras con la generalidad conceptual de los saberes in­
terpelados por la narración de esa experiencia. Si la tentati-
va fracasa, el ensayista, que “no dice lo que ya sabe sino que
hace (muestra) lo que va sabiendo, [y] sobre todo indica lo
que todavía no sabe” (Sarlo 2001: 16), igual triunfa porque,
más valiosa que la articulación improbable de experiencia
y conceptos que reclaman ciertas lecturas ocasionales, es
la imagen que su escritura vuelve a perfilar del saber como
búsqueda y no como apropiación de resultados, de la lectura
como ejercicio irrepetible.
El discurso sobre el ensayo es la forma en que se mani-
fiestan los interés críticos de un conjunto heterodoxo de es-
pecialistas (ninguno de ellos aceptaría que se lo distinga de
este modo, aunque es así como los reconoce la comunidad a
la que pertenecen) empeñados en la transmisión problema-
tizadora de saberes sobre las humanidades y las ciencias so-
ciales en contextos universitarios. No concierne directamen-
te a los modos del ensayo de los escritores, aunque encuentre
en ellos una reserva generosa de motivos y procedimientos,
porque son otras las constricciones institucionales que inte-
rroga y desplaza. Incluso en el caso de escritores con forma-
ción universitaria, como César Aira o Sergio Chejfec, dos vir-
tuosos de la imaginación razonada, la ausencia de pactos con
los protocolos de la enseñanza y la investigación condiciona
de otra manera el sentido y los alcances de las búsquedas ar-
gumentativas.5 El ethos del recurso al ensayo se correspon-

 5
 Desde hace años, en los cursos sobre retóricas y políticas del ensayo,
trabajamos con la diferencia entre “ensayo de los escritores” y lo “ensayís-
tico en la crítica académica”, para resistir la voluntad de homogenización y
12 Alberto Giordano

de con un estilo de vida académica, inconforme y disidente,


que expresa la necesidad de desbordar las clausuras discipli-
narias, y su multiplicación interdisciplinar, para restituirle al
vínculo entre escritura e investigación la potencia heurística
que debilitan o inhiben los imperativos metodológicos.
De Montaigne a Adorno, del inventor del género a su teó-
rico más brillante, el elogio del ensayo se enuncia contra las
arrogancias del conocimiento pretendidamente totalizador,
sistemático y objetivo. El talento para abrir las cosas a tra-
vés de interpretaciones ocasionales y fragmentarias, sin pre-
tender tratarlas exhaustivamente ni fijarlas a un sentido que
trascienda —y borre— sus particularidades, fue la respuesta
impertinente y afortunada del escepticismo a la voz de orden
de la escolástica, en el Renacimiento tardío, y del positivismo,
a partir del siglo pasado. En “Demócrito y Heráclito”, capítulo
L del libro I de los Ensayos, Montaigne reconoce con orgullo:
Aprovecho cualquier argumento que me presenta la for-
tuna. Todos me son igualmente buenos. Y jamás me pro-
pongo tratarlos por entero. Pues no veo el todo en nada.
Tampoco lo ven quienes prometen que nos lo harán ver.
De los cien elementos y aspectos que tiene cada cosa,
tomo uno, a veces sólo para rozarlo, a veces para tocarlo
levemente, y, en ocasiones, para pellizcarlo hasta el hue-
so. Hago un avance en él, no con la máxima extensión
sino con la máxima hondura de que soy capaz. Y, las más
de las veces, me gusta tomarlos por algún lado insólito
(Montaigne 2007: 437).

totalización de la emergente cultura del ensayo. Se trata de una distinción


operativa, que no aspira a establecer un ordenamiento según criterios ti-
pológicos, sino a volver sensible la diferencia de fuerzas entre búsquedas
que convergen, por ejemplo, la diferencia entre la “ética del lector inocen-
te” que entredicen los ensayos borgeanos y los valores que moviliza la ex-
periencia de lo “novelesco de la crítica” en Las letras de Borges de Sylvia
Molloy (ver Giordano 2005: 53-67 y 267-276, respectivamente).
Prólogo - El discurso sobre el ensayo 13

Desde sus orígenes —el sentido común cientificista aún lo


ignora para no debilitarse—, el ensayo se propone, no tanto
como una alternativa al conocimiento sistemático, más lige-
ra, porque prescindiría del aparato erudito y la exigencia de
demostración, pero menos rigurosa, por su parcialidad y su
impronta subjetiva, sino como una impugnación de las tota-
lizaciones conceptuales, que no dan lo que prometen, la ob-
jetivación de lo real, ni tienen modo de darlo. La crítica a las
nociones tradicionales de verdad y método es un corolario
del interés por las reverberaciones afectivas de lo contingen-
te a partir de las que se procesan los saberes discursivos. “El
mundo no es más que un perpetuo vaivén. Todo se mueve
sin descanso… La constancia misma no es otra cosa que un
movimiento más lento” (Montaigne 2007: 1203), por eso el
ensayo no pinta el ser, sino el tránsito, el ser de lo transitorio,
que es la auténtica realidad del mundo como juego descen-
trado, sin fundamento, según lo imaginan las teorías que se
enuncian en nombre propio para renunciar, en los límites de
la afirmación subjetiva, a los privilegios de la función autor.
“El majestuoso ‘Nosotros’ del discurso científico es el pasa-
porte o lingua franca a través de la cual se sueldan consen-
sos en las comunidades académicas. Por el contrario, hablar
en nombre propio simboliza el homenaje debido a la ambi-
güedad de lo existente” (Ferrer 1990: 23). La exploración y el
cuidado de sí mismo, a través de un uso de los conceptos y
las referencias que circunscriba la distancia por la que algo
se manifiesta como interesante —distancia en las cosas y en
la voluntad de comprenderlas—, es una crítica en acto de las
ilusiones y las miserias que sostienen los consensos sobre el
valor superior de la objetividad.
El elogio y la polémica se articulan en el discurso sobre
el ensayo a partir de un diagnóstico que observa la crisis,
el decaimiento o la decadencia de la tradición ensayística
14 Alberto Giordano

nacional desde mediados de los 60, cuando la “teoría”, como


práctica capaz de explicar el sentido de todas las prácticas,
habría impuesto las supersticiones de la especificidad y la
especialización, como condiciones del conocimiento ver-
dadero, en el campo de las humanidades y las ciencias so-
ciales. Mentar la irrupción triunfal del “estructuralismo”, esa
ideología epistemológica que renovó la alianza del posi-
tivismo con la metafísica6, es un expediente simplificador,
pero acertado, para identificar las potencias reductoras que
habrían inhibido la aparición de un Barthes o un Benjamin
vernáculos (no es seguro, aclara Sarlo (1984: 8) —autora de
la ocurrencia—, que sin la crisis del ensayismo esas figuras
deseables “hubieran florecido”, pero quedaron metodológi-
ca y teóricamente obstruidas). La serie de autores que encar-
nan la tradición obliterada es necesariamente heterogénea;
entre los que practicaron la crítica literaria, se menciona a
Borges, Mallea, Martínez Estrada, Murena (el discurso so-
bre el ensayo lo rescató del ostracismo ideológico)7, Viñas,
Masotta y el primer Sebreli. ¿Por qué algunos críticos aca-
démicos idealizan el pasado de su oficio identificando las
carencias del presente con la ausencia de estilos ensayísti-
cos propios de escritores, estilos que nunca les pertenecie-
ron plenamente? Tal vez para poner en falta a los colegas
que dejaron de buscarse como sujetos de un saber incierto,
enraizado en convicciones soberanas; seguro para imaginar
un porvenir utópico, en el que el uso intensivo de la teoría
pudiese tener la misma eficacia que las conjeturas borgea-

 6
 El estructuralismo comenzó, en Francia y en nuestro país, como una
crítica inteligente del reduccionismo historicista, pero ese momento fuerte
se eclipsó demasiado rápido, entre otras razones, por lo permeable que re-
sultó a la apropiación académica.
 7
 Las tentativas más interesantes en esta dirección son la de Cristófalo
1999 y Djament 2007.
Prólogo - El discurso sobre el ensayo 15

nas, las imposturas confesionales de Masotta o las metáfo-


ras de Viñas.
El discurso sobre el ensayo es un acontecimiento que pri-
mero se efectuó en la publicación de textos y dossiers en re-
vistas culturales emergentes (Espacios, Sitio, Farenheit 450 8
y Babel), enseguida, en la creación de otras revistas identi-
ficadas con la ética y las retóricas del ensayismo (Conjetu­
ral [1983], Paradoxa [1986], El ojo mocho [1991], Nombres.
Re­vista de filosofía [1991], La caja. Revista del ensayo negro
[1992], Kaos [1993], Redes de la letra. Escritura del psicoaná­
lisis [1993] y Confines [1995])9, y después, cuando el espíri-
tu de marginalidad aceptó los riesgos de institucionalizarse,
en la organización de paneles y coloquios especializados, el
desarrollo de investigaciones, individuales y colectivas, fi-
nanciadas por organismos de ciencia y técnica, el dictado de
seminarios de posgrado y la escritura de tesis doctorales. En
el lapso de poco más de una década, entre 1991 y 2003, se
publicaron al menos siete libros sobre el ensayo en la cultura
argentina que asumieron las tres rúbricas del discurso que lo
afirma como valor, el elogio, la polémica y la apuesta al por-
venir de una tradición en crisis: Giordano 1991, Grüner 1996,
Ritvo y Kuri 1997, Percia (Comp.) 1998 y 2001, Mattoni 2003

 8
 En el Nº 4 (1988) de Fahrenheit 450 (revista de la Carrera de Sociología
de la UBA), se publicó “El ensayista como rebelde y doctrinario”, de
Fernando Savater (rescatado, tal vez por Christian Ferrer, del Nº 22 (1978)
de El viejo topo). El ensayo de Savater anticipa algunos de los argumentos
centrales del dossier “Últimas funciones del ensayo”, que publicará Babel
en 1990.
 9
 Este catálogo no es el producto de una investigación exhaustiva, de-
seable y todavía pendiente, sino de la memoria y la biblioteca de un lector
apasionado por el tema. Aunque fragmentario, agrupa publicaciones de
los distintos campos en los que se invocó la figura del ensayista como suje-
to de una práctica transdisciplinar: la teoría y la crítica literaria, la filosofía,
el psicoanálisis, la sociología y la comunicación social.
16 Alberto Giordano

y Rosa (Ed.) 2003. En todos los casos, los autores piensan el


ejercicio de la crítica a partir de las fricciones entre conceptos
que no reniegan de su inestable materialidad discursiva y “el
elemento irritante y peligroso de las cosas” (Adorno 1962: 23),
la irreparable singularidad de lo existente cuando hace señas
que ningún método podría advertir. En el caso particular de
la apuesta al ensayo psicoanalítico, el deseo y la exigencia de
atenerse a la aparición de lo todavía indefinible, de llevar el
impulso teórico hasta la disolución de sus presupuestos, se
realiza no sólo contra las morales que orientan la comunica-
ción académica, sino también contra la estandarización del
saber que promueven las instituciones lacanianas.10 Como
a Montaigne, vía Adorno, a Freud sólo se retorna, vía Lacan,
por el camino discontinuo del ensayo.
Con ánimo genealógico, para acentuar la diferencia de
sentidos que tomó su efectuación, se puede señalar un desdo-
blamiento en los comienzos del discurso sobre el ensayo que
expresa la divergencia entre modos heterogéneos de valorar el
impulso exploratorio de las escrituras críticas: como búsque-
da de inteligibilidad, para fundar en los hallazgos personales
una comunidad hermenéutica, según una perspectiva; como
experiencia irónica de los límites de lo comunicable —que
siempre están más cerca de lo que se supone, aunque cueste
alcanzarlos reflexivamente—, según la otra. El gesto genealó-
gico no constata, interpreta: en la diferencia de perspectivas se
manifiesta la tensión entre fuerzas cualitativamente diferen-
tes que se disputan el sentido de las políticas del ensayo, las

 10
 En el ensayo psicoanalítico, que parece extremar los problemas retó-
ricos que conciernen al ensayo en general (hablar de una generalidad en-
sayística es incurrir en una contradicción, lo sabemos, pero cómo evitarlo),
no se trata de la formulación de “otro” saber, sino de probar “la eficacia del
saber al constituirse de un modo ‘ladeado’, en fricción con la razón como
Orden” (Kuri 2001: 107).
Prólogo - El discurso sobre el ensayo 17

que responden a la voluntad de apropiarse de la plasticidad


de sus retóricas para sumarle a la cultura intelectual un recur-
so persuasivo y las que descubren, en la invención de estilos
críticos modelados por lo intransferible de las experiencias
individuales, formas disuasorias de resistir los compromisos
que tramitan las seducciones humanistas. La conferencia de
Sarlo “La crítica: entre la literatura y el público”, pronunciada
en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, en noviembre
de 1984, y publicada al mes siguiente en el Nº 1 de Espacios
de crítica y producción, revista de la Secretaría de Bienestar
Estudiantil y Extensión Universitaria de esa Facultad, es la pri-
mera efectuación del punto de vista comunicacional. Desde
fuera de la institución académica, para inquietar la creencia
en el valor de la eficacia como principio regulador del ejerci-
cio intelectual, “El ensayo, un género culpable”, la interven-
ción de Eduardo Grüner en el dossier “El ensayo que vendrá”,
publicado en mayo de 1985 en el Nº 4/5 de Sitio, avanza sobre
la idea de que sin el fracaso de las mediaciones culturales no
es posible la enunciación de un pensamiento auténticamente
crítico, y que sólo se fracasa exitosamente en la escritura del
saber si se asumen los riesgos de la búsqueda ensayística.
En la conferencia, Sarlo expone el pesimismo que le pro-
vocan las dudas sobre la efectividad de su propio trabajo crí-
tico.11 Interroga críticamente la utilidad de ese trabajo, sus li-
mitadas condiciones de posibilidad en el contexto académico
y su (en ese momento muy restringida) función social. Como
lo repetirá unos años después, en la respuesta a una encuesta
de la misma revista Espacios, la evaluación se sostiene en la
certeza de que el discurso crítico ganó en especialización teó-

 11
 El análisis de la conferencia de Sarlo reescribe un fragmento de “La
crítica de la crítica y el recurso al ensayo”, publicado por primera vez en
1998, en Boletín/6 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, y
recogido luego en Giordano 2005: 249-260.
18 Alberto Giordano

rica lo que perdió en eficacia política, en el poder de afectar a


una audiencia amplia. A la pregunta ¿quiénes son los lectores
implícitos de la crítica que escribimos hoy en la universidad?,
Sarlo responde, apesadumbrada, “nuestros propios colegas”,
únicamente ellos pueden realizar las complejas operaciones
de lectura que esos textos requieren. La actual incapacidad
de la crítica académica para “plantear preguntas que susciten
un interés colectivo más allá de los ámbitos” universitarios,
para protagonizar “movimientos de la esfera pública” (Sarlo
1988: 22 y 23), sería una consecuencia, no deseada pero in-
evitable, de la sostenida especialización de su discurso, de la
fetichización de lo específico que convierte las lenguas teóri-
cas en códigos iniciáticos.
En un gesto que articula el cuestionamiento personal con
los vectores del proceso que investigamos, Sarlo recurre al en-
sayo para señalar, al mismo tiempo, lo que el discurso crítico
perdió y la tarea que hay que cumplir, una especie de ascesis
conceptual y metodológica, para restituirle su compromiso
con la discursividad social. La especialización y la seudotec-
nificación de los saberes sobre la literatura, en el contexto de
la modernización de las ciencias sociales y las humanidades
en los 60, determinaron una “crisis de la forma ensayo” (Sarlo
1984: 7) dentro de la cultura argentina, la declinación e inclu-
so la estigmatización de la que había sido, en las décadas an-
teriores, la forma privilegiada del ejercicio crítico. Pensando
en textos como Muerte y transfiguración de Martín Fierro, en
los que la ausencia de una tecnología de análisis no va en des-
medro del rigor y la audacia hermenéuticos, Sarlo recuerda
que alguna vez la crítica literaria más interesante supuso un
lector sin demasiadas competencias específicas pero concer-
nido por problemas que atraviesan distintas esferas de la vida
social, un lector que habría que recuperar o, en caso de que
su existencia también estuviera en crisis, contribuir a fortale-
Prólogo - El discurso sobre el ensayo 19

cer. El diagnóstico prescribe el camino reparador: dar el salto


más allá de la jerga teórica, sin recaer en las trivialidades del
impresionismo, para prefigurar un lector interesado por la
funcionalidad de lo específico literario en contextos ideológi-
cos y políticos. La dirección es la de Mimesis, de Auerbach, o
la de Hombres alemanes, de Benjamin.
Sarlo valora la eficacia del ensayo desde un punto de vis-
ta retórico (en el sentido de la retórica como arte de la per-
suasión conforme a expectativas definidas), según su capa-
cidad para producir efectos calculables sobre una audiencia
determinada, los lectores “cultos”.12 Desde esta perspectiva,
la efectividad del ensayo depende de su carácter instrumen-
tal, de la elocuencia que el apunte fragmentario y subjetivo
puede prestar a la comunicación de juicios morales enraiza-
dos en saberes teóricos. Para Sarlo, la escritura del ensayo no
es en sí misma un problema, sino un recurso apropiado para
resolver los problemas de inteligibilidad de la crítica especia-
lizada; menos que una forma conveniente de experimentar
las tensiones del saber, un medio dúctil para la transmisión
de conocimientos complejos, al que los críticos con vocación
pedagógica pueden recurrir si desean recuperar la función
mediadora entre el autor y el público.13

 12
 Sarlo no pudo asistir al Coloquio “Retóricas y políticas del ensa-
yo” que organizó el Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria de la
Universidad Nacional de Rosario, en agosto de 2001, pero colaboró en el
dossier “El ensayo de los escritores”, publicado en el Boletín/9 de dicho
Centro, con un texto sorprende, que desplaza los juicios sobre “la cualidad
ensayística” (Sarlo 2001: 18) hacia la valoración de los procedimientos for-
males que desvían o suspenden la lógica discursiva (la elipsis, la paradoja,
el aforismo y la condensación). Sarlo detenta el privilegio de ser, al mismo
tiempo, referente histórico de una de las orientaciones del discurso sobre
el ensayo y partícipe de la otra.
 13
 Contra este imaginario funcionalista se enuncia la máxima “no es-
cribir sobre ningún problema, si ese escribir no se constituye también en
20 Alberto Giordano

Uno de los textos más influyentes, y más rico en matices,


de la vertiente que inauguró Sarlo es El ensayo, entre el paraí­
so y el infierno, de Liliana Weinberg.14 Aunque entiende que
se trata de un género paradójico —la paradoja afirma la si-
multaneidad no sintética de sentidos heterogéneos—, como
también lo considera un fenómeno comunicativo, Weinberg
exalta las funciones mediadoras del ensayo, que articula
equilibradamente lo privado con lo público, lo poético con
lo intelectual, el infierno mudo de la soledad con el paraíso
del dialogo comunitario. La idea de que “el autor del ensayo
es un yo en el ejercicio de reconocerse como un nosotros”
(Weinberg 2001: 42) identificado con valores colectivos en-
tredice la lógica de la supuesta síntesis superadora: la sub-
ordinación del primero al segundo término de cada par. El
perspectivismo extremo —¿se puede concebir un auténtico
hallazgo sin contar con su potencia sustractiva?— tiene que
sublimarse en “la búsqueda de una comunidad de sentido
y de un sentido de comunidad” (Weinberg 2001: 19). La fór-

problema” (González 1990: 29), que condensa la ética del “Elogio del en-
sayo” con el que Horacio González participó en otra modulación decisiva
del proceso que investigamos, el dossier “Últimas funciones del ensayo”,
publicado en el Nº 18 de Babel, en 1990. El punto de partida es, de nue-
vo, el diagnóstico sobre el debilitamiento de la fuerza crítica que produjo
la especialización, pero la polémica con los protocolos académicos no se
realiza esta vez en nombre de una mayor eficacia (la que supuestamente
se lograría ampliando la audiencia), sino a través del cuestionamiento de
la eficacia como valor superior. Las intervenciones del dossier no apuestan
al establecimientos de nuevos pactos de lectura, si no a la potenciación del
impulso crítico, si se libera la experimentación conceptual de la necesidad
de justificarse por el consenso.
 14
 La gravitación de los argumentos de Weinberg sobre la crítica aca-
démica de nuestro país es notable en varias de las comunicaciones pre-
sentadas en el Simposio internacional sobre el ensayo que se realizó en
la Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza), en noviembre de 2009 (ver
Maíz 2010).
Prólogo - El discurso sobre el ensayo 21

mula es feliz, pero somete la radicalidad del gesto escéptico,


que busca sobre todo afirmarse en su inmanencia irreducti-
ble, a los ideales de la responsabilidad social. ¿No sería el del
ensayo un yo en trance de hacerse reconocer por la huella
irrepetible que el estilo deja sobre el discurso de los saberes
y las morales, un yo que se excede a través de las ocurrencias
conceptuales que transmiten mociones afectivas? ¿El impe-
rativo irresistible de la responsabilidad social, la intimación
a alienarse en los ideales comunitarios, no es lo primero, y
lo último, a lo que tiene que resistirse el ensayista, si quie-
re enunciar argumentos en nombre propio? ¿Cómo hacerse
responsable a través de la irresponsabilidad metódica, que
desteje la trama de los valores admitidos socialmente? El en-
sayo, que interviene en las conversaciones de la polis para
reclamar por los derechos de las singularidades anómalas,
sabe que la aparición de un punto de vista suplementario re-
configura el horizonte de lo inteligible, pero no sabe en qué
sentido (cuando cree saberlo, se interrumpe), ni siquiera si
en sus tentativas habrá algo que pueda ser recuperado so-
cialmente. La escritura del ensayo ejerce su potencia heu-
rística en los lugares donde el sentido cultural se desvanece,
no donde se afirma el poder homogeneizador de los valores
comunitarios.
Ritvo (1992) recuerda que para Friedrich Schlegel la ironía
es la forma de la paradoja, y que “forma” remite, en el contex-
to del primer Romanticismo, a la mezcla de géneros, el frag-
mento y la improvisación. El pensamiento paradójico afirma
lo inconmensurable entre términos supuestamente comple-
mentarios y reconduce cada uno al fondo indeterminado que
niegan las definiciones. La forma del ensayo es la experiencia
irónica del fracaso estructural de las mediaciones discursi-
vas, un acontecimiento paradójico en la trama de saberes (la
afirmación simultánea de la voluntad de conocer y el deseo
22 Alberto Giordano

de lo desconocido) que precipita la catástrofe de los verosí-


miles teóricos.
La lección de la forma schlegeliana [Adorno tomó notas
iluminadoras para su teoría del ensayo como forma] es la
de un pensamiento insuficiente desde el punto de vista
del fundamento que alcanza, gracias a la perfección de
dicha insuficiencia, el rigor de un pensamiento excesivo,
como lo es, en general, todo pensar de los confines y las
confluencias, de los entrecruzamientos y los desbordes
(Ritvo 1992: 102).
¿Qué comunidad podría fundarse en el ejercicio de un
pensamiento de los confines de lo representable, de la po-
tenciación de las insuficiencias ontológicas, un pensamiento
sin garantías, que profundiza irónicamente la distancia entre
el orden de la argumentación y el de las codificaciones mo-
rales? La idea de una comunidad de semejantes unidos por
vínculos de reciprocidad, a través de la identificación con va-
lores compartidos, no parece ni la condición ni el fin desea-
bles para un experimento con lo irrepetible de cierta posición
enunciativa. La ética de la diferencia ensayística sólo podría
ser recuperada, como testimonio de lo irrecuperable, por el
pensamiento paradójico de una comunidad negativa, “co-
munidad de los que no tienen comunidad” (Bataille citado
por Blanchot 1992: 37), que expone a cada uno, por la proxi-
midad con el (y lo) desconocido, a la prueba de su soledad
esencial. La pasión del pensamiento solitario, en el que no
se está siquiera con uno mismo, atrae a los miembros de esa
comunidad improbable “hacia lo extraño donde se vuelven
extraños para sí mismos, en una intimidad que los hace, asi-
mismo, extraños el uno al otro” (Blanchot 1992: 58).
El discurso sobre el ensayo es el modo en que se ejerce la
crítica de la crítica, si se la piensa como un movimiento de
impugnación reflexivo, que confronta las búsquedas de saber
Prólogo - El discurso sobre el ensayo 23

con sus intereses, sus posibilidades y sus límites. La impos-


tura que actúa Todorov (1991) en el libro que lleva ese títu-
lo no es más que una astucia de la razón instrumental, por
la que una parte interesada justifica o condena cual si fue-
se un árbitro ecuánime, que nada tiene que ver con las exi-
gencias de una indagación dispuesta a impugnar incluso sus
fundamentos con tal de no precipitarse hacia una conclusión
anticipada. El escándalo que le provoca a Todorov el nihilis-
mo blanchotiano, cuando compara su pensamiento con el
de otros críticos-escritores (lo perturba que en una época de
crisis de los “valores universales” alguien se permita atentar
contra la idea de valor), expone su resistencia a pensar la di-
mensión extra-moral de la crítica, el valor de la interrupción
y la suspensión como operaciones formales que desprenden
el pensamiento de cualquier lastre moral.15 Aunque no habla
del ensayo, para responder a la pregunta “¿Qué es la crítica?”,
Blanchot se sitúa desde la perspectiva del saber como explo-
ración original, en el sentido de una búsqueda de lo origina-
rio de las obras a través de la repetición de su diferencia:
La búsqueda de la crítica creadora es este movimiento
errante, este trabajo de la marcha que rompe la oscuri-
dad y es entonces la fuerza progresiva de la mediación;
pero también se arriesga a ser el recomienzo que arruina
toda dialéctica, que no procura sino el fracaso, sin hallar
en él su medida ni apaciguamiento (Blanchot 1985: 76).
Para Blanchot, la crítica es, antes que conocimiento o jui-
cio que armoniza con el mundo de los valores culturales, la
puesta en obra del fracaso de la identidad literaria (de la li-
teratura en tanto institución), la experiencia de la obra como
simultaneidad de impulsos heterogéneos: creación y ruina,
prodigalidad y anonadamiento, que no busca estabilizarse.

 15
 Ver Todorov 1991: 58-64.
24 Alberto Giordano

La crítica afirma la no identidad consigo mismo de la obra


en los intervalos que abre la lectura cuando atraviesa los sa-
beres que definen la especificidad literaria. El fracaso de la
función mediadora de los conceptos teóricos, que se alcanza
extremando el rigor argumental, sería una prueba de la ver-
dad de los hallazgos interpretativos (verdad en acto, extraña a
cualquier procedimiento metodológico, que ni se demuestra
ni se revela).
La decisión de cerrar el dossier “El ensayo que vendrá”
con una nueva traducción de “¿Qué es la crítica?”16 señala el
interés de los editores de Sitio por situar las intervenciones
desde el punto de vista paradójico que reconoce en el curso
errante la orientación justa para fracasar creativamente. (La
publicación de ese ensayo en calidad de referencia eminente
se articula en el interior de otro proceso, menos visible, que
también inquieta e interroga las morales de la crítica literaria
argentina con inserción académica, la recepción del pensa-
miento teórico de Blanchot. De Horacio Quiroga: una obra
de experiencia y riesgo (1959), de Noé Jitrik, a La experiencia
imposible (2013), de Carlos Surghi, en referencias puntuales
o aproximaciones monográficas, la obra de Blanchot irrum-
pe, ocasionalmente, en el discurso crítico para someter sus
protocolos a la lógica equívoca de la determinación por lo
indeterminable. Ni la sociología literaria, ni los estudios cul-
turales, como tampoco el formalismo en sus distintas ver-
tientes, se mostraron hasta hoy dispuestos a dialogar con esa
obra que, por plantearles algunas preguntas fundamentales,
podría fortalecerlos en el desacuerdo. Si no el rechazo que se
manifiesta en una ignorancia inexplicable [cuántos, entre los

 16
 La traducción, impecable, la firma Jorge Jinkis, miembro de la direc-
ción de la revista, que a fines de los 60, junto a Vicky Palant, tradujo para
la editorial Paidós El espacio literario, uno de los libros más influyentes de
Blanchot.
Prólogo - El discurso sobre el ensayo 25

que usan a Deleuze o Foucault, desconocen la proveniencia


de sus recursos para impugnar la fenomenología], el pensa-
miento de Blanchot despierta, entre los académicos, resis-
tencias todavía más fuertes y constantes que las que limitan
el discurso sobre el ensayo.)
La lectura del detalle suplementario, que opera, no por
condensación, sino por fragmentación y suspensión del sen-
tido, el detalle que descompone la totalidad y entredice una
perspectiva insólita, es el procedimiento en el que Grüner
asienta la afirmación del ensayo como “género culpable”. La
imputación es otra modalidad, irónica, del encomio: el en-
sayo es culpable de jerarquizar la rareza fortuita por sobre la
necesidad estructural, de apasionarse con lo erróneo y lo fa-
llido porque su anomalía expone el fracaso de la función au-
tor (de los códigos culturales como garantes de la cohesión y
la coherencia textual).
…la única manera de evitar un error es excluir, de an-
temano, aquello que podría producirlo. ¿Y cómo?
Despachando el riesgo: vale decir, el acontecimiento.
Aquella exclusión preventiva puede entenderse a la ma-
nera de Foucault: como forma de control del discurso,
de ejercicio de un poder. O a la manera de Lévi-Strauss:
como forma de establecer reglas de organización, de
“cosmologizar” el caos (Grüner 1985: 54).
Las teorías de la lectura que confían, por falta de inocen-
cia, en el poder de las reglas semióticas, necesitan excluir los
usos que no cooperan en la decodificación de los sentidos
calculados, relegándolos al dominio de la invención capri-
chosa. La lógica del ensayo invierte y desplaza la oposición:
las supuestas maniobras cooperativas no son más que usos
disciplinados por imperativos metodológicos, que descono-
cen o niegan las circunstancias irrepetibles de su enuncia-
ción, como desconocen o niegan el poder simbólico que los
26 Alberto Giordano

sujeta a la reproducción, con mínimas variaciones, las nece-


sarias para no humillar el narcisismo del practicante, de lo
ya-leído. Los saberes críticos sobre la lectura literaria que
no inhiben el ejercicio de la repetición diferencial —lo que
Grüner llama, traduciendo a Harold Bloom, “deslectura crea-
tiva” (Grüner 1985: 53)— son los que intentan fijar, en cons-
telaciones conceptuales, el movimiento inestable de los ha-
llazgos ensayísticos. Sometidos a las rutinas de la enseñanza
y la investigación, incluso estos saberes conjeturales pueden
perder sutileza. Por eso la única teoría de la lectura auténti-
camente crítica sería aquella capaz de alentar el salto de la
imaginación por encima de los verosímiles culturales, para
disolverse ni bien se interrumpa el acto. El carácter utópico
de esta teoría, en el contexto de la gestión académica de los
estudios literarios, sólo la vuelve más deseable.
PD. Los auténticos comienzos son discretos: circunstan-
ciales, inadvertidos. Cuando la mirada genealógica lo institu-
ye, el gesto inicial aparece donde no se esperaba. El discurso
sobre el ensayo comienza, antes de su inauguración, en 1980,
en la revista que dirigía Sarlo, pero al margen de las buscas de
inteligibilidad, para señalar la fuerza del pensamiento atraí-
do por rarezas disfuncionales. Antes de que se convierta en
moda académica y sufra reducciones y simplificaciones bru-
tales, “El proyecto de Benjamin” es la ocasión para que Raúl
Beceyro despliegue en las páginas de Punto de vista la dife-
rencia ética entre el crítico y el ensayista, a partir de la exalta-
ción de lo marginal, lo inclasificable y lo inconcluso. La figura
del moralista autosatisfecho, que se cuida de interrogar el va-
lor de sus interpretaciones para no atentar contra la eficacia
del rol cultural que le asignaron, se contrapone a la del expe-
rimentador que desconoce incluso cuál es el sentido de sus
recorridos, en caso de que lo tengan, y encuentra en el trato
con lo incierto el impulso para recomenzar.
Prólogo - El discurso sobre el ensayo 27

Para el crítico el determinar lo que está bien y lo que


está mal constituye lo principal. Para el ensayista o bien
el juicio ya ha recaído antes de comenzar su trabajo (y
por eso actúa sobre una obra que considera valiosa pero
sin decirlo, casi con pudor), o bien la estimación vendrá
después del ensayo, por añadidura, o más bien el ensa-
yo prepara el terreno para una apreciación que tal vez no
venga. De ahí la frustración que el ensayo puede producir
en su lector y de ahí también que el ensayo comparte con
el arte (base sobre la cual el ensayista construye su obra)
un elemento esencial, la inutilidad (Beceyro 1980: 20).
La afirmación de valores paradójicos (el fracaso, lo inútil)
compromete el orden de razones que despliega el ensayo si
al mismo tiempo estructura los descentramientos del acto
de pensar por escrito. La eficacia digresiva de los saltos y los
excursos, de la demora o la precipitación que interrumpen
la lógica deductiva, se mide en términos del vigor con que
los hallazgos formales inscriben en vacío la afectividad pro-
pia de las decisiones intelectuales e impugnan la rectitud de
las consignas epistemológicas. Al ensayista le cabe la tarea de
denunciar que el conocimiento sistemático no da lo que pro-
mete, porque la totalización de lo real también es el efecto
provisorio de algunos juicios interesados. Expuesta al fraca-
so o a la revelación de su inutilidad —condición trágica que
asume con gesto irónico—, la forma del ensayo realiza la ex-
periencia del saber como errancia y pasión por lo verdadero.

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El proyecto de Benjamin1

Raúl Beceyro

El ensayo consiste como forma en la capacidad de con-


templar lo histórico, las manifestaciones del espíritu
objetivo, la “cultura”, como si se tratara de la naturaleza.
Benjamin tenía esa capacidad como pocos.
T. Adorno, “Caracterización de Walter Benjamin”, en
Prismas, Editorial Ariel, 1962, página 249.

La figura del ensayista se contrapone explícitamente a la


del crítico (como el narrador se opone al novelista) y la crítica
se ofrece a cada momento al ensayista como una especie de
trampa que debe eludir. Evitar, sobre todo, caer en la actitud
crispada ante el arte, del crítico, quien parece querer, antes
que nada, saldar cuentas con la obra, emitir el juicio sumario
y definitivo, terminar la discusión.
Para el crítico el determinar lo que está bien y lo que está
mal constituye lo principal. Para el ensayista o bien el juicio
ya ha recaído antes de comenzar su trabajo (y por eso actúa
sobre una obra que considera valiosa pero sin decirlo, casi
con pudor), o bien la estimación vendrá después del ensa-
yo, por añadidura, o más bien el ensayo prepara el terreno
para una apreciación que tal vez no venga. De ahí la frus-
tración que el ensayo puede producir en su lector y de ahí
también que el ensayo comparta con el arte (base sobre la
cual el ensayista construye su obra) un elemento esencial, la
inutilidad. (Si no emite un juicio, entonces, ¿para qué sirve el
ensayo?)

 1
 Publicado originalmente en Punto de vista 10, Buenos Aires, noviem-
bre de 1980; pp. 20-23.
32 Raúl Beceyro

Lo que sucede es que la crítica instaura con la obra una


distancia que el ensayo pretende abolir.
Todo es demasiado grande para que se lo critique. Todo
es noche que lleva la luz, todo es cuerpo ensangrentado
del espíritu. Pero al mismo tiempo todo es demasiado pe-
queño para que se lo critique, todo falta: lo oscuro, la pro-
pia tiniebla total y aún la dignidad perturban la mirada de
quien quiere contemplarlos.
Mientras que en nuestro camino resplandece la palabra,
le preparamos la vivienda más pura y más santa, pero
debe descansar cerca nuestro. Queremos guardarla en
la forma más alta y más preciosa que seamos capaces de
darle: arte, verdad, derecho. Quizás ellos vendrán a sa-
carnos todo: entonces que por lo menos (la palabra) esté
en forma de figura y no de crítica.
La práctica de la crítica se produce en el borde exterior
del círculo de luz que rodea la cabeza de todo hombre,
y no es asunto del lenguaje. Ahí donde encontramos el
lenguaje es de trabajo que se trata. El lenguaje descan-
sa solamente en lo positivo, está de lleno en la cosa que
aspira a la más íntima unidad con la vida. No se detie-
ne en la apariencia que constituye la crítica, el “Krion”, la
distinción del bien y del mal. (El ensayo) traslada toda la
potencia crítica hacia el interior, desplaza la Krisis al co-
razón del lenguaje.
Benjamin, Carta a Helbert Belmore, fin de junio 1916.

La crítica es una especie de tecnología, aplicación con-


creta, utilitaria, de principios de orden general. De la misma
manera se habla de física aplicada, también puede hablarse
de filosofía (de ética, de estética) aplicada refiriéndose a la
crítica.
El ensayo, por el contrario, se despreocupa de toda apli-
cación utilitaria. No solamente deja de lado el juicio sino que
El proyecto de Benjamin 33

también discurre sin que se perciba su finalidad, deambula


alrededor de la obra sin rumbo fijo.
El ensayista se encuentra tironeado por dos posibilidades
que él ya ha desechado, pero que siguen presentándosele
como ejemplos a imitar: la crítica y la filosofía. Al negarse a
proceder a una elección entre esas dos actividades (que ellas
sí son respetables) el ensayista se condena inevitablemente a
la marginalidad.
Ayer por primera vez desde mi época de estudiante me
encontré, invitado por un profesor, en medio del mundi-
llo de los filósofos de profesión. Tanto de adentro como de
afuera el espectáculo era grotesco. Dentro, era yo quien lo
era: tuve el sentimiento evidente de que de ninguna ma-
nera yo estaba en mi lugar, porque si bien practico mu-
cho la filosofía, mi manera de hacerlo es completamente
diferente. (…) Cuando filosofo lo hago con mis amigos,
con diletantes. Me encontré completamente perdido en
medio de hombres que discurren con competencia segu-
ra y con un saber extenso: verdaderos pozos de ciencia.
Benjamin, Carta a Carla Seligson,
Fribourg, 5 de julio de 1913.

Esta inconfortable posición, a mitad de camino entre la


crítica y la filosofía, es tanto lo del ensayo como la del propio
Benjamin. La obra de Benjamin es un objeto difícilmente cla-
sificable que reúne, como respondiendo a un plan premedi-
tado, los elementos necesarios para condenarlo a la margina-
lidad. La vida de Benjamin ha sido materialmente difícil, con
momentos y situaciones particularmente penosos, lo que
puede explicarse teniendo en cuenta el carácter de la “mer-
cadería” que Benjamin ofrecía, y que nadie aceptaba.
…la mirada sobre lo remoto, el odio contra la banalidad,
la búsqueda de lo no manoseado, de lo no tomado aún
en la red conceptual de uso general, constituye la última
34 Raúl Beceyro

posibilidad del pensamiento. (…) Quien ofrece algo úni-


co que ya nadie quiere comprar representa, hasta contra
su voluntad, la libertad del intercambio.
Adorno, Mínima moralia, Monte Ávila, 1975, p. 75.

La organización material de la existencia de Benjamin im-


plicó la prioridad absoluta otorgada a su obra, en detrimento
de cualquier otro elemento (por ejemplo la abortada “vida fa-
miliar” de Benjamin). Además Benjamin desoyó siempre las
tentaciones de la normalidad.
Hubo, sin embargo, en su vida, una tentativa seria de
adaptarse al mundo, obteniendo un lugar en la institución:
el intento de obtener un puesto en la Universidad mediante
la presentación de una Tesis sobre el Trauerspiel (Drama ba-
rroco). Como el protagonista de “La próxima vez” de Henry
James, quien pese a su declarada intención de escribir un li-
bro mediocre que obtuviese un éxito de público, seguía escri-
biendo textos de valor condenados a la indiferencia general,
también Benjamin produjo un texto “demasiado bueno”, que
fue rechazado por aquéllos (los profesores de Universidad) a
quienes estaba dirigido. Como el héroe de James, a Benjamin,
le estaba vedado todo acuerdo con el mundo.
Mientras tanto, [mi tentativa] ha llegado a una conclu-
sión negativa y me proponen que retire yo mismo el pedi-
do de la habilitación. Contemplando el curso enrevesado
de las cosas, encuentro muchas razones para alegrarme
de la convicción interior y externa que, cada vez más, me
ha impedido ver en la Universidad actual un lugar de ac-
tividad fecunda y sobre todo límpida. Porque si no, qué
exasperación estéril, cuánta amargura hubiese suscitado
el tratamiento que debo sufrir. Sin embargo fue tomando
como base un contacto muy preciso, hace 3 años, y re-
firiéndome al modelo del ensayo sobre “Las afinidades
electivas”, que me ofrecí, de acuerdo con un profesor de la
El proyecto de Benjamin 35

Universidad local, para escribir y presentar el trabajo so-


bre el Trauerspiel. Es evidente que resulta valioso el he-
cho de poder afrontar, y de ganar, a los jóvenes, mediante
el discurso vivo; pero el lugar donde esto se produce, y el
número reducido de personas que así se toca, tienen su
importancia. Y si bien es cierto que fuera de las universi-
dades no existe todavía el lugar que asegure una acción
fecunda, también es cierto, me parece, que la propia uni-
versidad enturbia cada vez más la limpidez de las fuentes
de su enseñanza.
Benjamin, Carta a Hugo von Hofmannsthal,
Berlín, 2 de agosto de 1925.

A Benjamin ni siquiera le estuvo permitido un acuerdo


que aún no siendo global, pudiese consistir, por ejemplo, en
la pertenencia a una escuela, o en la frecuentación de temas
difundidos, o en alguna coincidencia, aunque fuese fortuita,
con la opinión general.
Benjamin es marginal incluso con respecto a algunos
grupos con los que estuvo en relación. En la Escuela de
Francfort su caso es un “caso aparte”, y las disidencias con
respecto al propio Adorno (expuestas en la corresponden-
cia de Benjamin) muestran la singularidad de su trayectoria
intelectual. El propio Benjamin no se hacía ninguna ilusión.
Refiriéndose a su libro inconcluso sobre los Pasajes parisi­
nos dice a su amigo Gerhard Scholem: “ninguna escuela se
apresurará a reivindicarlo como suyo” (carta del 20 de agos-
to de 1935); y hablando de los textos sobre su Infancia berli­
nesa (que serán editados 10 años después de su muerte), dice
también a Scholem: “Las perspectivas de verlo editado en
forma de libro se van extenuando. Todos ven que es tan per-
fecto que aun en forma manuscrita la inmortalidad lo llama.
Entonces se editan libros que tienen más necesidad” (Carta
del 28 de febrero de 1993).
36 Raúl Beceyro

Además está lo que Adorno definió como “su inclinación


por todo lo que no ha sido todavía triturado por la vida inte-
lectual oficial” (en el prólogo de Alemanes). Esto es confirma-
do por el propio Benjamin en su diario, durante una visita a
Brecht, en Dinamarca, en 1934.
A la caída de la tarde me encontró Brecht, en el jardín le-
yendo El capital. Brecht: “Me parece muy bien que estu-
die usted a Marx ahora que tropezamos con él cada vez
menos y especialmente entre los nuestros”. Le respondí
que prefiero los libros famosos cuando no están ya de
moda.
“Tentativas sobre Brecht”, Iluminaciones III,
Taurus, 1975, p. 149.

La marginalidad de Benjamin, su carácter ex-céntrico,


refractario a toda moda, pueden explicarse por una serie de
detalles coincidentes. En primer lugar la extensión de sus
trabajos, que se adecúan con dificultad a las dimensiones
normales de un volumen, y que demuestra la resistencia de
Benjamin al “gesto universal y pretencioso del libro” (como
él mismo dijo en “Calle de una sola mano”). Además están
los temas elegidos: escribir hacia 1930 un ensayo sobre la
fotografía es casi una provocación. Aún hoy un texto como
“Pequeña historia de la fotografía” tiene un aspecto extra-
ño. Cincuenta años después, y en un contexto en el cual “las
grandes palabras” (muerte, sueño) siguen constituyendo el
santo y seña de todo escrito que tenga la fotografía de tema,
el ensayo de Benjamin es “anormal”, excéntrico.
Podría entonces sorprender el hecho de que actualmente,
en los escritos sobre la fotografía o sobre los medios de comu-
nicación de masas (denominación apologética de lo que con
mucha mayor precisión Adorno definió como “industria cul-
tural”, para destruir de una buena vez la ilusión que hace ver,
en esa manipulación de las masas, los rasgos de un “arte po-
El proyecto de Benjamin 37

pular”), podría sorprender que exista una “moda Benjamin”,


de alcances sin embargo más bien modestos, dado que con-
siste en una especie de signo para reconocer a los elegidos
que pueden entonces pertenecer al círculo áulico. El nombre
de Benjamin es traído y llevado, y un ejemplo de este mano-
seo son los escritos de Susan Sontag. Su libro On photography
incluye al final una antología de citas, en “homenaje a W.B.”, y
además el artículo que Sontag escribió sobre Benjamin (pu-
blicado el 12 de octubre de 1978 en The New York Review of
Books), que fue traducido al español (Revista Vuelta Nº  30,
mayo de 1979) y al francés (Cahiers critiques de la littérature,
Nouvelle serie Nº 1/2, septiembre 1979), manifiesta la volun-
tad de apropiarse de Benjamin.
Este hecho (la tentativa de la industria cultural por hacer
suyo a Benjamin) puede tener una doble interpretación.
Por un lado hay en el trabajo de Benjamin un elemento
“anacrónico” (que sitúa históricamente su reflexión, que la
“fecha”) y que puede ser aprovechando en esta tentativa de
recuperación. Efectivamente, Benjamin no acentúa los peli-
gros de la propia industria cultural, hace casi como si la in-
dustria cultural no existiera (y en verdad sólo algunos años
después, y gracias sobre todo a Adorno, la industria cultural
empieza a ser delimitada teóricamente). Pero este “anacro-
nismo” de Benjamin sólo puede ser utilizado en esta em-
presa de recuperación porque la industria cultural es capaz,
con la más evidente mala fe, de tomar de Benjamin algunos
detalles, y desechar el resto. Si Benjamin es llevado como
un estandarte por los campeones de la industria cultural
es sólo mediante una traición completa a los elementos
centrales de su reflexión. Su obra es mal leída, tendencio-
samente recortada, censurada. Como el fiscal, la industria
cultural toma sólo lo que le conviene e impide que los datos
que podrían contradecirla lleguen a ser escuchados por los
38 Raúl Beceyro

miembros del jurado. El fallo, entonces, puede ser dado por


descontado.
La marginalidad de Benjamin no debe ser comprendida
como el rasgo enfermizo de un carácter volcado violenta-
mente hacia el interior. Corresponde a una serie de eleccio-
nes deliberadas que resultaban la consecuencia lógica inevi-
table, de un pensamiento que no contemplaba ningún tipo
de compromiso con el mundo, y que no aceptaba otra lógica
que la de su propio desarrollo. La integridad intelectual de
Benjamin lo convertía en un representante perfecto del inte-
lectual, condenándolo al mismo tiempo, y por eso mismo, a
la marginalidad.
En 1936 aparece en Suiza un libro que consiste en una se-
rie de cartas, elegidas y comentadas por Benjamin; su título
es Alemanes. El autor de una de esas cartas, Johan Wilhem
Ritter, dice:
Mientras escribo (…) nadie mira lo que hago, salvo, si
me está permitido nombrarlo, el buen Dios o, para de-
cirlo mejor, la naturaleza. Los “espectadores” nunca han
servido para nada en ninguna parte y yo, como muchos
otros antes, he sentido también que algunos temas o que
algunas obras no han sido nunca mejor elaboradas que
cuando se simula no escribir para nadie, sino para el ob-
jeto del cual se trata.
Benjamin escribe un comentario a esta carta: “Un credo
de escritor semejante sumergía en este tiempo a su autor en
la miseria”. El lector puede suponer que Benjamin habla un
poco de sí mismo, y que su posición frente a lo que dice Ritter
es solidaria. Además la intransigencia de Benjamin y su nega-
tiva a todo tipo de acuerdo con los imperativos del mercado
también lo condenaba a la miseria en su tiempo, que no era
ya el de Ritter, pero que seguía exigiendo del intelectual que
se plegase, dócil, a las expectativas de los que deciden.
El proyecto de Benjamin 39

En 1933 Benjamin abandona Alemania, a la que nunca


más volverá. En 1940, buscando huir de la Francia ocupada, y
creyendo su tentativa fracasada, se suicida en un puesto fron-
terizo de los Pirineos.
El exilio fue, para los alemanes contemporáneos de
Benjamin, una dura prueba que pocos soportaron sin clau-
dicar. Los otros “murieron de hambre o se volvieron locos”
(como dice Adorno en Minima moralia). Muchos años antes
el propio Benjamin había caracterizado el exilio, y también
el exilio interior, la marginalidad absoluta dentro del pro-
pio país, que es para muchos el equivalente (también duro,
y cuya salida más frecuente es también la locura o la muerte
por hambre) del exilio.
Quien en Alemania se dedica seriamente al trabajo inte-
lectual está amenazado por el hambre. Yo no hablo de re-
ventar de hambre, sino simplemente de una experiencia
que es la de Erich [Gutkind, amigo de Benjamin] y la mía
(en este sentido muy cercanas). Por supuesto que hay
muchas maneras de tener hambre. Pero ninguna es más
terrible que la de tener hambre en medio de un pueblo
que se muere de hambre. Aquí todo devora, aquí ya nada
más alimenta. Aun si mi deber fuese de permanecer aquí
[en Alemania] este deber no podría ser cumplido aquí
mismo. Esta es la perspectiva en la que se sitúa para mí el
problema de la emigración.
Benjamin, Carta a Florens Christian Rang en 1923.

La muerte de Benjamin, a los 48 años de edad, provoca


una ruptura brutal y definitiva en su obra. Pero no explica
completamente, me parece, el carácter fragmentario e incon-
cluso de su trabajo. En los últimos años de su vida Benjamin
concibió un vasto proyecto, el libro sobre París o el Libro de
Los Pasajes, mencionado insistentemente en su correspon-
dencia. Pasajes parisinos era, tanto o más que una empresa
40 Raúl Beceyro

concreta, una orientación que ordenaba toda su actividad


intelectual. De este libro (que no existe) tenemos, sin em-
bargo, huellas en varios textos de Benjamin. En 1931 escri-
be “Pequeña historia de la fotografía”, ensayo que sale de los
“prolegómenos” del trabajo sobre los pasajes. Cuatro años
después escribe lo que él llama “resumen” del libro, texto
que conocemos con el título de “París, capital del Siglo XIX”.
También en 1935 escribe “La obra de arte en la época de la
reproductibilidad técnica”, que es próximo por el método al
Libro de los Pasajes. Finalmente en 1938 trabaja en su ensayo
sobre Baudelaire, que en principio era el ante-último capítulo
de “Pasajes parisinos” y que finalmente fue para su autor, “el
modelo-miniatura del conjunto”. Este texto sobre Baudelaire
tuvo dos versiones: la primera es “El París del Segundo impe-
rio en Baudelaire”; la segunda versión se titula “Sobre algu-
nos temas en Baudelaire”.
En el vasto proyecto de los Pasajes, en ese texto intermi-
nable y no terminado, inagotable y no agotado, puede verse,
más allá de la tentativa concreta, la ilustración perfecta del
trabajo del ensayista.
Frente a él se alza, en el horizonte, el texto que redondee,
concluya, culmine su obra íntegra. Deslumbrado por el bri-
llo de esa referencia, sin embargo, lejana, marcha decidido
hacia ella. Pero en su camino, tentándolo, se le cruzan otros
elementos, que atraen legítimamente su atención, que lo dis-
traen, pero en los cuales cree advertir los mismos reflejos, las
mismas tonalidades de la luz lejana.
Una vez desembarazado de esas tareas, en las cuales, no
obstante, sospecha que concreta algo que en la esfera de la
obra global sigue su camino en dirección del texto totalizador.
Pero al ensayo (y a cada ensayista) le está vedada la posibi-
lidad de alcanzar, finalmente, ese punto, que sería, sin duda,
no sólo la culminación sino también la extinción de su tra-
El proyecto de Benjamin 41

bajo. El concepto total, que englobaría los conceptos inevi-


tablemente parciales que el ensayista elabora trabajosamen-
te a lo largo de su obra, no es más que una quimera, que un
espejismo.
Me parece que si él no se ha dado ya cuenta antes, en el
útil momento de su vida el ensayista advierte, como en una
especie de revelación, que aquella referencia lejana no podía
en realidad ser alcanzada nunca, y que además esa luz desa-
parece en ese mismo instante, se extingue con él.
La crítica: entre la literatura y el público1

Beatriz Sarlo

Carlos Dámaso Martínez ha dado una perspectiva opti-


mista del trabajo crítico realizado en la Argentina, y ésta es
una de las perspectivas posibles. Yo, en cambio, vengo con
una perspectiva pesimista. O más bien con una perspectiva
llena de perplejidades y de dudas acerca de la efectividad de
nuestro trabajo.
Por momentos me veo asaltada por las dudas de la utili-
dad del trabajo que producimos. Me pregunto si los que nos
identificamos como críticos literarios tenemos un saber y un
discurso o si tenemos solamente un discurso.
Si tenemos un saber y un discurso es porque hemos defi-
nido un objeto y una forma de entrada a ese objeto: lo que en
las ciencias o en el discurso científico se define como “saber”.
Si tenemos sólo un discurso, se trata entonces de una manera
de hablar sobre algo siempre evanescente, que está siempre
huyendo hacia adelante: la literatura.
Estoy segura de que no tenemos una ciencia. La legalidad
de los discursos que nosotros hacemos sobre la literatura
no podría ser contrastada con la legalidad de los discursos
científicos. Y no estoy solo pensando en lo que suele llamarse
“ciencias duras”. Simplemente, me parece difícil contrastar la
legitimidad científica de nuestro discurso con la legitimidad
científica de las ciencias sociales, o la lingüística.

 1
 Conferencia pronunciada como parte del ciclo Los escritores, la pro­
ducción y la crítica realizado en la Facultad de Filosofía y Letras de UBA en
noviembre de 1984. Publicado originalmente en Espacios de crítica y pro­
ducción 1, Facultad de Filosofía y Letras, UBA, 1994; pp. 6-11.
44 Beatriz Sarlo

Por tanto, los que hacemos crítica literaria estamos en-


frentados con un objeto evanescente, que es esta textualidad
que elegimos abordar desde diferentes perspectivas. Sea cua-
les fueren las diferencias entre esas perspectivas, el objeto si-
gue siendo evanescente. Y sobre él, de costado, producimos
un discurso: de eso pareciera haber menos dudas. Y además
esto pareciera ser lo que despierta nuestro mayor orgullo,
quizás porque se relaciona con nuestro narcisismo.
Entonces, nuestra identidad —que pasa por nuestro dis-
curso, pero que también debiera pasar por un saber y por la
definición de un objeto— es todavía una identidad proble-
mática. Yo creo, además, que es problemática la identidad
que proporciona la carrera de Letras que se cursa en esta
Facultad.
Frente a este conjunto de incertidumbre quizás sea útil re-
currir a las tradiciones que nos han ido definiendo. Durante
mucho tiempo, a mí me resultaba satisfactoria una definición
de Hauser sobre qué era un crítico literario. Hauser decía que
el crítico literario era “el portador de la mediación”. El crítico
literario era el espacio donde se realizaba la mediación en-
tre el autor (para nosotros, el texto, o el texto y el autor) y el
público.
Si se dice que el crítico literario es el portador social de la
mediación, se está suponiendo que hay una heterogeneidad
o disimetría entre el objeto del discurso del crítico (la litera-
tura) y el público. Y que esa heterogeneidad supone por otra
parte disposiciones o capacidades adquiridas diferentes en-
tre aquel que puede elaborar un discurso sobre la literatura y
aquel que lo recibe.
El crítico literario vendría a ser un distribuidor del saber
(en un sentido amplio, como conjunto de disposiciones, o
“savoir-faire”) necesario para leer ese universo discursivo que
es la literatura. Si esto es así, también tendría razón Hauser
La crítica: entre la literatura y el público 45

cuando afirma que el crítico literario es una especie de hom-


bre de dos mundos —de esquizofrénico, podría decirse tam-
bién—. Porque el crítico literario es alguien que representa
al público frente al escritor y al escritor frente al público. El
crítico literario, enfrentado con el escritor, en realidad menta
al público, dado que hace una lectura del texto que supone
un movimiento de ese texto hacia el público. Pero enfrentado
con el público, en realidad menta a la literatura, habla de la
literatura y de sus procesos de producción.
Si esto es así, se agudiza la sensación de esquizofrenia, de
personalidad dividida que afecta al crítico. No solamente es
un espacio social de mediación, sino que es un espacio so-
cial en el que él tiene una relación siempre diferente con los
dos polos de esa mediación. No tiene con el texto la relación
que tiene el escritor, pero tampoco la que tiene el público. La
cuestión es saber si tiene alguna relación específica, si existe
algo que pueda llamarse relación crítica.
Queda claro también que el crítico es un individuo despo-
jado de lugar. El público tiene un lugar, y tiene una relación
de exterioridad práctica respecto de la literatura. El público
como entidad real social está fuera del proceso de escritura.
Entra a la literatura en un proceso segundo, que es el de lec-
tura. Pero tiene un lugar asegurado. Por otro lado, el escritor
establece su lugar en las relaciones con la textualidad, con el
lenguaje, con las ideologías.
El crítico, oscilante, un poco histérico, entre estos dos po-
los, coquetea con uno y otro sin decidir nunca del todo donde
está su lugar y su relación constitutiva. El crítico es alguien
definido por la ausencia de lugar. Esto es una carencia difícil
de soportar pero al mismo tiempo tiene un aspecto fascinan-
te, porque el despojado de lugar puede ocupar el lugar de los
otros. Puede llegar a ocupar, imaginariamente, el lugar del
escritor; e imaginariamente, y también de manera más real,
46 Beatriz Sarlo

ocupa el lugar del público. El despojado de lugar puede osci-


lar entre un lugar y otro, y ocupar un lugar y otro, sin ocupar-
los nunca del todo.
Sin duda, a partir de esta caracterización, nuestra situa-
ción supone una perspectiva incómoda. Y creo que de esta
incomodidad surge la dificultad que tenemos en encontrar
nuestros lugares, y sobre todo el lugar de nuestro discurso.
En principio, la pregunta que yo me haría es sobre la necesi-
dad de existencia de este discurso. En segundo lugar, de exis-
tir —porque hay una especie de demostración empírica de
que este discurso existe—, ¿quién escucha nuestro discurso?
Cuando me pregunto quién escucha nuestro discurso
me refiero a quién lo escucha fuera de las paredes de esta
Facultad. ¿A quién le podemos llegar a interesa con nuestro
discurso? Retomando la pregunta de Sartre en un artículo
formidable publicado en Qué es la literatura, ¿para quién es-
cribimos nosotros? O para darle un fraseo más moderno (los
críticos no podemos sino fechar nuestro discurso), ¿cuál es
nuestro lector implícito? ¿En quién estamos pensando cuan-
do vamos dejando marcas en nuestro texto? ¿Cuál es el lector
que se diseña cuando nosotros escribimos?
Si yo reviso mis propios textos o los textos de mis amigos,
tengo toda la impresión de que el lector implícito que está en
ellos son mis propios colegas; más jóvenes o más viejos, más
prestigiosos o menos prestigiosos, con más o menos obra.
Para leer nuestros textos es necesario realizar operaciones
complicadas, a veces más complicadas que para leer los tex-
tos de los cuales uno ha partido. Las operaciones que tiene
que realizar el lector implícito de nuestros textos son bastan-
tes más complicadas que las que exige la literatura misma. Y
es posible que menos placenteras.
Me pregunto por qué ha sucedido esto. Tengo dudas de
que éste haya sido siempre el lector implícito definido por
La crítica: entre la literatura y el público 47

la crítica. Y tengo dudas de que éste siga siendo el lector im-


plícito de otros universos críticos, como el anglosajón, por
ejemplo. Podemos citar textos críticos en los cuales parece
haber otros lectores implícitos, que no son nuestros colegas.
Yo creo que en la Argentina, en los años sesenta, se pro-
dujo un movimiento que podría definirse como la crisis de
la forma del ensayo. Hasta los años cuarenta, todo lo impor-
tante que se discurrió sobre la Argentina —ya no sólo sobre
la literatura argentina, sino incluso sobre la sociedad, el pen-
samiento, la mentalidad de los argentinos— tuvo de manera
muy evidente la forma ensayística o por lo menos sus mar-
cas. El arco va desde Facundo hasta Martínez Estrada, con
los relevos del ensayo nacionalista o el ensayo izquierdista.
La forma ensayística era esa forma “bifronte”, que Jaime Rest
ha caracterizado muy bien en ese libro póstumo que se llama
El cuarto en el recoveco. Dice allí Rest que en la mansión de
la literatura hay un cuarto en el recoveco donde se van agol-
pando cosas que pertenecen a todas las piezas, a todas las
habitaciones de la literatura. Ese cuarto en el recoveco, que
es un cuarto heterogéneo, es el ensayo.
En la literatura argentina —o en la textualidad argenti-
na no sólo estrictamente literaria— el ensayo era una forma
muy productiva. Es más: uno podría decir que algunos de los
grandes libros de la literatura argentina son ensayos. Muerte y
transfiguración de Martín Fierro es un ensayo. Para no hablar
de Facundo.
En la década del sesenta esta forma ensayo entra en cri-
sis, asediada por nuevos discursos y metodologías sobre lo
social, lo histórico, lo político y también nuevas perspectivas
y nuevos discursos sobre lo literario, que emergen incluso en
el espacio mismo de esta Facultad. Y allí adopta una flexión
despectiva (no hay proceso que no la encuentre) la palabra
“ensayismo”. Si hasta ese momento el ensayista había sido un
48 Beatriz Sarlo

príncipe del sistema literario, a partir de los años sesenta el


ensayo (sustantivo que los une) comienza a tener un profun-
do contenido despectivo o condescendiente. Y empezamos a
decir: “Hay que acabar con el ensayismo”, a partir de la idea
de que el ensayismo es el espacio privilegiado de las perspec-
tivas anti-teóricas y del impresionismo político, histórico, so-
ciológico, psicológico, estético.
En este procesos de crisis y estigmatización del ensayo se
ganan algunas cosas. Se gana en especialización disciplinaria
y especificidad conceptual. Se gana en rigor. Algunas ciencias
y algunos discursos de pretensión regional científica se fun-
dan en esta crisis del ensayismo. Algunos autores quedan ex-
pulsados al borde del sistema. Se comienza a decir de Sebreli
que “es ensayista”, con una entonación despectiva. Diez años
antes, en la década del cincuenta, la entonación hubiera sido
otra.
Se gana y se pierde. Se fundan algunos discursos moder-
nos, se moderniza la enseñanza de la literatura; nos moder-
nizamos todos nosotros, y al mismo tiempo perdemos cierta
posibilidad. Me da la impresión de que a partir de ese mo-
mento queda obturada en la Argentina la posibilidad de un
Barthes o la posibilidad de un Benjamin. No apuesto a que
sin la crisis del ensayismo hubieran florecido. Lo que digo es
que quedan metodológica y teóricamente obturados.
La crisis del ensayismo obtura los Ensayos críticos de
Roland Barthes. ¿Quién podría escribir los Ensayos Críticos
de Barthes en el clímax dramático de la crisis del ensayismo?
¿Quién podría escribir las Iluminaciones de Benjamin? No
digo que hubieran surgido de no haber crisis del ensayismo.
Digo que ese lugar queda bloqueado, del otro lado del muro
edificado por los discursos que se reclaman de la ciencia.
A partir de entonces nuestro discurso se va enrareciendo
progresivamente. Y empieza a circular de manera muy dife-
La crítica: entre la literatura y el público 49

renciada. ¿Qué quiero decir con esto? Sur, en la década del


30, era una revista que podía ser leída por cualquier lector
“culto” de la Argentina. No voy a entrar en la discusión polí-
tica ni ideológica de la revista. Lo que digo es que, como mo-
delo, era una revista de modernización, y un lector “culto”
de la Argentina —esto es, un hombre de capas medias, algún
pasaje por la Universidad alguna disposición estética adqui-
rida lateralmente— podía formar su biblioteca imaginaria o
real con Sur. En realidad, también podía formarla de manera
práctica: podía comprar todos los números de Sur y todas las
traducciones editadas por Sur.
Y al mismo tiempo, Sur era la revista en la cual se cons-
tituía un sector importante de escritores latinoamericanos
y argentinos. Eso lo sabemos por los testimonios de Octavio
Paz o Vargas Llosa, quienes, veinte años después, dicen: “Sur
fue la revista en la cual se constituyó mi discurso”. “Sur fue
la revista que me proporcionó los primeros metros de mi bi-
blioteca: cuáles eran los primeros libros que tenían que en-
trar ahí, cómo tenía que empezar a leerlos y cómo pasaba de
uno a otro”.
Es decir que desde un hombre “culto” (si ustedes me per-
miten la imprecisión sociológica) hasta los escritores impor-
tantes de América Latina podían encontrarse imaginaria-
mente en las esquinas de Sur. Existía un espacio común. Lo
mismo puede decirse en otro registro estético e ideológico de
revistas como Contorno, El escarabajo de oro o Marcha. Pero
me resulta muy difícil pensar una revista equivalente para la
segunda mitad de la década del sesenta y de allí en adelante.
Me es difícil pensar un circuito que pudiera reunir tantas dis-
posiciones heterogéneas, tantos actores sociales diferentes. A
partir de un momento, se podría comprobar —y sería intere-
sante ir definiendo de qué modo— que se van constituyendo
redes de circulación del pensamiento crítico muy diferencia-
50 Beatriz Sarlo

das, Y podría decirse que por niveles diferentes de esas redes


circulan discursos diferentes que van destinados a públicos
diferentes.
El periodismo cultural se propone ocupar el vacío que se
abría ante el progresivo amaneramiento del discurso más es-
pecífico sobre la literatura, que se retiraba hacia otras trin-
cheras. El periodismo cultural va llenando ese vacío, a veces
de manera inevitablemente trivial, y a veces con discursos
que merecerían un destino más permanente que el de lo efí-
mero de una revista semanal o de un suplemento.
Al diferenciarse tramas o redes de circulación de discursos
y públicos, se diferencian también sistemas de consagración.
Esto se ve muy claramente si ustedes se toman el trabajo de
ver en diciembre de todos los años qué consagra como los li-
bros del año cada uno de los suplementos culturales o de los
semanarios de la Argentina. Mi experiencia de hace dos años
con La Nación fue alucinante. Yo no había leído ningún “libro
del año” consagrado por ese diario. Mientras que me sentía
más o menos pacíficamente representada por el balance del
año que había hecho Lafforgue en Clarín. Es decir que las re-
des crean zonas de consagración que se autoexcluyen, que se
ignoran; textos que nunca llegan a leerse mutuamente, textos
que nunca están en una relación de espejo.
Todos los domingos repito esa experiencia. No leo nin-
guna novela desde la perspectiva crítica que me propone La
Nación. Y supongo que la experiencia será inversa. El que es-
cribe el suplemento no lee ninguna novela o libro de poemas
desde la perspectiva crítica que yo propongo.
Como si esto fuera poco, la Universidad, que había sido
un foco de modernización y de dinámica —con todas sus
ventajas y desventajas— hasta 1966, se convierte desde ese
momento en un espacio completamente irrelevante para la
crítica. Esto no es una constante de todos los períodos o paí-
La crítica: entre la literatura y el público 51

ses. Si bien todos los campos intelectuales tienen redes crí-


ticas diferenciadas no es de ninguna manera una constante
que, por ejemplo, la universidad francesa no intervenga en
la consagración junto con Le monde, La quinzaine littéraire
o Le magazine littéraire. La universidad francesa tiene polos
de consagración que se sobreimprimen o coinciden parcial-
mente con los de las revistas de la vanguardia teórica —como
puedo haber sido Tel Quel hasta que desapareció—. Mientras
que la universidad argentina hace años que perdió su posibi-
lidad de emitir un discurso autorizado y polémico. La univer-
sidad se limitó a articular un discurso que carece de relevan-
cia para la crítica y para el público.
Los debates de la crítica argentina no pasan por la uni-
versidad. Creo que esto fue muy serio, y nos marcó bastante
profundamente a todos nosotros. En Francia, a comienzos de
los sesenta, Barthes y Picard protagonizan una de las bata-
llas más sangrientas de la crítica, batalla que tuvo consecuen-
cias enormes, donde se disputaba todo. Barthes publicó Sur
Racine y el profesor Picard, un crítico académico tradicional,
salió a cuestionar la lectura que Barthes hacía de Racine. La
polémica es larguísima. Ustedes pueden leerla en parte en
Crítica y verdad de Barthes. Pero además incluyó interven-
ciones en Le Figaro y en Le Monde.
Esta polémica, que es riquísima, tiene varias consecuen-
cias. En principio, impone una nueva lectura de Racine. Y
con ella un nuevo derecho de entrada a saco dentro de los
clásicos, el derecho de leer a todos los clásicos de otro modo.
Barthes empezó por Racine, y de ahí pudo seguirse un curso
de desacralización. Se trata de una disputa acerca de la pro-
piedad sobre los textos, que gana la nueva crítica.
Esta disputa tiene consecuencias institucionales profun-
das. Porque, además, Barthes le gana en la institución univer-
sitaria francesa. Por supuesto, el señor Picard no se quedó sin
52 Beatriz Sarlo

trabajo. Quiero decir solamente que la corriente crítica que


Barhes representa, y Barthes en primer lugar, comienzan a te-
ner una situación de privilegio en la institución universitaria
francesa.
Es también la disputa por una tradición: una de las dispu-
tas más importantes. Me parece indispensable que los críti-
cos mostremos cómo se arma y desarma nuestro sistema. Y
también me parece indispensable que pensemos esta misma
actividad ejercida por los escritores. Esta disputa por la tra-
dición, que se refleja en una disputa internacional, penetra
profundamente en la universidad de París y permea y afecta
el campo intelectual francés. Procesos y debates de ese estilo
pareciera que han estado obturados en la Argentina.
Quisiera proponerles otro ejemplo, sucedido en Inglaterra
hace no más de cuatro años. Se sabe que la tradición críti-
ca inglesa tiene una fuerte marca historicista y culturalista,
que la entrada del marxismo althusseriano a fines de los años
sesenta no suprimió, sino que más bien desplazó. En la uni-
versidad de Cambridge, un profesor dictó un curso de crítica
literaria estructuralista, que tuvo una discreta repercusión en
los colleges, pero despertó también la reacción de miembros
del cuerpo de profesores, que movilizándose y entablando
una batalla teórica que era también institucional, lograron
que el curso fuera suprimido. Se decidió expulsar al discur-
so crítico del estructuralismo de la universidad, en un acto
de censura bastante impropio de las tradiciones liberales
británicas. En ese momento, el mayor y más prestigioso críti-
co inglés, Raymond Williams (cuya tendencia es historicista
y antiestructuralista) intervino en el debate que ya se había
convertido en una especie de escándalo. Escribió y pronun-
ció una serie de conferencias públicas, que luego fueron pu-
blicadas en el Times Literary Supplement, y, volcando todo su
peso sobre la balanza, obtuvo la permanencia del nuevo dis-
La crítica: entre la literatura y el público 53

curso estructuralista en el espacio de un college universitario


inglés, donde había sido amenazado por el empirismo algo
salvaje del cuerpo de profesores.
El episodio no sólo nos informa sobre la existencia de zo-
nas arcaicas en el campo intelectual y universitario inglés,
sino también de la posibilidad de que un debate teórico ex-
tremadamente complejo llegue a superar los límites de las
instituciones universitarias y sea considerado lo suficiente-
mente importante para ocupar las páginas de los suplemen-
tos dominicales. Es decir que un discurso crítico se abre ca-
mino más allá del grupo de ideales en el que se origina.
Por otra parte, en la Argentina sucedían cosas así. Estos
episodios, el de Barthes-Picard, o el de Raymond Williams
convertidos en escudo del estructuralismo, no son ignorados
por la historia cultural argentina. Se sabe que hubo momen-
tos en que la universidad tuvo un peso esencial, articulando
discursos críticos. Fue desde la universidad donde se dio la
primera versión de la literatura argentina: versión que propo-
ne Ricardo Rojas y que luego se va a convertir en su Historia
de la literatura argentina. La Universidad tenía una dinámica
tal que pudo ser el espacio, entre 1915 y 1918, donde se forjó
un gran mito nacional: tenemos una literatura que va desde
Ollantay hasta todo cuanto cronista y viajero que pasó por es-
tas tierras hubiera escrito. Mito que resultó productivo, por-
que a partir de los mitos culturales se pueden construir otros
discursos. También la universidad fue un lugar vivo en la dé-
cada del sesenta, pero clausurado este espacio de circulación
de los discursos, quedamos librados a nuestras tendencias
más aislacionistas. Eso es lo que quizás en este momento po-
damos remediar.
Una idea que ha pesado mucho sobre los críticos, existía
en estado práctico mucho antes de que Barhes la formula-
ra. La conocíamos antes que Barthes le diera su forma epi-
54 Beatriz Sarlo

gramática. Unos años después de la primera discusión con


Picard dice Barthes: “Entre la jerga y la trivialidad, prefiero
la jerga”. Porque Picard, este profesor tan respetable, le decía
a Barthes que era muy jergoso y que su crítica no se podía
entender. Cosa que no es cierto, por otra parte, como todos
ustedes pueden comprobar fácilmente.
Esta idea de Barthes tiene que ver con el problema del len-
guaje de la crítica, que a su vez nos lleva al problema de cuál
es nuestro lector implícito. Me pregunto: ¿por qué aceptar
este dilema? ¿Por qué esta carencia de lugar que tenemos los
críticos nos conduce permanentemente a este dilema, a esta
opción entre la jerga y la trivialidad? Creo que llegamos a esta
opción por la permanente sensación de usurpación del lugar
que tenemos. Extranjeros del texto y extranjeros del público.
Cotejando alternativamente al texto y al público.
El lugar abstracto que ocupamos nos plantea esta opción.
Creo que cualquiera de nosotros, si tiene que elegir entre la
jerga y la trivialidad, prefiere la jerga. Pero creo que si esta
frase es tan reveladora, es porque descubre una colocación,
un lugar cero, que es el nuestro: esa colocación neurótica que
tenemos, por no ser ni texto ni lector.
¿A qué nos conduce esto? A la fetichización de nuestro
propio lenguaje. Nosotros, los críticos, nos enajenamos a
nuestro discurso. Es posible incluso que esta misma charla
sea una muestra de esa enajenación. Quedamos alienados a
nuestro lenguaje, y en consecuencia, nuestro lenguaje toma
rasgos fuertemente iniciáticos.
Yo los exhortaría a ustedes a que leyeran Muerte y transfi­
guración de Martín Fierro. Es una tarea larguísima y por tra-
mos terrible, pero que no exige el bagaje que exigen nuestros
textos. Quizás el mejor análisis formal que se ha escrito sobre
la sextina hernandiana, lo único que exige del lector es pa-
ciencia. Es un análisis que parece hecho a partir de los for-
La crítica: entre la literatura y el público 55

malistas rusos, a partir de Tiniánov, a quien Martínez Estrada


por lo demás no conocía. Pero por momentos el análisis de
la serie fónica, de la semántica, de la lexical, parece pensa-
do según el modelo de análisis de los formalistas rusos. Y sin
embargo, lo único que pide de su lector es una disposición
paciente, la disposición de soportar un discurso que remite
sus conclusiones siempre hacia adelante, y que las razona de
manera prolija y exhaustiva. No supone, en cambio, un ritual
iniciático de dominio sobre el lenguaje.
Si nuestro discurso es iniciático, nuestra crítica corre­
la­tivamente aparece muy fechada. Es más la palabra “fe-
chada” es fechada. Usamos permanentemente la palabra
“fechada”, galicismo que no se conocía hace quince años, y
que posiblemente dentro de cinco, no usemos más.
Pero no toda la crítica es fechada. Yo leía las Lecciones de
literatura europea de Nabokov. Ese texto, digno del novelis-
ta Nabokov, carece de esa fuerte marca de la moda, esa fuer-
te marca del colega como lector implícito que tienen nues-
tros textos. Yo no puedo escribir un texto donde no hable de
“campo intelectual”, donde no hable de Bourdieu, donde no
cite a Raymond Williams. A Nabokov no le pasa nada de eso.
Él puede establecer cierto tipo de relación lúdica, a veces es
una relación casi de paráfrasis, a veces es una relación socio-
cultural. Me pregunto por qué pueden existir estos textos.
Pienso en Nabokov, pienso en toda la crítica de Edmund
Wilson, incluso la más complicada, para nosotros. Los textos
de Edmund Wilson sobre las traducciones de Tolstoi son un
acto de imaginación para un lector rioplatense. Y sin embar-
go, yo podría decir que Tolstoi fue para mí siempre un autor
abstracto hasta que leí cómo Wilson discute ciertas formas de
traducir el lenguaje de Natasha en Guerra y paz.
Pienso en las críticas de Orwell. Hay un hermosísimo li-
bro de críticas de Orwell que publicó Sur en la década del 40.
56 Beatriz Sarlo

Allí toma temas de cultura popular y toma la novela policial,


y escribe textos legibles. ¿Cómo podríamos tratar de elaborar
un espacio para un discurso que no expulse a sus lectores?
Digo “espacio” en primer lugar, porque habíamos llegado a
la conclusión de que nuestro discurso era como era, porque
carecía de espacio.
Extraño los escándalos de la crítica. Extraño que nuestra
crítica no sea escandalosa. En 1964 César Fernández Moreno
publicó en Primera Plana una crítica de Sobre héroes y tum­
bas. Esa crítica produjo un escándalo, y al mismo tiempo es
una buena crítica. No es una crítica periodística, lo que uno
calificaría como la crítica de la superficialidad, la crítica de
la peripecia, la crítica de las ideas, al considerar la estructu-
ra formal de la novela, que describe bien su tendencia a la
explicitación excesiva y al maniqueísmo. Es un texto serio y
nada concesivo, pero no incurre en las afectaciones discur-
sivas que sólo remiten a nuestro narcicismo. Durante sema-
nas los lectores de Primera Plana escribieron tratando de que
César Fernández Moreno fuera desterrado de la revista y del
mundo porque se había atrevido a decir, razonadamente, que
Sobre héroes y tumbas no era la mejor novela argentina.
Extraño los escándalos de la crítica. Escándalos del
tipo Barhes-Picard o el escándalo del estructuralismo en
Inglaterra o nuestros escándalos locales.
Benjamin, que sin duda es uno de los críticos que no po-
demos ser, decía: “En toda época es preciso arrancar la tradi-
ción del respectivo conformismo que está a punto de subyu-
garla”. Ésta es una de las primeras tesis de Tesis de la filosofía
de la historia de Benjamin. Son tesis absolutamente enigmá-
ticas, y contradictorias, siempre sugestivas en la actitud de
quien abre puntos de vistas. Ésta es una especie de exhorta-
ción a los intelectuales para modificar la relación que estable-
cen con las tradiciones, sean éstas ideológicas o discursivas.
La crítica: entre la literatura y el público 57

Yo me pregunto cuál es nuestro conformismo. Quizás


nuestro conformismo es aceptar con buena ciencia, con una
buena conciencia que obtura el problema, el desgarramien-
to, la fisura, el lugar marginal en el cual nos ha puesto un pro-
ceso argentino, en el cual nosotros mismos nos hemos pues-
to. Benjamin dice que el intelectual es el que siempre trabaja
contra su sentido común, en contra de sus ideas, en contra
de sus presupuestos. Quizás trabajar contra nuestro confor-
mismo sea trabajar contra este lugar de marginalidad en don-
de de alguna manera se nos ha colocado y de alguna manera
aceptamos colocarnos.
Hay dos libros que trabajaron contra este lugar de mar-
ginalidad que quisiera evocar. Uno de ellos es Mimesis de
Auerbach, uno de los más grandes libros de la crítica del siglo
XX. El otro es Hombres alemanes del mismo Benjamin.
¿De qué manera trabajaron esos libros contra el lugar de
la marginalidad en la cual la historia los colocaba? Mimesis
fue un libro escrito durante la Segunda Guerra Mundial por
un judío alemán que debió exiliarse en Estambul. Este ju-
dío alemán no solamente era un perseguido, por ser judío y
hombre de ideas liberales, sino que además era un romanis-
ta. Entonces, lo peor de su exilio (como lo señala sagazmente
otro exiliado: el crítico palestino Edward Said) es que él fue a
exiliarse ante las puertas del Gran turco, ante las puertas de
aquellos que habían destruido el universo cultural al cual él
se había sentido vinculado durante toda su vida. De manera
sumamente emocionante, en el final de ese libro, Auerbach
dice que él escribió ese libro sin bibliotecas, en una situa-
ción de carencia absoluta. Lo escribió cuando parecía que
la civilización a la cual él había apostado podía desapare-
cer del mapa. Y lo escribió como homenaje, quizás (él po-
dría haberlo pensado así) como último monumento de esa
civilización.
58 Beatriz Sarlo

Hombres arrojados a la extrema marginalidad tuvieron el


coraje intelectual de destruirla.
El otro que yo evocaba es Hombres alemanes, de Benjamin.
Es casi forzado llamarlo un libro de crítica literaria, aunque
hacer una antología es una de las típicas operaciones de la
crítica. Benjamin, también judío, tuvo que huir de Alemania,
deambular por Europa, y termina suicidándose cuando cree
que va a caer en manos de los nazis.
Con Hombres alemanes se propone hacer una recopilación
de cartas escritas por intelectuales, por burgueses, por algu-
nas mujeres, por escritores miserables y desesperados en el
siglo XIX y comienzos del XX. En pequeños prólogos, de una
página, Benjamin dice que la Alemania que está en manos
del nazismo no es la única posible; que hubo una Alemania
de la razón de Kant, o de la dialéctica de Hegel, o de los teólo-
gos, o de los poetas. Y ese libro, escrito desde la extrema mar-
ginalidad, que es el exilio, y además un exilio trashumante, es
la afirmación de que la crítica podría hacer un movimiento
de reparación y de propuesta.
Quizás mentar estos libros no sea el mejor camino, porque
uno queda casi paralizado por la admiración y el respeto in-
telectual y moral. Lo que yo quería plantear es la situación en
la que experimento la colocación de nuestro propio discurso.
Confío que no sea la situación en la cual ustedes experimen-
ten la colocación del discurso futuro.
El ensayo, un género culpable1

Eduardo Grüner

El ensayo —hay que entenderlo como un tanteo modifi-


cador de uno mismo en el juego de la verdad, y no como
apropiación simplificadora de otros para los fines de la
comunicación— es el cuerpo viviente de la filosofía, por
lo menos si ésta sigue siendo, aún ahora, lo que fue otro-
ra, es decir, una ascesis, una ejercitación de uno mismo
en el pensamiento.
M. Foucault

Nuestro error no concierne al orden del saber, sino al or-


den moral. Equivocarse es convertirse en culpable cuan-
do se cree que se está actuando rectamente.
J. Starobinsky

Una gran novela puede ser una ballena blanca o una cuca-
racha: nos arrastra con ella o se agita bajo nuestros pies. Es lo
que Charles Olson y Walter Benjamin encuentran en Melville
y Kafka, respectivamente. La metáfora animal es el testimo-
nio de un límite absoluto, de un fracaso: imposibilidad de
“abrumar la naturaleza” (Olson), imposibilidad de constituir
a la bestia como “receptáculo del olvido” (Benjamin). Por
encima o por debajo de la humanidad, el fracaso es irriso-
rio: quizá acierte Gramsci cuando sugiere que el superhom-

 1
 Publicado originalmente en Sitio 4/5, Buenos Aires, 1985; pp. 51-55.
Reproducido en Un género culpable. La práctica del ensayo: entredichos,
preferencias e intromisiones, Rosario, Homo Sapiens Ediciones, 1996;
pp. 13-21, y en Un género culpable. La práctica del ensayo: entredichos, pre­
ferencias e intromisiones, Buenos Aires, Ediciones Godot, 2013; pp. 25-37.
60 Eduardo Grüner

bre nietzscheano no es tanto Zaratustra como el conde de


Montecristo: un personaje folletinesco, ridículo, cuya única
grandeza es la de saber esperar. También lo dice Benjamin
a propósito de Kafka: toda su literatura consiste en aplazar
una respuesta (un “juicio”). Ni siquiera la muerte es una sen-
tencia satisfactoria: “(Kafka) consideraba sus esfuerzos como
malogrados… se consideraba entre aquellos destinados a fra-
casar”. Y, en algún sentido, tenía razón: “Lo que fracasó fue su
grandiosa tentativa de conducir a la poesía a la doctrina y de
volver a darle, como parábola, la sencilla inalterabilidad que
era la única que le parecía adecuada en relación con la razón”.
Fracasando como gestor de alegorías, Kafka entrega —con-
tra su voluntad, es sabido— una gran literatura. ¿Y Melville?
Para Olson, el capitán Ahab protagoniza —después de Ulises
y Dante— la tercera y la última Odisea de la historia literaria.
Al revés de lo que dice Eco, los capítulos pedagógicos sobre la
vida y la caza de las ballenas dan la verdadera dimensión del
igualmente grandioso “fracaso” de Melville: Melville, escépti-
co, no se imaginaba sin embargo como podría vivir sin una fe.
Tenía que tener un dios. En Moby Dick, encontró uno, pero ¿a
qué precio? Olson: “Era una labor de gigantes: hacer un nue-
vo dios. Para lograrlo, era necesario que Melville, puesto que
el cristianismo lo rodeaba como nos rodea a nosotros, fuera
tan Anticristo como Ahab. Cuando rechazó a Ahab, perdió la
antigüedad. Y el cristianismo ocupó el terreno. Pero Melville
había consumado su labor”. La tarea imposible (tanto como
la de Kafka) arroja un resto exitoso: los capítulos pedagógicos,
por la misma lógica de su verosímil, reducen el dios blanco a
una masa de carne sanguinolenta, casi repugnante.
Benjamin y Olson son dos auténticos ensayistas: arriesgan
la idea de que es en el fracaso de Kafka o de Melville don-
de hay que buscar las razones que hacen a la satisfacción de
su lectura. Vale decir, en lo que hay de ellos de irrepetible (lo
El ensayo, un género culpable 61

único que una “ciencia literaria” debería, por definición, ex-


cluir): ¿cuántos podrían estar en condiciones de ofrecer “La
metamorfosis” o Moby Dick como producto de sus equivoca-
ciones? El ensayo (literario) es esto: identificar un lugar falli-
do, localizar un error.

Ensayo/error
Inútil decir que la idea no es nueva: la hemos leído, desde
ya, en Blanchot: todo escritor está atado a un error con el cual
tiene un vínculo particular de intimidad. Todo arte se origina
en un defecto excepcional, toda obra es la puesta en escena
de esa falta: “Hay un error en Homero, de Shakespeare, que es
quizá, para uno y para el otro, el hecho de no haber existido”.
Afirmación feliz: pareciera que basta que haya Obra para que
haya Autor, fuera de toda comodidad de una existencia bio-
lógica. Figura que distingue al ensayo de la “ciencia literaria”,
en tanto supone que es la escritura la que constituye a un (su-
jeto) escritor —es lo que dice Sartre de Flaubert— así como
el discurso funda su propio sujeto. Al revés, la crítica (“cien-
tífica”, tal como hegemoniza hoy la Universidad) debe supo-
ner un Autor en el origen de la escritura. De la “tradicional”
a la “moderna”, la crítica ha hecho poco más que cambiarle
el nombre a esa instancia previa: la restitución de una auto­
ridad en el origen, bautizada como la Vida, las Influencias o
las Condiciones de Producción. La crítica llamada estructu-
ral (que no privilegia contra lo que se dice, la “inmanencia
del texto”, sino la adaptación de los textos a otra inmanencia,
la de los códigos de la semiótica narrativa) no escapa a esta
lógica “autoritaria”: el sujeto–soporte de la Lengua —o de la
Ideología, formación lingüística de singular astucia— aplasta
bajo el peso de las estructuras la posibilidad de recupera al
Autor bajo una forma que no sea la del terrorismo académico.
Lo cual no exime, no nos exime, de la fascinación casi irresis-
62 Eduardo Grüner

tible de ese terrorismo: ¿quién (salvo que se atrinchere en la


palurdez de una crítica “sentimental”) podría sustraerse a la
seducción intelectual de una “cientificidad” crítica? Calvino
da cuenta sagazmente de esta debilidad tan humana cuando
señala que incluso la más rigurosa crítica anglosajona (pon-
gamos un Curtius, un Frye, un Steiner) termina por parecer-
nos “amablemente ensayística” desde que el estructuralismo
nos ha acostumbrado a una formalización mucho más re-
ductiva y austeramente descarnada de los procedimientos
de lectura. Seducción que proviene, creo, de la aparente efi-
cacia —lo que no quiere decir facilidad— con que esos pro-
cedimientos combaten el horror vacui: si supiéramos qué es
lo que Propp, Todorov o Greimas eliminan, suprimen, de los
textos que analizan, sabríamos también qué es lo que les im-
pide ser “amables ensayistas”.
No es cuestión, tampoco, de desconocer otra consecuen-
cia de la ideologización de la figura del Autor: ha provoca-
do que no tengamos, todavía, una teoría de la lectura. O, si
la tenemos —como parecería despuntar esperanzadamente
en la “estética de la recepción”— sea en buena medida bajo
el régimen de una separación entre el análisis de la lectura y
la escritura y/o una promoción simétrica —véase el último
Umberto Eco— de la figura del Lector como complemento
del Sentido (una antigua pasión de Valéry, por otra parte).
Bienvenida reaparición, sin duda, después de tantos años de
dictadura autoral y de posterior “operocentrismo”: es una de-
mostración de que el lector seguía siendo, después de todo,
el cero que organizaba la serie, el deus absconditus que sólo
había muerto para hacerse obedecer mejor. Pero, a su vez, la
muerte del Autor a favor del Lector, el relevo de una restitu-
ción del origen por una anticipación del (incierto) destino,
no es necesariamente una ventaja: sigue siendo tributaria de
una oscilación entre el Pasado y el Futuro. Cuando de lo que
El ensayo, un género culpable 63

se trata, más bien, es de una lectura que actualiza la escritu-


ra, que constituye al sujeto de lectura en el mismo lugar en el
que se constituye el sujeto de la escritura: el presente perpe-
tuo (continuo, si se quiere gramaticalizar) de la enunciación.
Lugar en el que el autor se dibuja por su ausencia, lugar del
“Qué importa quién habla” de Beckett que Foucault designa
como uno de los principios éticos de la escritura contempo-
ránea: no porque no existiera, sino porque sólo contemporá-
neamente ha adquirido el estatuto de principio.
Se ve, allí hay otra manera de pensar el Autor: no supri-
miéndolo por decreto, como quisiera cierta “vanguardia”, no
manteniéndolo en una suerte de anonimato trascendental
—lo cual es un gesto teológico, pero no crítico— sino recu-
perándolo, en todo caso, como Nombre, y marcándolo como
designación de los límites dentro de los cuales se produce un
acontecimiento discursivo que podemos convenir en llamar
obra. Ese es el lugar, pues, de una teoría de la lectura, insepa-
rable —se dijo— de una teoría de la escritura y ambas como
propiamente imposibles (si se acepta el postulado de la impo-
sibilidad de una ciencia de lo particular), en el sentido de que
tendría que ser una teoría informada por su propia práctica,
una teoría cada vez única, que se funda y a la vez se disuel-
ve con cada lectura (incluso del mismo texto): ¿cómo podría,
en efecto, haber una teoría de la lectura o de la escritura an­
terior a la lectura o escritura mismas? Esa lectura sería, por
lo tanto, una lectura del acontecimiento enunciador, de la
emergencia de una sorpresa que me hace levantar la cabeza
y dejarme ir en alguna asociación —que nunca es libre, des-
de ya—: permítaseme sugerir —y es una idea que tomo en
préstamo de Roland Barthes— que si me siento a escribir el
relato de todas las veces que he “levantado la cabeza” provo-
cado por la lectura, eso es un ensayo. Y eso transformaría el
ensayo en una especie de autobiografía de lecturas: no tanto
64 Eduardo Grüner

en el sentido de los “libros en mi vida”, sino más bien en el de


los libros que han apartado al ensayista de “su” vida: que lo
han hecho escribir, derramar sus lecturas sobre el mundo en
lugar de atesorarlas en no sé qué interioridad incomunica-
ble. Pasar del tratado al ensayo es pasar del trabajo a la con-
versación (Malraux). Es decir: enajenar la palabra propia sin
dejar de recuperarla en la del otro. ¿Y no demuestra eso el he-
cho de que el ensayista nunca encuentra, en lo que escribe,
la prueba de que es realmente él quien escribe? Ensayista es
quien puede decir, como Kafka: “no escribimos según lo que
somos: somos según aquello que escribimos”. Lo importante
aquí es el uso del plural: ensayista es el que sabe que nunca
escribe solo (y su soledad consiste en saber eso) porque su
escritura es la que permite también que se escriba —que se
inscriba— el autor con el cual “ensaya”; para un ensayista leer
no es escribir de nuevo un libro: es hacer que el libro sea es-
crito, “aparezca”.
Ese “apartamiento” quizá equivaldría, para el ensayista, a
la ostrononye de Schklovski, al distanciamiento brechtiano:
una operación a mitad de camino —o mejor: fuera del cami-
no— entre la identificación impresionista y el objetivismo
cientificista. Puesto que afirmar el acontecimiento no impli-
ca, forzosamente, dejarse arrastrar por él cuando él emer-
ge: para eso basta la paciencia, que es un subterfugio de la
muerte (“cuando se niega la vida, basta esperar: la muerte
llega siempre”, dice Montherlant). Aquí estamos hablando
de la impaciencia por hacer algo con ese acontecimiento,
por la inclusión de ese azar en un cálculo, como lo quería
Poe.
El ensayo, pues: su diferencia con la “ciencia literaria” es
que no se propone, al menos a priori, restituir ningún origen
—ni el Autor, ni el Código, ni el Sentido— ni tampoco antici-
par ningún destino, sino constituirse como testimonio de ese
El ensayo, un género culpable 65

acontecimiento por medio de la escritura. Es superfluo amo-


nestar a quien se haga ilusiones con respecto a la inocencia
o a la espontaneidad de esa forma de lectura: ese sujeto del
ensayo se funda cada vez en un lugar distinto del entrecru-
zamiento múltiple pero limitado de lecturas y escrituras, de
lecturas y escrituras no sólo “autorales” sino históricas, socia-
les, culturales: como en las célebres “series” de los formalis-
tas rusos, en cuya formalización, por fortuna, ellos fracasaron
exitosamente. Fundación de la cual se podría hacer casi una
receta, ya que cada quién escribe según lo que lee: basta ave-
riguar lo que alguien lee (y no lo que cree leer) para tener una
idea muy aproximada de lo que escribe: es el creative misrea­
ding de Harold Bloom, la —¿me atreveré a traducirlo así?—
“deslectura creativa” que hace, por ejemplo, que Viñas pue-
da leer, en Amalia, que la escritura de Mármol se enriquece
porque traiciona su ideología explícita, y no a pesar de esa
traición. Que le permite a Bajtin construir, con lo que hay de
aparentemente más accesorio en Rabelais (su “comicidad”)
una teoría de la Risa tan importante como las de Bergson o
Freud, allí donde cierta crítica “moderna” solamente en-
cuentra —cree encontrar— un modelo universal de la paro-
dia, aplicable a no importa qué otro texto, sin tomar nota de
que ese accesorio (ese acceso de risa, siempre inesperado) es
lo que constituye a la obra (la de Rabelais, la de Bajtin) en
su singularidad. En ambos casos, repitamos, es la deslectura
de lo que aparece como más “acertado” lo que permite leer
aquélla falla que es la verdadera carnadura del texto. Y esta-
mos de vuelta en Blanchot, nombre de ensayista por excelen-
cia, cuando habla del “error” de Mallarmé, a saber: el de ha-
berse propuesto una empresa imposible como es la de aislar
la esencia misma de lo poético: “empresa cuyo desarrollo lo
obliga a inventar figuras verbales de una belleza incompara-
ble”. Un ensayo es la escritura de la lectura de ese error, de ese
66 Eduardo Grüner

“acto fallido”, si se me permite la expresión. Deslizamiento in-


sustituible para tratar de entender el ensayo, en tanto permite
soslayar la trampa de la aplicación. Ya que desde luego todo
error —en literatura, al menos— es absolutamente único:
ningún modelo general previo podría dar cuenta de él sino
bajo la forma de su expulsión como anomalía. Y cuando la
aplicación de un modelo previo se hace imposible, lo único
que puede restituirlo es la escritura. Me refiero, claro está, a
la escritura propia: no es dando cuenta del “estilo del autor”
como se sorteará la celada, Es fácil, demasiado fácil, decir que
cada texto propone su propio modelo: ¿hasta dónde se puede
hacer caso omiso de los otros “modelos” de los cuales el texto
en cuestión se aparta? La estilística, finalmente, termina por
ser la más normativa de las disciplinas críticas: estudio cen-
trado en los desvíos (¿de cuál camino?) procura codificar las
potenciales “reacciones” del lector, con lo cual éste se trans-
forma en esa especie de monstruo, verdadera enciclopedia
de delitos lingüísticos, que es el Archilector de Rifaterre (y es-
tamos hablando de uno de los más interesantes y rigurosos
“estilísticos”), cuyo criterio valorativo, precisamente, es una
moral del éxito: “Si es cierto que un buen libro es aquél que
consigue su objetivo (?), habremos hecho bastante para mos-
trar el valor de una obra cuando hayamos desmontado el me-
canismo que la hace eficaz”. Sí, pero, ¿si la lectura —y no sólo
la escritura— fuera ya un desvío del vínculo “normal” con la
lengua? ¿No sería entonces el error, el “fracaso”, el objeto im-
posible de la estilística?

Error/exclusión
Convengamos, entonces: la única manera de evitar un
error es excluir, de antemano, aquello que podría producirlo.
¿Y cómo? Despachando el riesgo: vale decir el acontecimien-
to. Aquélla exclusión preventiva puede entenderse a la mane-
El ensayo, un género culpable 67

ra de Foucault: como forma de control del discurso, de ejer-


cicio de un poder. O a la manera de Lévi-Strauss: como for-
ma de establecer reglas de organización de “cosmologizar”
el caos. Los ejemplos son nítidos: en el primer caso, lo que
Foucault llama el “comentario” —repetición que aparenta
diferencia—, en el segundo la prohibición del incesto —pro-
ducción de una diferencia por la repetición—. Pero ambas
formas se ligan: el establecimiento de reglas supone el ejer-
cicio de un poder, aunque sea “espontáneo”; y no hay poder
sin reglas que lo informen. La constitución de una “ciencia
literaria” (como de cualquier otra) implica, pues, esas reglas y
ese poder. La cual no la hace menos necesaria —tan necesa-
ria como la prohibición del incesto—. Pero una cosa son las
reglas —y el poder para aplicarlas— y otra el autoritarismo
que pretende reducir cualquier discurso a la verificación de
la regla garantizada por el poder. Incluso por el poder decir,
que cree lícito avalar con una socorrida cita de Wittgenstein
(“sobre lo que no es posible hablar, mejor callar”) la impo-
tencia de un cálculo que opta por prescindir de los restos:
ruinas, no del lenguaje, sino de la teoría misma (allí tendría
mucho que hablar la arqueología foucaultiana: ¿no se trata
de una disciplina constituida a partir de desechos del reper-
torio simbólico, de la “memoria de la especie”?). “¿Qué es
una palabra?” —se pregunta un personaje de Godard en La
chinoise—: “algo que puede callarse”. Está claro que la pala-
bra se define por su discontinuidad, por su parpadeo: toda
la lingüística moderna depende de este hecho trivial. Pero,
¿se ha reparado que, en literatura como en música, también
el silencio es discontinuo, o sea construido? No es lo mismo
proponer, como hace Lisa Block, una “retórica del silencio”
—que debería dar cuenta de la función de lo no dicho—, que
una retórica sobre el silencio, como lo hacen (astutamente)
los poetas místicos.
68 Eduardo Grüner

No es cuestión, en ese “callar” que implica la exclusión,


del silencio blanchotiano, para el cual escribir es retirar el
lenguaje del curso del mundo —hacerlo dis–curso—, “despo-
jarlo de lo que hace de él un poder por el cual, si hablo, es el
mundo que se habla”. El carácter inmundo de la literatura es
lo que el ensayista captura en lo excluido, en el registro del
error, en el orden de la excepción: de lo excluido, que no es el
silencio (hacia el cual, después de todo, tiende la mejor litera-
tura, como lo recuerda Steiner, como lo practica Beckett) sino
lo silenciado por el crítico, aun por aquél que se ha procura-
do varios lechos para su pluralidad de Procustos. ¿Entonces?
Entonces, más allá del comentario y la prohibición del pa-
limpsesto —la transtextualidad que se distingue de la “fuen-
te” porque no tiene un origen localizable, el “sistema de citas”
borgiano— queda, como basural que guarda los tesoros de la
orgullosa mendicidad ensayística, el depósito del error, de la
excepción, del detalle. De esto se ocupa Gusmán en otro plie-
gue de este sitio, pero quisiera adelantar algunos hallazgos,
preñados de la sorpresa del recuerdo.
Uno se reencuentra, por ejemplo, con el nombre de
Giovanni Morelli, aquél crítico de arte del siglo pasado cuyo
método para la atribución de los cuadros antiguos —tan ins-
pirador del método analítico freudiano— consiste (el resu-
men es de Carlo Guinzburg) en lo siguiente: no basarse, como
se hace habitualmente, en las características más llamativas,
y por ello más fácilmente imitables, de los cuadros: los ojos
elevados al cielo de los personajes de Perugino, la sonrisa de
los de Leonardo, etcétera. Es preciso, en cambio, examinar
los detalles más omitibles y menos influidos por las caracte-
rísticas de la escuela a la que pertenecía el pintor: los lóbulos
de las orejas, las uñas, la forma de los dedos de las manos y
de los pies. De ese modo Morelli descubrió, y catalogó, escru-
pulosamente, la forma de la oreja propia de Boticelli, la de
El ensayo, un género culpable 69

Cosme Tura, y así sucesivamente. La atención puesta en esa


indefinible nimiedad podría recordar el método del círculo
filológico de Spitzer, tomado de Schleiermacher y Dilthey:
“procede de la atención puesta en un detalle a una antici-
pación sobre el conjunto para regresar a una interpretación
del detalle”. Por desgracia, la importancia de ese detalle (su
aptitud para permitir la anticipación del conjunto) procede
a su vez de una intuición, pero de una intuición tramposa,
o, por lo menos, paradójica, ya que es una intuición busca­
da, condicionada por una teoría previa. En Morelli también
es así, por supuesto, pero él tiene el raro rigor de no llamarlo
“intuición”, sino de ver en el hallazgo la consecuencia de una
práctica que le ha enseñado que el “detalle” es indistingui-
ble del “conjunto”: tal vez no sea casual que Morelli hable de
obras visuales, donde la simultaneidad de la “lectura” impide
el recorrido diacrónico, anticipatorio, del detalle al conjunto.
Vale decir: uno se imagina que es posible basarse en la ex­
cepción, que la ciencia desprecia, excluye, y que no necesa-
riamente se opone al sistema: al contrario, es lo que permite
su construcción. Una estética de los géneros —como la que
propone Gérard Genette para su Poética, y que consiste, en
rigor, en una historia de las lecturas genéricas— sería, pues,
el lugar en el cual el ensayista trabaja sobre los “silencios” de
la ciencia para mostrar que el sujeto del ensayo se autoriza
—se hace autor— en la vacancia de una ciencia de lo particu­
lar. Vacancia —y vagancia, o errancia— de una palabra que
se resiste a ser tomada por las orejas, para mantener la metá-
fora morelliana. Y uno, ya que está, se acuerda de la función
de las orejas en El Horla de Maupassant, y la aprovecha para
ejemplificar.
Es sabido que de ese cuento hay dos versiones, separa-
das por una pequeña distancia cronológica (apenas un año),
pero por una gran distancia en su estructura: pasaje de la
70 Eduardo Grüner

tercera persona con un relato enmarcado en primera a pri-


mera directa, del caso clínico al diario íntimo, etcétera. Pero
hay dos párrafos que, de una versión a otra, permanecen casi
inalterables:
…con nuestros oídos que nos engañan, transformando
las vibraciones del aire en ondas sonoras, como si fue-
ran hadas que convierten milagrosamente en sonido ese
movimiento…
Y un poco más adelante:
Como dije antes, simulaba escribir para engañarlo, pues
él también me espiaba. De pronto sentí, sentí, tuve la cer-
teza de que leía por encima de mi hombro, de que estaba
allí, rozándome la oreja.
No abundaré —aunque importaría— sobre la función es-
pecífica de ese oído engañoso, de esa oreja que se conecta
a la lectura “por encima del hombro” (como el ensayista es-
piando su objeto de lectura, lectura siempre oblicua) y que
se opone a la escritura simulacro que busca hurtar el cuerpo
a la mirada (“simulaba escribir para engañarlo, pues él —el
Horla— también me espiaba”), ni sobre la economía erótica
de la oreja femenina en la obra de Maupassant (en Bel Ami,
por ejemplo). Me interesa destacar que la emergencia de ese
detalle, por ejemplo, de ese detalle excepcional, y aparente-
mente banal, la oreja, podría servir para “ensayar” en aque-
llo sobre lo que la crítica científica hace silencio —¡y tratán-
dose justamente de la oreja!— porque no pertenece más que
a la singularidad de Maupassant. Así le sirve, por ejemplo, a
Nicolás Olivari, quien escribe, en la década del treinta, un
cuento llamado La mosca verde, donde un hombre, solo en
una casa de campo, rodeado del más absoluto silencio, lee
El Horla de Maupassant, y de pronto escucha el zumbido de
una mosca, y esa mosca se introduce en su oreja, y deposita
El ensayo, un género culpable 71

allí sus larvas horrorosas, que enloquecen al hombre hasta


precipitarlo en el suicidio. Un cuento, sí, pero ¿quién podría
prohibirme leer allí un ensayo —una verdadera “interpre-
tación”— sobre la Oreja en Maupassant? ¿Y estará de más
consignar que el autor se suicidó para no escuchar las voces
que lo enloquecían? Y uno piensa, también, que debería es-
cribir un ensayo sobre ese cuento–ensayo; y por supuesto no
lo hace. Pero eso es sólo un detalle. Lo importante es que se
ve trabajar, allí, el método de Morelli, aún (y más aún) bajo
la trasposición del ensayo a la ficción. Pero no entremos en
el tedioso tópico de la ficcionalización de la crítica: el mé-
todo de Morelli —Guinzburg, obediente al llamado de un
prestigioso cientificismo, lo llama método del paradigma in­
diciario, para rebautizar lo que Croce, más epicúreo, enun-
ciaba como “sensualismo del detalle inmediato”— permite
desconcertar la localización prevista de un género: “Los en-
sayos de Morelli” —dice Edgar Wind— “tienen un aspecto
más bien insólito si se los compara con los de los demás his-
toriadores del arte. Están llenos de cuidadosos registros de
aquéllas características minuciosas que denotan la presen­
cia de determinado artista, como un criminal es condenado
por sus impresiones digitales… cualquier museo de arte es-
tudiado por Morelli adquiere de inmediato el aspecto de un
museo criminal…”. La excepción, el resto, la presencia silen-
ciosa de una nimiedad hacen del autor un criminal (disfra-
zado en su escritura) y del ensayista que repare en eso, ha-
cen no un buen detective: un cómplice. Tal vez un cómplice
antagónico, como lo son el pecador y la presa. Si hubiera que
pensar una prehistoria del ensayo, no me disgustaría buscar-
la, improvisándome en etnógrafo de la literatura, en las so-
ciedades de cazadores: en la actividad que busca una huella
diferente, “fuera de lugar” en ese sendero normalizado por
las idas y venidas de los mismo pies. Una huella que, una
72 Eduardo Grüner

vez diferenciada por la lectura, ya no es la misma. Porque,


¿cómo se podría encontrar una huella sin dejar estampada
la propia?
Entre las débiles estridencias del lenguaje1

Nicolás Casullo

Cuenta Win Wenders haberse encontrado un día en la


Torre de Tokio con su amigo Herzog, quien, frente a la infi-
nita perspectiva de ese mito-urbe, le rumió: “Quedan muy
pocas imágenes libres… todo está ya construido, tienes que
excavar como un arqueólogo, y ver si queda alguna cosa en
el paisaje degradado, hay muy poca gente en el mundo que
asume el riesgo de remediar esta situación de ausencia de
imágenes, necesitamos imágenes que correspondan con
nuestra civilización y nuestro ser profundo”. Doscientos años
antes también dos alemanes, Goethe y Herder, solían con-
versar en una torre gótica, la de la catedral de Estrasburgo,
para sentir, allá arriba, cómo un tiempo indiscernible arre-
molinaba la cultura, desguarnecía aquel último subsuelo del
mundo donde imagen y palabra se convierten en una noción
única. Después de escuchar aquella cavilación, Wenders ne-
cesitó reaccionar contra esa visión de desierto en los ojos y
en la lengua, que sin duda a él también debía atormentar-
lo: “No importa cuánto comprendí de aquella demanda de
Herzog de imágenes transparentes y puras”, piensa, “las imá-
genes que yo buscaba sólo podían encontrarse aquí abajo, en
el caos de la ciudad”.
Imagen, penuria, destello inicial de palabras que anun-
cian citarse, volverse a encontrar para el deletreo de la figura,
de la escena, el fondo de una escritura: ese algo por detrás de
la mirada del hombre, en su intento de recuperar vestigios

 1 
Publicado originalmente en Babel. Revista de libros 18, Buenos Aires,
agosto 1990 (Dossier “Últimas funciones del ensayo”); p. 22.
74 Nicolás Casullo

de cuando todas las imágenes y palabras debieron ser de una


vez y para siempre, antes de estallar en la catástrofe primera
de la historia. Y quizá el transcurso cultural va quedando re-
ducido a este evento: la desposesión definitiva del mundo, de
la imago, de la posibilidad de representarlo, entre el fárrago
de vocablos y conceptos huérfanos del don de contar algo.
Ese intuir de Hölderin cuando sentía, desde “el cenagal de lo
moderno”, que cada vez más frecuentemente “debemos guar-
dar silencio porque faltan nombres sagrados, los discursos
no tienen nada detrás”.
Quizás por la sensación de que habitamos el momen-
to más inapropiado, tardío, o en todo caso, definitivamente
inútil para preguntarnos dignamente por el sentido del len-
guaje, por el para qué de la palabra, por el desasosiego del
narrador, es que hoy dichos interrogantes puede que conten-
gan el valor de un acento final, inescuchable. El rapto de una
conciencia que, sin pretenderlo cabalmente balbucea desde
la antigua crítica, en una poscultura.
Si uno repasa los anuarios de la historia, si reingresa al
pasado, presiente que ya aconteció —sin reverberancias en
nuestro presente— el furor de la palabra cósmica de Bruno,
la exploración sombría y tentada de Blake, la enfermedad
romántica del alma que pronuncia, ese querer ser en el re-
cuerdo silábico de lo olvidado, el rilkeano apresar lo que es
en el instante que deja de serlo, el camino del relator hacia
el silencio, la palabra en la luz del límite para imaginarla en-
tonces atrás, como morada de retorno, la bíblica espirituali-
dad benjaminiana del nombre entre las cosas, la numinosi-
dad de Trakl como viajero solitario en los lindes del bosque
y del lenguaje, y también aquéllos otros estallidos: la palabra
autopariéndose entre los que se consideraron vanguardia de
lengua para fraguar lo técnico y lo místico en las ciudades de
entreguerras.
Entre las débiles estridencias del lenguaje 75

Pareciera absolutamente traspasada la experiencia mo-


derna, al menos en este espacio de obsesiones: esa crónica
donde la palabra (sumergida en la selva de las discursivida-
des victoriosas) inauditamente encontró voces en tensión en
términos poéticos, filosóficos, crítico-culturales, que quisie-
ron reponerle al decir de los real sus originarias transparen-
cias, rescatarlo de las instrumentaciones, escuchar de la pa-
labra su mostrarse, para recién entonces ver si se podía des-
cifrar lo que importaba. Podríamos coincidir en que aquel
extraño desgarramiento en lo moderno, ese viaje lingüístico
lidiando contra las ruinas de lo trascendente, o soñando con
otra estación humana del pronunciar, es hoy una búsqueda
casi desvanecida, un pulcro aniversario de exégesis literaria.
La desnarración es nuestro mundo poblado de signos, ha-
blas catalogadoras, mediaciones notificantes, cotidianeidad
comunicacional, lógica informática del existir. En lo liso, en
lo llano, en lo descubierto, no quedan resquicios. Tampoco
“el hedor de la frase” que expoliaba el virulento ánimo de
Karl Krauss, cuando podía, aún, en lo brutalizado por defini-
ciones, convocar el silencio, ese camino hacia las fronteras de
lo masificado. Nuestra conciencia, en todo caso, ya no apoca-
líptica y más bien convertida, es que esas fronteras desapare-
cieron: nos encontraríamos en el relato “utópico” ilimitado y
logrado. Todo es traducible, situable, incorporado, ambien-
tado, accedido, inteligido, insumible, adaptable. La palabra
racionalizante aplaca, tapia, cementa, exorciza en el chillido,
en el dato o la teoría, lo impredecible personal y masificado.
El cruce del ilusionismo científico como única interlocución
de verdad, del despliegue de lo tecno-operativo como ser-
vicio, del interés estadístico abstracto por lo social desde el
contrato entre mercado y disciplina académica, es el mode-
lo desnarrativo que homogeniza los planos audibles: verba-
lización periodística, imagen videofílmica, discurso político,
76 Nicolás Casullo

trasmisión del saber, estética de masas, publicidad y afirma-


ción pragmática de lo teórico socio-psico-social.
La palabra ha devenido experiencia de desmemoria, ter-
minología que solo remite al contrato con léxicos cerrados.
Su realización instrumental fue la travesía hacia la pérdida de
toda resonancia que reabra su historia espectral acumulada,
que reponga la ambivalencia de pronunciar el mundo, la efí-
mera verdad de lo enunciado, la amenaza de los otros cami-
nos y palabras silenciados por el propio decir de la palabra.
A los costados de la enunciación sólo flota el disciplinario y
reductor totalitarismo de lo idéntico. El pronunciar, el narrar,
es el momento cadavérico: su misión tecnoexpositora es dar
cuenta de que la palabra pasó a ser el instante neutro, po-
dado de pesares y tentaciones. Un simulacro de mostración
de lo real carente de identidad, donde se han extinguido el
narrar y el narrador, la relación del hombre con sus cosas, las
huella de esa motivación irremplazable del contar. Lenguaje
como simple mediación extrañada de su destino explorato-
rio. La homogeneidad del modelo/texto nos devuelve el va-
cío del experto en usos del lenguaje, del administrador de
una jerga críptica o masiva, donde el relato se ha desprendi-
do de su por qué, de su génesis conjetural, prometeica, deso-
lada, transgresora: subjetiva. Y por lo tanto, de los silencios
que convoca, de sus bordes oscuros, de su deseo narracional
que lo desprende del mutismo.
En el desaparecido espesor del lenguaje, en el olvido de su
ser comarca de imágenes, esperas, iluminaciones y encuen-
tros de historia, sobrevive el gesto ínfimo del escribir, apenas
una capacidad gestionadora de las palabras de un código, la
ilusión de “lo abierto” a la diferencia: la extinción de las iden-
tidades. La autoritaria y totalizante operatoria técnica de la
palabra, y el reticulado cultural de un mercado que escinde,
institucionaliza, analfabetiza, propone el lugar o agujero de
Entre las débiles estridencias del lenguaje 77

la palabra: la mediación funcional. Lenguaje por lo tanto exi-


liado de su travesía como conocimiento, palabra expulsada a
una misión sin atributos, voz/imagen secularizada de su tra-
gedia, desespiritualizada, carente de todo asombro, descon-
cierto o viaje esperanzado, para volverse lógica referencial,
vehículo de un mundo que ya no le pertenece.
Precisamente en este campo de exterminio, donde según
Benjamin se pierde “la angustia de la narración”, donde na-
die “tiene ya algo de sí para contar al prójimo”, es posible no
obstante pensar en términos antiutópicos. Resistir el quimé-
rico bálsamo cultural del presente, que ya habría (a través
de sus esferas y disciplinas) producido todo, para que cada
deseo encuentre su consumo pronunciable. Podría decirse
que Wenders y Herzog reiteraban, en su conversación de la
torre, la experiencia de lo yermo de la modernidad cuando
se anestesia en la idea de sus sueños quiliásicos cumplidos,
en los finales hegelianos y armoniosos de la historia, en el
“arribo del futuro” al no poder soportar la oscuridad de éste
último. Ambos cineastas ensayaban un diálogo trágico-mo-
derno, plausible de remontar hacia atrás por una historia
estética cumplida, pero que sin embargo retorna a través de
ellos como zona mítica de sensibilidad poética. Y si bien dan
cuenta de una experiencia que parece ya consumada, donde
“todo está ya construido” y sólo resta “el paisaje degradado”
(que los sitúa en las puertas de una condición posmoderna
en cuanto a interiorizar los mundos del mundo), regresan a la
ilusión del misterio, del enigma, de reencontrarle un destino
a sus escrituras.
“Imágenes para nuestro ser profundo”, “imágenes puras
y transparentes”, y esa figura de Wenders de descender “al
caos de la ciudad”, que redibuja el aforismo moderno/post de
Wittgenstein de que, “al filosofar, hay que viajar al viejo caos y
sentirse a gusto en él”, son argumentos que hacen reingresar
78 Nicolás Casullo

una problemática autoral y de relato, todavía no extraviada


para siempre.
Se puede afirmar, en esta perspectiva de recobrar desti-
no para la palabra-imagen, que la saturación y fractura cul-
tural que atravesamos, nos deja, en tanto condición extrema
de caducidad de los sentidos, la posibilidad de otro ensayar
con la palabra en las afueras del magno texto de la utopía tec-
nocientífica cumplida: fugar de dichos textos leyes, “excavar
como un arqueólogo” en busca de objetos, señales, indicios,
que quedaron como débiles estridencias detrás de las consa-
graciones discursivas. Preguntarle a lo narrable, por nuestra
subjetividad aún desconocida. Reponerle historia y alarma a
las palabras, y también a la inclemente evidencia de silencio
que inauguran con su aparecer. Liberar el ensayo, desde un
itinerario del saber de lo poético, en tanto se lo alucine como
tensión irredimible.
Por las callejuelas de Venecia cuenta Marcel Proust que
se detuvo en medio del empedrado “desigual y brillante”, y le
pidió a sus acompañantes del paseo que continuasen la mar-
cha. Deseó estar solo, “un objeto más importante me ataba,
aún no sabía cuál, pero en el fondo de mí mismo sentía es-
tremecerse un pasado que no se reconocía”. El indicio de la
vida, la imagen, la palabra: en Proust, éste es el peregrinar
por un lenguaje que está afuera y adentro, que descifra y con-
juga, que despabila y nos devuelve lo nuestro desconocido,
las escrituras que portamos sin saberlo, las que nos estarían
aguardando.
Melodías, sonetos, papers1

Cristian Ferrer

Todo podría haber sido de otra manera si las ciencias so-


ciales originarias hubieran preferido, como modelo prototí-
pico de legitimación, al arte en lugar de las ciencias exactas.
Las intenciones metodológicas, vocacionales, estilísticas y el
modo de relación con la confusa e improbable empiria hu-
bieran trastornado dramáticamente el vínculo entre saber y
sujeto de conocimiento. Podríamos sospechar que los pri-
meros sociólogos habrían tamizado los datos a través de la
romántica angst, la tensa, tersa luminosidad de los impre-
sionistas, la wagneriana tempestad o la estéril y lúcida ges-
tualidad dada. El prócer del aula sería Van Gogh en vez del
Sr. Comte, nuestro abanderado Balzac o Dumas antes que el
camarada Marx, y quizás Tzara oficiaría de niño monitor en
lugar de Herr Weber.
Pero el bisturí cortó por lo enfermo: la cirugía positivis-
ta escindió a las artes de sus gemelas, las ciencias sociales.
¿Acaso las sociedades no son paisajes, la lucha de clases un
teatro, los códigos de comportamiento valses o tangos y los
integrantes del elenco, actores? ¿No descienden del mismo
origen etimológico las palabras teatro y teoría? La verdadera
sociología, desaparecida prematuramente, puede ser halla-
da en gaudiescas ornamentaciones, en folletines de cuarta
o en esas desconcertantes poemáticas surreales no en la so-
lemne escolástica del Das Kapital o de Economía y sociedad.
Prueba de ellos son los intereses menores y vergonzantes que

 1
 Publicado originalmente en Babel. Revista de libros 18, Buenos Aires,
agosto 1990 (Dossier “Últimas funciones del ensayo”); pp. 22-23.
80 Cristian Ferrer

esos padres fundadores ocultaron tras los pliegues de la Gran


Teoría: la música en Weber, la aventura y la femineidad en
Simmel, el esoterismo en Saint-Simon.
Para acercarse al referente empírico con absoluta libertad,
hay que hacerlo mediante la curiosidad alerta tamizada por
la indisciplina estética, pues cuando una descripción no es
sinfónica o atonal, cuando un informe de investigación no es
soneto o caligrama, cuando un gráfico no está investido por
la ráfaga futurista o fauve de un clip, nos hallamos ante el tex-
to sociológico, a secas.
La comprensión del trabajo sociológico como una retóri-
ca de las estadísticas ha sido el destino de estas ciencias. Del
“informe de investigación” de la época germaniana al consa-
bido, aburrido paper del centro de “investigación”, pasando
por el texto revolucionario de los jóvenes dinamiteros del 73,
ciertas sacrosantas verdades persistieron: la matematización
de la naturaleza social, el apego a la sustancialidad objetiva
del documento, el homenaje al dato, la autolegitimación del
texto en relación con su hipotética y productiva “significación
social”, el cierre catastral del territorio disciplinar como paso
necesario en la delimitación de incumbencias profesionales,
y, last but not least, la adecuación de la formalidad textual y
de sus enunciados al mercado, de ideas capitales o de capi-
tales sustanciosos. Se argumentará que los temas del debate
han cambiado, pero poco importa cuál es el tema en cuestión,
sino analizar las condiciones mismas en las que se debate. En
las instituciones académicas hallamos lugares comunes y
publicaciones de capilla, andamiaje técnico de un eclecti-
cismo fastidioso y desapasionado; una moral de la profesión
taylorista y grave; y un modelo de escritura que abusa de la
incestuosa primera persona del plural y de necias cuantifi-
caciones, gélida data para un compendio de verdades inúti-
les que podría motivar nuevamente la respuesta indignada
Melodías, sonetos, papers 81

del Pozzo beckettiano: “No lo sé, ¡déjeme usted tranquilo con


esas idiotas preguntas sobre las fechas!”
Pues la metodología cuando no es pura y simple opera-
ción lobotómica, es castración: se aprende, no a pensar por
sí mismo o a poner el cuerpo, sino a engullir el corpus teórico
y a fotografiar del exótico manicomio urbano el ornato y los
oropeles más obvios y estandarizables. Estadísticas, censos,
teorías y patrística sociológica no son más que tecnologías
aptas para amordazar a la Musa. De allí que la prioridad en
esta escritura no la posea el artista sino el vademécum dis-
ciplinar. Obsesionados por armar el puzzle social, los soció-
logos quedan encastrados a la sociedad mediante la pátina
profesional, en vez de ser raptados por ella. Supongo que el
único método aconsejable es la hostilidad a todos ellos, pues
la creatividad en las ciencias humanas depende, al decir de
Breton, de pasear por el decorado urbano con el ojo en estado
salvaje.
¿Quién habla en un texto sociológico?: interrogante polí-
tico que permite problematizar la relación de vicariato tradi-
cionalmente sostenida con el objeto de conocimiento. El ma-
jestuoso “Nosotros” del discurso científico es el pasaporte o
lingua franca a través de la cual se sueldan consensos en las
comunidades académicas. Por el contrario, hablar en nom-
bre propio simboliza el homenaje debido a la ambigüedad de
lo existente. Esta profesión de fe del autor inicia la búsqueda
periodística de los tonos que la propia voz orquesta a fin de
trabajar textualmente el timbre inconfundible que vibra en
ella. No es ocioso mencionar las perversiones que el abuso
de esa primera persona engendraría: la vanidad autobiográ-
fica o fetichizar el apellido para integrarse a espacios de con-
sagración intelectual, donde una economía de prestigio acaba
manipulando por vía narcisista a un texto. Se trata de formas
mezquinas de la puesta en juego del propio nombre, que lo
82 Cristian Ferrer

reducen a un “yo hablo” en vez de posicionar el nombre pro-


pio bajo la Espada de Democles del ostracismo.
Como una marca portada en el cuerpo, el estilo permite
gambetear la forma aséptica del discurso sociológico a la vez
que honra la singularidad irreductible del autor consintién-
doles orlas caprichosas o la enunciación de proposiciones
sólo sostenidas en una política del yo. El uso disociativo de
los enunciados podría constituir el tercer sostén de un com-
promiso novedoso del autor con la escritura sociológica: uso
de la cita como espacio de fuga, uso maquiavélico de la pre-
suposición —en relación con el lector—, soslayamiento de
los extremos comienzo/conclusión a fin de manipular el la-
berinto, discurrir el lenguaje por el texto en modo estriado,
divertido o perturbador, permitirse, con relación a los datos,
el plagio, el uso apócrifo o el trato sádico. Es dudoso que el
texto de la sociología, acostumbrado a los procedimientos
teóricos o investigativos prontuariales y a la miopía del espe-
cialista, pueda tolerar el arsenal mencionado.
No está de más alertar contra el ensayismo como un pro-
bable nuevo canon de las ciencias sociales, bien podría trans-
formarse en el soporte textual de la pregonada y moderna
transdisciplinariedad, o bien en una suerte de solipsismo
prepotente que sustituya los datos lógicos de la caprichosa
contundencia del tono literario. Al ingresar la ciencia en su
época de reproductibilidad azarosa e indiciaria, el ensayo
puede resultar una etapa superior de la lucha de frases; tan-
to como el texto sociológico clásico, formal y cortés, resalta-
ba como contracara simétrica de la moneda estatal a la cual
servía. En un texto no hay sujeto ni objeto de conocimiento;
pueden coexistir, en cambio, múltiples terrazas e infinitos tú-
neles, zonas viscosas y arenas movedizas, campos de batalla
y cotos de caza exclusivos, hímenes aún vírgenes y arqueti-
po jungianos: intensidades que aguardan “el estado de ánimo
Melodías, sonetos, papers 83

adecuado” de parte del lector. Por ello estilo es, según la teo-
logía novaliana, “escribir libros como se compondría música”,
y no la postulación del ensayo como forma inversa del paper.
Cabría mencionar, al fin, el motivo fundamental que hace
del texto sociológico un paper: se trata de un efecto de la de­
serotización de la Universidad y de los espacios intelectua­
les: Ni modo de autoconocimiento existencial, ni objeto de
amor y odio, apenas dinero cultural; los textos circulan por
la avenida académica sin el menor riesgo, pues no pasa nada.
Traducido al alemán, esto significa que se ha producido una
pérdida de “ser”, una ausencia espiritual en beneficio de la
espiritualidad catódica de las videopantallas. Por eso mismo,
en estos tiempos la forma más seria y ejemplo por antono-
masia del texto sociológico es esa presentación ridícula de la
carrera académica y de la vida llamada curriculum vitae.
Elogio del ensayo1

Horacio González

Defensas del ensayo como género apropiado para las cien-


cias sociales conocemos muchas. Algunas de ellas constitu-
yen también grandes ensayos. Es lógico. Ese género muestra
su validez hablando en primer lugar de sí mismo. Desde lue-
go, este “autismo” incomoda a los espíritus que juzgan que el
conocimiento es un “lanzarse al exterior”. Es precisamente en
el ensayo donde lo que predomina es la actitud de volcarse
hacia adentro: no escribir sobre ningún problema, si ese es-
cribir no se constituye también en problema.
Volcarse hacia adentro. Ocurre que el ensayismo es una
pócima que une conocimiento y escritura, en la línea que re-
coge aquel aullido clásico, el conócete a ti mismo.
Demás está decir (aunque siempre hay que buscar un de-
cir que sobre, que sea además) que las carreras universitarias
vinculadas a las ciencias sociales han proscripto el conoci-
miento de sí. No sólo las de ciencias sociales, sino también las
de filosofía y las de letras. Ellas son ámbito donde ha triunfa-
do la escisión entre conocimiento y escritura, lo que es decir
entre escritura y autoinspección del sujeto.
Muy otra fue la actitud de Michel Foucault. Esto es necesa-
rio resaltarlo, porque también es Foucault el que deja la im-
presión, demasiadas veces, de que estamos ante una suerte
de director de diario que nos amonesta: “En cada párrafo una
información”. Y bien, en Foucault el dominio del dato requie-
re una inocencia terrible, pues era necesario que no perdiera

 1
 Publicado originalmente en Babel. Revista de libros 18, Buenos Aires,
agosto 1990 (Dossier “Últimas funciones del ensayo”); p. 29.
86 Horacio González

extrañeza sin que eso evitara familiarizarnos con él. El dato,


de este modo, invita a perderse. El investigador querría recor-
tar con rigor “un trozo de realidad” para “separarse de sí mis-
mo”. ¿Pero qué es ese separarse? ¿Acaso la verdadera garan-
tía de comunicación y texto, garantía —entiéndase— de que
el escribir, el pensar o el comunicar están allí para frustrar el
asalto de un Yo que renegaría de la necesaria neutralidad de
la lengua?
Debemos decir que, en Foucault, “separar” el mundo de
los datos del mundo ensimismado sólo debía servir para res-
ponder una pregunta crucial, para la cual el dato es el yo. La
pregunta es, entonces, para qué hago lo que hago. O, reco-
giendo la expresión del propio Foucault, que sitúa esta pre-
gunta como fatalidad de “algún momento de la vida”, la cues-
tión es “saber si se puede pensar diferente de lo que se piensa
y percibir diferente de lo que se ve”. Sin internarnos en esa
pregunta, no podríamos contener al mismo tiempo la reali-
dad exterior de la vida y la insatisfacción del sí mismo. El en-
sayo es un “escribir para conocer” y un “conocimiento de sí”,
porque nadie nunca le hará confesar, como género, que bus-
ca construir una lengua comunicante al margen de la crítica
situación del escritor respecto de lo que escribe. ¿Pero es eso
solamente?
Todo esto lo estamos leyendo en El uso de los place­
res. Puede no tener gracia recordarlo nuevamente, pero allí
Foucault propone una idea sobre el ensayo que nos viene
como anillo al dedo. El ensayo, dice, y pone esa palabra entre
comillas (no es nuestro caso), el ensayo es necesario enten-
derlo como experiencia modificadora de sí. Quiere decir que
el ensayo tiene su punto de partida en lo que alguien puede
sentir cuando está en situación aseverativa. Afirmo porque
creo y creo cuando elaboro un esquivo espejo con escrituras
mías. En ellas trato de observarme sin ilusiones. Siento lo frá-
Elogio del ensayo 87

gil y lo inevitable que es afirmarme en esos párrafos que re-


cubro de “informaciones”. Pero nadie puede sacarme el senti-
miento de que ese ejercicio no está hecho para homologarme
al “lector, mi semejante”, sino para poner frente a él un abis-
mo. Quiero la verdad y la escribo. Y como la escribo, nunca
sabré si la tengo.
Esto último no lo dice Foucault ni lo sugiere, pero pare-
ce necesario extremar la situación del escritor con su texto.
Lo vemos entonces haciendo sus abluciones. Queremos de-
cir: no soportando sus propios pensamientos. Sería éste un
intento radical de burlar toda incomunicabilidad. ¿Esta ex-
tremación que inhibe lo comunicable puede ser seriamen-
te defendida desde la escritura? Resulta sorprendente tener
que responder a una pregunta de este tipo, hecha por un in-
terlocutor que en este caso imaginamos indignado. ¿Si no es
para comunicar, para qué se investiga o se escribe? Es que el
autor de la pregunta no ha tenido en cuenta el simple requi-
sito de separar comunicabilidad de inteligibilidad. Con la pri-
mera, aceptamos fácilmente las sonoridades ya preparadas.
Nuestras escrituras serán adaptativas, adosadoras, repitien-
tes. No se crea que no hay placer en ello. Pero generalmente
no es al que aspiran sus cultores. Con la segunda, aceptamos
que lo que se entiende de un texto no es lo que éste ofrece en
su primera lectura, en su primera estribación, en sus moris-
quetas didácticas, o en sus trazos autoevidentes. Las ciencias
sociales han privilegiado la comunicabilidad suponiendo
que era sinónimo de inteligibilidad. Como resultado de ello,
las ciencias sociales que se escriben en nuestras sucintas
universidades e instituciones de récherche, comunican. Eso
es cierto, pero también lo es que, en la última napa movili-
zadora del entendimiento, ellas realmente no se entienden.
Se lo impide su “claridad ya calculada”. Cientos de “investi-
gaciones” están haciéndose en este mismo momento bajo la
88 Horacio González

norma de la espera. Es la espera de una estructura lingüística


respecto del dato que camina hacia ella. En la confianza de
esa reunión de las categorías con la empirira, prepara el tri-
bunal de la ciencia su apología de la paciencia.
Pero, en vez de una comunicación sin comprensión, pre-
ferimos nosotros una inteligibilidad sin comunicación. Esto
último significa que lo que hay que “construir” no es nece-
sariamente el dato, sino nuestra propia comprensión impa-
ciente de un texto que se complace en atravesar sus propios
obstáculos.
Obstáculos legítimos, agrego, obstáculos que le pertene-
cen como resultado de un modo de escribir que debe dejar el
resuello del pensamiento sobre el lenguaje.
No hay por qué festejar el skotéinos, el texto oscuro a la
espera de su dorado cabalista. Además, es necesario siempre
distinguir la frontera entre lo oscuro y lo mal resuelto. Esto no
siempre es fácil. Por otra parte, la tesis del último Foucault,
de tintineo tan argentino —“escribo para aclararme las co-
sas a mí mismo”—, dio como resultado un estilo que podría-
mos llamar moralista. Quien se “aclara a sí mismo” no tiene
por qué evitar un tejido de afirmaciones que formarían parte
de un catecismo. Involuntariamente, recomienda conductas
con arreglo al canon de la “vida buena”. Si no teme quedar
como un pastor prejuicioso, lo mejor que debe hacer un en-
sayista que trabaja “en el esclarecimiento exclusivo de sí” es
empeñarse en ese tipo de enunciados concluyentes. Meras
generalizaciones de un ingenuo que no acudió a los “casos”
validadores sino a la propia verosimilitud de su argumento
escrito, babosamente extendido sobre los renglones del pa-
pel. ¿No dijimos que se trataba de un moralista?
Ahora bien, ese moralista tiene en el ensayo su aliado
principal. Porque es justamente el ensayo lo que convierte le-
gítimamente una actitud del tipo “cuidado de sí” en un texto
Elogio del ensayo 89

público socialmente legible. El ensayo de esa tenue membra-


na que hay que escribir para sí, en aptitud precomunicativa.
Entonces, el resultado será una inteligibilidad pública. No es
una simple paradoja. Es el hilo de sentido que une la imposi-
ble omisión de quien escribe, con un sistema de lecturas pú-
blicamente disponibles. Si puedo terminar con una fórmula,
debería decir que ni el placer del texto ni la ansiedad para la
comunicación son estaciones atractivas para un posible nue-
vo recorrido del ensayo, de entonación socialmente crítica.
Quizás pueda afirmarse ahora que no hay placer en escribir
lo que parecen confesiones. Si ellas se convierten en prosa
de ensayo es porque en algún lugar es necesario declarar la
soberanía del pudor. El ensayo social es un género de pasaje.
Del “escribo para mí” al pudor trascendental. En algún lugar
está el límite entre el placer yoísta y un texto que busca ávi-
damente lectores que lo adoptarán o lo abandonarán. Sólo
entonces comprenderemos la suprema ironía. Quien escri-
bió para sí será realmente entendido en el anonimato de esos
días sin autor ni tiempo. Y si se siente moralista, tendrá dere-
cho a realizar el justo reclamo de que suspendan esa palabra
dos hermosos pares de comillas.
Dialéctica del ensayo1

Américo Cristófalo

La tradición retórica aconseja partir de una pregunta.


Para formularla acaso podamos concedernos, al menos, una
ligera distancia tonal con el rumor que para preguntar propo-
ne la astucia. Porque es una astucia, la del técnico, la que hoy
domina la escena de la crítica. Si en efecto hubiera un límite
estrictamente retórico, sólo retórico —una propiedad, un pa-
pel y una letra para ese papel, una actuación restringida al
momento discursivo de la crítica— y si las variedades forma-
les aceptaran, dóciles, la premisa uniformadora de esa lógi-
ca, diríamos entonces que la diferencia acentual no imprime
en la pregunta crítica propiamente nada. Que de nada vale
el ensayo de la voz contra las fijaciones irrevocables del es-
píritu discursivo, ni contra sus deslumbradoras apariencias.
Ese modelo completa su imaginaria organicidad cuando a la
pregunta crítica le impone una exigencia previa y desmesu-
rada. Una imposición que arrastra todavía el canto de sire-
na del que dice haberse desprendido. La exigencia de que no
se puede responder si antes, por anticipado, el trabajo no se
somete al duro momento de la investigación, de la prueba,
y finalmente, del juicio. Entre nosotros causa todavía algu-
na desazón la circunstancia obvia de que lo que así procede,
procede del Estado. Lo que la astucia dice, y cree haberlo di-
cho alguna vez y para siempre, es que en el trabajo y en el len-
guaje hay culpa. Su proceder jurídico arranca de esa repre-
sentación original. Si no hay culpa, entonces que lo pruebe.

 1
 Publicado originalmente en El ojo mocho. Revista de crítica cultural
3, Buenos Aires, otoño de 1993; pp. 50-51.
92 Américo Cristófalo

De modo que el límite de una obra crítica no se constituye en


la universalidad abstracta de la retórica sino, acaso nos aver-
güence volver a decirlo, en el Estado. En esa presencia parti-
cular de la Historia. Tan particular que nada le es indiferente,
ni siquiera su momento abstracto.
El modelo evangelizador de la investigación pone a prue-
ba los signos. Pero no importa tanto la dramatización jurídi-
ca del saber como aquello que inevitablemente disocia de la
experiencia. El efecto de la pedagogía legal de la eficacia se
reconoce en una pérdida, vale la pena decir trágica, de la ex-
periencia. Los métodos ahora hegemónicos se vacían de ex-
periencia en una operación ya bien conocida: hacer de la crí-
tica un objeto instrumental y jurídico, cuando precisamente
la crítica, la condición crítica se piensa como resistencia a los
tormentos de la empresa, de la investigación, de la prueba y
la sentencia. Se presiona sobre la crítica para que pruebe lo
que no puede probar. Visiblemente, lo que proyectan los ac-
tuales dominios de la prueba se presenta como un sofocante
despliegue del sentido común y la tautología que convive y se
alimenta, para decirlo con melancolía, de innumerables de-
talles de aberración ética. Nada prueba el ensayo. Deja ver
que la lectura se experimentó en una contaminación impu-
ra con el objeto. En un atravesamiento que no dudamos en
llamar poético. El ensayo deja ver la conciencia dialéctica de
una conciencia. El paper se orienta en la inmutabilidad del
punto de vista formal, exterior. El papel es siempre el mismo
papel: alguien, afuera, en la medida prudencial de la distan-
cia, conoce; del otro lado, inerme, el objeto se deja practicar
la autopsia que arrojará una o más pruebas de lo que se le su-
pone. Esta razón moral se limita cumplir su papel. Es la críti-
ca que se desentiende, que da por concluida la confrontación
y se retira, candorosa, a los altares del museo, el archivo, los
anales. Se desentiende quiere decir: se positiviza. Ese hábi-
Dialéctica del ensayo 93

to que ahora vuelve como novedad, todos sabemos, no lo es


tanto. Deja de pensarse como crítica, no se incluye en el vasto
aunque en apariencia específico dominio del objeto. Quiere
evitar un trabajo que por cansancio o resentimiento le parece
en lo inmediato inútil y sucio. Pero su determinación positi-
va —esto sí importa— consiste enfáticamente en una exclu-
sión. Cuando deja de pensarse afirma que es puro espíritu y
que el objeto, al fin, permanece como puro objeto. De ahí que
el pragmatismo del paper deriva en proposiciones tautológi-
cas de identidad. Encuentra, pero encuentra lo que ya esta-
ba asignado. Ese horizonte espectacular, la verdad del prag-
mático, se enuncia como ausencia de valor. Se atreve a decir
que el valor es lo de menos. Lo dice. Al decirlo, se incumple,
pero se desentiende. Aunque no lo admita del todo, piensa.
Y cuando piensa, no puede evitar hacerlo, aun proclamando
lo contrario, piensa una praxis inmediatamente restrictiva.
La restricción cuenta como especificidad metodológica pero
también cuenta como adecuación política. Como sistema
y como sitio en la ciudad. La brusca cirugía emprendida en
el objeto tiene la apariencia de un higiénico e inocente pa-
saje convencional, pero, inevitablemente, se vuelva sobre la
escena histórica. No es tan abstracto como quiere ser. Algo
ya sabemos en este país sobre las políticas de restricción. Lo
que excluye cree que lo hace en nombre del conocimiento y
de sus beneficios. La pérdida, de la que también sabe, que-
da situada como necesario rigor teórico. Es toda una política.
La califica como separación momentánea que, al cabo, rea-
parecerá como enciclopedia universalmente admitida. Pero
las parcialidades que engendra la sinécdoque no vuelven a
reunirse de un modo tan sencillo. No se ponen en comunica-
ción salvo por azar. Lo que no dice el paper es cómo reinte-
grar lo específico. Sólo dice que ha tomado lo específico por
el todo. El paso siguiente va en el sentido de una confianza
94 Américo Cristófalo

ciega y desnuda en la técnica. Esa confianza, aun encubierta


en las deliciosas promesas del porvenir, se toca con la bar-
barie. El desenfreno instrumental del liberalismo desembo-
ca presumiblemente en violencia de estado. La exclusión de
la que parte el método ya lo atestigua. Algunos teóricos del
terrorismo liberal de la ironía y la contingencia, también. Se
trata de una ecuación de magnitudes. El equilibrio perpetuo
que la crítica de la prueba, la crítica probatoria, sueña en la
identidad a la que se consagra establece un vínculo poderoso
con el a priori liberal de una justicia bienpensante, es decir,
piadosa. Pero piedad y violencia son términos complementa-
rios. Para cumplirse se necesitan recíprocamente.
Pongamos un ejemplo de la teoría de los géneros. El a
priori del que parte es la regularidad convencional de las re-
glas de constitución. Busca comprobar el cumplimiento de
un número aceptable de principios, procedimientos y códi-
go. Hay aquí un primer problema. Esa dificultad se trama en
torno a la elusión de aquello que no tiene la forma y el senti-
do de la regla. Ese otro a priori, si puede llamárselo así, se co-
noció, se conoce como poiesis. El romanticismo lo reformuló
en el ensimismamiento del genio. El genio que no se ve en la
Historia, sin padre, sin descendencia. No está mal preguntar-
se todavía cuánto permanece del romanticismo en el genio li-
beral. La poiesis moderna se entiende como precipitación va-
cía o como precipitación en la regla. La teoría del género, en
cualquier caso, predica una conformidad relativa de la nor-
ma moderna. De ahí deriva por su parte una construcción de
la productividad. Piensa que el objeto producido nace de una
circunstancia apriorística. En cambio nada o poco se pregun-
ta sobre lo que hace de una regla una regla. La descripción y
el juicio en relación con las leyes de una obra no sobrepasa el
momento de la razón resignada. Archiva y ordena el catálogo
de las operaciones que cree esenciales. Quizá formula alguna
Dialéctica del ensayo 95

hipótesis sobre lo que se desvía, pero aclara que lo desviado


se desvía de otro punto que es fijo. De un modo simétrico,
la crítica sociológica instala su genio normativo en otra cir-
cunstancia especular, esta vez referencial. Si el formalismo
abstracto da cuenta de las mediciones procedimentales, la
crítica sociológica pone el objeto bajo la luz de la imitación.
No distan demasiado entre sí estas dos grandes corrientes de
la crítica. Decir de un texto que es policial o sentimental o
gótico dice de él que tiene una pertenencia, que es situable,
que integra una biblioteca. Esa propiedad quiere aliviarnos
en nombre de la conservación. Del mercado de la crítica pe-
riodística bastaría señalar, para no entrar en honduras, que
Balzac ya había dicho casi todo, que el servilismo y el cálcu-
lo lo gobiernan como a ciertos otros escenarios gestuales de
consagración e intercambio.
Naturalmente, los avatares de la crítica dan por fin en ci-
vilizaciones formales. Formales e históricas. El decaimiento
del ensayo crítico no es una circunstancia puramente retó-
rica. En todo caso lo que haya de retórico en su declinación
poco interesa. Nos sigue resultando más digno el debate en
torno a las condiciones éticas de su aparente agonía. El pa­
per, desde hace tiempo y ahora entre nosotros, da testimo-
nio de una confrontación de la que no quiere hacerse cargo.
El ensayo, el paper, la tesis, la ponencia. Ninguna forma está
exenta de error. Lo que las diferencia es contar o no con él.
Esa diferencia, no podría ser de otro modo, no atañe a con-
sideraciones relativas a la naturaleza profesional de la críti-
ca, no sólo atañe al dominio de las destrezas instrumentales.
El debate en torno a las poéticas de la crítica recuperaría la
vitalidad que ahora parece faltarle si se hiciera un esfuerzo
para volver a situarlo en el suelo ético. Puede haber conclu-
siones, pruebas, fe jurídica, pero no puede haber crítica en
esa ausencia.
96 Américo Cristófalo

Desde el comienzo hay una pregunta pendiente. Queda


para el final con la repentina esperanza de un cambio de
tono. Porque se trata de un tono. Probablemente la cita, la
otra voz, despeje mejor lo que se cumple en el tono. Es de
Saint John Perse. “En verdad, toda creación del espíritu es,
ante todo, poética, en el sentido propio de la palabra. Entre el
pensamiento discursivo y la elipse poética. ¿Cuál de las dos
va o viene de más lejos? Y de esa noche original en que an-
dan a tientas dos ciegos de nacimiento, el uno equipado con
el instrumental científico, el otro asistido solamente por las
fulguraciones de la intuición, ¿cuál es el que sale a flote más
rápido y más cargado de breve fosforescencia? Poco importa
la respuesta. El misterio es común”. Pero quien dice esto no
es un técnico.
La in-quietud del alma1

Nicolás Casullo

Cabría plantearse qué busca la escritura crítica, cuando en


este caso a través del ensayo se interroga a sí misma. O, lo
que es lo mismo, preguntarse qué le peticionaríamos hoy a
nuestra escritura que mira, que espía a alguna otra. Los tex-
tos yacen, olvidados o canonizados. En lugares del pasado y
siempre en primera instancia muertos. No obstante nuestra
palabra va detrás de aquellas otras, en la inaudita decisión
—que hizo Occidente— de reponerlas, reinterpretándolas.
Imaginando un sentido siempre escapado. Imaginando que
en un nuevo ensayo de relato cobra forma de imagen, figu-
ra, concepto, símbolo, metáfora, eso que había desertado ori-
ginalmente. Aquella palabra, el destacado es nuestro, aquel
sentido cuya “presencia” no estuvo, recién lo hace ahora, en
nuestro texto de imaginaria vigilia.
¿Qué escritura, el ensayo?
Junto con Theodor Adorno y Georg Lukács, posiblemen-
te sea el de Robert Musil el aporte más interesante a la com-
prensión del ensayo como escritura de crisis y de crítica a las
condiciones de la cultura. El escritor vienés, que inscribe con
su obra inconclusa El hombre sin atributos uno de los más
categóricos trazos de la novelística moderna de nuestro si-
glo, fue también un hombre profundamente interesado por
la ciencia dura, por los aportes y debates de la psicología-psi-
coanálisis de su tiempo, por la política y los sones de guerra
que anestesiaban la época intelectual en un momento histó-

 1
 Publicado originalmente en Marcelo Percia (Comp.): Ensayo y subjeti­
vidad, Buenos Aires, Eudeba, 1998, pp. 29-44. (Nota del editor.)
98 Nicolás Casullo

rico que muchos, entre ellos Musil, sintieron como crepúscu-


lo de la ilusión moderna.
Para Musil la escritura ensayística contendría un don con
respecto al mundo de las ideas tentado por sistematizaciones
objetivantes: el de una palabra que permite que “el hilo de
un pensamiento arranque de su sitio a los demás”.2 Musil no
piensa tanto en un argumento desorganizante que aproxima-
ría el ensayo al gesto estético modernista sobre su propio ma-
terial creativo, sino más bien en una reminiscencia religiosa,
a ese trazo de la enunciación que devela el “invisible” signifi-
cado de las cosas como una experiencia de ver lo distinto en
lo mismo.
No sería por lo tanto una palabra desordenadora que
pondría en cuestión la urdimbre de las representaciones del
mundo, sino que en “ese arranca de su sitio” al pensamiento
cristalizado, Musil percibiría la intrusión de una palabra des-
orientadora. Aquella de raigambre religiosa, que en su evo-
cación iluminante, repentina, instransferible, necesita una
reposición existencial del hombre entre las cosas. Arrancarlo
súbitamente de sitios y parajes, de referencias, provocar un
tránsito de corte desorientador, la pérdida de un oriente que
se supuso auténtico y que desde cierta perspectiva nos re-
monta el estado de desorientación, de caída, de las verdades
del hombre.
Escritura entonces rememorante de aquella palabra sa-
grada atestigua sobre la constante reunión y pérdida del
mundo —de sus representaciones— en la propia palabra
que “aparece”. Y donde des-orientar nos lleva no sólo a una
idea de “camino hacia” que se conflictúa, sino a origen. A

 2
 El autor cita el fragmento ensayístico de Robert Musil identificado por
los editores de su obra con el título “Sobre el ensayo [1914]”, según la tra-
ducción española de José L. Arántegui (en Robert Musil, Ensayos y confe­
rencias, Madrid, Visor, 1992; pp. 342-345). (Nota del Editor)
La in-quietud del alma 99

Oriente. Ese lugar de un logos mistérico previo a las “razo-


nes” de Occidente. Musil reencauza entonces el tema de esa
palabra ensayística hacia lo inicial, hacia la marca que el pen-
samiento arrastraría más allá de todo sistema de coherencia
o pretensión científica legislativa: el de poder “ser arrancado”,
des-orientado, reorientado, cuando vuelve a poner a prueba
el fundamento de lo humano.

Las oscuras palabras


Adentrándonos en el indagar por esta escritura que en-
saya discutir críticamente otras, Musil se pregunta “cómo es
que existen terrenos donde no impera la verdad, y en donde
la verosimilitud es más que una aproximación a la verdad”. El
interrogante simula acercarnos a ese sustrato estético donde
también Georg Lukács sitúa el ensayo, y en el cual las apa-
riencias del arte que se hace presente en su plenitud ilusoria,
nos mostraría la permanente fuga de sentidos de todo régi-
men de verdad con pretensiones metafísicas avasallantes. Sin
embargo, rescato otro vínculo del argumento de Musil con
respecto a la escritura que ensaya: la sombra de lo mistéri-
co verbal rondando, como diría Sartre, “la oscuridad de las
palabras”, sus últimas “profundidades inabordables”. Sartre
se refiere a lo proveniente histórico lingüístico, en toda pro-
sa que interpela el mundo no desde la soledad de lo poético,
sino desde su terca intervención en la superficie del mundo.
Y en ese punto se emparenta con ese encuentro entre verdad
y verosimilitud a partir del cual Musil aproxima el ensayo a
los terrenos que gestan una verdad insolvente.
El ensayo sería un pensamiento entre luces y sombras, en-
tre posibilidad y fracaso, entre explicación e inalcanzabilidad
de la verdad, donde tal escritura busca dar cuenta, “trataría
de crear” dice Musil, una representación incompleta de esa
100 Nicolás Casullo

verdad, desde un “relacionar hechos no observables en ge-


neral”. Hechos no verificables, no situados en miradas trans-
parentadoras, no repetibles desde metodologías. Es decir, un
vínculo finalmente con lo real que fue el magno objeto de la
crítica científica-técnica ilustrada, que situó dicho terreno en
la dimensión de las fábulas, de la superstitio. Terreno donde
no imperaría la verdad, sino lo sensible, esa capacidad de ex-
plicaciones usurpadoras y sus poderes de verosimilizar.
En el preguntarse “cómo es que existen”, que persisten,
que reaparecen, que devienen imprescindibles y nunca sus-
traídos del todo “esos terrenos donde no impera la verdad”
establecidas por las estrategias de la razón, Musil interroga
en su ensayo a su propia ensayística. Lo hace en 1914, a partir
de un dramático fondo de duda y desorientación esparcido
en lo histórico. Interroga a la propia escasez de sentido de ese
mundo en la palabra que lo pronuncia, y nos transporta de
nuevo a ese casi apagado resonar de la antigua palabra reli-
giosa, mítico narrativa, resonar literario que en último térmi-
no el texto ensayístico repondría, en la evocación del oscuro
pretérito, misterio, de las palabras.
Para Musil, el ensayo “es la historia del movimiento del
alma”, donde sólo cabe preguntarse, en cada hilo reflexivo,
por la penosa relación palabra-mundo. Su búsqueda novelís-
tica de una nueva mística a través del amor que reponga atri-
butos, valores, significados y encuentros con “las islas perdi-
das” de las “palabras del corazón” (frente a lo abrumador de
una lógica civilizatoria depredadora) cita a ese alma en la ex-
periencia de su disolvencia. De su extinción en el tratar sobre
lo que sucede.
En Musil novelista, lo sagrado posee como tenue telos la in-
mensa playa de un mar donde se verificará fallidamente que
ya no están ni vendrán los viejos dioses del reencantamien-
to. No obstante, esa vibración sagrada de cuerpos y almas en
La in-quietud del alma 101

el amor con que la pareja de hermanos vive la espera, es la


búsqueda del alma desde la conciencia de su devastación. Es
decir, imposibilitada ya de ingenuidad frente a la nueva natu-
raleza del mundo, incapacitada de un programa divino para
su propio pensarse, para su propio resguardarse. Tiempo de
secularizaciones cumplidas. Musil, en aquella Viena de prin-
cipios de siglo, no romantiza novelísticamente su deseo de
un mundo pleno, sino que explora, ensaya nietzchenamente
y por escritura los restos salvables de una espiritualidad que
perdió sus relaciones. Ensaya un sendero biográfico del alma
en la escuálida subjetividad moderna. Una historia ya des-
provista de dioses destinantes, de creencia que cobijen frente
a los abismos de sentido de la propia palabra.

La respuesta
El ensayo como historia del alma es entonces lo que apa-
rece persistiendo en la palabra, frente a un mundo donde sólo
ha quedado la enunciación de los hechos desmesurantes, las
cosas alienadas bajo la lógica tecnoproductiva, la inercia de
una conciencia perpleja. El alma, en clave de inteligibilidad
de lo ensayístico, sería en cambio aquello que porta el cami-
nante como apenas literatura del testigo. Como testimonio
del que está entre ciudades construidas, terminales. Del que
es, pero ya no es, de una época. Testimoniante que desde sus
aproximaciones y distancias no corroborables, se involucra
con el mundo desde lo único que vive, sus particularidades,
diálogos interiores, la reminiscencia incompartible. Es decir,
a través de lo que comunica en tanto trance literario, ilumi-
nador, a través de lo que se percibe o deja de percibirse, de
lo que en lejanía se aproxima, y en cercanía se aparta defini-
tivamente, pero en su solo relato. Eso que para Musil, en otro
texto (De la posibilidad de la estética), significa una nueva
“pluralidad de sentidos”, representa lo que no puede captarse
102 Nicolás Casullo

“por medio del conocimiento” que impone el reglado lógico


productivista. Escritura, creación literaria —dice— que tiene
tales cosas en común con la religión. ¡Pero cuánto más tiene
esta última de estrecho y forzado y cuánto menos de libertad y
movimiento!
El ensayo como historia del movimiento del alma señala
ya un presente exigido de asistir a la remoción espiritual de
lo moderno. Llevado a genealogizar su actualidad en aquella
subjetividad que al menos todavía pueda ser narrada y na-
rradora. Semejante a esa “materialidad del arte” que conser-
va el subsuelo del ensayo, como un relato que en la crisis de
lo moderno daría cuenta, frente a la complejidad de la histo-
ria y sus ideas, de lo que ya no puede alcanzar genuinamente
lo estético. Eso hace, para Musil, que lo ensayístico no ancle
sólo ni básicamente en su deuda con lo artístico, tampoco
como exploración heideggeriana del evento, de la palabra
del pensar que irrumpe en el mundo por una apertura inha-
bitual de las cosas en tanto lugar de la verdad, ni como res-
cate tardío de lo bello-ético burgués en el naufragio de una
historia.
Para el austríaco, el ensayo, esa escritura obligada a citar
la deriva y herencias del alma en el plexo de una cultura, no
pretende ni la vanguardia de las técnicas de representación,
ni un nuevo régimen de certezas posontológico, ni la postre-
ra exaltación de un humanismo amenazado. Con un dejo sin
duda tardorromántico, Musil reabre hacia atrás el corpus o
diapasón literario del mundo, para citar un antiguo lar de lo
narrativo, lo religioso y encontrar en ese territorio que fue,
irregresable, la posibilidad de atrapar “hilos de pensamien-
to”. Hilos, estelas, barbas, irisación de telas de arañas como
un aproximarse arcaico —descientifizado, destecnologizado,
desistematizado, desutopizado— al hombre y las cosas que
sobrevendrán.
La in-quietud del alma 103

El movimiento del alma es un reemprendimiento de la


palabra que ensayaría otra noción de la respuesta en las en-
crucijadas de una época. Movimiento que no busca “lo que
puede ser verdadero o falso”, sino aquello “que nos dice algo o
no nos dice nada”. Interpelar sobre el entramado de las cosas
requiere ahora, para Musil, la necesidad de una palabra re-
gresante al pensar. Requiere la respuesta, ahí donde hay sólo
signos devastados, terminologías operativas, fórmulas infor-
macionales, dispositivos metódicos del lenguaje que se alzan
como la no respuesta: como lo que nada dice. El ensayo es
una escritura que tensa la relación palabra-mundo, pero bus-
ca despertarlas en términos arcaizantes en relación al mode-
lo del racionalismo dominado por la abstracción sujeto-obje-
to, por “los resultados objetivos”, por “los criterios de verdad”.
Frente al cálculo, la instrumentación y los sojuzgamientos
de la realidad en sus representaciones lingüísticas utilitarias,
para Musil el ensayo —espacio donde resulta posible “el co-
nocimiento intuitivo en sentido místico”— habilita una olvi-
dada escritura del “decir algo” frente al decir nada. Nos da
conciencia del escucha, y de nosotros como escuchadores.
Esto es, nos proyecta hacia la reanudación de un diálogo
escritural con el mundo y el hombre, transversal a los crite-
rios de verdad, anterior a dicha legislación, y donde el mo-
verse del alma busca otra tracción de las palabras. Desde esta
perspectiva puede comprenderse la “resurrección del pensa-
miento” a la que aspira el ensayo en circunstancia del decli-
nar de una cultura. Musil plantea esa resurrección como “un
entender de golpe el mundo, y al pensamiento de otra forma”.
Es decir, comprender a la manera de un resquicio que irrum-
pe, que quiebra un continuo explicativo, que vuelve a congre-
gar el mundo disperso. Una escritura ilustrada, crítica, zozo-
brante, que nos ubicaría en una coordenada de comprensión
después de la razón hegemonizante.
104 Nicolás Casullo

Una escritura tensada, en principio, no por otro pensa-


miento, sino por entender a este último —hacedor de lo
real— de otra manera. Entender el pensamiento de otra for-
ma sería la primera aproximación a esa historia del andar
humano revisada: la historia del movimiento del alma. Otra
forma de plantearnos frente al pensamiento desde su propio
vertebrarse en escritura. Pensamiento que resucita como sa-
ber, en tanto reincorpora, para Musil, una ética donde prima
esencialmente el sentimiento, donde el hombre repone su
signo humano en relación a la naturaleza, a la memoria, a los
fondos valorativos, a las expectativas en cuanto a qué preten-
de el saber, el querer saber.
Por lo tanto, una palabra que se cita a sí mismo en calidad
de “materia estética”, pero que en realidad se proyecta más
atrás de esa experiencia expresiva, para situarse otra vez en
un tiempo de contornos sagrados que aspira a la Respuesta,
a lo intuitivo del “golpe de mundo” revelador, al resucitar el
sentimiento en la resurrección de las cosas, de los temas, de
las problemáticas.

El trastorno de la idea
Para Musil, el movimiento del alma, ensayo que ensaya re-
dibujar su silueta, se desliza hacia atrás, en un camino que
llevaría a comprender genuinamente las carencias del pen-
sar presente. La literatura sagrada-poética, nombrante de las
cosas y sus vínculos, abre el espacio para ese retroceder ha-
cia lo que la cultura considera ya muerto, extinguido, fuera
de tiempo. El ensayo trabaja, así, sobre esas facetas sepulta-
das por nuestra actual convivencia con las palabras y con las
formas agobiantes que a partir de ellas adquiere el mundo.
Trabaja sobre el fracaso racional lingüístico de la presente
historia, sobre sus estrategias barbarizantes, burocráticas y
de masas guerreras. Facetas extinguidas de la palabra que en
La in-quietud del alma 105

el ensayo, precisamente, retornarían como discusión crítica


contra el plexo de las discursividades reinantes.
Lo no observable, como señala Musil, lo devenido indeci-
ble para la razón tecnocientífica, trae a escena esa noción de
respuesta que anidó en una palabra antigua. Lo no visible re-
quiere volver a preguntarse casi místicamente por el sentido,
ante la necesidad de comprender de pronto “un todo” que
interrumpe la fragmentación del hombre. Desde esta preten-
sión, lo ensayístico buscaría otra forma de hacer presente el
pensar una cultura. Otra forma de preguntar a la contesta-
ción, de preguntar por aquello decisivo que sin embargo “no
aparece”, no se muestra en la trama de discursividades impe-
rantes. Preguntar por el ensayo de la palabra, por el por qué
de sus exploraciones, y ya no responder a las lógicas de los
lenguajes desagregantes de la experiencia humana. El “sen-
timiento”, en Musil, en esa metamorfosis autoral que implica
el ensayo, y que transporta la palabra hacia otras genealogías
de los temas: a esos territorios de lo que quedó atrás como
formas y experiencias de encarar los asuntos del mundo.
“La misma idea que una vez resultó completamente
muerta” ahora “puede vivificar un mundo de palabras”, pien-
sa Musil, fijando en esa penumbra de las ideas y su historia
(donde va en búsqueda de un pensar primordial, estoico,
epicúreo, místico) la posibilidad de desbloquear el estado de
letargo, de muerte, de no idea, de no palabra en la que yace el
pensamiento. Pasaje entonces de muerte a vida donde prima
la emoción, la pasión en el transcurso del texto que ensaya, y
que recobra aquello mutilado en la experiencia moderna por
la palabra de conocimiento. Aquello por lo cual “cuando una
idea nos atrapa, nos trastorna”, en términos, para Musil, de
“sentimiento de fondo”. De vivencia. Se trata de hacer cons-
ciente un orden roto por la modernidad entre lo racional
(objetivamente) y lo emocional (sagrado). De reinscribir esa
106 Nicolás Casullo

historia doliente del alma, donde el lenguaje pueda entonces


cobrar otra fisonomía en nuestra relación con lo real, de corte
transfigurador, transtornante, y en último término cercano a
una experiencia de la palabra que vivifica, que vuelve a otor-
gar vida a las ideas yacentes, muertas, en tanto regeneración
radical de nosotros en el lenguaje.
El ensayo sería un planteo que, en relación a las escritu-
ras del saber sistematizado y de la metódica científica, nos
lleva a otro vínculo con las problemáticas, vínculo que al
desorientar reorienta. Para Musil, “es en el ámbito del ensa-
yo… donde se encuentra la rama humana de la religión”. Esto
dicho no desde la perspectiva de un retorno a la sapiencia
de una revelación divina original, sino como expresión de
tal huella (religiosa) que permite la reflexión sobre el pen-
sar las cosas desde un diálogo que contenga la duda, la aflic-
ción, a la espera de la gracia. Podría decirse una palabra dis-
tinta al arrasamiento que produce la razón objetivadora, y
a partir de la cual el último fondo de una escritura vuelve a
remitir a uno y a otro. A ese interrogar, y a la respuesta que
contiene todo pensar genuino. A ese inmemorial Dios que
exige —para presentarse en la revelación de sus misterios—
de la presencia de un testigo que estructure el preguntar y el
responder.
En la mirada de Musil y su ensayo sobre el ensayo se pone
de manifiesto el agotamiento de un lenguaje de la razón,
que había estelarizado las representaciones de un mundo a
punto de precipitarse en lo que, pocos años después, Ernst
Jünger denominaría la “movilización total de lo humano” ha-
cia las contiendas bélicas europeas. Para el novelista vienés
la presencia de una marca de raíz religiosa en esa escritura
ensayística que proponía para un tiempo angustiado, alude
a esa capacidad regresante infinita, que parece contener el
lenguaje. A esa remisión hacia sí mismo como lugar donde
La in-quietud del alma 107

la verdad desaparece en su verdad fugada, siempre pasada.


En todo caso, alude a ese decir callado que se invisibiliza del
mundo con la difusa imagen de un horizonte pretérito, don-
de la palabra congestionaría nombre, origen, revelación, en-
sayo de lo humano. Un arcano irregresable, a no ser en el re-
paso lingüístico de las edades del alma.
El movimiento del alma es también el ensayar. Aquello
que puede dibujarse desde la escritura, siempre a la vez origi-
naria y reanudadora. Y la oscuridad de las palabras que mue-
ren y se reaniman, expondría las formas cambiantes del alma
frente a la extinción del significado del hombre y de la natura-
leza en la historia, y por ende del desvanecerse de aquella su
presencia. “Volver a las palabras del corazón”, repite Ulrich,
el protagonista de su novela, como ese paso inaudito en me-
dio de lo civilizatorio casi consumado que quebraría al mun-
do solamente en pronunciarlo distinto: desde lo sensitivo, en
cuanto a disputa de las verdades que importan. Para Musil, el
ensayo nos recuerda lo que restaría frente al mutismo de los
saberes bajo matriz moderna y con palabra de una única lógi-
ca cognitiva defraudante: resta pensar una “nueva dimensión
espiritual”. Dimensión que “no se oriente al conocimiento”,
sino a “la transformación del hombre”.

Escritura y fracaso
Entre una sensibilidad estética impedida cada vez más
de expresar la eclosión crítica en el plano de las ideas, y un
universo perdido de voces trascendentes que en el pasado
reunían desde lo cultural el sagrado significado de lo huma-
no, el ensayo desde las argumentaciones de Musil traería a
escena aquella limitación y este olvido. Reflexionando sobre
el ensayo como escritura descalificada o sospechosa de poca
verdad, de juego literario, de no fundamentada en reglado
108 Nicolás Casullo

científico, Musil (como otros intérpretes de un siglo XX que


ya no alcanzaba a dar cuenta del hombre desde el logos me-
ramente ilustrado) proyecta desde esa marginalidad el en-
sayo como discusión crítica de corte cultural radicalizado.
Extrema la búsqueda de un sentido, querellando el sentido
de un saber filosofante consagrado, que renunciaba a la sub-
jetividad, a la particularidad, al detalle, a lo invisible del co-
nocimiento, a ponerse literariamente en cuestión como pri-
mer paso narrativo. Esto es: a discutir sobre los propios rela-
tos y la subjetividad que habla. ¿Quién habla, cómo, de qué
forma, a partir de qué modo comparecer en el conflicto de las
representaciones?
En esa puja sobre una narrativa excluida que busca su es-
tatus, su (moderna) autonomía, en definitiva, su razón de ser
crítica, Musil, sin embargo, no recala en una problemática de
género, de signo, de código de construcción lingüística, sino
que sitúa el tema en el sentimiento de un hombre vaciado:
silenciado su relato por el rumor huracanado de los aconte-
cimientos. Para Musil, la modernidad es ya un programa sin
palabras, pero todavía tensado por la capacidad, tal vez im-
púdica, de esa misma palabra que ensaya lo olvidado, lo que
dejó de ser audible: el pronunciar del corazón.
Y en el ensayo vislumbra una posible reanudación espi-
ritual. Porque reabre su escritura no a una lógica de cono-
cimiento reductora, sino “a complejos sentimientos que lu-
chan por su supremacía”, a una palabra de culpa, aflicción y
alumbramientos provenientes de “otras regiones” del saber.
Porque admite, nuclearmente, un re-ligare del hombre hacia
el mundo a partir de la memoria, “reponiendo idea rectoras
de siglos o generaciones”. Dicho de otra manera, a partir de
lo ya hace mucho en desuso, y para trenzar de otra manera
el delinearse de la historia. Porque una escritura que se des-
entiende de las leyes objetivantes (en un mundo en perti-
La in-quietud del alma 109

naz extrañamiento), desde su imaginación ensayística hace


que “emerjan nuevas relaciones entre los hombres”. Por últi-
mo, porque en el ensayo persiste la noción de la derrota del
lenguaje, contra su ambición dominante, imperial. En él se
evidencia no la resolución teórica, sino la tragedia de ésta,
en tanto pone al desnudo que “lucha con dificultades que
jamás se dejan vencer del todo, a causa de lo multifacético
de lo enunciativo”. La causa de ese legado entre el límite de
lo humano y lo más que humano, que en lo babélico reen-
cuentra la forma más cierta —peligro y esperanza— de su
espiritualidad.

Sueño agotado
¿Hasta qué punto puede entenderse esa escritura ensayís-
tica, reexaminada y revalidada en las primeras décadas del
siglo XX, como un resto onírico, pero diurno, consciente, que
pretendió deshacer los referentes? Que pretendió pensar lo
ilusorio de una cultura-escritura con respecto a las dimensio-
nes de valor y sentido de lo que quedaba depositado fuera de
ella. Aquellos referentes de piedra, de cera, siluetas diáfanas
o en las penumbras, a partir de esa palabra que desprendió el
significado de las cosas, el ser de las cosas, las formas en que
ellas se aposentaban.
Restos oníricos en nosotros ahora, también en Musil antes.
Restos olvidados quizá por la insoportabilidad de dar cuenta
de las palabras en las cosas, de las cosas en las palabras. De
eso que estuvo, que está en la palabra —imagen, presencia—.
Pero que se desentiende del nombre, de aquellas intencio-
nes aferrantes, tentáculos de sonidos y de letras. Desde lo
hesíoco, cuando el poeta-pastor descubre a las musas que “lo
saben todo desde el principio”, pero que a veces cuentan la
verdad y otras no, de la misma manera imperceptible, desde
ahí, ese relato —esa pura imaginación y palabra con las cua-
110 Nicolás Casullo

les el hombre de los bosques sagrados hizo el mundo, según


Vico— es un espejo roto que se disuelve y recompone oníri-
camente en el lenguaje. ¿Sería ese juego la única “imagen y
semejanza” quebradiza con lo divino? ¿Será aquello que nos
cuentan los mitos de origen?
El ensayo intenta trepanar los tiempos de la palabra. En
la cultura de nuestra época ya no se ve el hombre, su signo
humano. Nos dice Musil: el ensayo intenta contar la histo-
ria del alma. La historia donde el tronar de la voz de Dios en
la montaña de la ley mosaica, o las georgianas retóricas de
Platón que nos indicaban de qué maneras se constituyen los
significados del mundo —los referentes allende del diálogo—
pasaron a ser poco o nada. Sólo obsesión por desentrañar si
esa semejanza, en lo inicial, contiene la remisión de lo que es,
en la palabra.
Los recorridos de la historia modernizada, desde sus po-
sicionamientos mitoreligiosos, filosófico-poéticos, o luego
sospechantes, recelosos, críticos (Schelling, Marx, Rimbaud,
Nietzsche, Mallarmé, Freud, Hoffmannsthal, Wittgestein,
Heidegger) aludieron, confesada o inconfesadamente, a
esa biografía que se supuso de lo Celeste, de lo Cósmico,
de lo Mítico, herencia, Demiúrgica, Pesadilla de los muer-
tos, Poética del Infierno o de lo Ausente, Deseo, Olvido,
Pronunciación peligrosa.
En definitiva, voz de lo durmiente, imagen onírica
que nos regresaba atisbos de la verdad para fondear en
Dios, la Revolución, el Otro, lo Ilusorio, las Genealogías, el
Inconsciente. Releer estos contraplanos del mundo, cuando
Musil nos dice “historia del alma” para decirnos ensayo, sería
encontrar el cráter en la escritura.
Pero hoy posiblemente ese dato nos suscita un sentimien-
to de ambigua coincidencia e incredulidad. Aquella historia
del alma, con infinitos nombres superpuestos, persiguió el
La in-quietud del alma 111

sentido del sentido, la palabra sabuesa de sí misma para re-


velar de qué se trató, el secreto de la imagen y la semejanza
en nuestra subjetividad desde la pura narración del sinsenti-
do. Narración contra un fondo perdido del mundo, contra la
inexistencia final de ese fondo nunca alcanzado, y la atemo-
rizante libertad. Resto onírico siempre, también hoy en nues-
tra escritura que investiga, corrobora, contrae compromisos.
Fue ensayística del alma que en reflexión o estética agotó los
sentidos, cual dama visitante de todos los abismos de sentido,
a los que no supo luego cómo enfrentar a no ser con la mis-
ma literatura religiosa, poética, filosófica, política, psicoana-
lítica, cultural. Podría decirse entonces, también la literatura
como técnica depredadora. Quedaría hoy, como preanuncia
Musil, o como cierra la incógnita el vienés, citar esa historia
del alma. Mencionar su presunto lugar. Rememorar que en
la palabra crítica se pretendió siempre un ensayo del alma.
Despropósito de Musil, pensar que las palabras nos pueden
traer, retrotraer, contraer, retraer, a esa dimensión en el pro-
nunciar (las). Eso que jamás termina de ser en la escritura.
El alma y las formas
- del ensayo1
Lukács, con la visión de Sócrates

Gregorio Kaminsky

De la forma, de la esencia del ensayo. Quien supo de esto


y lo dijo, tal vez de un modo mejor que muchos, es Georg
Lukács en la carta dirigida a su gran amigo Leo Popper, es-
crita en Florencia en octubre de 1910. Esta carta oficiará de
prólogo o comienzo a su libro El alma y las formas, que en la
versión española será editada junto a su Teoría de la novela.
Carta-prólogo, se trata de una suerte de “misiva-ensayo
sobre el ensayo”, un texto de señalamientos programáticos,
un modo novedoso de escritura acerca de la escritura; tene-
mos ante nosotros un ensayo postal. El mismo, aparecerá pu-
blicado con el siguiente título: “Sobre la esencia y forma del
ensayo”.2
Este texto mantiene las características —estilo, forma
dialógica— de una carta pues está dirigido a un solo lector
(“Amigo mío…”) y también lo es por el modo ciertamente co-
loquial de la escritura y un alegato franco sobre el género. En
sí mismo, es indiscutiblemente una abigarrada obra de pen-
samiento, se trata de un ensayo acerca del género ensayo.
Lukács consulta y persuade a su amigo Leo y de ese modo
se interroga a sí mismo sobre la virtual afinidad de sus nuevos
trabajos que, aunque heterogéneos, componen ese, su nuevo

 1
 Publicado originalmente en Marcelo Persia (Comp.): Ensayo y subjeti­
vidad, Buenos Aires, Eudeba, 1998, pp. 73-86.
 2
 Georg Lukács, El alma y las formas. Teoría de la novela, México,
Editorial Grijalbo, 1985. A continuación, todas las notas harán referencia a
páginas del texto citado.
114 Gregorio Kaminsky

libro. Pero no se pregunta por el orden, los motivos aparentes


o el leitmotiv, tampoco sobre la supuesta compilación emer-
gente sino, dice “para nosotros…lo que importa ahora no es
lo que estos ensayos puedan ofrecer como estudios histórico-
literarios, sino sólo si hay algo en ellos por lo cual puedan lle-
gar a una forma nueva y propia, y si ese principio es el mismo
en todos ellos”.3
Se trata, por cierto, de una pregunta por los principios y
una interrogación fundante acerca de la forma de la escritura.
¿Existe en el ensayo, como dice, tal “forma nueva y pro-
pia”?, ¿guardan los ensayos que forman parte de un corpus
textual una conformación semejante o común?, ¿cuál es el
principio que los guía o que los ordena?, ¿sería éste orden
una forma independiente y autónoma, separada de las for-
mas o géneros ya conocidos? Y, más aún, si llegaran a po-
seer esta nueva forma o principio común, ¿esa forma debe-
ría considerarse excluida, separada de la escritura objetiva
llamada científica para aproximarse mejor a las formas sub-
jetivas de la literatura? ¿O, mucho más, es que los ensayos
forman parte de ambos dominios “pero sin borrar el límite
entre ambos”?
Por cierto, si este tipo de textos no abominan de lo uno
objetivo ni de lo otro subjetivo —lo científico y lo literario—
ello se debe, apunta, a que “comunican la capacidad de una
nueva reordenación conceptual de la vida, manteniéndola, al
mismo tiempo, lejos de la perfección helada y definitiva de la
filosofía. Esta es la única apología posible de estos escritos y
por tanto también su crítica más profunda…”.4
Vehemente, un filósofo sin rodeos ni circunloquios, he
aquí la apología lukacsiana sobre el ensayismo. No es restrin-

 3
 Pág. 15.
 4
 Pág. 15 (subr. nuestro).
El alma y las formas del ensayo 115

gido ni ascético, sino es en verdad exultante y cuasi providen-


cial el destino que Lukács reserva al ensayo.
El ensayo es un género en sí mismo, como lo es la poesía,
el teatro, la novela, la comunicación científica o el discurso
académico. Tiene algo de cada uno de ellos pero no es ni se
reduce a ninguno de ellos. Goza de una completa autonomía
motivada por su fuente y su origen: la creación. Consiste en
cierto tipo de capacidad discursiva, comunicacional, pero
se trata de algo que, al constituirse, se excede a su forma co-
municativa misma, produciendo una nueva articulación de
ideas y escritura, un modo de pensar que a Lukács le parece
congruente y no abismado de la vida misma.
Precisamente, el ensayo es una forma de la vida misma,
es vida que trata de la vida, que trata la vida, que aún no ha
caído en el modo cristalizado en el que ha devenido temera-
riamente la filosofía, a la que el autor, él mismo filósofo, de-
nomina “esa forma perfecta, helada, definitiva”.
El ensayo abriga su sentido y su valor en la proximidad de
lo viviente, en el carácter genuino “tibio, imperfecto y proviso­
rio” de la vida misma. Es esto lo que le da su forma única, pe-
culiar, y el principio que lo funda. Para alcanzar esa genuina
humanidad no es suficiente que un texto “esté bien escrito”.
No se trata de una mera preocupación cosmética; un ensayo
debe cuidar, velar por la escritura aunque eso no basta, eso
no es suficiente para ser ensayo. Viene de un sitio más fun-
damental y su destino es tan genuino como su procedencia.
Tampoco debemos desagregar los materiales que com-
ponen al género ensayístico para encontrar semejanzas lite-
rarias y resonancias poéticas por un lado y parecidos discur-
sos científicos por el otro, porque no es cuestión de procu-
rar algunas rimas y ciertas métricas agregadas o adosadas a
textos con datos y doctrina. No obstante, el ensayo no es un
simple sucedáneo, no pertenece —aunque no se desentien-
116 Gregorio Kaminsky

de— de la búsqueda de la ciencia ni tampoco de las formas


del arte.
“En la ciencia obran sobre nosotros los contenidos, en el
arte las formas; la ciencia nos ofrece hechos y sus conexiones,
el arte almas y destinos”.5
¿Qué es lo que acontece pues con esta escritura genuina
cuando se cuidan los contenidos y se preservan las formas?
Lukács reconoce en su amigo Popper la posición de una
fuerte exigencia para que, en la obra sui generis denominada
ensayo, todo sea configurado y se encuentre ordenado “des-
de un punto”. Desde un punto que no es un lugar abstracto y
etéreo, sino un punto de vista, una vista, una percepción, una
afección, un cuerpo, un afecto.
Porque todo escribir ensayístico aspira a una perspectiva,
porque el escritor busca el equilibrio ante el vértigo y el abis-
mo, porque tiende hacia una unidad formal dentro del con-
tenido múltiple de las cosas y porque la pretensión de la es-
critura que así despunta es esa “rica articulación en la masa
de una sola materia”.6
En los años precisos que inauguran el perspectivismo
en filosofía, Lukács se agrega entusiasmado a esta legión:
el punto de vista del ensayista constituye su weltanschaung
en acto, es la fuerza del mismo autor la que da unidad pre-
cisa a la multiplicidad del todo en el mundo. Forma litera-
ria y contenido filosófico o contenido literario y forma filo-
sófica.
También, esos primeros años del siglo son los que precisa-
mente se abren a nuevos paradigmas científicos, y por ello no
es ociosa la metáfora lukacsiana siguiente: “…si se compara-
ra las distintas formas de la poesía con la luz solar refractada

 5
 Pág. 17
 6
 Pág. 22
El alma y las formas del ensayo 117

por el prisma, los escritos de los ensayistas serían la radiación


ultravioleta”.7
Es verdad que el ensayo no pretende ofrecer, por cierto,
las soluciones de los tropos retóricos ni las respuestas frías
de la ciencia, ni tampoco aspira y nos eleva a las “alturas más
puras” de la filosofía. Resiste toda forma de adecuación ajus-
tada al orden lógico científico, filosófico o literario, instituido
como aquellas “verdades que se escriben”.
El motivo de este esfuerzo, de este distanciamiento, se
funda en que el ensayo aspira a ser lo otro de esos órdenes sin
distanciarse de ellos, es decir que, al ensayo concierne el pro-
blema de la verdad pero no le atañen sus modos de vigilancia
o supervisión porque, en todo caso, de custodias sólo recono-
ce a las propias.
No se trata, por cierto, de un gusto por lo vagaroso o mera-
mente incierto y, menos aún porque lo verdadero le sea aje-
no, sino porque es ese temor objetivista u odio convertido en
la paranoia de la falsedad lo que no le concierne, ni lo ame-
drenta ni persigue.
El ensayo respeta y no traiciona los modos de la verdad
literaria, pero no en aquello que guardan de cierta precepti-
va deductiva y cuasibíblica porque en ellas, como con toda
regla o tabla, la verdad que resuman y dicen custodiar está
fuertemente emparentada con el legalismo, con el discurso
del orden, con el cuidado por cierto objetivismo formativo,
es decir, por la búsqueda de cierta tabla de redención litera-
ria, que hoy no es sino la rendición ante el moderno espíritu
que escinde cierta dura objetividad con la supuesta blanda
subjetividad.
Mientras que mantiene tan sólo un alcance de proximi-
dad, de tentativa, de merodeo, de balbuceo…, el ensayo, aún

 7
 Pág. 23
118 Gregorio Kaminsky

dentro del dominio de los rigores por lo verdadero, está regi-


do por el mundo de la intencionalidad. Intención por la ver-
dad de sí, al ensayo no lo gobierna un único fin porque está
plagado de intenciones, que no son las buenas y puras inten-
ciones de la verdad sino que se trata de toda una plaga de in-
tencionalidad, esa es su genuina riqueza.
Es probable que el ensayo genuino que aspira a la verdad
alcance un final no buscado, aunque inconscientemente de-
seado; de lo que se trata es, entonces, de buscar, alcanzar la
vitalidad de la vida. Es por ello que se entiende más y mejor
con el espíritu de la inspiración musical o de la metáfora poé-
tica que con las duras y frías métricas o las taxonomías de lo
clasificatorio.
Tal vez, el ensayo no tenga como finalidad explícita a la
vida, pero en sí mismo ya es una búsqueda vital. Esta, que es
su debilidad, es precisamente también su fuerza, su nobleza
y su dignidad.
No hay verdaderos o falsos ensayos, en todo caso los hay
buenos o malos. Y esto, que parece su ética no constituye una
deducción moral trascendente, sino que el gobierno del en-
sayo es más un horizonte asociado a un gusto, a un placer;
por eso los ensayos incluso tienen, calor, color, sabor…
El ensayo se rige —aunque no lo sepa, aunque no se lo
crea— por una estética subjetivo-objetiva inmanente. Su éti-
ca es la misma que luego consignará Michel Foucault: es una
estética de la existencia.
Como posible forma —aunque involuntaria, indeseada—
del error, se propone, de todos modos, como lo otro del cui-
dado ante los atisbos de la falsedad. Al menos es así cómo lo
ha consagrado el discurso de pretensión objetivante, usual-
mente autodenominado “científico”. Es posible que en el en-
sayo nos encontremos inadvertidamente ante formulaciones
cuyo significado represente el modo de la falsedad o el error,
El alma y las formas del ensayo 119

sin embargo, esa sería una lectura rígida, una interpretación


puramente objetivante, reñida con la dimensión propia del
ethos del ensayismo y el pathos del ensayista. Nada le inhibe
respecto de los cuidados del logos o voluntad científica; el en­
sayista, por el hecho de serlo, nunca se equivoca; el mundo del
ensayo no es el de error sino el del errar.
Nunca se equivoca, decimos, porque su cometido no es
una búsqueda sino una estancia en la verdad. El ensayista es
un derechohabiente, un residente en territorios que, sin ser-
lo, le pertenecen; es un transeúnte de sendas no cuadricula-
das ni prescriptas, sus rutas son más anarquistas y no por ello
anárquicas. Errabundo, errático, el ensayista no se propone
lo verdadero sino, ciertamente, él es convocado por la ver-
dad y sus misterios. Sucede que no le caben las formas repre-
sentativas consagradas porque le incumben mucho más las
experiencias intelectuales que ansían una expresión no pu-
ramente teórica, una vida intelectual no abismada, no sepa-
rada de la vivencia afectiva; le interesa el concepto entendido
“como principio espontáneo de existencia; la concepción del
mundo en su desnuda pureza, como acontecimiento aními-
co, como fuerza motora de la vida”.8
El concepto es para el ensayista, dice Lukács, un aconte-
cimiento anímico. No se trata de dar ni obtener respuestas ni
tampoco justas o buenas soluciones; se trata de ir al encuen-
tro de mejores, nuevas preguntas.
La forma que concierne al ensayo es aquella que se preo-
cupa por la belleza y alcance de la pregunta. El ensayo no pa-
rece ese modo despojado del pensamiento que consiste tan
sólo en un texto que se ciñe ante el razonamiento preocupa-
do por su buena y dócil formulación, como género edificante
o como una anatomía formal. Aunque en sí mismo guarda las

 8
 Pág. 23
120 Gregorio Kaminsky

formas de lo escrito, resguarda la intención de una búsqueda;


su logos es el del pensamiento crítico que se escribe e incluso
o mejor aún, el ensayo es la escritura haciéndose crítica del
pensamiento.
El ensayo es una escritura que al producir se produce. Su
carácter crítico reside en que su discurso es autoreflexivo y si
al pensar se piensa, entonces la escritura puede considerarse
pensamiento, y el pensamiento escritura. Si pensar crítica-
mente es ensayar, el ensayo es el pensar crítico escribiéndose.
“Ensayos”, en este módico término Lukács destaca hasta
la sencillez y bella austeridad de los textos de Montaigne; “la
simple modestia de esa palabra es una cortesía orgullosa”.9
Lukács descree ante su amigo Leo de la exigencia ideal y el
apego a las formas a la que “tienden abierta y rectilíneamen-
te” los hombres de la literatura, el arte y la filosofía; mientras
que el ensayo es para él una obra de laboriosa baja intensidad
porque su objeto también se cierne en torno a la obra de arte,
al libro, a la producción científica y a todo lo que ya está con-
figurado, lo que ya ha recibido una forma.
Intensidad de una vida que recoge aún más vida, el ensayo
y el modo de la crítica es su forma ideal ya que “la forma de la
vida no es más abstracta que la forma del poema” ni tampoco
menos abstracta aunque esté contagiada, como es usual, con
el tinte del humor o la profundidad de la ironía.
Las intenciones críticas del verdadero ensayista giran en
torno a una búsqueda de algo, de una cosa, que no está di-
rectamente disponible. Es una lucha “por la corporeización de
una vida que alguien ha visto en un hombre, en una época, en
una forma; pero depende sólo de la intensidad del trabajo y de
la visión el que lo escrito nos dé una sugestión de esa vida”.10

 9
 Pág. 27.
 10
 Pág. 29.
El alma y las formas del ensayo 121

Un hombre, una época, una forma, estas son la materias


con las que se hace un ensayo. Pero con el material no basta,
como no alcanza con la bella escritura, es menester la inten-
sidad, la vibración de un cuerpo que siente y piensa.
Los ensayos pueden trabajar acerca de lo mismo, lo seme-
jante, y sin embargo pueden crear mundos diferentes y no
por ello suelen contradecirse. Así como cada época forja a sus
propios “griegos”, cada ensayista procurará los suyos. Serán
precisamente ellos, los griegos, quienes nos han provisto del
“más grande ensayista que jamás haya vivido y escrito”, un
autor para quien la forma de la crítica es otra modalidad de
la fuerte ironía, un pensador que supo encontrar su hombre
y su época, y dar una forma original a todo ello. Ese persona-
je real-ideal, histórico y espiritual es un ser cuya vida, dice
Lukács “es la típica para la forma del ensayo, tan típica como
difícilmente lo será otra vida…con la única excepción de la
tragedia de Edipo”.
Platón y Sócrates, estos son los demiurgos lukacsianos del
ensayismo. Sócrates es el modelo ideal de los hombres de su
tipo, “ideal que los de sentimiento humano intacto ni los pro-
fundamente poéticos entenderán nunca: que el mismo hom-
bre debería escribir las tragedias y las comedias, que lo trá-
gico y lo cómico dependen completamente del punto de vista
elegido”.11
La unidad antropológica del ensayista es aquella que tie-
ne el don y la fortuna de reunir en un sólo sujeto al trágico y
al comediante; no consiste en la tendencia al modelo ideal
de hombre superlativo, sino que ese sujeto es aquel hombre
mundano que no separa en la obra de su creación lo que ya
está unido a su propia vida, es ésta la unidad esencial de la
vida misma.

 11
 Pág. 34 (subr. nuestro).
122 Gregorio Kaminsky

Una vida (que se) ensaya. El sentimiento vital más profun-


do del crítico es “la prioridad del punto de vista, del concep-
to, respecto del sentimiento”. Sócrates, que es el paradigma
del pensamiento clásico griego, “ha expresado [en el ensayo,
y con la crítica. gk] la idea más profundamente antigriega” y
que consiste en no otorgar privilegio ni a la forma ni al conte-
nido sino a la perspectiva. Esta es para Lukács, posiblemente,
la sublime grandeza del ensayo: mantener el punto de vista y
estilizar la perspectiva y, con ella, transversalizar la forma del
contenido y el contenido de la forma. El ensayo es la perspec­
tiva de la escritura en transversalidad.
El devenir de la escritura ensayística, desde los griegos
hasta esta carta a su amigo Leo Popper, propia de la épo-
ca; he aquí cuando la genealogía lukacsiana valoriza y se
reconoce en el inspirador original del perspectivismo en fi-
losofía: “muchos siglos más tarde Nietzsche lo acentuaría
agudamente”.12
Pero, entre los griegos y su propia época cuentan los mís-
ticos medievales y rige, principalmente, la modernidad. Esta
es una época ante la cual también el ensayo resintió su aplas-
tante modalidad iluminista, lo que Lukács transmite a su
amigo con igual realismo que cruda vehemencia.
“El ensayo moderno ha perdido el trasfondo vital que dio
su fuerza a Platón y a los místicos… Lo problemático de la
situación se ha exacerbado hasta ser casi una frivolidad en el
pensamiento y en la expresión…”.
Ante los tiempos modernos de la crítica, el ensayista debe
encontrarse, re-encontrarse... “tiene que meditar sobre sí
mismo, encontrarse y construir algo propio con lo propio”.
“La idea está presente ante todas sus manifestaciones, es un
valor anímico, un motor del mundo y un configurador de la

 12
 Pág. 34.
El alma y las formas del ensayo 123

vida: por eso una crítica así hablará siempre de la vida más
viva”.13
Posibilidad del ensayo y existencia actual del ensayis-
ta contemporáneo, a las nuevas fuentes que le dan origen y
sentido, dice Lukács, sería “casi justo decir… que crea de sí
mismo sus valores juzgadores. Pero nada está tan abismáti-
camente separado de lo justo como lo casi justo, esta bizca
categoría de un conocimiento pobre y autosatisfecho”.14
Nada más distante de lo justo que lo casi justo, ningún ma-
tiz referido a la injusticia, sino más bien a aquello que mero-
dea lo justo sin serlo plenamente. Porque lo que casi es, es un
modo apremiante, intolerable de aquello que, aún, no es. Y
además, porque el ensayo no se debate entre el ser y el no ser;
posiblemente por ello es que el ensayo es el género en el cual
la nada se piensa. Nada piensa en el ser del ensayo.
El ensayista no toma nada de nadie, por lo que plantea sus
propios criterios de juicio siempre a título personal. El autor
nunca es trascendente al texto, porque sus juicios crean en él,
“pero no es él el que los despierta a la vida y la acción: se los
inspira el gran determinador de valores de la estética, ese que
está siempre por llegar, que nunca ha llegado, el único auto-
rizado a juzgar…”
Quien es ensayista “...puede contraponer tranquila y or-
gullosamente su creación fragmentaria a la pequeñas perfec-
ciones de la exactitud científica y de la frescura impresionis-
ta”. Los ensayos... “estarán, pues, siempre, antes del sistema;
aunque el sistema estuviera ya realizado, ninguno de los en-
sayos sería una aplicación, sino siempre una creación nueva,
un hacerse vivo en la vivencia real”.15

 13
 Págs. 35 y 36.
 14
 Pág. 36.
 15
 Pág. 37 y 38 (subr. nuestro).
124 Gregorio Kaminsky

Su autonomía e independencia creativas no residen tan


sólo en sus cualidades narrativas o en la precisión concep-
tual, el valor del ensayo está siempre por llegar y nunca se
consuma.
La justicia ensayística debe ser total y no casi completa y
es el ensayista el “único autorizado” para ello. Su producción
no debe velar por las “perfecciones” científicas. Escritura ins-
tituyente de toda forma ya instituida, el ensayo es materia
primera aunque su objeto sea segundo; por eso es creación y
no es aplicación. El ensayo, su ser auténtico trata de una fuer-
za de re-encuentro entre las vivencias de la vida.
“El ensayo es un juicio, pero lo esencial en él, lo que de-
cide su valor, no es la sentencia (como en el sistema), sino el
proceso mismo del juzgar”.16
La verdad y la finalidad propias del ensayo no son ajenas ni
están separadas del ensayo mismo, su valor no reside tan sólo
en el resultado sino en el “renovado recorrido del camino”,
“no sólo un estar, sino un llegar, no descanso sino escalada”.
Aquí es cuando Lukács recuerda a Leo Popper las prime-
ras palabras de su carta, el ensayo es un género artístico autó-
nomo, “la configuración propia y sin resto de una vida propia,
completa”. Era de eso que quería hablarle, escribirle, con su
carta: que el ensayo es gesto artístico, un “poema intelectual”
aunque con la poesía y el arte no mantenga contacto alguno.
Lukács quiere, a través de su amigo, comprobar si su nue-
vo libro es antes la posibilidad de un recorrido que la certeza
de una consumación.
Un recorrido, no su recorrido; nunca más exacto el uso del
indeterminado. Un ensayista ha nacido cuando “su crítica
está contenida con toda crudeza y sin resto en la visión de la
que ha nacido”.17

 16
 Pág. 38.
 17
 Pág. 39.
Lo ensayístico en la crítica académica1

Alberto Giordano

La celebración del centenario borgiano fue lo suficiente-


mente unánime y compulsiva como para que hasta el suple-
mento cultural de un oscuro diario de provincia se decidie-
se a interpelar a los especialistas lugareños sobre cuál era,
a juicio de cada uno, el texto clave de Borges. Mi respuesta,
enviada por escrito, fue laboriosamente mutilada por el edi-
tor del suplemento con la intención de darle la apariencia de
una declaración oral y casual, el tipo de declaración que no sé
—ni estoy seguro que querría— formular. Afortunadamente
guardé la versión original, que no era, a decir verdad, más
que la condensación de un trabajo en curso sobre la forma en
que la escritura ensayística de Borges se desprende a veces
de las políticas culturales que la suscitan, y creo que podría
resultar oportuno transcribirla aquí para comenzar esta aco-
tada reflexión sobre lo ensayístico en la crítica académica.
“Para quienes creemos que la crítica literaria es un relato
sobre nuestras experiencias de lectura —un relato en el que
la generalidad de los conceptos y el modo afirmativo de los
argumentos no niegan, sino que transmiten lo intransferi-
ble e incierto de esas experiencias, hasta el punto de dejar-
se conmover por su presencia evanescente—, el texto clave
de Borges es ‘La supersticiosa ética del lector’. En este ensayo
Borges polemiza con los críticos que desatienden su propia
convicción y su propia emoción de lectores para fundar sus
juicios estéticos sobre algunas de las supersticiones impues-

 1
 Publicado originalmente en Ana Porrúa (Compiladora): La escritura
y los críticos, Universidad Nacional de Mar del Plata, 2001; pp. 102-95.
126 Alberto Giordano

tas como valores indiscutibles. Las supersticiones no son tan-


to creencias falsas, como creencias que, por la voluntad de
adherir a lo convenido que las anima, debilitan el poder de
argumentar lo valioso de un texto literario atendiendo a su
eficacia, es decir, al modo en que algo de ese texto, misterio-
samente, inquieta, da placer o fastidia. A partir de la lectura
de este ensayo de Borges se puede proponer una suerte de re-
gla ética para cualquier ejercicio crítico interesado en afirmar
la íntima extrañeza de la literatura: no escribir más que sobre
aquello que aumenta nuestra potencia de pensar, imaginar e
interrogarnos, de experimentar en la escritura nuestra legíti-
ma rareza”.
La paráfrasis de una sentencia de René Char que Foucault,
según uno de sus biógrafos, citaba frecuentemente y una ver-
sión resumida y simplificada de la teoría de Deleuze sobre
el debilitamiento que ejercen las supersticiones comentan y
orientan el sentido del ensayo borgiano hasta transformar-
lo en una suerte de manifiesto sobre qué es conveniente que
sea la crítica literaria si no quiere distanciarse excesivamente
de la experiencia que estaría en su origen.
Se me dirá, con razón, que esta ética del ejercicio crítico
fundada en la afirmación de lo que ocurre en la lectura tie-
ne mucho que ver con la práctica del ensayo literario, que es,
como se sabe, el género de las reflexiones ocasionales y frag-
mentarias en las que una subjetividad individualizada por sus
gustos y su talento conjetura, en primera persona, las razones
de lo inquietante de un texto, pero poco con las exigencias de
conceptualización y sistematicidad a las que necesariamente
debe responder la crítica académica. El ensayista puede li-
mitarse a referir de un modo impresionista sus vivencias de
lector o escritor, o puede dialogar con los saberes especiali-
zados sin prestar demasiada atención a los principios de per-
tinencia, pero el crítico académico, esa figura opaca, mode-
Lo ensayístico en la crítica académica 127

lada por una serie de pactos y compromisos institucionales,


no puede abandonar el diálogo teórico, no puede intervenir
en ese diálogo entre especialistas —que suele tomar la forma
del debate o la disputa— sin reconocer la especificidad de las
operaciones y los protocolos que definen sus condiciones de
enunciación. En verdad, no puede ni quiere dejar de hacerlo.
Y de esta obstinación, que podría ser tomada como un índice
de enclaustramiento e indiferencia, pero también de apasio-
namiento y deseo de búsqueda, provienen sus obvias limita-
ciones y sus menos reconocidas potencias.
Alertada sobre su inclinación a reproducir valores y crite-
rios de valoración que se suponen rigurosamente fundados,
a no pensar más allá o —lo que podría resultar más perturba-
dor— más acá de lo establecido y legitimado por la comuni-
dad de los especialistas, la crítica académica busca en el ensa-
yo una posibilidad de conjurar los fantasmas de la erudición
banal y la ineficacia. Esa búsqueda se realiza principalmente
por dos caminos. Por el camino de Hume, que veía al ensa-
yista como un embajador del mundo de los doctos viajando
por el de los conversadores para elaborar, con los materiales
de ese mundo ordinario, un saber sencillo pero refinado,2 la
crítica académica encuentra en el ensayo una retórica que le
permite salirse de sí misma, o mejor, pasar a otra cosa, una
estrategia comunicativa con la que salta por encima del cerco
de la especialización y alcanza con su discurso una audiencia
más amplia. Por otro camino decididamente heterogéneo, el
de Adorno, la crítica académica encuentra en el ensayo una
forma de experimentar el acontecimiento del saber en la ex-
periencia de la escritura, una forma “metódicamente ametó-
dica” de restituirle a los conceptos teóricos el vínculo con “el

 2
 Cf. David Hume: “Sobre el género ensayístico” y “Sobre la sencillez y
el refinamiento en el arte de escribir”, en Sobre el suicidio y otros ensayos,
Madrid, Alianza, 1988, pp. 23-30 y 31-39, respectivamente.
128 Alberto Giordano

elemento irritante y peligroso de las cosas”3 borrado por el


impulso generalizador y reproductivo. Por este otro camino,
en el que me interesa avanzar, los límites del orden académi-
co son excedidos pero desde su interior, por la presión que
la escritura del saber, en diálogo con lo que Adorno llama la
“experiencia espiritual”, ejerce sobre sus morales del cono-
cimiento y sus rutinas metodológicas. Desestabilizándolo y
enfrentándolo con la necesidad de interrogarse sobre lo que
excluyó para poder instituirse, lo ensayístico le devuelve al
discurso académico su siempre debilitada potencia de im-
pugnación, su fuerza crítica.
En su lúcido “Elogio del ensayo”,4 Horacio González enun-
cia otra regla ética para los ejercicios críticos que se resisten a
aceptar la escisión entre conocimiento y escritura promovida
por el discurso académico: “no escribir sobre ningún proble-
ma, si ese escribir no se constituye también en problema”. El
ensayo de formas de saber atentas al carácter problemático y
problematizante de un texto literario —ese es el caso que nos
ocupa— supone una subjetividad en estado de inquietud e
interrogación, problematizada por el deseo de explicarse, en
términos teóricos, la singularidad de lo que le ocurre en la
lectura de ese texto. Esta intrusión en el campo de la teoría de
una subjetividad tensionada entre la afirmación del carácter
intransferible de su experiencia de lectura y la necesidad de
recurrir a la generalidad de los conceptos para explicarse y
comunicar esa afección singular, define para mí lo ensayísti-
co de la crítica académica.
El crítico académico deviene ensayista cada vez que escri-
be no para reproducir lo ya sabido, sino para saber: saber qué

 3
 Theodor W. Adorno: “El ensayo como forma”, en Notas de literatura,
Barcelona, Ariel, 1962.
 4
 En este volumen, p. 85.
Lo ensayístico en la crítica académica 129

pasa entre un texto y su lectura, entre ese encuentro incierto


y las previsiones teóricas. En esos momentos extraordinarios
en los que los conceptos dejan de funcionar como garantes
de la consistencia y la legitimidad de la escritura crítica para
transformarse en medios de búsqueda, se define el estilo de
cada crítico, su modo de problematizar la literatura y las for-
mas de conocerla y, en consecuencia, de desplazar los límites
de la teoría. La escritura de los conceptos, que ya no hay que
confundir con la escritura a partir de ellos, priva momentá-
neamente al crítico de certidumbres sobre la legitimidad de
su trabajo, pero a cambio de esa inquietante precariedad ins-
titucional le restituye a sus argumentos la posibilidad de un
rigor y una sensibilidad para los hallazgos que la moral aca-
démica ignora casi por completo.
El contexto de estas Jornadas tolera, e incluso propicia,
una referencia personal. En el comienzo de la Introducción
de mi Tesis de Doctorado escribí: “En este ensayo sobre la li-
teratura de Manuel Puig nos ocupamos...”. Llamar ensayo a
una tesis, aludir a la liviandad y el fragmentarismo para re-
ferirse a un género académico emparentado con las pesadas
exigencias del tratado, es un gesto evidentemente paradóji-
co. Lo hice sin afán de provocación, convencido de que a tra-
vés de esa referencia equívoca daba a mi trabajo un nombre
justo.
Mi tesis desarrolla una caracterización del arte literario de
Puig como “narración de voces triviales en conversación” a la
vez que formula e intenta probar una hipótesis que concierne
al desenvolvimiento de su obra (el debilitamiento y la clau-
sura de las búsquedas narrativas en The Buenos Aires Affair
habría impuesto la necesidad del cambio en la siguiente no-
vela). La caracterización y el planteo de la hipótesis se sostie-
nen en la posibilidad de construir (conjeturar, experimentar)
teóricamente en mi escritura crítica el acontecimiento múl-
130 Alberto Giordano

tiple e insistente de la afirmación de la diferencia de la lite-


ratura de Puig. Me refiero a la diferencia (en el sentido derri-
diano de autodiferencia, o en el deleuziano de diferencia en
sí) de las micropolíticas culturales que traza esta literatura y
que le permiten pasar entre la cultura alta y la popular, entre
lo literario y lo no literario, desprendiéndose de las identifi-
caciones con las estéticas del pop y el camp, y a la diferencia
de la “escucha literaria” de Puig, que registra y entredice na-
rrativamente lo que pasa entre la generalidad de los códigos
discursivos que hacen posible todas las voces de sus novelas
y la singularidad intransferible del acto de enunciación de
cada una, lo que llamo su tono. La diferencia se experimenta
narrativamente y se escucha en la escritura crítica como un
exceso de la representación: la fascinante presentización de
lo desconocido en lo trivial.
Para construir mis argumentos críticos y darles, al mismo
tiempo, la consistencia teórica y metodológica que se supo-
ne debe exhibir una tesis y el tono capaz de transmitir entre
los conceptos las conmociones de la lectura, las resonancias
del encuentro con lo que pone a la literatura de Puig fuera de
la literatura, trabajé simultáneamente según un principio de
coherencia y otro de conveniencia. Construí y expuse a lo lar-
go de siete capítulos un sistema de la literatura de Puig fun-
dado en la identificación y la articulación de sus funciones
heterogéneas; el uso lo más riguroso posible de un complejo
y especializado instrumental para la interpretación literaria
y un vasto e igualmente especializado repertorio bibliográfi-
co resultó decisivo para el cumplimiento de esta tarea. Pero
la perspectiva que orientó ese trabajo de sistematización, la
que le dio su sentido y su movimiento, riguroso aunque lige-
ramente inestable, no estaba emplazada ni en la teoría ni en
las fuentes eruditas. Los conceptos y las referencias biblio-
gráficas se plegaron al juego misterioso del acontecimiento
Lo ensayístico en la crítica académica 131

de la lectura, fueron convocados para señalar, desde su borde


exterior, en el límite de sus posibilidades, las huellas del en-
cuentro de la diferencia de la literatura de Puig con la diferen-
cia de la subjetividad lectora. Antes que por su coherencia y
su peso teórico (valores que, a posteriori, resultaban funda-
mentales), los argumentos críticos que diseñaban el sistema
valían por ser los más convenientes para intensificar el ejer-
cicio de autoinspección provocado por el encuentro con algo
íntimamente desconocido de la literatura de Puig, algo que
es al mismo tiempo el sentido de esa literatura y la razón del
extraordinario poder de atracción que ejerce sobre mí. En el
centro del sistema, un modo de dejarlo en desplazamiento,
mi escritura instaló y trató de mantener abierta la pregunta
por la singularidad de una experiencia narrativa que, más
acá de cualquier valor estético e ideológico con el que pue-
da identificarla la crítica (incluso mi propia crítica), me con-
mueve de un modo inaudito, como si en sus conversaciones
triviales las voces narradas estuviesen entrediciendo algo
que no puedo oír con claridad pero que se que me concierne.
Escribí mi tesis sobre las tres primeras novelas de Puig para
argumentar un juego de lecturas calculadamente polémico,
para intervenir en el debate crítico sobre el sentido y el valor
de estas novelas desde un punto de vista teórico que imaginé
podría servir para hacer visible algo esencial del arte narrati-
vo puigiano que el uso de otros conceptos y otros protocolos
de lectura deja escapar. En la teoría encontré herramientas de
lectura y armas para discutir o establecer acuerdos con otros
especialistas. En la teoría busqué, no sé con qué suerte, un
campo de resonancias para la enunciación de algunos pro-
blemas, que son míos aunque no me pertenecen, en los que
se manifiesta lo que las novelas de Puig tienen para mí de fas-
cinante y perturbador: qué pasa cuando alguien siente una
atracción irresistible por la cursilería y el sentimentalismo
132 Alberto Giordano

aunque no se identifique con los objetos que provocan esa


adhesión; qué pasa cuando alguien tiene que vérselas, desde
su infancia, sobre todo en su infancia, con la violencia imper-
ceptible e implacable que anima los más familiares intercam-
bios de palabra; qué pasa cuando dos mujeres conversan a
solas mientras, sin que ellas lo sepan, las escucha un niño —
el niño argentino, chismoso y entrometido, con el que todos
los lectores de Puig, en algún momento, nos identificamos—.
Del otro lado del horizonte1

Beatriz Sarlo

Todos los buenos ensayistas son escritores, en el sentido


que Barthes dio a esa palabra. El ensayo escribe (y descri-
be) una búsqueda. Su modelo podría ser la novela de Proust:
escribir para encontrar, para mostrar las maquinaciones y
dificultades a las que obliga seguir un rastro, los desvíos y
desvaríos; no se escribe para contar lo que ya se ha encon-
trado: “Veo en mi pensamiento con claridad las cosas hasta
el horizonte. Pero me empeño en describir sólo aquellas que
están al otro lado del horizonte”.2 El ensayista no dice lo que
ya sabe sino que hace (muestra) lo que va sabiendo, sobre
todo indica lo que todavía no sabe. En el ensayo se dibuja un
movimiento más que un lugar alcanzado. Como la flecha del
arquero zen, el ensayo es el trayecto más dar en un blanco.
Pero, a diferencia de la flecha, el movimiento discurre en va-
rias direcciones, exploratorio, muchas veces incierto. Si hay
alguna seguridad en el ensayo, ella, más que de su argumen-
to, es un atributo de su escritura que se precave de una incer-
tidumbre completa.
A diferencia del “tratado”, el ensayo no puede resumirse
en sus partes. Estas se sobreimprimen, reaparecen sin sinteti-
zarse, desaparecen sin explicaciones. El plan del ensayo debe
ser descubierto en sus restos, siempre dispersos a lo largo de

 1
 Publicado originalmente en Boletín/9, Centro de Estudios de Teoría y
Crítica Literaria, Universidad Nacional de Rosario, 2001, pp. 16-31.
 2
 Marcel Proust, Textes retrouvés, citado por Franco Rella, El silencio y
las palabras; el pensamiento en tiempo de crisis, Barcelona, Paidós, 1992,
p. 193.
134 Beatriz Sarlo

un texto que a veces oculta su plan y a veces lo muestra sin


cumplirlo. Una forma del ensayo es la pregunta y su desenla-
ce no necesariamente ofrece una respuesta, sino una nueva
pregunta, bordeando lo que no se sabe, que se ha ampliado
como resultado en negativo: después del ensayo, un nuevo
horizonte, para usar la palabra de Proust, desconocido. Otra
forma del ensayo es la afirmación radical, cuya radicalidad,
precisamente, desencaja los pasos argumentativos.
La incompletitud del ensayo es su regla porque si el ensa-
yo se completara daría cierre a una forma que se caracteriza,
en cambio, por desafiar la clausura, incluso cuando alguien
(el escritor, el lector) se ilusionan con un cierre definitivo de
la argumentación.
Tomando un famoso ejemplo de los hechos y dichos de
la Revolución Francesa, von Kleist escribió que pensamos
mientras hablamos, no antes de hablar: “Después de la diso-
lución de la última sesión de la asamblea bajo la monarquía,
el 23 de junio, cuando el Rey había ordenado que se disolvie-
ran los Estados Generales, el maestro de ceremonias se aper-
sonó en la sala de debates, donde la asamblea todavía conti-
nuaba, para preguntar si habían escuchado la orden del Rey.
‘Sí’, respondió Mirabeau, ‘escuchamos la orden del Rey’; es-
toy convencido de que con esta entrada en materia, llena de
cortesía, todavía no se le había pasado por la cabeza la pala-
bra bayoneta, que le serviría para concluir: ‘Sí, señor,’ repitió,
‘la hemos escuchado’. Está claro que todavía no sabe lo que
quiere decir. ‘Pero ¿qué le permite a usted’ prosiguió —y justo
en este punto se abre la fuente de ideas no dichas— ‘darnos
aquí estas órdenes?’ Esto era lo que necesitaba Mirabeau: ‘Es
la Nación la que da las órdenes y no hemos recibido ninguna
de esa fuente’, momento en el cual se lanza hacia la cima. ‘A
fin de hacerme entender claramente’ —y es aquí donde en-
cuentra lo que expresa toda la resistencia de su alma— ‘de-
Del otro lado del horizonte 135

cid a vuestro Rey que no dejaremos nuestro puesto sino por


la fuerza de las bayonetas’. Con esto, satisfecho de sí mismo,
volvió a sentarse”.3 Como la famosa réplica de Mirabeau, el
ensayo se piensa mientras se escribe o, por lo menos, deja la
impresión de asistir siempre a la escena de un pensamien-
to en el momento en que ese pensamiento se está haciendo:
“No somos nosotros los que sabemos; ante todo, la que sabe
es una cierta disposición de nuestro ser”.4
Contrastando ideas opuestas, incompatibles, salteando
nexos lógicos y pasos demostrativos, el ensayo es un sistema
de desvíos: “Todos los lectores de Simmel, hoy muy nume-
rosos, reconocen ese instante en el que se balancean tantas
de sus argumentaciones, en que se desecha la supuestamen-
te última formulación alcanzable, y en que se observa y re-
lativiza el resultado que acaba de obtener situándose en el
resultado contrario, en el mundo de las posibilidades”.5 Esta
sería una definición ejemplar, el ideal typus, al que, sin em-
bargo, sería injusto ajustar todos los ensayos. Digamos, por
lo menos, que es la cualidad “ensayística”, que habla de la
condición del ensayo entre los discursos. Hay ensayo donde
se cambia de dirección, se inventan atajos o se dan rodeos.
Sobre todo: se improvisa en un sentido musical, trabajando
sobre un tema hasta alejarse por completo, dar la impresión
de que se lo ha perdido, encontrar en ese tema las notas de
otro en el que no se había pensado.
Así como no se resume en sus partes, un ensayo no se re-
sume en sus hipótesis. Resiste el resumen y, como la poesía,

 3
 Heinrich von Kleist, “De l’élaboration progressive des pensées dans le
discours”, en Sur le théâtre de marionettes, Rezé, Séquences, 1991, pp. 47-8.
Salvo que se indique lo contrario, las traducciones de las citas son de BS.
 4
 Ibíd., p. 56.
 5
 Hans Blumenberg, La inquietud que atraviesa el río; un ensayo sobre
la metáfora, Barcelona, Península, 1992, p. 42.
136 Beatriz Sarlo

cuando la cualidad ensayística es intensa, rechaza la paráfra-


sis. Parafrasear un ensayo es escribirlo mal o escribirlo me-
jor, nunca exponerlo de nuevo. No hay síntesis posible del
ensayo. Puede ser sometido a la “explicación”, pero no puede
ser reducido a sus ideas. A diferencia de las Bases, un tratado
constitucional y un programa político, Facundo no existe fue-
ra de su escritura.
Se dice que la extensión del ensayo es siempre más breve,
pero ¿más breve que cuál otro tipo de texto y por qué? Es más
breve porque no alcanza siempre un final, o porque ese final
no existe en ninguna parte. Pero hay ensayos que tienen la
extensión de un libro; y, en el límite opuesto, están los aforis-
mos, ensayos que todavía no fueron escritos más allá de la fra-
se, que no podrían ser escritos probablemente. La brevedad
fue una cualidad estadística del ensayo (el ensayo inglés, el
que publicaban las revistas desde fines del siglo XVIII), pero
no un rasgo obligatorio. El idiota de la familia son más de mil
páginas, y, sin embargo, nadie podría sustraerlo del ensayo
por su circularidad, su obsesividad recursiva, su abundancia
fuera de todo límite “necesario”. La extensión exagerada de El
idiota reivindica el ensayo como forma de la acumulación.
Pero también está el ensayo como demostración que esca-
motea sus pruebas y no previene las objeciones, que se resis-
te a presentar un pleno argumentativo.
Entre estas dos puntas, el ensayo trata (essayer, en francés,
tiene este sentido) de articular dos rasgos diferentes: el carác-
ter tentativo (exploratorio) de la argumentación y su carácter
conclusivo. Tiene, entonces, una relación problemática con
la exposición y la prueba, una relación que está tensionada
entre considerar la prueba como innecesaria, sosteniéndose
en la escritura de la idea, y acumularla con la obsesión ben-
jaminiana del depósito de citas, tantas que vuelvan a la escri-
tura imposible, como en el proyecto del Libro de los Pasajes.
Del otro lado del horizonte 137

Ensayo y argumentación: el ensayo acepta algunas formas


de la argumentación y tiende a expulsar otras. Presenta una
condensación: una idea no completamente desplegada (a la
cual le falta a veces la historia, a veces los pasos lógicos). Los
recursos del ensayo son: la paradoja, la elipsis, la polémica, la
metáfora (los desplazamientos y condensaciones), el aforis-
mo. Una retórica del ensayo podría explorar el plano de estos
dispositivos del discurso.
¿Por qué estas figuras y procedimientos son tan típicos
del ensayo? La misma pregunta se le planteó a la elocuen-
cia: ¿por qué los discursos no sólo deben ser argumentati-
vos sino poéticos? ¿Por qué la retórica es inseparable de la
elocuencia? Preguntas que se hizo Barthes. Bien vistas, to-
das son formas discursivas abiertas: la paradoja deja un va-
cío como efecto de una demostración posible e imposible al
mismo tiempo; el anacoluto es la fisura que atraviesa el texto
impidiendo que se complete no sólo sintácticamente sino en
sus grandes articulaciones; la elipsis atestigua una falta que
señala la imposibilidad de lo pleno; la polémica, género dia-
lógico, presupone una respuesta posterior al cierre mismo
de la escritura, un futuro de objeciones todavía no escritas;
la ironía ensambla un doble discurso que nunca termina de
estabilizarse.
El ensayo, como un oxímoron, une la seguridad y la duda.
Lo hace de modo muchas veces hábilmente disimulado, pre-
sentando una seguridad de la que carece, o recurriendo a la
cortesía de una duda que no se experimenta. Hay algo de pro-
pagandístico en el ensayo, la decisión de defender o atacar
una posición desde la escritura, haciendo de la escritura el
argumento principal donde se articula toda otra argumenta-
ción. No hay ensayo sin escritura, por eso se puede hablar de
una retórica del ensayo, cuando sólo en un sentido débil con-
viene hablar de una retórica del “tratado”.
138 Beatriz Sarlo

Metáfora
Nabokov estaba convencido de que ninguna traducción
de Pushkin podía capturar su poesía. Se ha intentado todo;
él mismo lo ha traducido pero no se engaña “sobre la calidad
de estas pocas traducciones”. El título del ensayo de Nabokov
es Pushkin o lo verdadero y lo verosímil. Comienza con un
extenso movimiento comparativo que encadena sucesivas
comparaciones hasta llegar, provisoriamente a un término,
que se abandona de inmediato. Más o menos así (voy a apar-
tarme de la norma de no parafrasear un ensayo y mostraré ta-
quigráficamente sus desvíos): un hombre cuya locura lo hace
retroceder en el tiempo y hablar de dos siglos atrás como si
ese fuera su presente; ese loco inculto ni siquiera puede pro-
ducir con su desvarío una imagen concreta del pasado que
dice haber vivido; lo convoca sólo con sus signos más exterio-
res, con anécdotas de manual y gestos arquetípicos; el loco
recuerda las “biografías noveladas”, que se apoderan trivial-
mente de un gran hombre, unen sus restos como quien ata
con alambre los huesos de un cadáver o producen “un vie-
jo mueble desvencijado”; inmediatamente, se evocan los al-
manaques populares que transcriben algunos versos de al-
gún gran poeta. Eso es todo lo que “el pequeño burgués ruso
habría sabido de Pushkin”; pero no es todo: Nabokov pasa
a una humillación mayor, la de las óperas escritas sobre sus
obras. Y todavía no alcanza porque también quedan los “jue-
gos de palabras escabrosas que uno se deleita en atribuirle”.6
Esta proliferación de recuerdos, configuraciones culturales,
géneros, desgracias y banalidades describe una curva que
va acercándose de a poco al centro, pero que sólo lo tocará
a través de un desvío de símiles. Pushkin es eso en las pri-

 6
 Vladimir Nabokov, Pushkin o lo verdadero y lo verosímil, Córdoba,
Ferreyra Editor, 1999, pp. 17-25.
Del otro lado del horizonte 139

meras nueve páginas de un ensayo de cincuenta, el término


de las comparaciones: desvarío de un loco inculto, biografía
ridícula, resto de almanaque popular, degradación de un li­
bretto de ópera, obscenidad. Las metáforas no están allí para
aclarar lo que sigue, que es perfectamente claro: Pushkin es
un gran poeta intraducible, como el loco que habla desacom-
pasadamente de lo que no conoció, como la biografía que no
puede captar al biografiado, como la cita en el tosco alma-
naque, como las óperas, como los dichos obscenos. ¿Qué se
prueba con esta paráfrasis? Lo dicho más arriba, la imposibi-
lidad de la paráfrasis y la irreductibilidad de la comparación
que arma el ensayo de Nabokov. Finalmente, en las últimas
páginas Nabokov se pregunta “cuál es ese artista que al pa-
sar cambia de pronto la vida en una pequeña obra maestra”.
He visto, escribe Nabokov, un teatrillo popular, una mancha
de sol en la calle, una rama de tilo entre los labios tiznados
de un carbonero, una escena de grand-guignol, un maniquí
destrozado. Deja en suspenso los nexos por los que llega, des-
de estas imágenes a una posición ideológica que nada anun-
ciaba al comienzo. Esas imágenes son las que le interesan:
“Decididamente la llamada vida social y todo lo que agita a
mis conciudadanos no tiene nada que hacer en el haz de luz
de mi lámpara”. El lugar de Nabokov es una metáfora clásica
vuelta contemporánea y tocada por la ironía: “y si no recla-
mo mi torre de marfil es porque me contento con mi desván”.
Frase final del ensayo, que sólo existe en esta cadena de com-
paraciones y metáforas, cuya materia sólo fluye a través de
ellas: el símil como argumento que difiere.

Elipsis
Augusto Illuminati compone un pequeño libro, Il filoso­
fo all’opera, una lectura, en clave de ideas, de óperas clási-
140 Beatriz Sarlo

cas y modernas. Sobre Moisés y Aarón, de Schoenberg, es-


cribe: “La indicación final [sobre la relación entre Moisés y
Aarón según Cacciari] remite no a la Tierra Prometida, sino a
la prospectiva de la diáspora, al rigor desértico del exilio; va
en contra de cualquier ilusión de pertenencia. Las justifica-
ciones de Aarón, tibiamente interesado en Dios, sinceramen-
te comprometido en el amor por su pueblo y la lucha por su
organización territorial, recuerdan los argumentos de Golda
Meir, que (según una carta a Scholem de 1963) Arendt habría
deseado responder así: ‘La grandeza de este pueblo consis-
tía en el hecho de que creía en Dios, y creía de un modo tal
que la fe y el amor por Él eran más grandes que su temor. ¿Y
ahora este pueblo cree sólo en sí mismo? ¿Qué bien puede
resultar de eso?’. Exactamente la posición de Moisés. En la
versión cinematográfica de Straub-Huillet, de 1974, el sionis-
mo de Schoenberg es problemático como autocrítica inter-
na. Si la construcción de la comunidad resulta de la inma-
nencia de un rito idolátrico y fusional, existe el peligro de la
degeneración totalitaria; si, en cambio, es sobredeterminada
por la trascendencia, enfrentamos una tensión de conviven-
cia que deja respirar y crecer un mundo”.7 La hiperconden-
sación de la lectura de Illuminati necesita de la elipsis como
procedimiento esencial de un discurso, que no procede de
un plano a otro indicando los pasajes, sino que literalmente
salta de la ópera de Schoenberg a la carta de Golda Meir leí-
da por Arendt, según una lectura trasmitida por Scholem; allí
la lectura de la ópera vira hacia la filosofía política que, a su
vez es puesta en paralelo con un film de Jean-Marie Straub y
Danielle Huillet, inmediatamente superado en el movimien-
to de la frase final por el reestablecimiento de la dimensión
político-filosófica que en el film podía encontrarse en estado

 7
 Augusto Illuminati, Il filosofo all’opera, Roma, Manifesto Libri, 1999,
pp. 128-9.
Del otro lado del horizonte 141

estético y que la frase restituye a su dimensión más abstracta.


Estos deslizamientos, que dejan incontables blancos se pro-
ducen en la condensación de un solo párrafo, algunos dentro
de una misma frase, algunos intercalados sólo como parén-
tesis. La disyunción final retoma la perspectiva filosófico-po-
lítica y termina el ensayo sin un regreso a Schoenberg. Las
elipsis fueron indispensables. Hubiese sido completamente
imposible (y poco relevante) restituir los nexos argumenta-
tivos y las relaciones de implicación, sobre todo, entre ob-
jetos y dimensiones discursivas que sólo se presuponían en
la interpretación de la ópera, pero cuya presencia en la obra
de Schoenberg viene de un efecto de la lectura operada por
Illuminati, que cose interpretaciones en una malla cuya ori-
ginalidad está precisamente en los fragmentos que la com-
ponen: Cacciari interpretando a Schoenberg, Scholem sinte-
tizando una carta de Arendt que a su vez criticaba una posi-
ción, no citada explícitamente, de Golda Meir; Arendt coinci-
diendo con un film diez años posterior a su carta y finalmen-
te el filósofo en la ópera, remarcando la disyuntiva con una
típica frase organizada por la repetición y el paralelismo de
las condicionales. Sin el movimiento de libertad argumenta-
tiva de la elipsis, todos estos procedimientos no habrían sa-
bido configurarse en una línea que avanza a saltos y sinuo-
samente. La ausencia de los nexos argumentativos impone
una yuxtaposición de ideas que funcionan con el poder de
las imágenes cuya totalidad, improbable, debe ser intentada
por la lectura: ¿quiénes son Scholem y Arendt en el debate
sionista? ¿qué significa Scholem en relación a Schoenberg?
¿cómo toleran el cine y la ópera una interpretación en clave
de filosofía política? ¿Illuminati, finalmente, qué lado de la
disyunción ocupa? Preguntas que no todas pueden respon-
derse, ni muchos menos a partir de las indicaciones del ensa-
yo; su respuesta sería una tarea filológica (sobre las “fuentes”
142 Beatriz Sarlo

de Illuminati). Pero, por lo demás, ¿necesita el lector esa res-


puesta? Las elipsis del ensayo no son una condena del géne-
ro, como en el caso de la ficción que no puede existir sin elip-
sis. Son, en cambio, un derecho que se puede ejercer, exage-
rar o declinar, como procedimiento del que se dispone y, por
lo tanto, que se elige.

Paradoja
Borges, por supuesto. La paradoja es una crítica radical de
la opinión, como lo enuncia la filología de su nombre, una
crítica también de las categorías del lenguaje y de los pasos
de la lógica. No puede irse más allá de la paradoja, excepto
cuando se toca el significativo límite del sin sentido, la sin-
taxis entrecortada o el balbuceo que ocupó a Deleuze tanto
como a Barthes. Deleuze escribió: “La paradoja es primera-
mente lo que destruye el buen sentido como sentido único,
pero luego es lo que destruye el sentido común como asigna-
ción de identidades fijas”.8 La paradoja es lo impensable que
el lenguaje deja pensar cuando se lo articula en asociaciones
que no están contempladas por la asignación habitual de sig-
nificados, identidades o lugares: los suicidas por felicidad,
que Borges cree descubrir en la novela rusa, están atravesa-
dos por la paradoja de una tensión resuelta en una dirección
opuesta a cualquier expectativa. La ironía de Borges redu-
plica el juego, multiplicando imposibilidades. Las clasifica-

 8
 Gilles Deleuze, Lógica del sentido, Barcelona, Paidós, 1989, p. 27.
Poco antes, p. 26, dice: La paradoja es la “identidad infinita de los dos sen-
tidos a la vez, del futuro y del pasado, de la víspera y el día después, del
más y el menos, de lo demasiado y lo insuficiente, de lo activo y lo pasivo,
de la causa y el efecto. El lenguaje es quien fija los límites (por ejemplo, el
momento en el que empieza lo demasiado) pero es también él quien so-
brepasa los límites y los restituye a la equivalencia infinita de un devenir
ilimitado”.
Del otro lado del horizonte 143

ciones imposibles, aparatos también borgeanos que debili-


tan la identidad al debilitar la posibilidad de establecer cla-
ses, muestran la imposibilidad de un orden que el lenguaje
y la lógica postulan entre los objetos que ese orden implica.
Los mapas tan extensos como lo que representan son tam-
bién una paradoja que rompe la división sobre la que se fun-
da toda representación; al repetir exactamente lo represen-
tado contradicen la idea de signo y, en consecuencia, la de
una realidad significada. Las estructuras en abismo hacen
evidente una paradoja de orden visual y, al mismo tiempo,
enunciativo (son infinitos imaginarios, irreprochables desde
el punto de vista lógico-espacial pero también de visibilidad
imposible, comunicados, de modo finito, por la escritura).
Las paradojas son máquinas que funcionan desafiando las
leyes del ‘buen’ funcionamiento: producen no un orden, sino
un des-concierto. Otros objetos borgeanos, como el aleph,
enfrentan al discurso con la paradoja de que por su infinitud
son im-pensables, mientras que su única forma de existencia
es precisamente una representación discursiva que muestra
su propia fragmentariedad (todo salto y elipsis) y sus límites.
Momento catártico y purificador del discurso, que prueba el
carácter abierto, tendencialmente infinito, de un dispositivo
finito. Las paradojas afirman las leyes del discurso a las que
necesitan para mostrar el modo en que pueden ser burladas
y usadas en la producción de un objeto textual inconstante
que denuncia la inseguridad de la demostración por los pro-
cedimientos de una lógica que pasa por alto la inclusión del
momento para-lógico del pensamiento. La paradoja, ácido
irónico de la razón, puede resultar corrosiva hasta lo cómico,
o demostrar la infinitud hasta lo sublime. Borges, de nuevo:
el desquicio cómico de las clasificaciones, la permeabilidad
intrigante de los espacios que la razón quiere mantener como
unidades separadas (la flor de Coleridge).
144 Beatriz Sarlo

Exempla
Hans Blumenberg es un maestro del “ejemplo” (exem-
plum: prueba y ornato, según la retórica). En “Faltas”, la idea
del ensayo es sólo una imagen que Schopenhauer había pre-
sentado como brevísima historia: la coexistencia en un mis-
mo espacio de hombres cuyos relojes señalan horas diferen-
tes, cuyo final es una pregunta: ¿de qué sirve a quien tiene el
reloj justo estar convencido de que esa hora es la verdade-
ra? Sólo eso, la narración del malentendido que es duplica-
do por lo que Blumenberg llama un “absurdo”: “El solitario
poseedor de la hora verdadera en una ciudad en la que to-
dos los relojes de sus torres marchan mal no es un sabio, sino
un chiflado”.9 El “absurdo” es de hecho una paradoja, bajo su
forma más elemental, un practical joke de relativismo meta-
físico, ejercido por el tiempo sobre quienes piensan que pue-
den medirlo. Pero Blumenberg no desarrolla esta línea posi-
ble de la historia encontrada en Schopenhauer. Se ocupa, en
cambio, de presentar algunos exempla que muestran, cada
uno de manera diferente y en diferentes épocas, la emergen-
cia del malentendido que, en algunos casos, se resuelve y en
otros queda como prueba del asincronismo de los encuen-
tros entre personas que, de todos modos, buscaron encon-
trarse previendo quizás que sus relojes anduvieran acom-
pasadamente. Los exempla indican que el malentendido es
siempre la alternativa más probable, que siempre está prime-
ro, y que sólo en algunos casos, por sucesivas correcciones,
los protagonistas llegan a entenderse. Cada uno de los exem­
pla presenta un caso anecdótico, sin ninguna pretensión ge-
neralizadora. Blumenberg no quiere construir una demostra-
ción inductiva a partir de las anécdotas, quiere desplegar una

 9
 Hans Blumenberg, La inquietud que atraviesa el río; un ensayo sobre
la metáfora, 1992, pp. 141-162. La cita corresponde a p. 142.
Del otro lado del horizonte 145

serie que no es ni orgánica ni sistemática. Su ensayo carece


de conclusión y, habiendo comenzado con el encuentro de
los pintores Apeles y Protógenes termina (provisoria, abier-
tamente) con la noche, desilusionante de todas nuestras es-
peranzas, en que se conocieron Proust y Joyce. ¿Qué prueba
Blumenberg? Sólo en un sentido aproximativo, refuerza la
breve historia de Schopenhauer, porque sus exempla no es-
tán referidos a desacuerdos sobre la temporalidad (aunque,
sí, también la temporalidad está en juego, de modo menos
evidente, cuando Joyce y Proust sólo pueden intercambiar
una pregunta y una respuesta banales o quizás ese diálogo
sobre las trufas no sea tan banal como parece a primera vis-
ta); y porque los malentendidos operan en la sincronía de
los encuentros y en el desfasaje, temporal-cultural, de las ex-
pectativas: el asincronismo se traduce en situaciones donde
la coincidencia, si se produce, siempre es eso, un producto
aleatorio y no una superposición inmediata de intenciones o
de ideas. Blumenberg desarrolla este argumento silenciosa-
mente, a la espera de que la sucesión de exempla se convier-
ta, ante sus lectores, en prueba de algo que tampoco se anun-
cia de manera explícita. La suma de los exempla, al funcionar
en relación con una tesis que tiene que ser leída como símil
(sucedió con estos hombres lo que sucedió con el hombre de
la historia de Schopenhauer), tiene una cualidad ornamen-
tal: cada malentendido nos distrae por su particularidad, es
un árbol que tapa el bosque, y vale por sí mismo. Tiene algo
del adorno del bel canto.

Casos
El ensayo hace movimientos discursivos de una amplitud
que otros géneros considerarían demasiado ambiciosa o de-
masiado inespecífica. Michel Butor no siente la timidez que
146 Beatriz Sarlo

ata a quienes escriben dentro de las reglas del género aca-


démico, ni para el planteo de su idea fundamental (y se trata
de una sola idea) ni para el recorrido textual e intertextual
que le imprime. “Es posible estudiar las relaciones entre las
palabras y otro tipo de imágenes en muchas civilizaciones;
atengámonos a una mirada muy rápida sobre la pintura occi-
dental desde el fin de la Edad Media. ¿Las palabras en la pin-
tura occidental? En cuanto se plantea la cuestión, se percibe
que son innumerables, pero que, para decirlo de algún modo,
no se las ha estudiado. Interesante ceguera, puesto que esta
presencia de las palabras estropea el muro fundamental en-
tre las letras y las artes que la enseñanza ha edificado”.10 Nada
más desmesurado que el programa de Butor, al mismo tiem-
po que es difícil igualar su originalidad: leer lo escrito en la
pintura en lugar de leer lo pintado. Este programa, que es una
comprobación más que una hipótesis, se cumple en la lec-
tura de los casos. ¿Qué muestran los casos? La potencialidad
de un cambio de óptica: hasta ahora se ha mirado esto, y se
ha desenfocado esto otro. Invirtamos el foco, y se verá que
las palabras escritas pertenecen a la experiencia plástica a ve-
ces como forma, a veces como símbolo, como alegoría, como
mensaje, como enseñanza o simplemente como presencia
referencial de lo escrito en el paisaje o el interior que el cua-
dro representa. El ensayo de Butor se sostiene sólo en lo que el
cambio de óptica permite ver; en consecuencia, los casos son
escritura de una experiencia de visión, pero no como podría
hacerlo la crítica de arte, ni la historia (ya que no hay tesis),
sino como lo haría un narrador interesado sólo en algunos
detalles de todo lo que tiene ante sus ojos. Los detalles son los
casos de un tipo de visión. El ensayo no tiene otra forma que
esta suma de casos que muestran la persistencia de la letra y

 10
 Michel Butor, Les mots dans la peinture, Paris, Champs-Flammarion-
Skira, 1969, p. 5.
Del otro lado del horizonte 147

las diferentes formas de esa persistencia. El argumento sólo


proviene de la sintaxis de casos. Pero, de manera misteriosa,
lo que parece sólo una sintaxis de yuxtaposición se convierte
en una red por la que es posible desplazarse en varias direc-
ciones, un modelo no plano de construcción discursiva que,
sin buscar una línea de narración histórica, cuenta una histo-
ria por su lado menos pensado. El ensayo como lado menos
pensado de la argumentación.

Aforismos
Cuando el ensayo presenta una certidumbre, sucede
como con el aforismo: se la comparte o se la rechaza. Por eso,
es convencional hablar de la fragmentariedad del ensayo. El
scorzo niega una perspectiva frontal, pero implica también
un extremismo que aplica sus reglas hasta el fin. Adorno des-
plaza el ensayo hacia el aforismo, a veces hasta un límite irri-
tante de inteligencia y arbitrariedad. No es necesario pensar
en Minima moralia. Cualquiera de sus notas sobre literatura
tienen aforismos en los lugares estratégicos. Allí donde se es-
pararía una argumentación, Adorno la elide para presentar,
como esferas perfectamente autosuficientes, frases cuya es-
critura se atiene a la brevedad del aforismo. Léanse las pri-
meras páginas de “Para un retrato de Thomas Mann”. Antes
del retrato psicológico y moral de Mann (una verdadera obra
maestra que todo el tiempo socava los clichés de la biografía
sin dejar de atender algunos puntos estrictamente biográfi-
cos), Adorno pone, al pasar, pero como verdaderos funda-
mentos semiocultos de su texto (como quien hubiera dejado,
después de terminado un edificio, algunos andamios para
significar no sólo su proceso de producción sino el tipo de sa-
ber necesario para construirlo, algunos rastros de lo que fue
la estructura primera necesaria para que esa otra estructura,
148 Beatriz Sarlo

la del edificio, fuera posible), frases breves que son aforismos,


que podrían sostenerse solas, fuera del texto, como puntos de
apoyo de cualquier otra construcción ausente o futura. Sobre
la inclusión del biógrafo como testigo de la vida del biogra-
fiado: “Debí superar el pudor de convertir a la fortuna de un
contacto personal en una cualidad que fuera mía”. Sobre la
dialéctica negativa del contenido en la obra de arte y la peri-
pecia biográfica: “Creo que el contenido de una obra comien-
za precisamente allí donde la intención del autor termina;
ella se extingue en el contenido”. Sobre el genio en la moder-
nidad (un aforismo que reconduce a Simmel y su percepción
de la subjetividad moderna): “Ya que el genio se ha converti-
do en una máscara, el genio debe enmascarase”. Sobre la pa-
radoja de la objetividad y la máscara en la literatura moderna:
“Tanto Thomas Mann como su hermano Heinrich eran discí-
pulos de la gran novela francesa de la desilusión; el misterio
de su enmascaramiento era la objetividad” (esto también lo
supo Borges: léase “El impostor inverosímil Tom Castro”).11
He citado de los dos primeros párrafos del ensayo de Adorno.
La intensidad del aforismo los destaca del fondo de la escritu-
ra, como un instrumento que se ha dejado allí para provocar
ecos estéticos y filosóficos en otros textos de Adorno. Estos
aforismos, podría suponerse, se expanden en otra parte, más
tarde o anteriormente en la cronología de composición y pu-
blicación de otros textos que los fundamentarían (en el caso
de Adorno, también de modo aforístico). El retrato de Mann,
que es lo más próximo que Adorno puede escribir como cele-
bración, tiene estos detalles, como un retrato holandés al que
son indispensables los signos de la casa burguesa, o de la cor-
poración del retratado, o algunos secretos signos del pintor;
como en un retrato holandés, los aforismos también pueden

 11
 T.W. Adorno, Note per la letteratura 1961-1968, Turín, Einaudi, 1979,
pp. 15-17.
Del otro lado del horizonte 149

ser vedutas sobre algo lejano que sólo tienen una relación se-
cundaria con el propósito del retrato, pero que lo coloca en la
única perspectiva justa, desde donde el retratado puede ver-
se realmente (como sucede con lo dicho sobre la novela de la
desilusión).

Condensaciones
Cacciari afirma que desde la iglesia de San Leopoldo,
en el Steinhof, “la mirada abraza el paisaje de los hombres
póstumos”.12 Esto quiere decir: desde el Steinhof puede verse
toda Viena. También quiere decir: la iglesia de Otto Wagner,
con los vitrales de Kolo Moser, es un modelo, una especie de
iluminación benjaminiana, de imagen sintética del paisa-
je intelectual vienés del novecientos. Se puedo leer la frase
como una descripción de un espacio o como una perspectiva
cultural. El texto no indica el modo y, precedido por una des-
cripción de San Leopoldo, abre el libro de Cacciari estable-
ciendo la perspectiva de lectura de todo lo que sigue. Desde
la iglesia del Steinhof se puede mirar Viena tanto como la
Viena de Cacciari, tanto como la Viena del novecientos, la de
los hombres póstumos. La figura del Steinhof compone un
paisaje material e intelectual. No es posible decidir entre es-
tas lecturas porque hacerlo sería rebajar la tensión que esta-
blece Cacciari entre pensamiento, arte y representación en la
cultura vienesa. En uno de los últimos ensayos, afirma: “Que
Viena sea vivida como ‘síntesis familiar de una armoniosa
multiplicidad’ (Magris), no me parece probable; preferiría
repetir las palabras de Bazlen sobre Trieste: ni crisol ni sín-
tesis armoniosa, sino cruce de caminos, dramático cruce de
acontecimientos y direcciones diversas. Este cruce de cami-

 12
 Massimo Cacciari, Hombres póstumos; la cultura vienesa del primer
novecientos, Barcelona, Península, 1989, p. 13.
150 Beatriz Sarlo

nos está formado por multiplicidad de direcciones que mis-


teriosa y momentáneamente se unen y componen en él”.13
Cacciari disiente por completo con Magris. Esto es obvio. Lo
que sorprende en la disensión es su forma: no le parece que
Viena sea una síntesis, sino un nudo de direcciones opuestas,
diferente no sólo de la Viena de Magris, sino de la (elidida)
Trieste que Magris hubiera deseado o cree que existe y que
está negativamente condensada en la Trieste de Bazlen. Del
Steinhof, son esas direcciones las que se ven huyendo hacia
distintos lados y no es posible establecer el plano de ninguna
perspectiva que tenga sólo un punto de fuga: casi doscientas
páginas después, el primer texto del libro, que ha discurrido
sinuosamente, se encuentra con una resolución que es casi
un aforismo. Cacciari lo saca a Magris con un suave movi-
miento que lo cuestiona todo, y establece su Viena.
El ensayo, género marcado con la huella de otros géneros.
Menciono dos: el biográfico y el profético.

Biografía
El pasaje del modo impersonal al personal, el pasaje de
Pascal (on) a Montaigne (je) es un punto de giro que viene
acompañado de la palabra essaie. Es un lugar común la domi-
nancia de la primera persona en el ensayo. La primera perso-
na, evidente o enmascarada, establece un criterio de autori-
dad sobre el texto, incluso cuando no esté escrito en primera
persona: la novela es del narrador y el ensayo es del autor,
aunque la partición parezca demasiado simple. Se sabe que
en el ensayo hay refracciones entre el nombre de autor y la
forma de autor. Sin embargo, ellas no producen el efecto de
borramiento que es condición de la ficción: en el ensayo el
autor no muere para que nazca la primera persona, sino que

 13
 Ibíd., p. 188.
Del otro lado del horizonte 151

subsiste no importa lo engañoso de una coincidencia simple.


“He escrito este libro en una real y entera soledad. No lo he
‘compulsado’ con grupos de amigos ni de interlocutores; no
lo he sometido a autoridades sugeridoras; no lo he discutido
con representantes institucionales ni con otros testigos e in-
terpretantes del devenir de Oscar Masotta. Yo me basto y mi
versión de Masotta me es tan única que sólo yo podría agre-
gar o quitar un encomio, una incerteza, un despropósito o un
veredicto. Una vez, hablando él y yo de Renée Cuéllar, Oscar
me dijo: ‘Creo que es la mujer de mi vida’. Yo no creo, sé que
Masotta es mi hombre”.14 No se puede ir más lejos; todo lo que
viene después, el libro entero ya que estas palabras están es-
critas en el prólogo, queda bajo el signo del yo. Carlos Correas
ha cruzado una línea de protección (esa línea que protege al
escritor de ficciones y que la crítica se ha encargado de sos-
tener) y muestra lo que sólo el género autobiográfico admite
como su ley de “verdad”. Pero, fuera de la autobiografía, en
el ensayo-biografía que Correas escribe sobre Masotta, quien
dice “es mi hombre” nos incomoda y nos provoca: ¿cómo
confiar de allí en más? ¿cómo desconfiar? Lo biográfico del
ensayo no siempre alcanza el límite que ha tocado Correas,
pero si ese límite se acerca es porque el ensayo, no la autobio-
grafía, lo ha traído hasta nosotros. De la autobiografía se es-
pera ese efecto. El ensayo había prometido una primera per-
sona menos temible, pero la ley del ensayo es no someterse a
programa, ni siquiera al que definen sus promesas.

Profecía
Condenada como una de las formas de la soberbia inte-
lectual por Zygmunt Bauman, la profecía cargó al ensayo con

 14
 Carlos Correas, La operación Masotta (cuando la muerte también
fracasa), Buenos Aires, Catálogos, 1991, p. 16.
152 Beatriz Sarlo

una responsabilidad que, en el pasado, todos encontraban


exigible y que hoy todos condenan. Pero no me refiero a esas
profecías (acompañadas siempre por un diagnóstico, pién-
sese en Martínez Estrada) de carácter histórico o histórico-
filosófico o histórico-político, ni a las interpretaciones que
venían duplicadas por la hipótesis de un futuro inevitable
que le dio su pathos al ensayo sobre el ser nacional. Pienso
en otro género de profecía. Sartre descubre en La infancia
de Iván lo que años después será el cine de Tarkovsky. Nadie
que haya leído esa nota, y hubiera visto el film en ese mismo
año 1963, podía predecir, como lo hizo Sartre, que allí esta-
ban El espejo, Stalker y quizás Nostalgia. Se trata sólo de al-
gunas frases, hacia el final de una carta al director de L’Unità,
que hoy interesa bastante poco. Sin embargo, esas frases se
despegan del resto como si alcanzaran un centro secreto que
Sartre mismo hubiera desconocido aunque lo describe con
una precisión que sólo puede ser pensada como una anti-
cipación de la obra aún no filmada de Tarkovsky. Sartre se
refiere a la escritura del tiempo (que fue trabajada, desde su
mismo título, en el libro de Tarkovsky sobre el cine). Dice así:
“La técnica de Tarkovsky es ciertamente rusa, aunque sea
original. En Occidente, valoramos el ritmo rápido y elíptico
de Godard y la lentitud protoplasmática de Antonioni. Pero
la novedad es descubrir las dos velocidades en un director
que no se inspira en estos dos directores, sino que ha que-
rido ver el tiempo de la guerra en su insoportable lentitud y,
en el mismo film, saltar de una época a otra con la rapidez
elíptica de la historia, sin desarrollar la intriga, abandonan-
do a los personajes en un momento de sus vidas para encon-
trarlos en otro, o en el momento de su muerte”.15 Sartre de-

 15
 “Discussion sur la critique à propos de L’enfance d’Ivan”, en Situations
VII, París, Gallimard, p. 341 (publicado originalmente en L’Unità, 9 de oc-
tubre de 1963.
Del otro lado del horizonte 153

fine en La infancia de Iván, lo que todavía allí era un esbozo


del futuro, y lo capta como si tuviera poderes especiales.
No hay tipologías, hay solamente modos del ensayo.
El ensayo y la doxa1

Silvio Mattoni

Si anteriormente, centrándonos en el pensamiento de


Theodor Adorno, situamos al ensayo frente a la filosofía tradi-
cional y al discurso de la ciencia como formas conceptuales
predominantes, pasaremos ahora a considerar el lugar que
ocupa con relación a la literatura y a los géneros literarios,
aun cuando ambas perspectivas de hecho se entrecruzan en
el interior de la forma ensayística y por ende en sus posibles
caracterizaciones. Su pertenencia absoluta al ámbito litera-
rio es ya problemática. Adorno esclarecía ese problema con-
traponiendo la voluntad artística del ensayo, su tendencia a
la autonomía formal y al trabajo sobre el cómo del decir pro-
pio de la literatura, con su contenido conceptual, su despla-
zamiento y utilización de conceptos teóricos de diversa ín-
dole. Al respecto, es generalmente aceptada como un acier-
to, aun cuando no sea una definición propiamente dicha, la
metáfora de Jaime Rest: en la “mansión de la literatura”, en
“algún recoveco hay un cuarto muy activo en el que sin cesar
se amontonan en completo desorden nuevos materiales de
la especie más dispar”.2 Ese cuarto en el recoveco sería el en-
sayo. Según Rest, habitualmente marginado por los críticos y
estudiosos que hacen la limpieza y organizan todo el edificio
de los géneros literarios. La naturaleza de ese lugar, la varie-
dad de sus contenidos e incluso las dimensiones que ocupa,

 1
 Publicado originalmente en Silvio Mattoni: El Ensayo (La crítica de
la cultura en Adorno. La irrupción de la subjetividad en el saber). Córdoba,
epóKe editores, 2001.
 2
 Rest, Jaime, El cuarto en el recoveco, Buenos Aires, CEAL, 1982, p. 13.
156 Silvio Mattoni

parecieran imposibles de determinar dada la anarquía de su


paulatina acumulación histórica. Se lo ha remitido a lo inde-
terminado sin más, o bien se lo reduce a la ocurrencia per-
sonal de un individuo que, por definición, impide describir
su funcionamiento para más de un caso. Aunque no puede
desdeñarse la hipótesis de que el carácter de ocurrencia sea
lo que retornaría en cada ensayo, único en sí, pero partícipe
de la generalidad de lo que a un sujeto le adviene como opi-
nión personal, vale decir que siempre sería una singularidad
sin otra norma que ser para-otro la expresión de un para-sí,
para el lector, la verdad del ensayista.
Según el Diccionario de la Lengua Española, el ensayo es
un “escrito, generalmente breve, constituido por pensamien-
tos del autor sobre un tema, sin el aparato ni la extensión
que requiere un tratado completo sobre la misma materia”.3
Definición que acentúa el carácter subjetivo del ensayo, des-
cuidando su problemática formal. “Tema” y “pensamientos
del autor”, es cierto, se conjugan en el ensayo, aunque de un
modo, según una manera que no es la del tratado meramente
aligerado de su erudición y su extensión. Lo que esta acep-
ción léxica olvida es la primera palabra de la equivalencia es-
tablecida: ensayo = “escrito”. La acentuación del acto de es-
cribir y de la autonomía formal de lo escrito forma parte del
ensayo no como mero instrumento u ornamento de la dic-
ción, sino como su fundamento para ser calificado de “litera-
rio”. Sin embargo, esta definición, banal en apariencia, resal-
ta una oposición recurrente en los discursos sobre el ensayo,
donde éste recorta su silueta conceptual contra el fondo más
homogéneo del tratado. Puede verse la parodia de dicha opo-
sición en las agudas observaciones de Benjamin acerca de los

 3
 Diccionario de la Lengua Española, Real Academia Española,
Vigésimo Primera Edición, Madrid, Espasa Calpe, 1992, p. 845.
El ensayo y la doxa 157

libros eruditos, su tendencia al catálogo y su ignorancia de la


materia lingüística con la que se fabrican, es decir, su desen-
tendimiento del estilo.4 El tratado, cuando se trata de objetos
culturales, es más una virtualidad de precisiones científicas
sobreañadidas a un pensamiento generalmente ideológico
que una verdadera forma sistemática. La tendencia de nues-
tro Diccionario se aclara aún más revisando las entradas a la
palabra “ensayismo”. Allí leemos que sería un “género litera-
rio constituido por el ensayo”,5 lo que nos devuelve a la defi-
nición negativa por oposición al tratado, aunque se agrega y
a la vez se escamotea que éste último nunca podría pensarse
como “género literario”. ¿Por qué, entonces, definir al ensayo
como lo que no es o todavía no es un tratado cuando el pri-
mero se pretende literatura y el segundo, ciencia? En la se-
gunda acepción, se afirma que el ensayismo sería la “actitud
del tratadista que deriva hacia lo general o superficial, cuan-
do cabría esperar de él mayores precisiones, y una actitud
más técnica o comprometida”.6 Aquí se subordina el ensayo
al rango de mero defecto o defección del tratadista, preciso y
verdadero, técnico o comprometido, que sufre una caída im-
prevista en lo general o superficial. Justamente lo técnico y
comprometido, la ciencia del tratadista, es lo que el ensayo
permite criticar. Cuando la ciencia del tratadista se ha vuelto
ideología al servicio de los poderes establecidos, el desliza-
miento hacia el ensayo se transforma en el único modo de
pensar otra cosa, algo no existente que haga posible la crítica
de lo existente. Algo que no podría efectuarse desde el inte-
rior de la ciencia organizada (comprometida técnicamente
con el orden dado), pues su misma normativa que multipli-

 4
 Benjamin, Walter, Dirección única, Madrid, Alfaguara, 1987, pp. 39-41.
 5
 Diccionario de la Lengua Española, op. cit., p. 845.
 6
 Ibíd.
158 Silvio Mattoni

ca los compartimientos estancos no puede alcanzar ninguna


reflexión sobre la globalidad de su funcionamiento político.
Con respecto a su posición dentro de los géneros litera-
rios, Jaime Rest destaca que el ensayo, según un análisis de
las coincidencias léxicas del significado del término en fran-
cés, inglés y español, tendría como notas predominantes “la
brevedad, el empleo de la prosa y la naturaleza informal de
la exposición”.7 Este último punto llevó a algunos tratadistas
de los géneros literarios a no considerarlo como una forma
genérica, pues siguiendo la clásica división en lírica, épica y
dramática no correspondería con ninguna de estas clases. Si
bien puede apelar para su exposición a recursos de cualquie-
ra de estos géneros, puede poner en escena personajes que
expongan ideas con mayor plasticidad que la simple míme-
sis del discurso de la autoridad que enuncia el saber desde
un yo oculto, o bien puede usar figuras retóricas de intensi-
dad emotiva o retazos autobiográficos de efecto lírico, y por
supuesto también puede narrar pequeños sucesos o casos
particulares que alimenten las ideas que se pretenden expo-
ner, el ensayo no es una simple antología de retazos de otros
géneros. En un contexto semiológico, Flawia de Fernández
define al género ensayístico como “una intertextualidad di-
námica”, que transgrede la división arte/ciencia y a la vez las
categorías clásicas de los géneros literarios.8 Pero no pode-
mos admitir sin más su caracterización del ensayo como for-
mación de una “concepción ideológica”,9 explicable en base
a factores socio-históricos, pues incluso dentro de sus pro-

 7
 Rest, Jaime, op. cit., p. 15.
 8
 Flawia de Fernández, N. M., El ensayo argentino. 1900-1950, Tucumán,
INSIL, 1988. Cfr. en especial el capítulo “El ensayo: texto y conformación
intertextual”, pp. 13-26.
 9
 Ibíd., p. 15.
El ensayo y la doxa 159

pias premisas teóricas, la “dinámica” no puede leerse como


ideología con miras a una eficacia pragmática puntual.10 Aun
desde el punto de vista crítico del ensayo como “revisionista
de ideologías”,11 son justamente las ideologías de la ciencia y
del presente histórico lo que la práctica del ensayo pone en
cuestión. Pareciera, en dichos análisis, que no hay estilo en
los ensayistas, o bien, con un concepto más esclarecido, que
no trabajan con la materia misma del lenguaje para volverla
objeto estético, como si no estuvieran ya siempre deslizán-
dose del objeto tratado a la constitución misma de sus sub-
jetividades con respecto al saber. Para Flawia de Fernández
sólo hay “temas” y polémicas ideológico-políticas, ¿por qué,
entonces, los ensayos serían literarios y no meros discursos
cualesquiera, simples vehículos de la ideología o aún más
simples objetos de un estudio cultural? Esto no quiere decir
que postulemos una esencia inmutable de lo literario, pero al
menos debe tenerse en cuenta que es el trabajo de un sujeto
con respecto al lenguaje y al universo de los textos, que es el
modo en que el lenguaje le adviene a su individualidad como
la ley de un saber general inasequible (pues el objeto de ese
sujeto en el ensayo es aquello mismo que lo ha convertido en
sujeto, o mejor dicho que lo ha puesto en ese lugar), que es en
esa práctica, donde cae incluso la noción misma de trabajo
y de producto terminable y consumible, precisamente don-
de puede atenderse a la diferencia que haga finalmente del
ensayo una forma específica (al menos específica para cada
ensayista que difiere, en cuanto tal, toda definición) y no lo
iguale con la mera discursividad social amorfa e indetermi-
nada. Podríamos enunciar anticipadamente que sería el lu-
gar donde la literatura se mira a sí misma, donde la libertad

 10
 Cfr., Ibíd., p. 16.
 11
 Ibíd., p. 17.
160 Silvio Mattoni

formal permite una crítica de la fijeza de las formas y donde


se elaboran y se discuten las posibles orientaciones sucesivas
de los demás géneros. Es el conjunto vacío que hace posible
la constitución del conjunto tripartito de los géneros litera-
rios; es por eso la excepción que proporciona a los géneros
cierta característica exclusiva.12 De esas exclusividades gené-
ricas, que entran y salen del ensayo sin dejar huellas de su ori-
gen lírico, épico o dramático, así como el paso de lo científico
no dejaba más huella que la negación de su perpetuidad, es
decir, la aceleración del carácter transitorio del conocimien-
to, el ensayo obtiene esa nota distintiva que sería una suerte
de actitud, un éthos de discurso antes que una clase catego-
rial, lo que Rest llama “una actitud expositiva o elocuente”13
y que para Adorno era el permanente trabajo sobre la forma,
y para otros más, que aquí anticipamos, se llamará simple-
mente la evidencia del estilo, la aparición de la plenitud de
un sujeto que mostraría precisamente allí sus fisuras, su fra-
caso más inimitable y único, lo que las convenciones de los
géneros tradicionales están consagradas a ocultar. La libertad
del ensayo es por lo tanto la promesa de una utopía literaria,
de una liberación de los estilos que debería realizarse en los
géneros, pero que éstos por definición nunca alcanzarán sal-
vo al precio de abolir la literatura, y que sólo en el ensayo se
ha cumplido siempre como abolición y como promesa: abo-
lición prometida, diferida, ya que su elocuencia espera siem-
pre un efecto en otro lado, ya sea en el lector, en el mundo, o
en el objeto del que habla.

 12
 Para el problema lógico de la necesidad de una excepción que ga-
rantiza la persistencia de las exclusividades que configuran conjuntos de-
terminados, cfr. Pradelles de Latour, Charles-Henry, “La excepción, la fal-
ta simbólica y su institucionalización”, en revista Litoral Nº  21, Córdoba,
Edelp, 1996.
 13
 Rest, Jaime, op. cit., p. 15.
El ensayo y la doxa 161

Pero no siempre la variedad de posibilidades del ensa-


yo implica la estilización subjetiva, pues esa misma diversi-
dad admite, según Rest, el calificativo de ilimitada y abarca
“desde la más absoluta fluidez que documenta o remeda una
escritura espontánea (según se observa en la inconfundible
modalidad de Montaigne) hasta, por un lado, el sostenido
rigor intelectual en que prevalece la idea desnuda sin orna-
mentos (como sucede en Bacon) o, por el otro, la estructu-
ra muy formalizada y la prosa cuidadosamente elaborada
con una intencional riqueza de cadencias y ritmos (como
en Thomas de Quincey)”.14 Vemos que Rest evita en prime-
ra instancia suscribirse a las subdivisiones del ensayo que
podrían difuminar su carácter genérico, tales como “ensayo
literario”, “ensayo filosófico”, etc. Pues desde el punto de vis-
ta formal, hay ensayistas cuyas escrituras poseen y ostentan
una gran tensión retórica, con un despliegue de las figuras de
dicción y de estructura paragráfica que la tradición reserva-
ba a la literatura o al menos al plano compositivo, y que no
obstante desde el punto de vista temático tratan problemas
extraídos y remitidos a la tradición filosófica o aun científica.
Muchos ensayistas de la época romántica que fundaron la fi-
losofía idealista, por ejemplo, son muestras evidentes de lo
antedicho. Debería pues observarse con mayor detenimiento
la relación existente entre el origen del ensayo como géne-
ro y la constitución del sujeto moderno; un sujeto que, como
en el romanticismo, es a la vez sujeto de la ciencia y sujeto
de pasiones, conjuga el saber con la trascendentalidad de sí
mismo en el saber. Retengamos por ahora que la variedad de
maneras de exponer en el ensayo puede ser no sólo mímesis
de una supuesta espontaneidad (lo que necesitaría el funda-
mento de un sujeto pensado como libertad y no como pre-

 14
 Ibíd., p. 16.
162 Silvio Mattoni

destinado, algo que no era tan patente en el momento en que


el Renacimiento lo funda como un absoluto frente al con-
trol teológico del libre albedrío), sino también un producto
de disposiciones discursivas sometidas a la razón y dirigidas
hacia la razón del interlocutor que piensa y aprueba o desa-
prueba el pensamiento expuesto (aunque sin olvidar que ese
interlocutor tácito es parte de la forma del ensayo, está inclui-
do en el texto que lo supone). El ensayo puede alcanzar no
sólo el rol de documento de una experiencia, sino también el
de ciencia; aspiración que, manteniéndose en el plano elo-
cuente y demostrativo de la forma ensayística, podrá volverse
análisis racional de la experiencia no razonada que está en
el fundamento y es previa para toda ciencia. El experimen-
to sería entonces, reducido a su posibilidad de repetirse, una
degradación de la experiencia móvil del ensayo, y éste ya no
sería a su vez una forma aligerada o simplificada de la riguro-
sidad experimental.
El ensayo, como género moderno, tiene innegables an-
tecedentes antiguos en lo que respecta a algunos de sus tó-
picos, revisados sobre todo en los inicios de la modernidad.
Así las cuestiones morales, filosóficas o políticas, tratadas en
forma ficcional o rapsódica pueden datarse en los escritos de
Platón y Aristóteles y la inmensa serie de sucesores que los
siguieron en esa misma línea aun apartándose en lo concep-
tual. Podríamos afirmar que recién con el nacimiento de la
ciencia moderna, de base matemática y comprobación expe-
rimental, el ensayo abre su propia vía a la vez como diferen-
cia con relación al camino abierto por el sujeto de la ciencia y
como rememoración y cita del sujeto que analiza, cuestiona
y reformula la doxa en busca de un saber acerca de la expe-
riencia individual o social; es decir que el ensayo moderno
constituye un apartamiento (al que podríamos denominar
quizás como traumático) de la verdad matematizable en la
El ensayo y la doxa 163

ciencia y una prosecución de la antigua dialéctica que osci-


laba entre verdad y opinión. Sin embargo, esos antecedentes
tradicionales (principalmente en el orden filosófico) no evi-
taron que la apertura del ensayo, donde a partir de entonces
se albergaría toda afirmación comunicable acerca del sujeto
pero no demostrable en términos experimentales, convoca-
ra por consiguiente un espectro creciente de consideracio-
nes cuya posibilidad de restricción conceptual será paula-
tinamente más y más improbable. Rest señala que “incluye
consideraciones científicas” (...), “históricas” (...), “biográfi-
cas” (...) y añade que “conviene circunscribir la enumeración
a estos pocos y dispersos ejemplos porque la nómina podría
volverse interminable”.15 Si nos atenemos a la literatura, el
ensayo se vuelve por lo tanto “la forma más personal e im-
previsible de cuantas dispone el escritor para comunicar sus
impresiones”.16 Sin embargo, en palabras de Michel Foucault,
el ensayo, más que una simplificadora apropiación de otros
para los fines de la comunicación, debe entenderse como
“un tanteo modificador de uno mismo en el juego de la ver-
dad” (...) “una ascesis, una ejercitación de uno mismo en el
pensamiento”17; vale decir, ascesis imprevisible donde el es-
critor se inscribe a sí mismo, se modifica, se sopesa, se dispo-
ne a escribir. Por lo cual no sería simplemente comunicación
de impresiones del sujeto, ni un mero documento anecdótico
de vivencias del ensayista.
El ensayo, por su carácter de saber provisional, transitorio,
pretende decir la verdad de un sujeto y su relación con el sa-
ber heredado mediante la mostración de los errores subjeti-

 15
 Ibíd.
 16
 Ibíd.
 17
 Citado por Grüner, Eduardo, en “El ensayo, un género culpable”, en
este volumen, p. 59.
164 Silvio Mattoni

vos como puntos en que la tradición se renueva en la singula-


rización de la lectura de su generalidad, mediante los detalles
más típicos e idiosincrásicos, en otras palabras, mediante lo
que escapa a la mera transmisión. Según Grüner, “es la escri-
tura de la lectura de ese error” (...), “deslizamiento insustitui-
ble para tratar de entender el ensayo, en tanto permite sosla-
yar la trampa de la aplicación. Y cuando la aplicación de un
modelo previo se hace imposible, lo único que puede resti-
tuirlo es la escritura”.18 Sólo la escritura “propia” y no la apro-
piación de categorías lógicas o el relevamiento de formas es-
tilísticas del autor puede entonces dar cuenta de los procedi-
mientos de un ensayista, de la singularidad de su práctica con
respecto a la generalidad de los saberes que puede utilizar.
La “culpabilidad” del ensayo como género incierto, e incluso
“errático” en un sentido etimológico, estaría, para Grüner, en
esa profundización y extralimitación de una falla, un error de
la escritura que singulariza y potencia la interpretación en-
sayística aun en lo provisorio de su gesto, pues mantiene el
adorniano equilibrio precario entre sujeto y objeto, verdad a
la vez verificable, rigurosamente literal, e inverificable, bási-
camente errónea en tanto su origen es subjetivo y particular.
Lo que el ensayo produciría sería “una operación a mitad de
camino —o mejor: fuera del camino— entre la identificación
impresionista y el ‘objetivismo’ cientificista”,19 con lo cual la
lectura practicada por el ensayista no escribe de nuevo el li-
bro del que trata, sino que más bien hace que el libro resulte
escrito, aparezca, dé más de sus posibilidades de legibilidad
históricas, se constituya como acontecimiento que desplaza
el horizonte de lecturas y que se mueve hacia la inimagina-

 18
 Grüner, Eduardo, “El ensayo, un género culpable”, loc. cit., p. 59 (su-
brayado del autor).
 19
 Ibíd.
El ensayo y la doxa 165

ble escritura futura. En virtud de la inexistencia (y acaso de la


imposibilidad) de una ciencia de lo particular,20 “el ensayista
trabaja sobre los silencios de la ‘ciencia’ para mostrar que el
sujeto del ensayo se autoriza —se hace autor—”,21 allí donde
falla la generalización científica para expresar lo que es ra-
dicalmente excepción, la literatura, letra ateleológica que no
puede ser usada para otra cosa ni tomada por mera revela-
ción estética de discursos prácticos o ético-sociales. Grüner
afirma, en su metafórica conclusión, que el ensayista es un
cómplice del crimen de la literatura, de sus huellas que anhe-
la pero que no persigue detectivescamente. “Tal vez un cóm-
plice antagónico, como lo son el predador y la presa. Si hu-
biera que pensar una prehistoria del ensayo” podría hallarse
“en la actividad que busca una huella diferente, ‘fuera de lu-
gar’ en ese sendero normalizado por las idas y venidas de los
mismos pies. Una huella que, una vez diferenciada por la lec­
tura, ya no es la misma. Porque, ¿cómo se podría encontrar
una huella sin dejar estampada la propia?”22

 20
 Cfr. nuestro artículo “Roland Barthes: la ciencia imposible del ser
único”, en diario La voz del interior, Cultura, p. 4, 23 de marzo de 1995; allí
se postula, siguiendo a Barthes, que lo contrario de un saber transmisible,
sistemático, compendiable en la forma del tratado, sería “una singularidad,
lo que hay de irreductible en un cuerpo antes de que los saberes lleguen a
convertirlo en sujeto (principalmente, y quizá exclusivamente, sujeto de
enunciación)”, lo que en el ensayo se constituye como estilo que se autoa-
firma al afirmar la propia libertad del género.
 21
 Grüner, Eduardo, “El ensayo, un género culpable”, loc. cit., p. 59 (su-
brayado del autor).
 22
 Ibíd. (subrayado del autor). Justamente las palabras subrayadas se-
ñalan cómo se autoriza el ensayista leyendo una huella siempre diferente,
desviada de los senderos normalizados o canónicos. Lo que no es puro
subjetivismo, pues también la física contemporánea ha destacado que
el observador lee sus propias huellas en el experimento a la vez que lo
realiza.
166 Silvio Mattoni

Volviendo a Rest, éste discute en parte la hipótesis sobre el


ensayo de Herbert Read “de que se trata de una variedad del
género epistolar que carece de destinatario conocido o espe-
cificado por quien lo compuso”,23 ya que, a pesar de los rasgos
informativos, descriptivos o anecdóticos que la libertad del
ensayo admite, se tiende en él “hacia una meta en la que fi-
nalmente debe resplandecer cierta idea acerca de algo, acer-
ca de alguien”.24 Es decir que hay una atención hacia el objeto
en el ensayo, se da en su forma una dialéctica entre la liber-
tad del sujeto que se expone allí y la necesariedad de abrir lo
expuesto y exponer lo otro, lo que lo hizo alguna vez sujeto;
se desarrolla en el ensayo, en términos hegelianos, una obje-
tivación de lo subjetivo por el trabajo de la fuerza expresiva
del sujeto que toma los medios que la forma le ofrece, pro-
ceso que choca a su vez contra la resistencia, la opacidad del
objeto, o mejor dicho de la cosa que se vuelve objeto en ese
enfrentamiento con lo subjetivo que tiende a apropiárselo.
De este trabajo, surgiría la espiritualización de la cosa, como
diría Hegel, y su resultado es la idea del objeto. Lo teleológico
del ensayo está perfectamente puntualizado por Rest cuando
sitúa ese resplandor de la idea de algo o de alguien en el final,
en la meta de la comunicación ensayística, allí donde ya no es
comunicación ni epístola a un destinatario virtual, donde se
postula la existencia de un objeto en sí, en la experiencia o en
el mundo, aun cuando ese télos de la idea, dentro del carácter
inacabado y parcial de lo ensayístico, no pueda aparecer más
que como cifra o promesa para la lectura futura, en la que un
nuevo ensayo despliegue y oculte la idea de una nueva cifra.
Esta “propensión intelectual”, según Rest, del ensayo im-
plicaría que no es una forma en la que prevalezca el aspec-

 23
 Rest, Jaime, op. cit., pp. 16-17.
 24
 Ibíd., p. 17.
El ensayo y la doxa 167

to imaginativo, “sino que es un tipo de producción en el que


tienden a predominar las ideas”.25 Aunque su finalidad parez-
ca la persuasión, ya demostrativa conceptualmente ya retó-
rica “por un hábil manejo de la prosa” (...), “es, en definitiva,
una vía literaria de aproximación a cierto conocimiento de
índole conceptual”.26
Por otro lado, en el origen del término “ensayo” aparecerán
también sus fronteras; lo que Rest destaca a partir de la des-
cripción de dos casos ejemplares. Uno es Montaigne, quien
introduce por primera vez la denominación de Ensayos para
su compilación de textos publicados en 1580. En una forma
que todavía linda con la confesión (sin cuyo acento puesto en
la enunciación como fuente del sentido, en la intimidad como
origen de la verdad, no podría haberse constituido el suje-
to moderno y su discurso ensayístico), Montaigne asumiría
tres modalidades de exponerse a sí mismo, según Rest: “sus
vastas lecturas, su benevolente pero obstinado escepticismo
y un deliberado a la vez que confeso propósito de hablar de
sí mismo, de exhibirse ante sus allegados” (...) “’de buena fe’,
en una suerte de confesión espiritual”.27 Si invertimos el or-
den de los elementos citados, veremos el despliegue de una
laicización de un modo de exposición, cuyo parentesco con
el modelo agustiniano se hará pogresivamente más laxo. La
“buena fe” de la confesión ya no se remite a la transmisión
de una verdad sagrada, ya no depende de la gracia o la reve-
lación mediadas por el sujeto, sino que se fundamenta en el
sujeto en sí. Más allá de que no sea un modelo de la forma ge-
neral de sus Ensayos, Erich Auerbach señala que “en ningún
otro autor encontraremos nada que el método de Montaigne

 25
 Ibíd.
 26
 Ibíd.
 27
 Ibíd.
168 Silvio Mattoni

contenga tan básicamente como la autoinvestigación conse-


cuente y sin restricciones de San Agustín”.28 Pero la verdad de
la exhibición en Montaigne estará no en una cualidad inma-
nente de aquello que exhibe, sino en la exactitud de la ade-
cuación entre lo exhibido y quien lo exhibe. La confesión ha-
blará entonces de un cuerpo particular y perecedero y no de
aquello que lo trascendería. Sustentación en lo efímero de la
palabra de Montaigne que se refleja en otro aspecto marca-
do por Rest: el escepticismo. No hay misterio ni secreto que
la confesión vendría a develar; la fidelidad de lo confesado
se basa en el materialismo secular de quien se confiesa, sa-
biendo que no ofrece una verdad válida para todos, necesaria
o salvífica, sino simplemente la descripción de un sí mismo
que en su materialidad, en el fragmentarismo de su memoria
parcial, podrá ser un otro para algún lector, es decir, podrá
ser objeto de una identificación imaginaria, afectiva y espe-
cular, pero no el modelo de una técnica ni la incitación a un
ejercicio transindividual. Por último, el aspecto restante, las
“vastas lecturas”, es una clave importante de la novedad de
los escritos de Montaigne. La sinceridad y el materialismo no
son sino uno de los polos de la dialéctica de este género na-
ciente, o de esta modalidad que quizás nunca podría cristali-
zarse definitivamente como género; esos aspectos subjetivos,
particulares, definen más bien la manera de enfrentarse con
lo objetivo, lo que permanece inscripto como tradición, la li-
teratura. El ensayo utiliza así a la literatura, o lee la tradición,
en base a necesidades absolutamente particulares. La exhibi-
ción de sí sólo es legible y posible porque en primer lugar se
ha efectuado una construcción de sí a partir de las lecturas.
Foucault, en un breve análisis de los ensayos de Baudelaire

 28
 Auerbach, Erich, Mímesis. La representación de la realidad en la lite­
ratura occidental, México, F.C.E., 1950, p. 279.
El ensayo y la doxa 169

sobre la modernidad estética, señaló el sitio fundamental que


ocupa la “invención de uno mismo” para la tarea de la épo-
ca moderna, que identifica con la crítica kantiana como bús-
queda de las condiciones de posibilidad de lo que hacemos,
pensamos y esperamos.29 El ensayo identificaría esa inven-
ción con la particularidad de las lecturas, con la intrusión del
cuerpo bajo la forma del detalle y el desvío que éste implica
dentro del legado del saber (homogéneo sólo para las insti-
tuciones que velan por su mantenimiento).30 De alguna ma-
nera, ya en Montaigne se cumpliría lo que el crítico Eduardo
Grüner ve como la postura radical del ensayista moderno:
una autobiografía de lecturas,31 donde se impugna a la vez el
vitalismo de la biografía naturalista que supone un desarrollo
orgánico del pensamiento y también la objetividad ascética
del filólogo que restituye en una supuesta fuente exacta lo que
él mismo se prohíbe. Montaigne llevaría así al límite la cons-
tatación de que toda escritura construye un sujeto, lo hace
sujeto, y que esa sujeción por la escritura proviene en última
instancia del efecto de extrañamiento que la lectura produje-
ra como constitución de los otros.32 La erudición fragmenta-
ria como exhibición de la propia memoria y del propio olvido
muestra que el sujeto se conformaría a partir de los detalles
entresacados de otras conformaciones, cuya aparente insig-

 29
 Foucault, Michel, “Qu’est-ce que ce sont les Lumières?”, en Dits et
écrits IV, 1980-1988, París, Gallimard, 1994, pp. 568-571.
 30
 Cfr. Giordano, Alberto, Modos del ensayo, Rosario, Beatriz Viterbo,
1991, p. 17: “el ensayo como intrusión de la subjetividad —del cuerpo— en
el discurso del saber”, que lo transforma en “historia de lecturas” a través de
cuyas digresiones —”arte de ensayista— entra en los escritos la literatura”.
 31
 Grüner, Eduardo, “El ensayo, un género culpable”, loc. cit., p. 53.
 32
 Cfr. Grüner, Eduardo, loc. cit., donde se lee: “Ensayista es quien pue-
de decir, como Kafka: ‘no escribimos según lo que somos: somos según
aquello que escribimos’”.
170 Silvio Mattoni

nificancia se vuelve significante puro, opaco, ajeno para la


propia opacidad ya sin significado, sin otro movimiento que
la cadena de significantes en la que siempre falta al menos
uno.33 El ensayo sería entonces un arte de leer para olvidar
y una práctica de escribir para recordarse a sí mismo como
otro, vale decir, para-otro. La explicación de sus lecturas sería
la manera en que el ensayista traduce la experiencia vital de
la interpretación. El comentario de lo ajeno se vuelve enton-
ces lo más propio, y el resultado es uno de los efectos que se
le han atribuido al ensayo desde sus comienzos y que des-
pués del romanticismo alemán pudo formalizar claramente
el joven Lukács: “las vivencias para cuya expresión nacen los
escritos del ensayista no se hacen conscientes en la mayoría
de los hombres más que en la contemplación de las imáge-
nes o en la lectura de los poemas; y ni siquiera entonces se
puede pensar que tengan una fuerza capaz de mover la vida
misma”.34 El trabajo del ensayista le daría entonces a la lec-
tura el rango de experiencia que el uso habitual de las obras
oculta. Cuando se cree estar leyendo meras explicaciones de
las obras, se está ingresando a la transformación de su lectura
en conciencia de la experiencia propia. Lo casual de la expli-
cación detallada de un objeto cualquiera y la necesariedad
que ese azar adquiere desde el momento en que la atención
del ensayista quedó capturada por él le otorgan al ensayo su
carácter irónico, su particular modestia siempre denegada.
Lukács prosigue: “Me refiero aquí a la ironía que consiste en
que el crítico está hablando siempre de las cuestiones últi-
mas de la vida, pero siempre también en un tono como si se
tratara sólo de imágenes y de libros, sólo de los inesenciales

 33
 Cfr. Lacan, Jacques, “Seminario sobre La carta robada de Edgar Poe”,
en Escritos 1, Buenos Aires, Siglo XXI, 1986.
 34
 Lukács, Georg, “Sobre la esencia y forma del ensayo”, en El alma y las
formas, México, Grijalbo, 1985, p. 26.
El ensayo y la doxa 171

y bonitos ornamentos de la gran vida; y ni siquiera en esto de


lo más íntimo de la interioridad, sino sólo de una hermosa e
inútil superficie. Así parece como si todo ensayo se encon-
trara en la mayor lejanía posible de la vida, y la separación
parece tanto mayor cuanto más ardiente y dolorosamente
es sensible la proximidad real de la esencia real de ambos”.35
Separado de la vida por el detallismo con que trata unos ob-
jetos aparentemente inesenciales, el ensayo encuentra en esa
inmersión en la pequeñez del detalle la posibilidad de pen-
sar la constitución originaria de la experiencia, el cruce de las
lecturas y la biografía. La ironía, subrayada modestamente
por la palabra “ensayo”, prueba o tanteo, cifra de lo incomple-
to, es que se leerá como explicación parcial aquello que sería
la verdad de la experiencia, su carácter incompletable.
Invención o descubrimiento de Montaigne, tal vez am-
bas cosas al mismo tiempo, el ensayo, para Martínez Estrada,
está en él “acabado en punto de perfección”.36 Y si bien no
podría decirse que “crea” el género, “lo constituye al fijarle
sus condiciones típicas”,37 que para Martínez Estrada son: su
flexibilidad para recibir materiales diversos y su libertad para
tratar esos materiales. Pero los antecedentes de esa “cualidad
elástica” del ensayo, en las epístolas filosóficas o literarias de
Cicerón y Horacio, así como en los discursos satírico-mora-
les de Apuleyo o en los diálogos de Luciano,38 desembocan
en este género por un descubrimiento de Montaigne en el
acervo de la Antigüedad. Esa elasticidad expositiva (presente
también en el género de las reflexiones autobiográficas estoi-

 35
 Ibíd., p. 27.
 36
 Martínez Estrada, Ezequiel, “Estudio preliminar”, en Montaigne,
Ensayos, Buenos Aires, Clásicos Jackson, 1952, p. IX.
 37
 Ibíd.
 38
 Ibíd.
172 Silvio Mattoni

cas como las Meditaciones de Marco Aurelio) confluye con la


invención humanista del sujeto libre, de la personalidad sin-
gular, que será a la vez el tema y la condición de posibilidad
discursiva de los Essais.
En una frontera del ensayo tendríamos pues a este sujeto
cuyo objeto es su misma subjetividad, una suerte de reflejo
invertido del yo pienso cartesiano, donde en lugar de plan-
tearse un modo de justificar la actividad del pensamiento en
relación a la extensión, se intenta simplemente afirmar, sin
justificación posible, la extensión de un pensamiento que se
piensa como finito y no repetible. Relación de oposición entre
Descartes y Montaigne que desde un punto de vista histórico
puede analizarse como genealogía. Según Max Bense, “nu-
merosos pensamientos, temas y expresiones de Descartes”
(...) “tienen su origen en la maravillosamente rica prosa de
Montaigne”.39 Cumpliéndose así “el paso del essay al discours,
de lo empírico al teorema”,40 con lo que el ensayo se trans-
forma en origen del sistema o del discurso filosófico racional
que pretenderá fundamentar a la ciencia experimental mo-
derna. Sin embargo, el discurso filosófico, la prosa sistemáti-
ca (donde se esconde el oxímoron entre el sustantivo artístico
y el adjetivo matemático), no absorberá todas las tendencias
intelectuales del ensayo, ni bloqueará su evolución indepen-
diente aunque paralela en aras de una empiria que atienda
a lo irrepetible del sujeto, a la unicidad de su experiencia: lo
empírico sobrevive en el ensayo cuando el discurso lo ex-
pulsa para instalar allí al teorema puro. “La prosa artística
que Montaigne elaboró en sus famosos Ensayos”, prosigue
Bense, “se refina por obra de Descartes” (...) “y se convier-
te casi en un lenguaje especial de la filosofía, en el cual pue-

 39
 Bense, Max, Estética, Buenos Aires, Nueva Visión, 1969, pp. 69-70.
 40
 Ibíd., p. 70.
El ensayo y la doxa 173

den desarrollarse reflexiones, meditaciones y silogismos”,41


por lo cual en el espacio ensayístico abierto por Montaigne
puede tener lugar lo aún no demostrable, es decir, la argu-
mentación propiamente filosófica, que no es demostración
científica aunque pretenda alcanzarla. De modo que aquella
prosa artística convertida parcialmente en prosa conceptual
todavía “se mueve, por lo menos en los pasajes capitales del
Discurso de Descartes” (...) “en el ámbito literario creado por
Montaigne”.42 Salvo que aun cuando la tematización e incluso
la forma que revisten los argumentos cartesianos provengan
de Montaigne y de su prosa que, si bien es artística, no deja
de ser silogística en la forma de argumentación, en última
instancia el modelo y el paradigma de sus demostraciones
argumentadas ensayísticamente es la matemática, la lógica
invariable; mientras que Montaigne desprende lógicamente
sus reflexiones de la experiencia propia que como tal no es
universalmente válida. La matematización del pensamiento,
que no dejará de revestir luego formas disímiles en Descartes
y en Leibniz, por ejemplo, permanece como el principio de-
terminante por detrás de las estructuras estilísticas. Por el
contrario, en Montaigne la estructura retórica de las frases y
párrafos produce silogismos formales, cuya verdad o efecto
de verdad no puede separarse de ese estilo, no puede apar-
tarse de la letra, no puede volverse pura mathesis que por su
cualidad universal supere las condiciones de la lengua apro-
piada por un sujeto particular y afectada por una experiencia
cuyo origen no puede experimentarse. Descartes en cambio
puede ser el punto de partida del sujeto trascendental de la
ciencia venidera, porque lo ensayístico de su estilo está su-
bordinado a la matemática de su pensamiento, mientras que

 41
 Ibíd.
 42
 Ibíd.
174 Silvio Mattoni

Montaigne será el punto de partida del sujeto relativo, con-


dicionado y transitorio del ensayo como género, puesto que
sus particularidades formales sobrepasan la generalidad de
su pensamiento tradicional, es decir que su estilo supera a
sus lecturas, conservándolas y resolviéndolas en una unidad
mayor que no depende de la voluntad de saber; por lo tanto
es un modelo de identificación subjetiva para sus lectores y
no un paso hacia la abstracción del sujeto, hacia su prescin-
dencia como factor irrelevante en la ciencia transindividual.
En la otra frontera hipotética del género, Rest coloca la
obra ensayística de Francis Bacon, quien tomara la designa-
ción Ensayos de la obra de Montaigne para un contenido bas-
tante diferente al cuasi-biográfico del francés. “Si Montaigne
era el producto de una formación humanista”, dice Rest,
“Bacon prefigura el pensamiento científico moderno, con
su rigor y su lenguaje descarnado, con la actitud manifies-
tamente objetiva e impersonal que trasunta su estilo”.43 Del
humanismo de origen renacentista que en Montaigne se re-
velaría como una suerte de materialismo subjetivo, pasamos
con Bacon a la objetivación de ese materialismo, que se des-
prende de la tradición antigua para fundar las bases del em-
pirismo, donde la experiencia se someterá a las pruebas de
lo repetible y abandonará el extremo relativismo de la me-
moria y el olvido singulares. Lo que por otro lado retornará
siempre que se atienda a la textura singular de cada texto; en
palabras de Nicolás Rosa: “Memoria y olvido son los puntos
extremos que traman la textura de un texto: inscripción y bo-
rramiento son las operaciones que engendran la escritura”.44
A partir del olvido del ecléctico origen humanista del ensayo

 43
 Rest, Jaime, op. cit., p. 17.
 44
 Rosa, Nicolás, Los fulgores del simulacro, Santa Fe, Cuadernos de
Extensión Universitaria de la Universidad Nacional del Litoral, 1987, p. 314.
El ensayo y la doxa 175

en Montaigne y de la memoria de su concepto como relación


de un sujeto con el saber, se borrarán y escribirán las particu-
laridades de cada ensayista, éstas son “operaciones que con-
vocan la memoria textual y el olvido textual. A medida que
leo-escribo, a medida que escribo-leo todo el pasado tex-
tual —restos y despojos por momentos deslumbrantes—”.45
Rememoración que ilustraría el uso de las citas clásicas que
hiciera Montaigne y que el estudio de sus fuentes reflejaría en
el plano de la crítica, cual vano intento de restitución de un
origen que ya se ha difuminado en el nuevo texto. Pero, añade
Rosa, “aquello que todavía no ha sido cuantificado por la crí-
tica es el olvido. A medida que leo-escribo, olvido”.46 Y contra
lo olvidado se recorta la silueta de un palimpsesto, represen-
tativo de la modalidad de las citas ensayísticas, pues “al es-
cribir borramos la escritura del otro, de los otros, la cancela-
mos, pero al mismo tiempo la inscribimos en nuestra propia
escritura”,47 por lo cual el saber literario de un ensayo siempre
será no sólo un acercamiento al objeto tratado sino también y
fundamentalmente una puesta en escena del sujeto frente al
saber que nunca dejará de ser provisorio, evanescente, des-
leído, afirmando la verdad de que el saber nunca se posee,
nunca es algo simplemente dispuesto para el uso teleológi-
co, porque en última instancia es un supuesto, puesto en el
otro al que se busca. En el fracaso de la búsqueda radicará el
acierto del ensayo como prueba de escritura.
Los orígenes del término ensayo, de su aplicación lite-
raria y de su aceptación, en los veinte años finales del siglo
XVI, inducen a Rest a plantear una hipótesis que nosotros ya
mencionamos: la de que el ensayo, como interpretación pro-

 45
 Ibíd. pp. 314-315.
 46
 Ibíd. p. 315.
 47
 Ibíd. p. 315.
176 Silvio Mattoni

visional, se estaría contraponiendo a ciencia. Contraposición


que para Adorno no sería meramente complementaria sino
la huella de una oposición que definiría la posibilidad de un
discurso crítico frente a la ciencia moderna. El conocimiento
del ensayo, añade Rest, “es formulado como opinión perso-
nal, sin haber agotado los requerimientos propios de la cien-
cia: es, si se quiere, un atisbo, no el resultado de una pesquisa
exhaustiva que agotó los medios de comprobación”.48
Así, el territorio del ensayo se plantea como una zona no
definible, aunque descriptible entre los polos de “una región
de intimidad espontánea y subjetiva hasta un área de rigor
objetivo casi impersonal”.49 Y aun cuando los términos de
Rest parezcan laxos, se ve en ellos la postulación implícita de
una dialéctica sujeto-objeto dentro del ensayo como forma,
donde la objetividad sólo es “casi” impersonal porque se ar-
ticula en base a la opinión, si bien expuesta rigurosamente, y
donde además el subjetivismo espontáneo despliega minu-
ciosamente lo que constituiría su subjetividad, haciendo del
sujeto mismo un objeto de saber decible. Entre lo informal,
lo subjetivo, “la fascinación de la experiencia imaginativa” y
la formalidad, la objetividad, “el afán de conceptualización”
se manifiestan a fin de cuentas todas las variedades del ensa-
yo, cuyo punto de conciliación, con la progresiva división y
especialización del conocimiento en la modernidad, tal vez
sólo fue posible en el origen, justamente en Montaigne que
construyó una forma de conceptualizar sui generis la propia
experiencia subjetiva. Conciliación de sujeto y objeto que,
como las de espíritu y naturaleza, arte y ciencia, será el espe-
jo huidizo que habrán de perseguir los grandes ensayistas del
romanticismo temprano, como Friedrich Schlegel, Moritz o

 48
 Rest, Jaime, op. cit., p. 18.
 49
 Ibíd.
El ensayo y la doxa 177

Fichte, y que Hegel localizará en un punto supremo de la his-


toria futura.50 De todos modos, muchas variaciones marca-
das en la evolución del ensayo contemporáneo serían incom-
prensibles sin la tensión entre opinión y filosofía, entre críti-
ca y teoría, que pusieron en práctica los románticos, quienes
provocaron una elevación del rango epistémico del género
de la cual es deudora en parte también la recuperación ador-
niana del ensayo (aunque no obstante con plena conciencia
de esa deuda, que cambia y trastorna su valor de origen en
medio del rebajamiento del ensayo por parte de la filosofía
institucional, la ciencia sistemática y las divisiones especia-
lizadas de las llamadas ciencias sociales dentro del orden de
los saberes contemporáneos).
Un tercer elemento, que no se inclina hacia lo teórico ni
hacia lo biográfico, aparece también en la frontera del ensa-
yo. Se trata de “la discusión de asuntos literarios”,51 la crítica
literaria, algo que también notábamos en Montaigne, aun-
que como aspecto subsidiario de su tematización de la expe-
riencia personal. Este tercer elemento, que podríamos situar
como mediación de los otros dos, permite y aun requiere la
dialéctica entre las impresiones subjetivas que determinan la
lectura y el rigor conceptual que exige la atención a la letra
de los textos. Es decir que en ese punto crítico, donde nace el
crítico literario moderno que ya no es un escoliasta anónimo,
son posibles lo biografiable y lo teorizable sin que sea preciso
acudir a las anécdotas, puesto que siempre se describirá una
biografía de lecturas, ni tampoco acudir a la ciencia compro-
bable y sistemática, puesto que la literatura no cumple con las

 50
 Cfr. el fundamental estudio sobre los ensayistas alemanes de la
época de Goethe hecho por Peter Szondi titulado “Antigüedad clásica y
Modernidad en la estética de la época de Goethe”, en Poética y filosofía de
la historia I, Madrid, Visor, 1992, pp. 15-152.
 51
 Rest, Jaime, op. cit., p. 19.
178 Silvio Mattoni

características del fenómeno repetible del experimento, ni su


deriva puede sustentar un sistema que la describiera en su
totalidad (como ejemplo contrario, cabe señalar la Estética de
Hegel, que en su totalización sucumbe y caduca justamente
ante nuevas formas artísticas y literarias que no estaban pre-
vistas en ella; de allí que el arte burgués, el realismo del siglo
XIX y el arte reflexivo que se vuelve sobre sí mismo del siglo
XX no obedecen a los principios hegelianos, para los cuales
o bien no serían arte o bien serían formas del ocaso del arte,
márgenes del verdadero camino del espíritu que debía ser en
adelante filosófico y no estético).52
La crítica entonces abre su fructífero sendero en el ensa-
yo como una forma que encuentra hecha, constituida desde
la experiencia más que desde las disciplinas del comentario
tradicional. Sin embargo, más allá de su origen, las imposi-
bilidades de una descripción acabada del género ensayístico
llegarán con la proliferación de formas que causó la expan-
sión periodística en el siglo XVIII, una verdadera “revolución
industrial” del ensayo. En ese punto, Rest enumera a modo
de ejemplos de ese crecimiento “el artículo de costumbres”
o “el comentario político”,53 donde la figura biografiable del
ensayista, su primera persona, puede tornarse una ficción

 52
 Cfr. Szondi, Peter, “La teoría hegeliana de la poesía”, en Poética y filo­
sofía de la historia I, op. cit., en especial pp. 170-172: “El carácter modélico
de los griegos tiene como consecuencia el que Hegel considere que la re-
flexión supera al arte, en vez de creer posible una especie de arte reflexivo
(...) un arte que debía llegar a ser casi todo el arte del siglo veinte. (...) Lo
que hemos dicho del arte reflexivo, que Hegel a la vez proyecta y rechaza,
vale también palabra por palabra para el arte realista (...). Hegel no podía
aceptarlo tampoco en las primeras décadas del siglo XIX, puesto que prác-
ticamente no existía, pero Hegel reconoció su necesidad histórica sin creer,
por cierto, en su posibilidad; se lo impedía el hecho de que su pensamiento
estético estaba completamente orientado hacia el arte griego”.
 53
 Rest, Jaime, op. cit., p. 19.
El ensayo y la doxa 179

satírica y constituirse como personaje bajo el amparo de al-


gún seudónimo; práctica que se extendió hasta el siglo XX.
Basándose en la citada polaridad entre lo formal objetivo y
lo informal subjetivo, con todo el relativismo que implica tal
división, Rest describe una posible clasificación del ensayo
en el punto al que lo ha conducido su divulgación actual.
Más que una definición conceptual del género, una manera
de plantearlo como conjunto de prácticas sedimentadas his-
tóricamente, pero cuyas posibilidades de variación y de ago-
tamiento de esas variaciones sería muy grande. “En el primer
sector”, dice Rest, el del ensayo formal o conceptualizante,
donde predominaría la construcción teórica, “al avanzar del
extremo exterior hacia la división ubicada en el centro halla-
mos, sucesivamente, los tratados y las monografías, luego las
piezas biográficas, históricas, críticas, expositivas y científi-
cas, después los editoriales periodísticos y, por fin, las rese-
ñas de libros”.54
Vemos que se trata no de una enumeración basada en una
diferencia específica, interna a los tipos de texto nombrados,
sino que más bien toma en cuenta el lugar institucional que
se les adjudica socialmente. Clasificación que está centra-
da en la recepción probable de los ensayos antes que en su
posibilidad de producción. “En el segundo sector”, prosigue
Rest, de ensayos que tenderían a lo subjetivo, autobiográfi-
co o imaginativo, “al desplazarnos también desde afuera ha-
cia adentro hallamos, primeramente, los bocetos y ensayos
familiares, después las piezas impresionistas, más tarde la
presentación de tipos y caracteres y, por último, los artículos
periodísticos”.55 Suspicazmente, podemos advertir que en el
espacio misceláneo del periódico se encuentran y chocan

 54
 Ibíd.
 55
 Ibíd.
180 Silvio Mattoni

ambas zonas. ¿Pero qué diferenciaría, si puede establecer-


se tal diferencia, el artículo de la reseña o la pieza biográfica
sobre alguien de la pieza autobiográfica o impresionista? La
arbitrariedad de la distribución, que resume la descripción
del ensayo hecha por el crítico Harold Merriam, es señalada
a posteriori también por Rest: muchas clases o subclases po-
drían intercambiarse, ser sustituidas por otras o fundirse en
una clase mayor. De todos modos, queda el dato de la polari-
dad, el hecho de que existe una dialéctica entre el concepto y
el proceso subjetivo de conceptualización, entre la cosa y el
sujeto que la transformará en objeto al describirla, de que el
ensayo es el escenario de un conflicto callado entre construc-
ción y mímesis, entre teoría y expresión. Además del hecho
de que tal descripción, en principio empírica y meramente
casuística, no sea totalmente casual y advierta sin lugar a du-
das acerca de la amplitud y variabilidad de lo que compren-
de el término ensayo. De dicha enumeración también surge,
para Rest,56 la unión que históricamente fue imprescindible
entre el avance, la aceptación y la variación de las prácticas
ensayísticas con la difusión y proliferación de la prensa perió-
dica. Donde podríamos ver corporeizada de alguna manera
la polaridad implícita en la forma del ensayo en el plano insti-
tucional: lo informal, la opinión, unidos al periodismo gene-
ral y de público amplio, por un lado; el intento de teorizar y la
argumentación demostrativa y objetivista afines a la prensa
especializada, por el otro. Sin embargo, el empirismo de estas
asignaciones de lugares sociales al ensayo sólo podría subsa-
narse y adquirir cierta validez en casos concretos y estudios
históricos determinados.
Las conclusiones que Rest extrae de su exploración rápida
a través de las definiciones y los intentos de clasificación del

 56
 Rest, Jaime, op. cit., p. 20.
El ensayo y la doxa 181

ensayo se condensan en la ampliación y el desarrollo de una


idea implícita en el sentido propio de la palabra ensayo. Es
en verdad una prueba, la exposición de algo todavía inacaba-
do, una muestra provisional con aspectos sin pulir, como el
ensayo teatral sin decorado y sin vestuario al que se accede
casi subrepticiamente, añadiendo el espectador, en la com-
plicidad de lo íntimo previo a lo público y definitivo, los ele-
mentos faltantes, “como si a este futuro espectador se le di-
jera: ‘Vamos a mostrarle algo que estamos preparando, pero
por favor no comente en público demasiado lo que ha visto
porque todavía es indispensable pulir muchos detalles’”.57 ¿Y
cuál sería el sentido de esa prueba que acaso nunca llegue al
acabamiento de lo definitivo? Según su etimología (del latín
exagium: peso), es también una suerte de evaluación, en la
que se toma el peso y la medida de un asunto cuya compleji-
dad acaso lo exija. Un concepto nominalista del género que
pareciera imposible abandonar cuando se trata del ensayo;
Luis Gusmán lo explica, por ejemplo, así: “Lo sugerente de la
palabra ensayo es que en su etimología conserva, al menos
en algunas de sus derivaciones, su rigor de comprobación, de
peso, y a la vez su carácter provisional, ligero, y por qué no
didáctico, que lo funda como género”.58 Es decir, la ya men-
cionada tensión dialéctica (o paradoja indecidible) entre la
objetividad del examen, la prueba, la valoración de la cosa
tematizada y objetivada por ese mismo examen al que se la
somete, y por otra parte la simultánea operación de una sub-
jetividad que se enseña a sí misma incluso en la elección de
aquello que trata, en la misma provisionalidad de aquel exa-
men. Tensión entre lo comprobable y lo incomprobable que

 57
 Ibíd., pp. 20-21.
 58
 Gusmán, Luis, “El ensayo de los escritores”, en revista Sitio Nº 4/5,
Buenos Aires, Mayo 1985, p. 56.
182 Silvio Mattoni

funda el género y lo mantiene como tal en un incierto espacio


de saber subjetivo reivindicado por el arte reflexivo que pien-
sa su concepto y anticipa su fin, según Hegel, y por la ciencia
imposible del ser único, que postulara Roland Barthes como
destino siempre diferido y recomenzado.
Dicha relativización al mismo tiempo rigurosa tiene su ca-
rácter histórico. Pues el ensayo que, como decía Adorno, trata
temas u objetos culturales, formas sociales, ideas, obras de
arte, experiencia, ficciones y ciencia, ficciones de la ciencia
y ciencia de las ficciones, está obligado a ese avance cauto,
tentativo, que se aferra a la materialidad de los detalles, que
sopesa, calibra la textualidad de su objeto y las formas posi-
bles de volverlo un nuevo texto, el suyo; sin olvidar que será
siempre una forma histórica, transitoria, ya que ese “peso”
varía con la misma acumulación de las interpretaciones,
sobre todo en la época propia del ensayo (postularlo fuera
de la modernidad sería un anacronismo, aun cuando en la
Antigüedad puedan señalarse los precursores retóricos de su
forma en un sentido borgeano), cuando, según el Manifiesto
comunista de Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire” y
las cosas con más peso cultural lo pierden, mientras lo ganan
objetos e ideas que antaño eran banales y ligeras. El examen
y la ligereza simultáneas del ensayo participan de este movi-
miento de la modernidad, aligerando los monumentos petri-
ficados y analizando con rigor las aparentes banalidades que
adquieren así un peso insospechado.
El recorte arbitrario de la actividad de escribir, del conti-
nuo de las prácticas de escritura, que imponen los géneros
literarios como conceptos o preconceptos de la crítica y por
ende de la lectura, tiene para el ensayo una importancia par-
ticular, pues dentro de su concepto pueden ingresar los com-
ponentes que definen a otros géneros. Su carácter distintivo
será en cambio esa provisionalidad antedicha; el recorte ar-
El ensayo y la doxa 183

bitrario está en la invención y aplicación del nombre a lo in-


acabado, incompleto y provisorio, que sin embargo para no
dejar de ser ensayo deberá ser también inacabable, incom-
pletable e histórico, lo que llevó a identificar sin más al ensa-
yo con la práctica de la lectura, que puede reanudarse, reno-
varse, pero nunca darse por terminada ni repetirse de mane-
ra idéntica en dos momentos diferentes. Una prueba de esa
arbitrariedad (que no obstante es imprescindible para toda
crítica, cuyo recorte siempre define los límites de lo literario y
cuya arbitrariedad es la marca del orden simbólico, del vacío
que arrastra las partículas de lo decible hacia esa ausencia de
justificación que funda las lenguas), o más bien un ejemplo
de ella, sería que se puede leer el plan poético que Mallarmé
titulara Igitur o la locura de Elbehnon como un ensayo; y de
hecho lo es: una presentación provisoria que se enfrenta con
lo inacabable y que asume la forma del plan o del proyecto
como definitiva, como la instauración de la concepción, de-
tenida antes de la elaboración final, que se sabe abierta hacia
lo que no puede decir y prefiere quedarse allí, en ese teatro
de la ausencia, de lo que falta, antes que cerrarse a lo impo-
sible.59 El ensayo es el reino de lo posible, de la promesa que
el pensamiento le hace a la percepción y al saber de un viaje
hacia lo que todavía no está dicho.

 59
 Cfr. Blanchot, Maurice, El libro que vendrá, Caracas, Monte Ávila,
1992; en especial, en el apartado IV “¿A dónde va la literatura?”, las seccio-
nes “I. La desaparición de la literatura” y “V. El libro que vendrá”.
De la subjetividad del ensayo
(problema de género) al sujeto del ensayo
(problema de estilo)1
Carlos Kuri

¿Qué hay en la conjunción Ensayo y Subjetividad que a la


vez que parece cruzar dos conceptos conocidos, casi inevita-
blemente atraídos, alberga, sin embargo, tantos sobreenten-
didos oscuros y crónicos?
De hecho cada pieza supone una congestión de cuestio-
nes difíciles, pero sobre todo necesarias.
Resulta difícil la coexistencia de la afirmación epistémi-
ca con la estructura poco metodológica del ensayo. Porque,
aunque discrepante de la tradición epistemológica, el pro-
blema del saber interviene en todo ensayo, y lo vincula, más
allá de lo literario, con proposiciones de saber.
Esta característica viene con la presión del algo necesario,
que ha producido conflictos insoslayables (de no ser así no
tendría la menor importancia) sobre el poder de los géneros,
sobre la superstición científica y la protección metodológica.
Se sabe, en la Argentina los discursos de mayor conse-
cuencia y originalidad no han surgido ni del academicis-
mo universitario (con gestos de cientificidad) ni de siste-
mas filosóficos. Borges, Lugones, Masotta, Martínez Estrada,
Macedonio Fernández, Sarmiento, Ingenieros han conse-
guido una potencia que, diría, más que consagrar al ensayo
como género argentino, han establecido lo ensayístico como
foco de iluminación e insurrección que atraviesa y fastidia en
el “interior” de cualquier género.

 1
 Publicado originalmente en Marcelo Percia (Comp): El ensayo
como clínica de la subjetividad, Buenos Aires, Lugar, 2001; pp. 100-118.
186 Carlos Kuri

El campo de fuerza que produce el ensayo, su estatuto de


“interpelación polémica”, interviene en la masa de indagacio-
nes contemporáneas dominadas por lo que el afán científico
llamó ciencias humanas (clasificación desplazada después
hacia ciencias del discurso), y de las que se podría hacer un
catálogo tan inestable como informe.
Desde los relevos post-modernos del marxismo, pasando
por el estado solipsista de la actual crítica literaria, y la am-
bición filosófica o arqueológica que ha hipnotizado a buena
parte de la literatura, desde la fatigosas reiteraciones psicoa-
nalíticas hasta las seudo-investigaciones universitarias, en
todos los casos podemos reconocer una lucha con lo que de-
fine el estatuto del ensayo y la presencia del problema del su-
jeto, en algunas ocasiones como vindicación y en otras como
denuncia de debilidad epistemológica.
Es posible aceptar que existe una serie de rasgos que, aun-
que cambiantes y diversamente argumentados, caracterizan
lo que se llama ensayo. Es sobre el aparente acuerdo donde
resulta decisivo señalar lo que produce la aparición del sujeto
como preocupación teórica y de estilo. A partir del momen-
to en que hablar del sujeto deja de ser un sobreentendido o
un término circunstancial (donde parecía indistinto hablar
de personalidad, subjetividad o yo del autor), esto es, cuan-
do comenzamos a sentir el peso del concepto, probablemen-
te a partir de “Subversión del sujeto” de Lacan o “Qué es un
autor” de Foucault (creo que es mejor cifrar en artículos lo
que habitualmente se desdibuja invocando una época o una
Escuela), se produce una fractura y una revisión sobre lo que
era aceptado como género del ensayo desde aproximada-
mente el siglo XVI.
El parentesco del ensayo con el género epistolar, el “sor-
prendente grado de flexibilidad con que trata cualquier tema”,
la constante insinuación de un interlocutor operando en el
De la subjetividad del ensayo 187

texto, cierta dispersión inevitable o calculada, su carácter frag-


mentario. Todas estas cosas, y por supuesto otras, podrían re-
conocerse como propias del ensayo. Independientemente de
las épocas, se admiten parentescos más o menos visibles con
lo que se ha dicho de los ensayos de Coleridge o De Quincey.
Pero esta continuidad en el enfoque se interrumpe al consti-
tuirse el sujeto como problema conceptual.
Sin duda que hacer pasar el estatuto del ensayo por la fun-
ción dominante de la primera persona es insuficiente. Casi
un modo de confundir el ensayo con el sentimentalismo. El
dato de la primera persona no contiene una determinación
absoluta, de ser así nos llevaría a no distinguir el ensayo de la
confesión autobiográfica. Pero, además, el problema no pasa
por ampliar o complicar lo que decimos con subjetividad, yo
o sujeto, sino en desplazar la distribución misma del proble-
ma a partir del sujeto (y del cuerpo en el caso de la estética).
Hablar de la subjetividad y del sujeto (del estilo), no su-
pone entonces una oposición simétrica. Se trata de discutir
el criterio que define lo que es ensayo a partir de la teoría de
los géneros en base a su fuerte subjetividad. Lo que nos lleva
a considerar que lo ensayístico empieza en un estado de la
lengua (como también lo científico o la prosa literaria), y no
en el sujeto.

I. El alma y el estilo
El estudio preliminar que hace Ezequiel Martínez Estrada
de los Ensayos de Montaigne ofrece una doble ventaja.2 Por
un lado nos permite observar justamente lo que determinaría
la naturaleza del ensayo como género —según el autor— en

 2
 Martínez Estrada, E.: “Estudio preliminar” de los Ensayos de Mon­
taigne, Clásicos Jackson, Buenos Aires, 1948.
188 Carlos Kuri

su “acabado punto de perfección”. Pero también se muestra,


también en un estado de perfección, la confusión entre autor,
personalidad y escritura que domina el criterio de Martínez
Estrada al caracterizar lo más propio del ensayo.
“Susceptible de tomar cualquier estructura y de alcanzar
cualquier dimensión, desde el aforismo hasta la crónica ex-
haustiva, según lo que contengan los propósitos del autor,
caben en (el texto del ensayo) con idéntica licitud el escolio,
el relato, el panfleto, el panegírico. Su mérito está en la inex-
presable flexibilidad con que recibe sin perder su naturaleza
cualquier material según cualquier disposición”.
El carácter polimorfo que ve Martínez Estrada en los
Ensayos de Montaigne indica un tratamiento del tema y de
los géneros basado en la sujeción del objetivo (del propósi-
to) temático a los propósitos del autor. Y si bien esto parecie-
ra hablar del énfasis que se pone habitualmente en la fun-
ción de la primera persona en el ensayo, el caso de Martínez
Estrada es una demostración del modo en que la explicación
por la personalidad opera como una fuerza centrípeta que se
traga el escrito, su estilo, con la voracidad de términos que no
dicen nada pareciendo decir todo (la subjetividad es una de
esas figuras). En su idea de ensayo “todo dependerá del ta-
lento y del temperamento del autor, de su estado de ánimo…”
Por supuesto que en mi comentario está presente aquella
vieja crítica de Masotta a Martínez Estrada, que apunta a la
asimilación entre biografía e historia, pero que alcanza a la
confusión entre biografía y texto. También habría que dejar
en claro que no se está desconociendo la importancia en la
misma elección que hace Masotta:
Se podría tal vez rastrear quién fue el inventor de este jue-
go que sostiene a una tan alta presión del espíritu y que
supone la más gruesa metafísica sustancialista —la suerte
de Hernández confundida con la de Martín Fierro— (…)
De la subjetividad del ensayo 189

Quien con mayor confusión y talento verbal lo ha llevado


al colmo de la tensión es seguramente Martínez Estrada.3
“Montaigne —sigue Martínez Estrada— hizo del ensayo
su imagen literaria fiel; no con su fisonomía y estatura verda-
dera, sino con su personalidad. Como él, es un ser proteico,
amorfo, susceptible de transformarse hasta adquirir un cuer-
po vivo, una cara, una voz. Su estilo es igual a su pensamien-
to y nos parece imposible que hubiera podido expresarse en
ninguna de las formas tradicionales para la prosa y el verso,
que imponían pautas y leyes de juego previas. Para encon-
trarse a sí mismo le fue necesario encontrar antes el ensayo”.
Esta idea hace del pensamiento y el estilo una unidad sin
fisuras, el estilo como expresión sin deformación del pensa-
miento. El ensayo es el médium literario: el género adecuado
para reflejar la subjetividad, adecuado a la plasticidad de la
vida.
“El conjunto de sus ensayos parciales tiene únicamente la
unidad que les da la personalidad del autor. Es el documento
más completo de la vida intelectual de un hombre (…). Es la
biografía de un alma nunca satisfecha, sin esperanzas y sin
rencores (…). El Ulises, de James Joyce, está compuesto con la
misma noción de que una vida no compagina como un trata-
do sino como un rompecabezas, donde la figura está comple-
ta aunque desordenada. Los Ensayos de Montaigne ya tenían
esa misma estructura rigurosamente fiel del Ulises, quiero
decir que el pensamiento y la vida fluyen en ellos como las
siente el protagonista y no como las ordena el historiador”.
El impacto de estilo del Ulises se reduce de este modo al
desorden de la vida. Pero, no dejemos pasar por alto la distin-

 3
 Masotta, O.: “Leopoldo Lugones y Juan Carlos Ghiano: antimercan-
tilistas” (1956); en Conciencia y Estructura, Buenos Aires, Editorial Jorge
Álvarez, Buenos Aires 1968.
190 Carlos Kuri

ción del autor. Es cierto, el orden del historiador discrepa con


la diseminación ensayística. Ahora bien, el hecho de que esta
distribución obedezca a la figura de los géneros y no al pro-
blema del estilo, nos impide observar, por ejemplo, los focos
del ensayo en la construcción histórica.
Creo que en la proposición de Walter Benjamin sobre
Proust (que me tiene obsesionado desde hace años) se con-
sigue, de un modo tan fuerte como minucioso, tocar el punto
en que la vida y la obra se exponen como duelo e instauración
del estilo. El punto en que la vida no puede pasar al escrito.
La operación de Benjamin se hace justamente sobre
Proust, sobre un autor “autobiográfico”, sobre una escritura
que ha aparentado una procuración desesperada de los re-
cuerdos a través de las sensaciones, hecho de fragmentos de
aromas, de colores, con ráfagas sensibles de la percepción.
Benjamin habla de una memoria olfativa en Proust, pero
justamente señala que es en ese punto donde deberíamos
percibir lo que la escritura no termina de sintetizar de la vida.
Allí ofrece esta figura: “La imagen de Proust es la suprema ex-
presión fisiognómica que ha podido adquirir la discrepancia
irreteniblemente creciente entre vida y poesía”.4 Acentúa de
este modo el punto máximo de tensión que domina un es-
crito, un fastidio irreteniblemente creciente. Es por lo que se
pierde —y no termina nunca de perderse— de la vida, que
hay poesía. Es el punto de partida del problema del estilo.
Frente al grupo de términos inevitables que parecen jus-
tificar la determinación del ensayo por la subjetividad, de-
biéramos introducir una suerte de contragolpe, esto es una
desubjetivación, hasta una desbiografía. Cuando Grüner cita
a Barthes y caracteriza al ensayo como el escrito formado a
partir de “todas las veces que he levantado la cabeza” esti-

 4
 Benjamin, W.: Iluminaciones I, Buenos Aires, Taurus, 1988.
De la subjetividad del ensayo 191

mulado por una lectura, constata que el ensayo se transfor-


ma así en una especie de autobiografía de lecturas. Pero se
ve obligado a añadir: “no tanto en el sentido de ‘los libros en
mi vida’, sino más bien en el de los libros que han apartado al
ensayista de ‘su’ vida”.
“Y los hijos se le mueren inmediatamente de nacer. Seis
mujeres. Sólo una, Leonor, sobrevive. Nada de esto sube a su
corazón ni a su cabeza. Sus Ensayos contienen ligeras alusio-
nes en tono estoico, y ninguna efusión de dolor íntimo, que
no está en su estilo porque no está en su alma”.
Pienso que Martínez Estrada desaprovechó su oportuni-
dad (el instante en que el movimiento de su argumentación
lo lleva al borde del conflicto con la convicción de sus propo-
siciones). En el punto en donde podría ver la estructura del
estilo y el combate del estilo con la vida, necesita suprimir del
alma lo que encuentra en el estilo, para que el estilo se siga
haciendo con el alma.

II. La subjetividad, complemento del género


El afán de los géneros por constituir un orden resulta tan
inevitable como infructuoso. La función de identificar y pro-
curar estabilizar las diferencias estéticas o discursivas con
nombres (tragedia, policial, elegía, ensayo, etc.) no consigue
más que un alivio de Manual o de ligera historicidad. Esto en
parte vale también para la distribución basada en caracterís-
ticas estructurales, para la tipología del discurso literario.
Porque si bien es posible revisar las propiedades (perso-
najes, acción, temas) que tipifican algo de las obras o al revés,
hacer una requisa de obras que contengan por ejemplo las
propiedades dominantes indispensables como para identifi-
car la tragedia en determinada época, cuando estas propo-
siciones, de índole lingüística, se tropiezan con el problema
192 Carlos Kuri

del autor o del lector, muestran su insuficiencia. Y más aún,


podríamos decir que muy poco, casi nada del cuerpo o del
sujeto constitutivo de un escrito es rozado por este tipo de
análisis.
Martínez Estrada, decíamos, procura detallar los rasgos
que hacen al género del ensayo, alcanza así un nivel de ge-
neralización que pareciera poder incluir todos los ensayos
desde Montaigne (punto de concentración de los rasgos del
ensayo) hasta nuestros días (incluido él mismo). Sin embar-
go, cuando explora las características del propio ensayo de
Montaigne se ve necesariamente forzado a buscar aquello
que lo identifica. Es ahí, exactamente, donde percibimos la
gloria y la insuficiencia de los géneros. En ese punto Martínez
Estrada no puede hacer otra cosa que buscar detrás del tex-
to el alma de Montaigne, la vida de Montaigne, la personali-
dad de Montaigne. Esta impotencia no debemos atribuírsela
a él, sino a la naturaleza del análisis que permite la noción de
género.
Se nos puede decir, con cierta razón, que le estamos pi-
diendo al orden de los géneros algo que no está en su objeti-
vo, que a un procedimiento por lo general le estamos pidien-
do un rigor sobre lo singular. Pero esta objeción pierde de vis-
ta algo: el problema de la subjetividad es el reverso del orden
de los géneros. La idea de generalidad tiene adherida la caída
en la subjetividad. Es por la insuficiencia de la clasificación
por los géneros (y los períodos) que se apela a la subjetividad.
La subjetividad es así el síntoma de la clasificación, aquello
que hace el ademán de cubrir con el sub-jectum lo que el gé-
nero suprimió —o sencillamente no vio— de la singularidad
de la escritura.
Todo el problema pasa por confundir la estructura de la
lengua, como objeto científico de la lingüística, con el esta-
do de la lengua que produce un sujeto o un cuerpo (o lo que
De la subjetividad del ensayo 193

podría ser lo mismo con el ensayo o la estética). Quiero decir


(nuevamente)5 que el modelo de las lenguas no alcanza para
los problemas específicos del sujeto o de la instauración de
un cuerpo. La lingüística trata los rasgos que tipifican, no ha-
bría otro modo, con esquemas de codificación (más o menos
estructurales). A estos rasgos neutros y anónimos se resiste la
acción del nombre propio —límite de la lengua— que impo-
nen el arte y la discursividad.
Si se tratase de una inspección de partículas (personajes,
acciones, argumentos, temas, sonidos, grupo de tesis) equi-
valentes a fonemas, es decir, piezas obedientes a la lógica de
Jakobson o de Saussure, podríamos imaginar que un conjun-
to de leyes lingüísticas y epistémicas gobierna la genealogía
y la trasmisión del cuerpo del arte o del sujeto del ensayo. La
cuestión reside en que en estos ensayos de la razón (lo laca-
niano, lo sartreano) o en estas literaturas (lo policial de Poe,
la trama borgeana), allí donde aparentemente hay formas o
transgresiones literarias, conceptos y proposiciones del sa-
ber, no podemos desembarazarnos del problema del nombre
propio.
Pensemos lo siguiente, un fraseo, una inflexión, funda el
tango a partir del veinte, ese fraseo tiene un nombre, y hasta
un momento material: Gardel, en “Mi noche triste”. Con esto
no digo que la música o el discurso sea una sumatoria intrin-
cada de subjetividades, lejos de eso, el nombre propio nos
conduce al problema del estilo.
Y si el estilo tiene consecuencias técnicas (la amplitud del
sistema de lo novelesco con Joyce, o un nuevo estado del tan-
go a partir de Gardel), estas consecuencias técnicas nunca
superan ni suprimen la acción nominal que las produce.

 5
 Cf. Kuri, C.: La argumentación incesante, Rosario, Editorial Homo
Sapiens, 1995.
194 Carlos Kuri

El asunto de estilo no debiéramos entenderlo únicamente


como la elección que debe hacer todo texto entre cierto nú-
mero de disponibilidades contenidas en la lengua,6 cosa que,
por otro camino, vuelve a comprimir las cosas en la cuestión
del género. Sino, más allá de eso, como la incisión que algu-
nos textos dejan en la lengua; operación que involucra la ac-
ción del nombre propio demostrada en la construcción de un
lector inédito.

III. Ensayo y saber


El carácter afirmativo en el ensayo, a pesar de la conoci-
da renegación que de él hace Blanchot (“estas anotaciones
no pretenden resolver ningún problema”), no debiera supri-
mirse tan rápidamente. Así como Blanchot procura tomar
distancia de proposiciones de este tipo, también se podría
considerar la distancia que lo literario precisa del ensayo.
Saer, por ejemplo, encuentra en este punto aquello que se-
para el ensayo de la literatura: “traduciendo su obra ficcional
—dice— a un ensayo, entraría en un terreno afirmativo que,
justamente, mis textos tratan de eludir”.7
Este carácter afirmativo habría que tomarlo entonces
como un ‘coeficiente de fricción’. No es lo suficientemente
decisivo para hacer del ensayo un subgénero de la ciencia o
los sistemas filosóficos, pero es lo necesariamente fijo (algo
de la identidad de pensamiento) como para no ser literatura.
Si el saber como problema parece ineludible cuando se
trata del ensayo, lo es porque el ensayo se ha planteado como

 6
 Ducrot, O. y Todorov, T.: Diccionario enciclopédico de las ciencias del
lenguaje, Buenos Aires, Siglo XXI, 1974.
 7
 Saer, J.J.: “El arte de narrar la incertidumbre”, entrevista incluida en:
Saavedra, G.: La curiosidad impertinente, entrevistas con narradores argen­
tinos, Rosario, Beatriz Viterbo, 1993.
De la subjetividad del ensayo 195

ironía (más que como género) de consecuencias conflictivas


precisamente en el terreno del saber. De allí extrae su condi-
ción lógica y su posición irritante.
Ahora bien, lo que nos guía, más que los textos definidos
como ensayos, son los intervalos que lo ensayístico produ-
ce en el régimen probatorio o hipotético deductivo. Su ca-
rácter lagunoso (¿“a-tético”?). Este intervalo ensayístico se
lo ha identificado como el punto de irrupción de aquello
que llamamos de distintas maneras: del yo, del sujeto, de la
subjetividad.
¿Es en ese sentido que en el libro de Giordano se afirma: el
ensayo, intrusión de la subjetividad en el discurso del saber?8
De hecho esta consideración decide en el saber una con-
dición insoslayable del ensayo. Esto es, que el tono de des-
preocupación explicativa, de desdén por el sistema teórico
que a veces necesita para avanzar, tiene, en la aceptación de
que se trata de un discurso del saber, un límite.
Entiendo que la intrusión de la subjetividad sirve para in-
dicar la naturaleza diferente de esa relación entre lengua y
saber que llamamos ensayo. Pero en cuanto a esto, que sería
una condición general, prefiero reservar la idea de intervalo
en el discurso del saber. Entender al sujeto (y aun al cuer-
po) como rastro específico de una alteración (discursiva o
estética) de la lengua; como huella de una operación en la
lengua en lugar de ver en ciertos acontecimientos de la len-
gua un efecto de la intrusión de lo subjetivo. El sujeto es así
huella de la alteración del saber como propiedad epistemo-
lógica. A partir de esta alteración, la episteme que produ-
ce lo ensayístico no coincide con las figuras de la epistemo­

 8
 Esta, como algunas citas que siguen, pertenecen al libro de Alberto
Giordano, Modos del ensayo, uno de los más rigurosos acerca del tema.
Rosario, Beatriz Viterbo, 1991.
196 Carlos Kuri

logía,9 y además tensa su relación con proposiciones inde-


mostrables o conclusiones aparentemente caprichosas para
la metodología. Debiéramos advertir que esto no equivale a
la postulación de ‘otro’ saber. Se trata de la eficacia del saber
al constituirse de un modo ‘ladeado’, en fricción con la razón
como Orden.
Digamos por las dudas, que esta puesta en discusión del
estatuto del saber en el ensayo no implica una indiferencia
argumentativa (criterio que comprobamos en muchos ar-
tículos psicoanalíticos, que rezan fórmulas y desdeñan argu-
mentos). El ensayo nunca renuncia a la argumentación, hay
no obstante en él un suspenso argumental que no se resuelve
ni en la demostración formalizada ni en la integración a un
sistema de pensamiento.

IV. El sujeto, rasgo no-subjetivo del discurso

Una fuerza, una economía de la demostración que ofrece


razones en el ejercicio mismo del discurso, aparentemente
sin exterioridad, sin referencia, parece comandar al ensayo.
Ahora bien ¿esto hace pie en la subjetividad?
Notemos que en el mismo instante en que el argumen-
to se encamina por la primera persona para ubicar la natu-
raleza del ensayo, de inmediato debemos hacer una rectifi-
cación: “El recurso a la primer persona del singular —dice
Giordano— o, si se quiere una referencia más específica,
a un ‘método dramático’ (que pone en escena una enun-
ciación y no una reflexión, que simula un discurso en lugar

 9
 Y hasta podríamos decir: la doxa que produce lo ensayístico altera
la episteme. Sobre este tipo de escisión habría que reconsiderar la distin-
ción entre episteme y figuras epistemológicas y de la ciencia, que Foucault
intenta hacer en La arqueología del saber (México, Siglo XXI, 1979).
De la subjetividad del ensayo 197

de describirlo)”, testimonian (la lejanía del ensayista con la


objetividad).
La primera persona del singular se desplaza ganando es-
pecificidad, pero diría más aún, llevando lo que sería una re-
ferencia gramatical y subjetiva hacia el plano de una retórica
del sujeto.
¿El ensayo es un teatro de la escritura? ¿Un theatrum phi­
losophicum? ¿Aquello que expone los pliegues extenuantes
de la enunciación más que una conclusiva acumulación de
enunciados? El ejercicio de volver sobre sus propios pasos,
incansablemente, reemplaza el tono ascético y anónimo de
la metodología (simulacro en las “ciencias humanas” del len-
guaje matemático). En la actitud metodológica hay una su-
presión de las preguntas sobre la causa de la escritura, en el
ensayo, por el contrario, un exhibicionismo. Y en todo caso
habría que estudiar las relaciones del ensayo con la asocia-
ción libre freudiana.
La exhibición de la perspectiva: ¿de la propia emoción,
del propio impacto? “Para explicar el funcionamiento litera-
rio del exordio de una milonga, Borges deslinda los efectos
que la estrofa produce en él (…) para investigar lo que la fo-
tografía es “en sí misma”, Barthes toma como único punto de
partida aquellas fotos que existen para él, es decir, aquellas
fotos que lo atraen”.10
Dos cuestiones. Si se piensa que de este modo se alcanza
al objeto en sí mismo (la fotografía en sí misma, la poesía en
sí misma), parece tratarse de una puesta entre paréntesis de
la objetividad, para obtener así la verdad del objeto; una ver-
sión de la epojé husserliana: el objeto no es sin la percepción;
y junto a esto (si tomamos el caso de Barthes en La cámara
lúcida), un despliegue (indefinido) de “mi mirada”, una mira-
da que muestre cómo miro.

 10
 Giordano, A.: op. cit.
198 Carlos Kuri

Por otro lado, si consideramos la determinación del en-


sayo en la escena de la enunciación, en una exposición de
la fuente de mi enunciado, en el punto (mítico) en donde
comienza a crecer en mí el enunciado, en las fotos que me
atraen o en los efectos de alguna estrofa (sé que no es rigu-
roso, pero sí eficaz, recurrir aquí a esa otra idea de Barthes:
“el placer del texto es el momento en que me dejo llevar por
mi cuerpo y mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo”),
desde este punto de vista podríamos decir que todo ensayo
forma parte de la estética de la recepción. (Cosa que no esta-
ría mal, sobre todo para ajustar los problemas de la estética
de la recepción).
Es probable que cuando la apelación a la subjetividad se
hace vindicativamente frente a la superstición de objetividad
que anima los escritos científico-sociales (predilectos en los
informes universitarios, que nadie lee), perdemos rigor en el
problema del sujeto. Es cierto, hay un imaginario en la obje-
tividad (algo parecido a aquello que hace creer que la música
se constituye en base a perfección técnica), pero esto no de-
biera debilitarnos en la pregunta acerca de cuál es esa “cierta
subjetividad” que el saber del ensayo exige.
Cuando Barthes recurre a la noción de “subjetividad
del no-sujeto, subjetividad incierta, equívoca, que ningún
nombre de autor alcanza a identificar”, estamos en presen-
cia (nuevamente) del tipo de relación que el mismo Barthes
mantiene con el saber. El desdén por la fidelidad a un sistema
teórico y el uso de los términos sostenidos fuertemente por la
coyuntura de la enunciación. Esto es, no-sujeto, subjetividad,
nombre de autor, se definen únicamente por las coordenadas
del texto, y más aún, por las del párrafo. No esperemos aquí
una articulación con nociones sistemáticas (o algo así) de
nombre, sujeto o subjetividad, ya sea del mismo Barthes en
De la subjetividad del ensayo 199

otros textos y menos de Lacan o de Foucault, de ellos parece


tomar un resplandor de los términos.
Con Barthes debemos atender más a una lógica de la su-
gerencia in situ, del aprovechamiento del ejercicio de los
términos, que a una hermenéutica del concepto. Cuando
dice sujeto o autor, saca provecho del contraste y la tensión
que irradia la enunciación, dice así otra cosa y no rinde fi-
delidad a lo que, por ejemplo, el concepto dice en psicoa-
nálisis. Lo que interesa es el afán de formular un encuentro
oblicuo, inaudito de la noción de sujeto. ¿Consigue hacerlo?
Despreocupándonos del volumen conceptual de los térmi-
nos, sí. Lo que quiero decir es que Barthes mide más el efecto
de un uso subversivo que la pertinencia teórica del concepto.
De todos modos, frente a la disposición que establece del
problema, me apuro a invertir algunos términos. Es en esa
inversión donde creo ajustar, por fin, el lugar del sujeto y la
red de conceptos que involucra: si tal como se lo dice ningún
nombre de autor alcanza a identificar la subjetividad, esto
es así porque no hay una relación expresiva entre la subje-
tividad y el nombre de autor. En este punto hay que cambiar
hasta invertir los términos directrices: el nombre de autor le-
jos de ser una marca de identidad de la subjetividad, es rasgo
no-subjetivo del discurso, allí se encuentra, ya no el asunto
subjetivo, sino la instancia del sujeto.
Por eso, no basta con aclarar que no existe ningún nexo
entre una subjetividad sin nombre —oscuro punto de la in-
timidad del ensayista— y el nombre como exterioridad (en-
tre ellos hay una grieta). Cortado este nexo, la subjetividad,
su importancia para el texto, su peso psicobiográfico, cae sin
remedio. En cambio hablamos de la instauración de lo nomi-
nal. De un régimen del nombre ¿dónde está la subjetividad
de Debussy o Schönberg, donde la de Macedonio o Nietzche,
sino en un nombre del estilo, un nombre sin subjetividad? Se
200 Carlos Kuri

ha repetido frecuentemente esta afirmación de Lacan, quizás


sin medir su alcance: el estilo es el objeto. ¿Cómo no ver allí
la materialidad que constituye al sujeto pero como extraña-
miento de lo subjetivo?
(Queda por discutir si en ese nombre constatamos las ad-
herencias de un cuerpo erógeno —para la estética— y los ras-
tros de la enunciación —en caso del ensayo—).

V. El ojo y el nombre
Una situación teórica particular se da precisamente cuan-
do el ensayo toma como objeto lo estético. Lo estético parece
ser un tema fundamental del ensayo. Y si bien los escritos que
mejor representan esta elección se los puede hallar en Walter
Benjamin, debemos reconocer que en las últimas décadas
esta unión (ensayo o en todo caso estudios sobre estética),
viene padeciendo de una actitud escolarmente explicativa y
del recrudecimiento de aplicaciones del psicoanálisis sobre
el arte, ahora en clave lacaniana.
Es probable que la idea que Masotta fue definiendo acer-
ca de una disolución del campo de relación del psicoanalista
con la obra de arte, nos advierta de este tipo de situaciones.
Pero antes aún de su aproximación al psicoanálisis hay an-
tecedentes de esa actitud, muestra una soltura (ensayística)
fuera de toda tentación “académica” por convertir el objeto
estético en objeto de Manual.
Es el caso de la breve nota sobre la presencia de Le Parc
en la Bienal de Venecia. En Le Parc —dice Masotta— “nin-
guno de los materiales tradicionales se conservan. Pexiglass,
aluminio, cajas de madera: los materiales escogidos por Le
Parc definen el contexto perceptual neutro, en el sentido de
que las huellas del pintor, del propio artista, han sido borra-
das. Si entrar en una exposición de (Luis Felipe) Noé es visi-
De la subjetividad del ensayo 201

tar un sitio en donde la presencia del pintor impregna hasta


el último rincón, visitar una exposición de Le Parc es encon-
trarse con el propio yo y con los ‘objetos’, con esas máquinas
simples, que crean una atmósfera borrosa en la que el invi-
tado sin importancia es el anónimo fantasma del artista (…)
cualquiera podría ser el autor de una de las obras de Le Parc.
Una inverosímil —e incómoda— conclusión, se dirá. Y si es
cierto, entonces ¿por qué Le Parc?”11 Hay una doble ventaja
para nuestro propósito en este párrafo. Por un lado muestra
el estatuto de efecto que el autor (¿el yo? ¿el sujeto?) alcanza
en una construcción plástica. No es el mismo percepto al que
nos obliga uno y otro, no es el mismo ojo el que plantea Noé
que Le Parc. Por lo demás resulta claro que el objeto estéti-
co nos obliga a poner el acento en el percepto más que en el
sujeto. Es en este “contexto perceptual” de uno y otro, sólo a
partir de allí que Masotta distingue la neutralidad casi anóni-
ma de uno, frente al yo omnipresente del otro.
Pero también nos conduce hacia el papel del nombre (tan-
to en el ensayo como en lo estético), con una curiosa fórmula,
Le Parc construye un sitio de anonimato para la percepción
(semejante al lugar del yo que Foucault encuentra en la de-
mostración matemática, en que todo “individuo” puede ocu-
par, con tal que haya aceptado el mismo sistema de símbo-
los, el mismo juego de axiomas: “yo supongo”, “yo concluyo”).
Aunque con la paradoja (no podría ser de otro modo en el
arte —el arte no es la matemática—) de constituir en ese ges-
to la marca del nombre (así lo señala la pregunta de Masotta:
“entonces ¿por qué Le Parc?”).
Recordemos el grado de impropiedad que Deleuze consi-
dera cuando trata el problema del nombre, entre el estilo y la

 11
 Massota, O.: “Un argentino en Venecia” (trad. V. Veliz), en Anuario
‘98-99, Departamento social, Facultad de Psicología, UNR, Rosario,
Laborde Editor, 1999.
202 Carlos Kuri

impropiedad. “El nombre propio no designa a un individuo,


al contrario, un individuo sólo adquiere su verdadero nom-
bre propio cuando se abre a las multiplicidades que lo atra-
viesan totalmente, tras el más severo ejercicio de desperso-
nalización. El nombre propio es la aprehensión instantánea
de una multiplicidad, el nombre propio es un puro infinitivo
entendido como tal en un campo de intensidad”.12
No ignoro el campo de remisión que estamos componien-
do. Sobre el sujeto y el nombre se añaden la despersonaliza-
ción y la multiplicidad en el estilo.

VI. La subjetividad, imaginario de un género (La ocasión


que nos ofrece Koiré)
En el ensayo “Actitud estética y pensamiento científico”, re-
sulta notable el modo en que Koyré pone a la vista las opera-
ciones extra-epistemológicas que participan en la genealogía
de la ciencia. Allí se analizan las creencias y las preferencias
estéticas que operan sobre el dominio del lenguaje científico.
Es la aversión que Galileo sentía por el uso de lo estético
del procedimiento de la anamorfosis y por la poesía alegóri-
ca, lo que le impidió la aceptación de la formalización mate-
mática de la elipse. Ante la elipse Galileo no ve más que un
círculo deformado.
Para Galileo la astronomía de Kepler, que postulaba las
trayectorias elípticas, era una “astronomía manierista”. Según
Koyré, no supo distinguir entre el contenido matemático de
la órbita elipsoidal, decididamente progresista, y el anacro-
nismo que se hallaba en la subestructura física, claramente
animista, de la doctrina de Kepler. “Esta es una de las para-

 12
 Deleuze, G.: Citado por Astutti, A. (en “Estilo e impropiedad”,
Boletín/4, UNR, Rosario, 1995) de Critique et Clinique, Paris, Les Éditions
de Minuit, 1993.
De la subjetividad del ensayo 203

dojas más asombrosas de la historia: allí donde el empirismo


progresista de Galileo —en el que se encarnaba también su
versión barroca— le impidió distinguir entre la forma ideal
(del círculo) y la acción mecánica, y por eso mismo contri-
buyó a mantener su teoría del movimiento bajo la égida de la
circularidad, el idealismo ‘conservador’ de Kepler le permitió
hacer esta distinción y por eso mismo contribuyó a liberar su
teoría del movimiento de la obsesión por la circularidad”.13
La exigencia de claridad galileana reposaba en las influen-
cias de sus concepciones estéticas sobre las científicas, este
dominio del lenguaje, que no responde al funcionamiento
del saber científico, opera de manera azarosa, preparando,
permitiendo o entorpeciendo el paso a la aserción cuantitati-
va. Pero este momento previo, este ‘asunto de alcoba’, es jus-
tamente lo que luego la formalización elimina.
Cuáles son las preguntas que nos posibilita el caso Kepler/
Galileo, según este estudio que Koyré retoma de Panofsky.
En primer lugar: ¿se trata del mismo sujeto al que supone-
mos en la actitud estética y aquél que estaría en el orden del
pensamiento científico? ¿Cuándo es justo hablar de sujeto y
cuándo de subjetividad? La línea demarcatoria hay que bus-
carla precisamente entre el lenguaje matemático y las creen-
cias (hasta se podría invocar la línea —aunque dogmática-
mente abusiva— entre lo simbólico y lo imaginario).
Digamos que no estamos aquí ante una lengua estética ni
siquiera ante cuestiones de la lengua que permiten lo estéti-
co. A pesar del acento colocado en el interés de Galileo por
el arte, se trata en realidad del punto en que lo artístico se
degrada (o se idealiza, para el caso es lo mismo) en creencia.
No en las reflexiones ceñidas al arte mismo, sino en las reper-

 13
 Koyré, A.: “Actitud estética y pensamiento científico”, en Estudios de
historia del pensamiento científico, Buenos Aires, Siglo XXI, 1978.
204 Carlos Kuri

cusiones y obstáculos que produce el arte para que, en el caso


comentado, la lengua matemática se trabe y no vea ni acepte
el orden matemático involucrado en la órbita elipsoidal.
Aquello que presiona los pasos de Kepler, aunque tenga
el aspecto de acumulación de datos empíricos, adquiere su
estatuto en el interior de un lenguaje: de una matemática del
movimiento: “No olvidemos que si Kepler llega a sustituir los
círculos por elipses no lo hace de buen grado ni porque tenía
una predilección cualquiera por esta curva curiosa; es por-
que no puede hacer otra cosa. En efecto, como astrónomo
de profesión, que escribe para técnicos —y no como Galileo,
para hombres cultos— no puede descuidar, como éste últi-
mo, los datos empíricos, es decir, las observaciones muy pre-
cisas que le dio Tycho Brae. Su deber es dar una teoría, no
general, sino concreta de los movimientos”.
Para nuestras distinciones esto es fundamental: el obstá-
culo (lo estético como prejuicio) de la subjetividad no es el
dominio de lo que llamamos sujeto. Y si en esta división ha-
blamos de sujeto en relación al lenguaje matemático, debe
quedar claro que de lo que se trata es de la posibilidad de
pensar por qué la lengua matemática lo produce como lugar
vacante.
Avancemos sobre el modo en que Koyré hace funcionar la
división actitud estética/pensamiento científico. Por una par-
te la actitud estética parece obedecer en Galileo a una actitud
general, a una especie de visión del mundo (“se podría casi
decir (…) —y quizá no hay siquiera necesidad de emplear el
‘casi’— que Galileo sentía por la elipse la misma invencible
aversión que experimentaba por la anamorfosis; y que la as-
tronomía de Kepler era para él una astronomía manierista”).
Esto no supone que lo estético sea un epifenómeno de la vi-
sión personal del mundo, sino que la actitud estética lo es.
Una cosa es la actitud estética y otra los problemas del arte y
De la subjetividad del ensayo 205

la sensibilidad. El lenguaje que lo determina a Galileo como


científico, no como subjetividad, sino como autor (y no es-
tamos lejos —insisto— de decir como sujeto, sin ignorar la
particular “neutralidad” del sujeto en este caso), es el len-
guaje matemático. Es allí precisamente donde Koyré ubica
la incompresible ceguera, el repudio injustificado de Galileo
como desconociendo su propio sistema matemático.
A Koyré no parece preocuparle la exactitud de la posi-
ción estética de Galileo con respecto a la alegoría de Tasso o
al equilibrio armónico de Ariosto, lo tiene sin cuidado si las
razones de Galileo que lo conducen a tomar partido a favor
de uno y en contra de otro están argumentadas estética, filo-
sófica o artísticamente. A Koyré lo que le interesa es el grado
y el tipo de influencia que estos criterios han tenido sobre la
lengua y la visión matemática de Galileo. (Notemos que sólo
se limita a establecer un reconocimiento del saber de Galileo
sobre arte, no para evaluar el rigor de ese saber sino para in-
dicar el grado de compenetración que tenía Galileo con el
arte).
Tenemos entonces a la actitud estética como visión sub-
jetiva y no como territorio de la lengua matemática. (Visión
capturada en el imaginario de armonía del género —repre-
sentado por la poesía de Ariosto— y que, como todo imagina-
rio, es también fuente de repudio, de “aversión alegórica” en
este caso). Dependiendo de esto se desarrolla el carácter de
obstrucción, con que lo subjetivo intercepta la lengua mate-
mática. Obstrucción singular; no como regla epistemológica;
lo que indica que el tipo de influencia bien podría invertirse,
y lo que en este acontecimiento de la historia de la astrono-
mía fue un obstáculo en otros podría ser una ventaja.
Es precisamente aquí donde podemos notar que no es lo
mismo la obstrucción de lo subjetivo en la lengua (matemá-
tica, ensayística, estética), que el intervalo del sujeto en el sa-
206 Carlos Kuri

ber. Pero dejemos en claro que las maneras de lo subjetivo


han de ser diferentes en lo matemático, en el ensayo y en la
estética, como así también la instauración de lo que nombra-
mos como sujeto. A tal punto que en sentido estricto al suje-
to, marca nominal de la enunciación, únicamente debería-
mos vincularlo al discurso del ensayo; lo matemático hace de
él, de la enunciación, un lugar vacante, supresión del shifter.
Y en arte, insisto, debiéramos hablar más de cuerpo que de
sujeto.

VII. Del lector


El ensayo entonces nos obliga a considerar las cosas de
distinto modo, esto es, considerar ya otra diferenciación: un
punto en que ya no es lo subjetivo (como actitud estética,
constitución psicológica, interioridad) ni tampoco la mecá-
nica anónima que determina la lengua matemática. Esta di-
ferencia no se decide en una consideración, por otra parte di-
fícil de precisar, acerca del volumen subjetivo, personal o bio-
gráfico que pueda hallarse en un texto, sino en el tipo de tra-
bajo que en el discurso hace la enunciación. Porque cuando
Foucault establece el carácter anónimo de la demostración
matemática, no hace otra cosa que advertir la imposibilidad
de hacer avanzar allí la pregunta por la enunciación.
Hay en esto una nueva puntualización del nombre. Es en
el dominio del ensayo y de lo estético en donde la acción no-
minal señala precisamente la constitución ensayística y esté-
tica. Es exactamente en aquello que hace posible hablar de lo
lacaniano o lo freudiano; de lo beethoveniano o lo gardeliano
en donde el estilo nos deja ver que el individuo no es el autor,
que lo nominal se constituye por fuera de lo personal.
Hay en la estructura del nombre un clivaje en el interior
mismo de lo nominal, lo que supone que el nombre no debie-
De la subjetividad del ensayo 207

ra considerarse simplemente en su carácter identificatorio,


sino como un rasgo que se distribuye y afecta irregularmente
un texto o una obra (opus).
En este sentido lo nominal determina el estado del dis-
curso que llamamos ensayo, pero también ha operado sobre
“el pensamiento científico”, en la posibilidad de interrogar el
problema del autor y el origen en esa lengua. Debemos notar
por ejemplo no sólo la diferencia en cuanto al carácter anó-
nimo del yo en la demostración matemática, sino al carácter
subjetivo cuando la historia se encarga de ubicar las vicisitu-
des biográficas de los científicos. Lo galileano, lo newtoniano
pasan en ese caso, al contrario del nombre en el ensayo, del
lado de la épica anecdótica de la ciencia: no pertenece ni a la
lengua matemática ni a la condición del estilo que hallamos
en un ensayo.
Ahora bien, no podríamos obtener exhaustividad en estos
problemas si dejamos de lado el estatuto del lector, no como
situación individual o empírica, sino como parte constitutiva
del nombre de autor y del estilo.
A pesar de que aquello que Lacan señala respecto del lec-
tor en el seminario El reverso del psicoanálisis, está en fun-
ción de la cita como contexto (el contexto se conforma según
el nombre invocado por la cita), hay algo de su proposición
que posee un alcance mayor. Esto es, cuando señala que ci-
tar a Marx o a Freud implica la participación de un lector su-
puesto en un discurso, debemos considerarlo bajo la idea de
que el lector es parte estructural de la cita (algo así como la
instauración de un lector-supuesto-discurso). La acción no-
minal no se reduciría al efecto de poner en contexto, ligado a
la cita por autoridad o devoción.
De este modo, la potencia de un discurso estaría medida
por la invención de un lector que no existía hasta el momen-
to. (Cómo entender sino la idea de Foucault con respecto a
208 Carlos Kuri

Marx y Freud como instauradores de discursividad). Ahora


bien, el papel de esta idea debe colocarse en el esfuerzo por
no confundir la subjetividad con el autor, pero tampoco con
el lector.
Podríamos suponer operaciones comunes: tanto el lector
de Freud, construcción que comienza en la mezcla entre el
folletín histérico de los primeros historiales con la pregunta
científica por la causa, como el cuerpo altanero del flamenco
o la sensibilidad flotante de Debussy, comienzan en algo que
no es subjetividad ni sentimiento. Comienza con un discurso
y con un plano (extraño) de la lengua que instaura lo estético
(la aísthesis artificial del arte).
No obstante, la fuerza con que un discurso produce un
lector, esto es un sujeto parido en el interior de un estilo (la
idea borgeana: el lector de la novela policial nace cuando
Poe nos fuerza a la pregunta por quién es el asesino, es una
guía), por alguna razón se muestra directamente en lo esté-
tico. Es allí donde sin deformación podemos hablar de una
fuerza/cuerpo (casi omitiendo al sujeto). Sin embargo, no
hay una equivalencia entre discurso/sujeto y fuerza/cuerpo.
Conviene recordar que no hay una lógica, una simbólica pro-
pia de lo estético (aunque sí hay una fuerza de lo sensible di-
ferente de una ‘lógica’ del significante).

VIII. Adición metapsicológica


La adjetivación del ensayo siempre es complicada, el en-
sayo, como tratamos de decir, se constituye en el estilo y no
en el género, fuente de adjetivaciones. Sin embargo hay sin-
gularidades. Hablar del ensayo psicoanalítico no supone la
ubicación de un subgénero (dentro de un género mayor en-
sayístico), aunque sí debiera introducir interrogantes sobre el
sujeto y la subjetividad.
De la subjetividad del ensayo 209

¿En qué reside esta singularidad? De hecho, como hici-


mos referencia al rehusamiento de Blanchot a la ambición de
resolver problemas a través del ensayo, ya estaba en nuestro
horizonte la preocupación psicoanalítica. El tono mismo de
la especulación metapsicológica está cargado de apremio.
Podríamos decir que no hay metapsicología contemplativa
ni distendida. La metapsicología sufre el apremio de las di-
ficultades de la práctica. Independientemente de que su ca-
rácter explicativo o resolutivo tenga la figura de lo provisional
o de la prórroga, no deja de sobrellevar una presión afirma-
tiva. Estas diferencias, insisto, no son meramente opositivas,
en el sentido de dividir sectores e imponer una clasificación
(ensayo literario, ensayo psicoanalítico), hay más que eso. El
complejo del ensayo psicoanalítico parece extremar algo de
lo que se da en el problema del ensayo. El carácter de la me-
tapsicología parece llevar la distancia entre la subjetividad y
el sujeto, a la fórmula explícita de la división del sujeto. De to-
dos modos, en muchas ocasiones el papel de la explicitación
teórica del problema nos ha conducido a una aporía. ¿Cómo
hacer para que al nombrar esto no se cierre de inmediato
nuestra argumentación en la asfixia del rezo lacaniano?
En este sentido, la discrepancia irreteniblemente crecien-
te entre vida y poesía, señalada por Benjamin, es una de las
figuras de la división del sujeto, que probablemente consiga
decir más que la invocación mecánica de los términos.
Freud nombra a sus Historiales como ensayo; el relato de
Freud de sus propios sueños, incluso los sueños que presen-
tan como suyos, el grupo de fragmentos biográficos que están
esparcidos en sus escritos: ¿en qué medida esto puede ads-
cribirse a cierta subjetividad? El discurso de Freud, compar-
tiendo los mismos problemas que hemos presentado, no cae
bajo el dominio de la objetividad, no es un discurso que se
mantenga dentro del ideal (el de Freud) de ciencia de la na-
210 Carlos Kuri

turaleza. No obstante hay algo que impide que el texto freu-


diano sea subjetivo.
Lo mismo podríamos considerar en cuanto a las anotacio-
nes que se hacen de un paciente y que sirven para la redac-
ción del historial ¿son anotaciones subjetivas? Hay algo que
parece desplazar esta condición de un discurso orientado
subjetivamente hacia otro punto.
Un análisis encuentra su determinación más en la historia
del síntoma, en la historia de la libido, que en la historia de
vida. En esta instancia, el término de biografía ha adquirido
repercusión a raíz de la publicación de los relatos transferen-
ciales de pacientes y biógrafos de Lacan.
La transferencia no está excluida del problema biográfico,
lo que se desarrolla en términos de neurosis de transferen-
cia (neurosis de biografía) es indispensable para un análisis.
No obstante lo que se tiene que desarrollar en términos de
desbiografización, es también indispensable para un análi-
sis. Quiero decir que el análisis funciona en este intersticio
por donde ciertos significantes inciden sobre una vida, pero
la vida nunca termina por resumirse en esos significantes.
Digamos que un análisis, o inclusive una interpretación,
siempre deja la insatisfacción en los términos de: ese no soy
yo. El sujeto de la interpretación no coincide —y más bien
entra en fricción— con el ser (‘ese no soy yo’). Resulta insos-
layable esta especie de insatisfacción, de pequeña ranura, de
fastidio, que nunca termina por extinguirse, de un análisis.
Nunca terminan por unirse las incidencias significantes que
un análisis opera en una vida y la vida que fue incidida por
esos significantes, hay allí un hiato irremediable, que hace a
la estructura misma del análisis.
Ensayo y memorándum14

Horacio González

Súbitamente se hizo evidente que nos encontramos instrui-


dos por la palabra ensayo. Tan diligente con su propia vague-
dad, ella misma no puede dejar de sorprenderse con los indi-
cios de una nueva vigencia, que si fuera real, la traicionaría.
Pues no podría haber tal nombradía triunfadora del ensayo.
Porque quizás más con el ensayo que con la poesía o la nove-
la es que se debilitan las ataduras de género. Y así el ensayo
sería un modo que solo puede existir como vida singular por
cada objeto que lo integra, poco atareado en construir una
vicaría general que reclutara ungidos, misioneros, avisados y
novicios. No hace más de un mes, en un tramo de unas jorna-
das rosarinas sobre Hegel un expositor anotó una resignada
protesta al decir que el ensayo estaba de moda. Este aserto
quería ser una queja referida al abandono de la expresión
meditada, argumentada y quizá científica. Como toda doli-
da desavenencia, ésta merece cuidadosos comentarios pero
me atengo a uno: si el ensayo llama a un arbitrio de trabajo
que esencialmente lo es sobre su propio lenguaje, tiene de la
moda el estar siempre allí donde el tiempo se ejerce volunta-
riamente contra el sí mismo de su propio pasado.
Pero de todas las opciones que podría esgrimir los remi-
sos, la cortés injuria de atribuirle el estigma de fugacidad de
la moda es improcedente y al mismo tiempo lo único eficaz.

 14
 Publicado originalmente en Boletín/10, Centro de Estudios de
Teoría y Crítica Literaria, Universidad Nacional de Rosario, diciembre 2002;
pp. 9-23. Leído en el Coloquio “Retóricas y políticas del ensayo”, Rosario, 1
al 3 de agosto de 2001.
212 Horacio González

Porque el ensayo está siempre en estado de problema, reve-


lando su esencial renuncia a que cada ser mundano extrai-
ga de sí mismo las explicaciones completas sobre su propia
existencia tangible. Mientras el acto de conocimiento es al-
guna cosa que continuamente desea revelar las condiciones
en que se produce, es decir, que también le pertenecería todo
lo que no está siendo él mismo y se halla situado antes de él,
el ensayo es la valerosa renuncia a que esa reapropiación se
realice. Quiere producir sus resultados antes que el conocer
complete su ciclo en sí mismo. ¿Tiene razón? Es que el ensa-
yo no puede sostener que el intento de investigar condicio-
nes, y a veces precondiciones, y así al infinito, demora una
de las grandes vías del conocimiento. No justamente las que
proponen las pruebas de verdad consistentes en la aplicación
de las leyes descubiertas a aquél que las descubre —pues esto
es la libertad retrospectiva de las condiciones— sino la de
lanzarse al descubierto con un comienzo que finge ser abso-
luto porque en realidad desea abandonar el problema de su
origen.
La fuerza de esta actitud del ensayo no es la de negar los
fundamentos del mundo, sino la de asociar la acción más de-
cidida a la renuncia a la averiguación de lo que a la realidad
le falta para completarse. ¿Pero qué realidad? En toda histo-
ria de hombres y cosas hay realidades que parecen completas
gracias a la ignorancia de sus ancestros o precursores. Y al
revés, en toda historia de lenguajes y códices hay realidades
acongojadas por incompletas que procuran saber de sí mis-
mas, para lo cual el saber de la autoconciencia o el viaje hasta
los confines del árbol genealógico, sirve para reunir en una
sola materia las aristas de las formas anteriores con las actua-
les. ¿Qué elegir? ¿El que está incompleto creyéndose satura-
do o el que sabiendo que falla cuando se desea colmado de sí,
se propone examinar los momentos previos de esa totalidad
Ensayo y memorándum 213

fracasada? El ensayo, en verdad, descubre tanto que la exis-


tencia disfraza una integridad inexistente, como que comple-
tar la realidad implica abdicar de la búsqueda de sus propios
cimientos. Es frágil para ser fuerte, se mantiene ingrávido en
el conocimiento de su escritura para ser vigoroso en los resul-
tados que se traducen en sucesos de la historia pública.
Aquel deseo de completamiento puede percibirse siem-
pre como perentoria necesidad de un reclamo de vida. Pero
a veces estas formas de vida soñadamente situadas en la paz
del todo unificado, son también las que nos advierten sobre
el papel activo de lo inexplicable. Si lo inexplicable cobra la
dimensión de un goce de conocimiento, deriva necesaria-
mente hacia lo que debe explicarse como sorpresa, como de-
mora de los tiempos que nos sustraen sus secretos o al revés,
como oronda actividad del que para ser feliz ni quiere escu-
char que sus certezas ya han sido refutadas en otro tiempo
o lugar. Si esto es el ensayo, no puede dejar de ser literaria-
mente inevitable, y nunca puede estar de moda, por existir
siempre de un modo segundo, supernumerario o adventicio.
No podría estar de moda, porque a pesar de que —como la
propia moda—, supone ignorar el trazado rígido de su propia
serie, se diferencia de la moda en que no depende del coque-
teo de una reposición sistemática del corazón fugaz de las co-
sas sino del complemento de antigüedad que le carga a todo
ente de actualidad.
¿Pero no es así también la moda? Lo es, pero el ensayo
no se complace en borrar a cada paso sus figuras anteriores.
Tampoco crea hegemonías volátiles, sino que tiene el alma
invisible de lo que se hace presente aún cuando quien lo re-
clama no percibe que lo ha convocado. Ni aún si creyera que
posee el secreto de todo conocimiento escrito, haría de eso
un motivo de militante visibilidad. Su importancia es tan du-
radera e imperceptible, que recibe con mayor complacencia
214 Horacio González

los ataques de quienes lo reprueban antes que la ojeriza de


los que lo ven victorioso como nuevo género al uso.
De algún modo, son las deficiencias del ensayo —defi-
ciencias que en primer lugar se perciben en el esfuerzo fe-
nomenal que realiza para imponer un yo siempre frágil— las
que lo llevan a ser un buen resumen de todos los problemas
de la retórica. Y ya cuando decimos el nombre de la retórica,
se está invocando un nudo de irresolución que finalmente
acabamos por agradecerle. Porque la retórica está destinada
a mostrar: o que el mundo es inconsistente o que el lenguaje
es el cierre tiránico de las instituciones. Un mundo donde la
retórica fuera norma o sistema sería ingrato e invivible. Pero
un mundo que pudiese escapar de la retórica sería un mundo
equivocado al resignar el examen de lo que hace el lenguaje
con las pasiones.
Huir de la observancia de los engranajes de las lenguas o
combatir la ignorancia del material que reúne a los hombres
en su habla son los sentimientos que aparecen cada vez que
se menta la retórica y lo retórico. Ser retórico. Nadie quiere
serlo. Se rechaza ser portador de aquello mismo que extenúa
el lenguaje a costa de ponerlo frente a la conciencia de sus
realizaciones. Se impugna la retórica como indicio de fastidio
ante una burocracia de intrigantes que enturbian el sentido
empírico de los actos de lengua; pero nadie puede suponer
que el lenguaje no tropiece siempre con el ineluctable dilema
de su ignoto sentido ante el hecho de ser meramente solicita-
do. Porque ese solicitar y en ese solicitar somos nosotros mis-
mos. En la medida en que nos lleva al área de las pasiones, es
mejor decir que la retórica carga los mismos inconvenientes
que el ensayo, pues sin ella no podemos pensar en el peligro
de los efectos vacíos de ser-lengua, ni en los inconvenientes
de un lenguaje entendido como una maquinaria inerte y de
funciones fijas.
Ensayo y memorándum 215

Somos profesores argentinos, tenemos nuestros misales y


andrajos de lectura, las citas son lápidas fundamentales en
nuestros idiomas. La gran angustia que eso genera es que en
el nombre del ensayo postulamos la reconquista de una ex-
presión única que lucha por sostenerse en un cálido olvido
de su metalenguaje, palabra que es un nostálgico recuerdo
y que sacamos de épocas más amenas que ésta. ¿Entonces
cómo tener una actividad ensayística que al mismo tiempo
no sea una revisión del metalenguaje de las citas? Éstas im-
plican una pérdida de libertad sólo cuando no se las puede
someter a otra fidelidad que las extraña de sus engarces na-
turales. Pero la cita devocional también importa, porque la
posición del que la trae como remate último de todo lo que
puede decirse sobre algo, también quiere ponerse en el lugar
de una sabiduría que habría llegado en la vehiculización de
todo lo dicho por otro y en la memoria general del mundo.
Nada indigno para los profesores cuando nos sentimos pre-
parados para hacerlo dignamente y sin humillaciones.
Pero resta el problema del metalenguaje. ¿Acaso no diji-
mos que cierta renuncia a querer significar sobre el signifi-
cado, caracteriza la gracia del ensayo? Entonces, mejor sería
traer sin más hacia nosotros todo lo que la cultura tuvo a bien
acarrear para su uso comunitario. Pero la única posibilidad
que tenemos para realizar virtuosamente esa elección de los
signos exteriores de la cultura, es evitarles esa exterioridad
diciendo en cada caso que lo que tomamos de alguna ma-
nera ya nos pertenece. No porque sea un robo, un plagio, un
homenaje o una cofradía indiferenciada de pensamientos
que pertenecen a priori a la humanidad, sino por la honra y
el recato de la utopía ensayística que los va reclamando para
despertar de su sueño. El ensayo puede privarse de comen-
tar todo lo que hace en simultaneidad al momento en que lo
hace, pero es el género de la celosía y debe traer cada nombre
216 Horacio González

a los suyos propios en un acto de íntegra libertad. Así invita-


mos ahora a escuchar el nombre de Montaigne, celosos de
que no desarregle lo que hasta aquí teníamos hecho con la
potencia de su lumbre o que al contrario resulte insuficiente
nuestra facultad para convocarlo.
¿Cómo comienza la mención de este hombre que posee
la particularidad de haber dicho mucho y de abrumadora su-
tileza sobre el tema que nos ocupa y preocupa? Somos pro-
fesores argentinos, lo sabemos, y nuestra larga tarea consiste
en convocar nombres que ni siquiera nos exigen una cien-
cia de presentación. Podemos ser bruscos con ellos y empu-
jarlos sobre el umbral de nuestros papeles sin preámbulos.
¿Pero cómo eliminar preámbulos? Hay un estadio anterior
al del ensayo, o que se sitúa entre el ensayo y el memorán-
dum, que es lo que no puede olvidarse en el cumplimiento
del deber con las citas y por eso se lo respalda con una escri-
tura sumaria, estricta y que comienza y termina cuando tiene
obligación de hacerlo. Nos referimos a la analecta, es decir
el compendio que a su vez significa la recolección de las so-
bras de mesa. El diccionario dice que analecta da el nombre
del mozo que junta olvidos de mantel. El triángulo ensayo,
analecta, memorándum nos permite —somos profesores ar-
gentinos— introducirnos en el sombrío dilema de las citas:
si el ensayo juega con ellas, la analecta las colecciona como
residuos momentáneos y el memorándum es él mismo una
cita no asumida. Con espíritu de analecta llamamos entonces
a Montaigne.
Montaigne escribió los Ensayos, a los que unió su nom-
bre. Pero hizo algo más: cuando citamos algún ensayo de los
Ensayos, no tenemos cómo diferenciar lo que hace del nom-
bre que le ha puesto. A costa de una fatídica redundancia, de-
cimos el ensayo Diez de los Ensayos. Lo que es se define por
lo que hace, el nombre que tiene no es dilucidado sino que es
Ensayo y memorándum 217

reiterado como si alguna vez hubiese sido explicado. Veamos


el capítulo diez de los Ensayos, o el ensayo diez, dicen los
profesores argentinos. Se denomina “Del hablar pronto o tar-
dío”. Es una de las pequeñas joyas siempre invocadas de los
Ensayos. Allí Montaigne define lo que siglos después pudo
llamarse escisión del yo, diciendo: “no me hallo a gusto cuan­
do me poseo y dispongo de mí mismo. Ocúrreme también el no
hallarme cuando me busco y hallarme más por encontrona­
zo que inquiriendo en mi entendimiento”. No es, desde luego,
una definición del ensayo sino una disposición hacia el ensa-
yo, ensamblada siempre con la declaración de una identidad
que escapa ante las posibilidades de su propia autoconcien-
cia, y que al hacerlo genera un dislocamiento entre lo que se
completa sin ser y lo que es sin dejar de abandonarse a la ca-
prichosa fortuna. Nada mejor que decirle ensayo a este per-
manente apología de la escritura azarosa como un “no hallar-
se” o “un hallarse” solo por un golpe súbito del acaso.
Apenas abandonemos el ensayo anterior, encontraremos
en los Ensayos el que se titula “De los pronósticos”. Montaigne
actúa allí con una rítmica en la que siempre le da la palabra a
los otros, voces que en un distraído parlamento van ofertando
el tema visto por múltiples ángulos: los ejemplos poco a poco
van adquiriendo las características de un diálogo atemporal.
He aquí que frente a la adivinación, algunos la desprecian
o comprueban su decadencia, como Cicerón. Otros, como
Platón, la conciben de tal envergadura que se llega a pensar
que los miembros de los animales están moldeados por los
pronósticos que ellos posibilitan. Estos parlamentarios de la
antigüedad no suelen ponerse de acuerdo. Se acumulan las
citas, a veces se envían dos epígrafes seguidos en medio del
texto. El latín en el que hablan es insistente y alegre, nada fin-
gido. He aquí el caso del marqués de Saluces, perdido por un
oráculo, que lleva a Montaigne a una consideración sobre la
218 Horacio González

ventaja del azar sobre la adivinación. Por su parte, nos ente-


ramos que la duda de Cicerón es si habiendo dioses siempre
debe haber adivinación.
Montaigne presenta sus animales lingüísticos con tran-
quila mordacidad y va preparando las imprescindibles con-
clusiones personales: “He comprobado, con mis propios
ojos, que en las confusiones generales, los hombres asom-
brados de su destino, se lanzan como en toda superstición a
buscar en el cielo las causas y antiguas amenazas de su des-
gracia”. Así lo dice. Más que ensayo, parece una analecta. Ha
recogido la comida sobrante. Más que analecta, parece me-
morándum. Ha sentenciado, ha escrito una orden para el es-
píritu, pero una orden que no obliga a nada. Solo que su peso,
pues algún peso tiene, obliga al ensayo, ese estilo que se la
pasa calculando la carga de objetos en la escritura.
Montaigne no es Maquiavelo, pero tiene su espíritu, siem-
pre empujando al límite las piezas combatientes de su escrito,
aplastándolas al ras del ejemplo que encierra poderosos ar-
quetipos secretos, ejemplos que hace chocar como un buen
árbitro de pasiones que sólo cree en un buen momento de
tensión, y que cuando lo logra, de inmediato es desbaratado
y lo convierte en pura ligereza. Pues sólo tenía como motivo
recordar durezas de la vida. O sino, el momento de la muerte,
gloriosa ruptura de sentido donde aparece el desnudamien-
to de los sentidos disonantes o ficticios. El ensayista puede
probarse ante la muerte, tema que la filosofía del siglo vein-
te quizás ha cerrado para el ensayo. Heidegger escribió un
verdadero memorándum con un idioma de órdenes secretas
para oficinas de un submundo indescifrable. Pero Montaigne
había elegido el tema de la muerte para mostrar que se podía
ser tenue y grácil con los fundamentos del ser.
Los profesores argentinos, en nuestros memorándums y
analectas, usufructuamos sin saberlo lo que un profesor ale-
Ensayo y memorándum 219

mán demasiado famoso llamó “la forma crítica por excelen-


cia”, el ensayo, pues aunque no lo empleemos en nuestros
tratos diarios es lo que nos permite seguir a la espera de una
novedad en tanto tal en la cultura compartida y trastornada.
Novedad en tanto tal que es algo parecido a lo innominado
que pugna por ser, y en ese sentido también se parece a la
muerte.
Es una propiedad del ensayo poder sentir cómo ciertos
puntos de un lienzo muy abarcativo admiten superposi-
ciones a primera vista incongruentes. Lo innombrado de la
muerte sigue el camino de las citas, que son proyectos resu-
rrectos aplicados a tal o cual punto de la memoria, o formas
inocentes de abolición del tiempo. Martínez Estrada ha visto
así reclamada su atención por Montaigne, al que no sin tien-
to llama “Filósofo impremeditado”. Ese es el título del ensayo
que el hombre de San José de la Esquina escribe en Heraldo
de la verdad. No era necesario, pero los hemos mencionado
juntos. No deja de resultar extraña esta cabriola del tiempo,
por la que un hombre del siglo XVI, establecido en coleccio-
nes llamadas Grandes Obras del Pensamiento, pueda convi-
vir en un escrito con otro hombre del que solo podemos ha-
blar nosotros, los profesores argentinos, y que solo a nosotros
pertenece.
Una posibilidad de sentir la existencia política del ensayo
se liga precisamente a este juego de venganzas y reparacio-
nes abruptas, por las cuales todo queda revuelto, ajeno a las
prudencias del historiador o del lector universal, que sabría
qué benevolencia destinarle a un escritor argentino que sim-
pático por su desvarío será alojado en criptas supletorias cu-
yas gracias literarias ya están moldeadas, cuáles prestigios le
tocarían a la parte nobiliaria que le daría nombre universal
al panteón. Por eso, el ensayo es un sistema de palitos que se
pisan, según la expresión popular pisó el palito, hecho nimio
220 Horacio González

en el cosmos pero de inmensas repercusiones para exponer


una verdad sofocada. Alguien dice el nombre que pudo no
decir, y así se crea un vínculo, un simple palito que es una
brizna en el tiempo que sin embargo sale al cruce del tiempo
lineal y de las jerarquías irremisibles entre las singularidades
de las sucursales del espíritu, y las casas matrices que solo
esperan ser mentadas como parte de deudas incobrables y
siempre perdonadas.
Para el profesor argentino, escuchar en los palitos quebra-
dizos del panteón general la onomatopeya Martínez Estrada
u otras del parnaso nacional, implica las pequeñas infamias
respiratorias que permite el ensayo. Montaigne deberá medir
fuerzas entonces con un desafiante argentino de doble apelli-
do pero sin apellido en el anaquel universal del pensamiento.
Sin embargo, lo que interesa es que los dos hombres divergen
en una materia que suele preocupar al ensayo. La cuestión
del destino. Montaigne escribe absorto por una gran resigna-
ción zumbona y risueña. Martínez Estrada agrega un ingre-
diente no enteramente destinal, pues en cada texto suyo hay
admonición, advertencia, profecía, lo que no es exactamente
una manifestación del destino sino un gravamen espiritual.
La semblanza de Montaigne que hace Martínez Estrada es
sugestiva y fundamental, pues significa revisar las fuentes de
lo que él mismo hace: “¿cómo unir el vivir y el pensar?”. Ese
es el problema según Martínez Estrada. Pero si se tratara de
consagrar esa unión, no habría que ignorar aquél “no me ha­
llo a gusto cuando me poseo” de Montaigne, evidencia de ese
pensar distraído, sin éxtasis. Si se promueve el reingreso de
la inteligencia en el cuerpo y de la forma en la vida, tal como
dice Martínez Estrada, no cabe duda que estamos frente a la
variante alemana o centro europea del ensayo como forma,
lo que de inmediato lleva al problema del ensayo como des-
tino. El argentino nos hace creer que acepta un punto de par-
Ensayo y memorándum 221

tida parecido al de Montaigne, pero es demasiado argentino,


y ¡sustitúyase aquí la palabra argentino por la palabra ensayo!
Se aproxima entonces a la variante alemana de las alegorías
anímicas y al hechizo de los objetos conculcados por la serie
capitalista.
Es que si tuviéramos que designar una tradición alemana
y otra francesa, podemos decir que acude a ambas el ensayis-
ta argentino. Y aquí el ensayista argentino es el que merez-
ca ese nombre, vidas y obras que cada uno elija, para el caso
Martínez Estrada, pero su nombre es provisorio e intercam-
biable. Estrada acude a las dos dinastías, a veces simultánea-
mente, a veces por secuencias distanciadas, y toma de una
vena moral que une elegancia y recato frente a la desdicha, y
de otra su roce con el destino, designado en él como un juego
de vaticinio o imprecación en el texto. Y tampoco Martínez
Estrada abandona ciertos estilos sigilosos de la adivinación.
Recordemos que Montaigne decididamente no cree en ella.
Y es de ese modo que reaparece curiosamente en Martínez
Estrada el tema del fin de la retórica para poder situarse ante
la palabra definitiva que hará felices a los hombres, pero sabe
demasiado que para denunciar hay que escribir yo acuso, y
que en la posición de cada una de esas dos palabras está todo
el resumen de un curso de retórica.
Martínez Estrada a propósito de Montaigne llama a una
naturalización de la inteligencia, es decir, a la disolución del
concepto en la naturaleza; llama a la ignorancia de sí mismo,
lo que significa el cuerpo marcando los límites del pensar a la
mente. Parece el fin de la retórica que cede sus artilugios ante
el mundo natural, donde por suerte no hay que convencer
más a nadie. ¿Pero esa búsqueda de la animalidad propia no
lo lleva a construir otra forma de la retórica, la que consiste en
“extraer piezas auténticas de los yacimientos del yo”? Esta vez,
una retórica del sincerismo, del verismo natural de la vida.
222 Horacio González

Llegamos así a la equiparación entre lectura y la sensación


física de una presencia. Tal es el tema de Martínez Estrada
que aparece a veces dicho de otro modo, por ejemplo, cuan-
do estamos ante el libro cuya lectura provoca miedo por ha-
ber cifrado el presente y el futuro de una historia. Es la ale-
goría del demonio que vuelve de repente en la teogonía del
libro, despertado por un incauto lector. No es ésta la situación
en la que piensa Montaigne, que trabaja con el aliento de la
amistad del lector y de la amistad como forma literaria, hebra
selecta de una amena actualidad que une al escritor con su
público y conjura su divino escepticismo. En Montaigne es la
amistad del lector, cuerpo disperso pero concebido como un
sentimiento colectivo del orden moral, la que ha juntado esas
piezas separadas del cuerpo y la mente. Martínez Estrada
percibe eso: los Ensayos de Montaigne, dice, equivalen a la
comedia (y un poco menos a la tragedia). Merleau-Ponty, en
un recurrido artículo en Signos sobre Montaigne, encuentra
que esos insignes ensayos revelan el secreto del ser entre lo
irónico y lo grave; de paso, Merleau-Ponty define por proxi-
midad su propio estilo.
Recordemos brevemente el ensayo “De la amistad de
Montaigne”. Es propio del profesor argentino trabajar con te-
mas afines, colindantes o incluso muy distantes, que pueden
evocarse en común bastando con que una palabrita quede
en posición compartida, para desencadenar semejanzas y te-
jidos comparativos. Cuando Montaigne habla de la amistad
es porque allí surge la memoria de su amigo Etienne de La
Boétie con palabras que yo he escuchado muchas veces en
los últimos años: “en la amistad de la que hablo se mezclan
y confunden las vidas de uno con otro en unión tan univer­
sal, que borran la sutura que las ha unido para no volverla a
encontrar. Si me obligan a decir por qué le quería, siento que
solo puedo expresarlo contestando: porque era él, porque era
Ensayo y memorándum 223

yo”. Hay que saber, proclamaría un profesor argentino, que


esta frase última, está en el mármol de la cultura francesa y
que seguramente podrá despertar una emoción singular en
muchísimas personas, que también podríamos ser nosotros.
¡Porque era él, porque era yo! Nos sacude esta frase. Y sigue:
“hay más allá de mi entendimiento y de lo que pueda decir
particularmente sobre ello, no sé qué fuerza inexplicable y fa­
tal, mediadora de esta unión. Nos buscábamos antes de ha­
bernos visto y por los relatos que oíamos el uno del otro, que
hacían más mella en nuestro afecto de la que razonablemen­
te hacen los relatos, creo que por algún designio del cielo: nos
abrazábamos con nuestros nombres”.
Sin embargo el muy difundido escrito de La Boétie titu-
lado El discurso de la servidumbre voluntaria no le satisface
a Montaigne como muestra acabada de la obra de su amigo.
Éste era un escrito sedicioso escrito a los 16 años en el que se
dice que el tirano solo gobierna porque encanta a los siervos
con sus emblemas lingüísticos de poderío, y sobre todo los
deja presos de un nombre. Y el nombre que se pronuncia o
se deja de pronunciar define las fronteras entre la libertad y
la servidumbre. Solo el entero consentimiento o el retiro de
éste define nuestra relación voluntaria con la realidad del po-
der. Pero esta última interpretación ya es contemporánea a
nosotros y es uno de los retornos que ha tenido este escrito:
Lamennais lo prologa en 1835 y Lefort lo replantea en los años
setenta ya transcurridos, seguramente intentando rediscutir
la situación de la URSS, deseando mantener un socialismo
sin servidumbre a través de una reconstruida conciencia so-
viética que hiciera impronunciable el nombre del déspota.
Pero en Montaigne, donde una y otra vez desembocan es-
tas reflexiones, el nombre es parte de la vanidad del mundo,
ningún hecho del destino puede recaer allí, y la prueba es
que “la historia ha conocido a tres Sócrates, a cinco Platones,
224 Horacio González

a ocho Aristóteles, a siete Jenofones, a veinte Demetrios,


¿quién impide que se llame mi palafrenero Pompeyo el
Grande?” Hay aquí una altanería de las palabras, pero un
ataque a la retórica, y mejor aún una altanería retórica y un
ataque a las palabras: “escuchad decir metáfora, metonimia,
alegoría y otros nombres tales de la gramática ¿no parece que
se habla alguna forma de lenguaje raro y peregrino? Son pala­
bras propias del parloteo de nuestra camarera”.
En La Boétie y Montaigne estalla el dilema del nombre:
en el primero, por el ataque al tirano en relación con los
nombres, en Montaigne no importando el nombre pues es
parte de la soberbia del mundo. ¿Pero no era ingenuo de-
jar de pronunciar un nombre para desbaratar así un poder?
Nuevamente la retórica como una presencia que debe aca-
llarse para dejar libre a la naturaleza incondicionada de la
amistad entre los hombres. A elegir, o naturaleza o retórica.
Precisamente, Montaigne dice que los hugonotes quieren
trastocar el escrito del amigo muerto para convertirlo en un
grito insurgente, cuando sin embargo era un simple ejercicio
escolar, “en tanto que es un tema vulgar y manoseado en mil
lugares de los libros”, es decir, un tema de la retórica. Nuestra
compañera, la retórica, nuevamente, escaldada. Así, en vez
de ser La Boétie un hombre amotinado era un hombre obe-
diente, “tenía su espíritu cortado por un patrón de unos si-
glos anteriores a éstos”.
Pero La Boétie no pudo clausurar las lecturas de otros si-
glos que lo verán como tiranicida, autor de un texto que no
pertenece a ningún tiempo y lugar y llama a la emancipación
poética de los individuos. Esta veta de atemporalidad en la
insumisión de un escrito se arrastra así por los tiempos dan-
do la impresión de que el ensayo corresponde al tempera-
mento de esta disyuntiva: o un escrito es lo que se interpreta
de él en un acto libre y atemporal, no importando si traduce
Ensayo y memorándum 225

una época revolucionaria o de abatimiento pesimista, o es un


ejercicio de estilo que se cierra como curiosidad retórica en
su puro ejercicio escolástico. Ésta es la espina clavada en el
corazón de la literatura que solo el ensayo puede incrustar y
sólo él puede sacar. Sainte Beuve, que tampoco deja escapar
un comentario a La Boétie, también cree que aquel texto ado-
lescente es una declamación clásica, un segundo año de retó-
rica, tragedia de colegio, obra declamatoria greco romana, o
sino espartana y solo justificable por la tierna pubescencia de
alguien con la cabeza llena de Plutarco y Tito Livio. Tal lo que
puede leerse en algunas de las Causeries du lundi.
Estas causeries están hechas de juicios personales que sos-
tienen el dictamen literario, y es lo que a su vez lleva a Proust
en su Contra Sainte-Beuve a lamentar que pueda concluir-
se que alguien por el hecho de ser amigo de tal o cual, por
ejemplo, de Stendhal, pueda juzgarlo mejor y no peor. “Si
todas las obras del siglo XIX fuesen quemadas excepto las
Causeries du lundi y si por ellas se debería entender lo que
ocurrió, Stendhal sería inferior al más inadvertido, porque
Sainte Beuve no distingue entre ocupación literaria y con-
versación”. Así dice Proust. Y el resultado de la conversación
es el periodismo que sería la amistad entre contemporáneos
que nunca podría juzgar la actualidad, pues para ello es pre-
ciso distancia y no amistad. La propia satisfacción de Sainte
Beuve —lo pinta de este modo Proust— que cada lunes abría
el periódico El Constitucional para regodearse él mismo de
su ingenio y pensar en cuántas residencias se lo estaría feste-
jando en ese mismo momento. Todo ello revelaba que el jui-
cio de la literatura es máscara de vanidad. Pero precisamente
por eso las Causeries son una forma que amenaza el ensayo,
lo arrojan como masa desabrida sobre el periodismo. Pero
en su forma robusta las causeries se llaman aguafuerte, en su
forma vicaria tienen un nombre puesto por algún periodista
226 Horacio González

argentino, como pirulo, píldora, reseña, en su forma biográfi-


ca se llaman retratos, en su forma de sátira política se llaman
manual de zonceras, y por este camino también encontramos
la detención del movimiento en la forma memorándum.
Tenemos nuestros causeurs, lo sabemos. Ayer Alberto
Giordano mentó a Bianco. También Mansilla toma la dádiva
de Sainte-Beuve, sin querer tomar ni en comodato las conse-
cuencias terribles que surgen del ataque de Proust al método
que asocia el juicio a la conversación, Martínez Estrada en
cambio se debate entre la forma destinal del ensayo alemán
y la fusión entre escritura y vida que imagina para extraer de
Montaigne. El problema lo había planteado Lukács en 1911,
aunque Martínez Estrada no leía a Lukács, sino a su maestro
Simmel. Para Lukács, todo el ser del escribir pone el mun-
do en estado de símbolo y le dona una relación de destino. Y
el problema del destino determina siempre el problema de
la forma. No podríamos decir que en este entusiasta y joven
Lukács (¿tan parecido al joven La Boétie, dice sin ruborizar-
se el profesor argentino?) quede siempre clara esta tríada de
forma, ensayo y destino, cuyos procedimientos son diferentes
porque el destino selecciona cosas, las formas delimitan una
materia que de no ser por ellas se diluiría, y el ensayo recibe
de ambos su fuerza. A veces forma es destino, y siempre el
ensayo es destino o forma, quizás ambas al mismo tiempo.
Con esto, Lukács define las tareas del crítico y la natura-
leza de la obra. “El crítico —dice— es el que ve el elemento
del destino en las formas, aquél cuya vivencia más intensa
es el contenido anímico que las formas contienen indirecta
o inconscientemente”. Demasiadas facilidades para pasar del
pensamiento a la vida. O de las formas al contenido anímico.
¿Pero no era ése el problema que Martínez Estrada le adju-
dica a Montaigne? Somos profesores argentinos, ya lo he di-
cho; por lo tanto, el domicilio de la pronunciación de nom-
Ensayo y memorándum 227

bres como el de Montaigne o La Boétie no nos pertenece y se


nota el modo disonante o grosero con que pasan a nuestro
castellano. Pero solemos descuidar la fuerza retórica del en-
sayo que para nosotros se mantiene como un medallón de
consuelo. ¿Por qué? Porque es lo que nos permite que la cruel
distancia con nuestros héroes públicos o secretos sea vadea-
da incluso a favor nuestro, no con una recepción que se pre-
cie de escuchar o traducir mal, sino con un llamado a poner
nuestras obras en distintas situaciones críticas respecto a la
galería de Grandes Obras Universales.
Frente a esto una dulce táctica es la de omitir nuestras
obras, me refiero a las del linaje literario y crítico argentino,
cuando se invocan las de alcance universal, para no producir
su inmediato desfallecimiento. Otra es la de colocarlas en un
pie de igualdad con todas las obras generales del sentimiento
de época. Y otra es elevarlas por encima de las obras univer-
sales, en un esfuerzo autonomista cuyo asidero real choca-
ría contra el subyugado caudal de citas de la cultura nacional
que evidencia nuestra realidad verdadera, que sólo desapa-
rece si apartamos para siempre los vocablos nuestra, nuestro
o nosotros. Pero ante estas tres deficientes posibilidades, el
ensayo nos ofrece el autonomismo de la displicencia. Somos
profesores argentinos que después del fracaso del programa
que invitaba a tomar todo el universo sin cortapisas desde un
determinado punto aleph, debemos ahora forjar otro progra-
ma de emergencia y salvación de nuestros peculios literarios.
Citamos a Adorno, pues en este escrito ya ha llegado la
hora de la forma y no tanto del destino. Su artículo “El en-
sayo como forma” debe ser lo más alto que se ha escrito so-
bre el tema en el siglo veinte y está en la cota de lo más vi-
brante de su obra. Allí Lukács es regañado por querer con-
vertir el ensayo en una poiesis o en una teoría. Y a Proust lo
vemos allí actuando bajo el impulso del espíritu científico
228 Horacio González

pero para acentuar un acto rememorativo de índole supe-


rior al del mundo experimental o productivo. Sin embargo,
el clima de redención que tiene el ensayo de Adorno no nos
deja olvidar los nombres de los que él mismo depende, que
aquí no es necesario decir. Esta percepción es la del profe-
sor argentino, que ve en ese drama de presencias ausentes el
propio drama de una cultura nacional que no puede depen-
der de la forma ensayo para salvarse pero que sin la forma
ensayo pierde su prognosis política y la memoria vital de su
propio recorrido.
Es que el ensayo —según el ensayo sobre el ensayo de
Adorno— hurga precisamente en esa vacilación entre la na-
turaleza y la cultura, entre la ciencia y el arte, pues tomado
por esa tensión descubre que el pensamiento no puede ser
homólogo a las cosas, que su forma está destinada a inte-
rrumpirse y proceder a los saltos, trabajando sobre su propia
conciencia de no-identidad con lo que él mismo va rastrean-
do en los objetos. Mediador entre retórica y el lenguaje físico
del objeto, frente a la palabra científica, el ensayo preserva los
restos comunicativos del antiguo llamado a la retórica. Y su
forma está destinada a tratar ese único tema. La actualidad
del ensayo es la de lo anacrónico. Con esta fórmula adornia-
na que, horror, repetimos de manera amorfa, se querría re-
velar que la autoconciencia del ensayo surge en momentos
inciertos, para recordar lo que el ensayo no resuelve: o es un
género superpuesto a todos los demás, o comparte un mo-
desto sitio enumerativo de límites asegurados, de modo que
alguien podría una vez escribir un ensayo, luego una crónica,
luego un informe científico.
Pero sería mejor llamar ensayo a lo que hace siempre el
escribir, referido al gesto fatal de escritura, al modo de po-
nerla en formas o impedir que la forma se torne un homólo-
go simulado del objeto que habla. Las formas del ensayo que
Ensayo y memorándum 229

se van cayendo y desprendiendo de su engarce con la retó-


rica invisible del mundo, se van tornando retórica avistable,
fijada en cartabones que no son un régimen de metáforas o
de interpelaciones, sino de disposición de lo escrito en ac-
tos de habla, haciendo lo que suele llamarse cosas con pa-
labras. Y aquí es el memorándum lo que le espera al ensayo
cuando agota su retórica sin reencontrar la forma viva de las
prácticas. El sosiego del memorándum es congelar una misa
de palabras que se disponen en casilleros que persignan la
memoria. No hay que afligirse por ello, pues toda forma fi-
nal que vive comprimida, es testigo de un pasado que sin ella
no podría seguir errando en libertad. Es la lejana memoria
autónoma que vive en el orden circular del memorándum.
Escrito para decir solamente lo que se quiere decir, desola-
doramente igual a sí mismo, inscripto en un tiempo fijo y un
espacio finito, el memorándum puede ser visto como el esta-
blecimiento retórico de una cárcel que puede ser relevante al
recordarnos el origen del pensamiento entre grilletes y voces
de mando.
Por eso, sin la experiencia real de esas largas cárceles no
existe el ensayo. Por lo menos si lo queremos entender como
un llamado urgente para muchos de nosotros, en el reapren-
dizaje y recomienzo de un habla. No en vano gracias a la ex-
periencia penal se han escrito libros como cuadernos o me-
morias de la cárcel o películas como Un condenado a muerte
se escapa.
Hay mucho que rescatar en los brebajes de la cultura ar-
gentina, en la que también actúa la cultura de los profeso-
res, lo que ellos escriben, lo que ellos piensan, lo que ellos
hablan. El ensayo a nada obliga y contra nadie se dispone,
pero está siempre en el lugar donde hay que recordar algo
que no puede repararse gracias a sus oficios. Porque su oficio
es el de admitir una resta en lo que afirma con denuedo, y por
230 Horacio González

eso enoja a quien le cree decidido en su arbitrio y a quien lo


ve demasiado frágil en sus afirmaciones. Pero su fuerza es la
que vive en su facultad de convocar, hasta por memorándum,
los nombres más diversos y tomarles con alegría sus dichos,
mientras de tanto en tanto, disimulando ser un descendien-
te, un supérstite o un adulador, el ensayo produce una obra
plena y sin débitos, amiga igualitaria de todas las que antes
había saludado temeroso. Aún en medio de esta crisis pro-
funda del país argentino, debemos trabajar para ese honro-
so momento. Sea lo que sea el ensayo, la indecisión sobre su
destino es uno de sus temas favoritos. Es el estadio de un en-
trenamiento con el cual se fabrican las palabras que perdu-
ran en la vida. Y no hay que resignarse a que los profesores
argentinos creamos que no vamos a ser nosotros quienes las
escribamos, porque aún en la galera puede ser que algo dig-
no nos espere.
El ensayo de interrupción1
Juan B. Ritvo

Ya se sabe: hay un antagonismo necesario e irredimible entre


la práctica del ensayo y hablar acerca de él. El ensayo invoca
el instante, no la duración; lo insólito, no lo regular; lo local,
no lo universal. Entonces, hablar de él no es posible sin intro-
ducir una cierta regularidad, una cierta constante presencia
universal, que acaba por inscribir al ensayo en la cultura su-
primiendo su exceso, es decir, esa facultad de interrupción
que posee en virtud del mismo exceso defectivo que lo habita
y que no es otro que la repetición del encuentro único del in-
dividuo separado, antes que nada de sí mismo y de su tribu,
con el orden de la cultura, en la que sólo figura como un hue-
co, un punto de nada en una constelación que se le revela, en
principio y definitivamente, extraña, tan extraña como la infi-
nita esfera de Pascal, cuyo centro no tiene centro, o tan mons-
truosa como la forma que, al devorar lo informe, no puede,
sin embargo, metabolizarlo.
No intentaré levantar la sanción sobre el meta-ensayo: me
basta con decir que si el metalenguaje fracasa porque no dice
lo que el lenguaje efectivamente muestra, sin embargo, la dis-
cordancia entre ambos, reductible a la discordancia entre de­
cir el acto y el acto de decir, beneficia casi siempre al lector
con un suplemento de incógnita: el metalenguaje, si no está
satisfecho de sí mismo, termina por mostrar algo más y diver­
so que su impotente decir.

 1
 Publicado originalmente en Boletín/10, Centro de Teoría y Crítica
Literaria, Universidad Nacional de Rosario, diciembre 2002; pp. 25-35.
Leído en el Coloquio “Retóricas y políticas del ensayo”, Rosario, 1 al 3 de
agosto de 2001.
232 Juan B. Ritvo

Según cierto parecer, el ensayo es el humor parásito de la


cultura, producto y contraproducto de una tradición que ha
ensayado todos los gestos, todas las puestas en escena que
fueron urdidas para, digamos, Dido y Eneas, para Aquiles,
para Francesca da Rímini, para Ugolino, para Benvenuto
Cellini, personaje de Berlioz; todas las permutaciones, trans-
formaciones, regulaciones excepcionales y excepciones a la
regulación, todas las variantes posibles en todos los esce-
narios igualmente posibles —Buenos Aires, París, Bizancio,
Roma, los lugares que se quiera— de todas las historias y las
metahistorias y aun las invariantes formales de todas las ma-
trices históricas de las historias, captadas, infaliblemente, por
todos los dispositivos ontológicos, todas las pautas epistemo-
lógicas. Esta imagen, presidida por la palabra “todo”, es in-
dudablemente falsa, pero si ella insiste en la literatura y en
las disciplinas humanistas desde hace por lo menos ciento
cincuenta años, si todavía, refutada con las mejores razones,
vuelve como nuestro fantasma en el notorio cansancio de
nuestras elucubraciones reiterativas, doctrinarias, escolares,
entonces habrá que pensar que alguna verdad aloja.
Quiero decir: el ensayo (y no me refiero con esta expresión
al género cultural así denominado, sino a esos momentos de
refracción y de desvío que irrumpen, insólitos, en instantes
cruciales de la cultura, cuando todo parece haberse dicho y
los Leibniz antes y los Lévi-Strauss ahora, soñaron y sueñan
con el código de códigos) el ensayo, digo, muestra que se po-
dría llegar hasta el agotamiento si el ejercicio del Logos estu-
viera ligado, inexorable y exclusivamente, a las operaciones
de dividir, clasificar, transformar.
El acto de ensayar muestra otra cosa: muestra lo indivisi-
ble en lo divisible; señala aquello que yace fuera de clasifica-
ción en cualquier clasificación, siempre perturbada y hasta
fascinada por singularidades sin destino y sin origen; indica
El ensayo de interrupción 233

el desorden que intercepta los elementos de diversos órde-


nes y los descompone para que se repitan como sombras de
sí mismos, bilocados, trilocados y hasta multiplicados por la
paradoja que los torna, uno a uno, uno tras uno, igualmente
divisibles y absolutamente opacos, idénticamente para-otros
y, en definitiva, para-nadie.

***
Quiero poner el acento en un vocablo: interrupción.
El atomismo interrumpe la división cuando declara, pro-
visoria o definitivamente, que un elemento, sea el que sea,
es último. Se interrumpe el verso en el efecto de encabalga-
miento propio de la métrica, cuando su corte no coincide con
el de la sintaxis. No hablamos de interrupción si en la música
tonal clásica, la cadencia llega a su pacífico fin con el retorno
de la tónica; pero sí lo hacemos cuando un acorde disonan-
te, aglomerado, suspende el flujo equilibrado del sonido. En
la música de Webern, quien procede por supresión y no por
acumulación, hay una poética e incluso una mística de la in-
terrupción: en el extremo del despojamiento, un sonido, uno
solo, una única nota, crea el silencio en torno e interrumpe (y
al interrumpir interpreta) el denso continuum2 de la cultura
musical de Occidente. Hay interrupción si el versus (que es lo
vuelto o revuelto) se torna vertex (vuelta vertiginosa o torbe-
llino) sin que la superficie del verso se altere: basta que sea
rozada por el lejano vórtice del vértigo.

 2
 Webern reacciona, en particular, contra la ampulosidad del gesto
neorromántico y su gusto por la acumulación de medios: más instrumen-
tos, mayor extensión de las obras, más repeticiones de los temas, mayor
acumulación de técnicas y superposición de recursos, más programas li-
terarios. La reacción contra esta gastronomía musical es un síntoma que
atraviesa la coyuntura actual de la cultura y no sólo, como es evidente, el
campo musical.
234 Juan B. Ritvo

Toda interrupción corta la continuidad de un ritmo, en el


sentido que le otorga Michel Serres a la expresión: el ritmo
es la reversibilidad momentánea en la irreversibilidad, el rit-
mo de Demócrito en el flujo de Heráclito, la contracorriente
en la corriente, el ritmo local opuesto al curso global.3 Si el
ritmo supone la cuerda que vibra y retorna sobre sí misma,
la interrupción la despoja progresivamente de su elasticidad,
hasta que la cuerda pierde toda capacidad vibratoria o la vi-
bración sólo produce un ruido seco, patético, que se apaga
de inmediato.
En Freud (pienso en Más allá del principio del placer), pre-
cisamente porque introduce una tendencia que compromete
al bios en su vínculo con la muerte, el esquema se complica:
Hay como un ritmo titubeante (Zauderrhytmus) en la
vida de los organismos; uno de los grupos pulsionales se
lanza, impetuoso, hacia delante (stürmt nach vorwärts)
para alcanzar lo más rápido posible la meta final de la
vida; el otro, llegado a cierto lugar de este camino, se lan-
za hacia atrás para volver a retomarlo desde cierto punto
y así prolongar la duración del trayecto (und die Dauer
des Weges zu verlängern).4
El ritmo del que habla Freud es vacilante, titubeante, irre-
soluto (todos vocablos castellanos para traducir “Zauder”)
porque está tomado por la ambigua momentaneidad de lo
reversible cuando se la conecta al anhelo: ¿queremos que la
momentaneidad cese ya, ceda, como cede la ley ante el desti-

 3
 Serres, Michel, El nacimiento de la física en el texto de Lucrecio, Va­
lencia, Pre-textos, 1994; pp. 180-2.
 4
 Freud, Sigmund, “Más allá del principio del placer”, en Obras
completas, tomo XVIII, Buenos Aires, Amorrortu Ediciones, 1979, p. 40
(Freud, S., “Jenseits des Lustprinzips”, in Psychologie des Unbewussten,
Studienausgabe Bd. III, Conditio humana, S. Fischer, Franfurkt am Main,
1975, S. 250).
El ensayo de interrupción 235

no? O bien, ¿queremos que dure, que perdure todo lo que sea
posible, amparada, incluso fijada, en ciertos puntos de estir-
pe fetichista? Retener el orden momentáneo o protender a su
abolición: parecen estos los términos del dilema, quizá inde-
cidible, porque la vacilación indica, de un modo suficiente,
que hay un momento sin lugar, un momento cuyo lugar es
indiscernible, en el que la protensión y la retención, el tender
a la abolición del orden y el tratar de que el orden perdure en
el desgaste, en el plano inclinado, insidioso, tremendamen-
te insidioso, de la irreversibilidad, de la corriente que ya no
cede ante ninguna contracorriente, llegan a confundirse sin
remedio y sin posibilidad de desmezcla.
El ritmo titubea: Zauderrhytmus.
Y titubea como lo hacen las figuras en la obra del cineas-
ta Tarkovsky: las gotas de agua que caen, lentas; los reflejos
multiplicados en el silencio y en la ausencia de significación;
los vastos planos demorados a la espera de un sentido que
jamás se habrá de constituir, al igual que la nostalgia desliga-
da radicalmente de cualquier contenido, de cualquier esce-
na previa, y que sobrevuela, irreductible, apasionadamente
irreductible, a cualquier objeto; que se sobrepone, incluso, al
vuelo lento y sucio, sombrío y miserable de las Harpías, se-
ñoras de la violencia de los hombres cuando se confunden
con el horror de las mezclas elementales, con la tribu de los
impulsos gregarios.
El ritmo titubea allí donde la dirección progresiva y su in-
versión, no pueden distinguirse; allí donde el tiempo es, lite-
ralmente, pura desorientación. Pero este aspecto del tiempo
se correlaciona con el espacio de la inscripción. Nos hemos
habituado a pensar la inscripción en términos de borradura:
borrar las huellas es un modo de la perduración: lo borrado
perdura en tanto borrado. Es cierto pero también emerge el
aspecto complementario, que termina por ser distinto, suple-
236 Juan B. Ritvo

mentario. Borramos y lo borrado nos asegura que algo per-


dura; el enlace que tachamos se cristaliza en su doble fun-
ción de separar y unir; mas igualmente borramos y la huella
de lo que al borrar separamos, desaparece a nuestras espal-
das como las aguas se cierran, indiferentes, una vez divididas
por el surco de la travesía.
El borrar admite diversos grados y niveles: a veces es anu-
lación y expulsión; otras, anulación y conservación; hay, al
fin, borramientos que ni expulsan ni conservan, simplemen-
te se precipitan en la grieta, pero ¿cómo evitar pensar que
toda borradura, cualquier huella, cualquier vestigio, tiene un
momento de suspensión, de interrupción del desenlace, de
incertidumbre sobre cuál sea el sitio y la articulación que ha-
brá de concluir un proceso?
***
No todo es ensayo en los Ensayos de Montaigne y, a la
Anatomía de la melancolía, que es, o pretende ser, un tratado
sistemático y exhaustivo, pedantescamente dividido en par-
tes, miembros, secciones, subsecciones, el estilo barroco de
Burton la puebla de momentos ensayísticos. El acto de ensa-
yar se desvía de los géneros, incluido el ensayístico. Alguien
puede ser católico o judío, pero no es como católico o judío
que ensaya; ensayando descubrimos las discontinuidades en
las continuidades más firmemente establecidas, los zurcidos
mal hechos, las hilachas, el fervor insumiso de un dios que se
fue, pero también lo que es oscuro, fragante, flexible, todavía
no descubierto, todavía no recubierto por la piel del concep-
to. El ensayo no conoce la comunicación de ideas, ni siquiera
la comunicación; tampoco la univocidad del ser,5 resurrec-

 5
 Al respecto sólo cabe decir que si Aristóteles sostiene que el ser se
dice de varias maneras, esto significa, lisa y llanamente, que no es posi-
ble decir al ser sino de un modo múltiple desde el comienzo y definiti-
El ensayo de interrupción 237

ción actual del rechazo a lo que hay de incomprensible en la


vida humana. El ensayo tampoco conoce géneros ni especies
suyos; o mejor, sí, los conoce, pero de ese lugar el ensayo se
ausentó, aunque hayan quedado sus rastros valiosos e inclu-
so imprescindibles.
Quizá el ensayo sea hijo de una época que ha descu-
bierto (descubrimiento que Descartes llevará a sus posibili-
dades extremas) el abismo que hay entre las premisas y las
conclusiones en toda argumentación que no sea meramen-
te formal y que implique al enunciante en su enunciado.
Descubrimiento que es, desde luego, un redescubrimiento,
corolario de aquel “creo porque es absurdo” paulino. Un con-
cepto que se transforma en juicio cuando la voluntad afirma
el nexo entre sujeto y predicado, produciéndose la anfibolo-
gía indespejable entre el sujeto de la enunciación y el sujeto
gramatical, condenados ambos a mezclarse y a separarse de
continuo. Cada vez que el pensamiento se asoma a ese abis-
mo anterior a la conclusión, cada vez que, retrospectivamen-
te, el abismo se insinúe, ya en el instante inaugural en que el
razonamiento empiece a fijar sus premisas y sus hipótesis de
garantía, entonces que algo vacile, que algo se interrumpa,
un ritmo, una contracorriente resignada y entregada al flujo
ininterrumpido, como en el topos, que en algún tiempo fue
conmovedor, de los ríos que fluyen hacia la mar, para que ex-
perimentemos el extremo de que se nutre el ensayo vivo. La
interrupción se sumerge en lo ininterrumpido y allí la actitud
ensayística (no el discurso que lleva su nombre) está asaltada
por una fuerte antítesis, quizá sin resolución: ¿interrumpir el
ritmo para que aflore lo ininterrumpido que se confunde con
el destino y poder así gozar del silencio, pero protegidos por

vamente: el ser se reduce a los modos del ser y el ser-uno es indecible e


impronunciable.
238 Juan B. Ritvo

la invocación ritual de la palabra que exalta, para decirlo con


Baudelaire, “el éxtasis y el horror de la vida”? O bien ¿es pre-
ciso entregarse a un devenir impuro, fusión del exterior con
el interior, sin fronteras fijas, olvidado de la nostalgia y de la
reminiscencia del sufrimiento, deseante del exceso y la varie-
dad ilimitada, como en los dos últimos versos de la Canción
de medianoche de Zaratustra?
Doch alle Lust will Ewigkeit –
Will tiefe, tiefe Ewigkeit!
(¡Todo placer quiere Eternidad –
Quiere honda, honda Eternidad!)
***
El ensayo pertenece a una cultura de intersticios, apta para
explorar detalles, fragmentos, constelaciones, voces de las
más diversas zonas de la cultura, desde la meteorología has-
ta, pongamos por caso, Cathay de Ezra Pound: “dolores a la
ida, y dolor, dolor a la vuelta...”
“Cultura de intersticios”: esta locución se corresponde con
una época en la cual ya no se escriben tragedias pero la visión
trágica retorna bajo nombres y expresiones muy transitadas:
“la tragedia de la cultura”, “política trágica”, “mundo trágico”.
Agotado el ciclo inaugurado por la Providencia estoico-cris-
tiana6 y consumado por el Progreso de las Luces, ¿empeza-
mos a prestar oídos a los griegos, desde la enorme distancia
que de ellos nos separa, a escuchar ya no las voces eruditas
y nobiliarias, sino las que palpitan y se transmiten aún en las
versiones en lenguas modernas?

 6
 Por cierto, hay un elemento específicamente cristiano y es, como se
sabe, la concepción de la historia según un orden progresivo cuya meta es
la redención crística. Concepción de los Padres de la Iglesia que ha domi-
nado la filosofía de la historia del siglo XIX.
El ensayo de interrupción 239

Heidegger comentó el primer coro de Antígona de Sófocles


apoyándose en un vocablo griego que los versos corales atri-
buyen a la condición humana: “el hombre es to deinótaton, lo
más inquietante (Unheimlich) entre lo inquietante”.7
El hombre sólo puede ser aprehendido por sus “límites
extremos” y sus “abismos abruptos”. Pero deinón es ambi-
guo, porque si, por un lado, tiene un aspecto de exaltación,
por otro, se equipara con lo terrible, incluso lo espantoso;
la violencia, en suma, que no es mera arbitrariedad o bru-
talidad, dice Heidegger, sino esa alianza del terror páni-
co con el temor respetuoso, incluso recogido, secreto. Esta
violencia gobierna, en el sentido de la soberanía imperante
(überwältigenden Waltens). Texto valioso porque en él, por
un momento, Heidegger abandona la pastoral del ser a que
nos tiene acostumbrados: el hombre ejerce activamente la
violencia en el seno de una violencia prepotente que lo defi-
ne, que define su ser-ahí.
Reconocemos aquí la violencia ínsita a lo sagrado, tal cual
la ha postulado Bataille:8 lo sagrado se confunde con la vio-
lencia íntima de la inmanencia; lo trascendente es, por el
contrario, la religión, concebida, a la vez, como organización
y sistema teológico.
(En este punto, podemos agregar, religión y razón ocupan
el mismo lugar, si llamamos razón a un conjunto de princi-
pios que, al mismo tiempo que autorizan al individuo a sepa-
rarse de la tradición9 en lo que respecta al criterio y validez de

 7
 Heidegger, Martin, Introduction a la Métaphysique, Gallimard, NRF,
p. 156.
 8
 Bataille, George, La Literatura y el Mal, Madrid, Taurus, 1979.
 9
 El debate del tradicionalismo (Burke) y el racionalismo (Voltaire) es
de una enorme fecundidad, a condición de que conservemos los derechos
respectivos de ambas posiciones. No es éste el lugar para discutir el tema:
el tradicionalismo denuncia la debilidad de la razón y las ilusiones del yo,
240 Juan B. Ritvo

los fundamentos de la acción, censuran los intersticios de la


existencia y obturan así el abismo del fundamento).
Lo sagrado nos interrumpe sin que nosotros tengamos el
poder de interrumpirlo y así sobrepasarlo, salvo con el recur-
so instantáneo, reservado, de establecer islas intersticiales
que resistan, sea a un tejido tan compacto que nos ahogue,
sea a otro que se disuelva entre las manos, como se disuelve
un viejo cortinaje de palazzo veneciano.
Lo sagrado carece de ritmo, pero no la ley: llamamos des-
tino al avasallamiento de la ley por lo sagrado. Llamamos tra-
gedia a la imposible conciliación de lo sagrado con la ley, al
imposible acuerdo de los dioses ctónicos con los dioses de la
ciudad y, fundamentalmente, al descubrimiento de una sub-
jetividad hecha de carencias y de excesos, que comienzan a
separarla de la máscara gentilicia de la que se nutría hasta el
momento, sin que pueda, no obstante, hacerse cargo de esta
diferencia. La tragedia es, antes que nada, tragedia de la ley,
que ya no se manifiesta a través de la oposición entre el reci­
tativo secco de los agonistas y el aria coral, sino en el corte, la
pausa, la escansión propiciada y disuelta por el ensayo que
ensaya su momento propicio.
Si la ley me nombra y al nombrarme me ordena, ¿debo
aceptar su orden sin saber cuál es su significación? La ley ma-
nifiesta este espaciamiento irreductible entre nominación y
significación dentro del cual ensayamos orientarnos sin sa-
ber, de antemano, si cada movimiento habrá de ser seguido
por otro que forme cadena con él. El hombre de la tragedia
ateniense, con el sueño inaugural de Esquilo, quien transfor-

juzgado autónomo; el racionalismo muestra que sin la separación de la


masa, el individuo queda sometido a la violencia del despotismo y al ca-
pricho de la autoridad. En el feroz combate de Burke contra la Revolución
Francesa, es posible leer algo de los vientos de la tragedia; esa tragedia que
hoy es política y sólo política.
El ensayo de interrupción 241

mó a las Erinnias en Euménides pasando así desde el horror a


la armonía, y la sombría extravagancia de Eurípides, el último
trágico, cuya tragedia postrera fue escrita en un país extran-
jero, todavía bárbaro, para celebrar la entronización por las
Bacantes del ambiguo Dyonisos, cruel y benefactor, dios en
el que retorna la extrañeza fundamental que constituye a la
misma ciudad; este hombre trágico, digo, sin duda no es el
actual y los esfuerzos para volverlo próximo están condena-
dos a la pasión iluminista por las transparencias, ciega a las
discontinuidades de la historia; mas ese hombre vislumbró la
grieta de la ley, dando así forma y figura, en definitiva, a uno
de los pocos universales legítimos que poseemos, porque no
se reduce a un término conceptual ni a una función constan-
te, ya que se ubica, como intervalo, entre el mito y la lógica.
¿Cuál es esa grieta? Creonte (775/780) le dice al corifeo
que Antígona, entre los dioses, sólo nombra a Hades; efecti-
vamente, ella invoca constantemente a los “dioses de abajo”;
¿cómo nombrar de un modo unificador a los de abajo, a los
de arriba y a quienes no se sabe a ciencia cierta dónde poner?
La ley es la interpretación de la ley: la máscara gentilicia, nu-
trida por los lares y penates, por esas cenizas que la esposa,
custodia del fuego, besa con unción,10 puede subsistir, impo-
luta, en su pura inmediatez de sangre, hogar, tierra, tumba,
sólo si no es interrogada. La ley es la interpretación de la ley
en un mundo clásico sin temporalidad orientada, sin mesia-
nismo, sin redención. Pero la ley tampoco se confunde con el
poder. El poder es el deinón: lo terrible, lo Un-heimlich.
La ley, la más injusta, es ya declinación de ese poder origi-
nal, precisamente porque hace circular al poder y toda circu-

 10
 Me refiero a una de las elegías más famosas de Ovidio (Tristes, I, 3),
en la que recuerda su última noche en Roma, antes del destierro. Su espo-
sa, ante los lares y penates, en la casa cercana al Capitolio, “besa con boca
temblorosa, el fuego ya apagado, las cenizas”.
242 Juan B. Ritvo

lación lo dosifica, lo regula, lo aminora, lo cuestiona, incluso;


pero la más justa, precisamente porque domestica algo ínti-
mamente incontrolable, puede precipitarse y precipitarlo en
la violencia de su corrupción. He aquí la evidencia trágica,
profundamente ligada a lo que los griegos llamaban to apei­
ron (lo ilimitado) y que sólo el momento ensayístico puede
revelar en la actualidad: los lazos del poder, del destino, de la
ley, de la interpretación, no admiten traducción sistemática,
ni siquiera bajo la forma mitigada de la hipótesis que bus-
ca sus confirmaciones empíricas; es preciso interrumpir, de
tiempo en tiempo, en la circulación lo que circula, en la con-
centración lo que traba la circulación y en la conexión de los
conceptos, esta misma conexión. Así, el ensayo opera como
lo hacen las pausas y el silencio en la música de Schubert, de
Mahler, de Ives cuando acaba la resonancia del último acorde
aunque la obra aún no ha terminado y ni siquiera se escucha
el rumor de esas voces que transitan, como los daimones, de
esfera en esfera, de encrucijada en encrucijada, desdeñando
las fronteras y confundiendo las articulaciones; cuando el si-
lencio es verdaderamente sileo, no silencio de lo tácito sino
de lo inarticulable e inaudible, cuando la resonancia, enton-
ces, se interrumpe y algo permanece en suspenso, cuando ya
no sabemos qué va a venir (aunque conozcamos la partitura,
porque ese silencio viene de otro lado) allí, precisamente allí,
está alojado el punctum del ensayo. El corte ensayístico es el
único que puede dialogar con la tragedia y recordar, sin ana-
cronismo, la derrota de Troya y la cercanía del báratro. ¿Qué
sigue cuando el músico, tenso, aguarda el momento de conti-
nuar y los espectadores no saben qué es lo que vendrá?
En La Eneida, Eneas contempla, desde lo alto, cómo arde
Troya y cómo se reflejan las llamas en el mar; sabemos el an-
tecedente de este episodio; sabemos también qué es lo que
sigue. Pero el ensayista debe aislar los momentos, sean te-
El ensayo de interrupción 243

rribles, sean felices, sacarlos de quicio y hacer que hable el


intervalo de sin sentido, el intervalo de opacidad que vuelve
a decirnos no sólo que la vida y la muerte son pura interrup-
ción, sino que gracias a la interrupción que capta la usura y
el desgaste de las formas, esa pendiente que nos exilia de no-
sotros mismos, gracias al ritmo que se debilita y se sofrena, es
posible que, de golpe, el ritmo adquiera, tras el intervalo, una
nueva intensidad, una sorprendente irrupción de lo nuevo.
***
La actitud ensayística puede renovar el fervor, la intensi-
dad, la violencia, el pensar, anidados en viejos conceptos que
la cultura ha almacenado, con cuidado, en esos nichos que
Nietzsche, cómicamente, llamó columbarios.
Cuando hoy decimos melancolía, por ejemplo, y para mí
no es un ejemplo cualquiera, decimos, de inmediato tristi­
tia y, más sabiamente, invocando la genealogía psiquiátrica,
enfermedad maníaco-depresiva. Podemos pasar a Freud e
invocar ese texto extraordinario que es Duelo y melancolía.
Bien.
Seguiremos lejos, muy lejos de lo que la tradición melan-
cólica transmite.
¿Cuándo advertiremos que no se trata de contenidos, ni
siquiera de estructuras, tenga el sentido que tenga esa pala-
bra de que disponemos con excesiva facilidad, sino de con-
ducción de voces, de modulaciones, de una memoria acús-
tica aguda y dolorosa para captar el declive de los ritmos, la
aparición de las manchas en los bordes de las letras, el silen-
cio, la pausa, la interrupción del tumulto?
No necesitamos ni a Baudelaire ni al Dios judío para en-
tender estos versos de “La vuelta de Fierro”: “Viene uno como
dormido/ cuando vuelve del desierto...”, porque al volver uno
despierta, aunque no pulse la mítica guitarra, para descubrir
que estamos habitados por el orden del ritmo; y son el ritmo
244 Juan B. Ritvo

y sus pausas los que nos advierten de lo que fluye sin ritmo
ni pausa. La melancolía no es la tristeza ni su contrario, ni
siquiera el ardor frenético, heroico, sino el paso brusco y sin
mediación a los extremos que se propagan, como el fuego,
en todas las direcciones, se detienen como tierra endurecida,
bajo la cual fluye la lava y, súbitamente, se extinguen, de un
modo fulminante.
Y allí empezamos a entender cierta forma de aprehender
el cuerpo, como bolsa por la cual todo fluye, torbellinos, atas-
camientos, grietas; humores que van y vienen al ritmo del
brusco paso a los extremos, desde el frenesí hasta la estatua
de sal.
En este punctum (la punzada, el golpe que nos atrapa, de
que hablaba Barthes) es preciso recordar a Burton, el anato-
mista de la melancolía; le pido al lector que escuche el rit-
mo de estas frases, que comienzan, en el fragmento elegido,
por la cita emblemática de Montaigne en la versión de John
Florio; frases tesaurizadas al modo del barroco inglés de co-
mienzos del siglo XVII, por un autor que “vaga” de aquí para
allá y mestiza sus fuentes; él no compone orgánicamente un
tema, yuxtapone fragmentos, reúne voces, afanoso de acu-
mular citas, enumeraciones, rarezas, voces turbias como
voces del puerto o voces de la ciudad, transidas por el hu-
mor del ensayo y desbordadas por un éxtasis innombrado e
innombrable:
...es preciso grabar en todos los espíritus curiosos que
no hay que ser esclavo de una sola ciencia, ni tratar sólo
un tema como hace la mayoría, sino vagar (rove)11 por
todos lados, sirviente de cien oficios, tener una rama en
todos los barcos, gustar de todos los platos y beber de to-

 11
 La significación de “rove” es vastísima: implica enhebrar, vagar, me-
rodear, deambular, errar, hacer correrías, incluso las de piratería.
El ensayo de interrupción 245

das las copas, esto que, nos dice Montaigne, fue practi-
cado con éxito por su compatriota Adrian Turnèbe y por
Aristóteles. A este humor vagabundo (roving humor)
siempre lo he tenido, aunque con menos éxito, como un
spaniel caprichoso que abandona su presa para ladrar
a cualquier pájaro que se le presente; yo he perseguido
todo, menos lo que debía; y podría lamentarme, con ra-
zón (“el que está en todas partes no está en ninguna”)
como Gesner lo ha hecho con tanta modestia, de haber
leído tantos libros en vano, sin un método que fuera bue-
no, de haberme lanzado confusamente sobre diversos
autores de nuestras bibliotecas, con poco beneficio, sin
arte, ni orden, ni memoria, ni juicio. Sólo he viajado por
mapas o cartas en los cuales mis ilimitados pensamien-
tos (unconfined thoughts) se han explayado con libertad
(...) Un mero espectador de las aventuras y fortunas de
otros hombres, de cómo actúan sus partes, que se me
presentan de maneras variadas, como desde la escena
de un teatro público. Escucho cada día nuevas noticias,
rumores corrientes de guerras, plagas, incendios, inun-
daciones, robos, asesinatos, masacres, meteoros, co-
metas, espectros, prodigios, apariciones, de localidades
tomadas, de ciudades asediadas en Francia, Alemania,
Turquía, Persia, Polonia, etc., de preparaciones y diarias
revistas militares, al igual que cosas semejantes propias
de estos tiempos tempestuosos, batallas libradas, duelos,
hombres asesinados, piraterías, combates navales, paz,
alianzas, estratagemas, y nuevos peligros. Una vasta con-
fusión de votos golpea nuestros oídos todos los días, an-
helos, acciones, edictos, peticiones, procesos, lamentos,
leyes, proclamaciones, quejas, demandas. Nuevos libros
todos los días, panfletos, gacetas, historias, catálogos en-
teros con libros de todas las clases, nuevas paradojas,
opiniones, cismas, herejías, controversias, en filosofía, en
religión, etc. Nos enteramos de matrimonios, de bailes
de máscaras, mascaradas, festines, jubileos, embajadas,
de justas y torneos, trofeos, espectáculos, diversiones,
246 Juan B. Ritvo

juegos, obras teatrales: luego, una vez más, como tras un


cambio de decorado, falsedades, traiciones, robos, enor-
mes felonías de toda clase, funerales, entierros, muertes
principescas, nuevos descubrimientos, expediciones;
cuestiones ya cómicas, ya trágicas”.12

 12
 Burton, Robert, Anatomy of melancholy, Kessinger Publishing
Company, Montana, USA; del mismo autor, la versión francesa: Anatomie de
la mélancolie, París, José Corti, París, 2000; y la edición castellana, Anatomía
de la melancolía, Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 1997.
Índice

Prólogo - El discurso sobre el ensayo  • Alber-


to Giordano........................................................... 5

El proyecto de Benjamin  • Raúl Beceyro.............. 31

La crítica: entre la literatura y el público  •


Beatriz Sarlo.......................................................... 43

El ensayo, un género culpable  • Eduardo Grü-


ner.......................................................................... 59

Entre las débiles estridencias del lenguaje  •


Nicolás Casullo..................................................... 73

Melodías, sonetos, papers  • Cristian Ferrer......... 79

Elogio del ensayo  • Horacio González.................. 85

Dialéctica del ensayo  • Américo Cristófalo......... 91

La in-quietud del alma  • Nicolás Casullo............. 97

El alma y las formas del ensayo - Lukács, con


la visión de Sócrates  • Gregorio Kaminsky.. 113

Lo ensayístico en la crítica académica  • Alber-


to Giordano........................................................... 125

Del otro lado del horizonte  • Beatriz Sarlo..... 133

El ensayo y la doxa  • Silvio Mattoni....................... 155


De la subjetividad del ensayo (problema de
género) al sujeto del ensayo (problema
de estilo)  • Carlos Kuri...................................... 185

Ensayo y memorándum  • Horacio González.......... 211

El ensayo de interrupción  • Juan B. Ritvo........... 231

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