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Año 2017
RUSIA EN ASIA - Ficha de Cátedra 2017
Historia de Asia y TP - Cátedra Gabriel F. López
ISP Joaquín V. González
Rusia en Asia
Presentación
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Historia de Asia y TP - Cátedra Gabriel F. López
ISP Joaquín V. González
(Nazarenko, 2015). Esta traslación cultural fue muy importante para la conformación de
Rusia en tanto integrante del mundo cristiano y occidental. Siglos más tarde, ni bien hubo
caído Constantinopla, Moscú sería proclamada como “Tercera y última Roma” (Laats,
2009).
En su apogeo durante el siglo XII n.e., el Rus de Kiev logró la primacía militar y
comercial de la región. Fue una verdadera Edad de Oro en cuanto a literatura, religión,
filosofía y educación se refiere, llegando los habitantes de las prósperas ciudades a
participar de una monarquía electiva (Vernadsky, 1973). Sin embargo la unidad no duró
mucho: los conflictos sucesorios, las presiones de los Teutones desde el noroeste y
principalmente el declive de las rutas comerciales -sobre todo luego de la IV Cruzada y el
saqueo de Constantinopla- propiciaron la fragmentación del Rus de Kiev hacia mediados del
siglo XIII n.e. (Kollmann, 1990).
El golpe de gracia lo propinó la invasión mongola en el año 1237 n.e., cuando las
ciudades del Rus que peleaban entre sí desoyeron los rumores de una imparable horda que
se aproximaba desde el este. Con 35000 arqueros a caballo, Batú Kan pudo vencer a los
principados y derrotar a los ejércitos de polacos y húngaros para establecer el Kanato de la
Horda de Oro. A pesar de la conquista, las ciudades rusas mantuvieron relativa autonomía
como vasallos: mientras tributaran y no se revelaran, sólo debían esperar campañas
puntivas períódicas por parte de los mongoles (Martin, 2007).
Será en la periferia que hacia finales del siglo XIII n.e. un pequeño enclave comercial
a orillas de cuatro ríos fue ascendiendo al cooperar con la tributación a los mongoles y
asegurar estabilidad en el norte del Kanato (Gorskij, 2000). El Gran Ducado de Moscovia
rápidamente cobró relevancia en la zona, convirtiéndose en la capital ortodoxa en el 1327
n.e. Paulatinamente Moscú se constituyó como el centro económico y político de Rusia,
logrando liberar toda la región durante el reinado de Iván III hacia fines del siglo XV n.e.
(Ostowski, 2006).
En 1547 Iván IV, “el Terrible”, fue nombrado Zar y Príncipe de toda Rusia,
consumando así a Rusia como reino independiente y centralizado. Posteriormente, la
expansión rusa en Asia fue hecha netamente durante el Zarato Ruso, en menos de dos
siglos. Es muy interesante el hecho de que el Imperio Ruso haya sido proclamado como tal
-por Pedro el Grande en 1721- únicamente después de que prácticamente todas las
conquistas territoriales habían sido consumadas.
La etapa de formación de Rusia (Rus de Kiev y Gran Ducado de Moscovia) es
fundamental para comprender los rasgos originarios de la política y cultura de lo que luego
sería Rusia: el poblamiento eslavo, el dominio de comerciantes vikingos, la transferencia
cultural bizantina, y la conquista mongola se combinaron para conformar un caso único,
entre Europa y Asia.
Como se mencionó antes, las conquistas rusas en Asia tuvieron lugar entre los
siglos XVI y XVIII, durante el Zarato Ruso. A fines prácticos, es posible dividir los territorios
asiáticos conquistados en tres grandes regiones geográficas -presentando cada una de
ellas una inmensa diversidad entre los pueblos que las habitan-: el Cáucaso (sur y norte),
Asia Central (dividido entre la estepa kasaja y la región “mesoasiática”) y Siberia. A su vez,
se deben distinguir dos períodos cronológicos claramente diferenciados en esta expansión:
las conquistas realizadas entre los siglos XVI y XVIII, y las llevadas a cabo entre el siglo
XVIII y XIX.
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algún grado de autonomía; Armenia cuyo territorio sería disputado por el Imperio Otomano
e Irán, aunque cuya población se aglutine en torno a la autocéfala Iglesia Gregoriana
Apostólica Armenia; y Azerbaiyán, dividido en kanatos con fuerte presencia cultural irania,
manifestada en la adhesión mayoritaria al Islam chií.
El avance sobre estos territorios se realizó de forma paulatina. En el marco de una
tensión constante entre los Imperios otomano y ruso, el primer movimiento fue realizado por
el zar Pablo I, quien en 1801 proclamó a Rusia como protectora de los pueblos adeptos a
la vertiente ortodoxa del cristianismo, dominados por los imperios musulmanes. En el
transcurso de dos guerras contra los persas y los otomanos, el hijo de aquel, Alejandro I,
consiguió bajo este principio anexar los territorios de Georgia y Armenia, sino también el
Azerbaiyán chií. Los motivos de esta última anexión respondieron más bien a intereses
geopolíticos, ya que se procuraba eliminar la presencia persa en la región, y consolidar el
predominio ruso en el Caspio.
En un primer momento, las regiones conquistadas mantendrían gran parte de su
autonomía. La nobleza georgiana y armenia serían asimilada y sus privilegios reconocidos y
equiparados a los de la nobleza rusa. La situación de los nobles musulmanes azeríes o
“begs” sería distinta, siendo sólo reconocidos sus derechos a la propiedad, pero como una
nobleza de segunda línea (o inodorotsy). Por otra parte, la política religiosa se definiría
como tolerante, aunque desde mediados del siglo XIX y bajo el impulso del zar Nicolás I, se
fomentaría una “rusificación” de los sistemas legales y de la cultura local. Ésta época
coincidió con un reforzamiento de la autoridad, debido a los crecientes intereses franceses y
británicos por la región.
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“protomoderno” de la conquista: la gran mayoría de los 300 mil circasianos que no fueron
ultimados fueron desplazados de su territorio en favor de colonos rusos y ucranianos,
debiendo buscar refugio en el Imperio Otomano. Serìa el inicio de una práctica recurrente,
calificada por Kappeler como un “etnocidio” definido por el desarraigo geográfico y la
destrucción de las redes económico-sociales tradicionales de pueblos que por
generaciones constituyeron su existencia en torno a la trashumancia.
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los siglos XVIII y XIX los que impondrán un modelo de colonización más sistemático,
inaugurando además una práctica que quedaría indeclinablemente ligada a la región
geográfica en el imaginario colectivo: las deportaciones de condenados contra crímenes
graves contra el Estado a prisiones y campos de trabajo forzoso siberianos.
Efectivamente, la práctica se tornó sistemática desde mediados del siglo XVIII. La
misma no sólo procuró instalarse como una forma de castigo contra crímenes de Estado en
una escala inmediatamente anterior a la pena capital, sino que buscó servir a la causa
colonizadora. Se buscó combatir estancamiento demográfico de las colonias eslavas
emplazadas desde el siglo XVII en las rigurosas condiciones climáticas de Siberia. Los
convictos eran destinados principalmente a las minas de oro de Netrschinks, o a las de plata
en Altai. Allí, debían pasar un “período de prueba” de seis años, tras los cuales -y sólo si
demostraban buena conducta ante sus superiores- podían ser admitidos como colonos o
Palentzi, quienes gozaban de apoyo gubernamental (principalmente en la forma de
exención de impuestos) para instalarse y desposarse. Sin embargo, también existieron
deportaciones “extraordinarias”, como la sufrida por prisioneros circasianos en la guerra del
Cáucaso por orden del zar Nicolás I, a sabiendas de que tales individuos verían imposible
adaptarse a las condiciones siberianas. (Friswell, 1854)
La mirada que la Rusia zarista forjó de Asia y de los pueblos “no eslavos” sometidos
al imperio fue reflejo directo de las dinámicas de expansión y conquista vistas en el anterior
apartado. Nuevamente, el siglo XVIII aparece como un parteaguas entre una relación
pragmática y marcada por cierto sentimiento de equidad, a una relación de dominio colonial
ejercido por una civilización superior por sobre un pueblo atrasado. Es en el afán
europeizador iniciado por el zar Pedro I donde deben hallarse los orígenes del “eslavo-
centrismo” de matriz eurocéntrico de una formación política que pasaba de ser “Zarato” a
“Imperio”.
En efecto, entre los siglos XVI y XVII podía observarse una situación de paridad
entre el zarato moscovita y los distintos principados cristianos y kanatos turco-mongoles de
la región. En esta época. La relación entre esos Estados estaba marcada por acuerdos,
contactos comerciales y guerras ocasionales. Los cosacos -”caballeros” procedentes de
una variedad de pueblos túrquicos escindidos de las hordas mongolas- demuestran esta
dinámica de acercamiento y confrontación estacional: mientras algunos de ellos
conformaron Estados independientes de la autoridad de los zares (como las Hordas de
Astrakán, del Don y del Dniéper), la mayoría prestó servicios a los gobernantes rusos y
lituanos desde el siglo XVI, en una relación que perduraría hasta el siglo XX. Por otra parte,
Rusia era vista por exploradores y monarcas europeos de la época como una exótica
tierra asiática, equiparando al zar con un khan mongol más. Sin embargo, su adhesión al
cristianismo en su vertiente ortodoxa, confería a los rusos -desde su propia óptica y la de
algunos extranjeros- de una identidad diferenciada frente a los “infieles” pueblos de la
estepa (Schimmelpenninck Van Oye, 2010).
Si bien es durante el gobierno del zar Iván IV “El Terrible” que comienza el avance
de Moscú sobre algunos de sus vecinos, convirtiendo en vasallos a los principados
georgianos occidentales y conquistando pequeños kanatos independientes como Astrakán y
Kazán, es de destacar que una de las ocho esposas de este zar (y, según las crónicas, la
más querida por él) fuese hija de una noble circasiana, nos refiere a la existencia de un
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sentimiento de paridad tal que fuerza al gobernante ruso a entablar alianzas matrimoniales
con un pueblo del Cáucaso (Bushkovitch, 2011).
El contraste con la conquista y deportación en masa del pueblo circasiano llevados a
cabo por los zares Nicolás I y Alejandro II a mediados del siglo XIX es notable. La
construcción de un discurso expansionista con componentes etnocéntricos estaba
fuertemente ligado a la consolidación del Imperio como un Estado europeo moderno. El
afán centralista e institucionalizante del Imperio tiene como exponente al Estatuto de
Gobierno de los Pueblos Nativos de 1822. Concebido por el ministro del zar Alejandro I -y
uno de los principales artífices de las reformas administrativas del Imperio- Mijaíl
Speransky, buscaba dar un acompañamiento jurídico a la serie de conquistas territoriales
llevadas a cabo desde mediados del siglo XVIII. La enorme diversidad de pueblos “no
eslavos” conquistados, serían englobados bajo la categoría jurídica de “Inorodotsy” (cuya
traducción sería ¨pueblos de otras raíces”). Pensado originalmente para ser aplicado a los
pueblos nómades de la estepa y el Cáucaso, este término y estatus legal terminó
englobando incluso a pueblos con un notable desarrollo estatal, como georgianos,
azerbaiyanos o uzbekos. El estatuto establecía que los inorodotsy debían someterse a la
autoridad de una de las gobernaciones establecidas por el zarato, debiendo pagar un
impuesto especial (el iasak).
El estatuto reconocía además los privilegios tradicionales de las noblezas locales,
garantizando además un grado importante de tolerancia religiosa y autonomía cultural (pese
a que a fines del siglo XIX aumentaron las presiones por imponer una educación secular
que difunda la “cultura rusa”). El sentido que subyace a estas medidas, es -por un lado- un
sentimiento de superioridad eslavo-europea por sobre la multiplicidad de pueblos “asiáticos”
unificados en torno al término “inorodotsy”; pero por otro, implica la asunción de una
“responsabilidad paternalista” en virtud de agentes poseedores y difusores de la
“civilización” (Kappeler, 2014).
Esta nueva mirada sobre Asia como un territorio yermo de civilización -y como tal,
disponible para una conquista que es marcada como “exigencia moral” del imperio que
oficia de “agente civilizador”- tiene como correlato el propio desarrollo de un discurso
“Orientalista”. Ciertamente, los proyectos “europeizadores” de los Romanov coexistiría con
una tendencia a celebración del individualismo ruso que subsiste hasta el día de hoy. En
este sentido, es en el romanticismo y en las obras de su máximo exponente ruso,
Aleksandr Pushkin, en las que evoca la bravura de los guerreros circasianos y tártaros, en
donde se empieza a configurar un imaginario y un folklore particular, que vé en la estepa y
en el nómade potentes imágenes dignas de evocación, aunque remarcando su oposición a
la tierra civilizada. La resistencia de los pueblos del Cáucaso, por ejemplo, sería un tópico
que inspiraría la pluma de un Mijaíl Lermontóv o un León Tolstoi. (Keppeler, 2014)
Sin embargo, tal vez pocas líneas resuman mejor la visión que Rusia tenía sobre
Asia en el siglo XIX que las palabras que Fíodor Dostoievski dejó plasmadas en su “Diario
de un escritor”, con motivo de la conquista de la fortaleza de Geok Tepe en Turkmenistán
en 1881. Tras remarcar el carácter “dual” del “alma rusa”, celebrando su carácter de síntesis
entre el ser europeo y el asiático, el escritor celebra la hazaña como un “logro de la
civilización”. Dostoievski pone en palabras este dualismo en su diario:
“En Europa éramos esclavos, mientras que si nos dirigimos a Asia como amos. En
Europa somos tártaros, mientras que en Asia somos nosotros los europeos. Nuestro deber,
nuestra misión civilizatoria en asia, alimentará nuestro espíritu y nos conducirá allí” (Grant,
2009)
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Teniendo presente lo anterior, cabe abordar en unas pocas líneas qué rol tuvo Rusia
en un contexto de una Europa que salió a la conquista del globo y la consecuente
desestructuración de los espacios geosociales asiáticos (siglos XV-XVIII) que durante
milenios habían coexistido e interpenetrado en el continente. Ciertamente el siglo XIX fue el
de mayor ímpetu y brutalidad, entonces ¿en qué lugar se ubicó Rusia en este proceso?
En primer lugar, como se vio en los apartados anteriores, la expansión rusa en Asia
puede entenderse en el sentido oeste-este en las regiones septentrionales del continente,
donde los rusos encontraron sociedades transhumantes y comunidades políticas de
extensión reducida. Esa es la diferencia central con otras potencias europeas: en vez de
avanzar sobre los núcleos protagónicos en lo político y económico (Imperio Otomano,
subcontinente indio, Lejano Oriente sino-japonés), el zarismo procuró dirigir su expansión
hacia la periferia de aquel mundo asiático.
En segundo lugar, la conquista no fue de ultramar, sino continental. Según muchas
lecturas ello ha favorecido en el largo plazo la relativa integración de los espacios
dominados a Rusia en sí, a diferencia de otras potencias como España o Gran Bretaña
donde los lejanos territorios siempre tuvieron la ambivalencia de ser y no ser parte a la vez
de sus metrópolis.
En tercer lugar, esta conquista continental se desprende de las características
estructurales de Rusia, un reino donde los sectores nobiliarios jugaban un rol fundamental
y donde existió de manera transversal una idiosincrasia fisiocrática. De allí que el Imperio
Ruso formara un gran bloque territorial orquestado desde Moscú (recordemos que a mayor
centralización, mayor expansión). Los cambios entre equidad y eslavo-centrismo, y la
voluntad europeizadora del zarismo fueron configurando períodos donde los territorios
sometidos tuvieron mayor o menor autonomía o integración con respecto al centro
moscovita.
En cuarto lugar, es interesante notar que el expansionismo de Rusia siempre ha
sido, hasta nuestros días, defensivo. Pero ¿qué puede ser semejante conquista sino
agresiva, activa? En realidad, desde la cosmovisión rusa, la expansión siempre es por
protección. A partir de la formación en la larga duración que examinamos en la
introducción, hallamos una conciencia muy nítida en Rusia de su posición de “puente”, y por
lo tanto de territorio de paso obligado, entre Europa y Asia. Esta noción activa un principio
ordenador que cual caparazón busca resguardar el núcleo eslavo a través de territorios
aledaños que sirvan de “colchón” (buffer zone, en inglés) contra agresiones extranjeras. En
suma, se conquista para no ser conquistado. Y la experiencia histórica refleja un certero
éxito de esta política: teutones y polacos, Napoleón y Hitler, han perecido en sus intentos de
alcanzar el interior ruso.
Finalmente en quinto lugar, derivado de esto último, es la relación con otras
potencias a lo largo de su expansión: la diplomacia. Esta fue una herramienta fundamental
para establecer zonas seguras y “cordones sanitarios” que previnieran demasiados
contactos fronterizos con dominios de otras potencias. El mayor caso fue con el Reino
Unido en Asia Central, lo que se denominó como “el Gran Juego”: siempre que fuera
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