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EL CURACA DE MALA

Las arrugas de la frente del adusto rostro del curaca se acentuaron, su mirada reflejó
una honda preocupación mientras escuchaba al mensajero.
«¡El momento ha llegado!», pensó.
Serio y silente salió de la rústica casa de anchos muros de barro, techada con esteras
de totora, en la que residía. Estaba situada en la parte central de la ciudadela, en un
prominente sector del huqui.
Con aire circunspecto descendió por un estrecho camino de la ladera que lo condujo
hasta el borde de la rarca. Se puso en cuclillas, hundió las manos en la fresca agua de
la acequia, bebió un sorbo y luego humedeció su rostro. Lentamente se irguió y
contempló la parte del valle que se extendía frente a él, una boscosa franja entre las
estribaciones cordilleranas hendida por el río cuyas aguas se deslizan al poniente. El
profundo silencio del entorno le permitió escuchar el rumoroso andar hacia el cercano
litoral marino. Recordó que pronto, como ocurría cada año, llegaría la temporada en
que el sagrado apu Pariakaka renovaba las aguas del mayu.
La mañana era clara, el aún tenue brillo del sol empezaba a recorrer la superficie de la
sagrada tierra.
«¡Tendremos que luchar!»
La ciudadela estaba desierta. Hombres y mujeres habían salido muy temprano a
realizar sus labores y él, algo inusual, se había rezagado. Su ayudante de campo, un
joven guerrero con una caracola colgando del cuello, permanecía a una distancia
prudente, en espera de órdenes.
«Es urgente convocar una reunión».
Chuquimanco giró lentamente la cabeza y a un simple gesto suyo el ayudante se ubicó
respetuosamente frente a él. Rompiendo su mutismo le dijo algunas palabras, tan
imperceptibles, que el viento las difuminó. El joven guerrero, después de asentir, corrió
ágilmente entre las viviendas, trepando la ladera hasta llegar a la cima de la colina que
protegía el huqui, la curvada y apacible rinconada donde se asentaba la ciudadela.
Desde la cumbre se tenía una vista casi total de la verde y angosta huaylla, un
pequeño valle rectangular de tierra fértil y generosa, encerrado entre cerros y el mar
que los antiguos llamaron Maraq.
El guerrero llevó la caracola a sus labios y el quieto espacio fue invadido por un sordo
y profundo sonido. El pututo retumbó varias veces y el monótono sonido, multiplicado
por los ecos, se propagó a lo ancho y largo de la marca.

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Desde muchos años atrás, las marcas de los valles de la región central de la franja
costera habían creado una confederación para mutua protección de los belicosos
yauyos que amenazaban las cuencas altas y de los chinchas. Los confederados
habían erigido murallas y fortalezas en lugares estratégicos que les permitieron vivir en
paz.
Pero había surgido otra poderosa amenaza. Los curacas confederados estaban
pendientes de los desplazamientos del ejército imperial inca en su arrollador avance
conquistador a lo largo de la cordillera. Los cuzqueños no habían asomado por este
territorio, aún. Pero los curacas, entre ellos Chuquimanco, previendo futuros ataques
incas tenían reuniones constantes en el núcleo de la confederación de la costa central.
Las murallas y las fortalezas fueron reestructuradas y se iniciaron simulacros de
guerra. Las maniobras se intensificaron cuando llegaron nuevas que las tropas incas
incursionaron en las tierras calientes de los nazcas. Cada guerrero conocía sus
puestos de lucha para cuando llegara el momento.
El mensaje recibido por Chuquimanco había sido enviado por la confederación.

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-¡El momento ha llegado!
Exclamó enérgicamente Chuquimanco a los habitantes de su marca.
-Los incas han tomado las tierras de los nazcas y de los chinchas. Han pactado con
los atunyauyos. Ya se han instalado en la zona alta del río, cerca de los runahuanac y
están preparando la marcha sobre nuestro territorio.
Así, conciso y directo, les detalló el mensaje recibido muy temprano.
Mientras hablaba, Chuquimanco pensaba en la posibilidad del no retorno y su espíritu
guerrero afloró e inflamó el corazón de los habitantes de la marca, su amada
comunidad.
-Viajaremos a ocupar nuestras posiciones en la línea de defensa, vamos ¡a tomar las
armas! ¡Defenderemos con nuestras vidas la tierra que heredamos de nuestros
ancestros y que heredarán nuestros hijos!- exclamó.
Los guerreros del valle lanzaron fuertes gritos de aliento ante la desgarradora y viril
arenga de su curaca. Todos corrieron a preparar la marcha hacia el sur. La caminata
por el desierto costero era larga.
Chuquimanco y sus guerreros llegaron al valle grande del sur en la oscuridad de la
noche. Rápidamente se ubicaron en sus puestos de combate. Algunos corrieron hacia
el fuerte Canchari que protegía la confluencia de dos canales de riego. Otros se
ubicaron en la larga muralla que protegía el sector oriental y un grupo se ubicó en
Ungará, al sur, próximo al río. Este fuerte fue elegido como puesto de control. Aquí se
concentraron Chuquimanco y los curacas del señorío.

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El ejército imperial se había emplazado en territorio de la confederación costera y
estaba liderado por Cápac Yupanqui, hermano de Pachacútec. El general inca tenía a
su lado al auqui Túpac Yupanqui.
Los incas eran muy hábiles para concertar por lo que, una vez dispuestos
estratégicamente, enviaron una comitiva a los confederados exigiendo la rendición.
Pero los curacas de este señorío habían decidido defender la autonomía de sus tierras
pues deseaban trabajarlas libres, sin sumisiones y se negaron a capitular.
Cápac Yupanqui y su sobrino Túpac Yupanqui, el auqui o príncipe heredero,
dispusieron sus tropas para un ataque envolvente, desde el sur y oriente del ancho
valle. Pero los incas se llevaron una gran sorpresa.
La estrategia defensiva, tantas veces ensayada, frenó el avance imperial. Los
guerreros de Canchari, de la muralla oriental y Ungará soportaron y repelieron con
heroico estoicismo los ataques del poderoso ejército.
Las chuqqi, armas alargadas para alancear, y los potentes champi incas causaron
muchas bajas entre los confederados. El valor y coraje de los yungas no se arredraron
ante las lanzas y porras enemigas, demostrando una valentía similar a los chancas, y
respondieron con el vértigo mortal de las piedras arrojadas con sus sencillas huaracas
y los lanzazos de sus chuqqi.
Muchos soldados enemigos cayeron abatidos a pesar que sus cráneos estaban
protegidos con umachucos y los torsos con pura pura. El ataque y defensa se haría
una constante, con bajas en ambos bandos. Entonces el ejército invasor decidió
emplear otra táctica: el asedio. Sus dimensiones y experiencia militar lo permitían. El
bloqueo en la cuenca baja duraría varios años.
Mientras tanto, en la parte alta del río las tropas incas consiguieron la adhesión de los
runahuanac y coayllos, encargados de la defensa de ese sector, quienes aceptaron
compartir las riquezas del imperio. Los cuzqueños se apoderaron de la estratégica
zona de la cuenca media.
******
Los incas eran expertos en las artes de la guerra y para evitar la fatiga de sus
soldados y reemplazar a sus caídos en combate solían renovar sus tropas cuando las
campañas se prolongaban. En la región de los runahuanac construyeron una
ciudadela que les sirvió de base logística durante el asedio al valle bajo. El relevo lo
efectuaban en las épocas calurosas de verano, un clima que los afectaba, y los
ataques a los baluartes costeros se hacían esporádicos. Estos paréntesis eran
aprovechados por los confederados para recolectar alimentos de sus marcas. Así
lograron soportar los embates incas durante mucho tiempo.
Ocurrió que Pachacútec había muerto y Túpac Yupanqui había dejado de ser un
simple auqui y, como nuevo sapa inca, se dispuso a finalizar el largo asedio.
Transcurría el cuarto otoño del prolongado asedio, cuando los vigías yungas
observaron consternados que un numeroso regimiento llegaba a sumarse al ejército
imperial.
Al llegar la noticia a Ungará, Chuquimanco y los curacas de la confederación
presagiaron lo peor. Durante los numerosos ataques recibidos habían perdido muchos
guerreros y, al contrario del enemigo, no tenían como reemplazarlos. Los que seguían
en la brega, reducidos y desgastados pero con la misma determinación, eran los que
quedaban de cuando iniciaron la defensa años atrás.
Un frío amanecer un centinela portó una terrible noticia.
- ¡Los canales y acequias están secándose!... y ¡el ejército enemigo se ha aproximado
a nuestras líneas defensivas!
Desde la parte más alta del bastión, los curacas observaron con ojos desolados el
despliegue de las tropas incas. Estaban estableciendo un cerco más estrecho en
forma de anillo, cerrándoles el paso con Canchari y las murallas, ¡los estaban
aislando!
Los confederados se prepararon para repeler el inminente ataque.
Pero los días pasaban y los cuzqueños no efectuaban ningún movimiento. Desde sus
puestos de combate, los yungas percibieron que los soldados enemigos no se movían.
Sólo esperaban.
El tiempo transcurría lentamente, implacable. Y la estrategia enemiga de cortar el flujo
de los canales y de aislarlos les empezó a dar resultado.
La carencia de agua y alimentos principiaron a mellar la resistencia física de los
yungas costeros. Los guerreros se encontraban sedientos y hambrientos, pero en lo
que menos pensaban era en la rendición.

******
Un lacerante y agónico grito resonó en el amanecer.
Aletargado por la debilidad, un centinela del baluarte de Ungará había sido
sorprendido. Deshidratado y famélico, perdió su capacidad de vigilancia y fue
impactado por una de las lanzas con púas enemigas pero, mientras se desplomaba
mortalmente herido, alcanzó a emitir el grito de alarma.
La noche anterior, después de observar el progresivo decaimiento físico de los yungas,
los incas consideraron que era el momento del ataque final a la línea de defensa.
El escaso contingente del fuerte despertó del sopor y con Chuquimanco a la cabeza
rápidamente se posesionó sobre los muros. Sobreponiéndose a la inanición lucharon
resueltamente contra el numeroso ejército.
En determinado momento, a una señal, los incas dejaron de atacar y se retiraron a una
distancia prudente. Se quedaron quietos y expectantes, guardando absoluto silencio.
Entonces los defensores de Ungará pudieron escuchar, lejanos, los gritos de alegría
de los soldados enemigos. Eso sólo significaba una cosa. Los otros baluartes habían
caído bajo los coordinados ataques, lo que explicaba el momentáneo retiro del
enemigo. Querían que los guerreros de Ungará escucharan, que se enteraran de lo
que estaba sucediendo en los otros lugares y que asumieran que eran los únicos que
quedaban en la defensa.
El sorpresivo ataque de la mañana fue terrible y Chuquimanco quedó como el único
curaca con vida. Pasó una rápida revista. Recorrió el fuerte, tropezó con cadáveres y
cuerpos heridos. Quedaban algunos de su valle, muy pocos, estaban maltrechos, pero
la mirada de los exangües guerreros reflejaban resolución. La bizarría se mantenía a
pesar de la situación.
No necesitaban arengas, sabían lo que vendría.
El círculo de incas preparó el ataque final.
Chuquimanco con un champi inca en la mano derecha, lo blandía cual trofeo, subió a
uno de los muros del bastión. Fue imitado por los desfallecidos guerreros. No tenían
proyectiles de piedra y las huaracas ya no les servían, sólo empuñaban sus chuqqi.
Los soldados incas recibieron la orden y con ensordecedor griterío corrieron hacia el
fuerte.
Unas escasas siluetas, desafiantes, altivas y con los cabellos volando al viento, los
esperaban. Uno aferraba una porra y el resto algunas lanzas.

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Sintió el tenue calor del sol del mediodía otoñal posarse sobre su rostro. Entreabrió los
ojos y los luminosos rayos le hicieron parpadear.
Chuquimanco había recibido un mortal lanzazo en el abdomen. La vida se le
escapaba. Estaba recostado con la espalda sobre el muro, desangrándose. Desde allí
contempló el repaso de sus valientes guerreros. Algunos eran colgados del cuello de
los troncos del techado. Le dolió más que su herida letal.
Chuquimanco agonizaba.
Una brillante vegetación le rodeó, escuchó el murmullo del agua de la rarca y se
inclinó para saciar su sed con la fresca agua. ¡Estaba en Maraq, en su verde y
generosa huaylla!, ¡sonriendo!, ¡había vuelto a su ciudadela escondida en el huqui!...
Un estertor lo sacudió y la visión desapareció. El suave murmullo era la sangre que
manaba de su cuerpo y que la tierra iba absorbiendo.
Lo último que quedó impregnado en sus retinas fueron las oscilantes sombras
colgantes sobre una oscura tierra humedecida por la sangre de los guerreros.

Epílogo

Los chancas habían sido los únicos guerreros que se habían atrevido a una resistencia
semejante. Por lo tanto, antes de proseguir con las conquistas, era necesario un
escarmiento. Qué mejor un nombre que recuerde a los reinos vecinos el paso
vencedor de los imperiales. Los incas decidieron asignar un nuevo nombre a esta
comarca y la llamaron Huarco, un apelativo hiriente y amedrentador que aludía la
ejecución de los guerreros de Ungará.
Esta gesta épica sería conservada, cual canto homérico, en la memoria de los
descendientes de los guerreros yungas que prefirieron morir defendiendo sus tierras.
Transmitido oralmente por las generaciones sucesivas, fue rescatado por el soldado
cronista Pedro Cieza de León, quien registra la hazaña por primera vez.
“El Curaca de Mala” es un relato histórico, ficticio y legendario, que he escrito como un
homenaje personal a nuestros ancestros. He utilizado el nombre de un personaje que,
aunque su existencia es incierta, ha generado una leyenda muy difundida en la costa
central peruana. En el año 1935, el sacerdote Pedro Eduardo Villar Córdova publicó en
su libro sobre arqueología de Lima el cuento: ‘Heroísmo de “Chuqui-Manco”, último
curaca de Mallac (Mala)’.

Carlos Narciso Manco Ramos


Lima 2013

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