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La larva

Autor: Rubén Darío


Como se hablase de Benvenuto Cellini y alguien sonriera de la afirmación que hace el gran artífice
en su Vida, de haber visto una vez una salamandra, Isaac Codomano dijo:
-No sonriáis. Yo os juro que he visto, como os estoy viendo a vosotros, si no una salamandra, una
larva o una ampusa.

Os contaré el caso en pocas palabras.

Yo nací en un país en donde, como en casi toda América, se practicaba la hechicería y los brujos
se comunicaban con lo invisible. Lo misterioso autóctono no desapareció con la llegada de los
conquistadores. Antes bien, en la colonia aumentó, con el catolicismo, el uso de evocar las fuerzas
extrañas, el demonismo, el mal de ojo. En la ciudad en que pasé mis primeros años se hablaba, lo
recuerdo bien, como de cosa usual, de apariciones diabólicas, de fantasmas y de duendes. En una
familia pobre, que habitaba en la vecindad de mi casa, ocurrió, por ejemplo, que el espectro de un
coronel peninsular se apareció a un joven y le reveló un tesoro enterrado en el patio. El joven murió
de la visita extraordinaria, pero la familia quedó rica, como lo son hoy mismo los descendientes.
Aparecióse un obispo a otro obispo, para indicarle un lugar en que se encontraba un documento
perdido en los archivos de la catedral. El diablo se llevó a una mujer por una ventana, en cierta
casa que tengo bien presente. Mi abuela me aseguró la existencia nocturna y pavorosa de un fraile
sin cabeza y de una mano peluda y enorme que se aparecía sola, como una infernal araña. Todo
eso lo aprendí de oídas, de niño. Pero lo que yo vi, lo que yo palpé, fue a los quince años; lo que
yo vi y palpé del mundo de las sombras y de los arcanos tenebrosos.

En aquella ciudad, semejante a ciertas ciudades españolas de provincias, cerraban todos los
vecinos las puertas a las ocho, y a más tardar, a las nueve de la noche. Las calles quedaban
solitarias y silenciosas. No se oía más ruido que el de las lechuzas anidadas en los aleros, o el
ladrido de los perros en la lejanía de los alrededores.

Quien saliese en busca de un médico, de un sacerdote, o para otra urgencia nocturna, tenía que ir
por las calles mal empedradas y llenas de baches, alumbrado a penas por los faroles a petróleo
que daban su luz escasa colocados en sendos postes.

Algunas veces se oían ecos de músicas o de cantos. Eran las serenatas a la manera española, las
arias y romanzas que decían, acompañadas por la guitarra, ternezas románticas del novio a la
novia. Esto variaba desde la guitarra sola y el novio cantor, de pocos posibles, hasta el cuarteto,
septuor, y aun orquesta completa y un piano, que tal o cual señorete adinerado hacía soñar bajo
las ventanas de la dama de sus deseos.

Yo tenía quince años, una ansia grande de vida y de mundo. Y una de las cosas que más
ambicionaba era poder salir a la calle, e ir con la gente de una de esas serenatas. Pero ¿cómo
hacerlo?

La tía abuela que me cuidó desde mi niñez, una vez rezado el rosario, tenía cuidado de recorrer
toda la casa, cerrar bien todas las puertas, llevarse las llaves y dejarme bien acostado bajo el
pabellón de mi cama. Mas un día supe que por la noche había una serenata. Más aún: uno de mis
amigos, tan joven como yo, asistiría a la fiesta, cuyos encantos me pintaba con las más tentadoras
palabras. Todas las horas que precedieron a la noche las pasé inquieto, no sin pensar y preparar
mi plan de evasión. Así, cuando se fueron las visitas de mi tía abuela -entre ellas un cura y dos
licenciados- que llegaban a conversar de política o a jugar el tute o al tresillo, y una vez rezada las
oraciones y todo el mundo acostado, no pensé sino en poner en práctica mi proyecto de robar una
llave a la venerable señora.

Pasadas como tres horas, ello me costó poco pues sabía en dónde dejaba las llaves, y además,
dormía como un bienaventurado. Dueño de la que buscaba, y sabiendo a qué puerta correspondía,
logré salir a la calle, en momentos en que, a lo lejos, comenzaban a oírse los acordes de violines,
flautas y violoncelos. Me consideré un hombre. Guiado por la melodía, llegue pronto al punto donde
se daba la serenata. Mientras los músicos tocaban, los concurrentes tomaban cerveza y licores.
Luego, un sastre, que hacía de tenorio, entonó primero A la luz de la pálida luna, y luego Recuerdas
cuando la aurora… Entro en tanto detalles para que veáis cómo se me ha quedado fijo en la
memoria cuanto ocurrió esa noche para mí extraordinaria. De las ventanas de aquella Dulcinea, se
resolvió ir a las de otras. Pasamos por la plaza de la Catedral. Y entonces…He dicho que tenía
quince años, era en el trópico, en mí despertaban imperiosas todas las ansias de la adolescencia…

Y en la prisión de mi casa, donde no salía sino para ir al colegio, y con aquella vigilancia, y con
aquellas costumbres primitivas… Ignoraba, pues, todos los misterios. Así, ¡cuál no sería mi gozo
cuando, al pasar por la plaza de la Catedral, tras la serenata, vi, sentada en una acera, arropada
en su rebozo, como entregada al sueño, a una mujer! Me detuve.

¿Joven? ¿Vieja? ¿Mendiga? ¿Loca? ¡Qué me importaba! Yo iba en busca de la soñada revelación,
de la aventurera anhelada.

Los de la serenata se alejaban.

La claridad de los faroles de la plaza llegaba escasamente. Me acerqué. Hablé; no diré que con
palabras dulces, mas con palabras ardientes y urgidas. Como no obtuviese respuesta, me incliné y
toqué la espalda de aquella mujer que ni quería contestarme y hacía lo posible por que no viese su
rostro. Fui insinuante y altivo. Y cuando ya creía lograda la victoria, aquella figura se volvió hacia
mí, descubrió su cara, y ¡oh espanto de los espantos! aquella cara estaba viscosa y deshecha; un
ojo colgaba sobre la mejilla huesona y saniosa; llegó a mí como un relente de putrefacción. De la
boca horrible salió como una risa ronca; y luego aquella «cosa», haciendo la más macabra de las
muecas, produjo un ruido que se podría indicar así:

-¡Kgggggg!…

Con el cabello erizado, di un gran salto, lancé un gran grito. Llamé.

Cuando llegaron algunos de la serenata, la «cosa» había desaparecido.

Os doy mi palabra de honor, concluyó Isaac Codomano, que lo que os he contado es


completamente cierto.
Acuarela

Había cerca un bello jardín, con más rosas que azaleas y más violetas que rosas. Un bello y
pequeño jardín, con jarrones, pero sin estatuas; con una pila blanca, pero sin surtidores, cerca de
una casita como hecha para un cuento dulce y feliz.

En la pila, un cisne chapuzaba revolviendo el agua, sacudiendo las alas de un blancor de nieve,
enarcando el cuello en la forma del brazo de una lira o del asa de una ánfora, y moviendo el pico
húmedo y con tal lustre como si fuese labrado en un ágata de color de rosa.

En la puerta de la casa, como extraída de una novela de Dickens, estaba una de esas viejas
inglesas, únicas, solas, clásicas, con la cofia encintada, los anteojos sobre la nariz, el cuerpo
encorvado, las mejillas arrugadas, mas con color de manzana madura y salud rica. Sobre la saya
obscura, el delantal.

Llamaba:

-¡Mary!

El poeta vió llegar una joven de un rincón del jardín, hermosa, triunfal, sonriente; y no quiso tener
tiempo sino para meditar en que son adorables los cabellos dorados, cuando flotan sobre las nucas
marmóreas, y en que hay rostros que valen bien por un alba.

Luego, todo era delicioso. Aquellos quince años entre las rosas -quince años, sí, los estaban
pregonando unas pupilas serenas de niña, un seno apenas erguido, una frescura primaveral, y una
falda hasta el tobillo que dejaba ver el comienzo turbador de una media de color de carne;- aquellos
rosales temblorosos que hacían ondular sus arcos verdes, aquellos durazneros con sus ramilletes
alegres donde se detenían al paso las mariposas errantes llenas de polvo de oro, y las libélulas de
alas cristalinas e irisadas; aquel cisne en la ancha taza, esponjando el alabastro de sus plumas, y
zambulléndose entre espumajeos y burbujas, con voluptuosidad, en la transparencia del agua; la
casita limpia, pintada, apacible, de donde emergía como una onda de felicidad; y en la puerta, la
anciana, un invierno, en medio de toda aquella vida, cerca de Mary, una virginidad en flor.

Ricardo, poeta lírico que andaba a caza de cuadros, estaba allí, con la satisfacción de un goloso
que paladea cosas exquisitas.

Y la anciana y la joven:

-¿Qué traes?

-Flores.

Mostraba Mary su falda llena como de iris hechos trizas, que revolvía con una de sus manos gráciles
de ninfa, mientras, sonriendo su linda boca purpurada, sus ojos abiertos en redondo dejaban ver
un color de lapislázuli y una humedad radiosa.

El poeta siguió adelante.


Aguafuerte

¿Pero para dónde diablos iba?

Y se entró en una casa cercana de donde salía un ruido metálico y acompasado.

En un recinto estrecho, entre paredes llenas de hollín, negras, muy negras, trabajaban unos
hombres en la forja. Uno movía el fuelle que resoplaba, haciendo crepitar el carbón, lanzando
torbellinos de chispas y llamas como lenguas pálidas, áureas, azulejas, replandecientes. Al brillo
del fuego en que se enrojecían largas barras de hierro, se miraban los rostros de los obreros con
un reflejo trémulo. Tres yunques ensamblados en toscas armazones resistían el batir de los machos
que aplastaban el metal candente, haciendo saltar una lluvia enrojecida. Los forjadores vestían
camisas de lana de cuellos abiertos, y largos delantales de cuero. Alcanzábaseles a ver el pescuezo
gordo y el principio del pecho velludo; y salían de las mangas holgadas los brazos gigantescos,
donde, como en los de Amico, parecían los músculos redondas piedras de las que deslavan y pulen
los torrentes. En aquella negrura de caverna, al resplandor de las llamaradas, tenían tallas de
cíclopes. A un lado, una vantanilla dejaba pasar apenas un haz de rayo de sol. A la entrada de la
forja, como en un marco oscuro, una muchacha blanca comía uvas. Y sobre aquel fondo de hollín
y de carbón, sus hombros delicados y tersos que estaban desnudos, hacían resaltar su bello color
de lis, con un casi imperceptible tono dorado.

Ricardo pensaba:

-Decididamente, una excursión feliz al pais del arte...


Al carbón

Vibraba el órgano con sus voces trémulas, vibraba acompañando la antífona, llenando la nave con
su armonía gloriosa. Los cirios ardían goteando sus lágrimas de cera entre la nube de incienso que
inundaba los ámbitos del templo con su aroma sagrado; y allá en el altar el sacerdote, todo
resplandeciente de oro, alzaba la custodia cubierta de pedrería, bendiciendo a la muchedumbre,
arrodillada.

De pronto, volví la vista cerca de mí, al lado de un ángulo de sombra. Había una mujer que oraba.
Vestida de negro, envuelta en un manto, su rostro se destacaba severo, sublime, teniendo por
fondo la vaga oscuridad de un confesionario. Era una bella faz de ángel, con la plegaria en los ojos
y en los labios. Había en su frente una palidez de flor de lis, y en la negrura de su manto resaltaban
juntas, pequeñas, las manos blancas y adorables. Las luces se iban extinguiendo, y a cada
momento aumentaba lo obscuro del fondo, y entonces como por un ofuscamiento, me parecía ver
aquella faz iluminarse con una luz blanca y misteriosa, como la que debe de haber en la región de
los coros prosternados y de los querubines ardientes; luz, alba, polvo de nieve, claridad celeste,
onda santa que baña los ramos de lirio de los bienaventurados.

Y aquel pálido rostro de virgen, envuelta ella en el manto y en la noche, en aquel rincón de sombra,
habría sido un tema admirable para un estudio al carbón.
El Dios bueno

Todos los niños del hospicio habían ya rezado después de la taza de chocolate. A los más
pequeños les habían persignado las hermanas de la caridad. En la gran sala, alumbrada por una
farola de gas, colocada en un extremo, flotaba el aliento acompañado del sueño, exhalándose en
las camitas que tenían de nido y de cuna. La hermana Adela vigilaba.

¡La buena hermana Adela! Al muchacho que tenía descubiertos los piececitos, se los cobijaba con
la sábana blanca. Al que se había acostado con una mano sobre el corazón, se la quitaba de allí,
y le ponía tendido sobre el lado derecho, porque así se duerme bien y no se tienen pesadillas. A
cada cual vigilaba la hermana con gran cuidado; al rubiecito Jorge, que tenía los cabellos dorados
y las más preciosas manos infantiles; al gordiflon Roberto, una delicia por su gracia; a la dulce
perlita Estefanía, que era la que con lindos dientes reía en el jardín, los brazos al cielo, fresca, tierna
y alegre, bajo un rosal; ¿a cuántos niños más? Ah, a la incomparable Lea, que era pálida y apacible,
y en el juego del recreo la más formal, y rezaba más bellamente, como un pequeño ángel, con las
manos juntas, al buen señor Dios, a la hora de acostarse, cuando su espesa cabellera negra
manchaba con su negrura la cándida camisa de la chiquilla escuelera.

¡Ninguna como esta adorable pequeña! Era la más amada de las huérfanas inocentes, que vivían
en aquella casa de caridad, bendito kinder-garten de miniaturas humanas, donde las risas
desbordadas, sonaban como canciones locas de pájaros nuevos, en una pajarera encantadora. El
día domingo, cuando iban de paseo todos los chicos del hospicio, llamaba la atención Lea, seria
cuellierguida, sonriente, con una suave e innata majestad de princesa colibrí. ¡Y era de ver a la
vuelta, cómo traían sus naranjas doradas, sus ramos de flores del campo, sus lirios y sus rosas! La
hermana Adela queríala mucho, porque no era como otras que le decían impertinencias: “Hermana
Adela, ¿por qué tenéis la cabeza rapada como el mozo que nos lleva la leche? Antes bien le decía
cosas sencillas y puras: “Hermana Adela, ¿me permitís dar mis violetas a la cieguecita que está en
la esquina cantando su canción?” Otras veces, cuando iban a la misa, en la capilla, fragante de
incienso, donde estaba el altar flamante, y el órgano místico y sonoro, y donde el cura viejo y santo
alzaba la custodia, Lea estaba inmóvil, fija en el altar. Allá arriba, en el coro, sonaban los himnos
religiosos; el sacerdote vestido con su casulla de blanco y oro, bebía en un cáliz de oro también.
Todos estaban de rodillas ante él.

Lea decía allí adentro de su cabecita de gorrión recién nacido al sol: La hostia es santa, blanca y
redonda; el padre tiene una corona en la cabeza, como la hostia; el bebe en una copa de oro;
cuando él alza la custodia tres veces sobre su frente, me está mirando el buen Dios, que me ama,
y me ha dado mi cama suave, la leche fresca por la mañana, la muñeca en el día, el chocolate por
la noche: así dice la hermana Adela, ¡Oh buen Dios!.

¡Y cuando la plática del señor cura! Era después de la comunión. Allí él, sencillo, ofreciendo
sonrisas, procuraba llegar con su palabra a la comprensión de aquellos pequeñines: Tenéis todos
una madre, hijos míos, aunque os falta la natural. Es una divina mujer que está allá en el cielo y
también en el altar donde digo la misa. Es aquella que está sobre una media luna, con un manto
azul, rodeado de cabecitas de niños rosados como vosotros, y que tienen alas. Ella es amorosa,
es maternal y os bendice. ¡Vuestro padre es el padre celestial, es el buen Dios!

¡Cómo amaban y comprendían ellos al “padre celestial” a la dulce María Santa, bella y gloriosa,
imaginada por el gran Murillo! Y Lea, sobre todo, se fijaba en el “buen Dios”, que estaba allá en la
capilla, en un retablo, todo soberbio y venerable; un gran anciano de barbas blancas, el Padre
Eterno, que tenía los brazos abiertos sobre el mundo, un triángulo de luz en la cabeza, los pies
sobre las nubes, lleno de ternura y de majestad, ¡como un abuelo!
Cuando ella iba a su lecho, pequeño y tibio como para que se echase en él una paloma, pensaba
en todos los bienes de que se gozaba por el abuelo del cielo, el de la capilla, el que había creado
el azul, los pájaros, la leche, las muñecas, la casulla del cura, y la hermana Adela que la persignaba
y arrullaba a modo de una madre de verdad.

Las doce. Clara noche.

La hermana se había puesto a rezar: Por la guerra. Porque nos quites ¡oh, Dios mío! Esta horrible
tormenta. ¡Porque cese la furia de los hombres malos! ¡Porque respeten nuestra capilla, nuestra
bandera con su cruz!.

La bandera estaba ya puesta desde el principio de la toma de ciudad, en lo alto del hospicio. La
guerra era la más sangrienta y espantosa que había visto el país, se sabía de saqueos, de
incendios, de violaciones, de asesinatos horrorosos. Las hermanas de la caridad que dirigían el
hospicio habían pedido a los devastadores que se les respetase con sus niños. Así se les había
ofrecido. Habían colocado, pues, su bandera: una gran bandera blanca con una cruz roja.

Cuando al caer la tarde, la hermana Adela supo la noticia de que había bombardeo, a la hora del
chocolate dijo a todos los chiquillos: Hijos míos, oremos. Siempre oraban antes de comer. De pronto
se empezaron a oír lejanos cañonazos. Todos los niños estaban alegres en la mesa, menos Lea.
A poco le dijo a la hermana: ¿Oye, hermana? Truena. Otra dijo: Es la guerra. La hermana volvió a
ordenar: Niños míos, oremos.

A lo lejos se oían gritos, ruido de gentes en lucha; retumbaba la voz del bronce. Arriba, en el cielo,
en la pureza del azul infinito, una luna clara y argentina, en todo su esplendor, derramaba su luz;
pálida, indiferente, alumbraba las miserias de la tierra.

¡Dios te salve, María, llena eres de gracia!... Ya se había levantado, a media noche, la hermana
Adela, cuando vio caer la primera bomba en el patio del hospicio. ¡El bombardeo! Luego esos
bandidos, esos herodes, sacrificarían en su furia y en su venganza a los inocentes. Pasaban con
ruido siniestro e infernal, las granadas en el aire. La bandera con la cruz que estaba sobre el
hospicio, era como una pobre y grande ave ideal, delante del espantoso proyectil del bronce inicuo.
Allá, no lejos, se oían estallar las bombas y vibrar tristemente los ayes de los heridos. Una, oira
casa, se envolvía en llamas. El cielo reflejaba el incendio, Dios te Salve, María... La hermana Adela
fue y vio las camas de los niños donde en cada una de ellas, alentaba una delicada flor de infancia,
llena de aroma divino.

Abrió una ventana y vio como por la calle iban en larga carrera gentes sangrientas y desesperadas,
soldados heridos que desfallecían, mujeres desmelenadas con sus hijos en los brazos, a la luz
implacable del incendio.

Entonces fue cuando empezaron a caer granadas en el recinto en que dormían los niños. ¡Qué
respeto a la bandera santa! ¡Qué cruz roja! ¡Qué la inocencia! Cayó la primera y saltaron dos
camitas despedazadas, dos niños muertos en su sueño. Y siguieron cayendo en lluvia tremenda
las criminales; y la hermana Adela gemía, porque la muerte no viene nunca así para los pobres
inocentes y por eso era como un olvido del cielo para con las rosas vivas que perfumaban aquellas
cunas-nidos. Despertaron los chicos al estruendo y se pusieron a llorar, en tanto que la hermana
oraba con su rosario en la mano. Granada tras granada, el edificio se iba destruyendo por partes.
Al fin se incendió el hospicio. Locas todas las guardianas y maestras de los niños quisieron salvar
a los que pudieron tomar en brazos, azorados en su súbito despertar, soñolientos y desnudos.
La hermana Adela corrió a la camita de Lea, donde ya la niña estaba de rodillas, orando al señor
anciano de la capilla, que era tan bueno, que hizo el sol y la leche y las frescas flores de mayo;
orando por aquello que no comprendía, por aquella tempestad de fuego, por aquella sangre, por
aquellos gemidos... Oh, el “buen Dios” no permitiría que fuese así, como ella se lo rogase...

Pero al acercarse la hermana Adela, que la iba a socorrer, cayó cerca otra bomba que hirió a la
religiosa, ensangrentando su traje de algodón azul y su corneta de lino blanco.

Con los ojos abiertos en redondo, poseída de algo sobrehumano, la pequeña Lea se alzó de pronto
sobre su colchón, y con una voz que helaría de espanto a un hombre de piedra, exclamó retorciendo
sus bracitos y mirando hacia arriba:

–¡Oh, buen Dios! ¡No seas malo!...


El nacimiento de la col

En el paraíso terrenal, en el día luminoso en que las flores fueron creadas, y antes de que Eva
fuese tentada por la serpiente, el maligno espíritu se acercó a la más linda rosa nueva en el
momento en que ella tendía, a la caricia del celeste sol, la roja virginidad de sus labios.

-Eres bella.

-Lo soy -dijo la rosa.

-Bella y feliz – prosiguió el diablo-. Tienes el color, la gracia y el aroma. Pero…

-¿Pero?...

-No eres útil. ¿No miras esos altos árboles llenos de bellotas? Ésos, a más de ser frondosos, dan
alimento a muchedumbres de seres animados que se detienen bajo sus ramas. Rosa, ser bella es
poco…

La rosa entonces –tentada como después lo sería la mujer- deseó la utilidad, de tal modo que hubo
palidez en su púrpura.

Pasó el buen Dios después del alba siguiente.

-Padre –dijo aquella princesa floral, temblando en su perfumada belleza-, ¿queréis hacerme útil?

-Sea, hija mía –contestó el Señor, sonriendo.

Y entonces vio el mundo la primera col.


En busca de cuadros

Sin pinceles, sin paleta, sin papel, sin lápiz, Ricardo, poeta lírico incorregible, huyendo de las
agitaciones y turbulencias, de las máquinas y de los fardos, del ruido monótono de los tranvías y
del chocar de las herraduras de los caballos con su repiqueteo de caracoles sobre las piedras; de
las carreras de los corredores frente a la Bolsa; del tropel de los comerciantes; del grito de los
vendedores de diarios; del incesante bullicio e inacabable hervor de este puerto; en busca de
impresiones y de cuadros, subió al Cerro Alegre que, gallardo como una gran roca florecida, luce
sus flancos verdes, sus montículos coronados de casas risueñas escalonadas en la altura,
rodeadas de jardines, con ondeantes cortinas de enredaderas, jaulas de pájaros, jarras de flores,
rejas vistosas y niños rubios de caras angélicas.

Abajo estaban las techumbres del Valparaíso que hace transacciones, que anda a pie como una
ráfaga, que puebla los almacenes e invade los bancos, que viste por la mañana terno crema o
plomizo, a cuadros, con sombrero de paño, y por la noche bulle en la calle del Cabo con lustroso
sombrero de copa, abrigo al brazo y guantes amarillos, viendo a la luz que brota de las vidrieras,
los lindos rostros de las mujeres que pasan.

Más allá, el mar, acerado, brumoso, los barcos en grupo, el horizonte azul y lejano. Arriba, entre
opacidades, el sol. Donde estaba el soñador empedernido, casi en lo más alto del cerro, apenas si
se sentían los estremecimientos de abajo. Erraba él a lo largo del Camino de Cintura e iba pensando
en idilios, con toda la augusta desfachatez de un poeta que fuera millonario.

Había allí aire fresco para sus pulmones, cosas sobre cumbres, como nidos al viento, donde bien
podía darse el gusto de colocar parejas enamoradas; y tenía, además, el inmenso espacio azul, del
cual - él lo sabía perfectamente - los que hacen los salmos y los himnos pueden disponer como les
venga en antojo.

De pronto escuchó: - ¡Mary! ¡Mary! Y él, que andaba a caza de impresiones y en busca de cuadros,
volvió la vista.
La cabeza

Por la noche, sonando aún en sus oídos la música del Odeón, y los parlamentos de Astol; de vuelta
de las calles donde escuchara el ruido de los coches y la triste melopea de los tortilleros, aquel
soñador se encontraba en su mesa de trabajo, donde las cuartillas inmaculadas estaban esperando
las silvas y los sonetos de costumbre, a las mujeres de los ojos ardientes.

¡Uf!...

¡Qué silvas! ¡Qué sonetos! La cabeza del poeta lírico era una orgía de colores y de sonidos.
Resonaban en las concavidades de aquel cerebro martilleos de cíclopes, himnos al son de
tímpanos sonoros, fanfarrias bárbaras, risas cristalinas, gorjeos de pájaros, batir de alas y estallar
de besos, todo como en ritmos locos y revueltos. Y los colores agrupados, estaban como pétalos
de capullos distintos, confundidos en una bandeja, o como la endiablada mezcla de tintas que llena
la paleta de un pintor...

Además...
La isla de la Muerte

¿En qué país de Ensueño, en qué fúnebre país de Ensueño está la isla Somoria? Es en un lejano
lugar donde reina el silencio. El agua no tiene una sola voz en su cristal ni el viento en sus leves
soplos, ni los negros árboles mortuorios, que semejan, agrupados y silenciosos, monjes fantasmas.

Cavadas en las volcánicas rocas, mordidas y rajadas por el tiempo, se ven, a modo de nichos
obscuros, las bocas de las criptas, en donde bajo el misterioso y taciturno cielo duermen los
muertos. La lámina especular de abajo refleja los muros de ese solitario palacio de lo desconocido.

Se acerca en su barca de duelo un mudo enterrador, como en el poema de Tennyson. ¿Qué pálida
Princesa difunta es conducida a la isla de la Muerte? ¿Qué Elena, qué Ofelia, qué adorada
Yolanda? ¡Cuánto suave en tono menor, cuánto de vaga melodía y de desolación profunda! Acaso
el silencio fuese interrumpido por un errante sollozo, por un suspiro, acaso una visión envuelta en
un velo como de nieve ....

Allí es donde comienza la posesión de Psiquis; en esa negrura en donde verás quizá brotar, pobre
soñador, de la obscura larva las alas esplendorosas de Hipsila. ¡Oh Boeklin! Va la reina Betsabé,
pálida. Va también con un manto de duelo la esposa de Mausoleo, que pone cenizas en el vino. Va
Venus, sobre su concha tirada por blancas palomas, por ver si vaga gimiendo la sombra de Adonis.
Va la tropa imperial de las soberbias porfirogénitas que amaron el Amor al mismo tiempo que la
muerte. Y va en un esquife divino, con un arcángel por timonel, la Virgen María, herido el pecho por
siete puñales.
La muerte de Salomé

La historia, a veces, no está en lo cierto. La leyenda, en ocasiones, es verdadera, y las hadas


mismas confiesan, en sus intimidades con algunos poetas, que mucho hay falseado en todo lo que
se refiere a Mab, a Titania, a Brocelianda, a las sobrenaturales y avasalladoras beldades. En cuanto
a las cosas y sucesos de antiguos tiempos, acontece que dos o más cronistas contemporáneos
estén en contradicción. Digo esto porque quizá habrá quien juzgue falsa la corta narración que voy
a escribir en seguida, la cual tradujo un sabio sacerdote, mi amigo, de un pergamino hallado en
Palestina, y en el que el caso estaba escrito en caracteres de la lengua de Caldea.

Salomé, la perla del palacio de Herodes, después de un paso lascivo en el festín famoso, donde
bailó una danza al modo romano, con música de arpas y crótalos, llenó de entusiasmo, de regocijo,
de locura, al gran rey y a la soberbia concurrencia. Un mancebo principal deshojó a los pies de la
serpentina y fascinadora mujer una guirnalda de rosas frescas. Gayo Manipo, magistrado obeso,
borracho y glotón; alzó su copa dorada y cincelada, llena de vino, y la apuró de un solo sorbo. Era
una explosión de alegría y de asombro. Entonces fue cuando el monarca, en premio de su triunfo
y a su ruego, concedió la cabeza de Juan Bautista, y Jehová soltó un relámpago de su cólera divina.
Una leyenda asegura que la muerte de Salomé acaeció en un lago helado, donde los hielos le
cortaron el cuello.

No fue así; fue de esta manera.

Después que hubo pasado el festín, sintió cansancio la princesa encantadora y cruel. Dirigióse a
su alcoba, donde estaba su lecho, un gran lecho de marfil, que sostenían sobre sus lomos cuatro
leones de plata. Dos negras de Etiopía, jóvenes y risueñas, le desciñeron su ropaje, y, toda
desnuda, saltó Salomé al lugar del reposo, y quedó blanca y mágicamente esplendorosa, sobre
una tela de púrpura, que hacía resaltar la cándida y rosada armonía de sus formas.

Sonriente, mientras sentía un blando soplo de flabeles, contemplaba, no lejos de ella, la cabeza
pálida de Juan, que en un plato áureo, estaba colocada sobre un trípode. De pronto, sufriendo
extraña sofocación, ordenó que se le quitasen las ajorcas y brazaletes de los tobillos y de los
brazos. Fue obedecida. Llevaba al cuello, a guisa de collar, una serpiente de oro, símbolo del
tiempo, y cuyos ojos eran dos rubíes sangrientos y brillantes. Era su joya favorita; regalo de un
pretor, que la había adquirido de un artífice romano.

Al querérsela arrancar, experimentó Salomé un súbito error: la víbora se agitaba como si estuviese
viva, sobre su piel, y a cada instante apretaba más y más su fino anillo constrictor, de escamas de
metal. Las esclavas, espantadas, inmóviles, semejaban estatuas de piedra. Repentinamente,
lanzaron un grito; la cabeza trágica de Salomé, la regia danzarina, rodó del lecho hasta los pies del
trípode, adonde estaba, triste y lívida, la del precursor de Jesús; y al lado del cuerpo desnudo, en
el lecho de púrpura, quedó enroscada la serpiente de oro.

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