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I.

El derecho a la muerte natural

El progreso de las técnicas de reanimación pone en


discusión el concepto che muerte natural y
,humanamente digna, considerado válido hasta ahora.
Hay que plantear, pues, de modo nuevo la clásica
pregunta de si la medicina debe aplicar todos los medios
de que dispone, de si el médico está obligado a combatir
la muerte cueste lo que cueste; hoy, en efecto, un mal
entendido "empeño terapéutico" podría comprometer la
intangible dignidad de la persona humana en la fase de
su más extrema fragilidad y caducidad. La misión del
médico de ser garante de la vida no debe ser puesta en
duda; pero surgen nuevos interrogantes sobre la exacta
determinación de los límites de su acción, especialmente
en algunas situaciones límite.

Toda una serie de consideraciones se aducen como


argumentos. -La primera gira en torno a la
competencia.de la libertad, que distingue al hombre de
la criatura subhumana, para determinar el momento
justo y los modos concretos del destino común de morir
(Séneca, D. Hume, F. Nietzsche). No se ha dicho que
semejante libre determinación deba ir en, contra del
señorío absoluto de Dios sobre la vida humana
necesariamente; podría incluso considerarse como un
gesto de razonable, y por lo tanto responsable,
autodisposlclón del hombre: disponer de la naturaleza se
extendería también, en ese caso, al tiempo de la vida. -
Hay que añadir el crucial problema de cómo entender e
interpretar el significado de la expresión "dignidad de la
persona y de su muerte". La determinación de todas las
condiciones que se considerare indispensables para que
una vida pueda entenderse como humanamente digna
no puede menos de extenderse también a la
consideración de las condiciones que afectan a la fase
terminal de la vida. Se requiere una hermenéutica
exacta de dicha expresión, convertida ya en punto de
referencia en la enseñanza pastoral de la Iglesia. Lo cual
remite a la subyacente visión del hombre y de su
bienestar global. -La cuestión fundamental gira sobre la
posible verificación de situaciones de extremo
sufrimiento para el moribundo, sin que exista esperanza
fundada de recuperación de la salud; situaciones que,
consiguientemente, hay que considerar carentes de
sentido y de dignidad, sin que eso signifique excluir la
confianza en la providencia clemente de Dios sobre la
marcha de la propia historia. -Aparece entonces la
categoría de lo "soportable" como criterio existencial que
condiciona la exactitud de la decisión tanto del médico
como del moribundo. Éste es el status quaestionis, que
requiere una reflexión muy diferenciada y compleja.

II. Las enseñanzas del magisterio eclesiástico

El documento de la Congregación para la doctrina de la


fe sobre la eutanasia, publicado el 5 de mayo de 1980,
puede ser considerado como una síntesis de la
enseñanza tradicional de la Iglesia católica y un estímulo
para la reflexión posterior. En él se hace referencia
explícita a la doctrina de Pío XII. Partiendo de una
teología de la muerte y del sufrimiento, el documento
elabora los criterios que se consideren esenciales para
una solución adecuada de los casos conflictivos. En el
centro del mismo aparece la ya tradicional distinción
entre eutanasia activa y pasiva, en sustitución de la
terminología anterior, que hablaba de
eutanasia directa e indirecta.

Eutanasia activa designa cualquier tipo de intervención


que por su estructura real (óntica) y por la intención del
agente tiende a suprimir o bien a abreviar la vida del
moribundo. No hay ninguna situación imaginable en la
que tal acto pueda considerarse lícito. Se trata, en
efecto, de una acción intrínsecamente deshonesta, ya
que asume la estructura real y el significado explícito de
una supresión directa de una vida inocente. Este juicio
tajante se remonta especialmente a las numerosas
tomas de postura por parte de Pío XII.
Otro juicio muy distinto merece la eutanasia pasiva, que
necesita una consideración más minuciosa. Para
comprender su significado exacto es necesario ante todo
retomar la distinción entre medios ordinarios y medios
extraordinarios, en los que Pío XII insiste en múltiples
ocasiones, distinción que ahora se formula en términos
de medios proporcionados y desproporcionados. Viene
sugerida por la creciente convicción de que querer
aplicar todos los medios técnicos que se tienen a
disposición podría resultar inhumano y contraproducente
respecto al significado genuino de la tutela sensata de la
vida. En cambio, ceder a la muerte ya inminente e
ineludible equivale a reconocer el carácter creado y
limitado de la propia existencia. El contenido concreto de
esta terminología depende además del hecho de que
exista o no una esperanza fundada de recuperación de
la salud, de la capacidad de soportar el sufrimiento y de
la posibilidad de comunicación del moribundo, así como
de la entidad de los recursos económicos disponibles. Al
mismo tiempo se supone la validez del principio del doble
efecto: el suministrar fármacos analgésicos con el fin de
atenuar el dolor supone el riesgo, como efecto colateral,
de una reducción aunque sea mínima, de la vida. La
moralidad del acto de suministrar el analgésico está
constituida por la razón proporcional que reside en la
intención de humanizar la fase terminal de la vida.

La misma reflexión vale para la omisión de ulteriores


esfuerzos terapéuticos, cuando, tras un diagnóstico muy
fundado, los daños derivados de la terapia se calcula que
van a superar con mucho sus posibles beneficios. El
hombre mantiene el derecho inalienable a morir en paz,
a no sufrir inútilmente, a estar protegido contra
cualquier tipo de empeño obsesivo de terapia. No se
trata de querer justificar un modo cualquiera de dejar
morir. La intención que predomina -en cuanto intrínseca
a la omisión- tiende, en cambio, a asegurar una fase
terminal que, perteneciendo esencialmente a la vida, sea
lo más humana posible. No tiene por qué causar sorpresa
si se abre una vasta zona de sombra dentro de la cual la
intervención terapéutica y reanimadora puede asumir
una intensidad distinta, según el juicio sobre la
proporcionalidad de los medios al fin concretamente
alcanzable. En cualquier caso se exige el respeto a la
voluntad del moribundo, una vez excluida toda lesión de
los derechos ciertos.

Es muy deseable que el moribundo se prepare de modo


consciente al encuentro con Cristo resucitado. También
este aspecto entra en la visión subyacente de una
muerte humanamente digna, lo cual debe tenerse en
cuenta de una forma prioritaria a la hora de suministrarle
los fármacos. En este mismo contexto hay que recordar
el significado cristiano del sufrimiento; sufrimiento y
dignidad no se excluyen por fuerza mutuamente.

En síntesis: el documento se sitúa en la línea de


pensamiento de la tradición eclesial y requiere que se lo
valore a la luz de todas sus premisas teológicas y
antropológicas. Y puesto que se dirige a todos los
hombres de buena voluntad, su fuerza de convicción
depende de la plausibilidad de los argumentos que
aduce.

III. La argumentación teológica

El término "eutanasia" es muy ambiguo; se debe al


contexto en que surgió, que es en el pensamiento
estoico. Por eso parece aconsejable un cambio de
terminología. Originalmente "eutanasia" se entendía
como el arte de la muerte buena y dulce. Séneca la
propugnó (Carta 77 a Lucilio), porque, según él, la ley
eterna ha previsto un solo modo de entrar en la vida,
pero varios para salir de ella. Corresponde a la libertad
del hombre decidir sobre el sentido y su capacidad de
soportar su existencia en el cuerpo. Éstas serían las
premisas filosóficas y antropológicas que constituirían el
fundamento de la licitud de tal autodisposición. Se suele
recordar la costumbre celta de matar a sus guerreros
heridos de muerte. El juramento de Hipócrates, en
cambio, se opone claramente a la práctica de la
eutanasia, y por eso el cristianismo lo asumió y lo
practicó. Por otra parte, la prohibición de la eutanasia se
une con la del l suicidio, formulada de modo clásico en
el pensamiento de san Agustín y de santo Tomás de
Aquino (S. 71`e., II-II, q. 64, aa. 5 y 7).

El significado moderno del término "eutanasia" se


remonta a Francis Bacon.

Una consideración teológica atenta no puede limitarse a


citar textos de la Sagrada Escritura. La prohibición
bíblica de matar (Éx 20,21; Dt 5,17; ! Decálogo) resulta
insuficiente para abordar la compleja problemática de la
eutanasia. Se impone una visión más amplia que
examine, además del exacto significado de los textos
mismos, su integración en el trasfondo que subyace a la
visión del hombre y de su desarrollo histórico. En el AT
la prohibición de matar se fue ampliando poco a poco,
conjugándose con el progresivo desvelarse de su
correlato teológico y antropológico. Hay que tener
presente además que el acontecimiento Cristo aportó
una nueva clave de lectura. Corresponde a la moral del
cristiano, iluminada por la fe, construir un sistema de
coordenadas antropológicas que aporte los elementos
básicos para una precomprensión que ayude después a
discernir las normas concretas sobre esta problemática.

-La dignidad inalienable de la persona humana en cuanto


creada a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26) y
hecha una nueva criatura en Cristo (2Cor 5,7) es un
valor fundamental. La relación con el Dios trascendente
sustrae al hombre a cualquier disposición arbitraria por
parte del hombre. Creación y salvación convergen y
sientan la última base del respeto a la vida humana, base
que inspira, como elemento clarificador, la reflexión
normativa. -El acontecimiento de la encarnación aporta
un elemento antropológico más, que ilumina nuestra
problemática: la igualdad radical entre todos los
hombres. Por el hecho de hacerse Dios igual al hombre
en Cristo, se sienta el fundamento ontológico e histórico
de la igualdad: el hecho de la encarnación hace descubrir
su correspondiente sentido antropológico. -También la
teología de la historia, en cuanto instancia esencial de la
antropología subyacente, ofrece una ayuda importante:
la autocomunicación de Dios a través de un
acontecimiento especial confiere un nuevo significado a
la historia dei destinatario de esa autocomunicaeión. Es
decir, la comunicación de un sentido definitivo a la
historia hace impensable que una situación histórica se
vea privada de sentido definitivamente, y por lo tanto
que sea ocasión de un gesto desesperado. -La teología
de la divina providencia se sitúa en esta. perspectiva. Se
entiende que la historia no puede reducirse a una
continua sucesión de hechos sino que nace de un
compromiso de interpretación por parte de su
protagonista. Imprimir un proyecto sensato al tiempo,
tal es el significado propio del término historia. No hay
situación límite que se sustraiga a ese dominio. -Por
último, el acontecimiento pascual confiere además un
nuevo significado a la muerte del cristiano, que engloba
toda la gama de sus anticipaciones en el tiempo,
especialmente los sufrimientos de todo tipo. Para el
cristiano, la muerte no reviste ya la connotación de
enigma; ni tampoco se entiende en clave de catástrofe
definitiva, algo de lo que hay que huir a toda costa y
cuya sombra ofuscaría el camino histórico del hombre.
El cristiano abraza la muerte en la culminación de su
vida; vida y muerte han sido reconciliadas (Rom 6,lss;
Flp 1,19-24). Esto da origen a una actitud de profunda
serenidad. El cristiano espera estar con Cristo; pero esto
no lo empuja a una fuga de la vida. Estando ya la muerte
vencida en la resurrección de Cristo, el morir cristiano
asume un significado nuevo. -Obviamente, las
argumentaciones clásicas sobre el suicidio -ofende la
caridad, el bien común y el don de la creación- se
integran en esta perspectiva antropológica. La eutanasia
activa es un aspecto particular de ella.
El interrogante principal gira en torno a cómo concretar
cuál ha de ser el comportamiento éticamente correcto
que hay que adoptar en situaciones en que el moribundo
debe soportar sufrimientos extremos: ¿cual es el
significado de la relación inseparable entre derecho
inalienable a la vida y obligación de mantener la vida,
precisamente en el supuesto cuadro antropológico
delineado y la unidad esencial entre cuerpo y alma?

IV. Los derechos del moribundo

La enseñanza auténtica de la Iglesia -aunque no quiere


constituir un dogma moral- pretende salvaguardar el
derecho inderogable e irrenunciable a la vida en cuanto
que es el derecho fundamental del hombre y el correlato
antropológico de la soberanía de Dios. El moribundo
debe estar seguro de que este derecho suyo será
plenamente respetado; de que ninguna otra instancia se
arroga el poder de condicionarlo, por ser éste el
fundamento y la condición de posibilidad de su innata
autonomía. Sin embargo, la afirmación aislada de este
derecho es del todo insuficiente cuando hay otras
exigencias concretas. Por eso debe ir acompañada de la
afirmación de otros derechos unidos a ése.

Entre ellos figura en primer lugar el derecho a la plena


información -naturalmente en general-, teniendo en
cuenta la capacidad receptiva del moribundo y la utilidad
terapéutica o no de la información. Indudablemente, un
peso así no puede cargarse sólo sobre las espaldas del
médico, que, con frecuencia, se ve ante situaciones que
superan los límites de la propia competencia
estrictamente profesional. Es, pues, de desear
vivamente la colaboración, basada en la confianza, con
los parientes y el sacerdote. Cuanto más preparado y
sereno está el moribundo, tanto más fácil resulta la
realización de tan delicada misión, mientras que una
tenaz resistencia frente a la muerte supone un obstáculo
impórtante para hablar con franqueza. Este es
especialmente el caso de quienes han llevado una vida
superficial, han vivido siempre apoyándose en los
demás, no han aprendido nunca la dura lección del
sacrificio y no han sabido reconocer nunca la fragilidad y
caducidad del propio yo. Para éstos la muerte reviste el
significado de un fracaso definitivo, del que hay que huir
a toda costa para calmar las ansias que brotan de una
vida sin sentido. Precisamente una huida así, por muy
sublimada que esté, expone la vida misma a una
creciente banalización. En cambio, la aceptación serena
de la muerte permite una comunicación sincera también
en la fase terminal. La experiencia enseña que la
comunicación de la verdad -al menos en la mayor parte
de los casos- resulta benéfica y da lugar a una gran
tranquilidad. Conviene tener siempre en cuenta que
callar la verdad implica una sutil actitud hegemónica
sobre el paciente, aunque no sea algo explícitamente
reconocido y querido.

Una comunicación así se debe realizar gradualmente,


dependiendo su forma concreta en gran medida de la
educación anterior en la verdad cultivada a lo largo de
toda la vida. Se recomienda sensibilizar a los parientes
a que presten la ayuda necesaria y animen al enfermo
para que la verdad resulte liberadora y no sea causa de
una profunda ansiedad. La eventual incapacidad de
aliviar la soledad del moribundo revela sin
contemplaciones que no ha habido un cultivo de la
convivencia cotidiana y que las relaciones intersubjetivas
se han vivido de modo superficial. La colaboración entre
médico, parientes y moribundo se encuadra en el
presente, pero también en una larga historia anterior. Es
una gran verdad que un modo evasivo de comportarse
tiende a relegar todavía más al moribundo en su
aislamiento. Es lógico que el derecho a la información
afecte a todos los detalles importantes, como, por
ejemplo, la esperanza fundada de curación y los riesgos
que comporta una práctica innovadora: si el moribundo
llega a conocerlos, en cuanto protagonista de la
situación, será capaz de expresar su acuerdo 0
desacuerdo de un modo libre y maduro.

De esto se sigue otro derecho: el del respeto a la


libertad, siempre en principio. En este caso suele traerse
a colación el axioma non salus sed voluntas aegroti
suprema lex (el deber más importante no es la salud,
sino la voluntad del enfermo).

Conviene contar con la posibilidad de que el enfermo


quiera manipular -quizá de forma sublimada- al médico,
pidiendo todo tipo de intervenciones y omisiones que
están en contra de su conciencia moral y su formación
profesional. También el médico en cuanto parte libre
tiene el deber de afirmar su propia libertad; no debe
considerarse un instrumento en manos del paciente. No
puede, por lo tanto, condescender a un deseo expresado
por el paciente si eso implica la violación de derechos y
correspondientes deberes indubitables; en este caso la
colaboración sería inaceptable. Es cierto, sin embargo,
que una inevitable zona de sombra deja abierta la puerta
a soluciones diversas. En esta zona de sombra prevalece
la voluntad del paciente respecto a continuar o
suspender ulteriores intentos terapéuticos. Pensamos
especialmente en las situaciones límite, en las que se
hace preponderante el riesgo de prolongar el sufrimiento
sin una esperanza fundada de recuperar un nivel de vida
que permita al menos un mínimo de dignidad. El
moribundo tiene el derecho inalienable de no sufrir
inútilmente. Lo que no quita su libertad de abrazar
serenamente el sufrimiento asemejándose a Cristo en un
gesto de expiación y penitencia cristiana. El cristiano no
busca ni la muerte ni el dolor; está bien lejos de su tácita
ideologización. A la vez es consciente, sin embargo, de
la fuerza purificadora y de maduración que puede
sacarse del sufrimiento. La humanización del sufrimiento
no consiste sólo en eliminarlo.

El testimonio cristiano del moribundo parte del supuesto


tácito de que el sufrimiento, como anticipo de la muerte,
pertenece a la vida, y que no hay contradicción de fondo
entre sufrimiento y dignidad humana. Esa contradicción
nacería más bien de la falta de solidaridad por parte de
un ambiente que deja al moribundo solo en su
aislamiento, y por lo tanto lo empuja a expresar el deseo
de poner fin a una vida considerada absurda para
adueñarse, en un gesto desesperado, de la muerte.

V. El deber del médico

De forma paralela, el médico se encuentra interpelado


por un triple deber. Ante todo él tiene como función la
de ser garante de la vida. Esto excluye, además de la
muerte directa, cualquier medida intencionadamente
dirigida a abreviar la vida. Con este propósito se ha
utilizado muchas veces el argumento del dique que cede,
formulado y utilizado por Pío XII al hablar sobre el aborto
directo. Una vez que el dique que tutela la vida del
inocente cede, se crean precedentes que deterioran
dicha tutela y socavan la confianza general en
el ethos profesional, tanto del médico como de las
instituciones sanitarias. Es éste un argumento sin duda l
teleológico y estratégico, que ahonda sus raíces en las
que pueden ser consecuencias imprevisibles e
incalculables. Por eso la hipótesis primaria debe ser en
favor de conservar la vida. Sin embargo, conservar la
vida no tiene sentido en sí mismo. A1 mismo tiempo hay
que tener presente que existen otros deberes
semejantes que entran en juego también.

Más concretamente: la tutela de la vida debe equilibrarse


con la atenuación del dolor, aunque esto lleve consigo,
como efecto colateral, la abreviación, aunque mínima,
de la vida. A este propósito conviene recordar el clásico
principio del ! doble efecto.

Al médico le corresponde asegurar una relación de


comunicación lo más amplia posible entre el enfermo y
su ambiente. Esto forma parte del proceso de
humanización integral de la fase terminal, y debe
considerarse en estrecho paralelismo con el derecho del
moribundo a acercarse al momento de este paso de
modo consciente dentro de lo que permitan las
circunstancias de su capacidad para soportar la verdad.

En caso de omitir otros intentos terapéuticos, el


testimonio cristiano, tanto del médico como del
ambiente, se confía al cuidado normal realizado del
mejor modo posible. Un enfermo sin solución no es lo
mismo que un enfermo incurable. Se requiere un gran
esfuerzo humano para que la fase terminal resulte
soportable. En otras palabras, el no oponerse al proceso
de morir no tiene nada que ver con la renuncia a la
obligación de una asistencia integral. La expresión
"calidad de vida" no hay que entenderla sólo en sentido
de bienestar biológico; abarca toda la gama de las
relaciones interpersonales: reclama manifestaciones de
afecto, de fraterna solidaridad y compasión, incluso de
ternura, en estos momentos en los que vive con
sufrimiento la propia soledad y caducidad. La falta de
esta compasión, que denuncia un vitalismo de fondo en
la mentalidad contemporánea, es síntoma de una
profunda crisis espiritual y moral de nuestra sociedad.

Las recientes conquistas en el ámbito de la terapia del


doior se sitúan en esta misma lógica. Dadas las,
crecientes posibilidades de tener bajo control el dolor
físico, la reflexión ética cambia totalmente de
perspectiva, debe dirigirse sobre todo al aspecto humano
y social. Con razón las súplicas del moribundo para que
se ponga fin a su vida han de interpretarse como
indicadores de Besesperación, de abandono, como
acusación tácita contra el ambiente (aunque tampoco
hay que excluir la hipótesis de que se trate de una
autoacusación larvada, en cuanto que en la situación
terminal se condensa y se hace sentir penosamente el
fracaso del propio proyecto de vida). Un deseo así puede
estar sugerido por el clima de indiferencia que rodea al
moribundo. Es conocida la susceptibilidad y
vulnerabilidad del ser humano que se encuentra en una
situación de debilidad física extrema. Conviene
preguntarse siempre de forma autocrítica si las
consideraciones que se hacen en público sobre la
soportabilidad o no de la fase terminal no nacen en
realidad de una falta de compasión. Quizá representan
un intento -aunque sublimado- de marginar al más débil
para poder quitarse de en medio el peso del cuidado
integral. Siempre se corre el peligro de que se cree un
clima de desconfianza en la sociedad, y esto lo sufre
sobre todo quien no tiene voz.

VI. Eutanasia activa y eutanasia pasiva

El mencionado principio de los actos de doble efecto, en


el que se basa la enseñanza oficial de la Iglesia, remite
a la reciente discusión sobre su justa aplicación e
interpretación en situaciones conflictivas, y esto dentro
de la óptica de la reflexión normativa. Dentro de esa
perspectiva es donde se decide el significado exacto y el
uso del binomio directo-indirecto, como también del
binomio activo-pasivo.

Un primer esfuerzo aclarador afecta a la terminología


corriente. Actualmente se acostumbra a distinguir entre
eutanasia pasiva-directa y eutanasia pasiva-
indirecta. La primera se da en casos en los que la
omisión de los cuidados reanimadores y terapéuticos
comporta inevitablemente el colapso definitivo, mientras
que la segunda tiene lugar cuando la administración de
fármacos calmantes produciría, como efecto colateral,
una abreviación, aunque fuese mínima, del tiempo de
vida. El estado actual de la anestesiología permite un
control casi perfecto de la situación.

La mencionada discusión sobre la estructura del acto


humano ha llevado, lo primero de todo, a una visión más
flexible de la relación que se instaura entre intención y
ejecución. El ámbito interpretativo propio para
determinar la moralidad del acto reside en la intención,
mientras que la ejecución toma el significado de su
prolongación interpretativa, cuyo valor deriva del modo
sensato en que la ejecución participa de la intención. De
esto se sigue que la moralidad del acto no puede medirse
ni exclusiva ni primordialmente por las estructuras
reales (ónticas) de la ejecución, sino de la intención. La
"metafísica de la acción" no puede prescindir de este
planteamiento personalista. Hay que añadir que la
justicia de la intención, a su vez, se mide, en último
análisis, por la razón proporcionada que determina y
regula el equilibrio entre el bien debido y el daño
tolerado en términos de proporcionalidad -razonable, y
por lo tanto responsable. Una manera así de plantear la
reflexión evita cualquier sospecha de subjetivismo
incontrolado; es sensible más bien acierta concepción
objetiva que es propia de la pretensión moral en
situación concreta. No hay que olvidar que la razón
proporcionada integra en sí misma la opción
antropológica en términos de operatividad. De ahí que
represente la clave hermenéutica para la interpretación
de las estructuras ónticas de cada acto. El significado de
tales estructuras lo determina su funcionalidad de cara a
la consecución eficaz del correspondiente objetivo
adecuadamente considerado, es decir, teniendo en
cuenta su unidad inseparable con las consecuencias, al
menos en cuanto puedan ser previsibles y calculables.
No causa sorpresa, por lo tanto, que las categorías
directo-indirecto, activo-pasivo, acción-omisión, en
cuanto aplicadas a las estructuras ónticas del acto,
necesiten una interpretación que las acompañe. Su
aspecto fenoménico considerado en sí mismo no
constituye un criterio exhaustivo. La metafísica del acto
humano debe excluir cualquier naturalismo tácito; pero
a la vez está obligada a distanciarse también de un
espiritualismo tácito que olvide el insustituible valor
indicativo de las estructuras ónticas. Una metafísica
renovada del acto humano debe partir del hecho de que
la opción antropológica de fondo se prolonga a nivel
operativo a través de la comprensión e interpretación de
las estructuras ónticas de cada acto, promoviéndolas de
este modo a nivel de estructuras ontológicas.
Precisamente la comunicación se desarrolla a este nivel.
La hermenéutica de los documentos del magisterio
eclesial exige que se tome este hecho en consideración.

Dado que la eutanasia activa comporta el "disponer" de


la vida humana, que es el bien más fundamental, no se
puede ignorar su incidencia global. La vida no es el bien
más alto; por eso el sacrificio heroico de la vida se ha
considerado siempre un eventual modo sensato de
disponer de ella, suponiendo que exista una razón que
de verdad sea proporcionada. No se ha excluido ni
siquiera la autoeliminación (p.ej., de alguien que guarda
secretos de extrema importancia social). Admitido esto,
queda el interrogante de si se pueden equiparar
semejantes situaciones con la fase terminal del
moribundo en el ambiente clínico contemporáneo; si un
acto que suprime o bien intencionalmente acorta la vida
puede tener el significado de autodefensa legítima en
una situación que se considera carente de sentido y
ofensiva de la dignidad de la existencia humana. A veces
se pone como ejemplo la situación de un soldado
mortalmente herido que suplica que le maten para
escapar a una muerte atroz a que le sometería el
enemigo; si consideramos sólo el aspecto fenoménico de
la acción, se trataría, obviamente, de una muerte
directa. Se podrían aducir otros casos para poner en
duda la prohibición absoluta de la muerte directa de la
vida inocente. Lo cual nos remite a la antes mencionada
síntesis de la metafísica del acto humano: el binomio
directo-indirecto, para ser vinculante, debe ser fruto de
una interpretación; en cambio, si se considera aislado,
ejerce sólo la función de un parámetro aproximativo.
Pero al referirlo a la situación clínica, siempre deja lugar
a la perplejidad. Dado el desarrollo de la terapia del
dolor, parece que no es posible hacer equiparaciones
como la anterior, tal como algunos desean plantearlo. La
prohibición de la eutanasia activa por parte del
magisterio de la Iglesia se apoya en esta cuestión.
Además, no hay que olvidar que aceptando una
perspectiva de este tipo se podría acabar esperando del
médico la muerte.

De una forma más delicada se presenta, en cambio, el


problema de la eutanasia pasiva, tanto en su
forma directa como indirecta. La primera plantearía la
cuestión de la exacta determinación del diagnóstico
infausto que excluyera la fundada esperanza de
recuperación de una supervivencia considerada
humanamente digna. ¿Cómo definir una situación límite
así? Por lo general se exige la falta, que se cree definitiva
según los más rigurosos criterios, de toda capacidad de
comunicación, de forma que se trataría de prolongar una
vida meramente vegetativa. Todo depende de la certeza
en que se basa el diagnóstico. En caso de duda seria
habría que proceder de manera tuciorista [más adelante,
VI]: la suposición está siempre en favor de mantener la
vida. Parece que también en estado de coma profundo
hay una cierta percepción del ambiente. Sin embargo, no
hay que excluir una cierta zona de sombra. La
interpretación de un dilema así exige la convergencia de
factores objetivos y subjetivos, en especial la
irreversibilidad del proceso de muerte y la capacidad de
sufrimiento por parte del paciente moribundo. Por eso
en algunas situaciones extremas los límites entre
eutanasia activa y eutanasia pasiva directa pueden
llegar a ser muy variables; el médico ahí camina sobre
el filo de una hoja de afeitar. La eutanasia pasiva
indirecta, en cambio, se daría, como ya hemos dicho,
cuando la administración de calmantes supusiera una
abreviación, aun mínima, del tiempo de vida.

En síntesis: la prohibición de la eutanasia activa debe


enmarcarse en una apropiada visión del acto humano.
Suponiendo que la intención dominante pretenda
humanizar la fase terminal de forma integral -en base a
todos los presupuestos antropológicos antes
mencionados-, la eutanasia pasiva en su doble
significado sería la adecuada y suficiente respuesta,
mientras que, por el contrario, la eutanasia activa
asumiría el sentido de una disposición arbitraria:
disponer de la vida humana -dado que se trata de una
realidad personal- no se mide exclusivamente por el
paradigma de un acto activo como el de prolongar o
abreviar, conservar o poner fin. Esta sintonía entre
opción antropológica y significado del acto es la que se
sobreentiende en la enseñanza oficial de la Iglesia.

VII. La conciencia dudosa

No hay por qué excluir a priori casos conflictivos en los


que se dé gran diferencia de opinión entre moribundo y
médico, diferencia en la que pueden verse atrapados
también los parientes. Como ya se ha
dicho, corresponde al médico dar una completa
información sobre el contenido y la certeza de su
diagnóstico y pronóstico. Pero abstenerse de ejercer
ninguna imposición hegemónica sobre el paciente; más
bien debe prepararlo para una elección autónoma y
madura, en la medida en que las circunstancias lo
permitan. Debe tener en cuenta su capacidad receptiva,
probablemente muy condicionada por la extrema
angustia y susceptibilidad. En este contexto será
necesaria la máxima prudencia y reserva a propósito del
llamado testamento de vida. Como se ha dicho muchas
veces, en tiempos de salud física se piensa en la muerte
deforma muy distinta a como se piensa en la fase
terminal. Por esto, si el moribundo está inconsciente, tal
testamento no debe considerarse una base idónea para
realizar una elección que él hizo antecedentemente;
¿sería válida todavía esa expresión de su voluntad? Es
necesaria, pues, la colaboración recíproca entre médico
y parientes para elegir la alternativa que garantice el
mayor bien del moribundo. Pretender delegar el peso de
la decisión en un comité ético corre el riesgo de hacer
anónimo el proceso. No obstante sería una función
ciertamente loable, que correspondería a los
mencionados comités éticos, elaborar los elementos de
una ética médica que hicieran más fácil la decisión en
una situación dramática en la que no hay tiempo para
una deliberación más compleja. Estos elementos o
modelos éticos ayudarían al médico a protegerse contra
las posibles presiones del moribundo o de los familiares.

El fenómeno del pluralismo ético, que invade la sociedad


contemporánea, deja muchos espacios por llenar,,
especialmente en lo que llamamos situaciones límite.
Este pluralismo se debe, por una parte, alas diferentes
tendencias antropológicas y, por otra, a la separación de
las fuerzas morales de la cabecera del moribundo en
cuanto protagonista. Esto comporta la necesidad de
plantear el problema de la conciencia dudosa, un
problema familiar en la tradición teológico-moral. En el
pasado se idearon !sistemas morales que aportaron
orientaciones. Sin querer bajar a aspectos muy
concretos, son imprescindibles algunas aclaraciones. Un
sistema moral representa el intento de reducir a un
esquema la complejidad de una situación determinada.
No pretende resolver problemas teóricos, es decir, no
sustituye la reflexión normativa y la fuerza de sus
argumentos; solo quiere aportar una certeza práctica
que permita actuar de manera responsable. Entre los
distintos y más interesantes sistemas morales
elaborados en el pasado hay que nombrar el
probabilismo y el tuciorismo.

Según el probabilismo, para poder actuares suficiente


una razón sólidamente probable, aun sabiendo que
pueden existir razones más probables en contra.
Totalmente diferente es el tuciorismo, que entre las
posibles alternativas exige que se elija la que aporta la
solución más segura. El probabilismo denota una
especial sensibilidad por el sujeto, mientras que el
tuciorismo está marcado por el ideal de la objetividad; el
primero favorece la libertad, el segundo tiende al orden.
Enseguida nos damos cuenta de que detrás de estos dos
sistemas se oculta una visión muy diferente de la
pretensión moral objetivada en los mandamientos. Sin
entraren detalles, sigue firme una convicción ya clásica:
el probabilismo es aplicable a aquellos casos de duda
fundada acerca de la validez o el significado de una
norma que regula la licitud de la acción, mientras que el
tuciorismo se sigue en las situaciones en que se
cuestiona la tutela de ciertos derechos.

Dada la complejidad de muchas situaciones, hoy día se


nota un despertar del interés por la aportación de los
sistemas morales. Pero la recuperación de este tipo de
reflexión va más allá de la preocupación para garantizar
una certeza práctica en situación y tiende a un
planteamiento renovado de la misma norma de
conducta, toma nota de la relación indestructible entre
praxis y teoría.

Dado que en el campo de la eutanasia está en juego la


salvaguardia de los derechos habrá que proceder según
el método tucionsta. No obstante, conviene desterrar
desde el principio el peligro de una simplificación
excesiva, ya que el interrogante versa sobre la fuerza o
la certeza de los derechos en cuestión. Por eso hay que
dejar bien claro que la elección del tuciorismo no es
sinónimo de un vitalismo larvado; al contrario, su punto
de referencia es siempre la visión subyacente del vivir y
morir de manera humanamente digna. El médico está
obligado a elegir la alternativa que asegure de la mejor
manera el derecho a morir en paz. El tuciorismo no debe
perder de vista entonces la complejidad del derecho a
tutelar. Pese a todo, a veces no hay más remedio que
simplificar. Piénsese en las situaciones en las que un uso
máximo de medios terapéuticos llevaría a un estado de
vida extremadamente atormentado y en donde los
aspectos negativos superaran con mucho a los
beneficios. En base a la visión subyacente de muerte
digna, la salida más segura podría consistir en no utilizar
más medios. El objetivo de la reanimación es sustituir
temporalmente las funciones orgánicas, supuesta una
certeza suficiente de recuperación.

VIII. Elementos de casuística

La diferencia entre medios proporcionados y medios


desproporcionados, tal como la utiliza la declaración de
la Congregación para la doctrina de la fe, se sitúa en esta
misma perspectiva. Tuciorismo quiere decir máxima
atención en llegar a un pronóstico cierto.

Una vez conseguido el pronóstico, queda la obligación de


limitarse a un cuidado normal. Asimismo, tuciorismo
quiere decir máximo empeño en que la fase terminal
resulte humanamente soportable. Ceder al proceso de la
muerte no tiene nada que ver con un incumplimiento de
la obligación de asistencia integral; al contrario, la
deseada proporcionalidad de los medios se mide por el
bien integral del moribundo, y no por un solo aspecto.

Muchas veces se ha expresado la crítica de que la


mencionada distinción está llena de equívocos, dado el
gigantesco progreso de las técnicas terapéuticas y el
incremento de los recursos económicos. Un medio que
hoy se considera desproporcionado podría ser
considerado mañana proporcionado: el significado
práctico de los términos refleja este proceso. Hay que
tener presente además que las técnicas avanzadas
disminuyen el riesgo inherente a la práctica clínica
innovadora. Por eso los presupuestos importantes en los
que se basa el juicio ponderado sobre el equilibrio
proporcionado entre ventajas y riesgos están sujetos a
un constante cambio. Tal estado de cosas repercute en
el uso práctico de dicha distinción: su interpretación se
hace cada día más flexible. Y precisamente en este
ámbito es donde el tuciorismo implica la tendencia a
garantizar al máximo, de manera sensata, la tutela de la
vida.
En el documento de la Congregación para la doctrina de
la fe se hace referencia a los limitados recursos
económicos. A primera vista parece que no deba
establecerse una medida entre el bien de la vida y un
bien de orden social. Esto vale claramente en el contexto
de una sociedad del bienestar como la nuestra. Sería,
pues, conveniente despertar el sentido de solidaridad
pública cada vez que el peso económico que grava sobre
las espaldas de los parientes del moribundo resultase
insoportable. Con ello resulta comprometida la
estructuración de una política sanitaria respectiva. Su
objetivo sería incluir, en clave de ética preventiva, la
verificación de tales casos límite. Pero pueden darse
casos en los que la limitación de recursos económicos se
una a las razones válidas en favor de la suspensión de
mayores esfuerzos terapéuticos. Admitido esto, siempre
existe el peligro de que se cree un clima opresivo
proclive a la marginación de los ancianos, los enfermos
y los débiles de todo tipo.

Algunos casos límite, aunque muy raros, no faltarán. Los


criterios elaborados hasta ahora no tienen por qué
invalidarse, pero experimentarán una flexibilidad cada
vez mayor. Sobre todo se cuestiona la distinción entre
eutanasia activa y pasiva. Una línea clara de separación
puede resultar a veces muy precaria en la práctica. El
médico se ve obligado a caminar sobre el hilo de la hoja
de afeitar. Lo que no disminuye el valor de la distinción,
que en principio es imprescindible. Recuerda toda la
gama de los presupuestos importantes, que desemboca
en la intención dominante de humanizar el sufrimiento y
no dejar morir simplemente ni abreviar
intencionadamente el tiempo de vivir.

De manera semejante habría que juzgar la desactivación


de los aparatos de reanimación. El aspecto fenornénico
externo del acto es algo que, obviamente, puede
calificarse como activo; pero su significado es pasivo, es
decir, comparable a una omisión, si querer continuar la
reanimación se considerase un medio desproporcionado.
Se podría apelar a esta argumentación siempre que no
hubiera ya proporción entre esfuerzo terapéutico y
prolongación de la vida de un modo humanamente
digno. A pesar de esto hay médicos que insisten en
continuar la terapia hasta el fin. Prefieren la expresión
"insistencia terapéutica" a la de "obsesión terapéutica".
El magisterio de la Iglesia no parece querer vincular en
conciencia al médico individual. Se acepta un espacio de
libertad en el cual se mueve también la aplicación del
tuciorismo. Pero no hay que olvidar el ansia profunda
que invade a cuantos, actuando de un modo u otro,
tienen la impresión de abrir el camino a un lento proceso
de desmoronamiento de la tutela de la vida, pues en su
lógica se crearían fácilmente precedentes que luego
repercutirían a la hora de determinar la razón
proporcionada; de ahí se derivaría una lenta corrosión
de la seguridad social. Es, pues, muy comprensible la
actitud de formular los propios criterios en los términos
más rigurosos posibles.

Muy distinto es el caso en que el moribundo se encuentra


ya en fase pospersonal, cuando ya se ha producido la
muerte cerebral y se ha verificado con los criterios
médico-legales en vigor. Querer continuar
manteniéndolo con vida sólo tendría sentido a condición
de que el moribundo se hubiera declarado dispuesto a
donar algún órgano [l Trasplante de órganos]. Todo esto
ha de suceder en perfecta sintonía con las normas
establecidas en la legislación.

IX. La asistencia integral

Es muy delicado el aspecto interhumano del problema, a


saber: el peso que cae sobre las espaldas de los
parientes del moribundo. Con frecuencia se sienten
abrumados y casi abandonados a sí mismos en lo que se
refiere al peso que significa la asistencia que hay que
prestarle. La capacidad de resistencia tiene sus límites.
Por eso es lógico que pidan gestos de solidaridad por
parte de la sociedad: equipos de médicos y de personal
sanitario especializado, cuando el moribundo vive su
fase terminal en el ambiente familiar; o también
enfermeras con las que se garantice cualquier tipo de
asistencia necesaria. Sería un gran testimonio que la
comunidad eclesial constituyera una especie de
vanguardia en este sector. No hay que olvidar que la
fisonomía moral del cristiano se distingue por su gran
sensibilidad hacia quienes están débiles y atribulados. La
tantas veces reclamada dignidad de la persona humana
no se manifiesta sólo en el saber sufrir, en el aceptar
serenamente las tribulaciones de este mundo,
transformándolas desde la fuerza que da la esperanza
en la propia resurrección; una realidad muy importante
para demostrarla es también la disponibilidad y
generosidad para vivir la compasión.

Hay que recordar a este propósito la especial


competencia de la ética cristiana en cuanto ética de
salvación. Se colocaría en una perspectiva muy limitada
si se preocupase preferentemente de la solución
casuística de algunas situaciones límite, por otra parte
poco frecuentes. A la ética cristiana le corresponde más
bien la misión de prevenir las causas de un dilema
moral, desarrollando actitudes morales que
correspondan al marco general de la antropología
cristiana: la capacidad de soportar situaciones
conflictivas; la disposición para acoger con generosidad
las imperfecciones de la vida; la lucha contra las causas
de desesperación a nivel de prevención social e
individual; la educación para la felicidad en medio de las
experiencias de angustia y tristeza. Primordialmente, la
salvación cristiana ictúa a través de una terapia
profunda, y de esa manera condiciona las predecisiones
en las situaciones conflictivas. La ética cristiana no
asume la competencia de valoración rigurosa de cada
decisión concreta, sino que prefiere ofrecer una base a
partir de la cual la preferencia por la vida aparece como
la cosa más lógica y sensata.
Le corresponde además prevenir la formación de una
mentalidad colectiva hostil al moribundo, que lo margina
progresivamente de la sociedad. No está de más invocar
de nuevo el argumento del dique que cede: una vez que
se cuestiona el sentido humanitario de asistencia
comúnmente reconocido, se abre el camino hacia un
cambio tácito de mentalidad, lento pero constante.
Como consecuencia se desmoronará el sentido de
seguridad en la convivencia y se creará un clima de
desconfianza general y de ansiedad permanente entre
los moribundos. No es superfluo recordar una vez más
que el criterio principal, y por lo tanto el dominante en
la acción médica, es el bien integral del moribundo
concreto. No puede ser sacrificado sobre el altar de una
presunta seguridad pública. Más bien conviene partir de
la convicción de que bien individual y bien social son
compatibles de modo que se pueda dar prioridad
estratégica al primero.

Esto no excluye la posibilidad de un conflicto entre los


respectivos bienes de varios moribundos, imputable a los
limitados recursos médico-técnicos. Dar preferencia a
quien tiene mayores posibilidades de recuperación no
implica hacer ningún juicio sobre el valor de las vidas
destinadas a morir. El médico se deja guiar por un
criterio que puede parecer pragmático a primera vista,
pero que es el único aplicable en una situación sin otra
salida.

No es éste el momento para profundizar en el problema


crucial de la eutanasia anticipada, tanto activa como
pasiva; es decir, de la eutanasia anterior al nacimiento
o inmediatamente posterior, problema que suele
plantearse después de un diagnóstico prenatal con
pronóstico fetal o en caso de malformación congénita
extrema. Resulta grato recordar que tanto para el feto
como para el recién nacido valen los mismos criterios
que deben aplicarse a cualquier ser humano en fase
terminal. La lógica de la tutela de la vida no varía. Se
requieren unos criterios coherentes, para ponerlos en
práctica en la medida en que las circunstancias concretas
lo permitan y siempre al servicio de una vida
humanamente digna. Por parte de la sociedad se
requiere un ambiente público propicio para acoger las
imperfecciones de la vida y ofrecer una posibilidad de
supervivencia. La tan invocada calidad de vida depende
en gran parte de esta disponibilidad.

X. Apuntes para el "ius condendum"

La discusión ética sobre la eutanasia se desarrolla en el


ámbito de una sociedad que tiene los rasgos de un
profundo enfrentamiento moral. Esto le crea al legislador
una serie de interrogantes. La problemática actual gira
en torno al reconocimiento jurídico del llamado
testamento de vida y la despenalización de algunos actos
de eutanasia pasiva y de cooperación material en la que
el médico actúa por delegación del moribundo (suicidio
delegado).

Se evoca a este respecto el paradigma del aborto en


situaciones extremas. Pero precisamente aquí es donde
surgen dudas importantes sobre la posibilidad de una
comparación así. Prescindiendo en este momento de la
valoración moral del aborto [/ Interrupción del
embarazo], hay que admitir al menos que en ese caso
se trata de un conflicto entre derechos de sujetos
distintos, que se considera solucionado con la supresión
de uno en favor del otro. Pero en el caso de la eutanasia
no se da un conflicto de este tipo; no parece, pues,
posible recurrir a la comparación con el aborto.

Además conviene recordar que al legislar el legislador


debe basarse en el consenso moral que se da en esos
momentos en la sociedad civil, lo que es difícil de
conseguir. Muchas veces la opinión pública está
sometida a la presión de corrientes efímeras y pasajeras.
Sería, por lo tanto, presuntuoso hablar de una opinión
pública normativa, hasta el punto de tener que tomarla
en seria consideración para realizar la función de
legislación.

Es aconsejable una buena dosis de escepticismo. La ley


defiende un nivel humanitario alcanzado, en especial
cuando se trata de tutelar los derechos del enfermo. Con
razón el legislador teme que ceda el dique, o sea, dejar
correr y extenderse un clima de desconfianza y de
fuertes presiones sobre los moribundos y sus familiares.

Las experiencias sacadas de la liberación del aborto


deberían llevar al convencimiento más consistente de la
necesidad de prohibir con firmeza la eutanasia activa.
Pero esto requiere una pedagogía moral capaz de
movilizar el sentido del respeto, de solidaridad y
compasión, sin los cuales el rigor de la ley es inútil.

K. Demmer

XI. La eutanasia ante la ley

Básicamente superada en muchos países la "batalla" del


aborto, llama con fuerza a la puerta un nuevo y
encendido debate: la despenalización o legalización de la
eutanasia, centrado, ante todo, en la eutanasia
voluntaria y, en un plano más discreto, en la no
voluntaria.

1. CLARIFICACIÓN DE TÉRMINOS. Cuando se habla de


este tema, el lenguaje aparece frecuentemente confuso
por los contenidos tan heterogéneos, médica, moral y
legalmente, encerrados bajo la palabra "eutanasia". Con
la intención de clarificar el pensamiento, se añaden
adjetivos como activa/pasiva, directa/ indirecta,
positiva/ negativa, etc.; pero aun con estos añadidos, la
confusión suele persistir no sólo entre el público no
especializado, sino incluso entre profesionales
sanitarios.
Dejando a un lado el significado etimológico y los
diversos sentidos históricos del término, se clarificaría no
poco el panorama si reserváramos el término eutanasia
para la acción (u omisión) que por su intención y
naturaleza causa la muerte en una situación de salud
grave e irreversible. Es obvio que permanecerán puntos
oscuros al analizar las conductas concretas y ver si ellas
caben o no dentro de esta noción. Sería mejor evitar el
término eutanasia para aquellos tratamientos dirigidos
primariamente a mitigar el dolor que abreviaran la vida
como consecuencia secundaria. Tampoco debería usarse
esta palabra para el rechazo o interrupción de
tratamientos considerados sin sentido, extraordinarios,
desproporcionados, opcionales, desde un análisis global
de la situación.

De acuerdo con lo dicho en líneas anteriores, al hablar


de despenalización o legalización de la eutanasia
ganaríamos en claridad si no utilizáramos esta palabra
en los siguientes casos:

- Leyes que dan valor al testamento vital; es decir, a


decisiones por las que una persona rechaza
anticipadamente tratamientos desproporcionados,
extraordinarios, sin sentido. No se excluye que algunos
testamentos vitales puedan incluir una verdadera
petición de eutanasia.

- Leyes que dan valor legal a la designación de un


representante para que éste, cuando su representado
haya perdido la consciencia o esté incapacitado, pueda
tomar en su nombre decisiones relativas a la vida y
salud. En estos textos no se suele hablar de eutanasia.

- Leyes que califican al "homicidio por piedad o


compasión" como una especie diferente de homicidio,
con penas inferiores.
- Sistemas jurídicos que establecen diferencias no en la
clasificación de diversas especies de homicidio, sino más
bien en el plano de la sentencia.

Con estas precisiones no se clarifica totalmente el


panorama, pero se evitan no pocos focos de confusión.

2. BREVE HISTORIA. Limitándonos a nuestro siglo,


conocemos dos casos de despenalización muy efímera
de la eutanasia en Estados Unidos y en la Unión Soviética
en las dos primeras décadas. Antes de la segunda guerra
mundial hubo intentos de despenalización en Gran
Bretaña, con dos proyectos presentados ante el
Parlamento británico en 1936 y 1939. La eugenesia
practicada por los nazis, con un significado muy distinto
a los intentos de eutanasia, contribuyó a que la acción
de los movimientos despenalizadores se enfriara en los
años posteriores a la segunda guerra mundial. Con todo,
sin pasar muchos años, en Estados Unidos y en Gran
Bretaña volvieron a surgir las iniciativas a favor de la
despenalización. En 1977 el cantón suizo de Zurich votó
mayoritariamente en referéndum una propuesta
despenalizadora, bloqueada después por las autoridades
federales.

En la década de los ochenta ha ido tomando


progresivamente cuerpo un movimiento internacional
más consistente en defensa de la despenalización.
Después de varios fallos judiciales benignos, el Tribunal
Supremo de Holanda dio un fallo en 1984 en el que la
eutanasia realizada por doctores era justificada bajo
ciertas condiciones: petición persistente y libre del
paciente, situación desesperada o enfermedad seria sin
recuperación y consulta a un colega que confirmara la
toma de decisiones. La asociación médica holandesa
propuso un cambio en la ley en sentido despenalizador.
En la misma línea se pronunció en 1985 el informe final
de una comisión estatal creada por el ministro de Salud
de Holanda en 1982. En California las encuestas dieron
un 70 por 100 de apoyo a una "Humane and Dignified
Death Initiative" en 1988; pero el texto no se pudo
presentar a referéndum al no lograr ni un tercio de las
firmas requeridas para organizarlo. En España, una
encuesta de opinión entre los médicos colegiados de la
provincia de Barcelona revela que el 43,2 por 100
considera que se ha de permitir la eutanasia pasiva
y activa (acción que por su intención y naturaleza causa
la muerte en una situación grave -e irreversible). El
senador C. Rodríguez Aguilera ha preparado un texto, no
introducido todavía en las Cortes, que no
parece defender la despenalización de la eutanasia
propiamente dicha, sino otro tipo de acciones menos
problemáticas.

3. LAS JUSTIFICACIONES EN EL DEBATE SOBRE LA


DESPENALIZACIÓN. a) El sí a la despenalización. El
arsenal de razones invocadas por los partidarios de la
despenalización es variado y de desigual valor. El motivo
principalmente alegado nos lleva al terreno de la
dignidad y derechos de la persona: la libertad de decidir
es un componente básico de la dignidad personal que no
encuentra límites ni ante la muerte. Se acusa a las leyes
y a la sociedad que prohíben la eutanasia de hipocresía
e inhumanidad al no reconocer a una persona que sufre
el derecho a pedir que pongan fin suavemente a sus
sufrimientos. Otro reproche dirigido a estas leyes es su
falta de lógica: si el suicidio no está penalizado y si se
reconoce al enfermo el derecho a rechazar un
tratamiento, ¿hay tanta diferencia entre una inyección
mortal y la negativa a algunos tratamientos?

Aparte las razones explícitamente alegadas, hemos de


constatar en nuestra sociedad la existencia de rasgos
mentales dentro de los cuales cabe la eutanasia y su
legalización como una posibilidad lógica y humana:
hipersensibilidad a cuanto significa libertad, dificultad
para percibir un sentido al dolor y al sufrimiento, menor
capacidad de tolerancia frente al dolor en una sociedad
muy penetrada de ideales de bienestar, descenso en la
referencias religiosas, etc.

b) No a la despenalización. Todavía son numerosos los


que ven en la despenalización más inconvenientes que
ventajas. Si en los medios sanitarios y en la sociedad se
dedicara la debida atención en la etapa final de la vida,
habría, a primera vista, pocos casos que se pudieran
aducir como argumento en favor de la eutanasia. Muchas
peticiones de eutanasia, ¿expresan en realidad un deseo
del enfermo en este sentido o más bien denuncian
carencias de la medicina y de la sociedad y falta de
solidaridad? Creen algunos que un cambio en la ley
reduciría los incentivos para mejorar esas deficiencias.
Una ley despenalizadora podría colocar a algunos
enfermos en su etapa final e, incluso fuera de esta
situación, bajo una presión que los incitaría a autorizar
su eliminación, presión que se les debiera evitar. Y se
teme que una ley de este tipo pudiera deteriorar la
relación de confianza entre enfermo y profesional
sanitario.

[l Corporeidad; l Medicina; l Salud, enfermedad, muerte;


l Suicidio].

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