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CREER O REVENTAR

NOVELÓN DE LOS POETAS MUERTOS

HUGO GIOVANETTI VIOLA

(diseño de portada: Álvaro Moure Clouzet)

1ra edición 1990 / 1ra edición web 2011 / 2da edición web corregida 2017

para Bénédicte Froissart

SEÑAL DE AJUSTE

Algunas precisiones realizadas en la Semana de Cultura de Uruguay organizada por


La Sorbonne, en ocasión de realizarse un homenaje a cinco escritores uruguayos
contemporáneos.

Olver Gilberto De León

París / 2006
A principios de la década del 90 incluimos en nuestros cursos de Literatura
Hispanoamericana dictados en Paris IV / Sorbonne y Paris XII Créteil, fragmentos de
una novela que resultó clave en el panorama del entonces llamado “posboom”
latinoamericano: Morir con Aparicio de Hugo Giovanetti Viola.

Y destacamos que se trataba, sin lugar a dudas -por su impecable equilibrio textual /
contextual y su riqueza mítica que trasciende el mero sociologismo- uno de los mejores
textos históricos latinoamericanos que se habían escrito en las últimas décadas.

“Esta obra” puntualizó Rómulo Cosse en el prólogo de la tercera edición ampliada


que se realizó en 1999, “reabrió en 1985 la gran línea de la novela histórica, entonces
desatendida y hoy de moda” (…) “Habría que remontarse hasta Dejemos hablar al
viento de Onetti, para encontrar otra solución intertextual tan audaz y efectiva. Pero
además están brillando los sujetos de la acción, esas figuras conmovedoras y trágicas
(…) y el despliegue del gran movimiento histórico como el relato de la guerra de 1904.
Por todo eso, podemos decir que la novela que hoy se redita es una pieza decisiva de la
ficción uruguaya actual”.

Morir con Aparicio desencadenó el despliegue de una vasta saga centralizada por
Creer o reventar / Novelón de los poetas muertos, que sintetiza barrocamente la
experiencia reveladora vivida por el autor durante su estadía en París en los años 73-
74. Aquí cuaja una profética visión in situ de la posmodernidad global que empezaba a
instalarse como un tsunami desorganizador de todo macro-relato vertical y salvífico.

No es casual, a esta altura, que el viernes 24 de noviembre de 2006, en la Semana de


Cultura de Uruguay organizada por La Sorbonne hayamos homenajeado, junto a
especialistas de la talla de Milagros Ezquerro, Claude Couffon, Maryse Renaud, Jean
Philippe Barnabe, Roger Guggisberg, Fernando Ainsa y Juan Carlos Mondragón (a
quienes se sumaron el musicante Leo Masliah y el cineasta Álvaro Moure Clouzet, que
registró el evento), a cinco escritores fundamentales en el panorama contemporáneo
uruguayo: Juan Carlos Onetti, Felisberto Hernández, Marosa Di Giorgio, Enrique
Amorim y Hugo Giovanetti Viola.

PRÓLOGO PARA DESARMAR

El homenaje al catedrático se puso insoportable, y después de pescar dos whiskys (había


una sola botella para no sé cuántos plumíferos) saludé a mi nueva traductora y me
escapé de La Sorbonne. Tenía que encontrarme con unos amigos en un restaurant
latinoamericano de la rue Monsieur-le-Prince a las ocho y media, de modo que me
quedaba una hora para saborear el atardecer. Fui a l’Escholier, un café donde me
sentaba a escribir en mis tiempos de cantor pasaplatos.
Una avalancha de sol horizontal repechaba la place de la Sorbonne y se espejaba
aterciopeladamente en mi copa. Entonces sentí filtrarse un trasluz de frescura que
parecía soplar desde los plátanos hinchados del Boul Mich, y París transparentó un
espesor primaveral más real que la muerte.

-Salut -me dijo alguien, sentándose sin permiso al lado mío. -¿Por qué ponés cara de
mierda, maestro?

-No sé qué cara puse -traté de sonreír. -¿Cómo andás?

El indeseable era un uruguayo que trabajaba como lector en una editorial francesa
interesada en publicar esta novela que prologo. La última vez que nos vimos manejaba
eficazmente su pose bogartiana (un pintoresco Sam Spade con barbita azabache y
facciones de taita) pero ahora tenía las córneas demasiado ensangrentadas y el esqueleto
inclinado hacia los cincuenta años. De soledad.

-No me llamaste -dijo haciendo una seña cancherísima para pedir un rouge.

-Recién llegué, papá. Mañana iba a llamarte.

-Me enteré que llegabas de rebote, nomás. ¿Cuántos días vas a estar en París?

-Hasta el viernes. Vine invitado al encuentro mundial de escritores de Finlandia.

Se lo zampé de un tirón, y fue peor que vaciarle una copa en la cara. Pestañeó unos
momentos, mientras yo me refugiaba en la flotación crepuscular. El mozo trajo su copa.

-Quiero la dirección de la pendeja -dijo Bogart, colgándose un Gauloise de la boca


torcida.

-¿Qué pendeja?

-La de tu novela. Ya soñé varias veces con ella. Me la quiero voltear.

Pedí otro rouge por señas.

-No existe -dije. -Es un personaje, loco.


-No me vengas con eso. Un día que se te desbocó el ego me dijiste que hasta el nombre
es real.

-El nombre de pila.

-Bueno. Dame el teléfono. ¿Cuándo la vas a ver?

-No la voy a ver. Y la novela pasó hace dieciséis años, además. ¿Qué relación puede-

-Vamos, macho. Si en la novela tenía dieciséis años, ahora está en la mejor edad del
mundo.

Tuve la sensación de que el lomo del sol me abandonaba sólo a mí. Deprimido en París,
una vez más. Carajo.

-Mirá -confesó Bogart. -Es que yo te mentí, little Marlowe. Yo no me enamoré de tu


libro. De lo único que me enamoré es de la pendeja: ¿entendés?

-Te entiendo.

-Tu libro es un entrevero de Polanski con Chandler y-

-No te olvides de Mozart.

-Bueno, a Mozart no lo vi. Pero-

-Mozart se escucha.

-Ta. No te hagás el piola. Lo que yo te digo (y por algo laburo donde laburo) es que
podías haber hecho un novelón del carajo y te quedó una busequita.

Esas dos cosas me hicieron reír.


-¿Una buseca con mondongo o sin mondongo? -pregunté, volviendo a saborear el
dorado azuloso que flotaba en mi copa.

-El mondongo es la nena. La nena -se babeó Bogart. -Dale. Dame el teléfono y firmás
contrato mañana.

-Mirá, matón: si tuviera el teléfono no te lo daba ni aunque me hicieras traducir a


cuarenta y dos idiomas. Y además pienso firmar con los mismos que me van a sacar la
otra novela. ¿Oka?

Bogart se endureció.

-Eso puede costarte un pleito -murmuró, rejuveneciendo. -Ya firmaste la seña.

-Ahá. Así que podés mandarme amenazar con secuestrar la edición y todas esas ondas
de Hollywood -me reí, entreparándome. -Fijate cómo tiemblo.

Puse unos francos arriba de la mesa y recogí el bolso.

-Andá, basura pedante -gritó Bogart, con las córneas color malvón. -Si tuvieras huevos
escribirías bien las orgías, por lo menos. ¿No te das cuenta que el LSD y la B.B. y los
maricas ya pasaron de moda? No vas a joder a nadie con ese novelón de los poetas
muertos, exorcista de juguete.

Entonces le hice la seña insultante que esgrimen los chiquilines de la edad de mis hijos,
y caminé hacia el Boul sin volver a mirarlo. Al llegar a la desembocadura de la rue
Vaugirard me frené y recordé -calmamente- la mirada del Diablo. No fue un diablo de
juguete. Después bajé por la Monsieur-le-Prince y al pasar frente al número 41 no pude
resistir entrar al hotel Stella. En mi época te metías así nomás, pero ahora tuve que
esperar que saliera alguien y colarme poniendo cara de gil. La recepción queda en el
primer piso, y me descolocó encontrar a la misma mujer de hace dos décadas (la esposa
del Bigote) atrás del mostrador. Empecé a caracolear por la escalera lo más rápido que
pude, pero ella me frenó con un ladrido:

-Qué quiere.

-No se acuerda de mí -pregunté y afirmé al mismo tiempo, y una especie de brasa


estrellada le embelleció los ojos fugacísimamente.
-No sé -roncó la mujer cincuentona, como quien patea ceniza sobre su juventud. -Qué
quiere.

-Ver el hotel.

Ella encogió los hombros y ladró:

-Bueno. Pero rápido.

Estaba casi todo igual. Pero el prodigio virginal y los ojos asesinos y la invencible
verdad de mi corazón habían sido arrancados para siempre de aquella oscuridad.

-¿Ya está? -preguntó la Pata (le decíamos así por la forma de caminar) cuando me vio
bajar tan rápido.

-Sí -sonreí.

Y se me desbocó el ego y agregué:

-Escribí una novela que va a ser publicada dentro de un tiempo en francés. El escenario
principal es este hotel.

La Pata pegó un manotón en el aire igual a los que usábamos para correr a las
cucarachas que nos invadían la almohada, y se rio casi con ganas.

-Bef -resopló, dándome la espalda.

El socavón crepuscular de la rue Monsieur-le-Prince ya era un túnel celeste, y me tomé


otro rouge en el bar-tabac de la esquina. Brindé por una mujer de treinta y dos años y
por un poeta muerto y otro resucitado. Marlowe, el gran sentimental.

¿Les molesta mi amor, matoncitos?

UNO: LA PRUEBA DEL INOCENTE


Es verde pero murmura
es verde pero habla
es verde pero me interroga
es verde pero tortura.

(poema anónimo escrito en la cárcel de Libertad


Por un combatiente uruguayo durante el fascismo)

Es la vida, madre -dijo él. -Uno se vuelve verde en París.

Gabriel García Márquez

SAINT-TROPEZ

UN HOMBRE semicalvo se despierta en una caravane del Camping du Grand Saule en


Ranchito, un barrio terminal de la banlieue de Cannes. En la casa rodante siguen
durmiendo dos adolescentes mientras el hombre se incorpora de un salto y deja su
cucheta. Se viste y busca un peine entre la ropa sucia y abre la puerta del ropero que
tiene un espejo. Cuando se está peinando ve sus ojos hinchados por el brillo del fuego
del sótano del mundo: suelta el peine y se escapa cruzando la mañana. Entra en una
letrina de las instalaciones del camping, pero al salir librado del hedor de sus vísceras
sigue espantosamente iluminado: entonces vuelve al toldo de la caravane y pone a
calentar agua en una cacerola, mientras prepara el mate. Después entra a la casa rodante
y saca del ropero una máquina de escribir, evitando mirarse al espejo. Se pone a tomar
mate en un claro de pasto bajo un fiero sol ocre, sentado sobre un banco. Pone otro
banco enfrente y destapa la máquina que tiene una hoja puesta: la da vuelta y escribe
enceguecidamente. A medida que escribe le chorrean por la cara el sudor y las lágrimas.
Chupa el mate leyendo lo que acaba de hacer, y lo corrige a máquina y corre a buscar
más hojas. Un momento después aparece el menor de los adolescentes en la boca del
toldo, protegido del encandilamiento por su azabache melena charrúa. El hombre toma
un mate y lo mira hondamente, con los ojos lavados por la resurrección.

AQUEL VERANO la Croisette de Cannes fue invadida por una oleada de mangueros
que aturdió la paciencia de las momias turistas, y la policía nos expulsó sin hacer
distinciones y amenazó con encerrarnos si nos volvían a ver en las terrazas. Nos faltaba
pagar casi quinientos francos por el alquiler de la casa rodante y era imposible fugarse
ya que los pasaportes estaban retenidos en la administración del Camping du Grand
Saule. La única solución que les quedaba era yirar por Saint-Tropez a cielo descubierto
hasta juntar plata. Parecía apenas posible, pero se resignaron.

En Saint-Tropez se fomentaba la manga como una atracción turística pero la


competencia les resultó infernal, a mediados de temporada. Estábamos sin un mango, y
la primera noche dormimos en la casa de unos mellizos fanáticos de la música andina
que el Cordobés bautizara más tarde el Ceja y el Diamante: uno por una barra de
pelambre castaña que llevaba resplandeciendo sobre sus ojos infantiles, y otro por
contener media docena de rostros variables que se complementaban congeladoramente.
El Ceja vivía con una muchacha rubia embarazada de ocho meses que se desmelenaba
de calor abanicándose en el suelo del dormitorio chico. Se llamaba Isabelle, y escuchaba
la quena y el charango de los fanáticos con los labios abiertos y una mirada de pureza
azul brillando a contramano. Nos hicimos amigos enseguida. Ella me mostró un libro
con las fases del parto y yo le conté la historia de una cocinera que conocimos el verano
anterior en Ventimiglia: era la compañera de trabajo de un gitano chistoso que la hacía
darse baños con la sal de la luna para purificarse. Eso la hizo reír a carcajadas, y al rato
se durmió en un colchón que tenía en el suelo para ella y el Ceja. Abel apagó la luz y
terminó de abrir una de las ventanas para que derramara la luna sobre la muchacha.

Después volvió a la pieza donde los mellizos ya se habían extenuado de jugar a los
cholos musiqueros. En el mismo colchón donde estuvo tocando el Diamante se estiraba
una larga muchacha pelirroja que tenía más de veinticinco años y ojos como
pulverizados: Abel supo más tarde que Stephanie era tropeziana y había sido la naná del
Diamante durante mucho tiempo hasta que se aburrieron y ella subió a París y volvió a
los tres años con dos intentos de suicidio una cura del sueño y una desintoxicación
heroica: golpeó en lo de su ex-novio a principios de julio y fue bien recibida. Yo vi que
Stephanie lechuceaba a Pedrito y pedí por favor que nos dijeran dónde íbamos a dormir
porque pensábamos manguear temprano en la playa.

Cuando nos derrumbamos sobre el mosaico de la cocina forrado de frazadas le supliqué


a Pedrito que no fuera a ejercer la necrofilia por el amor de Dios, pero él me hizo una
seña amansadora y hasta empezó a roncar antes que el Cordobés. Yo ya había terminado
mis pastillas de betametasona y a las dos o tres horas tuve que incorporarme
completamente ahogado y en el vapor lunar vi a la vampira arrodillada en cueros,
succionando a Pedrito. A la mierda corretaje, pensé dándome vuelta contra la pared.
Stephanie acabó su rito y volvió al dormitorio con dos crujidos óseos.

AL OTRO día el Diamante nos expulsó eufemísticamente, y hasta nos concedió dejar
los bultos en depósito hasta la medianoche. Nosotros nos fuimos a dedo a manguear al
restaurant de la playa nudista que hay al lado del camping llamado Pam Beach Club. En
la playa conocimos a una pareja de artesanos que vivían en el camping y hacían la
temporada vendiendo artículos de cuero repujado. Ella era una petisa con cara de
muñeca y unas caderas desproporcionadas que bamboleaba inoperantemente. Se
llamaba Mili. No pasaría los treinta y venía a Saint-Tropez todas las temporadas con su
primo Gastón, un homosexual triste que compartía el taller de Mili en Saint-Tropez y en
Roma. Nos propusieron arrimarnos al puerto en su cachila y traernos a dormir de
contrabando al camping. Nosotros agarramos.

Esa noche manguearon en un buen restaurant retirado del puerto y el dueño les pidió si
no podían pasar en exclusividad, cosa que festejaron cenando hasta con postre.
Retiraron los bultos de la casa de los mellizos y esperaron a Mili y a Gastón en Le
Gorille, el famoso boliche donde paraba Picasso. Gastón llegó abrazado con un marica
que reencontró después de varios años de una hermandad del alma truncada por los
viajes. Le decían la Miguela. Estaba bien vestido y era casi la réplica de Charlot sin
disfraz: Gastón lo descubrió ramereando en el corso y lo invitó a dormir al Pam beach
Club. Al subirnos al auto la Miguela empezó a manotear las chuzas de Pedrito, que
amenazó volarlo por la ventanilla del primer piñazo. “Majo: qué malo eres. Si yo soy
tan limpito” porfiaba el marica. Abel iba pensando una carta a su familia con los ojos
estriados por la resurrección.

CHAMBRE 9

UN MUCHACHO y un hombre caminan por la rue Descartes una noche de invierno,


con ojos de hasch. Estuvieron parados un rato frente a la puerta de Le Bateau Ivre, un
restaurant vacío donde al atardecer recién brilla la carne sobre el fuego: después fueron
cruzando el corso a contramano que sube desde el mercado de la Mouffetard. El
muchacho se cierra un sacón sin botones y levanta sus ojos de haschich a la noche: ve
los bancos azules de la niebla encendida frente a las casas blancas y escoradas y
hermosas como buques fantasmas. Pero la maravilla le abandona los ojos cuando cruzan
la place de la Contrescarpe y entran en la Mouffetard y el hombre va estudiando cada
cara del corso para desembuchar frasecitas secretas en su oreja. El hombre es pelirrojo y
usa un gran sobretodo completamente negro que parece prestado. Tiene los ojos verdes
y los tuerce hacia el fuego de los restaurantes después que habla sonriendo y una mano
del otro se levanta a esconder vómitos contenidos. Ven desfilar clochards y mujeres
mugrientas y hombres como insepultos, pero el hombre festeja solamente los rostros de
las muchachas jóvenes que canjearon el halo. Van bajando al mercado de la Mouffetard
y el muchacho sofoca su náusea desbocada cuando huelen los ríos de sangre de cerdo
burbujeando en los surcos de las alcantarillas. El muchacho se ríe casi eléctricamente
después de cada espasmo: pero no escucha al hombre.

UNA SEMANA atrás Abel entró al Bateau a las ocho de la noche con Pedrito y el
Cordobés y se sentó a tomar el primer rouge rasposo que le sirvió Muley, uno de los dos
árabes. Arriba ya había gente, pero tuvieron que esperar la seña del Payaso para largar la
primera manga: unas ocho canciones donde mezclaban Beatles y popurrís de rumbas y
boleros famosos y guajiras y huaynos acaramelados, con percusión cambiante de bombo
bongó pandereta maracas güiro o claves. Abel tocaba siempre la guitarra, sentado en el
medio. El Cordobés percusionaba contra el mostrador y Pedrito rascaba el charango en
los temas andinos o hacía más percusión sentado sobre la heladera, teniendo que
levantarse en la mitad de un tema si el mozo precisaba sacar algún helado. Era un
boliche angosto. Tenía una sola fila de mesas pegadas entre la pared y el mostrador,
donde se cocinaba totalmente a la vista, carne asada y cardúmenes de papas fritas pardas
y unas siete ocho entradas de choclos gambas húngaras sardinas a la crema o paltas a la
vinagreta. No era un restaurant caro pero sí muy rive gauche, con los mozos vestidos a
la que te criaste y humaredas perpetuas y aquel rasposo rouge de botella de plástico que
Muley destapaba detrás del mostrador para disimularlo en las jarras de barro que pedían
los turistas o los mismos franceses adictos al folklore latinoamericano. Como en las
noches buenas se amontonaba gente que no cabía ni arriba ni en la pequeña cave, el
gerente invitaba con vasos de sangría a los desubicados y estudiaba las mesas para que
ningún cliente se quedara fumando un cigarrillo extra. A veces los echaba, con nerviosa
dulzura. El Cordobés lo bautizó el Payaso porque tenía una calva monolítica rematada
por bucles que le colgaban casi hasta los hombros. Esa noche nos ordenó parar haciendo
una guiñada y cantamos la última mientras un mozo afeminado y de buen corazón
pasaba el plato a los saltitos y mi felicidad se terminaba. Yo me sentía feliz casi todas
las noches si sonábamos bien. Al final de cada tema sorbía el vaso que Amed iba
llenando interminablemente y cantaba flotando en los humos finales de mi adolescencia.
Terminada la manga salía a la rue Descartes y me metía en la puerta de al lado, donde al
fondo del corredor había un water pestoso. Orinaba erizado y quedaba un segundo
suspendido en mí mismo hasta que la esperanza me cerraba los ojos casi maternalmente:
entonces volvía al mundo.

Esa noche bajaron a la cave para hacer otra manga porque había varias mesas ocupadas.
Nunca era una gran manga allí en la cave, pero caracolear por la vieja escalera y
sentarse los tres en el techo del piano y cantar bajo aquella luz de sótano era como
abrigarse. Abel vio una muchacha riéndose locamente, con los ojos cerrados. No dejó de
mirarla hasta que ella volvió de su oscuridad de oro para verlos a ellos. Ellos se
demoraban porque de alguna mesa les ofrecieron vino: ahora ya habían brindado y Abel
volvió a afinar y sin saber por qué le hizo una morisqueta a la muchacha, con la mano
apoyada en la nariz. Después contó hasta tres y empezaron el tema y ella quedó colgada
de los ojos de Abel. Cuando terminó el tema ella vació otro vaso y se paró y bailó
circundando la mesa de parientes o amigos que le daban más vino. “Increíble” dijo abel:
“Cómo me está mirando esta botija. Debe estar con algunos de esos tipos, che. Pero es
increíble cómo vicha”. La compadrada no fue correspondida por los otros. La chiquilina
volvió a sentársele enfrente y a plegar mansamente la frivolidad hasta que ellos se
fueron. Por una mezcla estúpida de timidez y orgullo no la quise mirar mientras Pedrito
iba pasando el plato y nosotros bajábamos del piano y yo sentí en la espalda que no
podía perderla. Pero cuando giré por la escalera no miré para abajo.

Ahora se habían sentado en las banquetas para esperar que volviera a llenarse la parte de
arriba. Amed les sirvió el plato de papas fritas de contrabando que devoraban dándose
codazos. Después Abel fumaba mientras los otros pastoreaban mujeres o peleaban o se
iban a dar vueltas. Cuando la muchachita asomó la cabeza mareada totalmente por el
caracoleo, Abel no se movió: ella se descorría una corona miel de pelo desgreñado y
estudiaba las mesas hasta que lo enfocó y él levantó su brazo. Entonces la muchacha
remontó la humareda para plegar su cuerpo delante de Abel, y le agarró una pierna. “Me
llamo Bénédicte” le dijo sin mirarlo. Se reía sin parar, apretando espasmódicamente el
muslo del muchacho. Yo todavía no hablaba demasiado francés a esa altura del viaje,
aunque le pregunté cuántos años tenía y ella dijo que quince. “Yo veinticinco” dije.
Bénédicte declaró que la edad no importaba y Pedrito me la quiso robar ofreciéndole
vino y ella casi le arranca el vaso de un codazo. Es linda, pensé yo: Sí, es demasiado
linda para mí pero por qué me agarrará la pierna tan arriba. Ella entonces gruñó que
había escrito un poema. Quedó inclinada hipando y ahora tenía un temblor de brutal
desamparo bajo la borrachera. Pero no tengas miedo, pensó Abel y le dijo que él
también escribía. Ella siguió temblando. “¿Tenés el poema aquí?” le pregunté asustado.
Me contestó que no y aniñó su mirada neblinosa y marrón y me soltó y se fue sin
saludarme.
“El poema lo tiene acá” dijo Muley haciendo un gesto sucio atrás del mostrador. Yo le
mostré una risa largamente lejana y fumé otro cigarrillo flotando sobre el mundo.
Cuando se volvió a ver la corona greñuda con resplandor de miel emergiendo del sótano
Abel no se asombró. Se repitió la escena con algunas variantes, porque por ejemplo
Pedrito ya no probó a soplársela de nuevo: la mano subió al muslo y ella dijo que no,
que no tenía el poema en la cartera. Después me preguntó si le parecía linda y eso me
hizo crecer dos alas en la boca. Ella porfió que todos le decían que era linda aunque no
fuera cierto porque tenía los ojos demasiado chicos y yo no la toqué, pero hubiese
querido rozarle la cabeza para ordenarle el vuelo. Abel dijo que el jueves iban a
representar El evangelio criollo en Saint-Germain-des-Prés y ella prometió ir. “Vivo en
Massy” me dijo: “Pero a las siete salgo del liceo y vengo para aquí. Dónde viven
ustedes?”. “En el hotel Stella 41 rue Monsieur-le-Prince chambre 9, cosita”. Y la volví a
llamar cosita un par de veces antes de despedirnos. No se empinó a besarme. Me apretó
una vez más la pierna hasta el dolor y se hizo la enojada cuando le dije que se iba a
olvidar de ir a vernos el jueves. Me miró hasta los huesos y desapareció.

EMPEZAMOS A afinar en la sacristía de Saint-Germain-des-Prés veinte minutos antes


de representar El evangelio criollo, un invento mediocre que grabaron dos argentinos
del barrio para un sello francés que pagaba bastante. Después salió la idea de ejecutarlo
en público y entonces precisaron la docena de músicos correspondiente: había un arpista
paraguayo y un añejado guitarrista argentino discípulo de Grela y tres quenas y
percusión variada y muchísimos coros y un bandoneonista que al final nos clavó la
noche del debut. El Cordobés tocaba los coquitos y Pedrito el charango y yo rascaba un
poco la guitarra. También hacíamos coros que ensayamos durante más de un mes todas
las negras tardes sin llegar a ajustarlos ni por casualidad. Nos pagaban muy poco, pero
había prevista una gira gigante con el Evangelio por nueve países.

Esa noche consiguieron suplentes para el Bateau y allí estaban disfrazados de gauchos
for export, con pantalones y con botas negras y sudando bajo ponchos bordados que
patrióticamente les agenció la embajada argentina. Dos quenistas franceses que hacían
el Evangelio se sentían en la gloria, pero Abel eructó la vieja sensación de que para la
escena se precisa tener dos vocaciones extras: de payaso y de santo. Yo hablaba de
cualquier pavada con Ray y me sentía tan mal como cuando me divorcié, no sé por qué
maldita asociación. Entonces llegó ella. La vi asomarse por la puerta entornada de la
sacristía y levantar las cejas y avanzar sonriendo bajo una capelina color chocolate. Abel
se había olvidado de que podría venir y recién con los besos puestos en las mejillas
recordó a Bénédicte. Él tenía botas criollas y eso lo hacía quedar levemente más bajo
que la chiquilina: pero no se achicó. Trató de que los buitres no se la distrajeran y ella
leyó un poema resoluto y tristísimo sobre los edificios en banlieue para después contarle
que no podía quedarse porque si no mamá la rezongaba pero que se veían mañana a las
tres de la tarde en el hotel Stella 41 rue Monsieur-le-Prince chambre 9, le dijo: “Me lo
sé de memoria”. Entonces la saqué de un brazo de la sacristía para verla brillar
suavemente en su sitio: entre los candelabros. Ella dijo que Suerte y mañana a las tres
en el hotel Salut.
Esa noche cantaron no demasiado mal, y hubo un soplo de fe retumbando en la iglesia
cuando los aplaudieron. Ray los fotografió sin descansar, manejando la Pentax tras
miríadas de velas. Parecía un monje falso con aquel sobretodo completamente negro
que le prestó Pedrito: un sosías pelirrojo. Después que me saqué el poncho y me puse
mi sacón sin botones nos fuimos juntos por Saint-Germain, riéndonos de todo. De golpe
me clavó su mirada de un verde casi fosforecente y preguntó detrás de un copo de
humedad: “¿Así que mañana comés carne fresca, nene?”. Yo pregunté por qué,
desentendidamente. Él torció la mirada contra la rue de Seine y me dijo: “¿No te das
cuenta que es una putita?”

ESA NOCHE me hicieron debutar con el hasch después de varios meses de lidiar con
mi terca indiferencia. Yo ya había averiguado que ni la marihuana ni el haschich me
podían enviciar: un médico argentino esposo de la florista de la rue Descartes me
explicó que el peligro era ver la belleza sólo con el pucho. Y acepté. Abel sintió a los
buitres vigilándolo cuando pitó el menjunje: sobre todo Ramón (hermano de Pedrito) y
Ray, porque los otros dos eran adolescentes. Abel había tomado algunos vinos antes de
subir a la pieza y eso le fue plomizo cuando llegó el despegue. Se me subió el estómago
y sudé horriblemente para no vomitar, pero después los vi cómo iban desfilando hacia
abajo hacia arriba por la rue Racine contra el paredón gris de l’École de Médecine: un
gentío interminable proyectándose. Ahora me relojeaban todos juntos y no les di pelota
porque veía la mancha de belleza marrón que llevaba la gente entre pecho y espalda. Se
los dije y Ramón quedó maravillado. Porque fue Ramón Baffa el que trajo al hotel el
hasch para salvar a Abel de sus aberraciones rioplatenses: Ramón vivía en banlieue y
arrugaba el charango y tenía una francesa de buena cosecha y una hija por crecer y hacía
bastante tiempo que duraba en París y fue del mismo barrio que Abel allá en
Montevideo. Ramón no soportaba más verlo chupar el mate con desesperación ni recibir
recortes de partidos de fútbol en festejadas cartas ni putear a patadas al fascismo. “Vos
tenés que cambiar, petiso” me decía cariñoso. Y esa noche cada cual agarró su
instrumento y empezaron la pizza y yo no improvisé con la guitarra porque siempre fui
burro para eso. Lo que hice fue cantarles una visión larguísima sobre cómo habría sido
el Jardin du Luxembourg cuando estuvo debajo del océano -porque se podía oler
perfectamente lo que quedó del mar soplando calle abajo por la rue Vaugirard o por la
rue Racine las mañanas de viento.

De repente golpearon y ni nos asustamos: en el hotel Stella se podía hasta matar sin que
nadie protestara. Se suspendió la pizza y Ray se levantó (Ray no tocaba ningún
instrumento) recién cuando la voz suplicó en español: “Quiere hablar. Quiere hablar”.
Al abrirse la puerta lo vimos recortando su escarnio sobre el corredor negro, con la
mínima fuerza para dar cuatro pasos y derrumbarse frente a la mesita hecha con tablas
sueltas sobre un armazón. Era alto y rubio, y le faltaban unos cuantos dientes. Usaba
traje azul y no tenía ni medias ni camisa: sólo unos zapatones y un sweter con escote en
v de color té con leche. “Buenas noches” nos dijo en español mientras se arrodillaba.
Estudió la mesita donde había algunos libros la máquina de escribir el paquete de yerba
el mate y un poco del Kent que Ramón destripó para fraguar el pucho: después se
incorporó y gateó hasta la cama chica y me buceó el sudor frontal con sus ojos terrosos
y al final dijo Hasch, intrigadoramente. Nadie le contestó. Le calculé cuarenta y pocos
años y una locura sórdida cuando olisqueó el paquete de yerba Napoleón y nos pidió
permiso para agarrar un puñadito que masticó tranquilamente. Entonces se pusieron a
conversar en un cuasiesperanto donde predominaban el inglés y el francés, y el hombre
confesó llamarse Sinclair Brower y ser el primo hermano del Príncipe de Gales además
de heredero de los mayores yacimientos auríferos explotados en África además de poeta
ugandés publicado en los Estados Unidos y traducido a varias lenguas además de piloto
de la fuerza aérea francesa y edecán de De Gaulle en sus últimos viajes oficiales.

“Además de centrofóbal de Peñarol en el 62” dijo Ray y empezamos a aullar de la risa


con tanto entusiasmo que Sinclair se plegó agregándose títulos posesiones y cargos que
hacían reverdecer apasionadamente la mirada de Ray. Yo ya estaba podrido de pisar
excrementos y ver locos zumbando por las calles del barrio, pero esa última noche me
devoré también la lástima y hasta le pregunté a Sinclair si era algo de Leo Brouwer y él
me dijo que hermano. “¿Y Leo Brouwer quién es?” me preguntó enseguida. Yo le
expliqué que era un compositor cubano que hacía muy buena música para guitarra y él
contestó que debían ser hermanos, con seguridad. “Lo que compuse yo fue una ópera-
rock que estrenamos en Grecia con mi ex-mujer” suspiró de repente y empezó a llorar
densa y amansadoramente sobre nuestro silencio. Después pidió permiso y salió de la
pieza sin cerrar la puerta. Ramón se fue al minuto que desapareció Sinclair,
visiblemente asqueado bajo la risa seca y envarando su lomo en un sacón de cuero que
trajo de la gira por estados Unidos.

Cuando Sinclair bajó de su chambre (la 20) estábamos calmados y Pedrito se quejó No
tener hasch para un petardo más carajo, y sus dieciséis años no podían con el peso de la
noche. El Cordobés estaba como idiotizado estirado a lo largo de la cama de matrimonio
al costado de Ray, que saludó a Sinclair frotándose las manos. “A ver a ver” le dijo con
sus v fronterizas agravadas y alegres cuando vio el portafolio prensado debajo del
sobaco. Entonces lo encontramos. Lo encontramos fotografiado en un diario ugandés
saludando al delirio del teatro ateniense donde se estrenó la ópera-rock Jerusalén y
Atenas, compuesta a medias con una muchacha que también saludaba agarrada de la
mano. No se veía su rostro bajo el velo de la melena rubia pero sí el de Sinclair: estaba
bien peinado y con traje y corbata y unos diez años menos -aunque la fecha del recorte
nos certificaba que eran diez meses en lugar de años. Nos miramos con Ray. Sinclair me
agarró un brazo para mostrarme un libro editado en New York: su primer poemario en
tercera edición. Se llamaba Monologue with Kierkegaard, y en la contracarátula de lujo
se perfilaba un rostro todavía más joven que el del recorte manoseado: Sinclair había
nacido 36 años antes en Entebbe y había sido educado en Estados Unidos y apadrinado
por William Burroughs y su Monologue with Kierkegaard era uno de los vuelos más
altos que jamás alcanzó la lírica africana, según lo declaraban por unanimidad la crítica
sajona y teutona y francesa.

Nos miramos con Ray. Después felicitaron en bloque a Sinclair, que lloró bobamente y
se sorbió unos mocos entreverados en el bigotito de los últimos días y agarró el
portafolios y subió la escalera monologando con el gran danés. “Cristo” le dije a Ray:
“Nunca voy a poder escribir este cuentazo. Parece una joda”. “¿Por qué?” preguntó Ray.
“Porque lo escribió Onetti en el cincuenta y pico. Se llama El álbum” dije: “Es esto
mismo que-”. “Che: ¿quién se anota con huevos con jamón en el pub?” me interrumpió
Pedrito, embutiéndose el poncho. Yo ya había aterrizado y sentí en carne y alma el
hambre más voraz de París de los últimos meses: la última noche de hambre antes de
que París se diera vuelta a devorarme a mí.

SAINT-TROPEZ

NOS COSTÓ una semana interminable ahorrar lo suficiente como para poder volver a
Cannes a levantar los pasaportes y comprarnos una carpa en el Pam beach Club. La
noche que Gastón y Mili nos llevaron al camping no dormimos allí: a la petisa
reblandecida se le ocurrió ver amanecer en la playa tocando la guitarra y cantando,
como si fuéramos una farándula de adolescentes. “Junto a los ríos de Babilonia estamos
sentados y lloramos” murmuró Abel viendo asomar la roja testa chata del sol sobre el
Mediterráneo -y al mismo tiempo desatando la reacción en cadena de aquel versículo
que no se pudo sacar de la boca durante todo el resto del verano.

Ya habíamos terminado de corear baladitas, y la Miguela y Gastón se borraron a un


médano para ponerse al día después de tantos años. Entonces Mili sugirió esperarlos
durmiendo un rato en la playa. “Después seguimos la farra en la casa de unos amigos
que tenemos en Cogolin” dijo acurrucándose gatunamente en la arena. Abel se sacó la
campera para usarla de almohada y lo único que pudo fue soñar (sin dormirse) un
interminable trenzamiento amoroso con el proyecto de mujer que tenía a medio metro.
Y eso era lo que ella quería, por supuesto: alzarnos a los tres. Hubiera sido tan
antonionesca una orgía matutina que le reivindicase por lo menos durante una mañana
la belleza colgante, pensé abriendo los ojos para compadecernos a todos. Pero Pedrito y
el Cordobés y hasta la misma Mili parecían dormidos de veras.

Cuando reaparecieron la Miguela y Gastón, Abel ya había terminado de escribir


mentalmente una carta que tenía dos destinatarias de quince años de edad: su hermana
María Sara y Bénédicte Froissart. Después se había quedado un rato con las córneas
rojizas puestas a lavar entre la luminosidad cegadora del Ponto, hasta que oyó crecer los
crujidos de los pasos sobre la arena. Se dio vuelta sin ganas y encontró la revuelta
tristeza de Gastón buscándole los ojos. La Miguela revoloteaba despertando a los demás
con la jovialidad de un maniquí, y el otro me ofrecía su desamparo como el absurdo
peso que una hormiga que acababa de perder su penúltima pata quisiera compartir. Yo le
ofrecí mi penúltimo cigarrillo.

Aquella mañana fueron a Cogolin, un pueblito cercano a Saint-Tropez que Abel oyó
nombrar toda la vida: su padre era el heredero de una de las mundialmente famosas
pipas de la región comprada por su legendario tío-abuelo Lucas durante el viaje donde
se dio el lujo de ver escribir a Papá Hemingway en la Closerie des Lilas y compartir el
hambre con él frente a los cuadros impresionistas colgados en ese entonces en el Museo
del Luxembourg. Abel se recordaba escuchando desde niño las historias del Maldonado
del novecientos que su tío Jorge -el cura- había recogido directamente de boca de aquel
hombre que perdió el brazo derecho peleando con Saravia en 1904 y aprendió hasta a
pintar con el que le quedaba: recordaba todavía -secuencia tras secuencia- el increíble
romance legado a la posteridad por Sabino Regusci y Carolina Tomillo, pero por sobre
era mucho capaz -ahora- de encandilarse con el heroísmo.

Acabo de inventar por primera vez en mi vida uno de aquellos dichos dobles que le
gustaba tanto coleccionar al viejo Hem le empecé a escribir mentalmente a mi padre,
ensardinado en el fondo de la cachila aunque casi feliz por la visión de los viñedos
resplandeciendo bajo el ocre inmaduro de las ocho de la mañana: Camino a Cogolin y
pensando en la pipa que heredaste de Lucas y en sus maravillosas historias de amor.
De amor y de heroísmo, viejo. Que no es la misma cosa. Acabo de soñarles una carta
conjunta a Ma-Sa y a la nena, y al rato ya me largo con esta. Parece broma, pero por
ahora es la única manera que tengo de escribirles. Mirándolo al derecho -supongo que
porque me nació así- el dicho doble dice: Hay que creer para sobrevivir. La otra
versión a elegir sería, lógicamente: Hay que sobrevivir para creer. Prefiero la primera.
No sé, está tan jodida la cosa que ni siquiera mentalmente te puedo contar lo que me
pasó en París después que asesinaron a Sinclair -o lo que me puede pasar en cualquier
momento. No te quiero intrigar por gusto, y es muy posible que dentro de unos días te
pida que empieces a juntar plata para mandarme el pasaje de vuelta. A esta altura del
partido estoy casi seguro de que yo nunca voy a llegar a juntarla solo. También es
posible que siga siendo un malcriado de suburbio residencial, pero siento que cada día
que pasa se me rompe algo por adentro. El problema es que recién voy a poder volver a
casa cuando pague las deudas (no sólo monetarias) que tengo por aquí. Para eso sí me
van a alcanzar los ahorros, supongo. Tengo que subir a París y pagar esas deudas y
volver a mirarle los ojos a la Gárgola: más no puedo decirte. También estoy empezando
a sentir cada vez con más claridad que este viaje es una especie de novela andante
(definición oscuramente robada a Malcolm Lowry, si no me equivoco) imposible de
dejar de vivir hasta el final, como me corresponde. Si no, no soy un escritor. O peor: no
soy un hombre. Te prometo que la próxima carta va pasterizada envasada y PAR
AVION. Pero lo cierto (como dice Walt Whitman entre aquel par de paréntesis
inolvidables) es que estoy a tu lado.

CHAMBRE 22

UNA CHIQUILINA y un muchacho cruzan la rue Monsieur-le-Prince después de haber


salido del hotel Stella a media tarde, el penúltimo sábado de abril. No hacen buena
pareja. El muchacho camina estudiando los declives que le convienen para nivelar el
centímetro que le lleva la infanta: ella parece agriada. Entran al bar-tabac de la esquina
de la esquina de la rue Racine y él saluda nerviosamente al barman y pide dos cervezas.
La chiquilina protesta, aunque sin convicción. El barman trae las copas y ella hunde
encorvadamente su tristeza en el redondel blanco. Cuando sube la cara el muchacho le
borra los bigotes de espuma con el dedo y ella vuelve a sorber sin respirar y a subir la
cabeza bajo el reflujo miel del pelo desgreñado. Al terminar la copa ya se ríe sin parar,
mientras cuenta la historia de una cicatriz que le tatuó la infancia al costado de un ojo.
El muchacho señala los dos demis al barman y se siente juzgado como un corruptor.
Pero al vaciar la segunda cerveza la muchacha desagua palabras desvalidas y entonces
habla él: ella va recibiendo cada palabra como si se saciara. Después saltan de las
banquetas y remontan la rue Monsieur-le-Prince hasta la esquina de la estación del Lux,
se besan lentamente las comisuras de las sonrisas antes de que la infanta desaparezca
para tomar el tren. El muchacho retorna por el atardecer reverdecido y al llegar al hotel
se entrepara a mirar agradecidamente la esquina de la rue Racine donde está el bar-
tabac.

DOS SEMANAS atrás habían vuelto de Beirut y aterrizado en Le Bourget y cruzado


París sin las menores ganas de encerrarse otra vez en el hotel Stella. Abel bajó del taxi y
subió la escalera con la guitarra y la máquina cuestas, olfateando algo como su
sufrimiento empantado en aquella oscuridad. En la gerencia nos atendió el Bigote, con
su pipa y su mueca de saturación. El Cordobés y yo alquilamos juntos una bohardilla
del último piso, y al meternos piafando en la pieza de Pedrito y Colette encontramos un
pulóver y algunos calzoncillos secándose colgados. Colette no estaba, así que nos
fuimos inmediatamente a tratar de reenganchar con el viejo laburo.

En el Bateau nos hicieron honores dignos del despilfarro: el Payaso invitó con dos
botellas de buen vino y nosotros pedimos langostinos y enormes côtes de boeuf untadas
con mostaza. Esa noche pensé que iban a durar poco los ochocientos francos ahorrados
en Beirut. Recién a los tres días recomenzábamos en el Bateau, y volvieron al Stella
empachados y curdas: Colette los esperaba aplaudiendo de contenta en la pieza
embebida por su perfume triste. Ray estaba viviendo en lo del escenógrafo que nos dio
de vivir algunos meses antes a nosotros y le traía la ropa para lavar, contó. Los tres se lo
creímos, y yo la felicité porque ya decía Che boludo igual que una uruguaya -con sus
veintidós años de candor preservado aniñándole los ojos. Pobrecita, pensé cuando nos
despedimos y ella volvió a sentirse casada con el botija. La pieza 22 tenía un juego de
espejos que me hizo rechinar a lo J. Alfred Prufrock: esa noche me soñé una cabeza
desértica y violácea con un absurdo jopo hasta que golpeó Ray después del mediodía,
abrazándome sin ganas en el corredor agrio.

ESA TARDE nos largamos con Ray hasta Fauchon a comprar yerba, con rituales
paradas de ida y vuelta sobre el Pont des Arts y otras en las Tullerías donde de golpe lo
encontré más viejo: su revuelta cabeza colorada tenía trillos de canas que jamás
descubrí en la pieza 9. Se lo dije y se rio con una pose cínica, y yo volví a quererlo
incondicionalmente. Ray contaba el relajo de la bohardilla de la rue Condé donde
Monsieur Amelot seguía dándole techo a los piojosos y lloraron de risa como en los
buenos tiempos. Después Abel habló de la aristocrática boîte de Beirut donde hicieron
capote y del apartamento con balcones al sol incluido en el contrato y del conjunto jean
nuevo que pudo comprarse: habló de los capítulos pulcramente reescritos de su policial,
del Absalom vuelto a releer en diez días y de La educación sentimental ediciones
Bruguera conseguida insólitamente en un drugstore de Hamra. Ray anunció su vuelta al
Brasil apenas le pagaran lo que valía la Pentax, y entonces lo invité a mudarse a nuestra
pieza. Él no me dijo nada.

Se lo volví a plantear cuando nos espejábamos sobre la sombra azul del Pont des Arts
empenachado por una barcaza: Ray se declaró a gusto en la cueva del loco y yo me
entristecí. Esa tarde también cayó Colette a tomar unos mates al hotel y contó que
Sinclair había estado en una clínica y salido peor que antes: ya no le daba bola para
nada al Bigote y se rifaba el giro puntual y mensualmente con la mujer de turno. Había
vuelto a escribir algunos poemas en la clínica, aunque se los dio a leer nada más que al
Papito. Entonces yo desembolsé las dos hojas de una oda obscenamente sombría y se la
mostré a Ray. Era lo único bueno (junto con los dos capítulos reconstruidos) que me
cuajó en un mes. A Ray se le incendió la mirada de verde cuando leyó el final. “Qué
jodido” me dijo como si festejara.

Esa noche cenamos fiambre con vino tinto en la pieza de abajo y el Cordobés y Abel
estuvieron contando la excursión a Baalbek que se perdió Pedrito por quedarse
durmiendo. Ray se borró temprano y Pedrito armó un pucho y Abel cantó las clásicas de
Zitarrosa. Después nosotros volvimos a la 22, y nos tiramos a volar bajo el azul dulzón
de la ventana abierta: yo giraba entre rostros remotos cargados con mi sangre y el
proyecto de una novela corta, hasta que el Cordobés dijo que a fin de mes volvía
Martine de América. Eso me hizo aterrizar. “Qué bien” dije: “Qué bien. ¿Vas a vivir con
ella?”. “¿A vos que te parece?” me preguntó dudando. “Que esa mina te quiere” mentí.

“HAY MADRE un sitio en el mundo que se llama París” empezó a escribir Abel
mentalmente, al rato: “Un sitio muy grande lejano y otra vez grande”. Madre. Mujer
de mi padre. Dentro de pocos días cumplo veintiséis años. Dentro de un mes y pico
cumplo un año en París. Era París, la cosa. Antes de irme a Beirut saqué tu cara del
lambriz porque ya no me sonreía. Había sido una sonrisa ofrecida en la luz de un
verano remoto (remoto para mí, por lo menos) donde seguramente estabas preparada
para verme en la catedral de Sé velando el ataúd de una infanta muerta en el siglo XII
y en el patio andaluz donde Federico esperó la cornada fascista y en una boca de
subterráneo de Madrid consolando a un adolescente sumergido en el miedo a la muerte
que parecía largar burbujas de oro en lugar de palabras y en el banco portuario de una
placita catalana donde me derrumbó la profecía hecha por una cobra de que en la vida
todo se revienta: todo eso era desoladoramente “pintoresco”, digamos. Y yo tenía
traveler-cheques, todavía. Pero después llegué a París, madre. Hay un sitio en el
mundo, de verdad. ¿Para pagar? ¿Para parirse? Cuando me gasté el último traveler ya
había vivido un tiempito en el Saint-Michel y cuando Madame Salvage me expulsó por
ensayar en la chambre ya vivía de la manga, con el trío. ¿Te acordás? Tu hijo, un
mendigo del Titicaca. O disfrazado de eso. ¿Pero no era desoladoramente pintoresco,
todavía? Para mí ya no. Primero: encontrarme con que Ramón estaba de gira con Paul
Simon -cuando recién llegué- ya fue algo muy jodido. Pedrito es macanudo pero es un
pendejo. Y hay que domarlo, Dios: hay que domar a ese padrillo. Para colmo se nos
ocurrió reclutar al Cordobés, y al principio nos largábamos a manguear en cualquier
esquina sin que la gente se parara ni a escucharnos. Hambre física, hubo poca: en
París sobran comedores universitarios donde podés colarte y siempre se pellizca algo
en cualquier lado, además. No me molestó el hambre, de verdad: sobre eso nunca te
mentí. Pero cuando me echaron del Saint-Michel y no nos quedó otra que vivir en la
bohardilla del depto. de un ex-escenógrafo que le sigue dando de comer a los piojosos,
las cosas se jodieron a fondo. No había luz, en la bohardilla. Y tenías que subir y tirarte
a dormir donde pudieras. Generalmente era en el suelo y tapado con la campera.
Estaba prohibido hacer el amor aunque una noche de borrachera general vi por
primera vez ese insufrible ritmo que tiene el coito ajeno cuando el Cordobés se montó a
la cleptómana sin tener la delicadeza de soplar una vela y ya era casi verano y yo me
despertaba tempranísimo pegajoso humillado excitado y asqueado y no podía entender
qué carajo hacía en París y todavía pensaba en Gabi y pensaba Quién soy quién soy
carajo bajo la luz celeste que inundaba casi completamente la bohardilla como si fuera
un fondo de mar con cadáveres yo todavía era virgen de segundo mujer y lo más que
había logrado era arrastrar una noche a una holandesa muy fea a la chambre del
Saint-Michel y cuando le saqué un zapato me dijo que tenías llagas amarillas “allí”.
¿Te das cuenta, mami? Mirá, mami: en la bohardilla se cagaba en un agujero con
puertas de saloon del far-west y se veían las piernas y la jeta del infeliz que no tenía
más remedio que vaciarse a la intemperie. Y algunas madrugadas al escenógrafo -al
espiritualísimo ex-escenógrafo Monsieur Amelot, que de mañana nos dejaba un canasto
de fresas como un mensaje de “El séptimo sello” y se iba a sacar fotos de enamorados
y volvía de nochecita con baguettes y paté y Valpolicella para todo el mundo y
aporreaba una cordeona con sobreactuada pureza y solía besar una mascarilla de
Beethoven poniendo un pico místico y hasta me llegó a regalar su carromato de
escribir y todo cuando volví de Cannes- al espiritualísimo Monsieur Amelot le daba la
viaraza y subía a tratar de violar lo que tuviera a mano fuera mujer o macho y le tenías
que encajar una patada voladora para que se borrara. Nosotros conseguimos unas
pizzerías donde pasábamos el plato a una hora fija y fuimos repechando hasta juntar la
guita para viajar a Cannes y alquilar algo pasable ¿te acordás? Eso te lo conté tal
cual, supongo. Era “apto para madres”. Ahí me prestaron una máquina y pude pasar
en limpio los capítulos de la policial chirle que había empezado a escribir en los
boliches para no reventar o para hacerme el Hemingway, quién sabe. Pero esa es otra
historia sin mayor importancia. Hubo muchas historias, en Cannes. Tuve una
blenorragia, por ejemplo. Y sin haberme acostado con nadie: fue gratis el asunto.
¿Gratis o estás pagando, chiquilín con tonsura? Pero antes de bajar a Cannes hubo
algo más jodido todavía, por supuesto: el golpe. Golpe de Estado en la patria triste y
quince días de huelga y los latinoamericanos y hasta algunos franceses que te
abrazaban por la calle para felicitarte por la resistencia y los artículos venenosos de
“Le Monde” señalaban las hésitations de la central obrera y después el vacío más
perfecto: el no tener ni cartas ni poder escribirlas durante mes y pico y empezar a
verborragiar mentalmente, como ahora. Y al subir a París después de habernos
gastado los ahorros del verano pasando menos de un día en Venecia nos cae el golpe
en Chile, encima. Manifestar un mediodía con los Quilapayún llorando adelante y
escribirles a ustedes aquella pos-data que decía algo así como “Cayó Allende y lo
mataron Pero no pasarán Nunca pasarán Voy a volver para ayudar a demostrarlo”. Al
viejo le debe haber dado un ataque de caspa cuando leyó aquella inconsciencia, me
imagino. Y después el Stella. Hoy te piensa esta carta desde aquí, otra vez. Y fumado,
mamá: fumado de haschich. Tu nene. Desde el glorioso Stella. Aquí vivíamos juntos
cuando conocimos a Ray y nos echaron porque los cueros que remojaba el Cordobés en
la pileta para fabricar bombos provocaron una filtración que inundó el restaurant de
abajo. Ray había caído unos días antes al hotel y pagó lo que debíamos y le pasó la
mano por el lomo al Bigote y fuimos perdonados y alquilamos la chambre 9, juntos.
Esto te lo conté prácticamente sin cortes, ¿no? Sí: era apto para madres, también. En
ese tiempo ya había estado saliendo con Colette aunque jamás pude cruzarle ese foso
de perfume triste que tiene alrededor. Ella se le metió en la cama a Pedrito, de todas
maneras. Pero después aparece Bénédicte (que no sé si volverá a aparecer, lo más
posible es que no venga más) y el Cordobés que me la semisopla y yo que tengo
náuseas. Perpetuas perpetuas perpetuas. Hasta que me doy cuenta que hay que parir la
llamarada. Como los tragafuegos. Y punto. Pienso volver lo más pronto posible al
Uruguay, a seguir militando como me corresponde. Pero hay algo que falta, todavía
(además de la guita para el pasaje). No sé bien lo que es. En un sitio muy lejano y muy
grande y otra vez grande sólo que al oírme no te queda otra cosa que almorzar y dejar
que tus ojos mortales desciendan suavemente por mis brazos. Hijo: ¿cómo estás viejo?
Son cosas, madre: he-a-quí-a-tu-hi-jo.

EL VIERNES de tarde me visitó el Cosmósfero acompañado por su nueva adquisición:


una vetusta cantante de jazz que conoció en la cueva del negro Batalla. Yo me irrité
porque ya estaba a punto de mandarme una siesta, pero los invité a sentarse en la otra
cama y ensillé el mate con serenidad. Al rato me di cuenta que fue Mademoiselle Mich
la que adquirió al Cosmósfero en la boîte Favela. La mujer era baja y estaba entablillada
por un vestido verde escotadísimo, de los tiempos del boogie. Debió haber sido
hermosa, pensó Abel calculándole poco más de cincuenta: usaba un chaquetón de
astrakán percudido y una peluca color zanahoria.

“Mire lo que tenemos al lado del lavatorio, don Cosmos” anuncié señalándole el rincón
del piano: “A ver si me lo prueba”. “Oh la la” chilló Mich dando un par de palmadas.
Los dos se levantaron, y el Cosmos espantó unas cuantas cucarachas al levantar la tapa
y atrincherar su estampa de mosquetero gordo. Ella quedó acodada en posición
cantabile. Después de unos teclazos el Cosmos declaró que el instrumento estaba
devastado por una desafinación menos proteica que catalizadora, y empezó a improvisar
maravillosamente. Levantaba sus ojos volados por el jazz hacia la mujer vieja que tenía
la mirada clavada sobre el Valpolicella comprado a medias con el Cordobés en el
drugstore de Odéon. Adiós mi despilfarro, pensé.

Diez minutos más tarde ella le tanteó el lomo al apenas empezado botellón de dos litros
y no hubo más remedio que ofrecerle una taza. Ray llegó justo para el espectáculo, y su
mirada verde se rejuveneció con el naufragio ajeno. Abel volvió a otorgarle su
complicidad. Entonces Ray amenazó quedarse alguna de esas noches. Terminaron el
vino con el acople eufórico del Cordobés, que entró anunciando carta de Martine y les
tradujo algunas de las empalagosas efusiones de amor garabateadas por la cleptómana.
“Llega el domingo” rubricó emocionado al ensobrar la carta. Yo pensé en conseguir una
pieza más chica para mí solo, aunque me daba cuenta que prefería seguir alquilando la
22 con Ray.

De repente el Cosmófero hizo explotar el teclado, derrumbándose de codos. La mujer


había estado fumando y llenándose la taza con callada insolencia mientras oscurecía,
pero entonces habló. Sustituyó el free-jazz por un par de episodios de la ocupación nazi:
la extracción de una esquirla de su pierna derecha con un cuchillo al rojo (y con scotch
puro como desinfectante) y un almuerzo de ratas, hasta que el mosquetero lloró
sísmicamente arriba del teclado. Al terminar de hablar Mich empalmó el astrakán y
convenció al Cosmósfero de ir a tomar el fresco. Nosotros colocamos un colchón en el
suelo para Ray y bajamos a comprar un pollo asado al Boul. Cenaron en la pieza de
Pedrito, y Ray participó solemnemente el noviazgo de don Cosmos. Colette no conocía
la historia: se atoró de la risa y al final preguntó la edad del mosquetero. “Menos de
treinta” tuvo que volver a contar el Cordobés con sobreactuada compasión: “Es menor
que mi hermano. Vivía en Calamuchita y era el mejor pianista de jazz de la Argentina.
Se casó con mi prima. Mi prima se murió a los seis meses de casados ahogada en la
bañera por las emanaciones de un calentador. Cada vez que lo internan dicen que va a
curarse. Acá lo dejan mucho tiempo suelto y parece que estuviera mejor, pero desde que
está en París se le dio por creer que mi prima murió por culpa de los nazis”.

EL SÁBADO de mañana llamé por teléfono a la casa del inspector Bugeia y me


contestó él mismo: “Ça va Maigret” le retruqué enseguida de su flemático “Ça va
Marlowe”. Me propuso recomenzar las clases de guitarra ese mediodía mismo y acepté
encantadísimo. Abel fue en métro hasta la Porte d’Orleans y se paró a fumar frente al
café de siempre, hasta que el Inspector estacionó su coche para invitarlo con un apéritif.
Bugeia andaba bien de semblante y de humor, y le comentó un caso irresoluto después
de preguntar cómo nos fue en Beirut. Al subirnos al Fiat conversamos un rato sobre las
elecciones y él no dejó entrever ningún partidarismo. Tampoco le importaba mucho que
hubiera muerto Georges Pompidou ni quién sería el siguiente presidente. Volvió a sacar
el tema de Beirut, y yo le comenté la brutal diferencia que había entre las ruinas de
Byblos y las de Baalbek, acusando a los romanos de imperialistas desequilibrados. Eso
lo hizo reír, aunque después se floreó recordándome que Flaubert acampó enamorado
frente a las seis columnas de Baalbek. Siguió dándome cátedra sobre algunos modismos
y conjugaciones, y al llegar a Meudom-la-Fôret lamentó no poder viajar al oriente o al
África. “Mi padre era pied-noir” me volvió a confesar por cuarta o quinta vez, en un
alarde de honestidad antirracista que sonaba tan cómico como simpático.

Abel volvió a sentirse abrigadamente bien en aquel quinto piso del bâtiment gigante
donde les daba clases de guitarra al Inspector y a su hijo. Madame Bugeia era profesora
de inglés y muy buena cocinera: los sábados que Marc podía tomar clases Abel comía
con ellos, y esa tarde salieron a recorrer el parque. Armaron un picado con algunos
botijas amigos de Patrick, y Abel y el Inspector se trancaron a muerte: terminó seis a
seis. Después Marc me alcanzó de vuelta a Porte d’Orleans. Me pagó los sesenta y yo
bajé al métro medio atracado de asma pero casi contento en el desierto atardecer del
sábado.

LA RENTRÉE en el Bateau salvó un poco la plata. El Payaso les hizo una bulla
impresionante, y estrenamos canciones preparadas de apuro allá en Beirut para poder
apechugar el horario de la boîte. El Payaso contó (con su locuacidad rematadora) cómo
habíamos triunfado de La Grenouille y acaparado la atención de radios y de diarios por
unanimidad. Yo ya estaba entonado. Todavía no me llegaba ni una maldita carta a la
nueva dirección, y eso lo resolví con un rápido ataque a la sangría especial que pagaba
la casa. Después del tercer vaso Abel cantó Bésame mucho con rictus de Lecuona, puso
cara de beatle coreando I’ll be back en versión castellana y agregó una gran máscara de
alegría indestructible a cualquier chacarera guajira cumbia o huayno que les pidiera la
gente. Pero después de hacer un buen primer pasaje y prender un cigarro y sorber otro
vaso como un equilibrista, el mundo me aplastó. Sólo quedó la voz que no me pertenece
repitiendo Lo que hay que hacer es escribir Lo que hay que hacer es escribir Lo que hay
que hacer es escribir Lo que hay que hacer es escribir -como la luminosa pulsación que
socorre a los barcos.
Entonces me miró. Me miró fijo desde la vereda antes de abrir la puerta y apoyarse en la
punta del mostrador humoso para seguir mirándome. Antes de sonreír. El Cordobés me
dijo Ahí está la pendeja y me dejó bajar primero cuerpeando la gruta de aserrín
pisoteado que dejaban las mesas contra el mostrador. Bénédicte besó a Abel con una
fuerza rara, sin chocar las mejillas: me remansó los labios sobre la desnudez del rostro
donde nace la barba. Entonces me di cuenta que me había precisado. Dejé pasar al
Cordobés y ella lo descartó con una mirada brillante antes de saludarlo. Después me
preguntó si nos podíamos ver y Abel dijo Mañana en la chambre 22. “A las tres” dijo
ella volviéndolo a besar. Se fue inmediatamente. Esa noche Abel Rosso orilló la mole
del Panthéon sin poder develar el matiz milagroso que había en la salvación de su
sábado seco.

SAINT-TROPEZ

LA PAREJA de artesanos que los cobijó en Cogolin vivía en una casona impersonal y
gris, como todo el pueblito. La mujer -Claudine- era una tropeziana treintona que había
llegado a dar recitales de folklore andino en Cannes y en Saint-Raphael acompañada por
los mellizos, hasta que se le fue la voz de golpe: lo contaba desnudando sin el menor
pudor una sonrisa cariada donde ya no brillaba ni la autocompasión. Nos recibió vestida
apenas con una bombacha. “¿Así que hablás español?” dijo Pedrito mirándole
agresivamente las enormes tetas vinosas: a ver, decí na-ran-ja”. “Na-jan-ja” dijo la
mujer, y no tuvimos más remedio que reírnos todos juntos. Mili Gastón y la Miguela no
querían saber nada de dormir, pero nosotros nos derrumbamos en unos colchones donde
me desperté al atardecer sin saber ni quién era. Después reconocí las risas de la pieza de
al lado y me puse los pantalones salmodiando el versículo y le pegué un par de patadas
a los colchones de los muchachos. Ninguno reaccionó. Abel siguió aporreando los
colchones hasta que lo insultaron inteligiblemente, y entonces salió más tranquilo a
afrontar la impostergable aventura de localizar un baño. Ni para Don Quijote fue
aventura mear, pensó apantallándose la cara en señal de saludo. Encontró al grupo
recortado sobre un fondo de sol anaranjado que rebrillaba en las miradas y en las tazas
de té. “¿En dónde queda el baño, Mili?” pregunté refregándome los ojos para
conservarlos escondidos. Fui atravesando piezas oscuras y ruinosas mientras sentía
crecer la sensación de que iba a ser imposible soportarme la mirada, otra vez. Pero no
hice la prueba: me lavé y me peiné de espaldas al espejo y volví a terminar de despertar
a los muchachos.

Después tomaron el té, escuchando contar a Mili qué fabuloso almuerzo de pollo con
papas fritas les habían despachado en un restaurant de la ruta. “Te sirven en el auto”
decía la enana fingiendo un entusiasmo liceal: “Mañana los llevamos”. “Siempre que
hoy laburemos. Porque no tenemos un mango” le contestó Abel. “Sí. Ya nos vamos
todos a trabajar” aplaudió la Miguela haciéndole una guiñada a Pedrito, que ni se
inmutó. François y Claudine también vendían artículos de cuero en el puerto, y Abel
tuvo la esperanzada impresión de que aquellos dos náufragos podían estar
verdaderamente acampados al margen del degeneramiento. Vio libros interesantes
-Lovecraft y Bradbury, en su gran mayoría- alineados a lo largo de los zócalos del taller,
y se los elogió a François levantando un pulgar a la romana. El artesano (joven rubio
peludo amable parco y sucio) apenas sonrió.

Hicieron el viaje al puerto deslumbrados por un atardecer que se hundía bajo el peso del
cobalto estrellado: viendo la flotación de la última paleta que se aterciopelaba entre los
yates Abel volvió a rendirse frente a la belleza. Para colmo de bienes, apenas
empezamos a caminar nos encontramos en el Gorille al Ceja y a Isabelle. La muchacha
se acariciaba la barriga con la mirada fija en el manso trasluz que derramaba sobre el
mundo. No me animé ni a saludarla.

Esa noche hicieron capote en el restaurant conseguido en exclusividad y recibieron otra


proposición más importante: agarrar un famoso piano-bar llamado Chez Marlene a
partir del próximo sábado, con un sueldo de base canilla libre y cena. Lo festejaron
como correspondía, aunque también ya fue posible despejar casi cincuenta francos para
el fondo pro-recuperación de los pasaportes en Cannes. Pedrito salió a dar un yiro, y el
Cordobés y yo nos acomodamos en el Gorille a esperar a los artesanos. Cuando el corso
turístico ya empezaba a ralear sobre el empedrado, Abel distinguió un nombre impreso
en la cartelera callejera (en donde se anunciaban los espectáculos de la Citadelle) que le
hizo dar un salto. Me acerqué a confirmarlo y no pude creerlo: Pablo Regusci -el
bisnieto del hermano del legendario Sabino Regusci- daba un concierto de guitarra, el
próximo sábado. Así que terminó por venirse a París, pensó Abel acordándose de los
proyectos de aquel muchacho tan parecido a él con quien habían desenterrado una
secular amistad familiar el verano anterior a su viaje. Y una voracidad de verdadera
compañía le aniñó las facciones hasta que vio venir a Pedrito con un reventado al que
seguramente le acababa de sacar gramos de hasch. “Dios nos cría” dije en broma, y me
volvía a sentar en el café.

CHAMBRE 9

UN MUCHACHO se friega el vientre rabiosamente frente a un lavatorio, murmurando


dos versos de César Vallejo. La luz está prendida a mediodía. En la pieza más grande de
la chambre 9 hay una cama de una plaza y otras de matrimonio, una mesita hecha con
tablas sueltas sobre un armazón un rotoso ropero compartimentado y el lavatorio junto a
la ventana que da al pozo del patio. El muchacho se despertó a las once, calentó agua en
la olla y se cebó unos mates reconcentradamente: después fumó el primer cigarrillo
revisando manuscritos tachados con pulcritud maniática. Cuando se oyeron doce
campanadas empezó a contener arcadas silenciosas. Entonces se paró para darle un tirón
a las cortinas, haciendo que dos de sus compañeros se dieran media vuelta sobre la cama
grande. De la segunda pieza de la chambre emerge al rato un hombre pelirrojo:
encuentra al muchacho enjabonándose el vientre con asco y se sienta a cebar. Los dos
adolescentes dejan la cama grande parsimoniosamente: el más alto se acerca a la mesa y
desgrana un Kent y chamusca una piedra color sopa en cubitos. Sólo el hombre pelirrojo
acepta compartir el cigarrillo de haschich. Después de media hora el muchacho se enoja
y acaba por echarlos: los otros no protestan, aunque demoran una media hora más en
vestirse y peinarse. Al salir de la pieza se cruzan con un mucamito que trae un balde y
un escobillón. El pelirrojo vuelve de apuro por el corredor, mientras el mucamito y el
muchacho disimulan como pueden el mugriento desorden de la pieza: grita Suerte y se
va con su mirada verde inyectada de odio.

AL VOLVER de mezclar unos huevos con jamón y otra jarra de tinto con mi primer
haschich, no me pude dormir. Esa noche me tocaba la cama individual y estuve
releyendo partes de El largo adiós mientras amanecía: fui dos veces al water del
corredor y recién ahí adentro me acordé nebulosamente de Sinclair. Repasé los dibujos y
las palabras sucias de la puerta del cagadero haciendo cábalas pareadas: el primer
objetivo era que hubiera carta familiar puesta en la casilla a las ocho menos cuarto. Abel
volvió a la chambre con un poco de sueño pero se aguantó bien. Entre los recortes de los
recientes goles hechos por Liverpool a Nacional que había pinchados sobre el lambriz,
se agrietaba una foto donde Abel resplandecía abrazado con su hermana y sus padres en
la remota luz del penúltimo verano. La miré un rato largo. Bajé a las ocho menos cuarto
en punto y me encontré al Papito fregando una letrina: nos peseteamos cariñosamente.
Después me agaché en el medio de la escalera y vi cartas brillando en casillas ajenas.
Dormí tres horas pésimas.

Cuando explotó la náusea entre las campanadas de aquel mediodía gris, Abel pensó en
el hígado. Después no pensó más, y se tiró a esperar aguantandp las arcadas con
naturalidad, como si fueran accesos de tos. A las tres menos cinco golpearon a la puerta:
Bénédicte me saludó besándome a la francesa y se frenó a los pocos pasos de entrar,
estudiando la pieza como si fuera el círculo dantesco de los sátiros. “¿Los demás?”
preguntó. Puse cara de sátiro y dije que no estaban. Pero no tengas miedo -volví a
pensar, perdiéndola de entrada. Sin embargo cumplí con los ritos machistas de tratar de
besarla en la boca, mientras le preguntaba si le gustaba hacer el amor. “Sí” me dijo:
“J’aime bien” apoyándome apenas la sonrisa en la cara. Entonces preparé un mate y no
hice más comedia y me senté en la cama de enfrente a conversar en paz. Abel no
entendió nunca con qué clase de adoración se enamoró de golpe, aunque sí la estrategia
infantil del emputecimiento que fingía la muchacha. Bénédicte era flaca y tenía
proporciones de madonna italiana en la exageración exacta de la boca, los pómulos y la
nariz: sólo el reflujo miel del pelo desgreñado le afrancesaba el norte de la cara, donde
los breves ojos castaños rebrillaban crecían o se hundían opacándose intermitentemente.
Lo demás no me importa, pensó Abel sin fijarse en el cuerpo de garza que la infanta
plegaba sobre la colcha roja.

Cuando bajamos a la calle eran más de las seis, y en la última escalera nos cruzamos
con Ray. Ray galeró una tierna payasada como saludo para la chiquilina. A mí me miró
fijo. Bénédicte iba a visitar al padre (que vivía en Le Marais) y bajamos por la
Monsieur-le-Prince hasta las escaleras del passage Dubois. Nos despedimos en la
esquina de la rue de l’École de Médecine. Ella quedó en llamarme y corrió por la noche
hasta el túnel de Odéon. Abel volvió al hotel con un hambre de locos: entró primero al
bar-tabac y liquidó unos huevos con jamón y una jarra de tinto sin problemas de
estómago. En la gerencia del Stella recibió lujuriosas felicitaciones de parte del Papito.
Subió a la chambre y encontró a Ray y al Cordobés terminando de instalar un tocadiscos
prestado por Monsieur Amelot: ninguno me preguntó nada. Ya se habrán dado cuenta de
que la cama estaba demasiado bien hecha, pensó Abel descifrando la contracarátula de
un disco de Pink Floyd. Ray me mostró al pasar un proyecto de gárgola que me gustó
muchísimo: se lo dije y hablamos de Yepes, de la función del hueco y de la irradiación
desde adentro hacia afuera que agarraba el Balzac de Rodin.

Después cayó Pedrito. Armó un petardo y anunció que se habían decidido a alquilar una
pieza con Colette en el piso de abajo. “¿Y a usted cómo le fue con la minita, abuelo?”
preguntó. Yo le dije que bien. Ray siguió retocando el proyecto sin subir la cabeza y
Abel chupó el petardo por segunda vez. El Cordobés había puesto un long-play de
música hecha con sintetizador que me cerró los ojos y me voló por las ramblas del cielo:
iba en el auto sport de la felicidad jolivudesca. Cuando terminó el disco hubo que
aterrizar y aprontarse de apuro porque ya eran las ocho menos cuarto. El camino que
hacían hacia el Bateu torcía por Vaugirard para cruzar el Boul y la place de la Sorbonne
y seguir por Cujas y Clovis y Descartes. En la terma ventosa de un respiradero de métro
que esquinaba el Panthéon (frente al caserón célebre donde vivió Erasmo de Rotterdam)
ya dormía una pareja de clochards bajo el frío acalambrante.

ESA NOCHE sufrimos como nunca las consecuencias de la crisis del petróleo que
descalabró a Francia durante aquel invierno del 74. Fue un sábado malísimo: salimos a
19 francos por cabeza que alcanzaban apenas para pagar el hotel y almorzar unos
sandwichs caseros y comprar cigarrillos. El Bateau cerró temprano, y a Pedrito de le
ocurrió bajar por la bruma de la Mouffetard para buscar trabajo en una boîte regenteada
por un distribuidor de haschich de apellido Batalla. Era un negro esquelético que
cantaba las bossas entoldado por un chambergo blanco del tamaño de un plato volador.
Le había puesto Favela al sucucho, y declaraba aparatosamente ser nacido en Bahía.
Cuando Ray fue a Favela dos o tres días después sentenció que aquel negro era más
angolano que un cocodrilo del Kunene -aunque Batalla siempre se agenciaba brasileros
auténticos que hacían la percusión y los coros con yeito.

Abel supo enseguida que no iba a haber trabajo para ellos en aquel cuchitril: era una
tapadera típica de vendedor de droga adonde no iba nadie que no comprara droga. Y
punto. De repente al Cosmósfero se lo podría enganchar, pensó descubriendo un piano
atrás de la tarima. Batalla les pidió que cantaran a prueba y les pagó un gin-tonic
desprensivamente, como hacen los gerentes chupadores de shows. Cantamos tres
cuartos de hora frente a diez reventados que consumían sus cocteles con las botas arriba
de la mesa. Nadie los aplaudió. El negro nos felicitó con miopía sobradora detrás del
vidrio azul de sus lentes ahumados y prometió llamarnos cuando ampliaran la boîte.

Volvimos al hotel encorvados y roncos y puteando a pedrito encarnizadamente con el


Cordobés: el degenerado había aprovechado el rebote para sacarle al negro unos gramos
de hasch, y se borró a quemarlos sin el menor remordimiento al hotel de Colette. Al
entrar a la chambre nos encontramos visitantes ilustres, para gloria de Ray. Abel estaba
histérico y no les dio pelota ni a Sinclair ni al Cosmósfero, hasta que el ugandés
encrucijó al de Córdoba preguntándole a boca de jarro: “¿Jerusalén o Atenas?”.
Entonces ya no tuve más remedio que sentarme a escuchar el discurso de réplica de
Sinclair al Cosmósfero, que se había pronunciado por Atenas desanimadamente. Sinclair
parecía mucho más lúcido que la noche anterior (aunque estaba vestido con los mismos
harapos) y atacaba furioso a Spinoza y a Hegel, masticando puñados de yerba Napoleón
como si fueran pororó.

“Se dejaron joder por el Renacimiento” decía en un francés híbrido: “Por la vieja
serpiente. No entendieron que Sócrates nunca dejó de ser el caballero de la resignación.
Ni entendieron que cuando Don Quijote se bajó del caballo renunció a la princesa: sólo
para morir”. Ray me hizo una guiñada, y Abel miró al Cosmósfero encogido en el suelo:
parecía un mosquetero traspasado. “¿Será que Sören Kierkegaard no comprendió jamás
los milagros subterráneos?” siguió Sinclair sentándose en la cama grande: “La estrategia
de Dios: Él hace lo imposible sólo bajo la máscara de lo posible. Y eso le otorga al
hombre la sobre-naturalidad. No, padre Job: yo no me rendiré jamás a la filosofía
especulativa. Yo me arrodillo frente a la visión que sobrevive al triunfo del demonio:
porque la luz no le será devuelta a quien no encuentre la repetición del poder de la
infancia, cuando mirábamos una cruz negra y veíamos la verdad brillando adentro de
ella. La ciencia física cree en las señales. Y nosotros las creamos. Creer o reventar”.
Sinclair se levantó desorbitadamente y corrió hacia la puerta. “Soy el cielo de Auvers”
gritó llorando mocos: “La serpiente no pudo contra Jerusalén. El amor resucita”. Y se
fue de la pieza.

AL FINAL tuvimos que levantar al Cosmósfero entre Ray y yo, para desbarrancarlo en
la cama individual desocupada por Pedrito. Nos costó un disparate. El mosquetero
estaba desmayado en posición fetal y Ray saltó a la cama mientras yo le agarraba los
pies elefantiásicos. Tenía una jedentina proporcional a su peso, aunque cuando logramos
colocarlo a la altura del colchón pareció alivianarse. Ray destrancó los brazos y saltó de
la cama y esperó que cayera sobre la colcha roja. Entonces vi el prodigio. Abel vio
levitar la mirada entreabierta del elefante herido galopando hacia atrás por los campos
de Córdoba: su cuerpazo flotó durante un tiempo inmóvil en aquel corredor de eternidad
hasta que aterrizó sobre una cucaracha que cruzaba la almohada. “La cruz negra es de
oro” silabeó suavemente. Y después se durmió. Ray se encorvó para agarrar los
cigarrillos y se metió en su pieza sin decir una palabra. El Cordobés roncaba contra la
pared de la cama de matrimonio donde me tocaba dormir, y me puse el piyama y viché
unos capítulos semicorregidos sin poder concentrarme. Entonces fui a ver a Ray.

Lo encontré con los brazos abajo de la nuca, tapado hasta el pescuezo y torciendo los
ojos relampagueantemente hacia las dos paredes. Abel lo consultó sobre algunos
detalles de la policial, y el otro retornó de la desesperanza como expulsando extensiones
de mar bocabajo en la arena. Abel iba dragándolo con desinteresada devoción infantil,
compartiendo los túneles que van hacia el tesoro que un artista jamás debe buscar con
otro. Porque Ray escarbó de repente en un bolso y se decidió a mostrar más de veinte
proyectos escultóricos, y Abel pensó que verdaderamente tenía garra de artista. Lo
pensó y se lo dijo. Entonces empezamos a improvisar a dos voces un ensueño
completamente en joda: Ray exponía sus gárgolas en la peor galería de París y un día
entraba Cortázar casualmente imantado y las compraba todas y Ray se hacía famoso y
me lo presentaba y Cortázar leía mi policial y la hacía publicar en Seix Barral.
“Yo te hago la portada: te dibujo una chimère con una automática piripichada en la jeta
del bicho” dijo Ray: “Y un día Cortázar nos invita a cenar y vos le hablás de Onetti y yo
miro las chimères y digo: ¿Saben che -soñadores de pescaditos rojos- que se pueden
meter en el culo estos diablos que hice para embicharlos con mi vida de mierda?”. Abel
se rio sin ganas. Ray manoteó un Gauloise y habló con entusiasmo del proceso infernal
de adaptación al mundo que acaba en la locura, riéndose del discurso que se mandó
Sinclair frente al Cosmósfero despanzurrado. “Yo nunca leí a Kierkegaard ni entendí
demasiado lo que dijo este loco” dijo Abel levantándose para agarrar un mazo de fotos
que había arriba de la mesa de luz: “Pero por lo menos me hizo dar cuenta de que
siempre fui medio hincha de Jerusalén”. “Yo me cago en Atenas y en Jerusalén” dijo
Ray sin reírse.

“Che: te pasaste con estas fotos” comentó Abel para cambiar de tema: “Cuando las
mande a casa van a quedar enloquecidos. Ahora hay que ver cómo salieron las del
Evangelio”. Nos callamos un rato. Yo miraba la Pentax brillar leonadamente bajo la
portátil y las fotos que Ray me sacó aquel otoño mientras pensaba en los milagros
subterráneos de los que habló Sinclair. Justo entonces el otro preguntó ¿Qué fue lo que
pasó al final con la pendeja che? y Abel prendió un Gauloise y lo apoyó temblando en la
Pentax. No se dio dónde lo apoyaba porque la sola invocación de Bénédicte Froissart lo
volvió a enamorar de la madre de Cristo, irrazonablemente. “Es una criatura” dijo con
timidez: “Quise hacer algo pero no se puede. Me va a llamar para venir de nuevo. Si es
que llama, no sé”. Ray no hizo comentarios. “Che ¿y vos por qué no empezás con
alguna escultura y te largás del todo?” dije para embalarlo: “Material se consigue”.
“Voy a ver” dijo Ray. Y fue en ese momento que se olió el agujero que hizo el Gauloise
de Abel en la Pentax del otro. “Puta que lo parió. Perdoná” dijo Abel: “Te la quemé
apenitas”. Y aplasté el cigarrillo y me puse a frotar el brillo chamuscado de la cuerina de
la Pentax. Ray muequeó sin hablar. Pero cuando crucé desconcertadamente la puerta de
la pieza me murmuró en la espalda: “Estoy acostumbrándome”.

ME DORMÍ molestado. La cama de matrimonio tenía como una especie de colchón a


dos aguas que hacía que el Cordobés se me cayera encima a cada rato. Tuve que
pasarme toda la noche pegándole furiosas patadas espasmódicas para hacerlo rodar
hacia su lado: él era más cobarde dormido que despierto, y ni las retrucaba. Abel durmió
hasta tarde, amparado por la seguridad de que no podía haber carta los domingos. Se
despertó a las doce y estuvieron mateando con el Cosmósfero apaciblemente, y el
mosquetero habló sobre el jazz patafísico de Boris Vian sin acordarse para nada de la
noche anterior. Después cayó el Papito con el escobillón y el balde, aunque muy
excitado como para limpiar en serio: lo que hizo fue esconder el reguero de puchos
abajo de las camas mientras contaba que una de las muchachas de la chambre 14 le
ofreció fornicar por 25 francos siempre que no le besara la cara. Eso me descompuso.
Nadie me vio volver a reprimir la náusea menos mi madre, que en la foto agrietada dejó
dee sonreír casi completamente.

Cuando el Papito terminó de barrer entró Ray a la pieza: estaba en calzoncillos y encajó
la melena color zanahoria bajo el chorro feroz de la canilla. Entonces se peinó
meticulosamente y se acercó al Papito para hacerle cosquillas con nerviosa ternura,
como todos los días. Eso nos hizo reír a todos. El Cordobés salió a buscar envases
vacíos de chucrut para fabricar bombos importados de Salta, y Ray y Abel bajaron a
celebrar el domingo a la rue de la Huchette. No encontramos el circo callejero ni
demasiados jipis acampando en la fuente de la place Saint-Michel. Ya era un invierno
crudo, y optaron por meterse en un restaurant tunecino donde empezaron pidiendo
bricks à l’oeuf hasta desembocar en un cous-cous orgiástico mientras se tomaban un
litro y medio de vino imaginando viajes a Bahía o al Sertón o a Recife para cuando
volvieran de París.

A las tres de la tarde salimos a caminar un rato por los quais. Ray se arreglaba bien con
el impresionante sobretodo azabache que le prestó Pedrito, pero Abel no encontró quién
pudiera coserle resistentemente los botones del gamoulan: tenía que caminar con las
manos plegadas en los bolsillos para frenar el viento. Aquella tarde Ray no planteó la
batalla amistosa que nos trenzaba alrededor de temas tan insignificantes como el de la
pureza humana. Yo compré un Alka-Seltzer por las dudas en el drugstore de Odéon, y
después remontamos la rue Monsiuer-le-Prince bajo la oscuridad de las 16:30. Ray me
prestó la cama para sestear tranquilo mientras en la otra pieza el Cordobés lijaba los
cilindros de chucrut y empapaba unos cueros flatulentos que compraba en la Porte de la
Villette. Al terminar la siesta me encontré con Colette y Pedrito abrazados sobre la cama
grande. Yo la saludé apenas, pero ella me alcanzó delicadamente los libros de Prévert y
de Vian que me había prometido cuando visitábamos juntos los museos menos de un
mes atrás. Pedrito armó de apuro el último petardo.

SAINT-TROPEZ

EN COGOLIN organizaron una fumata redonda. François se quedó preparando


spaghetti, mientras el resto de las almas empezaba a desnudarse lentamente a la orilla
del humo: el Cordobés se desplomó -como siempre- en un vacío total de personalidad y
terminó roncando con la cabeza apoyada en la biblioteca-zócalo. Pedrito hacía oscilar su
lujuria entre las dos mujeres, aunque dejando traslucir una clara preferencia por la enana
con cara de muñeca. Claudine se sacó la blusa y emparejó bastante la partida. Su
problema es tener el corazón tan cariado como emocionantemente emperrado en sonreír,
pensé casi deseándole los pechos. Mili se había ocultado las desproporciones con una
sábana y bailaba imantada menos por la mirada de Pedrito que por el enloquecimiento
del marica. “Este no puede fumar” me rumoreó Gastón: “Ahora nomás le viene la
gaguera. Cuando nos conocimos en España era siempre lo mismo”. La Miguela gimió
durante unos minutos con una especie de jocosa desesperación que lo hacía dar saltitos
ojicerrados, y se arrodilló a llorar. “El mejor momento de mi vida fue cuando tomé la
comunión” dijo resplandeciendo en mansedumbre. “¿Y el peor?” le preguntó Pedrito.
“Cuando murió mi madre” hipó la Miguela. Y se ovilló a dormir en un rincón. “Ah no,
che: el mejor momento de mi vida fue cuando me casé con mi machito” dijo Mili
dejando de bailar: “En cuanto vuelva a Roma lo conquisto de nuevo”. “¿Y el peor?” le
pregunté. “Cuando me saqué un hijo” contestó encapuchándose con la sábana. Gastón
me miró fijo. “Primero vos” le dije.
“Los míos son repugnantes” advirtió el artesano: “El mejor fue cuando me enamoré de
un chiquilín en España -este otoño van a hacer seis años. Yo tenía veinticinco y él
dieciséis. Al poco tiempo de venirse a vivir conmigo se me fue con un viejo. Nunca me
pude volver a enamorar de nadie. Ojalá que él tampoco haya podido: ojalá sea un
putito”. Pedrito se rio fuerte y yo lo hice callar con una seña. “Me siento como un ciego.
Como un sordomudo. Como un paralítico” siguió Gastón acariciando la cabeza de Mili
debajo de la sábana: “Ya no gozo con nadie. Esta mañana en la playa sentí que me
descuartizaban, otra vez. ¿Y vos qué contás, poeta?”. “Yo fui descuartizado hace poco,
también” retrucó Abel, y se plegó a la carcajada general antes de continuar la confesión:
“No exactamente de la misma forma, aunque descuartizado al fin. Pero no quiero hablar
de eso ahora. Yo te diría, más bien -plagiando a un gran poeta peruano que se llamó
César Vallejo- que el peor momento de mi vida no debe haber llegado todavía. Y el
mejor tampoco, lamentablemente. Lo que sí puedo contarte es lo peor que hice en mi
vida: eso puedo contártelo”.

Abel cerró los ojos y se sintió volar por la humareda verde del sótano del mundo. “Yo
también estuve metido en un aborto” dijo agarrándose las manos como para rezar: “Mi
ex-mujer quedó embarazada a propósito porque tenía miedo de viajar a Europa
conmigo. Yo no me puse contento cuando quedó embarazada. No me puse contento”.
“¿Y ella?” preguntó Mili, con una voz horrible. “No hay nada que agregar” le contesté:
“Lo demás no interesa”. Y me escapé hasta el baño y encontré en el espejo los ojos de la
Gárgola brillando adentro mío, otra vez. Entonces me desabroché resignadamente la
ropa y me ovillé en el water frotándome los párpados igual que en la letrina del
Camping du Grand Saule: “Hay que sobrevivir” murmuré haciendo fuerza para cagar la
tenia verde que había vuelto a sucubarme en menos de setenta y dos horas: “Hay que
sobrevivir para creer. Y viceversa, padre. Y así seguir aguantando esta estafa esta trampa
esta culpa esta vida, Gabi: esto que nos tocó sufrir”. Abel iba desengarfiando anillos de
serpiente con un cansancio eterno y una eterna certeza de que todo el amor y todo el
heroísmo caben en esa sobrehumana resistencia que nos hace capaces de durar en el
mundo porque hay que estar aquí, sencillamente. Porque el viaje hay que vivirlo hasta
su verdadero final, pensé haciendo abluciones sin mirarme al espejo.

“¿Resucitaste?” me preguntó Gastón apenas volví al taller. “Si vos lo decís” dije
alzando un pulgar frente al plato de spaghetti que me ofrecía François. La Miguela se
había despertado y revoloteaba alrededor de Mili haciéndole cosquillas con una
virilidad pirotécnica que terminó por excitar a la enana y humillar a Pedrito hasta la
desesperación. “Mili, vení para acá, carajo” gritaba el chiquilín desde la pieza de al
lado: “Vení para acá, carajo”. Pero se enronqueció sin poder evitar el lamentable
orgasmo de la enana entre los zarpazos del marica. Entonces François pasó
calmosamente el pan por el plato y le hizo una seña a Claudine para que fuera a
consolar al despechado. Su mujer obedeció casi corriendo, no sin antes mostrar una
negra sonrisa de agradecimiento. “El mundo está por reventar” comentó el artesano al
rato, enfrascándose en uno de sus libros futuristas. La Miguela se había vuelto a dormir
al lado de Gastón, que también cabeceaba. Yo devoré todos los tallarines de la olla, me
fumé un Peter Stuyvesant pensando en Bénédicte y apoyé la cabeza sobre la biblioteca-
zócalo almohadillada por mi campera. Antes le tuve que pegar un par de patadas al
Cordobés para que se dejara de roncar como un cerdo.

ESE MEDIODÍA abandonamos la casona de Cogolin para instalarnos provisoriamente


(siempre de contrabando, por supuesto) en el camping del Pam beach Club. Los
artesanos nos despidieron dulcificados por esa falsa paz que otorga el degeneramiento
enseguida del sueño, y Mili se empecinó en desayunar pollo con papas fritas. El
restaurant era un galpón rodeado de viñedos y separado de la ruta por una explanada
polvorienta donde atracamos en soledad completa. “Uy Dios” suspiró la Miguela,
después que hicieron los pedidos: “¿Me puse muy loca anoche, Mili? No me acuerdo
nada de lo que pasó”. “Yo sí” ladró Pedrito: “Así que antes de romperte la jeta me voy a
comer al mostrador. Vení que te cuento, Cordobés”. “¿Qué te parece si bajamos nosotros
también?” me preguntó Gastón, con tímida amistad.

En el mostrador nos acodamos separados de los otros (que nos relojeaban de vez en
cuando poniendo cara de vivos) y el artesano preguntó qué era lo que acababa de
pasarme en París. “Alguien quiere matarme” dijo Abel sin hacerse el misterioso: “Ando
con un cuchillo en la valija. Pero es un asunto medio largo y demasiado complicado de
explicar, además. ¿Tomás otra cerveza?”. Entonces terminamos de comer en silencio y
volvimos a la cachila, donde la Miguela se chupaba los dedos mientras contaba que la
noche anterior había enganchado a un pintor holandés que hasta prometió regalarle -al
final del verano- una Pentax nuevita. “Perdoname que te interrumpa, che: ¿pero cuando
tomaste la comunión ya te gustaban los varones?” le preguntó la enana, con un frívolo
asomo de tristeza. “No” dijo la Miguela: “Mi madre nunca me dejó tomar la comunión.
Decía que era de niñas. Y yo vivía soñando con vestirme de ángel y comerme a Jesús”.
“¿Y cuando ella murió?” le preguntó Pedrito. “Mi madre no murió” casi gritó el marica,
dándose vuelta en el asiento delantero con la cara maquillada de grasa: “¿Quién te ha
dicho tal cosa, desalmado?”.

CHAMBRE 22

UN MUCHACHO le hace rápidamente al amor a una muchacha dormida, y cae sobre el


costado emparedado de una cama de matrimonio arrimada a un rincón. Le acaba de
hacer el amor por segunda vez en media hora para reivindicarse del fracaso que tuvo
cuando llegaron al apartamento, pero a ella apenas se le altera el ritmo de la respiración
durante unos momentos y continúa durmiendo boca arriba. Esta vez el muchacho puede
distinguirle las facciones bajo el amanecer: una media sonrisa parece abrirse paso a
través de la caparazón de la muchacha. Afuera está lloviendo. Los únicos cigarrillos que
él encuentra a mano son unos mentolados, pero igual fuma uno atrás de otro hasta
saturarse los bronquios. Está oyendo llover y mirando la cabeza rubia dormida con la
reconcentrada dulzura del que hace mucho tiempo que no vela otro cuerpo. Un par de
horas más tarde suenan voces y pasos en el corredor, y una muchacha desconocida abre
la puerta cerrada con llave que da sobre la cabecera de la cama. Entra escoltada por una
pareja joven, alegremente decidida a despertar a su compañera de apartamento con una
carta en la mano. Cuando descubre al muchacho ocupando su sitio, lo saluda sonriendo
y sacude a la rubia. Los otros dos se sientan a los pies de la cama y también saludan al
muchacho con naturalidad. La rubia se incorpora protestando, pero al ver la carta suelta
un acompasado Oh la la de alegría. Es de su prometido que está en Londres, y la lee en
voz alta y después sigue conversando con los visitantes sobre el curso de anatomía que
van a empezar esa tarde en la facultad. Mientras tanto el muchacho ha tenido que
escaparse de su acorralamiento gateando desnudo sobre la colcha: se viste en un rincón
y se despide con un Salut que le contestan todos menos la muchacha rubia. Después
orina tosiendo enfurecidamente en el water, y sale del edificio dejándose lavar la cara
por la lluvia.

ESE SÁBADO Abel volvió temprano de darles la clase a los Bugeia. Antes de subir al
hotel se gastó los sesenta francos comprando un buen pedazo de gruyère jamón una
baguette algunas aspirinas un cuarto litro de whisky las Poesías de Machado y la
Antología esencial de Neruda ediciones Losada: estaba decidido a quedarse por lo
menos un día en la cama, aunque el Cordobés y Pedrito tuvieran que arreglárselas solos
en el Bateau. El Payaso también va a tirar la bronca pero mala suerte, pensó tosiendo
desenfrenadamente bajo la pegajosidad de la llovizna. Encontré a Ray durmiendo. Me
tragué dos aspirinas empujándolas con whisky y me acosté, previa vichada de iniciación
a la antología. Había almorzado fuerte en lo del Inspector y me dormí enseguida, hasta
que el inconfundible retumbar de las botas de Pedrito me estropeó la siesta. “¿Todavía
están durmiendo, anormales?” dijo sentándose a los pies de mi cama para prender un
petardo. “Yo estuve laburando toda la mañana” retruqué interrumpido por un ataque de
tos que me hizo doler el pecho: “Tuve que irme derecho a dar la clase desde el
apartamento de la mina. Y ahí tampoco dormí”. “Bien nono bien” gritó Pedrito como un
hincha de fútbol: “¿La hizo gozar toda la noche, nono?”. Abel no contestó.

“La que me llevé yo es compañera de clase de la tuya. Van juntas al Bateau a buscar
machos, nomás. ¿Querés?” dijo Pedrito alcanzándome el petardo con el desinterés
fingido de los corruptores. “Estoy muy mal del pecho” me defendí sin la suficiente
energía: “Hoy no voy a poder ni ir al Bateau”. “Dale” porfió el botija: “De esto no
precisás fumar más que unas pitaditas. ¿Así que hoy no laburás? Tendré que laburar
solo, porque el Cordobés va a pasarse encamado todo el día. ¿No te enteraste que llegó
la mina?”. “¿Martine? ¿No llegaba mañana?” preguntó Abel devolviéndole el cigarro,
después de dar una pitada corta. “Llegó a las ocho de la mañana y armó un barullo del
carajo” se oyó la voz de Ray desde abajo de la almohada. “Ya se alquilaron una pieza
juntos” corroboró Pedrito: “Y se oyen unos quejidos que rompen las paredes”. Ray saltó
de la cama y corrió en calzoncillos hasta el lavatorio: se empapó la melena color
zanahoria, se secó y puso a calentar agua en una cacerola. “Cigarrito” pidió frotándose
las manos. Empezamos a matear y terminamos el petardo mientras París ponía su huevo
celeste a contraluz, cruzándome a un verano donde mi adolescencia se abrigó con la
seda materna de la lluvia. Ahora la playa era una curva desierta que se iba cerrando
como una flor carnívora que acariciara mi carne sin desearla. Yo había perdido para
siempre la estación de la música, y un dorado silencio me volvía a transportar desde
aquel espejismo hasta este cielo desanclado de los fondos del sur. Falta el amor, pensé.
Esa tarde Abel Rosso logró redondear el primer borrador de un poema resistente,
olvidándose de los ataques de tos que hacían corcovear la máquina de escribir
encabalgada sobre sus piernas. Después hizo un último esfuerzo y le escribió una carta a
su madre mientras anochecía: Ray y pedrito habían bajado en la mitad del poema, y el
azul de París se volvió abruptamente una intemperie oscura. “Menos mal que está Ray”
escribió Abel sobre el final de la carta: “Es un amigo de verdad. Ahora voy a compartir
la pieza sólo con él, porque el Cordobés se fue a vivir con una mina. Ray está esperando
que le manden un giro del Brasil para poder volver, y mientras tanto yo lo ayudo como
puedo. Con decirte que hasta usa mi campera jean vieja, ahora. Su situación es
bravísima porque aquí es muy difícil encontrar otro trabajo que no sea el de la música.
En fin. Tenemos proyectados hacer un libro con poemas ilustrados para editar allá.
Vamos a ver qué pasa”.

Una tristeza cósmica empezó a derramar en el silencio de la chambre, después que tapé
la máquina: tuve la sensación de que la ciudad era un huevo celeste de paredes remotas
-desamparando el eco / de mi vida escapada / hacia hondos humos húmedos escribí
mentalmente. El efecto del hasch se terminaba y tomé un trago de whisky calculando
los días que habían pasado desde la última visita de Bénédicte. Yo no la iba a llamar, por
supuesto: tenía que venir sola. En eso llegó Ray, cargando un bolso de mano desbordado
por las últimas cosas que había dejado arrumbadas en lo del escenógrafo. Lo invité a
cenar unos sandwichs de jamón y gruyère pero hizo señas de estar lleno. “Un cigarrito
sí” dijo agarrándome un Peter Stuyvesant: “Comí como un caballo. Hoy fue para
morirse, aquello. Amelot compró pollos y Valpolicella porque le cayó un marica de
visita: un pintor holandés que se piensa pasar el verano en Saint-tropez y conoce a
Sinclair también, no sé bien cómo diablos. Pero casi me muero de risa”.

Se tiró en la cama a fumar y Abel tuvo la sensación de que en la pecosa cara mal
afeitada de su amigo empezaban a brillar musgosamente las últimas esperanzas que le
iban quedando. “Podemos aprovechar mi bronquitis paras retocar la trama de la policial
antes de que te vayas” dije cuando terminé de comer: “Y habría que largarse a
compaginar algo del libro, también. Creo que hoy me salió un poema como la gente.
¿Terminaste alguna otra gárgola, vos?”. Ray no me contestó enseguida. “A veces pienso
que no vale la pena terminarlas” murmuró aplastando un cigarrillo contra la pared:
“Pueden llegar a ser algo tan repugnante que no vale la pena terminarlas. Acordate de
aquello que nos leyó Sinclair en la chambre 9”. “Pueden ser repugnantes y ser buenas”
dijo Abel: “No le vas a dar bola a un diccionario de símbolos, vo”. “No me jodas”
retrucó el otro sentándose en la cama y transfigurando el rostro hacia su payasesca
cordialidad habitual: “No me jodas, botija”. Y se mordió los labios como para
hacérselos sangrar.

“Bueno, no hay caso che: nadie me va a pagar lo que sale la Pentax” reflexionó al rato
el riverense: “Y el giro no aparece. Voy a tener que terminar lavando platos, nomás”.
Abel sufrió un ataque tan violento de tos que le dolieron hasta los brazos. “Esta noche
no duermo” profeticé empujando una pastilla de betametasona con un sorbo de whisky.
Después me puse un pulóver y salí al corredor y encontré el water ocupado. Como no
tenía ganas de bajar al segundo piso y vi luz en la chambre de Sinclair (a través de la
puerta entornada) se me ocurrió ir a saludarlo. No nos veíamos desde antes del viaje a
Beirut. Pegué tres golpecitos suaves en el compensado. No me contestó nadie. En ese
momento explotó la cisterna del cagadero haciéndome enderezar y darme vuelta del
susto. Era Sinclair: pareció no reconocerme hasta llegar al lado mío y sonreír
lejanamente. Llevaba puesto el agujereado sweater de siempre debajo de un piyama a
rayas. Me acarició la cabeza y empujó la puerta como invitándome a pasar, pero me
quedé quieto: una rubia platinada que estaba sentada en la cama contando billetes
escondió el rostro relampagueantemente apenas me vio. También alcancé a distinguir
una enorme cruz negra colgada en la cabecera de la cama, antes de escaparme hasta el
water.

Cuando Sinclair golpeó en la chambre 22 diez minutos más tarde, el asma ya había
doblado a Abel sobre la cama en un ángulo aproximado a los 45 grados. “Quiere hablar.
Quiere hablar” suplicó el ugandés igual que la primera noche que lo conocieron. “Pasá y
no hinches más” le gritó Ray, malhumorado por la suspensión de su disciplinada
relectura diaria de cualquier capitulito de El pozo. “Me olvidé de contarte que recién le
di la captura con una mina” jadeó Abel, para animar un poco la cosa. Sinclair apareció
enfundado en el piyama amarillo y negro a rayas, se agachó al lado de la mesa de luz y
agarró yerba para masticar. “Te dije que este también había sido centrofóbal de Peñarol
en el 62” murmuró Ray, sin demasiado entusiasmo: “Mirá los coloretes del piyama”. Yo
no encontraba aire ni para reírme.

“La gran enseñanza está en demostrar el crecimiento de la inteligencia mirando


derecho al corazón y actuando desde allí, está en la enamorada observación de la
gente que crece, está en encontrar la paz, en sentirse feliz en la equidad perfecta”
predicó el ugandés mamejando un español notablemente mejorado: “Me lo aprendí el
mes pasado en la clínica. Está al principio de la traducción del Ta Hsio hecha por
Ezra-”. “Ma qué en la clínica” lo interrumpió Ray: “¿No te acordás que ya nos estuviste
torturando con eso y no sé con cuántas otras porquerías hasta que nos enloqueciste, allá
en la chambre 9?”.

Sinclair se puso a rumiar otro puñadito de yerba sin contestarle. “Sí. Tiene razón Ray”
intervino Abel: “Y a propósito de Confucio y de Kierkegaard hay una cosa que nunca
pude preguntarte, ugandés: ¿Confucio era un caballero de la fe o un caballero de la
resignación?”. “Era un caballero, hijo. Y eso ya es suficiente” me contestó Sinclair con
la mirada húmeda. “¿Yo soy un caballero?” preguntó Ray aparentando un desinterés
burlón. “Si puedes hablar con un hombre y no le hablas perderás un hombre” dijo
Sinclair al rato, con los ojos semicerrados: “Pero si hablar con un hombre no sirve para
nada y le hablas, perderás tus palabras. Un hombre sabio no pierde hombres ni
palabras. Lun Yu. 15/7”. Ray manoteó un Peter Stuyvesant y lo prendió temblando.
“¿Ah sí” se rio: “Qué bien. ¿Y este botija es un caballero, che?”. El ugandés hizo una
mueca triste mientras se tragaba la yerba y sentenció sin mirarme: “Un hombre no
puede ser un caballero hasta que no pierde su inocencia, hijo”. Y se fue trabajosamente
de la chambre.

Yo me quedé acordándome de un diálogo muy gracioso que hay entre Hemingway y


Ford Madox Ford en París era una fiesta a propósito de los caballeros, pero no dije
nada: Ray había vuelto a su relectura diaria de Onetti con los ojos inyectados. “Qué
ugandés rompedor” atiné a murmurar, hojeando la antología. Aquel era el primer ataque
verdadero de asma que me encepaba desde la niñez, y hubo un momento en que me
sentí un pescado aleteando en la orilla. No estaba leyendo con mucha atención, pero al
doblar la página 222 y encontrar el final de Lautréamont reconquistado quedé duro del
susto. “Escuchá esto, loco” jadeó Abel: “Escuchá estos versitos: era sólo la muerte de
París que llegaba / a preguntar por el indómito uruguayo, / por el niño feroz que quería
volver / que quería sonreír hacia Montevideo, / era sólo la muerte que venía a buscarlo.
¿La estaré por quedar?”. Ray torció la mirada rojiza hacia la mesa de luz, prendió otro
Peter Stuyvesant y no me contestó.

HABÍAN PASADO casi veinte días desde la última visita de Bénédicte, y Abel ya
estaba sano -y trabajando con bastante entusiasmo en la reconstrucción de la novela- la
tarde que ella volvió a aparecer, perfumada y con aros y sandalias vistosas. La
chiquilina le propuso enseguida salir a tomar cerveza como dos sábados atrás: bajamos
por la Monsieur-le-Prince completamente empastichada con propaganda electoral, hasta
terminar sentados en la terraza de un boliche del Boulevard Saint-Germain. Abel miró a
la nena recortada contra la brumosa magia primaveral y agradeció en silencio toda
implacable chance de felicidad otorgada a los hombres capaces de soportarse a solas.
Bénédicte vació el primer demi casi sin respirar y sonrió con los dientes tristemente
desnudos, antes de hacerme señas para que yo pidiera el otro. “Ayer salimos con
amigos” dijo de golpe, poniéndose colorada: “Y estuvimos hablando del hombre de mi
vida. Yo les dije que a lo mejor podías ser vos”. La insinuación fue tan cómica y
maravillosa a la vez, que Abel apenas pudo sonreír mirando hacia otro lado. Por la
vereda se venían acercando Pedrito Colette el Cordobés y Martine, y los saludé
levantando un brazo como para espantarlos. No llegaron a romper el embrujo, pero
Bénédicte dejó por la mitad el segundo demi. “Vamos a caminar” me pidió sin permitir
que yo pagara todo.

Hicimos un recorrido caprichoso hacia La Contrescarpe, y ella quiso pasar por el Bateau
(que a esa hora todavía no estaba abierto al público) y se detuvo a mirarse en el espejo
de la puerta vidriera. Permaneció un momento descubriéndose disfrazada de mujer, con
los ojos achicados por el alcohol y un asombro indefenso y parpadeante. “Te dije
aquella noche que yo no era linda” murmuró. Abel distinguió a Amed saludándolos con
una cuchilla en alto desde el fondo del mostrador, y levantó su brazo y agarró a la
muchacha para llevársela de aquel espejo. “Antes de que mis padres se divorciaran ya
veníamos a comer aquí, cuando subíamos a París. Yo tenía seis años” contó Bénédicte
mientras caminaban hacia la Mouffetard. Se paró en una esquina de la place de la
Contrescarpe y su mirada se insoló con el oro horizontal filtrado entre los caserones
blancos. “Vamos a tomar otra” desafió: “Pero el amor no existe”. Yo le empujé la
cintura hacia adentro de un boliche y pedí dos cervezas.

“Mis hermanos también son divorciados” gorgoteó la muchacha al rato, casi mordiendo
el filo del demi: “Mis tíos también. Mis vecinos también.” “Yo también” dijo Abel, y le
subió el mentón para limpiarle los bigotes de espuma con el dedo. Entonces fabriqué la
misma morisqueta que le acarició el alma la noche que nos conocimos, y eso la hizo
tentarse y terminar riéndose a carcajadas. Esta vez no necesité palabras para resucitarla.
(¿O para enamorarla? podría haberme preguntando estudiando sin el menor deseo el
radiante perfil de la chiquilina. ¿Enamorarla de quién, de qué? No sé: pero aquí estoy
creyendo, podría haberme contestado mientras caminábamos hasta la estación del Lux
remontando la rue de L’Estrapade bajo el último sol.) “Abel, va a ser mejor que nos
veamos más a menudo” sugirió Bénédicte en el momento de despedirse -o por lo menos
eso fue lo que yo le entendí. “Sí” dije: “Sí. Es mejor”. Y la miré perderse corriendo
entre el gentío de la escalera subterránea sin mirar hacia atrás.

AQUELLA NOCHE salimos lo más temprano posible del Bateau para cantar a prueba
en una taberna española que se llamaba La Reja y quedaba en la rue de la Cossonnerie
-una casi desconocida callecita de 50 metros ubicada entre el Boulevard Sébastopol y la
rue Saint-Denis, a la altura de la gigantesca excavación que sustituía por el momento al
mercado de Les Halles. En la taberna ya trabajaba un trío integrado por tres
guatemaltecos enanos y un gitano francés tocaor y bailaor de flamenco. Cantamos cerca
de una hora -hasta terminar casi completamente roncos- y los gallegos se quedaron
contentos: nos ofrecieron sueldo fijo y canilla libre, además de las propinas que dejaran
los gigos y las yiras de la rue Saint-Denis o los embajadores atraídos por el
pintoresquismo de aquel bodegón híbrido que Le Nouvel Observateur llegó calificar
como “un lugar auténtico”.

Abel se había acodado solitariamente en el mostrador para tomar su tercer cubalibre


recordando la peregrinación con Bénédicte, cuando Pepillo (el mozo) puso un disco
donde una voz antigua de mujer levantaba sus penas a la Virgen. Entonces escucharon
cantar a un enorme ovejero -propiedad del patrón y artista exclusivamente reservado
para los conocidos de la casa- bautizado el Poeta. No era aullido: era un gemido
melódico con varias notas nítidas que se ceñían al vuelo doloroso. Sólo aquel aire -Oye,
Nuestra Señora- hacía cantar al perro, le explicó el mozo a Abel con domesticado
cariño. Y en el filo del alba el Poeta clarinaba.

SAINT-TROPEZ

TRES MÚSICOS salen de trabajar en Chez Marlene antes de amanecer, acompañados


por dos tropezianas todavía juveniles. Los dos músicos adolescentes y sus respectivas
mujeres invitan al guitarrista -un hombre semicalvo- a quedarse a dormir con ellos en
Saint-Tropez: eso le evitará tener que esperar sentado en el puerto hasta las ocho de la
mañana a que llegue el primer taxi para poder volver al camping. El guitarrista acepta,
entre distraído y hosco. El grupo repecha algunas callejas orinadas por el oro musgoso
de los siglos y sube al segundo piso de una casona compartimentada. Al entrar al
apartamento interrumpen a una pareja que fornicaba estrepitosamente en la oscuridad: la
sombra de la mujer cae de espaldas sobre la sábana y se reubica enseguida en su
cabalgadura, después de saludar con un gruñido. El guitarrista ni siquiera pregunta
dónde va a dormir, pero no puede reprimir un cabezazo de contrariedad cuando otra de
las mujeres le extiende una colchoneta a tientas en un rincón. Entonces el adolescente
más alto se acerca -tropezándose con la cama grande- a murmurar disculpas: le explica
que él no podía adivinar que el apartamento era de una sola pieza. El guitarrista se saca
los zapatos y se sienta a fumar acodado sobre la colchoneta, sin contestarle ni mirarlo.
Ahora la mujer aúlla en la cama grande tratando de sobreactuar agonizantemente un
orgasmo que no llega: el hombre semicalvo ya puede distinguir con total nitidez su
perfil cabalgante recortado en la claridad de la persiana. Mientras tanto, los adolescentes
han empezado a fornicar en los otros rincones y afuera canta un gallo. El guitarrista
aplasta el cigarrillo a medio fumar como dándose cuenta -casi con pavor- de que es
posible que el asma no lo deje dormir. Entonces se concentra moviendo apenas los
labios en posición fetal, hasta que en su mirada emerge la dorada frescura de un
recuerdo todavía húmedo. Canta otro gallo, y el hombre -ya dormido- es el único
habitante de la pieza que respira tranquilo y con felicidad en el rostro.

EL DÍA anterior al concierto de Pablo Regusci ya habían logrado instalarse


definitivamente en Saint-Tropez: los fondos amorralados durante la semana alcanzaron
para levantar los pasaportes del Camping du Grand Saule y comprar una carpa y
asociarse al protocolar Pam beach Club -donde venían durmiendo clandestinos desde la
noche de la fumata redonda en Cogolin. La carpa la compramos el viernes, y el sábado
arrancamos temprano para Cannes en el destartalado ómnibus provinciano que
caracoleaba durante horas entre pueblitos cézannianos antes de llegar a Saint-Raphael.
Tren y taxi mediantes, a la una de la tarde estábamos en Ranchito medio muertos de
hambre y calor y pereza: teníamos que hacer el mismo viaje en sentido contrario sin
perder un minuto para poder seguir trabajando aquella noche en Saint-Tropez.

Mientras el taxímetro bajaba las cinco o seis cuadras que separaban al Pam Beach Club
de la carretera, Abel iba estudiando deslumbradamente la gradación del crepúsculo
sobre los viñedos. Iba pensando en dedicarles un poema, a la vez que paladeaba -con
insondable alivio- la certeza de que el asesino no podía tener acceso a la nueva
dirección.

El hombre de la administración los relojeó como a mendigos del Titicaca, pero ni se


inmutaron. Ya eran casi las siete, y recorrieron lo más rápido posible las diez o doce
cuadras que los separaban de la playa. El primer tramo -una avenida asfaltada de doble
vía que vertebraba el camping- lo chuequeamos sin problemas. Lo que nos reventó fue
la caminata que tuvimos que hacer sobre la arena, entre apretadas filas de carpas donde
sonaban Beatles mezclados con sartenes y el latigueante tremolar de la ropa colgada.
Abel se tropezó con un tiento y cayó pegándole un cabezazo a la máquina de escribir.
Los muchachos siguieron tan campantes y yo quedé caído entre la valija y el bolso,
frotándome autocompasivamente la pelambre. Dos congeladas pupilas teutonas que
asomaron de una carpa sacudida por mi tropezón me obligaron a levantarme: les seguí
el rastro a los muchachos con la mirada fija en el último sol. Tenía las manos y los pies
florecidos de llagas, aunque ya no les prestaba demasiada atención. Ahora estaba
distraído en odiar con fervor aquel útero falso donde debía pagarse el sobreprecio
dantesco de la promiscuidad.

La carpa que habíamos comprado quedaba muy cerca del agua, en un aledaño del
camping no encajonado por pasajes. Eso reconfortaba un poco el panorama. Era un iglú
de 2 por 2 por 2 (y por tanto lo suficientemente alto como para pararse adentro, Pedrito
incluido) montado sobre tubos inflables. Tenía piso y loneta superpuesta, y el sueco que
nos lo vendió dejó un equipo adjunto que constaba de vajilla y garrafa de gas con farol.
Camino a las duchas les hicimos una visita a los artesanos, que habían tenido la
amabilidad de guardarnos los instrumentos en depósito durante la mudanza:
encontramos a Mili y a la Miguela depilándose las cejas, con las caras embadurnadas de
cold-cream.

“Parecés una murguista, loca” dijo Pedrito, haciendo un paso de baile de tablado.
“Cállate majo que hoy tengo cita con el Amadeo que me va a regalar la cámara
fotográfica. Y debo estar guapísima, tú sabes” cacareó la Miguela: “No todos tienen
suerte como yo. Ahí la ves a la Gastona, que en este momento está haciéndose freír la
cabeza en la peluquería para parecer más bonita. Y nada. Y tú que me desprecias”. “Qué
porquería que sos, gallega” comentó Mili terminando de bombear un farol a mantilla:
“Gastón no quiere tipos, vos lo sabés muy bien. Lo que quiere es no parecer una ruina,
por lo menos”. Aquello me dolió de una manera rara. “Callate, enana” retrucó Pedrito:
“Mucho relajarlo, y después te dejás hacer cualquier cosa por este-”. “Mirá, bebé” le
contestó la enana, señalándose el pubis: “Yo con esto hago lo que yo quiero, no lo que
quieren los demás. ¿Y vos?”. Pedrito acusó el golpe y se quedó callado. Entonces el
Cordobés lo agarró paternalmente de un brazo (poniendo cara de revolucionario
perdonavidas) y seguimos chuequeando hacia las duchas. Al pasar por la peluquería
Abel saludó a Gastón desde una ventana: el artesano le ofreció una sonrisa lastimada
aunque reconfortante, debajo del secador que lo hacía parecer una matrona.

Media hora más tarde estaban en camino a la carretera para hacer auto-stop. Abel se
había duchado y vestido más rápido que los otros, y remontaba el repecho con unas
cuadras de ventaja. Al llegar a la ruta tuvo la deprimente sensación de que muy pocos
años antes (en su época beatlera) la idea de estar haciendo esta vida le hubiera parecido
una aventura extraordinaria. El insondable alivio provocado por la certeza de que el
asesino ya no tuviera acceso a su dirección se evaporó de golpe en la oscuridad
-haciéndole recordar que los ojos de la Gárgola también podían brillar adentro suyo,
ahora. Entonces aceptó que en realidad no tenía las más mínimas ganas de encontrar a
Pablo Regusci ni a nadie que pudiera captar su condición ruinosa. Me di cuenta también
-levantando el pulgar para pedirle auxilio a los primeros focos que barrieron la ruta- que
no hay cuchillo guardado en la valija que valga, a la hora de defendernos de nosotros
mismos.

EN LA Citadelle recibí con disimulada satisfacción la noticia de que Pablo recién había
llegado y estaba recluido en la casa del empresario hasta la hora del concierto. El
concierto era a las diez, y le dejé garabateado un jocoso mensaje firmado por Abel
Marlowe (en donde se adjuntaba la dirección de Chez Marlene) con la esperanza de que
no se lo dieran. Aquella noche manguearon hasta el casi total agotamiento para empezar
una campaña urgente pro-recuperación de fondos. En el Gorille se cruzaron con los
mellizos y Abel le preguntó al Ceja cómo andaba Isabelle. Me contestó sonriendo -un
poco sorprendido- que la cosa marchaba bien, aunque ella estaba muy molesta. “Está
podrida” gritó dándose vuelta después de haber arrancado callejón arriba. Entonces hice
señas para mandarle un beso a la muchacha embarazada, sin saber bien por qué: el
mellizo levantó un pulgar a la romana como dando a entender que me había
interpretado.

En Chez Marlene nos esperaban Stephanie y otra tropeziana rubia sin gran pinta de
reventada, aunque con el crispamiento que agarra una preciosa actriz de cuarta que ya
intentó ser algo varias veces. No sé por qué diablos me dio bolilla a mí y no al
Cordobés: posiblemente me vio cara de candidato a misógino y eso la habrá llegado
hasta excitar. Después que hicimos el primer pasaje la patrona nos vino a felicitar por el
debut y posó con nosotros para la prensa local. Esta flaca debe haber sido un avión a
chorro, pensé contemplando la belleza filosa del rostro cuarentón de Marlene. Ella les
preparó un fogosísimo cóctel azul que reservaba -según declaró- para las grandes
ocasiones, y brindó por el arte.

“Mi amor” le pidió a una mujer de pelo platinado que apareció por una puerta interior
del piano-bar: “Vení, que quiero que estos muchachos te conozcan. Muchachos, aquí
tienen nada menos que un poeta un bailarín un músico un coreógrafo y un mago
encerrados dentro de un solo cuerpo. Li Pomeroi: el conjunto Jamaica”. Los siete
oficios de Li Pomeroi habían sido formulados masculinamente, pero ella era una tigresa
inolvidable. “Un ángel” se le escapó a Pedrito mientras la mujer -que habría
sobrepasado apenas los treinta años- caminaba descalza hacia nosotros. Tenía puesta
una túnica hindú transparente como el Mediterráneo y una bombachita turquesa: nada
más. Lo lamentable es que los ángeles no sean fanáticos de ningún sexo, pensó Abel
achicando los ojos para escudriñarle los pechos con mucha más fruición de la que
rebosaba (en lo posible a escondidas, como buen monaco rosso) frente a las tigresas
semidesnudas del camping. “Salut, Jamaica” dijo Li, levantando la copa de cóctel azul
que le alcanzó Marlene. Entonces fue que vi el aterciopelado relumbrar submarino de un
crucifijo colgado al revés, flotándole entre los pezones. En ese momento alguien gritó
mi nombre desde la puerta y casi me hace desparramar el cóctel del susto. Era Pablo
Regusci.

Mi gemelo más viejo, pensó Abel viendo avanzar al hombre de calvicie compacta y
lentes permanentes que había nacido apenas unas semanas antes que él -aunque
pareciera tanto más maduro. Ahora Abel no tuvo demasiado miedo de mostrarle los ojos
a aquel espejo adelantado: hubo una relampagueante congelación del tiempo durante la
cual las almas se reconocieron mientras se consumaba el abrazo carnal. “Qué hacés,
loco” nos murmuramos al unísono, cada uno sobre el hombro (de la misma altura) del
otro. Dejé un momento a Pablo con los muchachos y le fui a preguntar a la patrona si
nos podía mandar preparar algo sólido para dos personas en el restaurant que se
intercomunicaba con Chez Marlene. A los quince minutos nos sirvieron una fragante
fuente de spaghetti bolognesi y un botellón de vino, y nos acomodamos solos en el
fondo del bar. Comimos hablando a borbotones de la dictadura las elecciones
universitarias las respectivas familias y los irreversibles ex-amores.

“Pero te noto muy bien” dije pasando el pan por la fuente, ya bastante borracho. “Ando
bien” dijo Pablo, vaciando su tercera copa y aceptándome un Peter Stuyvesant con
teatral remordimiento. “No tendría que fumar un solo pucho más. Hoy soné como una
heladera y mañana toco en Saint-Raphael”. “¿En qué hotel estás parando allá en París,
bacán?” le pregunté, para torearlo un poco. “No soy ningún bacán, guacho: no soy
ningún bacán. Paro en el Saint-Michel, igual que vos cuando llegaste. (Me lo contó Ma-
Sa: la encontré un día por la calle.) ¿Y vos dónde estás, ahora?”. Yo tuve que prensar los
párpados durante unos segundos para poder contener el empuje de llanto que me
provocó la abrupta invocación de mi hermana. “Estaba en el Stella” contesté, por fin:
“En la rue Monsieur-le-Prince. Muy cerca tuyo, viejo. Lástima que llegaste después que
nos vinimos para el sur”. Entonces Pablo se asustó. “Vamos, che” dijo tratando de
refrescar la piedad con un chiste: “Los detectives no lloran”.

Hubo un hondo silencio mientras yo deshuellaba las dos únicas lágrimas que alcanzaron
a chorrearme. “Lloran” murmuré: “En los libros casi nunca aparece, pero-”. “Entonces
no lo vayas a poner en tu novela, por lo menos” retrucó Pablo, todavía en tren de broma.
“Por ahora no hay novela, hermano” dijo Abel: “Hasta que no se resuelva el caso la
novela se vive, no se escribe. Estaba laburando justamente en una policial allá en París,
pero se me murió. Ahora escribo poemas para no reventar, nomás. Como cuando era
botija”. El otro lo miró fijo y se sirvió más vino. Era demasiado vino para él. “Aunque
te parezca mentira, en el hotel Stella hubo un asesinato” siguió Abel, contorneando con
el cuchillo una nube vinosa que quedó en la servilleta: “Mataron a un amigo. Pero el
caso no es sólo-”. “¿Y a vos quién te mató?” preguntó el guitarrista: “¿Caín?”. Levanté
la mirada: Pablo no hablaba demasiado en broma, ahora. Pero ya estaba prácticamente
borracho. “¿Sabés algo de esos temas?” le pregunté, con un eco de súplica: “¿Sabés
cuántas malditas veces tenés que resucitar para que el diablo te deje tranquilo?”. Pablo
se alzó de hombros, sonriendo con menos tristeza que incredulidad. En ese momento me
llamaron para seguir tocando y mientras caminaba hacia el entrepiso delantero del bar
me di cuenta de que yo también estaba más borracho de lo que pensaba.

Li Pomeroi volvió a aparecer mientras cantábamos y se sentó a fumar un superlong


frente a Pablo Regusci. El guitarrista la miró largamente un par de veces y le vinieron
ganas de tocar: se lo noté en los pies. Cuando terminamos el pasaje lo llamé con un
gesto y él se acercó a las zancadas y tocó Elogio de la danza: la gente se fue
amontonando alrededor con los ojos revueltos por la belleza dominante que producía
aquel hombre. Así voy a escribir, me prometí: Así voy a escribir algún día, si es que
vivo. Li Pomeroi y Marlene se pararon al lado mío con las manos entrelazadas y la
patrona me preguntó en secreto (antes que terminara la obra) quién había compuesto esa
maravilla. “Un cubano” murmuré lo bastante fuerte como para que me oyera la otra:
“Brouwer. Leo Brouwer”. Pero fue recién cuando explotó el aplauso que pude ver los
ojos de la Chimère brillando adentro de Li Pomeroi. Ella no podía verme a mí, por
suerte. Pablo le dio la mano a los muchachos y miró el reloj desorbitadamente y me
empujó hasta la puerta. “Chau, guacho” dijo: “Nos vemos en París. Acordate de mí, y
no le tengas miedo a la partitura (digo la Partitura con mayúscula, por supuesto): el
asunto es domarla. Si la podés domar, vas a ver que es preciosa. Perdoname el divague:
estoy medio mamado. Me voy rajando porque si pierdo el auto del empresario termino
pasando el plato con ustedes”. Entonces me atenazó la cabeza contra la suya para besar
el aire y se escapó corriendo calleja abajo. Yo le hice adiós un par de veces, pero él no
se dio vuelta. Cuando volví a entrar a Chez Marlene me sentía como abrigado por mi
propio futuro.
Ahora Abel tenía ganas de llorar pero no de tristeza, y al pasar por al lado de la Pomeroi
pensó La pauvr’ Lilith -esta vez sin mirarle los pechos ni los ojos. Después me senté a
conversar con la rubia crispada poniendo cara de Bogart, al mismo tiempo que miraba
de pesado al Cordobés -que no podía entender cómo aquel mujerón podía estar
dándome corte. Stephanie (la vampira ya seguramente expulsada por el Diamante) le
succionaba el cuello a Pedrito en otra de las mesas, y Marlene y la Pomeroi había
desaparecido de la escena. Entonces Abel cometió el afortunado error de tomar otra
copa.

“¿Sabés por qué no puedo hacer el amor hasta próximo aviso?” le pregunté de repente a
la rubia crispada. Ella dijo que no, fingiendo divertirse. “Porque soy divorciado y
casado al mismo tiempo ¿entendés?” explicó Abel, con un cinematográfico cigarrillo
apagado en la boca. “No. No entiendo” roncó la mujer, perdiendo la sonrisa. “Es muy
fácil, my lovely” le dije: “Tengo que serle fiel a la muchacha con la que me voy a casar.
Todavía no sé quién es, pero en algún lugar está viviendo. Ahora, en este momento. Y
uno debe mantenerse fiel, aunque no pueda ver. Estoy seguro de que ella también me
espera sin dejarse ensuciar: si no, no sería ella. ¿Entendés o no?”. La actriz de cuarta se
levantó mirándome con más susto que odio y se fue a refugiar contra el zorro de
Córdoba. Yo salí a la vereda a refrescarme un poco el dulcísimo vértigo de la revelación,
como los borrachos de Paco Espínola. Pero resultaron haber dos revelaciones, al final:
una era el dorado recuerdo de mi futuro, y la otra una pareja de palabras -todavía no
identificadas- que tenía que lograr casar a cualquier precio. Al rato supe (ya menos
mareado) que aquellas dos palabras eran un nombre y un apellido. Tiens, la pauvr’ Lilith
Brower: la ex-mujer de Sinclair -murmuré, arrancándome crujidos de los dedos. Y seguí
repitiendo mentalmente el nombre de aquel ángel con ojos de Gárgola mientras
caminábamos hacia el apartamento en donde los muchachos me invitaron a dormir, para
evitarme la molestia de tener que evitar el taxi en la soledad portuaria.

CHAMBRE 9

UN MUCHACHO y un hombre caminan por la rue Guisardes una madrugada de luna,


con los ojos aterciopelados. Estuvieron comiendo ravioles a la caruso en el Sans-
Culottes, un restorancito tapizado por lambrices de cedro que impregnaban las pantallas
las cazuelas y los botellones de una dulzura irreal. El muchacho se cierra su sacón sin
botones y levanta los ojos de alcohol a la luna: ve el trasluz submarino de la niebla
encendida frente a las casas blancas y escoradas y hermosas como buques fantasmas. La
maravilla no abandona sus ojos cuando deben remontar la rue Monsieur-le-Prince
esquivando racimos de excrementos humanos. El hombre pelirrojo se levanta las
solapas del sobretodo negro y acaricia secretamente al muchacho con la mirada: el odio
casi fosforecente de sus ojos se azula. Al llegar al Stella se sientan a fumar en la escalera
y el hombre hace un comentario sobre el conserje del hotel que les provoca un
crescendo de carcajadas que van desenroscando hasta el retorcimiento. Entonces el
muchacho se seca las lágrimas y declara estar curado definitivamente de la náusea:
declara tener hambre de París, otra vez. El alba hace resplandecer los rostros saciados de
los amigos. Al subir la escalera y ver el casillero de la correspondencia el muchacho
profetiza la llegada de algo clave, esa misma mañana. En la chambre encuentran a un
adolescente roncando y el hombre se derrumba vestido en la cama de la pieza
compartimentada. El muchacho fuma otro cigarrillo con el piyama puesto, antes de salir
al corredor. Cuando entreabre la puerta de la letrina encuentra un vómito brutal
desparramado sobre el water. Se da vuelta tapándose los ojos y baja la escalera, en
dirección a la letrina del primer piso. Por el camino se cruza con el diminuto conserje
mauriciano, que lo saluda cargando un balde y un escobillón. El muchacho no puede
retribuirle la sonrisa, pero le acaricia un hombro mientras comprende -sin agacharse ni
siquiera para vichar su casilla postal- que acaba de toparse con el mensaje clave.
Mientras tanto, el hombre pelirrojo se ha encerrado en la pieza más chica de la chambre
9 para garabatear el perfil de una gárgola con ojos asesinos.

LA NÁUSEA volvió a su apogeo, aquel fin de diciembre. Ahora no se necesitaba tanto


como cruzar a contramano el corso de la Mouffetard (y oler los ríos de sangre de cerdo
burbujeando en las alcantarillas tras haber casi contabilizado los rostros de las
muchachas jóvenes que canjearon el halo) para que Abel hiciera arcadas por la calle:
alcanzaba que encontraran algún escolar detenido frente a los quioscos de las esquinas
en donde se mezclaban tarjetas navideñas con postales orgiásticas o revistas con nalgas
entrabiertas en la portada hablándole a la población sobre la crisis económica, y la
náusea se desencadenaba automáticamente.

Bénédicte había vuelto a aparecer a los pocos días de la primera visita, anunciando por
teléfono que iba a traer una amiga. Yo cometí el error de pedirle al Cordobés que se
quedara a darme una mano con la otra chiquilina. La nena se presentó ultrajada por una
frívola boina roja que me hizo reconsiderar seriamente la sentencia de Ray. Hablamos
de pavadas mientras oscurecía, nos divertimos barato tratando de hacerlas tomar mate
amargo y terminamos acompañándolas en pareja hasta la estación del Lux: Bénédicte se
adelantó con el Cordobés, y la otra quinceañaera (inteligente indiferente insípida aunque
de muy buen cuerpo) se resignó a seguir cambiando frasecitas sueltas conmigo. Cuando
volvimos al hotel le dije al Cordobés que se podía quedar con la nena nomás, si llegaban
a caer otra vez. “Son un par de putitas. A mí tanto me da una cosa como la otra” mintió
Abel, sin entrever las consecuencias de aquel doble pecado.

Una semana después casi me había olvidado de la nena -no sin antes meterla con
fórceps en el argumento de la policial y escribirle unos cuantos poemas, hay que
reconocerlo. Era un mediodía oscuro y la náusea me doblaba y decidí pasar la tarde en
la cama. Apenas quedé solo golpearon a la puerta y apareció Bénédicte. El piyama de
Abel era un gigantesco pantalón de franela que le regaló Pedrito, donde podía embutirse
cualquier camisa rota mugrienta o pasada de moda sin que le saliera de noche por la
espalda. Esta vez tenía puesta una camisa estampada de cuello quilométrico que me
había regalado mi ex-mujer en mi penúltimo cumpleaños: la había recuperado unos días
atrás, cuando nos decidimos a hacer una limpieza general de la chambre y encontré
aquel recuerdo soterrado en uno de los basurales que se formaban debajo de las camas.
Bénédicte vino vestida con un conjunto jean de pana azul, y plegó dulcemente su
frivolidad sobre la colcha cuando supo lo de mi histeria hepática.
Abel no pudo comprender hasta muchos años después cómo logró superar ipso facto su
vergüenza por estar casi maloliente y con el pelo sucio: ella tampoco podía comprender
nada, por supuesto. Pero aquella fue la primera vez que pudieron necesitarse en paz y
acampar una tarde a la sombra de la pureza: fueron algunas horas donde ella empezó
por bajar a comprar una sopa instantánea de tomates para preparársela y obligarlo a
tomarse media cacerola y además le cosió definitivamente los botones del gamoulan y
se sentó a los pies de la cama y cantaron If I fell a dúo (tarareando el contrapunto que
Pablo Regusci le había enseñado a Abel el penúltimo verano) y terminó por acceder a
bailar el tema hecho son sintetizador que volvió a transportarme por las ramblas del
cielo hasta estaquearse de golpe y gruñir humillada: “No soy una payasa”.

Entonces me senté en la cama, le alcancé un cigarrillo prendido y sonreí mirándola fijo


como para explicarle que no era sólo ella la que estaba entregándose. Ella ya estaba por
sentarse en la cama de enfrente pero volvió a la mía. “¿Sabés?” me dijo: “Recién
cuando cerré los ojos para bailar me pareció que iba corriendo por el passage Dubois
perseguida por mis compañeros de clase y que había un tipo escondido, esperando para
matarme”. “¿Quién era el tipo, cosita?” le pregunté tratando de agarrarle una mano por
primera vez en toda la tarde. “Vos” contestó, sin dejarse tocar. “No, creo que no eras
vos” se corrigió inmediatamente, con un brillo de crueldad infantil en los ojos
achicados: “Creo que era un milico”. Entonces Abel se hizo explicar cómo se decía
raptar en francés y prometió raptarla y llevarla a Venecia el día menos pensado.
Clausuraron la tarde soñando la fuga en sus detalles más cinematográficos y después
ella salió un momento de la chambre para que yo me vistiera y la acompañara hasta el
Lux, donde nos despedimos besándonos las comisuras de las sonrisas. Al volver al hotel
el Papito me felicitó catapultando sus frenéticas señas fálicas en el aire. Yo agradecí las
felicitaciones (sin intentar rectificarlas en su margen de error) por la sencilla razón de
que correspondían.

LA BATALLA amistosa que sostenían con Ray sufrió un proceso inverso al de la náusea
de Abel: fue algo así como una tregua pre-navideña dulcificada tanto por los festines de
trasnoche celebrados en el recién descubierto Sans-Culottes, como por una bebida
(también recién descubierta) que tomaban a cualquier hora en el bar-tabac de la esquina.
Era una rojiza dulzona y piadosa copita llamada mêle-cass (mitad cassis mitad ron)
incapaz de emborrachar a nadie con algo que no fuera el mágico revoltijo de sus jugos
sentimentales. Entonces podíamos reverenciar la belleza de la mujer del barman sin que
a Ray se le ocurriera soñar en voz alta alguna escena erótica insoportablemente
asquerosa, por ejemplo. O seguir proyectando extraordinarios viajes al Sertón o a Bahía
o a Recife para cuando volviéramos y yo fuera a pasarme alguna temporada a la fazenda
de Ray en Livramento, o la edición bilingüe de un libro de poemas ilustrados que
presentaríamos en Montevideo y en Porto Alegre.

A veces nos tomábamos dos o tres mêle-cass y subíamos a matear mansamente a la


chambre hasta la hora del Bateau, ya fuera con el Cosmósfero (que dejó de visitarnos
bastante tiempo cuando logramos engancharlo como pianista en Favela) o Colette (que
se empezó a integrar con muda timidez, al principio para achicar los atardeceres
solitarios repechados en la pieza donde Pedrito no estaba casi nunca) y el infaltable
Cordobés, remojando sus cueros en el lavatorio y lijando las cajas de chucrut mientras
nos inventaba nuevos episodios de su encarcelamiento por haber puesto el pecho en la
guerrilla peronista.

La tarde que reapareció Sinclair Abel estaba malhumorado, sin un franco para
sentimentalizarse con un mísero mêle-cass y preguntándose si esa anoche entraría gente
al Bateau como para descontar por lo menos el gasto diario del hotel los cigarrillos y la
comida. Nos tenía que tocar a nosotros la crisis del petróleo, pensó haciendo una arcada
y rechazando un mate recién cebado por Ray. “Hoy no estoy para nada” dije dándole
bomba al malhumor no sólo con el recuerdo de la novela temporariamente trancada por
la abrupta inserción argumental de Bénédicte, sino por otra relojeada al bolsón que tenía
que bajar (por riguroso turno) al lavadero automático en menos de dos horas. “Vas a ver
que se vienen buenos tiempos, negro” canturreó el Cordobés, sacudiéndose el aserrín de
los pantalones: “Vas a ver que nos salen las galas de fin de año. Y además Lucio y Hugo
están por firmar contrato para hacer una gira con el Evangelio por casi toda Europa.
¿Qué tal?”. “Bueno” murmuró Ray: “Entonces me podrían colocar por lo menos de
utilero, botijas. Los giros que me están llegando cada vez son más chicos. El día que se
me acaben me voy a hacer clochard. Te juro que me pelo por hacerme clochard”.

Abel no dijo nada. Estaba calculando la desesperante reactivación de fuerzas que le


demandaría cargar con el bolsón hasta la vereda de enfrente, cuando Sinclair entró sin
anunciarse y se sentó a lloriquear en la cama chica. Lo único que traía puesto era una
toalla-taparrabos. Abel pensó en la posibilidad de que hubiesen estado Bénédicte o
Colette en ese momento, y saltó de la bronca. “Puta que lo parió, ugandés de mierda” le
grité en español: “Llorón de mierda. Si venía a joder no vengas en pelotas por lo menos,
carajo”. Sinclair paró de moquear y miró al Cordobés y le alcanzó un papelito que traía
en la mano. “Por el amor de Dios, hermano” rogó en su francés híbrido: “Te pido que la
llames y le digas que fue mi único amor. Acá está apuntado el teléfono. Nada más que
eso, te ruego. De Sinclair a Paloma: que ella fue su único amor”. El Cordobés agarró el
papelito, lo leyó y me miró. “Aquí dice Paloma Picasso, che” dijo medio asustado. “Sí.
Paloma Picasso” corroboró Sinclair, agarrando un puñado de yerba para masticar:
“Decile que estoy viajando por el cielo de Auvers, si te pregunta por mí. Nada más.
Bueno, en todo caso le explicás que -con los debidos respetos- su papá pudo haber sido
un gran pintor pero no llegó a ser ni siquiera un caballero de la resignación. Decile que
no alcanza con provocar milagros subterráneos: cualquier hombre apasionado es capaz
de eso. Aunque no sea un artista. Aunque no tenga fe”.

La mirada de Ray pasó del brillo divertido al relampagueo horrible de la noche que le
quemé la Pentax. Yo sonreí acordándome de un milagro subterráneo que había visto en
Conzieu -un pueblito cercano a Lyon donde viví unos días antes de subir a París-
provocado por un niño que se autoproclamaba heredero de Piccaso. “Bua, voy a tratar
de hablar por teléfono. Igual no pierdo nada, guaso” se decidió el Cordobés, empezando
a cambiarse de ropa. “De paso mandale saludos del príncipe de Gales y del Pepe Sasía”
murmuró Ray, sin gracia. Abel volvió a mirar la grieta de la foto donde se abrazaba con
su hermana y sus padres, y bostezó una arcada. “Oh la la” dijo Sincalir mirándome
neblinosamente: “¿Estás desesperado?”. “Estoy nervioso, nomás” contesté. “Por qué”
insistió Sinclair. “Por todo, che. Por todo. Incluidos los ugandeses rayados” dije
sabiendo que no podía entenderme bien. Él hizo un esfuerzo exagerado para tragar la
yerba y señaló su nuez con una risita estúpida. “Esta es la manzana de Adán, hijo”
explicó manteniendo el mentón levantado: “No terminamos nunca de tragarla. Nunca.
Los caballeros de la resignación se la tienen que tragar cada cinco minutos. Los
caballeros de la fe son capaces de ayunarla durante mucho tiempo”. El Cordobés salió a
hablar por teléfono y Ray me pidió un cigarrillo frotándose las manos. “Esto se pone
bueno” murmuró, con la v del desprecio.

“Pero por lo menos no estás desesperado como la mayoría de los hombres, hijo” siguió
Sinclair, manteniendo la cabeza apuntada hacia el techo: “Estás desesperado con el
corazón. No te olvides jamás de que la mayoría de las personas que viven en tu casa tu
calle tu país tu continente y tu planeta están desesperadas. Aunque no te parezca. Pero
desesperadas sin el corazón: sin esperar ni buscar las señales-”. “Che: ¿este no será
mormón?” trató de hacerme tentar Ray. “Sin embargo, el día que conocí a Kierkegaard
em di cuenta de que su verdadero defecto no era su joroba” empezó a contar Sinclair,
después de un reconcentrado silencio: “Habíamos vuelto a París con mi ex-mujer, a los
pocos día de estrenar en Grecia Jerusalén y Atenas. Mi último triunfo fue aquella ópera-
rock, y me sentía tan eufórico que hasta le escribí a mi amigo Hank Bukowski
anunciándole en broma que iban a terminar por candidatearme al Nobel. Pero después
-de golpe- se murió el hombrecito. Yo le llamaba el hombrecito a un perfil de mi
infancia que me protegía como un escapulario, en aquel estercolero del jet-set donde
vivíamos con Lilith: mi ex-mujer tenía nombre de diablesa y mirada de ángel. Por ella
dejé todo. Antes de volver a París Lilith se empecinó en comprar -con mi oro, por
supuesto- un efebo parecido al que eligió Visconti para filmar su traición a La muerte en
Venecia. Era un actor muy joven, también: supongo que a cualquier alma enferma de
impureza le hubiera resultado imposible no enamorarse de él. Y supongo que nos
enamoramos. También me acuerdo perfectamente de lo que hicimos con él durante
aquellas semanas. Hasta que un día amaneció muerto. Muerto: hermoso y desnudo entre
nosotros dos, estaba el hombrecito. En el hospital dijeron simplemente que le falló el
corazón. Los ojos de Lilith habían dejado de parecerse a los de ángel, en los últimos
tiempos. Entonces me escapé. Creo que la misma tarde que enterramos al chiquilín entré
desesperado al Jeu de Paume -no sé por qué misterio- y me paré frente al cielo de la
Iglesia de Auvers y capté la señal. Era como si Vincent estuviera levantando una
bandera de rescate. Y entré. Fue un viaje corto: Vincent y Kierkegaard estaban
arrodillados frente a una luz azul. Kierkegaard me miró, y entonces me di cuenta de que
su verdadero defecto no era la joroba: su defecto había sido no poder entender la
sobrehumanidad de la gente sencilla. Me arrodillé con ellos. Allí -en la luz azul- estaba
Cristo. Cuando vi la mano que le restituía la oreja a Vincent, supe que Cristo era yo.
Pero Él era yo mismo. ¿Y saben cómo le llaman los psiquiatras a mi resurrección,
hermanos? Esquizofrenia. Así la llaman ellos”.

Sinclair agarró un poco más de yerba y se puso a rumiarla desentendidamente,


observando las fotos de los goles que había pinchadas sobre el lambriz. “Clavado. Ese
es el proceso de adaptación al mundo que yo te explico siempre” me dijo Ray, creyendo
que el ugandés no lo podía entender: “La locura, botija”. “La locura mierda” gritó
Sinclair en un semiespañol, después de haberse retragado la manzana de Adán: “No
precisamos necesariamente salir a andar a caballo por la Mancha para encontrar la
verdad. El amor a la vida y el amor a la gente viven en tu vereda. Aunque no los
conozcas”. “Yo lo que encuentro en la vereda es mierda” me dijo Ray bajito. Esta vez
Abel esquivó -sin saber bien por qué- los ojos de su amigo.

“Vamos que te acompaño, ugandés” sonrió agarrando el bolsón de ropa sucia y frotando
el hombro desnudo de Sinclair: “Andá para tu chambre”. Salimos al pasillo uno detrás
del otro, y al pasar por la letrina me acordé de aquel vómitl brutal que había tenido que
limpiar Faruk unas madrugadas atrás. No hay derecho, pensé. Lo pensé en carne y alma
por primera vez en mi vida, aunque sin entender todavía que aquellas tres simples
palabras podrían ser la inscripción adecuada para las puertas del infierno el purgatorio y
el paraíso juntos: para la adultez misma. No hay derecho, volvió a pensar Abel viendo
subir al Cordobés a los saltos por la escalera. “Me contestaron, guaso” jadeó. “Al final
conseguí línea. Y era la casa de Paloma Piccaso, nomás. Pero acababa de salir para un
desfile de modas, me dijeron. ¿Qué tal el galanacho que tenemos en el Stella?”. El ex-
galán ya iba subiendo a su chambre olvidado del asunto, monologando
encarnizadamente con el gran danés. Yo bajé al lavadero y esperé a que estuviera pronta
la ropa bajo el frío acalambrante de la vereda a oscuras. Entonces sentí proyectarse una
señal luminosa que subía y se ensanchaba por el cielo del tiempo, rozándome
silenciosamente los huesos de la nuca.

AQUELLA MISMA noche el Cordobés fue apalabrado por Lucio y Hugo para hacer un
par de galas fuera de París, antes de Navidad. “Debutamos este sábado en Massy” nos
anunció el pedante, enarcando las cejas como si fueran a tocar en el Olympia. Abel dejó
filtrarse aquel dato no sólo por pura distracción, sino porque todavía no adoraba con
tanta fuerza a Bénédicte como para hacerme captar la curvada flecha roja que en todos
los mapas de métro de París señalaba con exclusividad la banlieue donde vivía la
Virgen. Esa noche se había puesto sentimental en otras direcciones, además. Había
vuelto otra vez del Bateau con mucho vino arriba y sin un franco extra, lo que lo llevó a
manotear de entrada el grabadorcito para escuchar los goles hechos por Liverpool a
Nacional -los mismos del lambriz, pero registrados por Ma-Sa y su padre en la
insuperable versión de Carlitos Solé. Lo que me emocionaba hasta el reblandecimiento
era aquel tiro libre en comba que metió Saúl Rivero sobre el final del partido: un gol de
cuadro chico ganando dos a cero en el Centenario, nada menos. Por detrás de la voz
aguardentosa de Solé se producía una dulce explosión de la tribuna que hacía llorar a
Abel indefectiblemente. Era como si el humo de la infancia incendiada no le dejara ver
-durante un largo resoplido de viento en contra- más que sus propios ojos sin fondo,
hasta sin nombre. Qué pocas veces ganamos, pensé subiendo la mirada hacia el rostro
de mi hermana: Qué poquísimas veces ganamos, Ma-Sa. En el casete que les grabé
antes de irme te decía que lo que me importaba no era ser feliz, sino encontrar la paz.
Pero hace tanto tiempo que no soy feliz que ya no encuentro nada.

Ma-Sa casi dejó de sonreír, amenzada por la grieta creciente de la foto. ¿Esta ya se
habrá acostado con alguien? se preguntó de golpe Abel, dándose cuenta de que ahora no
pensaba solamente en su hermana. Claro: María no pudo ser la Virgen hasta dejar de ser
virgen, reflexionó tan resignado como horrorizado: El problema es la paloma. ¿Pero
cuántos de nosotros los machos somos capaces de eyacular la paloma? En ese momento
el Cordobés puso por millonésima vez en el grabador a Simon & Garfunkel, y la
primera canción me volvió a transportar por la avenida eucaliptada donde debía seguir
viviendo Gabi. Abel cerró los ojos y pudo ver perfectamente a su ex-mujer, parada y
esperándolo en la oscuridad del jardín. Era una muchacha muy herida, y bajaba la
cabeza con una humillación insoportable. Un hombre puede perdonar a cualquier otro
hombre hasta la eternidad, pero a sí mismo nunca -filosofó manoteando la máquina para
escribir un poema largo. Trabajé cerca de tres horas. Lo titulé Gabi vieja y fui a
mostrarle el borrador a Ray, que estaba releyendo El pozo con ojos inyectados.

“Ta bien” me dijo, después de haberlo ojeado sin ganas. Entonces volvía cometer el
error de consultarlo sobre la sustitución de un verbo que yo podía -y debía- solucionar a
solas. Ray encontró enseguida un buen sustituto. “Gracias, loco, Sos un crack” dije,
yéndome de la pieza. Él no me contestó. Lo que soñé a continuación -con la luz apagada
y el cuerpo en posición fetal aunque semidespierto, todavía- sucedía sobre el fondo
musical de la felicidad jolivudesca. También había algún otro elemento tramposamente
cinematográfico en el tono del paisaje, donde el impresionismo agarraba algo de
Rembrandt y los colores y la ropa y el pelo del personaje principal armonizaban con el
conjunto al estilo Agnes Varda. Yo perseguía a Bénédicte por la amarilla costa arbolada
del Sena. Ella corría en cámara lenta, con el pelo rojizo en flotación y el buzo color oro
que trajo días atrás maravillosamente hinchado por el embarazo. Después (sobre el final
de la secuencia) el lente revelaba que Abel era un centauro: un gran engendro azul que
acechaba a la infanta con la mirada de las chimères de Notre-Dame.

SAINT-TROPEZ

UN HOMBRE fuma frente a una cerveza en el Sporting Bar de Saint-Tropez, con los
ojos brumosos. Acaba de llegar atravesando la plaza con la guitarra a cuestas, después
que un coche lo dejara en el entronque del camino que baja a Pampelonne. En la plaza
se juega a la pétanque bajo amarillas ristras de focos colgantes: una multitud pueblerina
rodea a los pescadores que cada tanto bochan haciendo relumbrar una pequeña bola
metálica en el aire de la cancha sombreada por los plátanos. El guitarrista mezcla el
tabaco con la cerveza y observa fijamente el espacio dorado donde humea la tierra
levantada por el gentío. Parece estar mirando un espejismo donde flota su infancia.
Cuando sale del bar y empieza a recorrer una calleja llena de comercios que desemboca
en el puerto, su rostro resplandece como pacificado. Después avanza succionado por el
corso turístico que se apelmaza sobre los adoquines que separan los restaurantes de los
yates. A la altura del Gorille ve un negro gigantesco vestido con pollerín y malla y
zapatillas rosadas de ballet, dando volteretitas: la gente le abre paso estupefactamente, y
casi todos terminan por poner una moneda en el sombrero que hace circular un
adolescente tropeziano a bordo de un skate. El guitarrista encuentra a sus compañeros
conversando con dos muchachas italianas en el vértice mismo del ángulo del muelle.
Cuando los otros descubren al bailarín intercalan una mirada apenas divertida, y siguen
en lo suyo. El guitarrista se sienta a fumar sobre el descascarado estuche de su
instrumento, admirando los movimientos realizados por el tropeziano que hace de pez
piloto del negrazo: trabaja arriba del skate (como un surfista entre un oleaje humano)
virando a velocidades increíbles. De golpe lo ve de muy cerca, con el rostro casi infantil
aceitunado por el miedo en el momento de perder el control y volar muelle abajo. Antes
del chapoteo y el grito colectivo, se escucha la desproporcionada explosión del cráneo
del muchacho. El guitarrista salta y ve una enorme mancha rosa en el flanco de un yate.
Su paz se descompone como un maquillaje estropeado por el reflujo del horror.

MIS INVESTIGACIONES empezaron a desarrollarse en forma voluntaria a partir de la


noche que descubrí -de pura suerte, hay que reconocerlo- que Li Pomeroi era la
mismísima Lilith Brower. De eso no me quedaba la menor duda. El problema es que si
me pongo a escarbar y llego a meter la pata nos echan del laburo lisa y llanamente,
pensaba Abel tomando un whisky tempranero en el mostrador de Chez Marlene.
Aunque al Inspector Marc Bugeia se le deben algo más de quinientos francos, botija. Y
eso lo sabemos demasiado bien como para quedarnos cruzados de brazos. Claro que a lo
mejor allá en París ya está todo el pescado vendido, se me ocurrió razonar al rato: Y yo
aquí, masturbándome.

Abel pidió otro whisky y se acercó a la mesa donde Pedrito y el Cordobés se trabajaban
a las italianas que conocieron la noche que el muchacho del skate se partió la cabeza
contra un yate. La milanesa de Pedrito era una verdadera belleza y tendría por lo menos
veinticinco años. Con la del Cordobés no pasaba gran cosa. “Perdón, imberbes”
pregunté: “¿Estas minas chamuyan?”. “Maomeno” murmuró Pedrito: “Tenga cuidado,
nono. Por las dudas. ¿Qué se le ofrece?”. “Te quería preguntar si por casualidad tu
prima Colette no habrá mandado ninguna noticia sobre el caso Sinclair y vos te
olvidaste de contármelo”. “No, loco: a mí lo único que me manda decir mi prima
Colette es que precisa money” sonrió Pedrito: “Y yo estoy tratando de conseguirlo, aquí
y ahora. ¿Me comprende, nono?”. “Sí” dije: “Es evidente que has nacido para
sacrificarte, criatura”.

Abel se paró a fumar y a terminar la copa en el marco de la puerta. Entonces vio


estacionar un Citröen muy mugriento en la place de l’Hôtel-de-Ville (a unos escasos
cincuenta metros) y no pudo creerlo. Después vio bajar al negro Batalla entoldado por
su chambergo blanco y al percusionista brasilero que lo acompañaba en verano, y ya no
tuvo más remedio que creerlo. Batalla le hizo una seña al otro negro para que caminara
en dirección a Chez Marlene. Cuando me reconocieron se abalanzaron a abrazarme con
los instrumentos arriba y todo, lo cual produjo un entrechocamiento de guitarra ton-ton
cigarrillo y whisky on the rocks digno de ser filmado. “¿Cómo anda la patrona más
bonita de toda la Costa Azul, eh?” me preguntó Batalla: “¿Conocen a Marlene?”.
“Trabajamos aquí. Firmamos contrato en exclusividad para todo el verano” mentí,
mirándolo fijo. “Muy bien. Muy bien, hermano” entornó su miopía sobradora (aunque
desconfiadísima) el negro, detrás de los lentes ahumados: “Yo he tocado muchas veces
aquí. Yo aquí soy de la casa, hermano”. “Ta bien” dije: “Adelante. La patrona no vino,
todavía”. El negro chico me taladró al pasar con sus ojos rosados, y yo le devolví la
compasión acariciándole las motas. Al rato llegó Marlene y fue obvio que Batalla trató
de soplarnos el laburo, aunque no pasó nada: comieron spaghetti bolognesi, cantaron
cinco o seis porquerías y se borraron. “No tocan mal. Pero ustedes son mejores” me dijo
la patrona: “Hace poco subimos a París y estuvimos en Favela. Qué boîte más horrible”.
Yo estuve a punto de preguntarle hasta qué fecha habían estado en París pero me
controlé. Después que hicimos el primer pasaje salí a dar una vuelta por el puerto y
encontré a los mellizos festejando en el Gorille. “Tengo una hija, ujuguayo” me anunció
el Ceja, dándome un abrazo: “Fue ayer, con la tormenta”. “Cristo: hasta en Saint-Tropez
existen muchachas fértiles que perfuman la noche y tipos que te abrazan de verdad”
murmuró Abel, líricamente sentimentalizado. Y se tomó otro whisky.

Al volver a Chez Marlene caminando por la calleja trasera empecé a escuchar el


Andante del Concierto Nro. 21 para piano y orquesta de Mozart: pero era el piano
extrañamente solo, sin el menor acompañamiento. Entró al bar por el fondo y comprobó
asombrado que alguien era capaz de arrancarle ese Andante a un teclado de boliche -y
todavía de transformar a casi todos los presentes en instrumentos mudos de la orquesta
que faltaba. Los parroquianos hinchaban con sus ojos los silencios propuestos por las
manos perfectas del gringo insoportablemente maricón y ridículo que estaba tocando.
Traté de no hacer barullo al cerrar la puerta ni al caminar para sentarme lo más cerca
posible del prodigio. Después me dejé llevar por los valles del whisky hasta el lugar
dorado desde donde Mozart se empecinó en llamarnos. Ah: que pueda cantarse la
verdad de mi corazón todavía, recé. Que no me maten madre, todavía. Viejo Dylan,
recé: viejo Wolfgang. Espérenme.

Como no había cerrado los ojos pude ver entrar simultáneamente a un “reo elegante”
por la puerta del frente y sentarse en una banqueta y pedir una copa que Marlene le
sirvió con demasiado ruido. Pero el hielo saltón pareció haber rodado por la espalda del
pianista, más bien: el marica truncó el Andante y se acercó al mostrador con una
inofensiva Gárgola rosácea enyuyada debajo de sus lentes. “Mierda” gritó: “Marlene, ni
siquiera merecerías morir por atacar mi música. Yo -Wolfgang Amadeus- declaro que
estás muerta”. “Andá a hacerte culear, esquizo” se rio la patrona, espantándolo con la
mano: “¿Es la primera vez que te dignás pisarme el bar y ya armás un escándalo? Andá
a tratar de pintar un cuadro como la gente, que todavía estás a tiempo. Y no le robes
frases a Conrad cuando hables -ni al pobre Dinu Lipatti, cuando toques. No le robes más
cosas a nadie, por favor”. Entonces el pianista se puso a llorar a gritos y se escapó del
bar a caderazo limpio.

Ahora también lloraba todo el mundo, pero de risa. Abel prendió un cigarrillo con
demasiada rapidez. Estaba tratando de concentrarse cuando Pedrito lo llamó desde el
mostrador para presentarle al “brasilero” que había desencadenado el escándalo por
pedir una vulgar vodka on the rocks. El efebo vivía en la villa de un famoso arquitecto y
nos propuso tocar dos medias horas por cien francos. “Va a estar B.B.” nos dijo: “Si se
suben al auto yo los llevo. Hace como tres horas que me pidieron músicos y no pude
encontrarlos más que a ustedes”. Nos miramos con Pedrito. “Bueno, no es mucha plata”
reconoció el portugués: “Pero vino B.B., resfriada y todo como está. Y Marlene los deja
ir: ya le pedí permiso”. Dio la casualidad que el día anterior nos habíamos comprado
(contra mi férreo voto, hay que reconocerlo) tres trajecitos piolas por si se presentaba
una cosa como esta. “Nos tendrían que llevar a cambiarnos al camping, primero” le
contestó Pedrito, aprovechando para mirarme de pesado: “Te podrás imaginar que en las
galas usamos otras pilchas, brasilero”. “Me imagino, me imagino” chilló radiantemente
el portugués, con acento carioca.
A PARTIR de la noche que tocaron para la barra íntima de Brigitte Bardot las cosas
fueron mejorando tanto, que antes de fin de agosto habían superado lejos el status
alcanzado en Ranchito. Abel ya tenía ahorrado casi el doble de lo que le debía a Bugeia,
y durante varias semanas pensó -con razonables esperanzas- en poder pagarse solo el
pasaje de vuelta al Uruguay. Cuando fueron contratados para animar un cumpleaños en
el celebérrimo Club 55 junto al negro Batalla (incomprensiblemente reaparecido,
después que no se viera más) la gloria llegó al colmo: esa noche se sacaron una foto
abrazados con B.B. que les permitió hacerse pagar como a vedettes en unos cuantos
shows privados, además de otros lujos. Abel mandó una copia a Montevideo y pudo
autentificar la sarta de mentiras que le había escrito siempre a la familia sobre su dolce
vita, por ejemplo.

Entonces nos fuimos del camping. La carpa estaba descuajeringada desde los tres días
de mistral y tramontana que casi borran a Saint-Tropez del mapa (cuando parió Isabelle
y se resfrió Brigitte y yo casi me vuelo) y se la vendimos regalada a la Miguela, que
había quedado sola: Gastón y Mili se rajaron a Roma en plena fundición, antes de tener
que vender la cachila. La Miguela no me hizo ningún comentario sobre sus contratos
sexuales y yo perdí una oportunidad preciosa de ganar tiempo en la investigación. A esa
altura también había perdido casi completamente la fe en mi capacidad detectivesca,
aunque no me calentaba demasiado. Ahora vivía en pleno Saint-Tropez, y como la
tigresa seguía sin dar muestras de vida yo me dediqué a desembuchar un libro delirante
que se llamaría Doscientos sonetos hambrientos por París. Llegué a escribir ciento once
sonetos en una semana -muchos de ellos con estructuras regulares- y cuando me sentí lo
suficientemente exorcizado empecé a disfrutar el maravilloso puertito ya bastante vacío,
a principios de setiembre.

El otoño sustituía al turismo, ahora. Los lugares preferidos por Abel eran la terraza del
Sporting -donde almorzaba paladeando el embrujo de la plaza aterciopelada por el sol
ocre- y el sendero que rodeaba por detrás a la Citadelle. Allí se iba a sentar casi todas las
tardes, para ver perfilarse el diferente azul de los Alpes cercanos y lejanos (y más
lejanos, todavía) sobre el inabarcable resplandecer del golfo. Abel trabajaba con el
diccionario y descifraba un solo poema de Rimbaud por tarde -antes de controlar las
gradaciones de la luz proyectada horizontalmente sobre el blanco cementerio marino
que quedaba a sus pies, cincuenta metros más abajo. Una noche me crucé con el Ceja al
bajar de la Citadelle y después de felicitarlo por los cuatro quilos y medio que ya pesaba
la nena me animé a manguearle un paquete de yerba: me contestó que para él era un
verdadero honor regalármelos todos. Entonces empecé a levantarme bastante temprano
y a matear ensoñado frente a los ventanales de la pieza que compartíamos con Pedrito
en el tercer piso de un edificio descascarado y sin ascensor, ubicado en el Impasse des
Conquètes. El Cordobés alquilaba una pieza en otra pensión, por suerte. Desde nuestros
ventanales se podía ver una franja del Mediterráneo y más atrás los cerros, y una
mañana que un chaparrón parcial azuló una escarpada luminosidad Abel le escribió un
poema a Bénédicte y lo remató así: La lluvia de tu infancia besó el sol para siempre.

Esa tarde estaba a punto de salir para la Citadelle cuando le golpearon la puerta con un
leve matiz de prepotencia. Era un “matón elegante”, esta vez. Después de que me dijo
(muy amablemente, por supuesto) que me venía a buscar porque la señorita Li Pomeroi
tenía necesidad de hablar conmigo, permanecí mirándole los lentes verdes con fijeza y
no dije una palabra. “Si usted quiere venir, claro” agregó el muchacho, desviando la
mirada hacia el pasillo entre sobrador y achicado. “¿Es por algún contrato?” pregunté.
El matoncito hizo girar una llave en la mano tostadísima y se encogió de hombros.
“Puede ser” dijo, haciéndose el simpático. Entonces agarré la foto de B.B. con Jamaica
y se la pasé por la nariz hasta hacerle suspirar el Oh la la correspondiente.

Lo único que me faltaba era dejarme basurear por un tirifilo, pensé al subir a la Ferrari
sport último modelo que nos esperaba abajo: Hace tiempo que no me ficho en los
espejos, pero teniendo en cuenta cómo se achicó este mono debo tener los ojos muy
jodidos. El viejo Marlowe nunca debe haberlos tenido tan jodidos: y eso que debía
conocer el mal bastante mejor que yo, supongo. ¿Pero qué clase mal, campeón? le
preguntó una voz como de sótano. El mal es uno solo, se contestó Abel Rosso
empezando a sudar de puro miedo no sólo a Lilith Brower sino a cualquier ejemplar de
la especie humana que se le atravesara adelante. ¿Y si se te apareciera el ángel para
hacerte apiadar de la humanidad sufriente? ¿Si se te apareciera el querube igual que
aquella noche oscura y serena, cuando empezaste a creer? ¿Quién: la putita de Ma-Sa?
se interpuso la voz de Ray -ahora perfectamente distinguible adentro mío, por primera
vez en lo que iba del verano. Abel sintió que se asfixiaba y se agarró de la parte
delantera del auto con tanta brusquedad que el otro pegó un frenazo. “¿Se siente mal?”
me preguntó con aire de superioridad. “No. Son gases” le dije (adjuntando una seña
aclaratoria) y él no dejó de sonreírse cuando volvió a embalar por la sinuosa ruta que
ascendía entre las villas.

Lo peor de todo es que no era exactamente la voz de Ray, pensé mientras entrábamos a
una increíble mansión de las edificadas sobre el acantilado: Era la mía, también. La cosa
se está poniendo fea de veras. Pero no te derrumbes. Acordate de los que están
peleando. Que no pase la voz. Abel cerró los ojos para frotárselos con suavidad. Cuando
bajó de la Ferrari le chorreaba la espalda pero le sobró el cuero para hacerle desviar los
ojos al muchacho. “¿Dónde está?” pregunté. “Por aquí, por favor” perdió la sonrisa el
matoncito.

Li Pomeroi me esperaba tirada en un diván -se le veía apenas la testa color oro blanco-
delante de una enorme piscina decorada (sub-acuáticamente) con mosaicos
bizantinoides donde los personajes evangélicos habían sido geometrizados en serie, al
estilo de las Meninas de Picasso. No daba ni para mirarlos, por algunos detalles que
capté de reojo. Después vi a la mujer, pero eso no me provocó el menor rechazo: lo
único que tenía puesto eran un par de lentes y un crucifijo al revés, moviéndosele
suavísimamente entre los pezones. “Salud” me dijo, y me señaló un puf. Le contesté lo
mismo mientras me sentaba. No me animé a sacar un cigarrillo por miedo al
temblequeo, pero acepté una copa. “Whisky doble” le expliqué al matoncito: “Sin hielo.
Y con dos medidas de agua con gas helada”. Agregué una guiñada. El muchacho sonrió
y enseguida me lo trajo, impecablemente preparado. Li Pomeroi no dejó de mirarme fijo
mientras yo me embuchaba un primer trago demasiado ansioso. Abel empezó a sentir
una especie de infinito y absurdo agradecimiento por el hecho de que la mujer usara
lentes negros, hasta que se dio cuenta de que los usaba porque estaba fumada. Se dio
cuenta por el empastamiento del sudor frontal -y recordó inmediatamente a su maestro y
amigo: le brave Monsieur K. “Vamos a ver” se cruzó ella las manos sobre el sexo como
si tuviera vergüenza: “Me dijeron que vos sos un creador: un músico, un poeta-”.
“Músico no” la corregí. “Bueno, no importa. Un poeta. Es suficiente. Pero sos muy
amigo de aquel guitarrista extraordinario que tocó en Chez Marlene el otro día ¿verdad?
¿Por casualidad conocés -o mejor dicho: conociste- a alguien más apellidado Brower,
mi amor?”.

La pregunta me agarró muy de golpe: casi me noquea. Abel se quedó un momento


abstraído en la contemplación de un San José cornudo -que sonreía debajo de las aguas
turquesas- antes de cabecear afirmativamente. “Entonces no fue casualidad” murmuró la
mujer. Y yo pensé: Si esta es la mina que calé aquella noche en el Stella fumándole la
guita a Sinclair estoy frito. Así que liquidé el whisky y prendí un cigarrillo sin temblar y
le miré los ojos a la tigresa. Ella se había encabalgado los lentes sobre el pelo de plata y
entonces pude ver su verdadera desnudez, durante una fracción de segundo: era la
obscenidad asexuada y letal que yo ya conocía demasiado bien. Era el abuso puro. Pero
si uno se aguanta y se concentra -ateniéndose a las consecuencias, obviamente- no hay
Chimère en el mundo que no termine por bajar los ojos.

“Ahá: no fue casualidad, entonces” repitió Lilith Brouwer, separando las piernas y
alzando mucho las rodillas. Yo tuve una erección pero ni me inmuté. “Ves este crucifijo
al revés” me empezó a sermonear ella de golpe, con entusiasmo de fumada: “Esto no
representa al diablo con cuernitos ni a ninguna de esas pavadas. Esto es nomás que la
vita nova, poeta: la vida sin pasado. Sin futuro. Sin muerte. Y sin crucifixión. Solamente
la vida que creamos nueva, ahora: la del puro placer en estado de gracia. Sin pecado
concebible”. La mujer se crispó en una larga carcajada y levantó los brazos, y Abel fijó
la vista en uno de los rubios sobacos sin afeitar. Confirmado: los ángeles tienen el sexo
en los sobacos. Por eso tienen dos. Y obturados -pensó: Qué chatura, Dios mío. Qué
satanismo de cuarta. Los muchachos que torturan en cualquier cuartelucho de
Montevideo son unos doctores al lado de esta gansa: lástima que esté tan rica. Después
pidió otro whisky por señas y el matoncito se lo trajo enseguida y le hizo una guiñada
sobradora, aludiendo a la patrona. Abel sintió que se empezaban a tener hasta un cierto
cariño con el muchacho.

“Hace poco que conozco a Marlene. Hace poco que la amo” recomenzó el sermón
Lilith, empinando los pechos para desperezarse: “Ella es maravillosa. Me gusta la gente
que abre sus maravillas: hasta hace unos días hubo dos músicos brasileros viviendo en
mi casa, por ejemplo. Y además hay un pintor holandés que toca Mozart como los
dioses-”. “O como Dinu Lipatti” se me escapó. “¿Conocés a Wolgfang Amadeo
Strudel?” preguntó la tigresa calándose los lentes para mirarme a la cara. “De vista”
dije. “Bueno, ya se van a conocer mejor. Tenemos una fiestita, esta noche, ¿No te querés
quedar?”. “Tengo que trabajar” dije parándome de golpe -y sin dejar de adjuntar las
gracias: “¿Necesitabas alguna otra cosa?”. “No” murmuró Lilith: “Me llamó la atención
que alguien nombrara a un Brower adelante mío, nomás. Y quise averiguar si era
casualidad”.
Entonces se volvió a encabalgar los lentes sobre la testa color oro blanco y esta vez no
le pude aguantar la mirada. “Sinclair ya estaba muerto mucho antes de morirse” dijo con
una gelidez que me erizó: “Yo me llamo Li Pomeroi desde hace mucho tiempo y
además no-ten-go-pa-sa-do. ¿Está claro?”. Abel no contestó. Estaba mirando fijamente
el whisky casi intacto y pensando esta vez que la bestia desnuda que tenía enfrente no
debía de ser una satánica nada inferior a los torturadores de los cuarteluchos. “Salut, Li”
dije haciéndole señas al matón para que me bajara al puerto. Ella retribuyó el Salut
poniéndose relampagueantemente boca abajo, pero yo evité ver lo que debía mirarse.

“LÁSTIMA QUE no te quedaste” dijo el matoncito, mientras arrancamos: “Las fiestas


no están mal, de verdad”. “Tengo que trabajar” porfié. “Lástima” repitió el muchacho:
“A veces terminamos bañándonos todos juntos en la piscina. Hasta los empleados
entramos en los happenings”. “Qué patrona más democrática” dije mirando para afuera.
Empezaba a oscurecer, y yo me había perdido la vigilancia desde la Citadelle. “Bueno,
no tan democrática como podría pensarse” se animó a corregir el muchacho: “Ella se
acuesta con todo lo que se le pone adelante. Y sin embargo al negro lo echó de la villa
porque quiso volteársela. Fuera bicho le gritó en español”.

Así que era Batalla nomás, pensó Abel manoteando un cigarrillo: Me parece que las
cosas empiezan agarrar un sentido. Entonces se largó a jugar de contragolpe: “¿No
sabés si tu patrona lo conocía de París, al brasilero?” pregunté con un rictus de
preocupación: “Yo allá nunca la vi, en la boîte”. “No sé” contestó el otro: “A mí me
contrataron este verano. Soy de Cannes. Pero al negro lo metió en la villa el pintor,
según tengo entendido: ese marica que le dicen Mozart”. Abel tiró el cigarrillo a medio
fumar y se cruzó de brazos durante el resto del viaje para disimular el temblequeo.
Mozart es el amigo de Amelot: el de la despedida en donde estuvo Ray, pensó con
menos susto que deslumbramiento. Clavado. Amigo de Amelot de Sinclair de Lilith y
del negro. Me parece que cualquier día de estos vamos a poder mandarle a Bugeia un
telegrama como la gente y todo, si seguimos vivos.

“Gracias, viejo” le dije al matoncito cuando me bajé en el Impasse des Conquêtes. Ya


estaba casi oscuro y yo no temblaba más, así que accedí a mostrarle otra vez la foto de
B.B. con Jamaica a la luz del tablero. “Increíble, de verdad” reflexionó el muchacho
entornando unos ojos todavía inocentemente degenerados: “Cuando puedas venite a una
fiestita y vas a seguir dándote cuenta de lo increíble que es esto”. “Ya te dije que yo
trabajo, varón” rezongué con dulzura.

CHAMBRE 22

TRES MUCHACHOS posan frente a un fotógrafo en los prados boscosos de una villa
de Bièvres, al promediar una radiante tarde primaveral. Están vestidos con botas
pantalones ponchos y poleras negras, y empuñan sus instrumentos con la sobreactuada
fiereza de los que fingen alzar armas cargadas de futuro. Sin embargo -a medida que se
suceden los clics- la adolescencia de cada rostro termina por emerger destruyendo las
máscaras. El muchacho que sostiene un charango parado a la derecha no sobrepasa los
dieciséis años: entre la flotación de su melena charrúa rebrillan oscilando
intermitentemente la bondad infantil, la inteligencia y la lujuria. El que está parado a la
izquierda con un bombo en bandolera es un poco mayor y bastante más bajo: tiene la
nariz menos aguileña bigotito de zorro y melena corta, y antes del último clic su
desamparo se ha envarado tras una nueva máscara de cejijunta vanidad. En el centro
-sobre la gigantesca base de un pino talado- está sentado el guitarrista, seguramente para
disimular su baja estatura. Tiene los pómulos hinchados por el alcohol y la barba muy
larga (los otros sólo intentan dejársela) y ha sesgado la cara hacia la tierra permitiendo
entrever su prematura calvicie. Pero lo que lo diferencia en profundidad con sus
compañeros no es el lustro de decrepitud física bastante bien disimulado en el contexto
fotográfico, sino la lucidez: su agonizante adolescencia le hace reconocer casi
apaciblemente no haberse comprendido todavía con la vida. Cuando terminan de posar
le devuelven los ponchos al empresario y se tiran a fumar sobre divanes ubicados en el
jardín de la villa. Hay otros músicos -entre ellos un flautista vestido de smoking-
fotografiándose en las arboledas cruzadas por canales y puentecitos del siglo XVII. Al
lado del guitarrista se echa una vieja perra, desperezándose con dulzura bajo la luz
horizontal. Entonces se abre paso a través de los prados una frase de Mozart que parece
no ser ejecutada por el flautista oculto sino por un atardecer de los tiempos de Saint-
Colombe y Marin Marais, y los ojos del muchacho se inundan durante unos segundos
como bautismalmente: un dorado interior pacifica su sed frente al resplandecer del cielo
detenido.

EL DUEÑO de La Reja les daba una noche libre por semana, y el penúltimo lunes de
mayo lo utilizaron para consolarse del triunfo de Giscard en el ballotage yendo a cenar
al Bateau como en los buenos tiempos. Hasta Pedrito tomó vino. En el Bateau los
sustituía un trío formado por dos franceses ineptos y un asqueroso jujeño encanecido
que usaba la quena para ilustrar gráficamente cómo había succionado otra clase de
orificios la noche anterior. Los latinoamericanos le decíamos el Coya, y se sentaba en la
misma banqueta que yo. Abel se emborrachó recordando con maravillada tristeza la
noche que conoció a la nena: ya iban a cumplirse veinte días sin noticias de Bénédicte, y
aquello lo derrumbaba tanto o más que la infame derrota de la Unidad Popular.

La podría llamar por teléfono con la excusa de que tengo descosidos los pantalones
negros y el domingo nos sacan las fotos en Bièvres, pensé: Pero no, yo no llamo.
Colette estaba enloquecida porque Pedrito la había sacado a pasear, y opté por pedirle el
favor a ella. “Che ¿y qué es de la pendeja?” preguntó el Cordobés, sobre quien tuve
siempre una evidente influencia telepática (bastaba por ejemplo que yo pensara una
melodía para que él la chiflara instantáneamente, en el noventa por ciento de los casos).
“Anda bien” mintió Abel: “Este lunes nos vemos”. “¿Pero pasa algo, che?” insistió el
otro, acariciándose el bigotito de zorro. “Pasa y no pasa” dije: “El final no lo sé”. Lo
que sé es que por lo menos no se metió con vos, pensé mirando agradecidamente a la
cleptómana: Martine estaba borracha y mordía una punta granate de la golilla de cow-
boy que usaba el Cordobés cuando se sentía lindo.

Después salieron a recorrer la Mouffetard soñando con la guita que harían en una gira -a
punto de concretarse- por las Casas de Jóvenes de todo el país, cantando temas
revolucionarios y uniformados a lo Quilapayún. (“Ta clavado: la regolución siempre es
un buen negocio” había comentado Ray cuando se enteró del proyecto del empresario
que vino a vernos a la taberna, y yo me calenté.) Abel fue recordando diferentes etapas
de París y de Ray -que si recibía el giro o podía vender la Pentax iba a desaparecer de su
vida en cualquier momento.

Aquella misma mañana yo había ganado el enfrentamiento más grande que tuvimos
jamás, y eso me torturaba. “La revolución podrá ser un negocio para los hijos de puta”
le retruqué cruzando el Pont Saint-Michel en dirección al barrio (veníamos de recorrer
las islas y frenarnos a divagar frente a las chimères de Notre Dame por millonésima
vez): “Yo pienso hacer la guita para volver a militar contra el fascismo, loco. Como me
corresponde”. Entonces me acordé de Bénédicte y agregué sin solemnidad: “A militar
contra el fascismo y contra la pudrición, loco. Eso ya estoy tratando de hacerlo aquí y a
mi-”. “Suena bien” porfió Ray: “Pero la verdad de la milanesa es que en el fondo lo que
pesa es el mecanismo fisiológico, botija: no hay ningún animal que no se mueva por un
instinto de conservación puramente egoísta. Y eso en el fondo puede llegar a ser la
forma más perfecta de la pudrición o la hijodeputez, aunque lo quieran disfrazar con la
palabra amor. Esa es la única verdad: convencete, botija”.

Entonces me frené y apunté con el dedo a la cabeza de Ray, que se quedó clavado como
un insecto contra el Sena incendiado por el atardecer: “Decime por qué un hombre da la
vida por otro” murmuré mansamente, aunque con autoridad: “Explicame por qué”. La
mirada del riverense resplandeció un momento, hasta que su pintoresca sonrisa cargada
de cinismo le hizo bajar los ojos y obligarme a seguir caminando callados hasta el hotel.
“Lo único que yo sé es que el amor nunca deja de ser un buen negocio, viejo. A la corta
o a la larga” dijo recién cuando llegamos a la puerta del Stella: “Me voy un rato para lo
de Amelot. Ah: me olvidé de decirte que arreglé para empezar a lavar platos en el
Robert, mañana, a ver si puedo hacerme un viajecito a Holanda antes de que venga el
giro. Y no te amargues al pedo por el asunto de las elecciones, Abel. El mundo no tiene
arreglo, igual: sin rossos o con rossos”.

Abel volvió a calentarse solo recordando la mojada de oreja. Este loco está peor que
cuando nos conocimos, había pensando viendo bajar a su amigo a las zancadas (con su
desteñidísima campera jean puesta infaltablemente) por el socavón crepuscular de la
Monsieur-le-Prince. Y aquella misma noche -despejándose la borrachera entre una
bruma casi celestial- tuvo la horrible certidumbre de la condenación de Ray. De la
condenación de un hombre. Yo traté de ayudarlo, pensó sentimentalizándose: Yo traté de
ayudarlo. En ese momento Colette vio la cartelera de Favela y empezó a pegar saltos
como los chiquilines. “¿La meteremos en este antro del vicio, nono?” me preguntó
Pedrito, levantándose el ala del sombrero a lo John Wayne. “Dale, boludo” dijo Colette
en español, amenazando por señas con no coserme los pantalones. “Bueno, dale” les
dije: “Así escuchamos cantar a la novia del Cosmósfero”. Pero era el último lugar del
mundo donde tenía ganas de meterme. El Cordobés y la pechugona venían besándose
cinematográficamente unos metros atrás, y nos siguieron frotándose las respetables
narices.
Para descender al subsuelo donde estaba la boîte había que atravesar un laberinto de
pasadizos apenas iluminados por spots color sangre llenos de telarañas. “Nunca me
gustó el Tren Fantasma” le confesé a Pedrito mientras bajábamos los últimos escalones:
“Ni siquiera de grande lo podía soportar”. “Anímese nono, que no estamos en el Parque
Rodó” murmuró el chiquilín, con la cara reverdecida por la luz del sucucho. Favela
seguía siendo una típica tapadera de vendedor de droga aunque mejor acondicionada,
ahora. En el momento en que entramos Batalla estaba tocando un popurrí de sambas y
bossas celebérrimas, acompañado -como siempre- por brasileros de verdad. El público
era una mezcla deprimente de reventados y turistas snobs que aceptaban sin el menor
prejuicio la moda far-west de consumir los cocteles con las piernas cruzadas sobre la
mesa.

“Qué olor a queso, guaso” comentó el Cordobés, y lloramos de risa durante un rato
largo (Colette y la cleptómana por pura solidaridad, ya que no podían entender el
chiste): eso me reanimó. Batalla vino a saludarnos aparatosamente apenas terminó de
tocar, aunque no nos invitó ni con un vaso de agua. En el verdor fantasmal del escenario
se recortó enseguida la mole del Cosmósfero y lo aplaudimos a rabiar sin que nos
reconociera: demoró cinco minutos en acomodarse frente al teclado hasta que su free-
jazz consteló el cuchitril como un amanecer lunar. Habría que averiguar dónde vive
Cortázar nada más que para traerlo a escuchar a este monstruo, pensó Abel
deslumbrado.

De golpe me pusieron una mano en el hombro y salté pegando un gritito igual que en el
Tren Fantasma: Ray estaba parado detrás mío, sonriendo con cinismo y ternura a la vez.
“Qué casualidad” murmuró, tratando de que no lo oyeran los demás: “Justo esta noche
me tocó hacer de Virgilio. Mirá quién me pidió que lo acompañara hasta aquí. Mozart
-creo- le comentó a Sinclair que su Beatrice estaba en París y que a veces se revolcaba
en este chiquero”. Abel bajó las piernas para poder darse vuelta del todo y vio a Sinclair
luchando con el cortinado de la entrada. “¿Lo encontraste en lo de Amelot?” pregunté
sin poder evitar mostrarme demasiado serio. “Sí. Parece que va a lo de Amelot bastante
a menudo, el pinta. Y también viene por aquí, che: este es como la mugre” dijo Ray,
sentándose en un escalón para pedirme un cigarrillo: “Pero hoy cayó al depto porque
Guy le daba una fiesta de despedida a Mozart. Mozart le dicen a aquel pintor marica -el
holandés: ¿te acordás que una noche ligué Valpolicella y pollo, cuando llegué a París a
principios de abril?”. “Sí” cabeceé: “Algo me acuerdo. ¿Ese Mozart era el pintor que se
iba a al sur?”. “A Saint-Tropez” murmuró Ray, resignándose a pararse para desenredar a
Sinclair del cortinado.

Cuando Abel se dio cuenta de que el ugandés tenía puesto el piyama peñarolense abajo
del traje azul, sintió la vieja náusea desenterrársele peligrosamente. Pero me aguanté
bien: Sinclair y Ray ocuparon la mesa que estaba mi izquierda, y desde allía saludaron
con muecas al resto de la barra. “¿Y estos de dónde salieron?” me secreteó Pedrito:
“¿No le cabe cómo se está poniendo la cosa, nono?”. “Che ¿qué le pasará a este tipo?”
me preguntó en cambio Colette, mirando al ugandés con verdadera piedad. “¿Además
de estar loco?” le contrapregunté. “Ese hombre no va a vivir mucho tiempo más” dijo
sorpresivamente Martine, embozándose la voz con sus largos dedos de punga: “Vi
morirse a mi padre”. La mirada de la cleptómana estaba transfigurada por una lucidez
dolorida. “Yo vi morir nomás que a un chango torturado cuando estaba en la cárcel”
sanateó el Cordobés. “¿Y te parece que esa cara que ves ahí no es la de un torturado,
también? ¿Tiene que ser un guerrillero peronista para que te impresione, débil mental?”
retrucó Abel, con gratuidad. Ya estaban por desafiarse a pelear -como lo venían
haciendo (desde el asunto Bénédicte) más o menos una vez por semana, a cierta hora de
la noche y a menudo en plena actuación- cuando Batalla anunció a Mich.

La presentó como a una gloria de la canción francesa que había grabado con Django
Reinhardt y ahora volvía a los escenarios por una necesidad algo más que económica.
La recibió sacándose el gigantesco chambergo blanco, y le pasó acariciadoramente la
mano por la peluca -que esta vez era de color azafrán- antes de darle el micrófono.
Hubo algunos aplausos. La mujer llevaba puesto el mismo vestido verde escotadísimo
de los tiempos del boogie con el que se apareció en la chambre a despilfarrarnos el
Valpolicella, pero esta vez -viéndola caminar por el entarimado- le diagnostiqué por lo
menos sesenta años y una transmenopáusica necesidad de vengar sus miserias. Cantó
Yesterday con una dulce voz cascada, haciéndome acordar de la madrugada infernal que
conjuramos a medias con un tragafuegos -y otras noches mejores y peores de mucho
tiempo más atrás. Cuando Mich hizo colgar su cerquillo bajo el foco verdoso para
agradecer el aplauso final, Sinclair se le acercó con una inexplicable agilidad y se le
arodilló adelante. “¿Por qué, Lilith?” gritó sin que ninguno de nosotros tuviera tiempo
de frenarlo: “¿Por qué mataste al hombrecito? ¿Por qué me mataste?”. “Lilith cantó
anteayer. Yo soy la otra, bebé” contestó la mujer, y después se borró con una mueca
divertida.

Tuvimos que arrastrar a Sinclair hacia atrás entre Ray y yo, aunque sin hacer demasiada
fuerza: el ugandés casi no pesaba, ya. “Hijos” nos sermoneó, despatarrado otra vez
sobre su silla: “Los que no nos quisimos nada más que a nosotros mismos no quisimos a
nadie. Ni a nosotros mismos”. Ray y yo nos miramos. En ese momento el Cosmósfero
cayó de codos sobre el teclado y hubo un escalofriante griterío femenino, mientras
Batalla mandaba sacar el bulto gesticulando desesperadamente y se reacomodaba para
seguir el show acompañado por los brasileros auténticos.

AL OTRO lunes me desperté encandilado -todavía- por el recuerdo del atardecer en


Bièvres: tenía la sensación de haber aceptado la vida por primera vez en veintiséis años,
y tomé mate en paz (y planeando un poema que se titularía La flauta y la perra) hasta
que un Peter Stuyvesant me volvió a sumergir irrescatablemente en el maremoto. No sé
para qué fumo, pensé deprimiéndome al mismo tiempo por la ya casi definitiva ausencia
de la nena y por la reescritura trancada de la novela. Ray se despertó recién sobre el
mediodía: estaba lavando platos desde el martes anterior en el Robert, haciendo
diferentes turnos que le comían hasta doce horas diarias.

“No puedo más” ladró tomando el primer mate: “Apenas junte doscientos mangos me
borro para Holanda”. “Y qué pensás hacer en Holanda” preguntó Abel, con fingido
interés. “Fumar. Fumar como un caballo. Y voltear, che: hace meses que no mojo -no sé
lo que me pasa. Así me olvido un poco de este infierno” contestó el otro: “En
Amsterdam se consigue maruja colombiana regalada, botija. Y en esa clase de ambiente
siempre hay pepas de sobra”. “Ta bien” le dije: “Métale nomás”. “Pensar que el otro día
estuve a punto de venderle la maldita Pentax a Mozart. Y podría haberme rajado sin
esperar el giro” reveló Ray de golpe: “A propósito: mirá que tengo envuelta la Pentax
ahí adentro del armario. No vayas a sacarla. Hay que tener cuidado con la mina del
Cordobés: ¿te diste cuenta que el lunes pasado se alzó de Favela con un vaso de cóctel y
un cenicero? Y acá dejamos siempre sin llave, loco”. “No creo que le dé por venir a
robarnos a nosotros” la defendí, sin mucha convicción: “¿Y yo para qué voy a tocar la
máquina, me querés decir? Si no la sé ni usar”. “Pero sabés quemarla con el cigarrillo
mientras hablás de la madre de Cristo” retrucó Ray, ya vestido y a punto de salir para el
laburo: “No te enojes, botija. Te lo dije en joda”. Abel no contestó.

A los quince minutos de haberse quedado solo luchando con la necesidad de tener que
lavarse y vestirse y salir a cuerpear la primavera, golpearon a la puerta. “Pasá, merde.
Pasá” gritó pensando que sería el Papito. Bénédicte entró a la chambre sonriendo
tímidamente y se frenó enseguida. Casi me da un ataque. Le expliqué con señas y
palabras que me esperara un momento afuera y me lavé todas las partes del cuerpo que
pude (pies cabeza sobacos orejas ingles dientes) en cinco minutos, además de vestirme y
estirar las colchas. Después la hice pasar, previo cruce de remansados besos en el
corredor.

Qué le habrá pasado, pensé mirándola sentarse en la otra cama: tenía el pelo sucio y
estaba vestida con una desprolijidad ni siquiera estudiada. Hablamos un rato sobre las
recientes elecciones y la “revolución de los claveles” y la vuelta de Perón a la
Argentina, hasta que de golpe nos quedamos sin tema. Le ofrecí un cigarrillo, pero no lo
aceptó. “Tengo los míos” dijo con sequedad. Entonces prendió un Gauloise sin filtro y
me di cuenta de que le temblaban las manos. “Pensaba no venir más” desembuchó,
poniéndose colorada: “Pero aquí estoy. La última vez que nos vimos llegué a casa
borracha y lloré como una idiota mientras hacía pichí. ¿Por qué me dijiste que era mejor
que no nos viéramos más, Abel?”. “¿Yo?” me paré: “¿Estás loca?”. “No” porfió
Bénédicte: “No estoy loca. En el momento en que nos despedimos yo te dije que iba a
ser mejor que no nos viéramos más -a ver cómo reaccionabas- y vos-”. “Yo te entendí al
revés” dijo Abel, dándose cuenta (debido a un muy reciente progreso gramatical
obtenido gracias al Inspector Bugeia) de que el problema radicaba en una mala
interpretación de la palabra plus, que pronunciada sin una s al final implica una
negativa. Se lo expliqué a la nena, pero ella siguió manejando demasiado
temblorosamente el cigarrillo.

“Perdón” dijo de golpe: “Perdón, Abel. Perdón”. Entonces me asusté. Crucé a la cama
de Ray y me le senté al lado para ponerle una mano en el pelo. “Qué pasa” pregunté.
Ella mantuvo la cabeza baja y al rato contó: “El otro sábado fui al Bateau con mi familia
y tomé mucho vino y me puse a hablar con el tipo que toca la flauta y-”. “¿Con el
Coya?” grité. “Sí” dijo: “No te enojes. Fuimos a tomar algo y le pedí la dirección y al
otro día-”. “Pará” murmuré, sacándole la mano de la cabeza: “Por favor, pará. No me
cuentes más nada”. “No hay casi nada más que contar” se atajó Bénédicte: “Ni entré al
apartamento. Desde la puerta se veían pósters asquerosos. Me fui corriendo”. “Ah, te
fuiste corriendo. Pero habías llevado las pastillas por las dudas ¿no es cierto?”. “Las
pastillas no las llevo arriba. Las tomo todas las noches” sonrió la chiquilina. Abel
bostezó una arcada. “No lo voy a hacer más. Ya te pedí perdón” subrayó ella. “Lo que
no puedo entender es por qué tenés que venir a joderme contándome todas esas burradas
y a disculparte y a hacerme promesas, arriba. Me vas a volver loco, cosita” dije
rápidamente en español, para que no me entendiera: “¿Quién carajo soy yo, al final?”.
Pero cuando me saqué los puños de los ojos encontré la respuesta: Bénédicte estaba
mirándome como si yo fuera su Hijo. “Ta bien, no es nada” murmuré entonces: “Yo no
voy a fallarte. Yo estoy aquí y te-”. “Vamos” me cortó ella: “Mamá se va a poner
nerviosa”.

En la estación del Lux se besaron las comisuras de las sonrisas, y Abel volvió al Stella
silbando la frase de Mozart que había escuchado la tarde anterior. Casi me daba cuenta
que Bénédicte era la primera persona que había llegado a querer más que a mí mismo,
en veintiséis años de vida. Y aquello me dolía como una maravilla de las que jamás
pueden cicatrizarse.

SAINT-TROPEZ

UN HOMBRE semicalvo lee a Antonio Machado sentado sobre la loneta de una carpa,
a la luz de un farol. Es el tercer día de viento en Saint-Tropez. La carpa es un iglú
sostenido por dos tubos inflables que parecen tener el aire apenas suficiente para seguir
aguantando el mistral y la tramontana: están derrengados y seccionados en varias partes,
y el último ritmo del viento amenaza violentamente con derrumbarlos. El hombre se
levanta de un salto y refuerza la juntura y las bases de los tubos atando cinturones y
amontonando ropa sucia bolsos valijas y todo lo que encuentra a mano. Lo único que le
queda por poner como puntal de contención es un estuche de guitarra y no duda en
hacerlo, aunque primero saca el instrumento y lo acuesta junto al agonizante farol a
mantilla. El hombre (el guitarrista) vuelve a leer, interrumpido cada pocos minutos por
los endemoniados sacudones de la tormenta: en cada interrupción corrige la renguera de
los tubos y salta y vuelve a la lectura, como para juntar coraje. Entonces se termina el
gas que alimenta el farol. En la cabeza del hombre se abre la claridad de una curva
dentada, hasta que sus labios empiezan a silabear el lamento de un salmo. Después
manotea los fósforos y sigue trabajando alternadamente en la lectura y en la contención
del derrumbe, entre soplos de luz. Con el último fósforo quemándole los dedos se
inclina sobre la guitarra, y observa su reflejo incrustado en el resplandor grietoso y
dorado de la madera. Cuando la oscuridad se hace total, el ruido de la tormenta se
agiganta. La sombra del guitarrista continúa dando saltos para ordenar a tientas la
juntura de las venas inflables y acariciar las páginas donde brillan las necesarias gotas
de sangre jacobina. Finalmente amanece, y el viento se amansa. Entonces el guitarrista
retira su máquina de un rincón y teclea -casi cayéndose- tres versos que titula: “Por
Antonio Machado”. Rezan así: “Guitarrita mía / que no te lastimen / los hijos del
diablo”.
DESPUÉS DE despedir al matoncito, Abel subió pesadamente hasta su habitación y se
tiró a fumar en la cama. Ahora tenía en las manos unas cuantas piezas del caso como
para romperse la cabeza a gusto. Aunque el caso sea el otro, hermano Caín De Deus
-pensó, incorporándose de un salto: ¿Se contagió alguna vez el Caballero de la Fe de
una clase de podre imposible de curar con antibióticos? ¿Llegó acaso a escuchar a la
Gárgola defecando enroscadas asquerosidades adentro de sus sesos?

Abel abrió la máquina y empezó a componer un poema conradiano sobre la espectral


noche de tormenta que tuvo que atravesar a solas en el Pam Beach Club, hasta que una
voz sórdida lo paralizó. No era una voz interior, por suerte. Era un canto indescifrable
de alguien que aullaba en la pieza de al lado, donde hasta el momento nunca se habían
escuchado señales de vecindad. Abel perdió la paciencia y agarró a los piñazos el
tabique lindero, reclamando a gritos que lo dejaran trabajar tranquilo. Enseguida hubo
silencio, y a continuación un portazo y unos pasos violentos por el corredor. Me
golpearon la puerta.

“Adelante” grité, sin ganas de pararme -aunque aprontándome para cualquier cosa. Una
cara conocida se asomó sigilosamente y me sonrió, pidiéndome permiso para entrar. Era
Wolgfang Amadeus Strudel: el mismísimo Mozart. “Adelante” repetí, casi con
entusiasmo: “Siéntese, por favor”. Mozart entró meneando recatadamente sus caderas
huesudas y se sentó en la cama de enfrente y prendió un superlong. Demoró una
barbaridad en montar ese preámbulo. Abel le calculó poco más de treinta años: era un
rubio muy flaco muy miope y muy teñido, que me observaba con una Gárgola rosácea
enyuyada debajo de sus lentes. Es una Gárgola de córnea, pensé (como si le
diagnosticara cáncer de piel): Benigna. Aunque hay que analizarla, de todas maneras.
Sus pupilas en cambio rebosaban un celeste sedoso que no alcancé a captar la noche que
lo conocí en Chez Marlene.

“Le ruego que me disculpe, señor” dijo por fin, agitando las pestañas como las patas de
los cascarudos volcados en el pasto: “No era mi intención molestarlo, se lo aseguro.
Hacía semanas que no venía por mi piecita. ¿Usted es nuevo aquí, verdad? Y por lo
visto escribe. O siente que trabaja cuando escribe, y eso es maravilloso. Yo mataría a
los que me perturban cuando estoy trabajando. Porque soy pintor-”. “Y pianista,
además” agregué: “Lo escuché en Chez Marlene”. Mozart se puso colorado y sus
pestañas rubias volvieron e remolinear enloquecidamente. “Bueno, lamento que me
haya conocido en una noche tan tormentosa” dijo: “En general no soy así. Y tampoco
soy pianista: apenas copio a intérpretes que me interesan mucho. Robo, según Marlene.
Ella dice que también robo lo que pinto. Pero no es la verdad. En todo caso, los artistas
lo hacemos por necesidad”. “Yo he robado más que Robin Hood y Dick Turpin juntos”
le confesé, y nos reímos con ganas. Eso me hizo acordar a Ray. “Perdón” me decidí a
atacar: “No te he dicho que tenemos amigos comunes, Wolfgang. Yo compartía mi pieza
en París con un petiso pelirrojo que iba muy a menudo por lo de Monsieur Amelot, no
sé si te acordás-”. Mozart se endureció. “¿Es tu amigo?” preguntó. “Éramos muy
amigos” dijo Abel, escondiendo los ojos: “Después hubo problemas”.
“¿Después que asesinaron a Sinclair?” tomó la posta el holandés, inesperadamente. “Sí”
dije: “Pero lo que pasó no tiene nada que ver con eso. Es un negocio aparte, entre él y
yo”. “Bueno, yo llegué a hacer algún negocio con ese Ray. Pero amistad no hubo jamás.
Qué tipo repugnante. Fue todo repugnante, allá en París: encontré a Sinclair loco, a
Amelot loco-”. “¿Y a Lilith cómo la encontraste?” contrataqué, sin demostrar el menor
nerviosismo. Mozart tampoco se inmutó. “A Lilith la vi apenas una noche, imitando a la
Piaf en la boîte de los negros” dijo: “Pero ella no es tan loca como parece. Y en aquellos
momentos andaban de luna de miel con esta víbora de Marlene y estaba hecha una seda.
Hasta me invitó a pasar el verano en su villa, otra vez-”.

Los brazos me empezaron a fallar y los metí abajo de la mesa. “Ella te trajo hasta aquí”
pregunté, suprimiendo los signos de interrogación en señal de indolencia. “No” dijo
Mozart: “Yo bajé unos días antes y alquilé esta piecita. Ahora la sigo alquilando para
mis cosas íntimas”. Volvió a ponerse colorado. Abel no se animó a preguntarle dónde
estaba Lilith cuando asesinaron a Sinclair. “¿No sabés si Batalla se fue de Saint-Tropez?
Porque tendría que hablar con él por unos contratos” improvisé. “¿Qué precisás?
¿Haschich?” trató de sonsacarme el marica. “Sí” mentí. “Bueno” murmuró él: “Vas a
tener que esperar unos días. Batalla se peleó con Lilith, la semana pasada. Generalmente
los burgueses dejamos de ser amigos de los traficantes cuando a ellos se les acaba la
mercadería. Pero estoy seguro que en cualquier momento el negro vuelve con más hasch
y se adoran de nuevo”. Mozart largó una pestañeante risita de bataclana y se paró para
irse. “Esperá” lo frené, sacando un brazo ya bastante firme de abajo de la mesa: “Me
olvidé de decirte que yo era muy amigo de Sinclair. Fui yo el que lo encontró muerto,
prácticamente-”. “No te sientas culpable” te lo ruego, me interrumpió el marica,
arracándose los lentes para empezar a deglutir su moquerío en silencio. Yo no le pude
contestar que no me sentía culpable de eso sino de todo, últimamente. Así que me quedé
viendo llover sus lágrimas celestes.

“Todo es tan repugnante” se secó la cara el marica: “Y uno siente la culpa”. “Uno puede
tener la culpa, también” lo corregí. Fue como haberle hecho rodar un hielo por la
espalda. Ahora la Gárgola de córnea le avioletaba casi violentamente los contornos de
las pupilas. Justo en ese momento golpearon en su puerta y él se peinó y salió
meneándose, sin agregar una palabra de despedida. Abel saltó atrás suyo. “Hola, majo”
me dijo la Miguela en español: “¿Es que vives aquí, coño? No me digas que me engañas
con mi Amadeo. Mira que nos terminamos de reconciliar”. Mozart no entendía nada. Y
yo entendí lo que debí sacar en limpio unas semanas atrás, en el caso de tener pasta de
detective. La Miguela estaba peinada de peluquería y llevaba colgando la cámara
fotográfica que le regaló Mozart. “Pardon” me encerré en mi pieza con ganas de
mandarme mudar saltando desde el tercer piso.

CHAMBRE 9

UN MUCHACHO teclea enfurecidamente en una máquina de escribir montada sobre


sus piernas, sentado en la cama individual de la pieza más grande de la chambre 9. Está
escribiendo hace dos horas, desde que sus compañeros bajaron a comer huevos con
jamón al pub Saint-Germain sin invitarlo. Pronto amanecerá. El muchacho no deja de
trabajar cuando escucha un tropel de pisadas avanzando por el corredor en dirección a
su puerta. Un hombre pelirrojo -caído en un sobretodo negro- entra con la mirada verde
inyectada de hasch y se tira boca arriba en la cama de dos plazas. Desde allí hace una
seña hacia la puerta abierta. Una muchacha negra entra seguida por dos adolescentes y
se detiene a observar al que estaba escribiendo: es hermosa -aunque demasiado delgada-
y su palidez friolenta se acentúa tras un rictus de contrariedad. El más alto y más joven
de los adolescentes la empuja hacia la pieza chica de la chambre. Entonces el muchacho
arranca la hoja, tapa la máquina y abandona la cama para empezar a vestirse. El otro
adolescente se cruza de brazos recostado al ropero, con la cabeza gacha. En la piecita
hay una asordinada discusión que no termina hasta que la prostituta sale
reacomodándose una estela perchenta: se vicha en el espejo del botiquín el tiempo
suficiente para medir su desamparo y ordenarse las motas, y se escapa de la chambre. El
muchacho termina de vestirse a los manotazos y escruta una sola vez al hombre
pelirrojo, que hace oscilar relampagueantemente el odio de su mirada de gárgola hacia
las dos paredes.

CUANDO EL dueño del Bateau -un judío marroquí que cantaba canciones de Atahualpa
Yupanqui y machacaba una guitarra que había pertenecido al Viejo- nos confirmó las
galas conseguidas para Navidad y Año Nuevo en el Club Mediterranée, nos vimos
obligados a pergeñar un póster del conjunto. Faruk nos pasó el dato de que el Bigote era
fotógrafo aficionado y tenía hasta un estudio montado en el hotel, así que le pedimos
precio. Él puso cara de contento -por primera vez en cuatro meses- y dijo que nos
cobraría nada más que el revelado, porque esa condena la cumplía vocacionalmente.
Después volvió a enclavarse la pipa en el habitual rictus de saturación y nos avisó que el
sábado iba a caer la policía a hacer una revista semestral de pasaportes. “Lo digo por si
alguno no tiene la carte de séjour, todavía” murmuró sin mirarme: “Les convendría
pasar la noche afuera, en todo caso”.

El viernes tuvimos las ampliaciones y decidimos bautizarnos Jamaica por consejo de


Ramón, que cayó a visitarnos y se enteró de la requisa y nos invitó a pasar el fin de
semana en Épinay-sur-Ôrge, donde alquilaba una casona con un argentino amigo.
Ramón argumentó que la moda del folklore andino ya estaba en la más absoluta
decadencia y que nos convenía darle un yeito caribeño a la cosa. “A la verdad que la
mano ahora viene para lo brasilero” dijo rechazando un mate con aprensión de gringo:
“Pero qué vas a hacer. Es más fácil pasar por centroamericano que por brasilero,
petiso”. “Podemos poner a cantar a Ray” sugirió Abel: “Este es de la frontera”. Ray me
miró sonriendo, entre irónico y triste. “Yo no sirvo pa nada, botija: ya sabés. No le
pegues patadas al puntero, que vas a terminar llevándote un tacazo”. “Puta, qués
susceptible que estás” me defendí sin rabia, aunque con cara de haber recibido los
tapones en plena canilla: “Era nomás que un chiste, loco”.

Ramón envaró su lomo en el sacón de cuero que trajo de la gira que hizo por Estados
Unidos acompañando a Paul Simon con el charango y se quedó observando un rato el
lambriz. “¿Todavía tenés colgadas esas porquerías?” preguntó señalando las fotos de los
goles. Y me miró como maravillado y decepcionado al mismo tiempo. “Vos tenés que
cambiar, petiso. Ya te-“. “Cuando cambie te aviso” retrucó Abel, mostrándole los
dientes. Parecía un liceal en rebeldía, y Ramón le acarició la coronilla con un dedo (el
dedo estaba tibio). “Ta. No te chupes, Principito” dijo. Después se quedó observando
unos segundos a Ray (que parecía tachar algo en su block enfurecidamente) y preguntó
de golpe: “¿Vos también te venís el sábado a Épinay, puntero loco? Tenemos buena
yerba”. Ray recompuso su rostro de complicidad con el prójimo y dijo: “Se le agradece
su amabilidad, don Ramón. El puntero izquierdo siempre está dispuesto a jugar -si no lo
tiran a matar demasiado con los pases, claro”.

EL SÁBADO consiguieron suplentes para el Bateau y tomaron un tren en la gare Saint-


Michel antes de oscurecer, contentos de haberse librado del Cordobés -que debutaba en
Massy- y con una novelería bárbara por el week-end en banlieue, como decía Pedrito
imitando a las burguesas fanáticas de Hasta siempre, Comandante. Abel estaba rabioso
con Pedrito porque no había querido llevar a Colette, pero se fue amansando frente al
transcurrir de la magia plateada que constelaba el sur. Un revoltijo sentimental apenas
comparable al producido por una inspiradísima audición de Síncopa (con dos o tres
mêle-cass arriba, claro está) me hizo sobrevolar dulcemente la náusea, hasta
depositarme en los suburbios del cielo. Tiene que haber derecho a otra vida -pensé al
atravesar la neblina azulada de las callejas de Épinay-sur-Ôrge: Tiene que haber
derecho.

Ramón estaba eufórico, y los recibió abrazándolos como si hubiera dejado de verlos
muchos años atrás. “Pensé que no venían” le murmuró en el hombro a cada uno,
cerrando su mirada y volviéndola a abrir titilantemente: “Pensé que no venían”. ¿Qué te
pasa, loco? ¿Ya te fumaste el primer petardo? Estuve a punto de preguntarle, pero me
arrepentí a tiempo. La casona era de dos pisos y tenía un fondo con frutales donde
Ramón y el argentino habían montado un estudio de grabación profesional. Abel subió
al primer piso y allí se reencontró con la aproximación al paraíso que había entrevisto
en la banlieue: Eva acababa de hacer dormir a su hija y me invitó a reclinarme sobre la
cuna. “Yo no puedo mirarla demasiado tiempo porque lloro” murmuró, después de
pedirme prestado el pañuelo para limpiarse un vómito infantil que le alamparaba la
blusa. En ese momento apareció Ramón y la muchacha corrió a abrazarlo en puntas de
pies. Pensar que esta botija debe haber sido como Bénédicte, calculó imaginándosela
con ocho o diez años menos: Una candidata a putita, en el mejor de los casos. Ramón
inclinó su cabeza barbuda sobre la menudez de su mujer -que era unos veinte
centímetros más baja que él- como si estuviera sosteniendo una flor. Y yo pensé
inocentemente: Eso es lo indestructible.

Al bajar encontramos a Pedrito terminando de armar un petardo frente al


deslumbramiento de Ray, que se frotaba las manos sentado en la moquette con el
sobretodo todavía puesto. Parece un monje falso, volvió a pensar Abel: Un sosías
pelirrojo. Montiel (el argentino) sugirió ir a fumar al estudio de grabación, y atravesaron
el incipiente perfume de los frutales para despatarrarse en la pieza acolchada. Eva no
fue. “Qué lo tiró: mirá si a Dostoievski lo hubieran encerrado en un bulincito como este
cuando estuvo en Siberia” se le ocurrió comentar a Abel: “Habría podido aprovechar
para laburar tranquilo una vez en su vida, por lo menos”. “Che, ahora que lo nombrás:
¿por casualidad no es de Dostoievski ese famoso cuento de los dos presos y la
cucaracha?” me preguntó Ramón, con indisimuladas esperanzas de tener que contarlo.
“No sé. No lo conozco” dije. “¿No lo conocés, petiso? Es un clásico universal, de
Dostoievski o de no sé cuál otro fantasmón: no me acuerdo ni del título. Se lo escuché a
uno de los negros que cantaban con Simon en la gira”. Entonces el gigante hizo una
señal casi voluptuosa para que su hermano postergara un momento el encendido del
petardo.

“Resulta que había dos tipos presos en el fin del mundo” empezó a contar, infantilizado
por la felicidad: “Imaginate Siberia, si querés. Los tipos están solos durante años, a pan
y agua: ellos y las cucarachas, nomás. Igual que en el Stella. Hasta que un día terminan
de comer -cada cual en su rincón- y entra una cucaracha rezagada y se lleva la última
miga que quedaba en el suelo. Los dos tipos se miran, pero no dicen nada. Al otro día
están sentados exactamente en la misma situación y vuelve a entrar la cucaracha para
llevarse la última miguita. -¿Viste, che? -dice uno de los tipos. -Hoy se la guardé a
propósito y la vino a buscar, nomás. -No entiendo -pregunta el otro: ¿Le guardaste qué a
quién? -Le guardé una miguita a mi cucarachita -contesta el tipo, poniendo jeta de Flaco
laurel. -La putísima madre que me parió -grita el otro, pegando un salto en su rincón
como para salir a buscar el knock-out: -Tener que estar en este infierno, y todavía con
un anormal enfrente. ¿Pero cómo me vas a decir que esa es tu cucarachita? ¿Así que
entre los cien o doscientos bichos que entran en este infierno todos los días vos podés
distinguir a tu cucarachita? -Mañana vas a ver cómo viene otra vez -dice el tipo,
tranquilo: -Mañana vas a verla. -¿Voy a ver que, animal? -grita el otro: -Voy a ver una
cucaracha, claro. ¿Y qué? ¿Qué me querés decir con eso? ¿Por qué no le arrancás una
pata para ver si es capaz de volver rengueando, eh? -¿Arrancarle una pata a mi
cucarachita? -pregunta el tipo, poniéndose tristón. -Ta. Basta -dice el otro. -Hacé lo que
quieras, pero a mí no me jodas más con eso.

A esta altura Ramón estaba eufórico, parado en la mitad del estudio y haciéndonos reír a
gritos con las imitaciones del Flaco Laurel. Pedrito no pudo aguantarse y prendió
ávidamente el tarugo de marihuana y lo hizo circular. “Bueno. Y al otro día volvió
nomás” siguió contando el gigante después de haber pitado, con la mirada ya
aterciopelándosele: “El tipo la ve acercarse a la miguita y después juna al otro y agarra
al bicho con mucho cuidado. -¿Arrancarle una pata? -pregunta: -¿A mi-? -A tu nada,
carajo -lo interrumpe el otro: -Loco, escúchame: no hay derecho a jugar con la paciencia
de nadie. Y menos siendo nomás que dos, como somos nosotros. Arrancale aunque sea
una, dale. Y si mañana vuelve podemos empezar a hablar- Entonces el tipo cierra los
ojos y pega un tirón seco. -Perdoname, cucarachita -le dice (ya sin cara de gil) mientras
la ve irse rengueando”.

“Bueno, y al otro día el bicho aparece rengueando puntualmente y el tipo salta en su


rincón como los boxeadores que acaban de voltear al contrario por segunda vez
consecutiva. -Hola, cucarachita -le dice arrodillándose, con cara de arrepentimiento. -
¿Te dolió mucho ayer, verdad? Pero se puede caminar igual con una pata menos
¿verdad? -Cómo no va a poder caminar, muchacho -murmura el otro (ya recuperándose)
desde su rincón: -De cien cucarachas que entran en este infierno más de la mitad andan
así. ¿Nunca te fijaste? -Tenés razón -dice el tipo. Y de repente mira al otro y empieza a
ponerse pálido. -Pero no pretenderás que-. -Yo no pretendo nada, campeón. Yo no
pretendo nada. Lo que te pido por favor es que no jodas más con tu cucarachita. Me vas
a enloquecer, en serio. Y con un loco alcanza y sobra, te puedo asegurar. -¿Y si le
arranco otra? -pregunta el tipo, volviendo a levantar al bicho como para acariciarlo: -
¿Viste caminar muchas cucarachitas con dos patas de menos? -Habría que fijarse con
tiempo -negocia el otro: -Pero ya sería distinto, el asunto- Entonces el tipo cierra los
ojos y le pega un tirón. Y al tercer día pasa lo mismo y al cuarto y al quinto y al sexto lo
mismo (no sé cuántas patas tiene una cucaracha) hasta que el bicho ya entra casi
arrastrándose a la celda: ya no le quedan más que las dos patas traseras”.

Ramón volvió a pitar hincándose sobre la moquette, donde se había acostado a hacer la
mímica. Ya nadie se reía, a esta altura. Y Abel pudo captar perfectamente algo así como
el reblandecimiento de la felicidad del gigante -que hizo girar entre su público una
mirada demasiado negra, antes de recomponer la pose para su parodia. “Bueno” jadeó,
tratando de imitar la fatiga de una cucaracha que se tuviese que arrastrar ayudándose
sólo con las dos patas traseras: “Y allí el tipo se niega a seguir destripando al bicho.
Terminantemente. -C’est fini, loco -dice: -Hoy sí que c’est fini. Mirá en lo que
acabamos. -En nada -retruca el otro: -Que es más o menos en donde empezamos, si no
me equivoco. -Ta bien -suspira el tipo: -Ya está casi deshecha, igual. A ver, macho:
ahora decime -pero decímelo de verdad- si alguna vez viste caminar a una cucaracha
con una pata sola. -Jamás -contesta el otro: -No creo que puedan caminar con una pata
sola. -¿Ah, no? -echa la falta el tipo, junando el rincón de enfrente como si estuviera
peleándose con el espejo: -Decime: ¿y si esta vez aparece vas a creer que es la mía?
¿Vas a creerme, al final? -Sí, muchacho. Te creo -lo sobra el otro: -Pero dejá en paz de
una vez al pobre bicho. A esta altura yo te creo cualquier cosa, igual; no te preocupés
más por el asunto. -Ah, así que ahora te da lástima y todo -se ríe el tipo: -Qué bien.
Vení, cucarachita- Y la agarra otra vez como para acariciarla y la pone en el suelo con
muchísimo cuidado y el bicho se va de la celda arrastrándose espantosamente despacio,
ya sin migas entre las antenas ni nada. -Chau, cucarachita -dice el tipo, haciendo como
que se limpia los mocos. -Ta bien -baja la cabeza el otro: -Perdoname, varón. No te
pongas así. Ahora reconozco que es la tuya, en serio. -No señor -grita el tipo: -Si es mi
cucarachita tiene que volver mañana, aunque sea con media pata. No me va a dejar solo,
vas a ver: no me va a dejar solo-. Y al otro día se pasan los dos junando el agujero de la
celda hasta que se hace de noche pero la muchacha no vuelve, che. No volvió nunca
más” terminó abruptamente el cuento Ramón, con el azabache de la mirada abismado
por el odio y el asco al mismo tiempo.

“Qué lo parió. Qué cosa más tremenda” dije después de un rato: “Está para reescribirlo
tal como lo contaste, nomás”. Ramón no dijo nada. Montiel se levantó a poner un disco
de Pink Floyd y yo cerré los ojos para empezar la peregrinación: había una neblina azul,
en las espirales del camino que subía a la Ciudad. Los paisajes eran pompas de tiempo
cristalizadas durante cada fulguración de la armonía, hasta constelar un rosario
empedrado por pupilas humosas. Las primeras en aparecer fueron las de Pedrito.
Estábamos en Carrasco -donde nos conocimos- y su infancia brillaba resguardada entre
los eucaliptos. Pero los eucaliptos volvían a aparecer acoralados en los ojos de Ray, y
una lujuria incandescente incendiaba su verdor hasta trocar las avenidas en gigantescas
cloacas: allí flotaba un coágulo que jamás llegaría a tener mirada, siquiera. Dentro de la
mirada de Ramón también estaba Gabi vieja, llorando y alargando sus brazos en
dirección a mí. Yo estaba arrodillado en Jerusalén, remotamente inválido. Los ojos de la
Virgen afelpaban la noche con una transparencia color miel. Entonces se proyectaba la
señal, rozándome la nuca y ensanchando su paso por el tiempo estrellado. Sinclar
-vuelto Jesús- me miraba en silencio, desde la luz de Auvers.

“Perdón” murmuró Abel. “Las cucarachas no perdonan a nadie, campeón” retrucó Ray
en secreto, tirado al lado suyo -y todavía acorazado por la negrura del sobretodo-
aunque Abel no lo alcanzó a escuchar. Ni siquiera pudo volver a abrir los ojos antes de
caer dormido en un rincón del estudio.

RAMÓN NOS despertó a media mañana con la felicidad resucitada y una humeante
bandeja donde se amontonaban tazas de café con leche y sandwichs calientes
aderezados por un aparatejo traído de Nueva York. “Pa” se frotó las manos Pedrito:
“Esto huele a domingo de mañana, loco. ¿Te acordás?”. “Sí” murmuró Ramón,
abrigando a su hermano con la mirada titilante de la noche anterior (antes que nos
zampara el cuento de la cucaracha): “Pero no pienses más en eso por favor, Pedrito. Lo
que hicieron allá fue torturarte y chau. Ahora ya estás en otra”. “¿Dónde te torturaron,
bepi?” preguntó Montiel, con indisimulada indiferencia. “Allá. ¿Dónde va a ser?” ladró
el chiquilín, pegando un cabezazo para despejarse el cerquillo: “En la Jefatura de Policía
de Montevideo, loco. Me agarraron repartiendo volantes del FER y me sopapearon hasta
reventarse los sabañones: quedé con un tic nervioso y todo”. “Entonces tuvo que hacer
el sacrificio de largar el liceo y rajarse a París porque el hermano mayor -el padre de
familia ejemplar con ascendente carrera en Europa y Estados Unidos, como me deben
catalogar mis viejos en los conciliábulos de la feria del barrio- le ponía un pasaje a
disposición, y al psiquiatra le pareció fenómeno” complementó el gigante: “Pero cuando
yo dije que allá te torturaron no me estaba refiriendo al Uruguay, Pedrito. Hablaba de
otra cosa. ¿Qué tal si armás un faso, Monti?”.

“¿Y de qué hablabas che, si se puede saber?” escarbó Abel, por entrar en calor. “De la
niñez hablaba. ¿Para qué preguntás si ya sabés, campeón?” murmuró Ray al lado suyo,
levantándose las solapas del sobretodo como los clochards. Yo lo miré de reojo y acepté
que la tregua prenavideña estaba definitivamente terminada entre nosotros. La cosa
empezó la noche que le dio púa a Pedrito para traer a la yira a la chambre, pensé
desconcertado: No entiendo por qué demonio tendrán que armarse estos relajos. Abel
pidió permiso para orinar entre los frutales y Ramón contestó con una oscura mirada
complaciente. Afuera no hacía mucho frío. Desde el fondo de la casona se veía un
horizonte lejano y neblinoso, constelado ahora por el atavismo de la mañana dominical.
Bénédicte está cerca, pensó Abel suspendido por el erizamiento esperanzador que le
duraba apenas un segundo: Massy queda por aquí cerca, estoy seguro. Y se apoyó en un
tronco para aspirar el perfume incipiente (aunque sin floración, todavía) de los frutales.

SAINT-TROPEZ
FUI A cenar al Sporting. En la plaza acababan de jugar a la pétanque bajo las amarillas
ristras de focos colgantes. La multitud pueblerina y los pescadores -que cada tanto
debían haber bochado haciendo relumbrar la pequeña bola metálica en la cancha
sombreada por los plátanos- ya no estaban allí. Yo observaba fijamente el espacio
dorado donde todavía humeaba la tierra levantada por el gentío. Abel pensó que ya era
hora de escribirle algo a Bugeia acerca de Lilith, pero una especie de pereza mortal le
hizo doler los brazos. Y sin embargo hay que seguir, pensó: Trabajar. Y pelear. Y creer.
Hay que creer para sobrevivir. Y viceversa, padre.

De repente se apareció en el Sporting una barra formada por Pedrito Isabelle el


Cordobés y la crispante actriz de cuarta. No se sentaron lejos de mi mesa, aunque
demoraron en verme. Yo no veía a Isabelle desde bastante antes del parto y apenas la
reconocí. Lo que la volvía casi irreconocible no era la falta de barriga sino más bien la
falta de una pureza azul -brillando a contramano- en los ojos maquillados como los de
una yira. “¿No te habías dado cuenta que era una putita, enbarazada y todo?” me
preguntó la voz de Ray, y yo me volví a ahogar panicosamente igual que en el asiento
delantero de la Ferrari. Estuve a punto de salir corriendo a boquear en la plaza pero me
aguanté firme: tenía que pagar. Cuando levanté el brazo para llamar al mozo los
muchachos me vieron y me saludaron. No tuve la misma suerte con Isabelle (que no
quiso conocerme) ni con la actriz de cuarta, que dio vuelta la cara como si viera al
diablo.

A lo mejor parezco el diablo, nomás -pensé, fregándome los ojos. Después llamé a
Pedrito. El chiquilín se me acercó a desgano, mirándome con culpabilidad infantil y
lujuria babosa al mismo tiempo. “Qué pasa, nono” dijo. “Me imagino que no irás a
mandarte alguna burrada inédita, a esta altura del campeonato” rezongó Abel, con
dulzura: “¿En dónde anda el marido de esta joven madre?”. “¿El Ceja? Se fueron para
Alemania hoy de mañana con el Diamante: agarraron un contrato en Hamburgo. Y yo
saqué a tomar algo a la señora, nomás. No pasa nada, nono”. Pedrito dio media zancada
para irse y volvió a torcer la melena en dirección a Abel. “Otra cosa, che” dijo
agriamente serio: “Me olvidaba de avisarte: esta tarde se apareció Colette. Se tiró a
dedo, la anormal. Ya estuvimos hablando y la borré. Dice que le gustaría verte, antes de
irse: va a andar en el puerto. Pero te pido por favor que no la lleves ni a Chez Marlene
ni a la pensión. Ya no la banco más”. Abel no respondió y el chiquilín volvió a su mesa
contoneándose como un pichón de cafiolo.

Me fui al puerto. A la verdad que el día había sido tan complicado que no me quedaban
ganas ni de ver a Colette. Le tenía que mostrar mis ojos podres, además. Aunque a
Pablo Regusci no parecieron impresionarlo mucho, pensé mientras desembocaba en el
empedrado recorrido por el escaso turismo otoñal. Entonces vi arrancar un Citroën muy
mugriento desde el estacionamiento privado de una boîte enfrentada a la parada de
taxis: el conductor usaba un chambergo blanco grande como un plato volador. Corrí
hasta un taxi y di orden de seguir al Citroën sin entender demasiado bien por qué. El
chofer parecía entusiasmado. Mientras estábamos parados en los semáforos de la
carretera que lleva a Pampelonne miró por el espejo retrovisor y preguntó: “¿Nos
mantenemos más cerca del que seguimos o del que nos sigue, jefe?”. “¿Quién nos
sigue?” preguntó Abel, acalambrándose al contorsionar el pescuezo. Atrás no se veía
ningún auto. “Una Ferrari roja” dijo el chofer, con tonito canchero: “Sabe cómo trabajar.
Por ahora puede irse escondiendo. Pero en la carretera le va a ser imposible. El
problema es que tiene mucho más motor que nosotros, jefe”.

Hay que reconocer que yo nunca me hubiera dado cuenta de la persecución. La Ferrari
siguió trabajando increíblemente bien en la carretera, aprovechando los repechos
encadenados para desparecer durante algunos minutos y todo. Los negros se metieron
en el camino de tierra que bajaba hasta el Pam beach Club y nosotros esperamos un
poco para seguirlos. Eso le complicó la vida a la Ferrari, que prefirió acelerar y pasarnos
a ciento cincuenta. Después del Pam Beach Club había una curva totalmente oculta por
los pinos para poder estacionarse, de todas maneras. El taximetrista largó un silbidito
retórico. “¿Este no será un cana?” me preguntó, empezando a meterse -simpáticamente-
en lo que no le importaba. Le contesté que no podía saberlo. “Seguí” agregué, poniendo
voz de duro.

Mientras el coche bajaba las cinco o seis cuadras que separaban al camping de la
carretera, Abel iba estudiando el crecimiento de la inminencia lunar sobre los viñedos.
Iba pensando en Colette, a la vez que aceptaba que desde la primera carta escrita por
Pedrito a la muchacha, Ray pudo haber tenido acceso a su nueva dirección. En la
administración me las arreglé perfectamente para averiguar el lugar que ocupaba
Batalla: estaba en una caravane, muy cerca de la doble vía asfaltada que vertebraba el
camping. Allí despedí al taxi. “Suerte” me dijo el chofer, y yo le puse los dedos en v con
cara de presidente burgués progresista.

La caravane que alquilaban los negros estaba ubicada en la “zona residencial” del Pam
Beach Club, con muy poca estridencia de ropa tremolante sartenes o Beatles. Abel
encontró a Batalla bajando algunos bolsos más mugrientos que el Citroën, todavía.
Ninguno de los dos se abalanzó a abrazarme. Batalla se había sacado el chambergo y los
lentes ahumados, y su miopía sobradora daba hasta un poco de lástima. El negro chico
estaba acuclillado adelante del coche, con los ojos clavados en el pezón de tierra por
donde asomaría la luna. La redondez nacarada del ton-ton le flotaba en los brazos como
otra luna a punto de brillar.

“Qué busca, hermano” me preguntó Batalla: “¿Ustedes ya no viven aquí, verdad?”.


“Verdad” dije: “Pero seguimos comiendo chocolate, hermano. Y se nos acabó. Hace
tiempo. ¿Tenés algo para vender?”. El negro se camufló de apuro con el chambergo y
los lentes, sin poder evitar el temblor del fastidio. Apenas sonrió. “Yo no vendo” roncó:
“Yo nunca vendí de eso. Cuando tengo convido, pero nada más. Un guitarrista de Bahía
no precisa vender más que su samba para sobrevivir”. Aquello me hizo calentar. “Claro”
dije: “Pero en el caso de los músicos angolanos que se hacen pasar por bahianos debe
ser diferente, supongo”.

Batalla no perdió la paciencia. “Andá tranquilo” murmuró: “Y si no seguís diciendo más


pavadas cuando consiga chocolate los invito con algo”. Entonces me jugué. “¿Así que
no pudiste venderle nada a la rubia diabólica, Sidney Poitier? Andás con mala suerte,
este verano. Las divas no te quieren dar besos, y esta-”. “¿Quién te cantó ese samba?”
me preguntó Batalla con la paciencia intacta. “Alguien que estaba allí” sonreí, lo más
cínicamente posible: “Hoy visité la villa-”. De golpe empezó a sonar el ton-ton del
negro chico y no tuve más remedio que desconcentrarme para verlo sonar: una luna casi
tan bermellón como la que vi subir una vez en el Tajo había entrado a la noche. Había
entrado a la noche como una propiedad indespojablemente nuestra, y el negro festejaba.
Festejaba arrancando del ton-ton nacarado el conjuro tristísimo de la fertilidad. Aquel
tambor sonaba como un pueblo.

“¿Por qué no le preguntás a la rubia diabólica lo que iba a hacer conmigo allá en Favela,
hermano?” me desafió de atrás Batalla, con la seguridad recompuesta: “Que te mienta,
si puede”. El que estaba mintiendo era él, pero yo había encontrado la hilacha que
esperaba para entrar a la trama. “¿Qué? ¿Te la manducabas después que ella imitaba a la
Piaf?” pregunté, haciéndome el que sabía mucho: “¿Y la mujer-macho no protestaba,
che? ¿Y el ex-macho tampoco?”. “El ex-macho estaba loco” murmuró el angolano, con
asquerosidad: “Y la última noche que la bicha vino a cantar a la boîte él estaba en una
cama largando sangre por la cabeza, hermano. Eso consta -con testigos- en la Jefatura
de Policía”. Abel se puso blanco, sin haber vuelto a mirar la luna. “El Inspector Bugeia
no me comentó nada” chisté, rabioso: “¿Él alcanzó a localizar a Lilith, allá en París?”.
“Sí, señor” dijo el negro: “Y también alcanzó a cerrarme Favela, el muy hijo de puta.
Pero todo eso fue recién al final, después que ustedes bajaron al sur. Y acá nos debe
tener vigilados a la bicha y a mí, no te quepa la menor duda”. Entonces pensé en la
Ferrari y le ofrecí a Batalla un Peter Stuyvesant.

“¿Quién te contó lo de la villa, hermano?” insistió el negro, mientras prendíamos los


cigarrillos: “Es por saber, nomás”. “El marica” mentí, para ver qué pasaba: “El pintor.
Mozart”. “Pero-” se puso grisáceo el negro: “¿Pero qué alma podrida que es la gente,
no?”. “Alguna” dijo Abel, sin dejar de atender el conjuro del ton-ton. “Y pensar que ese
alma podrida de Mozart ni siquiera se comió los interrogatorios” contratacó Batalla:
“Fue el único que no se los comió, al final”. “Él no estaba en París cuando mataron a
Sinclair” puntualizó Abel. “¿Es que acaso hay testigos de que él estuviera en otro lado?”
porfió el angolano. “No sé” dije: “No sé. Bueno. Tengo que irme a trabajar. Disculpame
las molestias”. “¿No querés que te alcance hasta el puerto?” me preguntó Batalla, entre
amable y desconfiado. “No, gracias, Voy a dedo” dije: “Igual que cuando vivía aquí”.
Entonces me di vuelta y le acaricié las motas al negro chico. Él no dejó de tocar, pero
sonrió relamiéndose los goterones de nácar que le escarchaban la cara. Sudor o llanto
-tanto da, pensé. La luna entraba como una avalancha de belleza rojiza en el callejón del
camping.

Cuando terminé de subir el camino de tierra y me paré en la carretera, todavía se


escuchaba el latido del ton-ton. Entonces apareció la Ferrari. Había estado estacionada
en el Pam Beach Club, evidentemente. No precisé ni hacer la clásica seña del auto-stop:
el matoncito frenó por su cuenta y se ofreció a llevarme al puerto. “¿Al Impasse des
Conquêtes?” me preguntó, como un chofer -y yo me acordé fulminantemente de la
puntería del taximetrista que me había traído al camping. “Sí” dijo Abel: “Voy a pasar
por ahí primero a buscar la foto con la B.B. Nos la pidieron para colgar en la cartelera
de Chez Marlene. ¿Mucho laburo, viejo?”. El matoncito lo enfocó con los ojos
inocentemente degenerados pero no sonrió. “Hay del divertido y del aburrido” comentó:
“No me quejo”. A Abel le dio muchísimo trabajo -durante todo el trayecto- no reírse
solo. El matoncito policía, pensaba sin parar: Y yo vigilando los atardeceres. “Qué mal
viven los tiras ¿eh campeón?” me desahogué preguntándole en español, enseguida de
bajarme. Él me hizo una guiñada y arrancó como un bólido.

Las ventanas del tercer piso estaban todas oscuras. Pero no todas las piezas estaban
vacías: Abel oyó gemidos amatorios ya desde la mitad de la última escalera. Andan
bravos los muchachos, pensó distraídamente. Lo que me tenía concentrado -y aliviado y
nostálgico, al mismo tiempo- era la certidumbre de que mi papel como investigador no
había pasado de ser en ningún momento más que una estupidez. Una real estupidez,
Inspector Marc Bugeia: usted sí que me la jopeó -pensé riéndome solo: ¿Qué se fizo tu
aventura / Caballero? / Qué tristura. Abel no pudo darse cuenta hasta después de abrir
maquinalmente su puerta de que el gemidero era allí, en realidad. La luna todavía no
plateaba la pieza, pero alcanzaba para iluminar a Pedrito y a Isabelle. “Sádico” gritó
Abel, pegando un bruto portazo: “Podías haber cerrado con llave, por lo menos”.
Mientras bajaba la escalera a los saltos recordó haber oído alguna vez que las puérperas
no pueden hacer el amor hasta después de un mes del parto. Lo que pasa es que estamos
en Saint-Tropez, pensó: Y aquí hasta la comunión se debe hacer contra natura. Tendrían
que advertirle a los turistas -con carteles colocados en la ruta y todo- que por las dudas
no miren para atrás en el momento de irse. Usted puede volverse una estatua de sal
perfectamente, forastero.

NO PUDE encontrar a Colette en el puerto. Ya era tarde, y subí a Chez Marlene con un
humor canino. Aquella noche apenas se hablaron, con Pedrito. Pero al terminar de
trabajar el chiquilín le aclaró a Abel que no iba a dormir en la pensión. “Si encontrás a
Colette, ofrecele mi cama” dijo: “No tiene donde apolar. Yo me voy a otro lado”. Abel
lo miró a los ojos y el chiquilín bajó la cara, entre asustada y cínica. “Me parece muy
bien” le dije: “¿Sabés cambiar pañales? Porque así la podés ayudar a Isabelle, también”.
Pedrito pegó un cerquillazo y arrancó contoneándose calleja arriba. Yo bajé al puerto a
tratar de encontrar a Colette por última vez.

La encontré. Estaba sentada en la plateada oscuridad de la escollera, con las piernas


colgando y los ojos anclados entre los contraluces lunares de los yates. Demostró poca
cosa, al verme. Abel aspiró obligadamente el perfume de la muchacha y no olió nada
bueno detrás de aquel encuentro. Tampoco tuvo la menor necesidad de esconder los
ojos, porque ella ni lo miraba. Ya hacía bastante frío, y le pasé mi gabán sobre su
sweater y la llevé hasta la pensión sin darle explicaciones. A ella no parecía importarle
literalmente nada.

“¿Esta es la cama de Pedrito?” fue la primera frase larga que dijo, apenas entramos a la
pieza. Le contesté que sí y empecé a preparar el mate. “¿Después que hagas el mate
podés apagar la luz, por favor?” me pidió la muchacha, tirándose sobre la cama
deshecha por Isabelle y Pedrito. Aquella frase hizo que Abel sufriera un ataque tan
violento de voracidad que hasta se vio obligado a moverse de espaldas a Colette, para
esconder la explosión deforme de su sexo. Entonces apagué la garrafa y la luz de apuro,
y me tiré en la cama. “¿No te importa no tomar nada?” pregunté: “Estoy rendido”. Ella
ni me contestó. Quedó brillando de cuerpo entero abajo de la luna, con las facciones de
pájaro alzadas hacia un sitio que yo no conocía.

“Soy adoptada” empezó a decir al rato: “Pero conozco muy bien a mis padres. Ellos
vivían en el mismo pueblo que yo, en Auvergne. Me regalaron o me vendieron o algo
así, porque tenían demasiados hijos. Es un caso bastante común, allá. En la casa de mis
padres adoptivos había que mear y todo lo demás en el mismo lugar que los cerdos: pero
eso es muy común, también. Mi padre adoptivo no me violó ni nada por el estilo. Me
violaron entre varios muchachitos borrachos arriba de una mesa en un baile de
casamiento, a los quince años. Después no tuve más hombres. Aunque te parezca
mentira, le propuse casamiento a Pedrito y él aceptó. Fue al poco tiempo de conocernos.
Desde el principio me dijo que tenía veintidós años y yo me lo creí. Todo, me lo creí:
que me iba a mandar buscar desde Cannes y después desde aquí. Que estaba juntando
plata para eso y para casarnos a fin de año. Y yo reventaba de calor en París y al volver
del laburo me metía en el baño turco del Stella y me encajaba una almohada abajo del
vestido y soñaba que yo era Eva y él era Ramón. Hasta que me pudrí de esperarlo y me
vine a dedo: demoré cuatro días. Y ahora me manda al diablo. Tranquilamente. Dice que
tiene dieciséis años. Dieciséis años. Dios mío”.

Lo peor es que no está llorando -pensó Abel, después que la muchacha se quedó callada.
Entonces apareció la voz de Ray (aunque no era exactamente la voz de Ray, yo lo sabía
muy bien) por tercera vez en lo que iba del día. “Dale, tirátele arriba” decía: “¿No ves
que la canaria está regalada, vejigón?”. Esta vez me sentí ahogado, pero no por la
histeria panicosa: tenía hambre de Colette, y podía imaginarme extraordinariamente
bien todo lo que hubiera podido hacerse ahí abajo de la luna. Con la muchacha del
perfume triste.

“Ah, me olvidaba: Ramón viene a visitarlos en estos días” anunció ella de golpe,
recuperando la voz que yo le conocía. “¿Ah, sí?” murmuró Abel, como emponchado por
un alivio azul. Por fin voy a poder contarle el asunto de Ray a alguien que pueda
entenderlo, pensó: Por fin. Cristo bendito. Por fin. “También te mandan saludos el
Cosmósfero y Mich. Están viviendo en la 22” agregó la muchacha: “Y Ray. Bajamos
con unos días de diferencia y ayer me lo encontré aquí cerca, en Saint-Raphael: anda
con un gitano, yirando en una camioneta. Mandó decir que en cualquier momento te
viene a ver. Que no te preocuparas”. Abel se pasó varias veces la mano por el pelo y se
acercó al rincón donde estaba su valija. Simuló buscar ropa para poder permanecer
agachado unos momentos en la oscuridad, sopesando el cuchillo del hotel Stella. La
sangre jacobina, pensó: Y el manantial sereno. Cuando volvió a su cama vio que la luna
estaba abandonando el cuerpo dormido de la muchacha, y la tapó prolijamente con el
gabán.

CHAMBRE 22
UN MUCHACHO fuma el último cigarrillo de su jornada a las siete y media de la
mañana. En la otra cama de la chambre ronca violentamente un hombre pelirrojo. El
muchacho relojea un fajo de hojas hinchadas por las tachaduras que hay sobre su
mesita, y termina contorsionándose para observar con desesperación las rejillas de luz
primaveral que proyectan las persianas. Entonces oye el jadear de alguien que abre la
puerta (cerrada sin llave) y salta de la cama: su susto aumenta cuando ve al diminuto
conserje mauriciano hacerle señas desorbitado desde el portal, y escaparse corriendo. El
muchacho destripa su Peter Stuyvesant y corre descalzo y pega un resbalón al cruzar por
el mosaico recién fregado del pasillo. Entonces ve al conserje hipando agachado frente
al charco de luz malva que derrama la última puerta, y lo empuja suavemente para poder
pasar. La claridad se hace violenta, adentro de la pieza: un hombre flaco y alto -vestido
con un piyama amarillo y negro a rayas- está tendido de través sobre la cama. La sangre
de la cabeza partida del hombre ya no chorrea hacia el piso -aunque las tablas todavía
no han absorbido todo lo regado. El muchacho permanece inmóvil e impasible durante
unos segundos, con los ojos clavados en los ojos semiabiertos del muerto. Lo único que
se escucha es el hipo del mauriciano, llorando en el pasillo. La mirada del muerto
parece recoger con jubilosa dulzura la luz primaveral. De repente el muchacho hace un
movimiento abrupto con la cabeza, y enfoca el empapelado vacío de la pared donde está
recostada la cabecera de la cama: lo que encuentra colgando es apenas una gran huella
pálida -la huella de una cruz que debió haber parecido escandalosamente grande cuando
estuvo colgada entre la suciedad de la pared.

MUY POCAS horas antes de que Sinclair fuera asesinado tuvimos que apechugar una
inusual procesión de visitantes en la maldita chambre 22. Yo había trabajado hasta el
amanecer en la taberna, y después de bajar a comer algo con Ray al bar-tabac me moría
por dormirme una buena siesta. “¿Apoliyo corrido?” murmuró Ray empezando a chupar
un escarbadientes: “A propósito, che: ¿no la notás mal cojida a la Tabaquita?”. Abel
saludó a la mujer del barman con una guiñada y saltó de la banqueta. “No sé” dijo: “A la
verdad que no me doy cuenta de si una mujer está bien o mal cojida, loco”. “¿Qué
pasa?” preguntó el riverense, mientras cruzaban la calle: “¿Marlowe nunca se mató bien
a ninguna mina, acaso?”. “A la verdad que Marlowe mata poco” prefirió seguir
metaforizando con vaguedad Abel: “En las novelas consta. Y te diría que hasta el final
de El largo adiós tiene bastante poca suerte con las mujeres, incluso”. “¿Y de Peluca de
Plata qué me decís?” porfió Ray: “¿Esa no cuenta en el memorándum, botija?”. “Esa es
una de las principales ninfas del memorándum” confirmé con entusiasmo, al darme
cuenta de que había saltado -por fin- el tema Bénédicte: “Y de alguna manera hasta
podría ser la principal. Claro: de alguna manera, digo. Ojo. Es una cosa complicada de
entender, pero te puedo asegurar que Marlowe nunca le tuvo ganas. O eso que llaman
ganas, por lo menos”.

“Che, decime: ¿y qué negocio hay con el compañero del alma -el famoso Terry Lennox-
al final? ¿Son amigos con Marlowe o qué carajo pasa?” preguntó Ray, ya en un tono de
joda absoluta y frunciendo la trompita. “Marlowe lo quiere” dije: “Es obvio que lo
quiere. Pero el otro es un bicho arrevesado, ¿no?”. “El otro es una mierda” corrigió Ray:
“Bueno, yo diría que los dos son una buena mierda a su manera -y como todo el mundo.
¿Pero de veras que no los notás bastante más que amigos, che?”. “No” dije riéndome
con ganas: “Francamente no”.
En ese momento golpearon a la puerta y Abel sintió desvanecerse peligrosamente sus
posibilidades de sestear. Eran el Cordobés y Martine, La cleptómana nos saludó con
timidez y se puso a mordisquear la punta granate de la golilla de cow-boy que el
Cordobés usaba día por medio, desde que se sentía “amado”. Pobre infeliz, pensé
sentimentalizándome. Él captó mi expresión y hasta se animó a sentarse a los pies de la
cama de Ray. “Che guaso” me dijo, casi cariñoso: “Lucio nos invitó para ir a ver el
debut de Argentina y Uruguay en el mundial, pasado mañana. Tiene una televisión color
que rompe las paredes. ¿Te venís con nosotros?”. “Nones, campeón” dijo Ray
echándose el aliento en las uñas para lustrárselas en la campera: “Decile a Lucio que le
agradezco mucho la expresa invitación personal, pero que pasado mañana voy a estar en
la mismísma Amsterdam fumando maruja colombiana y volteando como un cura
desacatado, Satanás mediante”. Martine largó la risa. “Qué lo parió” se enchinchó el
Cordobés: “Los yoruguas se ofenden por una caca de mosca, lo mismo. Mirá si Lucio se
va a poner a invitar a todo el barrio latino persona por-”. “Ta, ta: no te chupés,
campeón” lo atajó Ray: “Y no digas bobadas, tampoco. Los uruguayos se ofenden como
todo el mundo. Bueno, los riverenses nos ofendemos un poquito más -lo reconozco-
porque somos todos medios paranoicos. Pero lo que te dije fue en joda, regolucionario
mío”.

“¿No te vas para Holanda, entonces?” le preguntó Martine en español. La cleptómana se


había acercado primero al piano y después a la repisa-armario para ojearme los libros.
“Sí, eso sí. Mañana mismo arranco” dijo Ray: “Hoy me mando unas cuantas horas
extras, me mamo en lo de Monsieur Amelot y mañana salute. Che ¿qué mirás allí, si se
puede saber?”. “Miro a ver si hay un libro que le regalé a Abel cuando vivíamos en lo
de Amelot” contestó la muchacha, sin inmutarse. Y mostró el Lautréamont par lui
même y se volvió a abrazar del Cordobés -que ya estaba parado y con ganas de borrarse
lo antes posible- para chuparle un poco la golilla. “Tené cuidado, vo” le dijo el
Cordobés a Ray, ya entreabriendo la puerta: “Los mellizos de la taberna tuvieron que
rajarse porque curraron a unos árabes vinculados con la mafia de Amsterdam, me
parece”. “Y eso qué tiene que ver” se exasperó Abel: “Picaflor me explicó cómo fue
aquel asunto. ¿En que se puede parecer a esto?”. “Pero muchachos” pegó un salto Ray:
“Ni discutan por mí. Ojalá tuviera que tomármelas de una vez por todas de este infierno.
A ver: ¿adónde están los árabes que tengo que currar?”. Yo me reí, con tristeza. “Sí, esto
ya no se banca” sacó la carta de triunfo el Cordobés, cuando empezaron a escucharse los
pasos de Martine bajando la escalera: “Apenas la mina me ayude a juntar algunos
mangos nos vamos del hotel, guaso: un estudio, un bulito. ¿Te imaginás qué pomada?”.
“Te felicito” dije, sinceramente apiadado de su caparazón de vanidad.

“Bueno, botija: la mano viene bien” anunció Ray después que nos quedamos solos:
“Viene debute, vo. Cigarrito, por favor”. Abel no alcanzó a comprender del todo la
euforia de su amigo. “No hay caso, loco” sociologicé, casi para mí mismo: “A la larga
todo el mundo termina soñando con su casa y su mujer y hasta con la correspondiente
prole, si te descuidás. Pero lo increíble es que hasta son capaces de hacer la comedia en
la menor oportunidad que se les presenta, los muy desgraciados. Fijate el Cordobés. Los
padres son unos aristócratas que están en la joda porteña-puntaesteña y tienen una
cadena hotelera, una concesionaria automotriz y la mar en coche: al pendejo lo dejan
venir (¿lo dejan o lo mandan?: eso no lo sabe ni él mismo, claro) a tocar el bombo a
París -y a morirse hambre, si se le presenta el caso: por eso no hay mayor problema- con
tal de que deje un tiempo la política. Textualmente contado por el Cordobés: una relâche
política ¿chapás? Y ahí lo tenés al tipo, con la vida hecha bolsa”.

“¿Pero vos creés que este vejerto es un rego de veras? ¿Vos creés que anduvo metido en
algo serio -o que se podía meter en algo cojonudo como una guerrilla?” se burló Ray.
“No sé. Lo que él cuenta no lo creo, por supuesto. Pero lo estoy viendo reventarse. Y no
te olvidés que yo lo empujé para que se machihembrara con esta pobre mina, además”.
“¿Pobre?” retrucó Ray: “Te puedo asegurar que al ritmo que afana va a salir rápido de
pobre, la yegua esa”. Abel miró el perfil del otro, sin contestarle. Ahora tuve la
sensación de que en la pecosa cara mal afeitada de mi mejor amigo ya no brillaban
musgosamente sus últimas esperanzas: ahora brillaba compacta -como una especie de
máscara rojiza- la condenación. Y sin embargo había cambiado tanto después que
volvimos de Beirut -pensé relojeando la dulzura sangrienta de su mirada clavada em el
techo: De verdad que lo voy a extrañar cuando se vaya.

Al rato me di vuelta y traté de dormir un poco sin hacer ni el intento de desvestirme, por
si caía otra clase de visitas. Entonces Ray murmuró jadeando extrañamente (después
que los ronquidos de Abel se hicieron regulares): “Lo que pasa es que la vida es una
gran joda, macho. Eso es lo que pasa. Te puedo asegurar que ni el pobre Terry Lennox
se salvó de soñar con machihembrarse con su amigo del alma, por ejemplo: y eso que
no era marica y que le sobraban minas, si las quería tener. Pero el detalle triste es que
jamás conoció a ninguna mina con un alma tan excitante como la de Philip Marlowe.
¿Entendés, chiquilín?”.

Volvieron a golpear a la puerta. Abel se sentó en la cama y gorgoteó un Adelante


resignado, fregándose los ojos. Entonces las facciones de pájaro de Colette perfumaron
tristemente la chambre. “Perdón, boludos” preguntó sonriendo: “¿Podría entrar un
momento?”. “Usted no necesita permiso para entrar en ninguna celda del infierno,
señorita” contestó Ray. “Vengo por dos trucs, nomás” explicó la muchacha en español:
“Primero para dejarle la traducción que hice de un poema suyo, Monsier Rosso. A ver
qué le parece”. Y me alcanzó temblorosamente una hoja escrita a mano. “Sentate, vieja”
dije señalando los pies de mi cama: “Sentate, por favor”. “No: ya me voy” se puso
colorada Colette: “Leélo después, porque me da güergüenza. El otro truc era avisarles
que acabo de ver por la ventana al Cosmósfero y a Mich, con una pinta bárbara de venir
para acá. Les avisaba por las dudas”. De repente Ray bajó de la cama y empezó a
perseguir a la muchacha como hacía con Faruk, en los buenos tiempos de la chambre 9.
“Le da güergüenza, pobrecita” decía imitándole el acento mientras amagaba hacerle
cosquillas, hasta que la muchacha se escapó de la chambre chillando de contenta.

“¿Y esta?” preguntó Ray, con jadeante ternura: “¿Esta no es una de las que hacen la
comedia, acaso?”. “Es muy distinto” sentenció Abel: “Esta canaria es mejor que todo
París junto y envuelto para regalo, hermano. Esta es la fuerza de la tierra, como decía
Faulkner”. “No me llames hermano” se ensombreció el otro: “Yo también soy canario
pero no soy la fuerza de la tierra. Debo ser otra cosa, más bien”. “Vos sabrás” retruqué
vichando la traducción del poema (que era mucho más convincente que el poema
mismo, me dio la impresión): “Lo que es a mí me has dado siempre una gran mano,
loco. A propósito, cuando vuelvas de Holanda tendríamos que terminar de darle los
últimos toques a la tramoya de la policial: vos sabés que me parece que esa novela está
por irse al tacho ¿no? Y nos queda por resolver lo del libro ilustrado, también.
¿Bocetaste algo nuevo?”. Ray no me contestó. “Cuando venga de Holanda vamos a
hablar de muchas cosas, no te preocupes” dijo recién al rato: “Mirá, ahí se oyen las
pisadas del Elefante Cosmosférico y la Piaf frankesteinizada. Falta Sinclair nomás, pa
completar la murga. Me parece que hoy no dormís la siesta, genio traducido”. “Andá a
hacerte dar” murmuró Abel, poniendo a calentar agua para el mate.

La vedette de la pareja estelar entreabrió la puerta y metió su peluca (color zanahoria)


en la chambre como Perico por su casa. Al verme hizo una mueca fría, donde podía
rastrearse la irreversible imposibilidad de sonreír con el cráneo. Qué cosa más espantosa
-pensé dándome cuenta de que era la primera vez que le veía los ojos. La mujer tuvo un
brillo en la mirada. Era una mirada pantanosa, que se tragó aquella desesperación con la
misma velocidad con que se hubiera tragado el odio o la pena. Si conoceré esos
pantanos -pensó esta vez Abel recordando un episodio de su ruptura con Gabi digno de
ser transcripto en el supremo estilo baresco de Los asesinos o El mar cambia. Ray
festejó el naufragio ajeno sin el menor disimulo, y se volvió a incorporar para frotarse
exageradamente las manos. “Adelante, muchachos, adelante. Tiempo sin verlos, che”
dijo haciéndome señas para que le voleara otro Peter Stuyvesant. El Cosmósfero se
sentó a los pies de la cama de Ray mientras la mujer -entablillada eternamente por el
vestido verde escotado de los tiempos del boogie- prefirió dedicarse a husmear el piano.

“Nos quedamos sin yerba. Hace días. Y nos moríamos por un matecito” se sinceró el
Cosmósfero, dulcificado más que nunca por la podre infantilidad de su locura. Abel
ensilló el mate evitando mirar de nuevo a la mujer, que había destapado el piano y lo
observaba con la desaprensiva atención de un afinador experto. “Me parece que esto se
acaba, che” dijo el Cosmósfero cuando le alcancé el primer amargo: “La sangre tira
demasiado, bepi. Tengo ganas de mandar al diablo la cosmología y asumir mi
responsabilidad antropológica y enrolarme de una vez por todas en la guerrilla griega”.
Nos miramos con Ray. “Ta bien” le dije: “Siempre que se pueda”. “Se puede” porfió el
Cosmos: “Yo tengo la nacionalidad y todo. ¿Nunca les había contado?”. “No” dijo Ray,
con los ojos radiantes: “Es una idea de lujo, Cosmito. Yo hace meses que tengo un
proyecto de ese tipo -aunque ni se compara con el tuyo, claro. Cuando vuelva de
Holanda pienso hacerme clochard. Por unos meses, nomás. Pero pienso integrarme a las
capas más sufridas del pueblo de una vez por todas: el pueblo tira, che”.

Abel sonrió sin ganas y le ofreció un mate a Mich, que se arrimò en dos zancadas para
chupar con desesperación el menjunje todavía hirviente. Están muertos de hambre,
pensé: Pero ella es otro cantar. Ella está muerta de otra cosa peor que el hambre y la
trasmenopausia y la falta de alcohol. Ahora falta que me diga a lo Larsen: “Se lo
agradezco mucho, de veras. Me ha hecho un favor muy grande, Monsieur”. Pero la
mujer dijo apenas Voilà, devolviendo el porongo con la misma desaprensión con que
había escudriñado las entrañas del piano. “¿Y Sinclair?” preguntó de repente, torciendo
el rostro mal estucado por un maquillaje de días: “Hace bastante que no va por Favela.
¿Se le pasó el stress?”. Ray no pudo aguantar una carcajadita y Abel lo acompañó con
devoción, esta vez. “¿Stressado? ¿Ustedes lo conocen bien a Sinclair?” le pregunté a la
mujer, enchufando inmediatamente la boca en la bombilla para no reírme a gritos. “Un
poco” dijo Mich, sin traslucir rencor: “De verlo allá en Favela”. “A la verdad que ya nos
hemos visto demasiado. Mejor que no se aparezca más ese nazi maldito” la apuntaló el
Cosmósfero achatándose la melena con una cinematográfica femineidad de mosquetero
-aunque Abel vio emerger dos puntas de alfileres en sus ojos acuosos. Entonces se
escuchó el Quiere hablar detrás de la puerta y yo tuve por primera vez la completa
certeza de estar viviendo una novela andante.

“Justo” me dijo Ray: “Ahí tenés un milagro subterráneo”. Abel gritó Adelante mientras
el enflaquecido Portos se reachataba la melena y Mich volvía a atrincherarse en el
rincón del piano. Pero el ugandés no alcanzó a ver a casi nadie, como de costumbre. Dio
los pasos necesarios para desparramarse cerca de la mesita y agarró una ración de yerba
y se puso a masticarla. “Vengo a despedirme” empezó a monologar con los ojos
cerrados: “Vuelvo a morir a mi país. Y hoy sólo quería dejar ante ustedes la
desconsolada constancia final de que -como dijo el gran Cesare 48 horas antes de sus
idus- dí poesía a los hombres”. Sinclair alzó la cara con horrible humildad y Abel se
tuvo que embuchar un empuje de llanto. “Pero eso no te alcanzaba, Padre” casi rezó el
otro, haciendo una especie de comiquísimo gargarismo para tragar la yerba: “Eso no te
alcanzaba. Ah, si hubiese podido ser lo que soy, Dios mío. Aunque para eso hubiese
necesitado olvidarme hasta de tu nombre”. Nos miramos con Ray. El ugandés terminó
de tragar la yerba y se paró como una marioneta levantada por hilos desparejos. “Porque
los hombres fueron hechos para hacer todo entre todos: creer o reventar” sentenció
retrocediendo sonambulescamente hacia la puerta. Y yo tuve la ilusión de que antes de
esfumarse caminando a lo cangrejo por el pasillo -mientras Mich y el Cosmósfero
empezaban a pedorrear carcajaditas- Sinclair me sonrió.

A LAS diez de la noche del día siguiente el Inspector Bugeia me trajo hasta el Stella en
su coche particular, aunque no me invitó a tomar ningún apéritif. No era momento, por
supuesto. Pedrito y el cordobés (que firmaron sus declaraciones antes de oscurecer)
debían estar improvisando un dueto en taberna, y yo tenías que hacerme una lavada
general y cambiarme por lo menos de camisa. A la verdad que había sudado como un
chivo durante aquella caldosa tarde de Commissariat.

El interrogatorio en sí (que fue el último de la serie y con seguridad el menos


superficial, a pesar de las sendas horas y pico que se comieron el Bigote y Faruk) me
resultó muy llevadero, aunque cuando agarré el pestillo para bajar frente al Stella y
Marc prendió un cigarrillo relampagueantemente, me di cuenta de que la cosa no había
terminado. “Espere, Monsieur le Privé” dijo, reclinándose para largar el humo con la
mirada puesta en el techo del Renault. Abel se volvió a crispar sobre su asiento y no
tuvo más remedio -a pesar de sentirse atabacado- que manotear otro Peter Stuyvesant.
(Lo increíble es que recién en ese momento hayan empezado a temblarme
parkinsonianamente las manos, después de tantas horas de baile corrido.) “Usted se da
cuenta de que hay laburos y laburos ¿verdad?” murmuró el Inspector. La comprobación
de que el abandono del tuteo iba en serio me hizo tenblequear tanto que opté por
aplastar el cigarrillo y cruzarme de brazos. “Sí” dije: “Por supuesto”. Pero no me torcí
un centímetro para mirarlo. “Por ejemplo usted, Marlowe: ahora tiene que salir a hacer
música en un lugar de ensueño” ironizó Bugeia, levantando un poco la voz: “Toma unas
copas, canta (lo más seguro es que sin ganas, aunque eso no interesa demasiado) y hasta
puede enganchar una minita. Hasta aquí lo del Privé”.

Abel lo relojeó y encontró la mirada feroz de un hombre asqueado autocastigándose


con el rebote del humo. No quiso retrucar. “Lo de Maigret es distinto, muchacho” siguió
metaforizando el Inspector, cada vez con más asco: “Maigret tiene que seguir
manejando por París y después por la carretera que cruza la banlieue viendo las luces de
los edificios de una ciudad podrida y sin la menor salvación a la vista. (Y le voy a pedir
que por hoy no me mencione a la Unidad Popular, si es tan gentil: el “eurocomunismo”
me produce las más sinceras náuseas.) Bueno, resulta que Maigret maneja y después
estaciona y sube a un apartamento donde ya se le pasó la hora de comer en familia con
su maravilloso hijo y su maravillosa mujer (que además cocina muy bien, como a usted
le consta) y hasta es posible que vea un poco de televisión y haga el amor y todo. El
problema es que por más acostumbrados que estemos al laburo el caso queda,
camarada. Y hasta para comer y ver televisión y hacer el amor en paz uno tiene que
concentrarse de tal forma que pasados diez años empiezan a aparecérsele demasiados
momentos en los que no se llegan a sentir exactamente ganas de matarse sino de
morirse, literalmente hablando. Usted es joven, todavía. Y a lo mejor algún día se hace
merecedor de la suerte que me ha tocado a mí, por ejemplo: le hablo de mi mujer y de
mi hijo. Le hablo de la felicidad, sin ironía ni lirismo barato. Pero sucede que existe otra
cosa no excluyente que se llama derrota, viejo. Derrota: individual y colectiva. Usted
me entiende, camarada Abel. Entonces, si uno fuera optimista podría pensar que todavía
no estamos en “la era prometida” y que todo este esfuerzo sobrehumano que tenemos
que hacer para colaborar con “la marcha del mundo” se justifica -aunque tenga una
fundamentación mucho más suprahistórica que científica por la sencilla razón se que se
está pariendo algo que debería nacer. Más o menos así de voluntarista o absurdo. (Y
atención que me consta de que además de estar usando términos “idealistas” también
me estoy poniendo insufriblemente “antidialéctico”, pero me importa un cuerno. Lo
lamento mucho.) Ahora, si sos irreversiblemente pesimista -como es el caso de este
servidor- no te queda otra cosa que cumplir y joderte. ¿Está claro?

El inspector tiró el pucho en la hedionda vereda sobre la que estábamos subidos.


“Bueno, ahora me gustaría recapitular un poco el caso contigo, si me permitís” resopló,
bastante desahogado: “Gracias por la atención y sobre todo por el silencio, muchacho.
Vamos a recapitular lo más rápido posible porque ya se nos hizo muy tarde, a los dos: el
hombre asesinado es tu amigo Sinclair Brower -poeta ugandés esquizofrénico
reconocido por la crítica internacional y traducido a varios idiomas y residente en París
esporádicamente en los últimos quince años donde también frecuentaba
esporádicamente una clínica psiquiátrica porque tenía la guita del mundo porque era el
heredero de uno de los mayores yacimientos auríferos del África desde donde le
mandaban los giros mensuales que él se gastaba con las putas y antes con una artista
degenerada de la que nunca llegó a divorciarse. A propósito, hoy me olvidé de
preguntarte algo: ¿la rubia platinada que viste aquella noche en la pieza con la mosca en
la mano tenía peluca o pelo natural?”. “Ah, no tengo la menor idea” me escudé
levantando las manos -tranquilas, otra vez: “¿Ella vive en París, todavía?”.
“Esa es una de las doscientos mil cosas que nos quedan por averiguar” dijo Marc: “Ella
fue vista por aquí hace unos días, por lo menos. Pero sigo el resumen porque ya me
están haciendo ruido las tripas: a tu amigo Sinclair le partieron la cabeza con una cruz
de oro puro pintada de negro aproximadamente entre las diez de la noche y las tres de la
mañana, ayer o anteayer. Le robaron el efectivo que tenía, además. Quiere decir que el
famoso “móvil del crimen” aparece clarísimo. Y el gerente del hotel conoce a varias de
las putas que pescaron en ese muelle: sabemos hasta por dónde empezar a largar el
anzuelo ¿te das cuenta? Lo que es el caso en sí no es nada del otro mundo, te puedo
asegurar: creo que voy a poder estudiarte Zamba de mi esperanza para el próximo
sábado y todo”.

Bugeia hizo una mueca sonriente y prendió un cigarrillo que se puso a fumar de cara al
techo del Renault, otra vez. Abel tuvo necesidad de un Peter Stuyvesant pero ni se
decidió a tactar el paquete porque intuía que las manos iban a desestabilizársele en
cualquier momento. Y así pasó, nomás. “Sin embargo queda un asunto del que no
hemos hablado todavía, Monsieur le Privé” murmuró el Inspector, volviendo a retirar de
sopetón el tuteo cariñoso: “En las novelas policiales que los dos frecuentamos los
policías y los detectives se entienden demasiado poco ¿no le parece? Hasta los policías
como la gente se entienden demasiado poco con los detectives como la gente, en mi
opinión. Claro que yo soy policía y hablo con mi corazoncito. Pero le pido que no vaya
a olvidarse de dos cosas muy importantes en estos próximos meses. Por favor. Primero:
usted no es detective. Y segundo: tiene corazoncito. Hay mucha gente rara alrededor del
caso ¿entiende? En este hotel de mierda, en Favela-”. “En lo del ex-escenógrafo loco”
agregué con tonito colaboracionista. “También ahí” dijo Marc: “Y muchos son amigos
suyos, si no me equivoco”. “Es verdad” dijo Abel, cruzándose de brazos: “Amigos,
conocidos-”. “O enemigos. No importa” casi gritó el Inspector: “Le pido que no me
esconda nada importante de lo que vaya a pasar -o inclusive ya pueda haber pasado-
detrás del escenario. Y no se lo pido precisamente de amigo a amigo ¿está claro?”. “Está
claro” dijo Abel: “Pero se equivocó en algo, Inspector. Yo no tengo enemigos. Los tengo
ideológicamente, pero no personalmente. ¿Ahora puedo bajarme?”. “Andá” sonrió
Bugeia: “Y te ruego que no te ofendas por lo que voy a decirte, Abel. Enemigos hay
siempre y a la vista, viejo: aunque no los veamos. Y aunque compartan nuestra
ideología. Basta con hacer algo por el mundo de verdad y kaput: ahí están los
muchachos”. Abel bajó del auto sonriendo enfurecido. El inspector arrancó haciendo
chirriar los neumáticos y ninguno de los dos malgastó la fuerza de voluntad necesaria
para despedirse son un brazo levantado, por lo menos.

CUANDO SUBÍ a la chambre todavía había gente de la técnica yendo y viniendo por
las escaleras, además de un sabueso (con su correspondiente jeta de perro) haciendo
guardia en el pasillo. Abel evitó detener la mirada en todo aquello y entró a la chambre
sacándose la camisa a los tirones para pegarse una lavada lo más rápidamente posible,
pero quedó estaqueado frente a la cama de su amigo. Ray estaba acostado escrutando el
cielorraso con una fosforecencia sangrienta en la mirada como no vi jamás -aunque
pocos días después conocería un brillo peor, todavía. “¿Viene muy mal la mano, loco?”
pregunté terminándome de sacar la camisa y sentándome en mi cama: “¿Te rompieron
mucho en el interrogatorio?”. “No: en el interrogatorio no tuve ningún problema. Pero
al volver al hotel me di cuenta de que me habían robado la Pentax” contestó Ray, al
rato. “Qué” gritó Abel. “No grites” lo atajó el otro: “Porque no pienso denunciar nada a
la cana, y andan por ahí afuera tratando de pescar cualquier cosa ¿ta?”. “Pero cómo no
vas a denunciar. ¿Cuándo te diste cuenta de que te la robaron?” dije corriendo hasta la
repisa-armario. “No te preocupes que a vos no te afanaron ningún libro, botija”
murmuró el riverense: “Fue cuando volví de esa podrida comisaría que me di cuenta que
no estaba. Ya te dije. Pero pudo haber sido anoche, lo mismo: imposible saberlo”.

Abel volvió a sentarse en la cama agarrándose la cara y acordándose de Bugeia con


incipiente desesperación. “Esto viene mal. Muy mal” resopló: “Lo peor es que me
parece que viene todo junto, loco. Evidentemente acá hay un solo menjunje ¿no te
parece?”. “No. A mí no me parece” contestó Ray mirándome de reojo: “Lo que pasa es
que a vos todavía te falta un dato: este mediodía me enteré por casualidad -cuando me
quedé un rato en la gerencia para consolar al Papito- de que el Cordobés y la mina se
borran del hotel pasado mañana. Alquilaron un bulo, nomás. “¿Cómo la ves ahora, eh?”.

POCO RATO más tarde Abel comunicó en la taberna la noticia del robo de la Pentax y
el Cordobés no pareció estar fingiendo en absoluto el asombro indignado con el que
reaccionaron al unísono con Pedrito. Hubo una diferencia importante de matiz entre las
dos reacciones, sin embargo: Pedrito -cosa inconcebible en él- quedó de malhumor para
toda la noche. “Hay que joderse, pobre Ray” me dijo mientras amanecía y el Poeta era
obligado a ladrar sus penas a la Virgen frente a un atildadísimo ministro peronista que
cayó a probar la paella de La Reja. (El Cordobés lo había reconocido con una mueca de
asco apenas bajó la escalera, murmurando que era un facho recalcado. Después fue
invitado especialmente a la mesa oficial y terminó brindando por Evita y por Isabelita y
por la liberación y hasta lloró vivando al Macho abrazado con uno de los
guardaespaldas del ministro.)

“Sí” dije: “Se le puso brava la cosa al riverense. Ahora lo que le conviene es borrarse
unos días a Holanda para cambiarle la yerba al mate y esperar que le llegue ese maldito
giro. El lío va a ser tener que seguir lavando platos, después ¿no? Aunque la chambre se
la pagó yo -desde que llegamos de Beirut que se la estoy pagando: por eso no hay
problema”. “A la verdad que es increíble” cambió de tono Pedrito: “¿Y no va a
denunciar, de veras?”. “No quiere. Por nada del mundo”. “Yegua de mierda” dijo
entonces el chiquilín escupiendo en el suelo y mirando al Cordobés, que ahora trataba
-sin el menor éxito- de promover un brindis por el Che: “Pensar que casi se la soplo a la
yegua esa. Si quería se la sacaba allá en lo de Amelot, te juro. Pero me dio no sé qué”.
“Pará” lo atajó Abel, sin mucha convicción: “No te pongas como Ray. Es imposible
tener la seguridad de que haya sido Martine la que afanó la Pentax”. “Entonces será la
única cosa que no se le ocurrió afanar en los últimos años. Y más sabiendo que ustedes
no cierran con llave” volvió a escupir Pedrito: “Cordobés cerdo. Andar con esa yegua”.
Abel pidió un cubalibre reforzado y no tuvo más remedio que callarse.

AL OTRO día Ray me despertó pegando una especie de rechinante salto triple que lo
hizo sacar los pies por la otra punta de la cama. “Se acabó” dijo: “Esta mina no se va del
hotel sin devolverme la Pentax. Y si no quiere devolvérmela los reviento a patadas: a
ella y al Cordobés”. Y corrió a encajar la encanecida melena color zanahoria en el
chorro de la canilla mientras Abel se vestía lo más rápido posible. Afortunadamente, el
sabueso de turno no nos dio la menor pelota cuando nos vio bajar la escalera a los
saltos. Abel aprovechó para pegar unos golpes de auxilio al pasar por la chambre de
Pedrito y Colette, y apenas pudo evitar que Ray agarrara a patadas la puerta del
Cordobés y Martine que -a juzgar por algunos inconfundibles crescendos
elástico/vocales- estaban terminando de hacer el amor.

“Acaben de una vez” gritó Ray, recuperando una hilacha de humor: “Y si no pueden
acabar, paciencia. Primero tenemos que arreglar algunas cuentas, vo”. La puerta demoró
en abrirse. Entonces Martine apareció vestida nada más que con una camisa del
Cordobés (que le quedaba muy chica de arriba) y una navaja abierta en la mano. “Qué
querés” preguntó, llorando con dulzura. “¿Para qué me preguntás lo que quiero si ya lo
sabés perfectamente, jetona?” contestó Ray: “La Pentax o la guita, quiero. Y cerrá esa
navaja porque te la voy a sacar y te voy a rebanar las-”. Entonces la muchacha se
desabrochó la camisa con mansa lentitud y le alcanzó la navaja a Ray, que no atinó a
agarrarla. “Dale” dijo Martine, sin parar de llorar: “Vení, si sos tan macho. Si estás
seguro que fui yo vení y haceme lo que quieras. O en todo caso llamamos al milico que
hay allá arriba y la denuncia la hago yo, no te preocupes”.

Abel estaba hipnotizado por los pechos gigantes de la muchacha: eran como su historia.
Las lágrimas empezaban a reventar contra aquellas medusas abandonadas sobre la arena
y ya no tuve más remedio que intentar llevarme a Ray de ahí lo antes posible. Él se dejó
llevar sonriendo extrañamente. En eso apareció Colette corriendo en camisón y empujó
a la muchacha para adentro y hasta le prestó un invalorable “abrazo de contención” al
Cordobés, que recién entonces empezó a aullar cómicamente el clásico Soltame que lo
mato a ese degenerado -mientras nosotros bajábamos para tratar de tragar algo en el bar-
tabac de la esquina.

ESA TARDE salimos a caminar largamente a través de la madurez primaveral que


aterciopelaba las islas, y Ray parecía haber recuperado de golpe -como por arte de
desgracia, pensé en cierto momento- su mejor humor cínico. La divagación frente a las
chimères de Nôtre-Dame fue más bien rutinaria, sin embargo -aunque sobre el final
haya tomado cierto matiz de requiem que logró ensombrecer a Abel. “No hay caso, che:
el ugandés estaría más loco que una cabra pero sabía como una bestia de lo que le
pidieras” sentenció Ray: “¿Te acordás cómo me reventó la vida con lo que me leyó en la
chambre 9? Yo creo que desde ese día se me fueron las ganas de seguir con las gárgolas,
te juro”. “¿Te reventó tanto la vida, en serio?” preguntó Abel. Ray me miró de reojo.
“Mirá que tengo coartada, loco. No vayas a pensar mal de tu amada víctima del alma”
dijo bizqueando como un actor cómico: “Yo la noche del crimen estaba en lo de Amelot
morfando como un caballo y chupando Valpolicella: lo sabía medio mundo. Y Amelot
ya lo atestiguó en la Comisaría, además”. “Seguro” dije: “Y mientras tanto alguien
limpió a Sinclair y además te afanó la cámara: todo de un saque, loco. Esa es mi teoría.
Por eso es que descarto a la cleptómana ¿entendés? Ella no pudo ser capaz de-“.
“Acabala con Martine” sonrió Ray: “Mejor no me la nombres más. Te invito con una
cerveza, botija: nos tomamos un demi en aquel boliche precioso de la otra isla y leemos
la crónica policial ¿qué te parece? Ya tiene que haber salido en todos los diarios con lujo
de detalles, el asunto. Y de la Pentax olvidate: hacé de cuenta de que me la robé yo
mismo para joderme del todo y chau. Mañana mismo me rajo a la tierra del fume y en
una semanita vuelvo hecho un campeón. Vos podés ver ganar a Uruguay en la tele y
animarte a llamar a la pendeja de una vez por todas y hacerle de una vez por todas lo
que ella quiere que le-”. “Pará” salté: “Yo no te nombro más a la cleptómana pero vos
no me nombrás más a la nena. Y menos para decirme lo que tengo que hacer ¿tamo?”.
“Tamo” hizo la venia Ray, mientras empezábamos a caminar hacia el boliche de la
esquina de la rue Saint-Louis en L’île y la Jean-du-Bellay.

La cerveza estaba sensacional, pero las crónicas de los diarios eran realmente insípidas.
“Qué lo parió: qué falta de sensibilidad” rezongó Abel después de haber mirado por
última vez la foto donde Sinclair saludaba -de la mano de Lilith- al público ateniense:
“No era un muerto cualquiera, me parece ¿no?”. “Es que estos días está el asunto del
fóbal” dijo Ray: “Y esas cosas se comen mucho espacio. Aunque te tengo que reconocer
que el loco no era un muerto cualquiera ni mucho menos, no: ¿a cuánta gente le parten
la cabeza con una cruz de oro puro de su propiedad?”. Entonces tiré el cigarrillo y me
crucé de brazos, igual que en el Renault del Inspector Bugeia. “Eso no está en los
diarios, che” dije lo más calmosamente posible: “¿Vos cómo lo supiste?”. “Uh: eso lo sé
hace tiempo. Me lo contó el pintor que se fue a Saint-Tropez, me parece. O Amelot. No:
fue el pintor, la noche antes de irse. ¿Y a vos quién te lo batió, si se puede saber?”.
“Faruk” mentí -sintiéndome al mismo tiempo traidor y cómplice del Inspector. “Sí, a la
verdad que eso debía saberlo medio mundo” dijo Ray apilando los diarios: “Hasta el
animal del Cosmósfero lo llegó a adivinar: ¿te acordás de aquella noche histórica -la del
enfrentamiento entre Jerusalén y Atenas?”. “Cierto” suspiró Abel, sacando un cigarrillo:
“Dejá que pago yo”. “No: hoy pago yo, botija” me atajó Ray, con ojos inyectados: “Pero
cuando vuelva de Holanda te toca pagar a vos ¿tamo?”.

Esa noche llamé por teléfono a Bugeia y después a Bénédicte, durante un lapsus de
corajuda desesperación: el Inspector estaba en su casa, lamentablemente. Me confesó
que no le venía mal suspender la clase, y fue obvio que notó cómo me temblaba la voz
porque se despidió con un “Portate bien” igual a los de mi mamá. A continuación
dialogué demasiado chapurrienta y amable y prolongadamente con la mamá de
Bénédicte (que no sólo me conocía de nombre sino que me deseó buen trabajo con mi
libro: tomá) porque la nena se había ido al cine con unos amigos. Abel aprovechó la
momentánea ausencia del Bigote para pegarle una patada a la cabina telefónica y subió
a despedirse de Ray. No lo encontré. Como él pensaba salir de madrugada le dejé un
papelito que decía “Suerte, hermano” y me tomé un taxi para llegar a tiempo a la
taberna.

Esa noche ni se hablaron con el Cordobés. Al otro día tampoco -él se mudó temprano,
aunque fue a lo de Lucio a ver los partidos. Uruguay perdió con Holanda y Argentina
con Polonia, y al llegar al hotel constaté que la nena ni siquiera me había llamado por
teléfono: el Papito me lo aseguró mientras recortaba un artículo de l’Humanité para
mandar a l’île Maurice. De golpe alzó los ojos y me terminó de pulverizar. “Sinclair era
mi amigo. Venía siempre a mi casa” dijo: “Yo cocinaba platos de mi país y le traía
muchachas. ¿No querés venir a mi casa, esta noche?”. “Te lo agradezco mucho, en
serio. Pero tengo que laburar, Faruk” me disculpé acariciándole la cabeza. Abel subió a
su chambre pesadamente y antes de tirarse a fumar vichó el fajo de la policial y supo
que también eso estaba muerto. Era un atardecer de sábado y Uruguay acaba de perder
en su debut en Münich y yo acababa de perder no solamente a Bénédicte sino a mi
policial. Ahora fumaba solo en una bohardilla de París, esperando por nada. “Pero todos
tenemos un lugar en el mundo, padre” pensé en voz alta: “Donde quiera que estemos. Y
algo que defender y algo que dejar hecho en el vientre del mundo. Padre. Creer o
reventar”.

SAINT-TROPEZ

UN HOMBRE semicalvo se despierta en la pieza de una pensión ubicada en el Impasse


del Conquêtes, un callejón muy cercano al puerto de Saint-Tropez. En la pieza sigue
durmiendo un adolescente mientras el hombre se incorpora de un salto que hace cimbrar
su cama. Se viste y busca un peine entre la ropa sucia y se enfrenta al espejo del
lavatorio. Cuando se está peinando ve sus ojos hinchados por el brillo del fuego del
sótano del mundo: suelta el peine y se escapa de la habitación. Entra en el único water
que hay en el corredor, pero al salir liberado del hedor de sus vísceras sigue
espantosamente iluminado: entonces vuelve a la pieza y pone a calentar agua en una
cacerola, mientras prepara el mate. Después agarra una máquina de escribir que está
ubicada en el mismo rincón del lavatorio, evitando mirarse al espejo. Se sienta a tomar
mate frente a un ventanal, bajo el dulce sol ocre. Acomoda una silla enfrente y destapa
la máquina que tiene una hoja puesta: la da vuelta y escribe enceguecidamente. A
medida que escribe le chorrean por la cara el sudor y las lágrimas. Chupa el mate
leyendo lo que acaba de hacer, y lo corrige a máquina y salta a buscar más hojas. Un
momento después el adolescente se incorpora en su cama, protegido del
encandilamiento por su azabache melena charrúa. El hombre toma un mate y lo mira
hondamente, con los ojos lavados por la resurrección.

DE MAÑANA mateamos con Colette, y después la invité a desayunar en el Sporting.


Comió con ganas. Estuvimos hablando y riéndonos de muchas cosas, pero yo me di
cuenta de que tardaría meses en recuperarse. Se iba para Niza, a pedir trabajo en el
restaurant de unos auverneses conocidos. Le ofrecí plata y aceptó nada más que veinte
francos. “Me vas a tener que dejar sola” dijo cuando llegamos a la calle flanqueada por
los galpones del puerto donde ya se podía empezar a hacer auto-stop: “Así es mucho
más fácil que alguien me lleve”. “Cierto” sonrió Abel, sin ganas: “¿Y si me escondo por
aquí atrás?”. Entonces la muchacha lo abrazó con violencia y le frotó la nuca como si lo
hubiera parido. “Quiero quedarme sola” jadeó, descomponiéndome con su perfume:
“Me lo merezco por ser boluda. ¿Te das cuenta de que quería casarme y tener hijos,
loco?”. Me estaba hablando casi completamente en español.

Hay que bancárselas y chau, hermanita -pensó Abel en la esquina, mientras levantaba el
brazo para despedirse. Torcí la cabeza y caminé de vuelta hacia el Impasse des
Conquêtes. La desesperación me hacía doler los dientes. La desesperación la soledad y
el cansancio y la bronca, pensé después: Pero no el miedo, hermano Caín De Deus. El
miedo se nos había pasado para siempre, acaso: había cosas peores de por medio, ahora.
“Y mejores también” dijo Abel en voz alta: “Y mejores también. Carajo”. De golpe se
sintió llamado por su nombre y se tanteó el gabán dándose cuenta de que no llevaba el
cuchillo. Me llamaban desde un café perchento que estaba en la esquina de la pensión.
Era Mozart.

“Pero si es mi viejo y querido Amadeus” protocolaricé acercándome sonrientemente al


mostrador desde donde me hacía señas. Lo encontré muy borracho y pagándole copas a
un marinero. “Qué va a tomar” me preguntó, haciendo remolinear las pestañas. “Tres
medidas de whisky con dos de agua con gas” dije: “Sin hielo. Por favor”. Mozart pidió
la bebida y me presentó al marinero, que era un muchachón italiano con olor a paella.
“Me voy esta tarde” dijo después: “Esta ciudad da asco”. Abel tomó un gran trago y le
dio la razón con la cabeza.

“Lo peor es que la culpa la tenemos todos” filosofó el marica, fabricando una trompita
dramática para aguantar el llanto. “Algunos más que otros” retruqué sin pensar: “Pasa lo
mismo que con la inocencia. Algunos somos más inocentes que otros, compañero”. Las
Gárgolas rosáceas de los ojos de Mozart se pusieron al rojo como nunca las había visto.
“La odio” ladró, con tono de caniche: “Mierda. Cómo la odio”. “A quién” le pregunté,
empezando a emborracharme: “¿A Lilith? ¿O a tu mamá?”. El marica pidió otra cerveza
y se tomó la mitad de un trago, casi mordiendo la botella. “A la injusticia” dijo: “Con mi
madre no hay problema porque ya no sé ni quién es. Estoy solo, muchacho. A veces
como hay que estar y a veces como no hay que estar. Y Lilith se odia sola: tampoco hay
problema. Cualquier día la encuentran más muerta que un salami. Pero la vida es de una
injusticia que enloquece”.

No me sentí capaz de retrucar, en ese momento. Ahora estaba terminando la copa y


recordando que no había dormido. Había velado el sueño de Colette imaginándome un
Ray altísimo y ya casi completamente canoso, que caminaba a las zancadas por el
puerto de Saint-Tropez tratando de localizarme. Se me cerraban los ojos. Le di la mano
a Mozart en silencio y tambaleé hasta la pensión. Oriné erizadamente, cerré la puerta
con llave y dormí nueve horas.

CHAMBRE 9

UN HOMBRE pelirrojo entra caminando en cuatro patas a la pieza más grande de la


chambre 9: debajo de un sobretodo azabache -que parece prestado- tiene puesto nada
más que un slip. Tres muchachos disfrutan de la escena despatarrados en la misma
cama, mientras se pasan un petardo. El mayor de los tres es el que va guionando las
sucesivas entradas del hombre disfrazado de cucaracha. El pelirrojo utiliza sólo los
dientes para arrancar pedazos de una media baguette colocada en el suelo, llevándoselos
hacia la pieza más chica: a medida que reaparece va eliminando un apoyo del cuerpo,
hasta que termina arrastrándose apenas ayudado por una mano. Los tres festejan la
actuación con lacrimosas carcajadas, especialmente cuando el hombre del sobretodo los
observa bizqueando con la mirada verde inyectada de hasch. Pero en la última escena se
produce de golpe un silencioso lastimoso: el actor cae (o finge caer) de boca, y al subir
la cabeza muestra el pedazo de baguette chorreando baba y sangre. Entonces el
guionista se incorpora decretando el final de la función. El hombre del sobretodo lo
contempla fosforecentemente y continúa arrastrándose en dirección a su piecita.
Después que desaparece se produce otro silencio, hasta que el más joven de los
muchachos le grita al pelirrojo que se deje de embromar y vuelva a pitar un poco. El
más viejo de los muchachos se frota la cabeza con la mirada como hundida en una
cloaca de recordación. Adentro de la piecita, el otro se ha sacado el sobretodo y tiembla
casi desnudo frente a un espejo: el espejo le devuelve una mirada de gárgola enamorada
y el hombre se sienta en su cama agarrándose la entrepierna mucho más deslumbrado
que humillado, mucho menos furioso que feliz.

CUANDO VOLVIMOS de Épinay-sur-Ôrge Pedrito se encerró inmediatamente a


ponerse al día con Colette, y nosotros rumbeamos para la chambre entre un hosco
silencio. Abel estaba bostezando la primera arcada de la tarde cuando oyó sonar
Síncopa desde el pasillo y se estaqueó, atronado por las palpitaciones. ¿Será la nena?
pensó con ganas de pedirle a Ray que esperara un poco. Pero el otro siguió avanzando a
las zancadas y cuando abrió la puerta Abel vio la expresión exageradamente vanidosa
del Cordobés, que se daba vuelta en la cama para saludarlos. El Cordobés de golilla,
oyendo Síncopa y poniendo esa cara: qué peligro -pensé, con miedo de que el alma
podrida anduviera por abalanzársele a Bénédicte. Bueno, eso no tendría mucho sentido
-razoné después: Lo que hicieron aquella vez fue caminar dos o tres cuadras juntos y
chau. Y él no tiene ni el teléfono de ella, además de que siempre está la posibilidad de
que la nena no se aparezca nunca más por el hotel. Mejor ni calentarse.

Entonces me tiré en una cama y escuché terminar Síncopa con los ojos cerrados para
volver a ver a Bénédicte bailando en cámara lenta, igual que la última tarde. Dónde
estarás, pensé: Dónde estarás ahora. (Era hermoso saber que en ese mismo momento
ella vivía en algún lugar, nomás: respiraba reía comía corría cantaba orinaba lloraba.) Y
con quién estarás, pensé al abrir los ojos. Entonces el Cordobés se empezó a peinar el
bigotito y a dejar que la cara desamparada y flaca se le hinchara otra vez de vanidad.
“Qué lo parió: ayer matamos en Massy, guaso” dijo sacándome un cigarrillo sin
permiso: “Lucio y Hugo dicen que nunca habían levantado tanto a la gente. Entre
paréntesis, parece que está confirmado lo del Evangelio en el Festival du Midem: el mes
que viene, en Cannes. Y ahí participan todos los grandes, negro: donde te descuidés está
hasta Paul McCartney. ¿Qué tal?”. “Fenómeno” murmuré, poniendo ojos de sueño para
que se callara. “Pero ayer fue increíble” insistió el Cordobés, volviéndose a peinar los
bigotitos repugnantemente: “Y vos sabés que yo estaba tocando y veía una pendeja que
me miraba fijo, che. Me miró toda la actuación y yo decía pero quién es esta pendeja tan
conocida y no había caso, no la podía sacar. Hasta que cuando estábamos en el camarín
se aparece a saludarme: un besito, otro besito. Y se me queda agarrada de la mano, ahí
frente a las amigas. ¿Sabés quién era? La mocosa esta que venía a verte a vos:
Bénédicte”.

Abel se puso pálido. “Ah sí” dijo, tratando desesperadamente de no acusar el golpe.
Llegó a recordar, incluso -como en un fogonazo- al boxeador de Hemingway que recibe
una piña abajo del cinturón y tiene que cerrar los ojos para que no se le salgan. “Me va a
venir a ver al hotel, cualquier día de estos” siguió el Cordobés, implacable. Abel se
quedó callado. En ese momento golpearon a la puerta y esta vez tuve que apretar los
dientes para que no se me desparramara otra cosa. “Mais entre” gritó el zorro,
sentándose y arreglándose el pañuelito de cow-boy como si pudiera ser la nena. Pero yo
pegué un salto y corrí a abrir: encontré un hombre flaco -cansado cuarentón morocho
amable tímido- vestido con una gabardina detectivesca. “Buenas noches” me dijo: “Soy
el Inspector Marc Bugeia. Usted es el guitarrista de Jamaica ¿verdad?”. Le contesté que
sí, moviendo la cabeza. “Pase” agregué: “Perdone el-”. “Gracias, no es necesario”
sonrió el hombre: “Se me hizo un poco tarde y me esperan en casa. Le venía a preguntar
si no se anima a darnos clases de guitarra, a mi hijo y a mí. Adoramos la música
latinoamericana. Tendría que ser los sábados de mañana, si usted pudiera. Yo lo vengo a
buscar hasta la Porte d’Orléans en el coche, porque estamos un poco lejos de París”.
Abel dijo que sí maquinalmente y arreglaron enseguida el precio y la hora. “Gracias”
repitió el hombre mientras le alargaba la mano para irse: “Hago mi trabajo por esta
zona. El otro día los escuché en Le Bateau Ivre, y como hacía tiempo que tenía ganas de
meterme en alguna cosa que me distrajera un poco de la peste nuclear se me ocurrió
probar con la guitarra. Nos vemos este sábado, entonces”. “Encantado” le dije.

“Qué lo tiró: ahora le toca el turno a la peste nuclear, también” murmuré sentándome en
la cama con la cara entre las manos: “La peste nuclear la pollution psíquica las postales
orgiásticas las revistas con culos parlantes en la tapa y las putitas que pululan en las
grises praderas de la banlieue. ¿Vos te acordás del Granma que vichamos el otro día en
la librería de enfrente, Cordobés? ¿Los cubanos están en otra cosa o no, eh?”. “Qué te
parece” me apuntaló el zorro, con cara de susto. “Dale, loco. Ya es hora de tocar” dijo
Abel: “La verdad que me viene fenómeno agarrar estas clases particulares. Entre las
galas y esto puedo ir ahorrando para mandarme mudar de una vez. En el Uruguay sé
muy bien lo que tengo que hacer, te juro”.

Abel quedó casi contento de haber podido sublimar sociológicamente -por lo menos de
la boca para afuera- el desbarranque de la nena. Ojalá Ray me haya escuchado cuando la
traté de putita -pensó después, mirando con bronca hacia la puerta interior cerrada:
Capaz que se le mejora el humor y todo. Tuvimos que salir corriendo y ensordecer
insultantemente a Pedrito para zafarlo de su puesta al día. Al cruzar por el Panthéon
(jadeando una humedad helada) y ver a la pareja de clochards durmiendo contra el calor
ventoso del respiradero del métro, Abel logró empezar a elaborar el flamante desastre.
No importa, iba rumiando -retrasado a propósito: Primero te sacaron a Gabi y después a
Colette y ahora pueden soplarte a Bénédicte. Pero algún día vas a dormir en paz al lado
de tu mujer. Y eso es un problema tuyo, hermano. Vos no vas a pudrirte. Yo te lo
prometo.

Al entrar al Bateau encontraron muy poca gente -a pesar de la hora- y se sentaron a


esperar, tomando el primer rouge rasposo que les sirvió Muley. Pedrito se quedó en la
puerta, campaneando reventadas. Entonces el Cordobés recuperó el coraje de golpe y
comentó babosamente: “Qué lo parió: qué piel suave tiene esa mocosa, che. Te juro que
me dejó-”. Abel lo interrumpió con la mirada. “Mirá: la próxima cosa que digas”
advirtió tembloroso: “La próxima sílaba que digas sobre la nena te rompo todos los
dientes que tenés. Hasta el último diente ¿me oíste?”. El otro no atinó más que a hacer
un gesto espantamoscas y chuequear hasta la puerta, a empatotarse con Pedrito. “Hay
que tener yeta, también. Pensar que los detectives reparten piñazos por todos lados, y
una vez que uno se decide a tortearse de veras este maricón se las toma” le comenté a
Muley en español. Él no me entendió nada, pero volvió a llenarme el vaso sonriendo
compasivamente.

EN LA gala de Navidad anduvieron muy bien, y aquella madrugada Ray improvisó por
primera vez el bautizado Show de la cucarachita que quedó en una pata por amor
frente a Sinclair y el Cosmósfero: los visitantes ilustres que el riverense había
pastoreado durante un yiro de Nochebuena que recaló obligatoriamente en Favela y en
lo de Monsieur Amelot aplaudieron a rabiar, chupándose el moquerío lacrimoso como si
nos estuvieran sacando la lengua a todos los cuerdos del mundo. El Cordobés y Pedrito
no pudieron asistir al preestreno por cuestión de mujeres, obviamente. Abel tomó
demasiado en el Club Mediterranée, y al terminar de guionar -a pedido de Ray- las
diferentes fases (sobrenarradas por él mismo) de aquel “show tragicómico en un acto”,
tuvo la percepción relampagueante de que la batalla que habían recomenzado con el
riverense ya no podía ser catalogada de amistosa.

Y sin embargo es mi mejor amigo -pensó viéndolo arrastrarse por última vez bajo el
sobretodo azabache, en dirección a la piecita: Y yo debo ser ninguna duda el único
amigo que Ray tuvo en su vida. Entonces se me ocurrió pedirle (cuando él hizo la
tercera salida para reverenciar nuestros escandalosos aplausos) que mostrara los
proyectos de chimères. Ray me miró con límpida tristeza. “No jodas” dijo: “Por favor,
hoy no. Ya los hice reír bastante, me parece”. “Reír y llorar” corregí: “Fue una actuación
brutal. Dale, traete las gárgolas. Sos un artista, vo: te guste o no te guste”. “Uh: qué
solemnidad, botija. ¿Por qué no te dejás de hinchar con la solemnidad? Ya está
recontradiscutido el asunto: un artista no embicha a los soñadores de pescaditos rojos
con sus-”. “Ta: eso podrá ser una incoherencia macanuda para el paranoico de Eladio
Linacero” lo interrumpí, sobrándolo: “Pero las cosas que vos querés hacer -o los
proyectos que ya hiciste tomados como dibujos, nomás- pueden ser desequilibrantes y
ser buenos. Eso te lo aseguro yo. ¿Qué pasa con las famosas chimères de Notre Dame?
¿No están allí, en su puesto?”. “Sí, están allí cumpliendo con su función arquitectónica
más importante: mear. Pero me da la impresión de que ni siquiera joden a nadie” suspiró
el otro: “Son boludeces arquitecturísticas, más bien”. Entonces el ugandés se frotó el
brillo viscoso de la cara y pidió la palabra como si estuviésemos en una asamblea
política y yo fuera el presidente.

“Perdón, hermanos” logró articular, entrecerrando los ojos: “Es mi deber recordarles
que esas imágenes monstruosas -que simbolizan el submundo demoníaco y draconífero
no solamente medieval, por supuesto- todavía están allí porque está Notre-Dame,
sencillamente. Sin Notre-Dame nunca habrían existido”. “Aunque también podría
decirse que la catedral nunca hubiera existido completamente sin las gárgolas, Monsieur
K” argumentó el Cosmósfero, cabeceando perniabierto sobre la cama de matrimonio.
“Cierto: aunque especulativa y por tanto fariseicamente cierto” gritó Sinclair, y agarró
el tercer puñadito de yerba de la noche: “Recordemos que el mal no es perpetuo,
hermanos. Y ni siquiera existe per se: es apenas un estadio de nuestra imperfección. O
mejor dicho -o mucho mejor dicho: de nuestra perfección. Escuchemos la Tesis Azul
(inédita) de Kierkegaard, formulada oralmente en la iglesia de Auvers y recogida para la
eternidad por un humilde servidor: Hay que encerrarse a solas y tratar de mover un
ojo: abrir un ojo, Vincent. Y mover una mano hacia uno mismo. Sin que nos vean los
otros. Y tratar de crear, hermano: yo estoy pariendo estas palabras con el sagrado
objeto de no reventar. Creo pero no aguanto, podría gritarle a Dios. Y sin embargo
aguanto, porque vi las señales”.

Sinclair se levantó en cámara lenta, se embuchó el último puñado de yerba Napoleón y


se fue de la chambre. Había amanecido. El Cosmósfero parecía un mosquetero
obscenamente despanzurrado y Ray me miró fijo antes de sucucharse en la piecita. “¿De
veras te parece que una gárgola (una Chimère con mayúscula, hecha con todo el asco y
el odio de este mundo) puede ser buena, loco?” me preguntó, tiritando debajo de la
caparazón de franela. Abel encontró los ojos desnudos del riverense brillando
violentamente hacia su alma: eran de terciopelo verde, esta vez. “No sé” dije: “No sé.
Feliz Navidad, loco”. Y me quedé dormido.

AL OTRO día se zafó de golpe una de las tablas que funcionaban sueltas como un
armazón -lo que llamábamos mesita- y se me rompió la máquina de escribir,
irreparablemente. Abel sufrió una de las crisis neuróticas más brutales (y por lo tanto
más cómicas) de su estadía en París, y aprovechó para agarrar a patadas toda la ropa
papel o elemento no pulverizable perteneciente al Cordobés. Él no estaba presente, pero
me importaba un pito que hubiese aparecido en ese momento. Los que entraron en la
mitad del ataque fueron Pedrito Colette y Ray, de vuelta de hacer compras. La
muchacha se asustó muchísimo, pero los otros ni me dieron pelota. “No se preocupe,
nono” se rio el chiquilín, frotándose las manos para empezar a armar un petardo: “Con
la guita que hicimos anoche y la de fin de año se compra una portátil nueva y chau.
Suspenda la poesía por unos días, fúmese unos petardos-”. “¿Por qué no te callás,
desarraigado” le grité abusivamente: “Estoy ahorrando guita para volver al Uruguay,
loco. A vos te importará un carajo pero yo necesito volver ¿entendés? Además las
máquinas francesas no tiene eñe y eso me pone histérico”. “¿Lo qué?” preguntó Colette,
con cara de María Magdalena. “Que no tienen eñe” expliqué, y no tuve más remedio
que empezar a reírme: al final terminamos llorando todos de risa.

“Hay que joderse con estos artistas” murmuró Ray, y se puso a preparar los pollos a la
cacerola que nos había prometido cocinar en plena chambre aunque nos echaran del
hotel: “¿Te fijaste en la cara que puso el Cosmósfero cuando Sinclair lo trató de fariseo,
anoche? Daba miedo, carajo”. “¿El Cosmos?” dije: “Si es un santo”. “Todo santo es
terrible” dijo Ray. “Rilke pasado a Hemingway, o viceversa” agregué. “No: ni Rilke ni
Hemingway ni el Marqués de Estambul” retrucó él, descogotando un pollo: “Es una
frase mía ¿tamo, vo?”. Abel no contestó. Tampoco quiso averiguar si el otro hablaba en
serio, así que ni le miró la cara. Me quedé un rato largo observando el armatoste ya
inservible y pensé en mi “romance” con la nena y en mi “amistad” con Ray. Sobre el
lambriz mugriento seguía ganando Liverpool, interminablemente. Pero en la ya muy
agrietada foto donde Abel se abrazaba con su hermana y sus padres entre la remota luz
del penúltimo verano, su madre había dejado -acaso definitivamente, esta vez- de
sonreírle.
LA NOCHE de fin de año irrumpieron en el fastuoso Mediterranée con Ray a la cabeza,
presentándolo como el empresario que no pudo acompañarlos en Nochebuena por
encontrarse firmando contratos en la mismísima Jamaica. “Pensamos trabajar un
tiempito en Kingston” le explicó el riverense al gerente del club, en un inglés muy
cómico: “Realmente estamos extrañando demasiado el clima: y eso afecta el élan de los
músicos, usted comprenderá”. El gerente nos midió a todos juntos con ojos congelados
y decidió creer. Ray estaba vestido con mi único traje (que yo jamás usé en veinte
meses) mi mejor polera y hasta mis zapatos, ya que nosotros conseguimos prestados los
disfraces completos de gauchos for export que utilizábamos en el Evangelio. Primero
comimos y tomamos como animales, y a la hora de tocar Ray nos juntó a un costado del
escenario -a la vista del público- para darnos instrucciones en el mejor estilo de los
directores técnicos basquetbolísticos. Lo único que hacía era mover los brazos y los
labios, y nosotros nos retocábamos el peinado o nos arreglábamos los colgantes
fingiendo prestar una reconcentrada atención. Ray tenía su pequeña cara pecosa bien
afeitada y la melena color zanahoria impecablemente engominada hacia atrás: parecía
un leoncito con nariz de mono y ojos de lagartija.

Qué bruto actor que es este loco -pensó Abel, viéndolo levantar a la gente a palmada
limpia y organizarla en farándulas mientras iba creciendo el climax rítmico. Por un
momento tuve miedo de que perdiera el control y se pusiera a insultar a todo el mundo a
gritos como la tarde que nos emborrachamos en Meudom, pero no pasó nada. Cuando
dieron las doce ya habíamos terminado -el éxito fue arrasador, y hasta nos tomaron la
palabra de volver a tocar en carnaval si llegábamos a tiempo de Jamaica- y él se acercó
a abrazarme con una mueca de emoción sinceramente contrita. “Feliz año / Abelito” me
murmuró por partes dentro de cada oído, mientras me besaba la cara a la francesa.

SAINT-TROPEZ

ME DESPERTÓ un suavísimo percutir de nudillos en la puerta. Abel saltó en la


oscuridad y preguntó quién era mientras tanteaba dentro de la valija roja. Cuando
escuché la voz de Ramón solté el cuchillo prendí la luz me puse un pantalón y abrí la
puerta y me abracé al gigante sin mirarlo a la cara. “Principito” me dijo, con voz
titilante: “Qué de tu vida”. “Mi vida está jodida, viejo” contesté: “Vení. Pasá y sentate a
tomar unos verdes. Ya deben ser como las siete ¿no? ¿Y Eva y la nena?”. “Están en un
hotel” dijo Ramón, sentándose en mi cama. Yo seguía sin mirarlo, mientras armaba el
mate. “Así que todavía tomás esa porquería, petiso” observó el gigante, con admirada
tristeza. “Sí. Pero ya no cuelgo fotos de Liverpool” dije: “Estoy adelantando”. Entonces
puse a calentar agua y me senté en el suelo en posición fetal y conté de un tirón lo que
me estaba pasando con Ray. Era la primera vez que lo contaba en todos sus detalles.

“Apagá el fuego” murmuró Ramón: “Se te va a achicharrar la cacerola. Está hirviendo


hace cinco minutos”. “¿De veras?” preguntó Abel, y levantó los ojos hacia el otro con
desahogado alivio. El otro desvió la mirada. Entonces vi la Gárgola brillándole también
a Ramón -como un fondo de aljibe hediondamente negro- y sentí ganas de escaparme
saltando por la ventana, igual que la noche anterior. Abel renunció al mate y apagó el
fuego y prendió un peter Stuyvesant con un temblor mucho más emergido del asombro
que de la desesperación. “Mal año tienes, abuelo” dijo la voz de adentro -que por lo
visto conocía La muerte del pastor. Yo le di la razón sacudiendo la cabeza en el
momento en que Ramón trataba de tranquilizarme, con tono de cumplido: “Mirá, petiso:
¿sabés una cosa? Me da la impresión como que dentro de diez años vamos a hablar de
este tema y nos vamos a matar de risa, no sé. No sé qué querés que te diga, loco-”. La
voz fue endureciéndose, hasta desembocar en una agriedad tan negra como la del ajibe.

“No digas nada, entonces” lo corté: “No hay por qué decir nada”. La sensación que Abel
llegó a tener -pasados muchos años- fue la de que Ramón no podía perdonar que lo
estuvieran metiendo a él en la batalla. “Merde” casi grité: “Y para colmo voy a tener
que mandarle pedir la guita del pasaje a mi viejo. No creo que me dé el cuero para
juntarla. Claro que igual hay tiempo, porque yo no me voy a ir de París hasta que no se
vaya Ray. Primero se va a ir él. Te lo puedo asegurar”. “Qué lo parió” dijo Ramón,
parándose: “Este bayano te quiso matar y te mató, nomás. Yo te lo estuve por decir un
día, que no anduvieras tanto con ese fantasma. Y te tendría que haber avisado que yo
también soy un hijo de puta, Principito. Entre nosotros nos conocemos enseguida, perdé
cuidado. Así que no te fíes de mí, loco. Pero no te enloquezcas. No te va a pasar nada,
en serio. Aquí te dejo un France-Soir que tiene un articulito sobre el Uruguay: leélo, y
vas a ver qué linda que está la cosa. Como para volver, está. ¿Nos vemos esta noche en
el puerto?”. “Nos vemos” le hizo la venia Abel.

Después de terminar en Chez Marlene fuimos a buscar a Ramón y a Eva, y subimos


caminando hasta la Citadelle. Ella llevaba a su hija sostenida por un colgante tipo
canguro. A Abel le pareció evidente que Ramón ya le había contado el asunto de Ray,
porque la muchacha lo relojeaba con apiadada curiosidad. Estuvimos sentados un rato
frente a la belleza insondable del Mediterráneo hinchado por la luna, pero Ramón pidió
para cobijarse bajo los pinos -al otro lado de la fortaleza. “Ya está muy fresco para la
gurisa” dijo mirando el mar con repugnancia. Cuando acampamos bajo los pinos el
gigante armó un petardo y Abel no quiso pitar. Eva tampoco. Pedrito y el Cordobés
estaban enloquecidos de felicidad, porque ya hacía semanas que no conseguían hasch.
“¿Leíste el articulito del France-Soir, petiso?” me preguntó Ramón al rato, sin mirarme.
“No” dije: “Todavía no lo viché. Pero te quiero aclarar que -como decía el abuelo Bill-
entre la pena y la nada elijo la pena, loco”. “Bárbaro” se rio Ramón: “Es como decir
que entre la buena y la mala elegís la buena. Bárbaro, Principito”.

Abel torció y vio fosforecer la negrura repugnante de la Gárgola en la mirada del otro.
Entonces volví a imaginarme al Ray alto y canosísimo buscándome por el empedrado
del puerto, y tirité. La luna se filtraba entre los troncos torcidos y Eva tendió la mano
con algo que relampagueó impolutamente antes de entrar en mi zona de sombra. “Te
debía un pañuelo. ¿Te acordás? Dijo: “De allá de Épinay. No sé si es el mismo, pero no
importa. No le hagas caso a mi marido. Yo me voy a morir sin entenderlo, pero lo quiero
tanto que lo entiendo igual”. Abel agradeció mientras gateaba para acercarse a
contemplar a la niña, que dormía sobre el pasto. Entonces el gigante saltó y agarró a la
criatura y la mantuvo envuelta con los brazos. Me miraba fijo. “No la toqués ni con los
ojos” parecía decirme: “Te infectaron, enano”. “Voy a volver” le contesté en voz alta:
“Todo esto está podrido. Y yo voy a-”. “¿Pero de qué estás hablando, guaso?” preguntó
el Cordobés, desperezándose. “De la batalla” roncó Ramón: “Él cree que hay algo por
hacer, además de joderse y reventar. Pero yo entre la pena y la nada elijo la nada, viejo.
Tomá la gurisa, Eva. Agarrala vos, mejor”. Entonces Pedrito sugirió darse un yiro por el
puerto y arrancamos disgregadamente colina abajo. De vez en cuando Abel sacaba el
pañuelo y lo hacía relampaguear entre la noche azul, como si fuese una linterna mágica.
En el puerto estuvimos mirando durante mucho rato la blancura de los yates. Ramón
buscaba algo que no pudo encontrar. “Mañana de mañana nos vamos” murmuró de
repente: “Chau, vo. Nos vemos en París. Mirá que me mudé y le dejé la dirección a
Pedrito. Yo me llevo el teléfono de Chez Marlene, por si las moscas. Adiós, Principito”.
Y me acarició la calva con un dedo.

A las once de la noche del día siguiente recién habían empezado a tocar en el piano-bar
cuando Marlene llamó a Abel desde la pieza intercomunicante con el restaurant.
“Teléfono para vos” me dijo: “Llamada desde Saint-Raphael”. Abel estuvo a punto de
negarse a atender pero llegó al aparato lo más rápido que pudo. “Hola” grité en español:
“¿Quién habla?”. “Soy yo” roncó Ramón, desde muy cerca: “Mirá que localicé a Ray y
le dije que ustedes andaban por Venecia. Hasta siempre, maestro. Y no se me
desespere”. La comunicación se cortó suavemente.

CHAMBRE 22

UN MUCHACHO semicalvo termina de cantar entre la luz fluorescente de una taberna


y se acerca a la barra y pide un ron doble, puro. Sus compañeros de trío se han sentado a
tomar sangría invitados por dos prostitutas: el muchacho los mira con una desamparada
fijeza infantil mientras besa su vaso. Después hace fondo blanco y prende un cigarrillo,
pero lo tira enseguida. Las luces de la taberna acaban de ser apagadas y el alba irrumpe
-malva- por la escalera subterránea. Entonces la patrona -una mujer hermosa y joven,
embarazada como de cinco meses- sale de la cocina transportando una fuente donde se
apilan varias tortillas españolas. A medida que las troza y las distribuye en platos, va
invitando a comer a todos los presentes -incluido un gigantesco ovejero de mirada
humana. El muchacho rechaza la invitación con desmayada cortesía, aunque de repente
devora medio plato y tiene que correr hacia el toilet taponeándose la boca. Después de
vomitar permanece un momento con la frente apoyada sobre los azulejos verdosos -casi
del color de su piel- hasta que se acuclilla en un rincón para frotarse los testículos
acompasadamente. “La valentía” murmura varias veces: “Preciso eso que llaman
valentía, carajo”. Cuando sale del toilet con el pelo empapado, tiene dos chispas de
serenidad cuajadas en los ojos. Sus compañeros comen tortilla con las prostitutas y lo
invitan a la mesa, pero el hombre semicalvo se disculpa haciendo señas de tener que
irse. Entonces la patrona pone un disco donde una voz antigua de mujer levanta sus
penas a la Virgen, y el ovejero aúlla un gemido melódico festejado hasta el delirio por la
concurrencia. El hombre semicalvo enfunda su guitarra y empieza a subir la escalera sin
despedirse, resplandeciendo en la creciente transparencia del alba.
UNA SEMANA atrás Abel había vuelto de la Reja bastante temprano, y al pasar por la
chambre de Pedrito y Colette encontró a la muchacha haciendo guardia: apenas pudo
ver la triste luminosidad de sus ojos interrogadores, entornados detrás de la rendija. “Tu
Romeo se quedó de cantarola” mentí: “Lucio y Hugo cayeron hace un rato con una
barra de mamados y le salvaron la noche al gallego. Estaba tan contento que me dejó
venirme y todo”. La muchacha creyó, bajó los ojos y derramó una ráfaga levísima de
perfume al mover el pestillo. Entonces la tristeza me emponchó. Cuando llegué a mi
piso deposité silenciosamente la guitarra en el suelo del corredor y me quedé mirando la
ex-chambre de Sinclair: el sabueso de turno se despertó y creyó que le sonreía a él. Me
saludó con un bostezo.

Abel entró a la 22 poco minutos antes de que entrara el alba y se detuvo a observar
-guitarra en mano, todavía- el vacío dejado por la Pentax de Ray. Después miré la cama
desierta de Ray mientras me ponía el piyama, y lo extrañé con devoción. Te perdono
todo lo que hayas hecho hagas o vayas a hacer, Terry Lennox -pensé prendiendo un
Peter Stuyvesant. Y calculé que al terminar el cigarrillo me iba a hacer muy difícil
soportar la soledad. ¿La soledad o la derrota? pensé después, sin melodramatismo. Esa
tarde había ojeado el último Granma llegado a la librería de enfrente, y encontré un
recuadro donde se denunciaba el asesinato de un tupamaro con el que jugábamos al
fútbol en la niñez. Lo habían matado en la cárcel durante un intento trucado de fuga,
denunciaba el Granma: pero lo daban por fugado. La familia lo debía estar dando por
desaparecido, en cambio. Y yo aquí, pensó Abel aplastando el pucho contra el suelo
torcido de la chambre: la gira por las Casas de Jóvenes no aparece la guita para volver
no aparece la novela se fue a la mierda y la nena se habrá hundido en la mierda, nomás.
Entonces se sentó en la cama y se empezó a frotar el perfil recortado en la luz violácea
que derramaba la persiana. Que venga la nena, pidió: Ahora tiene que venir. Porque si
no, no hay nada. Se lo pedí a la vida.

Al otro día estaba tomando mi desayuno-almuerzo preferido para cuidar la línea (té y un
buen plato de jambon / gruyère) en el bar de la esquina, cuando entró Bénédicte. Abel
no tuvo tiempo ni de escandalizarse. La nena estaba fea, vestida con un jean viejo y una
polera insulsa que le quedaba grande: desgreñada sin aros pintura ni sandalias. Esa clase
de fealdad, por lo menos. Pero Abel pudo captar enseguida que algo venía bien. La
muchacha se puso colorada y explicó que Faruk le había dicho dónde podía
encontrarme. Cuando le pregunté si quería tomar algo me contestó que sí, pero que en
otro lado. Me hablaba sin acercarse al mostrador, recostada sobre la puerta vidriera
incendiada por la explosión primaveral. Salimos y empezamos a caminar por la
Monsieur-le-Prince, en dirección al Lux. Ahora Abel no se sentía preocupado en lo más
mínimo por el flagrante centímetro que le llevaba la infanta. Ella también explicó -sin
dejar de ponerse colorada- que como estaban a fin de cursos no había entrado al liceo. Y
al llegar al Boul Mich pregunto a quemarropa: “¿Vos creés que soy méchante?”. Abel
trató de hacerse explicar lo que quería decir méchante pero no lo alcanzó a comprender
del todo. (Sus baches idiomáticos eran tan absolutamente imprevisibles como
irreparables, a esta altura del viaje.)
“Pero no, cosita” contestó por las dudas: “¿Cómo vas a ser méchante?”. Entonces ella
me apretó un brazo con demasiada fuerza y me pidió que la invitara a tomar una
cerveza. Nos sentamos en el café Rostand, frente al Lux. Bénédicte hundió
encorvadamente su vergüenza en el redondel blanco y cuando alzó la cara le borré los
bigotes de espuma con un dedo y ella volvió a sorber sin respirar y a subir la sonrisa
bajo el reflujo miel de pelo desgreñado. “Hace tiempo que no venía” desembuchó:
“Pero yo necesito venir a verte ¿sabés? Yo sé que vos no me necesitás tanto, a lo mejor.
Pero quería decirte que siempre pienso mucho en lo que hablamos y ahora creo. No sé
muy bien cómo, pero creo. De veras”. Bénédicte me hizo una seña para que pidiera más
cerveza y permaneció mirándome, en estado de vuelo. “A veces pienso que podíamos
andar juntos” dijo después, pero se interrumpió. Abel no dijo nada. “Sí, claro. Ya no
sería lo mismo” sonrió la muchacha, viendo bajar la espuma del segundo demi: “Porque
así como estamos yo sé cómo quererte, por lo menos”. “Yo también” sonrió Abel.
Brindaron y tomaron. Después la acompañé hasta la estación del Lux y nos besamos las
comisuras de las sonrisas y salí a dar la vuelta olímpica por París, tarareando
húmedamente el Gracias a la vida.

AL OTRO día llegó Ray. Abel se había dormido como a las seis de la mañana y el
riverense llegó a las siete y media, pero no hubo problema: apenas me acarició la
coronilla (al estilo Ramón) pegué un salto sonriente y nos pusimos a matear y después a
fumar maruja colombiana, sin achicarnos en absoluto por los irregulares ronquidos del
sabueso de turno. Aquella fue una de las poquísimas veces que fumé con placer: sin
miedo, por lo menos.

“Qué yerba del demonio, loco. Ahora entiendo la fama que tiene” dijo Abel, empezando
a volar alto: “¿Vamos a dar una vuelta por el Lux?”. “Bueno” suspiró el otro. Y
caminaron juntos por el valle de la mañana mágica que anaranjaba
resplandecientemente la humedad de París. “Al final no me dijiste cómo te fue allá en
Amsterdam” dije mientras entrábamos al Lux: “¿Mucha joda, che?”. Abel relojeó el
perfil sensualizado del otro, dándose cuenta recién de lo que habían proliferado las
canas de Ray desde que ellos llegaron de Beirut -apenas tres meses atrás. El riverense
sonrió, dulcemente. Ahora tuve la sensación de que en su pecosa cara mal afeitada ya no
brillaba el musgo de la condenación. Era como la primera -y última- amistad con la
vida, lo que brillaba. “Dale, contá: ¿hubo joda o qué, al final?” le volví a preguntar.
“Ah, hubo una joda bárbara” chistó Ray, recién cuando cruzábamos la rue Comte para
entrar en el tramo enjardinado de la Avenue de l’Observatoire: “Me pasé todos los días
encerrado en un hotelucho sin sacarme ni la campera, fumando como un animal. La
maruja la conseguí de entrada: eso fue una papa”.

Desde allí hasta la Closerie des Lilas no volvimos a hablarnos. Abel se sentía flotando
en una bruma que rebasaba los límites humosos de los colores, hasta dejarlo estacionado
en el fondo de todo. Fue la primera vez que se pudo acoplar en cuerpo y alma con la
mansión terrestre, pero la voz de Ray lo arrancó del ensueño. “Y hubo minas a bochas,
además” desembuchó de golpe el riverense: “Demasiadas, botija. Hubo demasiada
mina”. “Ah, sí” dije: “Qué bien. Che, y hablando de placeres: ¿cómo te parece que
funcionará la cerveza de la Closerie mezclada con la yerba?”. “Mejor vamos a aquel
otro boliche” dijo Ray, señalando una enorme terraza que quedaba en la esquina
fronteriza del Boulevard du Montparnasse y el Boulevard de Port Royal.

La cerveza tenía tanto color en el sabor, que casi no podía tomarse. Estuvieron callados
durante mucho rato. De golpe Abel subió los ojos hacia el aire amarillo y se animó a
decir: “Estoy enamorado, loco”. Hubo otro gran silencio. “Ayer vino Bénédicte” me
decidí a seguir: “Ayer de madrugada había casi rezado para que viniera y se me apareció
a mediodía y me llevó a un boliche y me dijo que creía ¿te das cuenta? Me dijo que
creía”. Entonces miré a Ray. Lo encontré encandilado y realmente respetando lo que
escuchaba -aunque con la mirada sangrienta, otra vez. “Qué bien” dijo: “A esa edad.
Increíble, la pendeja”. “Increíble” refrendé, llenándome hasta la saciedad con el último
color de la cerveza. Entonces necesité agradecer. “Vos sabés que mientras estábamos
callados, recién” dije entornando los ojos: “Bueno, no tan recién. Fue antes de que yo te
contara lo de la nena, claro. Vos sabés que tuve la sensación de que además de lo mío
estaba lo tuyo por decirse, también. No podía saber bien qué era lo tuyo, pero me daba
cuenta de que era algo importante. Fue como una pulseada ¿te das cuenta? No: una
pulseada no, fue otro tipo de cosa. Pero vos tuviste la humildad de dejarme pasar
primero, loco. Mi egolatría pasó primero porque tuviste la humildad y la bondad de
dejarme contar algo maravilloso, en lugar de lo tuyo. Eso es lo que sentí”.

“Qué lo parió, botija: me mataste con eso” suspiró Ray: “Tenés razón. Mirá: un día -a lo
mejor cuando volvamos- te voy a invitar a comer en un buen restaurant y te voy a decir
todo. Y después podemos estar mucho tiempo sin vernos, vas a ver. Porque te puedo
contar mucho más de lo que te debo haber contado en Meudom, aquella tarde de la
mamúa histórica: y no me importa un carajo que después escribas sobre mí, o con lo
mío. Al contrario: si puedo serte útil para la novela, mejor”. “¿Pero qué te pasó en
Holanda, che?” pregunté, preocupándome. “Nada” murmuró Ray: “O mejor dicho: todo.
Vi mi vida: todita. Por eso es que te dije que hubo tanta mina. Hubo de todo, pibe: no
solamente minas. Y cada vez que puedo repechar, la locura termina por joderme. A mí y
a los desgraciados que andan por alrededor. Me di cuenta que he estado toda la vida
peleando contra la locura: y ya me siento hasta con el culo flojo ¿entendés? Con las
piernas y los brazos y con el culo flojo para seguir peleando ¿entendés lo que te digo?”.
“Sí” mintió Abel, sacudido hasta los huesos por el aterrizaje forzoso.

ESE DÍA tuve que apechugar la procesión más surtida de visitantes que asoló en cuatro
meses la maldita chambre 22. La siesta mañanera fue intervenida sin anestesia por
Monsieur Amelot: Abel y Ray se despertaron de un salto frente a una especie de
espectro roncador que bizqueaba y babeaba en la semioscuridad con los tentáculos
abiertos como para acogotarlos. “Guarda con este que nos viola” gritó Ray, y a mí me
dio un ataque de risa nerviosa que tuvo la virtud de amansar instantáneamente al
escenógrafo. Amelot se sentó en el mosaico muy desnivelado de la chambre, y se puso a
llorar mientras hacía dibujos con el dedo sobre las polvaredas que no barría Faruk.

“El que esté libre de pecado que tire la primera piedra” hipó, más picudo que nunca.
“Preciosa frase” dijo Ray: “Y original como el aujero del mate, además. Yo no podía
parar de reírme, hasta que Monsieur Amelot subió unos ojos que me dejaron
completamente erizado. “El que se atreva a tocar a Martine que se cuide el cogote” dijo
volviendo a abrir sus pequeños tentáculos. Entonces Ray saltó de la cama y se acercó
enfocándolo con una fosforecencia sangrienta. “Rajá de aquí” le dijo en español: “Rajá
o te rajo, escuerzo”. En ese momento Abel notó la sombra del sabueso de turno en el
umbral y alertó al riverense con un Guambia el cana. Ray fabricó una máscara
pasmosamente real de complicidad con el prójimo y avanzó hasta besar los rulos de
Amelot -sin mirar en ningún momento al policía. “Los cristianos contestamos con un
besito, Amelotito” dijo agarrándole una mano y obligándolo a levantarse: “Nadie te va a
tocar al biscuit, no te preocupés”. “Judas también besaba” murmuró el escenógrafo, y
Abel volvió a erizarse. “Bueno, no jodas más. Volvé a tu casa y no seas pavo”
recomendó Ray, a punto de perder el realismo de la máscara. Amelot se dejó llevar
abrazado hasta la puerta, pero cuando el sabueso ya había dado un paso atrás para
dejarlos salir dijo con voz grumosa: “La Pentax está en casa, hijo: es idéntica a la tuya.
¿Por qué no hacés de cuenta que es la tuya y dejás en paz a Martine? Podés llevártela
cuando quieras. Como la otra vez”.

Ray lo hizo bajar la escalera a empujones y le explicó por señas al policía que el tipo era
un loco sin trascendencia. Abel no alcanzó a ver -desde su posición- la cara que le
devolvió el milico. Cuando Ray volvió a entrar suspiró y dijo: “Me faltaba éste, nomás.
Paranoico podrido. Y venir a embolarme con Martine, arriba. Se ve que la gran yegua le
fue a llorar la milonga: siempre los tuvo medio recalentados a Sinclair y a él también,
que no se venga a mandar la parte ahora. Si dos por tres le cae a morfar de ronga,
todavía, mientras ustedes laburan. Cerdo degenerado: ahora tendría que ir a la casa de él
y llevarme la Pentax en indemnización ¿no te parece?”. “A la verdad que este relajo ya
no me parece nada, hermano: no chapo nada. Che, y hablando de relajos: el cana del
pasillo ya habrá recontraolido la maruja ¿no?”. “¿Y a mí que? No nos van a venir a
enfardar por un petardo” rezongó el riverense, con la encanecida melena color zanahoria
abajo del chorro de la canilla: “Y no me digas hermano, Abel: ya te lo tengo pedido
bastantes veces ¿no?”. “Perdoname, Caín. Pero siempre me olvido” retrucó Abel,
mostrándole los dientes.

Al rato bajé a comprar algo para comer, y me di cuenta de que estaba deseando de que
Bénédicte no viniera. Me di cuenta de veras -por primera vez en las últimas veinticuatro
horas- de que la había perdido, además. La nena se iría en pocos días a vacacionar con
sus compañeros liceales y yo debía tenderme en el fondo del sur hasta desenamorarme
-Miguel Hernández dixit. Pero ella no se había perdido, Cristo: ella se había casi
salvado. Casi un Talita Cumi y corran perros, pensó Abel sonriendo en el momento de
decidir la compra de un botellón de Valpolicella en el drugstore. Cuando volví al Stella
me crucé con el sabueso, que abandonaba su turno: esta vez me pareció que fingió
bostezar, al saludarme. Y arriba no encontré ningún otro milico. “¿Qué onda vendrá a
ser esta?” preguntó Abel, empezando a prepararse un refuerzo de paté: “¿Lo habrán
liquidado, el caso? A lo mejor ya confesó alguna yira: Bugeia no pudo dar la última
clase y todavía no me ha vuelto a llamar. ¿No sabés si repatriarán los restos de
Sinclair?”. Ray no le contestó. Lo que se cocinaba en los calderos de los ojos clavados
en el cielorraso era algo más rojizo que verdoso. Y era realmente atroz. Pobre loco
-pensó Abel, sin animarse ni a invitarlo con vino: Esto va a terminar mal. Justo ahora
que yo venía repechando. Y se sirvió un gran vaso de Valpolicella y lo sorbió
suspendido en el tempo del festejo fugaz. Pero eterno, pensó: lo que vive es eterno.
Cuando la vedette de la pareja estelar entreabrió la puerta sin golpear y metió su peluca
(color rubio azafrán) en la chambre como Perico por su casa, casi me da un ataque de
histeria. Ella me saludó con una mueca ávida y movió la cabeza para hacer pasar al
mosquetero, que entró en puntas de pies. “Salud, egregio regolucionario griego” dijo
Ray, sin el menor fervor: “Los respectivamente inminentes clochards y best-sellers
uruguayos que dimos vida en París al Show de la cucarachita que quedó en una pata
por amor, te saludamos. Cigarrito, Abel”. Abel le voleó un Peter Stuyvesant y relojeó
con triste avaricia el paté y el botellón. Adiós mi despilfarro, pensó: Esta Mich tiene un
olfato para el Valpolicella que mata. Pero la mujer -eternamente entablillada por el
uniforme bilioso de los tiempos del boogie- prefirió atrincherarse contra el piano, en
posición cantábile. Esta vez había un brillo permanente (una fascinación, me acuerdo
que pensé) en sus ojos pantanosos. “Así que murió el poeta” dijo mientras acariciaba la
tapa del piano como para lustrarlo. “Sí. Lo mataron” la corregí, y ella bajó la cara.
“Tiens: le brave Monsieur K. El pobre nazi de Jerusalén” elegizó el Cosmósfero. Y se
acható la melena con una cinematográfica femineidad de mosquetero -aunque Abel no
vio puntas de alfileres en su mirada acuosa, sino pura piedad. “No lo llames el nazi,
desgraciado” estuve por decirle, pero me callé. Tampoco miré a Ray, y me serví otro
vaso de Valpolicella sin invitar a nadie.

En ese momento golpearon a la puerta. Abel gritó Adelante con exasperación y el


Inspector Bugeia entró a la chambre silabeando un Pardon entre irónico y asqueado.
Detrás -en el pasillo- se recortaba la sombra del sabueso de turno. “Ça va Marlowe” me
dijo Marc, después de relojear relampagueantemente a los ilustres visitantes: “Vine a
pedirte excusas por lo del sábado pasado. ¿Te avisó mi mujer? Ando con demasiado
trabajo, viejo. Esta peste nuclear no deja vivir a nadie”. “Maigret no se quejaba tanto” lo
toreé. Marc me mostró los dientes, sin contestarme. “¿Cómo anda el caso?” le pregunté
entonces, exagerando la candorosidad. “A lo mejor yo no sé tanto como usted” sonrió
Marc: “No se enoje. Pero parece que en este hotel pasan demasiadas cosas y nadie me
avisa nada”. “Usted tiene a su gente para eso ¿no?” retruqué, dándome cuenta que ya no
nos estábamos tuteando. Marc prendió un cigarrillo, con manos rabiosas. “Sí. Pero mis
muchachos vigilan por rutina, nomás. Y se duermen demasiado” dijo después: “Desde
hoy en adelante los vamos a dejar sin vigilancia. A propósito: esta mañana no pasó nada
¿verdad?”. “Nada” interfirió Ray, recomponiendo su máscara de complicidad con el
prójimo: “Era un pobre loco. En serio: el ex-escenógrafo de la rue Condé”. “Muy bien”
dijo Bugeia, y levantó la nariz como un lobo: “Este olor me fascina, muchachos. Es el
mismo que había en Le Bateau Ivre” me acuerdo: un condimento agresivamente
oriental. ¿O sudamericano, más bien? Sí: colombiano, tal vez. ¿Aquí cocinan carne con
condimentos colombianos?”. Hubo un denso silencio, y el Inspector salió de la chambre
a las zancadas. Entonces el Cosmófero empezó a ponerse progresivamente grisáceo y
cayó despanzurrado sobre los pies de Ray, que largó un chillidito. “Oh la la” gritó Mich,
abalanzádose para atender a su amado. Ray zafó sus piernas de abajo del cuerpo
elefantiásico del mosquetero y saltó de la cama y le pegó una gran patada a la pared.
“Ahora sí que me jodí” dijo mostrando los colmillos: “Dale, sacá a estas dos basuras de
la chambre porque me falta poco para no aguantar más. Falta muy poco, pibe: te lo voy
avisando desde ahora”.
EL COSMÓSFERO reaccionó con unas cuantas cachetadas y medio vaso de
Valpolicella. Después los echamos. “Hasta siempre, ilustres” les gritó Ray, en la
escalera: “No vuelvan nunca más, que no los precisamos”. Mich alcanzó a mirarnos con
odio, antes de desaparecer. Entonces me animé a servir Valpolicella y a preparar
refuerzos de paté para dos. Ray apenas probó un poco de cada cosa y se tiró a fumar un
Peter Stuyvesant atrás del otro con los ojos clavados en el cielorraso. Abel se puso el
piyama y cerró los postigos cayéndose de sueño, pero antes de dormirse le preguntó al
riverense que utilidad podían haber tenido los sabuesos que colocó Bugeia tan a la vista
del público. Ray demoró bastante en contestarle. “Bueno” dijo al final: “¿Hoy hubo
alguna roncadera para ellos ¿no? Mirá que los tipos laburan a diferentes niveles, macho.
Pescan de acá y de allá y después eligen a alguien y le encajan el fardo. Y se lo montan,
arriba. En todos lados son iguales. Basura. Y barata”. “Bugeia es un buen tipo” protesté,
ya durmiéndome. “Avisale a Bugeia que me cago en su alma” se endureció Ray: “¿A
qué viene a joder acá, me podés decir? Todos tenemos coartada, detectivito. Todos
menos la punga. El Cordobés Pedrito y vos estaban laburando en la taberna y el
Cosmósfero y Mich allá en Favela y yo morfando con Amelot. ¿Pero Martine dónde
estaba, eh?”. “Yo qué puedo saber, hermano” bostecé, dándome vuelta para evitar la luz
de la portátil. Ray miró fulminentemente la calvicie de Abel, pero no dijo nada.

A los pocos minutos, el inconfundible retumbar de las botas de Pedrito me pisoteó la


siesta. Entonces desistí. Me levanté de un salto me lavé me vestí abrí los postigos y
hasta le pegué unas pitadas al petardo que armaron el chiquilín y Ray. Pedrito estaba
enloquecido de contento con la maruja. “No se enoje, nono” me sonrió de repente:
“Tengo buenas noticias. Me batieron que hay un camping de lujo, allá en Cannes. En
Ranchito mismo: un poco más abajo de donde estábamos el verano pasado. Lo único
que tenemos que hacer es apurarnos y salute París. Esto ya está imbancable. Y cuando
venga el lorca fuerte, ni te cuento. Allá se puede conseguir una casa rodante y estamos
del otro lado. ¿Cómo la ve, nonito?”. “Complicada, la veo” suspiré: “Debo quinientos
mangos de la chambre, loco. ¿De dónde los voy a sacar, me querés decir?”. “¿Tanto
debés?” se asombró el chiquilín. “Sí” dije: “Últimamente gasté mucho en comida y me
atrasé del todo. Es una pieza cara. Y la banco yo solo, no te olvides”.

Ray se paró de un salto y empezó a recorrer la chambre. Yo ya estaba volando: ahora


veía la curva de una playa desierta y aterciopelada -en los fondos del sur- donde debía
tenderme hasta desenamorarme. “Che, Ray” dije de golpe: “¿No llevás la campera al
lavadero, cuando puedas? La voy a precisar allá en Cannes. Y tiene un olor a segundo
tiempo con media hora de alargue y media hora de penales que mata”. Nos reímos, con
Pedrito. Entonces Ray caminó derecho hasta la puerta y la abrió y volvió a cerrarla,
mientras murmuraba algo parcialmente descifrable. “Ahora sí que me-” alcanzó a
escuchar Abel. Después se dio vuelta y se quedó mirándome, muy pálido. “Pibe” dijo
con voz pausada: “¿Vamos a tomar un café al boliche de la esquina? Tengo que hablar
contigo”. “Sí” dijo Abel: “Todavía tengo tiempo”. Y pensó: Ahora cuando lleguemos al
boliche éste se da vuelta de golpe y me pega un piñazo -aunque no supo nunca por qué
lo pensó. Caminó con los ojos fijos en la espalda de su mejor amigo, viendo cómo su
propia campera se desteñía hasta despojarlo del azul del verano donde su adolescencia
se abrigó con la seda materna de la lluvia. Ahora el huevo celeste de París era una
gigantesca flor carnívora que embolsaba mi vida: en carne y alma.
Cuando entramos al bar-tabac nos sentamos en las únicas banquetas que quedaban
vacías y Ray hizo un gesto para acomodarse la melena sobre su oreja izquierda y dio
vuelta la cara y me enfocó a quemarropa: entonces vi la Chimère. Hubo algunos
segundos durante los que Abel se sintió traspasado por el verdor fosforecente del sótano
del mundo, mientras oía murmurar: “Vos me estás jodiendo la vida desde hace muchos
meses, loco”. Y los ojos decían: “Y yo voy a matarte”. Abel cayó de espaldas sobre
alguien que había al lado y el propio Ray lo agarró al vuelo y lo volvió a sentar, con
cara de asustado. “Pará, Abelito” dijo: “No te pongas así”. Yo me apoyé en el mostrador
y cuando levanté la cara Ray tenía la mirada de mi amigo, otra vez. “No te pongas así”
repitió: “No te pongas así, botija”. Abel se sintió más fuerte y prendió un cigarrillo y
miró hacia las botellas que había detrás del mostrador. “Y con qué pensás matarme”
pregunté: “¿Con un cuchillo? ¿O con un-?”. “No” me interrumpió Ray: “No digas eso,
loco”. “Es que fue algo evidente” dije, con la mirada fija en el botellerío: “Ese brillo.
Fue evidente. Es como si a una persona que no conoce el mar la ponés frente al
Mediterráneo y no le decís nada. La persona se da cuenta de que es el mar, igual. Qué lo
parió: pensar que si me hubiera pasado una cosa terrible acá en París hubiera recurrido a
vos antes que a nadie”.

Y le puse la mano en el hombro y él se la sacudió como si fuera un tábano. “Pero qué


pasa, che” pregunté, recién dándome cuenta de que no entendía. ¿No será que yo me
parezco a alguien que te hizo mucho mal o algo así?”. “No” dijo Ray, haciendo una seña
para pedir dos demis y mostrando -durante un segundo- su dentadura bondadosa: “El
que me parezco soy yo, más bien. No te olvides que tengo un año más que vos -un año,
nada más- y ya las pasé todas. No me puedo acordar qué te conté en Meudom porque
estaba muy mamado. Pero te debo haber contado cosas que-”. “Yo no me acuerdo de
casi nada, tampoco” dijo Abel: “Me acuerdo de lo de la gurisa, claro. Y de que fuiste
preso. Pero mucho más no-”. “Basta” cabeceó Ray -y el brillo de la Chimère le volvió a
hacer ahuevar acompasadamente los ojos, con un ritmo increíble: “Basta de joda, viejo.
Basta de joda, viejo. Voy y yo sabemos lo que pasa. Desde el primer día. Me parece que
ya hice todos los papeles -o todos los papelones- que vos quisiste ¿no?: trabajé de buen
tipo de artista de payaso y de pinche. ¿No te das cuenta de que soy la cucarachita?”.
Abel volvió a clavar la mirada en el botellerío y después se agarró los ojos, largamente.
Viene brava, pensé: No tiene solución. ¿Qué hago? ¿Llamo a mi viejo por teléfono para
que me mande buscar? No, Abel Rosso: hay mucha gente en el mundo que se está
jugando la vida por otras cosas, en este momento. Y si vos no aguantás no sos un
hombre: sos una gallina. Acordate de Jesús y de los que están peleando.

Abel se arrancó las manos de la cara y vació el demi de un saque. “Entonces todo te
pareció una joda” dije: “Las ideas que te pedí para la trama de la policial y las que di
para las esculturas y el proyecto del libro ilustrado y las novelas que te recomendé y las
pálidas que nos bancamos y la campera que te presté y la pieza y la comida que pagué
y-”. “Basta” me cortó Ray con la mirada opaca, otra vez: “Fue un error mío, a lo mejor.
Olvidate y ya está”. En ese momento entró Pedrito al bar, emponchado y cargando el
charango. “Dele, nono” me dijo: “Ya es la hora. Che: ¿qué les pasa, vo?”. “Nada” dije
con ganas de abrazarme de su metro noventa y pedirle que me defendiera: “Andá
nomás. Yo me voy en un taxi”. Cuando volvimos a quedar solo pedí un ron Saint-James
y lo vacié de un trago y le ofrecí un cigarro a Ray, sin que me temblaran las manos. Él
aceptó. “Bueno ¿y ahora qué vamos a hacer, macho?” pregunté, endureciéndome todo lo
que podía. Ray sonrió amargamente. “Ustedes se van” dijo: “Y yo me quedaré
esperando el giro, como siempre. Puedo irme a vivir a lo de Amelot o hacerme clochard
de veras”. “Mirá, loco” desembuché de golpe: “Yo sé que soy muy yo y que puedo
llegar a ser insoportablemente ególatra, pero no preciso jurarte que nunca te quise joder
la vida. Yo no hice lo que vos sentiste que hice, yo-”.

Abel empezó a escuchar algo como un ronquido y dio vuelta la cara y volvió a ver la
Gárgola, con sus ojos creciendo y decreciendo como burbujas verdes de un caldero
sangriento. Esta vez me salvó la mujer del barman, que me preguntó al pasar si
pensábamos volver a Cannes este verano. Ray dejó de roncar y saltó de la banqueta y se
quedó esperándome en la puerta. Abel miró por última vez las facciones perfectas de la
muchacha y pensó: Sí. Si atacaran eso yo podría patear la mesa y salir a pelear. Y no
pensó exactamente -aunque lo supo de una vez y hasta siempre: Yo no me voy a
defender, más que en estricta defensa propia. Ya ataqué defendiendo lo santo y ya gané:
por eso me quieren limpiar. Pero yo no entro al juego. Yo estoy y estuve y estaré
siempre en la batalla: para eso soy un hombre. La batalla es de hombres, pero el juego
es de niños o de pobres diablos. “Bueno” dije en la puerta: “Me voy para el laburo”.
Ray bajó la melena rojiblanca y arrancó caminando a las zancadas por el socavón
crepuscular de la Monsieur-le-Prince. “Hasta luego, botija” me desafió desde la esquina,
con un gritito sórdido.

ABEL ENTRÓ a la taberna cuando Picaflor ya estaba cantando, y se sentó a


confraternizar con el Cordobés y Pedrito. La reconciliación con el Cordobés se había
venido produciendo demasiado lentamente, y apuré un cubalibre y le dije al oído: “Che:
¿ese fenómeno de Houseman es de Calamuchita, por casualidad?”. “¿Viste cómo jugó?”
me contestó el zorro, radiante: “Con once como ese el Mundial sería nuestro, guaso”.
Abel tuvo el premio de ver la adolescencia iluminada del Cordobés (esa que él nunca
más tendría) y se estabilizó durante un rato donde también necesitó hablar con la
hermosa patrona embarazada y mirarse con el ovejero cantor de pupilas humanas. Pero
después de hacer un buen pasaje y prender un cigarro y sorber otro cubalibre como un
equilibrista, el miedo me aplastó. Ni siquiera sonaba la voz que no me pertenece
repitiendo Lo que hay que hacer es escribir, con el ritmo de un faro: no me quedaba
nada.

Entonces me miró. Me miró fijo desde la banlieue sud antes de atravesar la noche y
corporizarse en una punta humosa del mostrador. Antes de sonreírme. Me abalancé al
teléfono y disqué el número de Bénédicte y la escuché atender enseguida: ella tampoco
pareció sorprendida a pesar de que era yo el que llamaba. “Qué pasa” preguntó. Y
agregó, intimidada: “¿Sabés que justo en este momento estaba pensando en vos?”. “Sí”
le dije: “Ya sé. Tenía ganas de hablarte, nomás. Pero no pasa nada”. Hubo un silencio
hondísimo y muy corto. “¿A qué hora terminás de trabajar?” preguntó Bénédicte. “De
mañana, cosita” exageré: “Generalmente de mañana”. “Bueno” argumentó ella, con una
extraña autoridad: “Pero podés decir que no te sentís bien. Y los otros se las pueden
arreglar solos. ¿Siempre hacen así, no?”. Abel sonrió. “Sí. Pero no te entiendo” dijo.
“Mi madre quiere escucharte cantar hace bastante tiempo. Y yo me voy dentro de dos
días” argumentó complejamente la chiquilina: “Tomate un tren y vení, dale. Y te quedás
a dormir en casa”.

Entonces me di cuenta de que estaba mirándome como a su Hijo, otra vez. Nada de
amor humano, pensé: Nunca has estado ni estarás enamorada de mí, Peluca de Plata.
Nunca. “Qué pasa, Abel. Decime qué te pasa” insistió Bénédicte. No me lo pidió por
favor. La voz estaba desequilibrada por esa durísima ternura que uno carga como una
cruz inútil desde antes de ser alguien. “No pasa nada” dije: “Te agradezco, pero justo
esta noche tengo que dormir en mi cuarto. Y no es porque me vaya a acostar con
ninguna puta. Cuando nos veamos mañana o pasado capaz que te lo explico”. Ella
quedó callada. Evidentemente estaba contrariada y hasta celosa, aunque no de ninguna
mujer. Ella estaba celosa de mi soledad. Y ninguno de los dos podíamos hacer nada para
cambiar “el rumbo de las cosas”: nadie puede hacer nada contra eso. Aunque dependa
de nosotros hacer que pase eso, pensé. El alcohol me había puesto demasiado
filosófico, así que decidí colgar de urgencia. Pero ella me dio el golpe de gracia antes de
despedirnos. Pobrecita, pensó Abel sacudiendo la cabeza cuando escuchó la voz de su
Señora recomendando a la distancia: “No tomes demasiado, Abel”. “Seguro” contesté.
Y besé -sin hacer ruido- el tubo del teléfono.

HUBO UN momento de la noche en que pensé comunicarme con Ramón, incluso. Pero
eso hubiera sido algo tan cobarde como llamar a Montevideo. Lo de la nena fue otra
cosa y a su modo sirvió, Caballero de la Triste Figura. (Por otra parte: ¿alguien habría
sido capaz de entender algo sobre el asunto? Ni yo mismo alcanzaba a creerlo mientras
me frotaba la entrepierna en el violentamente vomitado toilet de la Reja. Pero podía
entenderlo, sin embargo. Ahora ya lo entendía.) Lo que tenía que hacer ahora era
tomarme un taxi hasta el Stella y subir mansamente la escalera y mentirle a Colette con
hastiado cariño y sonreírle al fantasma de Sinclair y extrañar al sabueso y meter la
cabeza en la chambre del león. Pero sin atacar ni defender a nadie. Éramos inocentes. Y
lo sabíamos bien. Podíamos estar jodidos, por supuesto. Pero no podridos: los podridos
no se agrietan las manos con el barro del campamento donde tiritan las milicias de la
redención, querido Cide Hamete. De modo que Tú a pie tú solo tú intrépido tu
magnánimo, Caballero de la Fe. Y que ladren los que ladran.

En la chambre 22 no había nadie. La luz estaba prendida, y sobre mi cama encontré El


pozo abierto y subrayado en el comienzo del capitulito que dice: Sólo dos veces hablé
de las aventuras con alguien. Lo estuve contando sencillamente, con ingenuidad, lleno
de entusiasmo, como contaría un sueño extraordinario si fuera un niño. El resultado de
las dos confidencias me llenó de asco. No hay nadie que tenga el alma limpia, nadie
ante quien sea posible desnudarse sin vergüenza. Lícito, pero no valedero -pensé:
Literalmente paranoico, Terry. Después me puse el piyama y prendí un Peter Stuyvesant
y esperé a Ray. Llegó casi enseguida. “Qué linda está París para caminar de noche” dijo,
sin atreverse a mirarme. Yo me atreví a mirarlo, en cambio: ahora la Chimère brillaba a
media máquina, como funcionando con baja tensión. El riverense se tiró en la cama sin
desvestirse y Abel terminó el cigarrillo y se sintió vencido, pero por el sueño. Y me
dormí, nomás.
SAINT-TROPEZ

EL OTOÑO avanzaba. La posibilidad de que Ray no viniera me había amansado tanto,


que hasta dejé de escuchar la voz del Otro. Ya casi ni silabeaba el salmo, ahora. Retomé
la lectura crespuscular en la Citadelle y el recorrido del puertito -cada vez más vacío- a
la búsqueda de callejones rembrandtianos. A fin de mes tendríamos que subir a París y
empezaría todo de nuevo. Y terminaría todo de una buena vez, además -pensé sentado
en el Sporting exactamente a los tres días de la ida de Ramón. Un día claro y ningún
recuerdo, viejo Wallace -me divagué: No conocemos policías disfrazados de matoncitos
ni músicos angolanos nacidos en Bahía ni rubias platinadas onda Roman Polanski. Nada
de esas locuras. Eran las dos de la tarde y Abel ya había pedido la comida y estaba
paladeando una copa de rosado frente al resplandecer polvoriento de la plaza cuando vio
entrar al bar a Isabelle, acompañada por el Ceja y Pedrito. Sólo el Ceja me saludó. “¿Ya
los echaron de Hamburgo?” sonrió Abel. El marido de Isabelle le contestó que no, pero
que el contrato era una estafa viva. Nos miramos con Pedrito.

Esa noche nos acostamos relativamente temprano y yo me decidí a leer el artículo del
France-Soir que me había recomendado tanto Ramón, y el chiquilín me pidió algún
poema de los míos. Le di uno solo, largo. Era un poema de amor cruel inspirado por
The sun also rises. “Uy, nono” falseteó Pedrito, después de la segunda lectura: “A usted
le van a rezar las viejas”. “Favor que usted me hace” ladré: “Y a vos te van a matar los
maridos, si no te cuidás un poco”. “¿Vos decís por el Ceja?” se rio el chiquilín: “Tas
loco. Si cuando vino nos encontró prácticamente en la cama y nos invitó a comer
chucrut. Estamos en otro planeta, nono. En otro tiempo, estamos. Usted perdió la-”.
“Ta” dije: “Alcanza. Dejalo por ahí”. Me dediqué al France-Soir, que traía un inefable
artículo sobre la decadencia uruguaya escrito por un corresponsal franco-mexicano. La
cosa estaba planteada en términos menos sentimentales que apocalípticos, a saber: en
los bares del otrora floreciente Pocitos ya no había más que tacuruses de arena entre
butacones rengos y entelarañados donde se oía la amenaza del oleaje, etc. (Y uno se
imaginaba que por la rambla girarían pelotones de paja en vez de coches, como en las
escenografías del Far-West.) En definitiva, colofonaba -envalentonándose- el
corresponsal: Una ciudad y un país que tienden a desaparecer.

Abel sintió como si le pegaran un marronazo en la entrepierna. Mierda, pensé: Estás en


Saint-Tropez dándote dique con las fotos que te sacás con la B.B. y masturbándote con
tu novela andante y tus odas de amor-odio y jodiendo la paciencia con tu horrible
tragedia personal. ¿Viste la patria, ahora? ¿La viste de una vez? No es solamente el
único cielo concebible para morirse abajo. Son los pobres, los tuyos. Esa es tu historia,
macho.

Esa noche Abel Rosso soñó que era un centauro con ojazos de Gárgola que galopaba
persiguiendo a un infante desnudo (y con su propio rostro) y al despertarse tableteó una
proclama de resurrección. Pero la patria triste / me dolió más que todo proferían los dos
primeros versos. Después le escribí a mi viejo lo más eufemísticamente posible,
aceptando su tan reiterado ofrecimiento de ayudarme con el pasaje de vuelta si me las
veía mal. “Mal no” le puse: “Pero pobre, siempre”.

EL CLIMA ya oscilaba, y con el primer frescor tuve un ataque de asma bastante fuerte.
Hacía tiempo que se me había acabado la betametasona (que no se vendía sin receta) y
Marlene se ofreció a financiarme una consulta con su médico cuando yo lo dispusiera.
Pero esa noche no pude dormir. Abel aprovechó para liquidar A la sombra de las
muchachas en flor y tomó mate electrificantemente, hasta que a las cinco y media de la
mañana se decidió a salir a dar una vuelta por el pueblo.

El pecho se me empezaba a abrir. Recorrí las dos cuadras de la plaza entre una
semiclaridad sedosa y después se me ocurrió subir a la Citadelle por el lado opuesto al
que lo hacía siempre. Los árboles de los viejos chalets y el macadam de los repechos se
veían como a través de un filtro azul cobalto, y Abel se sintió al borde de algo
identificable con la felicidad. Al empezar la ascensión final de la colina tuve miedo de
que la cosa se estropeara, y en ese exacto momento se me cruzó por el sendero
(caminando) un enorme pájaro del tamaño de un pavorreal. El pájaro voló a ras de tierra
hasta esfumarse entre el claror turquesa que filtraban los pinos. La cosa viene bien
-pensé. Y caminé hasta ver el panorama de los tejados de Saint-Tropez, que parecían
penetrados por el color exacto de la vida: un rojo húmedo y hondo, de gredosa
grandeza. Más allá estaba la franja del resplandor marino y la aterciopelada bruma azul
de los Alpes.

Abel sintió que tenía que doblar a la derecha, bordeando la fortaleza. Cada vuelta de
tuerca que le daba al camino le abría una luz más ancha. Y no podía frenarse. El rebrillo
del golfo creció hasta circunvalar el horizonte, y al dar la última vuelta vi el sol recién
alzado y miré hacia mi izquierda en el momento en que dos velas emergían por detrás
del cementerio: daba la sensación de que los marineros podían ir conversando de una
borda a la otra, de tan juntas que estaban. O de que las dos barcas eran algo así como la
metáfora de una pareja, llegó a pensar Abel. Entonces clavé la mirada en el cementerio
blanco lavado por las olas y festejé la vida hasta el estremecimiento. “Es justa”
murmuré: “Con todo lo que tiene. Y con todo lo que le falta y hay que hacerle tener. Es
justa”.

Y metí la mano en el gabán y encontré un papel y un lápiz que no recordé haber puesto
allí en ningún momento y empecé a transcribir inconexamente lo que veía y sentía y
bajé a la ciudad totalmente borracho por la felicidad y versificando por la calle y casi
me pisa un auto pero seguí escribiendo y a veces ponía primero lo que iba a pasar ponía
Tomé un vaso de leche y tuve que ir a tomármelo al Sporting y al sentarme en la plaza
con la gente del pueblo a la vista y el pecho abierto y la batalla de todos los pueblos
estrellada en los ojos sentí mansa y maravilladamente que ya podía morirme.

CHAMBRE 9
UN MUCHACHO y un hombre caminan por la rue Descartes una noche de invierno,
con ojos de hasch. Estuvieron parados un rato frente a la puerta vidriera de Le Bateau
Ivre, un restaurant vacío donde al oscurecer recién brilla la carne sobre el fuego:
después fueron cruzando el corso de contramano que sube desde el mercado de la
Mouffetard. El muchacho saca los brazos de los bolsillos de su sacón y levanta sus ojos
de haschich a la noche: ve los bancos azules de la niebla encendida frente a las casas
blancas y escoradas y hermosas como buques fantasmas. La maravilla no abandona sus
ojos cuando cruzan la place de la Contrescarpe y entran en la Mouffetard y el hombre va
estudiando cada cara del corso para desembuchar frasecitas secretas en su oreja. El
hombre es pelirrojo y usa un gran sobretodo completamente negro que parece prestado.
Tiene los ojos verdes y los tuerce hacia el fuego de los restaurantes después que habla
sonriendo y una mano del otro se levanta a espantar su voz como a una mosca. Ven
desfilar clochards y mujeres mugrientas y hombres como insepultos, pero el muchacho
festeja solamente la mancha de belleza marrón que brilla en cada tórax: dice que ve la
mancha. Van bajando al mercado, y el muchacho declara estar muerto de hambre
cuando huelen los ríos de sangre de cerdo burbujeando en los surcos de las alcantarillas.
El hombre sonríe repugnantemente cada vez que habla el otro: pero lo mira entre
relámpagos acariciadores.

“BUENO, LO increíble es que al final tocamos con Paul McCartney en el festival du


Midem y figuramos al lado de él y todo, en el nomenclátor” le contaba Abel a Ray la
mañana que llegaron de hacer El evangelio criollo en Cannes: “Y lo más curioso es que
cuando Lucio me dio la noticia y me preguntó si estaba contento le dije que sí. Pero en
realidad me importaba un pito. Es un poco triste ir teniendo las cosas más claras a veces
¿no? Es como si vieras todo: lo que sos de verdad y lo que hay de verdad y no lo que te
venden los cerdos”. Ray me enfocó entornando los ojos. “Te noto lúcido, botija” dijo
levantándose las solapas del sobretodo recién puesto: “¿Pero te parece que es un poco
triste nomás, darse cuenta de todo? ¿Vas a apolar o me acompañás a dar una vuelta?”.
Aquello me sorprendió. Porque desde el imprevisible “Feliz año / Abelito” que Ray me
murmuró en la gala del Club Méditerranée, no había habido otra muestra de amistad -de
parte suya, por lo menos- en casi veinticuatro días. La “batalla amistosa” se transformó
en una especie de “guerra pacífica”, pensó Abel mucho tiempo después. O en una
“coexistencia fría”, a lo sumo.

Mi náusea se había terminado, y aquella mañana paseamos en paz y yo me decidí a


comprar una máquina nueva -con los ahorros de fin de año reforzados por los doscientos
francos que nos arrimó Lucio a cada uno- cosa que festejamos almorzando bricks a
l’oeuf y un orgiástico cous-cous en el mismo restaurant donde nos emborrachamos
aproximadamente un mes y medio atrás. Esta vez no planeamos ningún viaje a Bahía o
al Sertón o a Recife. Pero Ray fue calzándose de a poco una máscara realmente
agradable de complicidad con el prójimo y terminó por confesarme que durante los dos
días que estuvimos en Cannes pensó en mi policial y esbozó unos apuntes para
profundizar el personaje del quiosquero.
“Los tengo arriba. A ver qué te parecen” dijo, y me alcanzó una hoja de block
garabateada con prolijidad. Abel nunca sirvió para leer alcoholizado, y menos en lugares
ruidosos. Pero hubo algo del texto -contado en primera persona- que lo sobresaltó. El
supuesto quiosquero hacía una especie de inventario de su rutina (incluyendo algún
forzado detalle escenográfico, como la alusión a cierta marca de cigarrillos entre el
recuento de los miedos que lo paralizaban: miedo a la gente al fracaso a la locura a la
homosexualidad o al cáncer de pulmón sólo por estar todo el día viendo edificios grises
de Republicana XXX Filtro alrededor suyo, etc.) y al final señalaba casi como una única
salvación la posibilidad de descolgarse con un acto extraordinario -“un crimen, aunque
sea”- capaz de transformarlo en alguien”.

“Perdoname” dijo Abel: “Todo esto es muy interesante. Pero lo del acto extraordinario
-que es lo mejor por lejos- ya está en Dostoievski”. “Yo no se lo robé a Dostoievski”
contestó Ray, sin demostrar fastidio: “Se lo robé a Arlt. ¿Leíste Los siete locos?”. “No”
dije: “Empecé a leerlo dos veces y no le pude entrar ni a ganchos. Pero no te olvides que
Arlt le afanó casi todo al Fiodor”. “Entonces son cien años de perdón, botija” se
defendió el riverense. “Tenés razón” le dije: “Aunque ya hay asesino en la novela, vo. Si
el quiosquero empieza a asesinar, se arma un lío brutal”. Ray largó una carcajadita, y
después se puso -durante un segundo- radiantemente serio. “El quiosquero está loco. Y
solo” se frunció: “Con un cacho de amor se le pasaría todo. ¿En serio que no te acordás
de todo lo que te conté en Meudom?”. “No” dijo Abel: “En serio”.

Ray te invitó a comer en la banlieue porque había un relumbrón final del otoño que
pasmaba y tomaron un tren en Invalides y bajaron en una zona residencial de Meudom
que irremediablemente te hizo respirar las humaredas de Carrasco y después se
dejaron engullir por el bosque de Clamart y avanzaron entre un túnel pozzuoli de hojas
vivas y muertas hasta desembocar en un bucólico restaurant con mesas al aire libre
llamado A la Fontaine Sainte-Marie donde empezaron con un saucisson lujosamente
aderezado y un encorpado vino tinto de marca “Mirá que nos van a fajar” le advertiste
al riverense “Pago yo” sonrió él “Cuando me toca pagar nunca escondo el culito
botija” agregó con las pecas incendiadas por el claror ya oblicuo del sol que se filtraba
entre una alameda de robles ensangrentados y devoraron el saucisson y pasaron a un
segundo plato de carne que fue un espectáculo aparte entre las reflejadas espesuras del
vino y el bosque “El mozo ya nos está junando con miedo de que nos rajemos sin
parar” dijo Ray “Junale la jetucha” y aullaron de la risa y pidieron la tercera botella y
vos empezabas a sobrepasar tu límite de resistencia pero te era imposible no morder el
color de la copa donde se remansaba la aterciopelada transparencia de la tarde “Una
vez me maté a una botija en una tarde así” dijo Ray abriéndose una mueca de fiereza
con el escarbadientes “Una compañera de cuarto de liceo hija de un rego de los que
andaban en la vuelta con el famoso Joaquim Coluna” “Y qué viene a ser un rego”
preguntaste riéndote “Un rego-lucionario” carcajeó Ray “Un bolche un tupa cualquier
basura de esas yo era jupo botija era un jefecito nazi allá en Rivamento a las órdenes
del benemérito Bertalicio Merdín fijate que a mí de chico me decían Gargolita en el
catecismo por lo feazo que era pero después repeché mucho porque mi viejo me llevaba
de joda con el tal Merdín cuando tenía diez años y a veces llegábamos de la joda y me
ponía la túnica y rajaba para la escuela y ahí me empezó la fama y nunca más tuve
problemas para levantarme una mina nunca más me gritaron Gargolita tampoco
aunque ese asunto ya no me calentaba tanto porque una vez un cura que se llamaba
igual que vos casualmente me habló del jorobado de Notre-Dame y me vendió unos
versos como que el jorobado era una gárgola que era buena por dentro y yo nunca
pude saber si me estaba jodiendo o batiéndome la justa y de ahí viene el asunto de las
esculturas yo dibujaba diablos desde chico pero nunca logré que me salieran buenos no
había caso campeón che me estás escuchando carajo” chilló Ray y vos pegaste un salto
y dijiste que sí aunque te habías quedado en blanco después de la palabra jupo “Sí”
mentiste “Te escucho” “Bueno” hinchó la mirada el otro “Hasta que una vuelta
estábamos por hacerle una fiesta a una negrita de doce años que era un bombón y se
desbolaba arriba del mostrador de los boliches por chirolas y mi viejo se calentó tanto
que la despatarró de un tirón y desenfundó y le dijo que si no lo mamaba en quince
segundos la empalaba con el talero y me dijo Vos tomá el tiempo Gargolita y no sé por
qué carajo me temblaba la mano mirando el bruto reloj de oro que me habían regalado
cuando tomé la comunión y la negrita se hincó y mi viejo primero le meó la cara y gritó
Tenés quince segundos o te quedás sin culo merdiña calientamachos y la chiquilina
abrió los dientes con la cara chorreándole como una llorada amarilla y le pegó una
mordida que lo dejó chanta y antes de rajarse en pelotas del boliche gritó San Jorge va
a venir a empalarlos a ustedes ricos hijos de puta con una jeta de gárgola buena que te
desesperaba y yo no salí más con mi viejo y me largué por mi cuenta y llegué a ser el
rey del mambo en Rivera y Livramento juntos o terror do Rivamento llegué a ser y no es
paco hasta que un día Merdín nos propuso un negocio a la guachada de mi barra
cuando yo todavía vegetaba en el liceo con casi dieciocho años cumplidos y ya se había
armado el quilombo político y mi viejo se las tiraba de decente porque quería ser
diputado colorado y ya había mucho tupa y bolche y toda esa basura Merdín nos
ofreció maruja de la buena y LSD y revólveres y todo lo que le pidiéramos siempre que
le tuviéramos controlada la joda política en el liceo y entonces me hice jupo entendés
cómo fue la pelota” pidió la cuarta botella a manotazos Ray “Sí” mentiste
aguantándote de fumar por el mareo que amenazaba con hacerte vomitar antes de
llegar al toilet de la Fontaine Sainte-Marie “Hasta que un día me enamoré” dijo Ray y
te despabilaste “Me enamoré como un caballo” carcajeó Ray “Y de la hija de un rego
hay que joderse Dios y ella me daba bola te juro y la guachada de la barra me
empuaba para que me la volteara en la cama de matrimonio de los proleta en horario
de fábrica y yo decía que no porque mi viejo ya me había advertido Relajo pero con
orden Gargolita hay que cuidar el De Deus antes de las elecciones después podés hacer
lo que querés pero hasta el último domingo de noviembre jupeá en el molde y la barra
me seguía empuando aunque en realidad se morían de envidia porque la chiquilina era
lo más divino de toda la frontera y una tarde más divina que esta la convencí de
hacernos la rabona y la llevé a la casa y cuando estaba en el mejor momento de mi
vida matándomela en el suelo nomás porque a último momento no tuve huevos o a lo
mejor no tuve la mala leche que se necesitaba para desvirgarla arriba de las sábanas
de los proleta llega un patrullero con el rego y mi viejo adentro y me encajan preso
acusándome de violación y mi viejo hasta lagrimeaba apretándole el hombro al rego y
después me enteré que habían sido los otros jupos los que me habían batido y que mi
novia declaró que primero la quise violar arriba de la cama de los padres
amenazándola de muerte pero que ella se hubiera dejado matar con tal de no hacer eso
y mi viejo pagó para que me hospedaran en la comisaría hasta las elecciones Joderse
Gargolita dijo Yo te lo advertí y mi profesor de literatura que era un rego con una
paciencia china hizo gestiones para que me dejaran dar los exámenes libres y llegué
hasta a estudiar en mi celda de lujo donde tenía televisión y todo aunque no me libré de
que la milicada me viviera toreando Ponete bocabajo Violetita me decían todas las
putísimas noches Así ves las estrellas Violetita mirá que hoy está estrellado afuera
corazón ponete boca abajo y vas a ver lo que es bueno y nadie me creyó jamás que yo
no había violado a la pendeja no hubo caso botija” pero vos no escuchabas aunque
mirabas fijo la cabeza de Ray zumbando entre la luz naranja mientras tratabas
desesperadamente de no vomitar y Ray seguía tomando y hablando sin poder frenarse
“Hasta que un día sentí que estaban torturando a un rego en la pieza de al lado” y me
pareció raro y cuando paré la oreja me di cuenta que era Joaquim Coluna y de golpe
me vienen a buscar y me plantan adelante del rego que estaba a la miseria pero tenía
los ojos como un dos de oro rojo Así que este es el bolche que infiltraste en la JUP le
preguntan y Coluna me mira y veo que me reconoce porque los ojos le relampaguean
sangre Otra gárgola buena pensé y de golpe tuve necesidad de ser un rego coño y hasta
hubiera rezado para que el hijo de puta me cantara pero no hubo cuestión no me cantó
un carajo y al volver a la pieza me trabajé un ataque de nervios y pregunté quién había
descubierto que yo era rego Nadie merdiña no ves que vos no servís ni pa rego son
órdenes de tu viejo a ver si te podemos enfardar en forma pero tuviste tarro Violetita y
entonces los putié los torié los versié a ver si me torturaban pero no me dieron bola lo
único que esa noche se me vinieron en malón y vi toditas las estrellas juntas botija
toditas las estrellas” dijo Ray enfocándote con los ojos de la Gárgola aunque vos ya no
escuchabas ni veías nada y la tarde era azul cuando tambalearon sosteniéndose el uno
al otro por el túnel de hojas vivas y muertas y vomitaron por turno “El problema es ser
loco” gimió Ray después de haber regurgitado un gigantesco chorro humeante “Ellos
dicen que soy loco y me pagan yo sé que el giro viene para eso para que haga
maldades no sé si me entendés” y vos no contestabas porque no entendías nada y recién
en el tren te despabilaste un poco cuando Ray empezó a muequearle a las mujeres que
iban sentadas enfrente y fue un viaje insufrible y se salvaron de ir presos por
casualidad y esa noche no trabajaste y dormiste cerca de catorce horas y al despertarte
no pudiste tomar ni mate y Ray encajó la melena color zanahoria abajo del agua
helada y la sacó sacudiéndose como un perro “Batí muchas bobadas ayer” te preguntó
“No sé” dijiste casi no me acuerdo lo que sé es que cuando bajamos en Odéon me
preguntaste cómo se decía en francés Todo el mundo es una mierda y te pusiste a gritar
eso hasta que el andén se quedó vacío pero pasando a hablar de cosas buenas cómo
morfamos ayer loco qué salchichón y qué carne exquisita de eso me acuerdo bien te
debe haber salido un disparate así que podríamos arreglar a medias” “Yo invité”
sonrió Ray “Sí pero salió caro” porfiaste “Se pagó y se acabó quevachaché botija”
murmuró el riverense ahuevando los ojos.

AL OTRO día me estuve regodeando en forma con la máquina nueva: escribí un par de
cartas y pasé algunos poemas y un capítulo en limpio para mandárselos a mi padre y a
Ma-Sa, respectivamente. El capítulo era lo único que había agregado a la policial,
después de la interrupción provocada por la vorágine poética. “No te olvides de verme,
hermana” le agregué con birome a la carta de Ma-Sa: “Que aunque mi cara (la de
adentro) esté un poco jodida, está para servir. No se olviden de verme, camaradas
humanos. Hasta siempre, Comandante. Hasta siempre, Querube. Il Monaco Rosso”.

Ray Pedrito y el Cordobés habían salido en patrulla a darle caza a un árabe que vendía
LSD por Belleville y Abel ensilló el mate a las dos de la tarde, con languidez pero sin
náuseas. Cuando golpearon a la puerta supo (erizadamente) que era la nena y puso cara
de perro: le quedó un tragicómico rostro de San Bernardo. Apenas la miré, pero vi que
traía puesto el conjunto jean de pana azul con el que había bailado Síncopa hasta
hacerme volar. No me paré a saludarla. “El Cordobés no está” dijo Abel, poniéndose a
ensobrar las cartas con meticulosa lentitud. “Y eso qué” dijo ella, sentándose en la cama
de enfrente. “Creí que venías a verlo a él” ladró Abel. “Creíste mal” ladró ella: “¿Puedo
tomar un mate, por favor?”. “Pero si no te gusta, cosita” la sobré: “Ya probaste, la otra
vez. “Voy a probar de nuevo” porfió Bénédicte.

Abel le alcanzó un mate hirviente y espumoso, y la chiquilina mordió la bombilla y


empezó a sorberlo con los ojos cerrados. Se iba poniendo verdosa, mientras tragaba.
“Bueno” le grité: “Basta”. Y me paré para arrancarle el porongo de la mano y volví a
sentarme. Quedamos mirándonos. “¿Es horrible, no?” pregunté, sin reírme. “Es
horrible” contestó Bénédicte. “Qué pasa” pregunté entonces, por primera vez. Bénédicte
me pidió un cigarrillo por señas y lo empezó a fumar con gestos de mujer. No es virgen,
pensó Abel: Estaba clavado que no era virgen. ¿Cómo se me puede haber ocurrido
semejante disparate? “Qué pasa” repetí. “Acabo de ir a una manifestación en la Bastilla”
empezó a contar ella: “Y lo vi. Estaba con otra. Y estaba todo sucio: es algo
insoportable, no sé”. “¿A quién viste? ¿Al Cordobés?”. “No embromes más con eso,
Abel. Por favor”. “Perdoná” murmuré: “A quién viste”. “A un muchacho del liceo.
Estuvimos juntos este verano, en un campamento. Para mí estuvo bien. Y fue la primera
vez, además. No lo había vuelto a ver desde que subimos a París”. “Y por qué te
acostaste con él” pregunté, como un imbécil. Bénédicte se rio. “Porque sí” dijo: “Porque
tenía ganas. Ya hacía tiempo que había conseguido las pastillas, además. Da un trabajo
del diablo: tenés que llamar a un teléfono clandestino que circula en el liceo y todo eso.
Y si vas a un campamento con las pastillas, lo menos que podés hacer es-”.

En ese momento entró el Cordobés -acollarado por el pañuelito de la belleza- y ella se


puso roja y yo los hubiera matado a los dos, como el cornudo del tango. Se saludaron
besándose normalmente. El zorro se sentó -con las facciones hinchadas por la vanidad-
en una silla equidistante entre Bénédicte y yo. “Qué lo parió. Dame un mate, guaso: un
viejo mate criollo” dijo exagerando el acento de Calamuchita: “Te juro que me parten al
medio estas cosas de la droga, che. Pensar que uno estuvo en otra cosa. Uno estuvo
hasta preso y tiene que aguantar a estos pelotudos que te hacen recorrer todo Belleville
para localizar a un árabe fantasma. ¿Qué onda con la pendeja, al final?”.

Bénédicte no entendía el español, pero me pidió otro cigarrillo por señas y lo fumó con
gestos de mujer fatal. “Ahí la tenés” le dije al zorro: “Loca de la vida”. Después
tratamos de sacar una conversación en forma entre los tres, pero no pasó nada. Cuando
la nena se levantó para irse Abel le cedió el acompañamiento al Cordobés, cosa que a
ella no pareció molestarle en absoluto. Vino a besarme, sin embargo. “Gracias” me dijo,
seria. “Merde” retruqué, en broma.

El zorro la acompañó hasta la escalera, y volvió a la chambre sin exhibir facciones


triunfantes ni frustradas. Escuchamos a Albinoni y tomamos mate en completo silencio,
mientras París ponía su huevo celeste a contraluz. Después que la campanada de las
cuatro y media sobrevoló la oscuridad total, cayeron Ray y Pedrito. El chiquilín venía
radiante. “Sírvase, nono” dijo: “Para usted. Lo compré en la librería de enfrente
especialmente para usted”. Y me alcanzó un afiche en colores editado por la Comisión
de Orientación Revolucionaria cubana”: una tierra roturada por un gigantesco tractor
que dejaba palabras y plantas entre los surcos. Las palabras sembradas eran ESPÍRITU
DE TRABAJO CONCIENCIA VALOR Y FE ACTITUD HONESTA AMOR A LA
SOCIEDAD A TODO EL PUEBLO A TODA LA HUMANIDAD ENGENDRA MÁS
AMOR ENTRE LOS HOMBRES.

“Igualito que aquí” dijo Abel: “En esto creo, ¿ves?”. “¿Me lo decís a mí?” preguntó
Ray, que todavía seguía embutido en el sobretodo. Nos miramos. “Sí” le dije: “A vos y a
todo el mundo”. El riverense largó la risa y le mostró el reloj a Pedrito. “Estamos por
entrar, imberbe” dijo: “Nos quedan menos de cinco minutos. Vas a ver lo que es esto”.
“Lo que es lo qué” preguntó Abel. “¿No te avivás, balero?” dijo Ray, con desprecio:
“Lucy in the Sky with Diamonds, botija. ELE ESE DE: nos costó un disparate
conseguirla. Le pasamos la lengua hace quince minutos, más o menos. Y demora unos
veinte en subir. Qué venís a joder con terrones pintados y palabras burguesas. Esto es el
paraíso: el cambio verdadero del color y la forma”. Abel miró fulminantemente a
Pedrito. “Así no vas a poder laburar, inconsciente” gritó. “Tenés razón” me apuntaló
Ray: “Dura como ocho horas el efecto. Nos olvidamos de eso, imberbe”. El chiquilín
bajó los ojos, fingiendo avergonzarse.

“Por eso me compraste el póster ¿eh?” siguió gritando Abel: “¿Por eso, alma podrida?
Para ablandarme un poco ¿no?”. Pedrito alzó la cara: parecía lastimado. “No” dijo: “Es
que yo todavía creo en eso, a veces. Te lo juro, vo”. Nos miramos con Ray. De repente
el chiquilín cerró los ojos y se encogió, temblando. “Uy” murmuró: “Dios mío”. “Abrí
los ojos” gritó Ray: “Abrí los ojos. Dale, que no te pasa nada. Hacé caso, carajo”. El
riverense estaba transformándose, también: el verdor de la Gárgola le chorreaba en la
cara como agua podrida. Pedrito se sentó en el suelo y entornó una mirada reblandecida
y se puso reír sórdidamente, observando el póster. “Uy, loco” dijo: “Mirá cómo brilla.
Me muero, loco: cómo brilla eso”. Ahora se le caía una baba oligofrénica. Ray se le
sentó al lado y siguieron festejando las mutaciones del póster hasta las doce y media de
la noche, cuando volvimos del Bateau con el Cordobés.

Al rato cayó Sinclair. Había un plafón bajísimo. Pedrito acababa de bajar a su chambre
y Ray trataba de reivindicarse un poco ayudando al Cordobés a terminar un bombo
encargado para el otro día. Abel estaba hasta sin ganas de escuchar los goles de
Liverpool, cuando entró el ugandés. Nunca lo vi tan lúcido: se sentó en una punta de la
cama y ni siquiera miró el paquete de yerba. “¿Estás muy desesperado?” me preguntó
con los ojos tiernamente terrosos. “Más o menos. A la larga se arregla”. Y le señalé el
afiche cubano. Sinclair lo leyó. El Cordobés y Ray habían abandonado el bombo y se
aprontaban para el espectáculo.

“No está mal” dijo Sinclair, sacándome un cigarrillo y prendiéndolo con aplomo:
“¿Sabías que el Che Guevara era primo-hermano mío, no?”. Ray largó una carcajadita.
“Así que sos rojo” me preguntó Sinclair, apuntándome con el cigarrillo. “Es rego. Pero
cree en la Virgen María” murmuró Ray. “Hace bien, hace bien” sonrió Sinclair, con
menos indulgencia que dulzura: “El mundo va a ser rojo. Y azul también. No
desesperes, hijo”. El ugandés escarbó en el bolsillo y sacó un papelito temblorosamente
garabateado. “Lo traje para usted” le dijo a Ray: Diccionario de símbolos de Cirlot.
Copié lo que hay sobre las chimères: es muy poquita cosa. Yo ya lo había leído, pero no
me acordaba bien. Dice así: Los animales fabulosos y los monstruosos aparecen en el
arte religioso de la Edad Media como símbolos de fuerzas o como imágenes del
submundo demoníaco y draconífero, pero entonces como vencidos, como prisioneros
sometidos al poder de una espiritualidad superior. Eso se indica en la situación
jerárquica en que aparecen, siempre subordinadas a las imágenes angélicas y celestes.
Nunca ocupan un centro.

Ray se acostó en el suelo tratando de reírse, pero la Gárgola le relampagueaba


fosforecentemente hacia las dos paredes. Sinclair quedó mirándolo y de golpe recitó: “
Colgada en mi pared tengo una talla japonesa, máscara de un demonio maligno,
pintada de oro. Compasivamente miro las abultadas venas de la frente, que revelan el
esfuerzo que cuesta ser malo. Escrito por mi tío-abuelo Bertolt Brecht -el rojo- en
1942”. La última acotación me hizo largar un alarido tan descompresor que terminamos
todos -incluido el Cordobés, ya semiderrumbado por el sueño- llorando de la risa como
en los buenos tiempos. “Dale” le dijo Abel a Ray: “Volvé a mandarte el show de la
cucarachita. Una vez, aunque sea. Es lo mejor que has hecho en tu vida, loco”. Ray me
miró aplastándose las lágrimas y chistó: “No. Eso se acabó, botija. Ese show se acabó.
Pero te juro que algún día voy a hacer algo que valga la pena. Vas a llegar a verlo, te lo
juro”. Y se metió en su pieza.

Al otro día Ramón nos consiguió un contrato para tocar un mes en la mejor boîte de
Beirut, con apartamento en el centro y 120 francos fijos por noche. Firmamos
enseguida. Ray había decidido mudarse a lo de Amelot, y ya pensaba seriamente en
vender seriamente la Pentax para rajarse lo antes posible. “Pero no hay que
malbaratarse, tampoco” dijo sonriendo con tristeza, la última vez que mateamos en la
chambre 9: “Todo tiene su precio. Y se paga, campeón. Con Sinclair estoy en deuda con
la preciosura que me leyó sobre las gárgolas: a la verdad que los tendría que haber
despanzurrado por lo menos con el último show, soñadores de pescaditos rojos. Se lo
tenían merecido los dos. Se los tenían recontramerecido”.

SAINT-TROPEZ

QUEDABAN MUY pocos días para irnos, pero por las dudas me largué aquella tarde
mismo hasta Chez Marlene a ver si conseguía la cita con el médico. Encontré cerrado.
Pregunté en el restaurant conexo y me dijeron que Marlene acababa de irse a la villa de
Li. “La llamaron por teléfono hace cinco minutos” me explicó el chef, en mangas de
camisa: “Es una lástima. Recién se fue. ¿Puedo ayudarte en algo?”. “Necesito un
remedio” dije poniendo cara de moribundo: “¿Cómo hago para llegar a la villa de Li?
Ya me llevaron una vez, pero ahora no tengo la menor-”. El muchacho sonrió, entre
disciplicente y simpático. “Mirá” murmuró: “No tendría que decírtelo. Pero si caminás
por acá abajo -bordeando las costas privadas- llegás en un rato. Yendo por allá arriba
tenés que tomar un taxímetro y dar doscientas vueltas. Abajo hay un muellecito con un
cartel que dice Werewolves”. “¿Cómo?” puso cara de curioso inofensivo Abel.
“Werewolves” repitió el chef: “Es una palabra perteneciente a una vieja superstición
judía. Son las personas que se vuelven lobos y se comen a otras, o algo así. Lo sé
porque soy judío, of course”. Abel agradeció levantando un pulgar, aunque sin sonreír.

No fue nada complicado caminar por las rocas. Me hizo acordar a mi niñez, en la playita
de los Ingleses. Acá también había alguna que otra playita, al pie de los acantilados
señoriales. “Eh, los de arriba” jadeó Abel en cierto momento, sudando como un chivo:
“¿Tienen felicidad?”. Después trepó un rocaje color sangre vieja y encontró el
Werewolves casi frente a su cara mientras oía una especie de graznido humano,
explotando allá arriba. Abel trató de remontar lo más rápidamente posible la escalera
que llevaba a la villa. Claro que no me ahogaba el asma, solamente: el graznido pasó a
ser chillido y después aullido, a medida que me acercaba. Se sucedía con cortísimas
interrupciones.

Lo primero que vi a través de los ventanales traseros fue la irradiación verdosa de la


piscina: no vi ninguna sombra colgando del trampolín, en ese momento. O mejor dicho:
no vi el trampolín. Atravesé un jardín cubierto oyendo con asombro la vibración que
producía el griterío en los cristales. Cuando entré al suntuoso espacio abierto de la
piscina Marlene levantó la cabeza y me observó como si yo fuera de la casa. Yo torcí la
cabeza y vi primero al San José cornudo que parecía mirar burlonamente a Li desde
abajo del agua. Li colgaba -desnuda y ahorcada- del trampolín.

“Y vos qué hacés aquí, si se puede saber” demoró mucho en preguntarme el muchacho,
cuando se le pasó la pataleta. “Andaba buscando a Marlene” dije: “La fui a buscar al
restaurant y me explicaron que recién había salido para acá”. En ese momento Marlene
estaba mirando a Li desde muy cerca, me dio la impresión. La capté apenas de reojo,
porque no quería profundizar mi visión del cadáver. Ya había tenido suficiente con
Sinclair. El policía se secó bien la cara y prendió un cigarrillo. Marlene taconeó hacia
nosotros: ahora le relampagueaba intermitentemente la furia, debajo de la gelidez.
“Como lo veo mucho más calmo se lo voy a volver a preguntar. Y a ver si no le da otro
ataque” chilló, dirigiéndose al muchacho: “¿Por qué están tan seguro que no la
mataron?”. “Perdone, pero yo no se lo voy a volver a explicar” la cortó el ex-matoncito,
amablemente: “Ya está por venir la técnica y eso va a confirmar todo, no se preocupe”.
La mujer dio una patada en el suelo y se fue de la villa.

Abel prendió un Peter Stuyvesant y se sentó al lado del muchacho. Se dio cuenta de que
el otro tendría su edad, más o menos: sus ojos ya no le parecieron ni inocentes ni
degenerados. “¿Hace cuánto pasó?” pregunté. “Una hora y media, más o menos.
Acabábamos de hacer el amor en serio, por primera vez. Yo salí a buscar un champagne
especial en el auto, para festejar. El champagne especial lo pidió ella. Yo soy del pueblo,
viejo. Soy policía, pero me cago en los explotadores”. Entonces puso los ojos en la
ahorcada y murmuró: “Cómo me enamoré, mierda. Jamás podré entender cómo me fui a
meter de esa manera”.
Abel terminó el cigarrillo en silencio y le pidió permiso al muchacho para irse. Él movió
la cabeza, asintiendo. “¿Qué hay del caso de París? El del ex-marido de ella” me animé
a preguntar, ya parado. “No sé” me contestó, levantando los hombros: “Yo tenía mi
función de vigilancia acá. Hace días que no sé nada de cómo va lo otro”. “¿Y los
negros?”. “Los negros están presos en Cannes desde ayer” dijo el muchacho: “Se les fue
la mano con la carga que trajeron. Pero pueden zafar. Con un poco de suerte, zafan”.
Abel le dio la mano al ex-matoncito. “Si va pal montón del rico / el pobre que piensa
poco / detrás de los equivócos / se vienen los perjudicos” le recité en español. No sé si
me entendió, pero me hizo una melancólica guiñada de complicidad. Abel salió por la
escalera del fondo, sin volver a mirar la desnudez de Li. Cuando pasé junto al
Werewolves me pregunté si la superstición judía contemplaría los casos de las mujeres-
lobo que terminaban por devorarse a sí mismas. “Malditos matriarcados” dije tirando
una piedra contra el Mediterráneo.

CHAMBRE 22

UNA CHIQUILINA y un hombre cruzan la rue Monsieur-le-Prince


después de haber salido del hotel Stella a mediodía, el último sábado
de julio. No hacen buena pareja. El hombre camina mirando el suelo,
aunque sin tomar en cuenta los declives que le convienen para
nivelar el centímetro que le lleva la infanta: ella apenas sonríe. Entran
al bar-tabac de la esquina de la rue Racine y él saluda nerviosamente
al barman y pide dos cervezas. La chiquilina aplaude. El barman trae
las copas y el hombre hunde encorvadamente su desesperación en el
redondel blanco. Cuando sube la cara la chiquilina le borra con un
dedo la espuma de los bigotes y él vuelve a sorber sin respirar bajo el
reflujo pálido de su recién asesinada adolescencia. Al terminar la copa
ya sonríe, mientras cuenta la historia de su primera y única
borrachera liceal. La muchacha señala los dos demis al barman, que
la observa juzgándola como una copera en potencia. Al vaciar la
segunda cerveza el hombre ya desagua palabras desvalidas y
asciende hacia otra sed. Entonces habla ella: él recibe cada palabra
como si se saciara. Después saltan de las banquetas y remontan la
rue Monsieur-le-Prince hasta la esquina de la estación del Lux. Se
besan lentamente las comisuras de las sonrisas antes de que la
infanta desaparezca para tomar el tren. El hombre retorna por la
tarde calcinada y al llegar al hotel se entrepara a mirar
desesperadamente la esquina de la rue Racine donde está el bar-
tabac.

CUANDO ME desperté era tarde, aunque Ray siguió roncando como


una hora más. Abel esperó el primer mate para fumar el primer
cigarrillo, y entonces me puse a pensar en qué posibilidades tenía de
conseguir prestados los quinientos francos y mandarme mudar a
Cannes lo antes posible. Tuve una idea muy loca, aunque no
totalmente descartable. Al rato cayó Faruk a avisarme que me
llamaban por teléfono. Era la nena: quería que nos despidiéramos en
un boliche, en una media hora. D’accord. De vuelta para la chambre,
le golpeé a Pedrito y le avisé a través de la puerta que apenas
consiguiera la guita nos íbamos a Cannes.

Cuando volví a pisar la chambre del león, Ray estaba despierto: tenía
los ojos rojísimos aunque opacos, todavía. No hablamos nada. Abel
aprovechó para lavarse y vestirse y bajó a esperar a Bénédicte. Ella
apareció enseguida, y mientras cruzábamos el bar-tabac de la
esquina sentí crecer la desesperación como a una ola hawaiana. Me
sentí sin tabla para surfearla, además. La primera cerveza me calmó,
aunque ya con la segunda recordé dónde estaba y lo que había
pasado la noche anterior. Caballero caballero / el de la Triste Figura /
¿qué se fizo tu aventura? -payé moviendo apenas los labios. Abel
observó la prodigiosa belleza mareada de la chiquilina que se le había
escapado para siempre, y sintió olor a muerte: olor a muerte, en todo.
“Le he hecho mal a la gente” murmuré. Bénédicte me miró con
indolencia. “Estás loco” se rio: “Lo que pasa es que estás tan loco y a
veces sos tan bueno que uno no sabe bien cómo quererte. Es como si
uno se enamorara de algo que tenés adentro pero que-”. “Pero que no
soy yo” dijo Abel. “Bueno, no sé” sacudió la cabeza la chiquilina: “Me
tengo que ir temprano. ¿Me acompañás al Lux?”. Se despidieron sin
poder intercambiarse direcciones para escribirse durante el verano.
Ella se iba a acampar con la clase pero no estaba decidido adónde,
todavía. “No hay problema cosita” mintió Abel: “El tiempo pasa
rápido. A la vuelta nos vemos”. Iba a agregar Portate bien, pero no
agregué nada.

Cuando volví al hotel Ray ya se había borrado. Lo volví a encontrar de noche, en el


Morvan. Estábamos sentados en la vereda tomando cerveza con el Cordobés Pedrito y
otros dos músicos del barrio, y el riverense dijo Buena noches justo atrás mío y yo supe
que la Gárgola ya se le había iluminado. Traté de no mirarlo durante mucho rato, hasta
que al Cordobés se le ocurrió conseguir una tumbadora a toda costa. “En serio, guaso: lo
que precisaríamos allá en el sur es una buena tumba” porfió, con entusiasmo. “Cigarrito,
Abel” me pidió inmediatamente Ray, acariciándome un hombro. Entonces lo miré. Él
sonreía, pero la fosforecencia verde del sótano del mundo me volvió a traspasar. Abel no
se cayó, esta vez -aunque bajó la cara como hacen los culpables. “Eso está bien” le
murmuró Ray en la oreja: “Se precisa una tumba, de apuro. Eso está bien, Abel. No
vayas a olvidarte”.

LA IDEA muy loca que había tenido aquella mañana para conseguir los quinientos
francos me volvió a acorralar a medianoche, en La Reja. No me quedaba otra salvación,
a esta altura del partido. Abel le pidió un ron puro a Pepillo y se acercó al teléfono
envalentonadamente y discó el número del Inspector Bugeia, componiendo algo así
como un rostro de hijo pródigo. Me atendió el mismo Marc, con un gruñido más
hastiado que soñoliento. “No esperaba encontrarte a esta hora” le dije: “Estás volviendo
temprano, viejo”. “Muy gracioso” dijo Marc: “Lo que pasa es que retrasmitían una
semifinal bastante menos aburrida que el caso Sinclair”. No dio para reírse. Entonces
Abel apuró el ron y se mandó el discurso: “Escuchame, viejo: en este momento te estoy
llamando porque no está mi padre aquí en París. Ando en líos. Tendría que verte mañana
mismo, si tuvieras un minuto”. Se oyó con claridad la violenta exhalación del humo
hecha por el Inspector en la alcantarilla del teléfono. “Dónde estás” preguntó fríamente:
“¿En la taberna española? ¿Dónde es que queda?”. “No” protesté: “Ahora no. Dormí
tranquilo, en serio. Y nos vemos mañana de mañana, en todo caso”. “Nadie va a dormir
tranquilo” ladró Bugeia: “Dónde estás”. Abel se fregó la cabeza: “En la rue de
Cossonerie casi Sébastopol. Es una callecita que sobrevivió al costado de la excavación
Pompidou. Entre la Berger y la Rambuteau. No tenés cómo perderte: la taberna se llama
La Reja y hay un cartel afuera. Pero el viaje es muy largo, Marc”. “A nosotros nos
pagan la nafta, No te preocupes, hijo” retrucó el inspector, resoplando otra humareda:
“Una sola pregunta: ¿te molesta que vaya con Arlette?”. “No” dije: “No hay ningún
problema”. Y terminé el ron de apuro y corrí a cantar un bolero espantoso con cara de
extasiado.

Demoraron bastante poco en llegar. Marc le llevaba una cabeza limpia a Arlette, y no
parecían cansados de convivir. Abel los hizo sentar en el fondo del bodegón y pidió
sangría especial de la casa. “Ça va Maigret” pregunté, para entrar en calor. Eso le causó
mucha gracia a Arlette, que después de un trago largo se había puesto radiante. Era
realmente agradable, la petisa. Además debe hacer años que no la sacan a una boîte,
pensé autoconsolándome. “Yo ando descuartizado” declaré entonces, a boca de jarro:
“Es una historia muy extraña y podés crérmela o no, Marc. Tengo que irme de París lo
antes posible. Un loco del barrio quiere matarme. Un paranoico. Amigo mío, además. Y
te adelanto desde ya que esto no tiene nada que ver con el caso Sinclair. Palabra de
hombre”. “¿O palabra de detective privado?” preguntó Marc, tratando inútilmente de no
poner ojos policíacos. Yo miré a Arlette sonriendo como pude, pero la mujer se había
endurecido tanto que terminé clavándome los dedos en los párpados.

“Palabra de hombre” repetí: “Lo que necesito es pagar una deuda de meses en el hotel,
nada más. Después me las arreglo”. Hubo un denso silencio. De repente me rozaron el
brazo. Cuando levanté los ojos vi la chequera de Marc y la birome al lado. “Poné la
cifra que quieras” dijo: “Está en blanco”. Abel temblaba tanto que le costó hasta dibujar
los ceros del 500. “Nos vamos a Cannes” explicó, siempre mirando para abajo: “Allá se
trabaja bien. A fin de temporada te los devuelvo, viejo”. “Me los devolvés cuando los
tengas” corrigió Marc: “¿No tenés nada más para decirme, Abel? ¿Nada más? ¿De
verdad?”. “No. De verdad” mentí. “Gracias por la sangría” ladró el Inspector, ya parado:
“El que te quiere matar de veras te mata, hijo. Eso no tiene solución. Pero cualquier
problema-”. En ese momento fue la mujer la que se lo llevó a rastras, después de
desearme suerte con voz enrarecida.

AQUELLA MADRUGADA no me animé a meterme en la chambre del león. Abel


invitó a Pedrito a volver caminando por Sébastopol, y de paso organizar más tranquilos
los detalles del viaje. “Así que el cana te prestó la guita, nomás. Qué tarro” reflexionó el
chiquilín, apenas se sentaron en la terraza de un boliche de la place Saint-Michel para
ver amanecer sobre Notre-Dame. Todavía estaba fresco, y el azul de París estremecía
hasta el desamparo las chuzas de Pedrito. “¿Quiere poner algún disco, nono?” me
preguntó de repente, irguiendo su metro noventa y frotándose las manos con un
sobreactuado entusiasmo infantil. Pidió su clásica mamadera de Coca-Cola, además.
“No” dije: “Elegí vos. Yo ya no sé ni qué canciones hay”.

Estuvimos viendo amanecer y escuchando la misma clase de baladitas melancólicas que


le vendieron a mi generación: algunas no tan malas, y otras inexistentes. Pero eso no
nos importaba demasiado. Uno podía poner la radio al mínimo volumen y cruzar el
insomnio soñando consoladoramente (o llorando suavemente incluso, bocabajo en la
almohada) con la felicidad. Y nunca se nos prometió una felicidad con sacrificio con
generosidad con valentía con muerte y con resurrección: nunca. “Cristo” casi grité,
fregándome los pelos.

Pedrito me miró. “Mi abuelo era albañil” dije estudiando el contraluz violáceo de Notre-
Dame: “Y trabajó en unas cuantas iglesias, me contaba mi madre. En la del Cerrito en la
de la Cruz en una goticoide que hay allá por Larrañaga cerca del Prado, y no sé en cuál
otra. Antes de la ley de ocho horas. En invierno empezaban a las cinco de la mañana y
ponían los ladrillos sin sentir las manos: horas enteras trabajando así. Cuando mi abuelo
tenía catorce años lo metieron a laburar en una obra del puerto y a veces se iban
caminando desde Belvedere para poder escaparse de noche a la ópera con los vintenes
del tranvía. Cada vez que en mi casa se nombraba la ópera al viejo todavía se le
prendían las lámparas. Pero no decía nada. Casi nunca decía nada. Fue mi madre la que
me contó que una vuelta el capataz de la obra (que era un recontrapariente recién
llegado de Italia) lo siguió y lo vio entrar al teatro y le loreó a mi bisabuelo y mi
bisabuelo casi lo mata a cinturonazos y nunca más fue a la ópera. Siguió toda la vida
laburando de albañil. Era batllista a muerte el viejo, y tenía un carácter brutal y morfaba
como una bestia y cuando se jubiló se pasaba sentado en el frente tomando mate y
armando tabaco Puerto Rico hasta que la arterioesclerosis lo derrumbó de golpe -aunque
yo nunca le conocí una gripe. Pero me dijo dos frases que no me olvidé nunca. La
primera fue cuando yo estaba en el liceo y habían empezado las huelgas, allá por el
sesenta y poco. Una vuelta salí de casa comentando que a lo mejor iba a haber huelga
para que no mataran a Caryl Chessman y mi abuelo me ladró desde atrás: Mirá que lo
peor que hay en la vida es ser carnero, Abel. Y se calló hasta unos cinco años después,
cuando ya habían matado al Che y Pacheco nos mandaba balear en Dieciocho. Un día
me siento a tomar mate al lado de él y de repente me dice: Yo no sé qué le pueden ver de
malo al socialismo si es para que todo el mundo viva como la gente, carajo. Y se calló
la boca hasta que se murió”.

“Uy: eso tiene que escribirlo, nono. Así como lo contó, nomás” dijo Pedrito, con cara de
copado. “Sí” dijo Abel: “Algún día voy a sacármelo de arriba. Si vivo lo voy a meter,
perdé cuidado”. Ya hacía calor, y Abel pidió su segundo Saint-James para mantener a
raya a la desesperación. “Bueno” dije después de terminar la copa: “Yo me voy
directamente a arreglar las cosas en Provoya, nene. A ver si nos podemos borrar esta
noche mismo”. “Mirá que el Cordobés va a querer quedarse por lo menos una noche
más” me advirtió Pedrito. “El Cordobés que haga lo que quiera. Que reviente, si
quiere”. “¿Y Ray, che? ¿Qué va a ser de la vida de Ray?”. “No sé, loco. En este
momento no sé ni qué va a hacer de mi vida. ¿Por qué no vas y se lo preguntás a Ray,
mejor?”.

ABEL CAMINÓ por Saint-Germain hasta la oficina de Provoya, pero la encontró


clausurada. París ya estaba caliente como el infierno, y yo chorreaba menos de miedo
que de asombro. Cerré los ojos un momento y me balanceé sobre los talones y elegí
creer en la existencia de Provoya. Lo que tenía que hacer era encontrarla, entonces.
Estuve hablando con gente de toda la cuadra hasta que un farmacéutico con cara de
apóstol disfrazado me apuntó la nueva dirección. Seguí trotando por París. La
inminencia de Ray me cercaba por todos lados: nunca pensé que podía haber tanta gente
parecida a él. Y era terrible darse cuenta de eso.

Abel consiguió un coche a Cannes recién para la madrugada: era el coche de un mago
profesional, le explicó el funcionario de Provoya con cierto encantamiento. Abel se
sentía tan aliviado que levantó el pulgar a la romana, como si le hubiera tocado viajar en
el baticoche. Después fui a cambiar el cheque de Marc y a buscar yerba a Fauchon y me
apuré para llegar al Stella antes del mediodía, porque había decidido mandarme mudar
lo antes posible de la maldita chambre 22. En la chambre estaba el león, boca arriba en
la cama: tenía la Gárgola apagada, pero cuando le dije que había que tomárselas dentro
de un rato puso cara de matón del Far-West. “Qué apuro que tenés, botija” se paseó un
fósforo por los labios rojísimos: “Mejor nos quedamos hasta mañana ¿no? ¿No te vas a
ir mañana?”. “Sí” dijo Abel, aceptando el chantaje acaso con el último rostro de niñez
absoluta que le entregó a la vida.

Aquella tardecita avisamos en la taberna que nos íbamos, y casi nos agarran a patadas.
El Poeta me miró con piedad, en cambio. La despedida fue organizada en la chambre de
Pedrito: se compró vino pollo asado y hasch. Pero yo no quise fumar ni en broma.
Colette estaba triste (a pesar de las promesas de Pedrito de mandarla buscar lo antes
posible) y Ray levantó vuelo de una manera extraña: hubo un momento en que me
animé a mirarle los ojos y vi resplandecer la Gárgola como con un fervor enamorado.
“A ver, botija” dijo de repente: “Vamos a inventar algún jueguito inteligente. ¿Te
acordás de lo bien que pasábamos allá en la chambre 9? Imaginate que esta fuera la
última noche que tuvieras para defender algo. Algo grave que hiciste. Algo muy grave,
pibe. Qué argumentos darías, a ver”. Y clavó los ojos en Abel con horrible bondad. Abel
no pude verlo, sin embargo: había bajado la cara y la mantuvo así durante un rato largo,
hasta que dijo mansamente: “No tengo nada que defender, hermano”. Entonces Ray
pegó un salto en la cama donde estaba sentado y salió a las zancadas de la chambre.
“Uy: empezó a aclarar” dijo Pedrito: “¿Ya armó el equipaje, nono?”. “No” empecé a
sudar hielo: “Ahora subo”.

Estuve a punto de pedirle que me acompañara, pero me aguanté. Me acerqué al


lavatorio y me mojé la cara y la cabeza, aprovechando el tremolar del toallón para
empalmar un cuchillo sin que se dieran cuenta. Entré a la chambre 22 con la cabeza
gacha. Todos somos culpables, señor Fiscal. El problema es que también podemos ser
inocentes. La vida juzgará. El amanecer se filtraba verdosamente por la persiana y Ray
me estaba esperando, parado frente a mi valija. Abel se paró enfrente y levantó los ojos
durante un momento y encontró aquella luz, matándolo y matándolo. Entonces Ray
empezó a juntar mi ropa a los manotones y yo colaboré. De vez en cuando nos
mirábamos y yo ya tenía cojones como para tantear disimuladamente el cuchillo que
llevaba escondido en el gabán.

Después bajamos a buscar a Pedrito. El Cordobés había quedado de ir a encontrarse con


nosotros en la casa del mago, y salimos a buscar un taxi con el chiquilín por el
aceitunado socavón desierto de la Monsieur-le-Prince. Abel se cortó solo y empezó a
silabear algunos versos de un poema que le enseñó su padre cuando él era muy chico. Él
le había preguntado en una sobremesa quién era un tal García Lorca mencionado ese día
por la maestra, y su padre puso ojos melancólicos y le recitó de memoria la segunda
Canción de jinete. Enseguida pareció arrepentirse y le dijo que Federico era mucho más
que eso, pero ahora Abel silabeaba con pálida dulzura: Aunque sepa los caminos / yo
nunca llegaré a Córdoba. / Por el llano, por el viento, / jaca negra, luna roja. / La
muerte me está mirando / desde las torres de Córdoba. / Ay qué camino tan largo / Ay
mi jaca valerosa / Ay que la muerte me espera, / antes de llegar a Córdoba.

Volvimos al hotel en el taxi, y Pedrito bajó a despedirse de Colette. Entonces Ray me


alcanzó la valija la máquina de escribir y el bolso con gestos de sirviente, y cerró con
violencia la puerta del coche y me dijo algo bastante largo -y en voz bastante alta- que
no alcancé a entender. Estaba sordo. “Qué” le preguntó Abel, con cara de inocente. El
otro se dio vuelta fastidiado y se escapó dando grandes pasos por la Monsieur-le-Prince.

SAINT-TROPEZ

AQUELLA NOCHE decidieron irse de Saint-Tropez. Pedrito y el Cordobés habían


enganchado a otras dos italianas que subían a París y me ofrecieron acomodarme con
ellos. “No, gracias” ladró Abel: “No me gusta viajar en la valija”. La verdad es que
hubiera ahorrado bastante yéndome en coche, pero de golpe me tentó la idea de
quedarme unos días más en el puertito. Tranquilo. Escribiendo. Laburando con canilla
libre en Chez Marlene. Y no teniendo que enfrentarme con Ray De Deus, por supuesto.

Pedrito y el Cordobés salieron a las diez de la noche y yo me fui a cenar al Gorille. Ya


casi no quedaba turismo a la vista. La noche estaba triste pero muy serena, y no me
importó quemar unos francos tomando un whisky antes de los calamaretti. Qué mal
viven los pobres -pensó Abel ensoñándose, en el momento en que una voz muy
conocida le pidió que mirara hacia su derecha. Abel torció la cabeza y la Miguela le
sacó una foto desde una mesa donde se acababa de sentar con un viejo teñido. “Listo,
majo” cacareó el marica, levantándose para venir a saludarme: “Me voy a Italia en yate
¿sabes? Me ha invitado este tío, que es una de las maravillas del mundo. Si me das tu
dirección puedo mandarte la fotografía. Ahora soy un gran fotógrafo. Mira la camarota
que me regaló mi Amadeus”. Y me alcanzó la Pentax.
“Oye: ¿pero por qué te has puesto a temblar de esa manera?” me preguntó el marica,
entre divertido y asustado. “Nada” le dije: “Rien de tout, varón. Estoy tomando un poco
de más últimamente. ¿No sabés si tu Amadeus traía esta Pentax de París, por
casualidad?”. “Sí” dijo la Miguela, con un rictus de orgullo: “Me dijo que era una
Pentax recién comprada en París. Está un poquito chamuscada aquí ¿ves? Pero es
maravillosa”. “Sí” dije: “Fui yo el que la quemé. Esta Pentax se la robó tu Amadeus a
un tipo que era mi mejor amigo”. “Uy, pero qué horror” chilló el marica. “Oye, majo.
¿Y qué le vas a decir a tu mejor amigo cuando vuelvas a verlo?”. Abel terminó el
whisky y se pasó las manos por la frente. “No sé” murmuró: “Lo que sé es que pensaba
quedarme unos días pero me voy esta noche mismo. Ahora mismo, después que coma”.
“Vale. Pero no me mires así que yo no te hice nada, majo” suspiró la Miguela: “A la
verdad que asustan esos ojos que tienes”.

ERA IMPOSIBLE cargar la valija el bolso la guitarra y la máquina de escribir al mismo


tiempo. Abel los iba transportando por turno, cómicamente: avanzaba con dos cosas
durante unos metros, y dejaba las otras a la vista y volvía a buscarlas corriendo. Y así
sucesivamente desde la terminal de ómnibus tropeziana hasta la estación de Saint-
Raphael.

Estuve un rato solo y a oscuras en el compartimiento del tren, antes de que arrancara.
¿En dónde andaría Mozart? ¿Sería cierta mi teoría del asesino-ladrón, entonces? ¿Qué
baraja se guardaba el ex-matoncito para asegurar con tanto desparpajo que a Li no la
habían limpiado? ¿Ray estaría en París o seguiría por aquí cerca? “El de la triste
figura / tiene de nuevo aventura. / ¿Qué se fizo su locura?” murmuré sonriendo. Pero
qué terriblemente difícil que es investigar de verdad, pensé después. Tengo que llamar a
Marc apenas baje del tren. Marc no me va a perdonar nunca que no le haya contado lo
de la Pentax. Nunca.

En el corredor del tren se encendió una luz suave que me hizo ver reflejado sobre la
ventanilla. La Gárgola no estaba: ni en la noche, ni en mí. Abel prendió un Peter
Stuyvesant y miró la noche sin fondo sobre la que brillaba el reflejo de su rostro. Sintió
necesidad -por primera vez en la vida- de tener hijos.

DOS: EL PALO EN LA PIÑATA

y del olfato físico con que oro


y del instinto de inmovilidad con que ando
me honraré mientras viva -hay que decirlo.

César Vallejo
LA ENTRADA en la banlieue-sud se produjo al amanecer, y Abel parecía el joven
Proust saltando de un compartimiento al otro del tren para enfocar los recovecos de la
magia plateada que constelaba los suburbios. Lloviznaba. Los últimos tramos me los
perdí sentado en el toilet, sin embargo: de golpe me empezaron a doblar unos tirones
peores que los de una parturienta. En la gare de Lyon me las arreglé como pude con los
bultos y terminé tomando un taxi hasta el hotel Saint-Michel. Esperaba que Madame
Salvage no me reconociera. No me reconoció. Me tocó una linda chambre, donde me
tiré a fumar antes de salir al ruedo. Después guardé el cuchillo en un cajón de la mesa-
escritorio y llamé por teléfono a Bugeia. En la casa me dieron el número del
Commissariat donde podía encontrarlo.

Marc pareció realmente emocionado al escucharme. “Viejo” resopló: “Qué vacaciones


largas se tomaron. Alguna gente a la que le conté la anécdota de tu S.O.S. ya me tenía
loco con que me había dejado estafar -como casi todo el mundo en París- por un
sudamericano”. “Tengo trescientos para darte” dije: “Lo demás te lo pago con clases”.
“Andá a hacerte cortar la cabeza” dijo Marc. “Sí. Estoy en eso. Pero antes precisaría
hablar contigo. Ahora mismo, si podés”. “Oh la la. Qué apuro, Monsieur le Privé” se
puso en guardia Marc, estrellando una humareda contra la alcantarilla del teléfono: “Vas
a tener que esperar un par de horas, por lo menos. ¿Dónde nos vemos?”. “En un boliche
que hay en la place de la Sorbonne: el Escholier” elegí al azar.

Eran las nueve de la mañana. Fumé otro cigarrillo en el vestíbulo del hotel y me animé a
llamar a Bénédicte. Cuando sonó el sexto timbrazo casi cuelgo, pero esperé uno más. La
chiquilina atendió completamente dormida y Abel se hubiera conformado sólo con
escucharla. Estuve a punto de quedarme callado, incluso -como hacen los adolescentes
durante sus más recalcitrante metejones- pero ella se aguantó firme en un silencio que
terminó por desnudarme. “Cómo te va, cosita” pregunté de golpe. “Dónde te habías
metido” retrucó Bénédicte, con un tono más dolido que tierno: “Te llamé como veinte
veces al Stella”. “Nos demoramos en Saint-Tropez” expliqué: “Fue una temporada
complicada al principio, pero al final tuvimos mucho trabajo”. “Qué lástima”. “¿Qué
lastima por qué?”. “Por nada. ¿En dónde estás viviendo?”. “En el hotel Saint-Michel: 19
rue Cujas. Muy cerca del Stella. ¿Cuándo nos vemos?”. “Hoy no puedo” murmuró
Bénédicte. “Bueno, cuando vos quieras” dije: “¿Andás mal?”. “No. Estoy muy bien”
dijo la chiquilina: “¿Me podés ir a esperar mañana al Lux, a eso de las tres de la tarde?”.
“Está bien” acepté, devolviéndole un Salut sedosamente frío.

Me quedé otro rato en el vestíbulo, algo desconcertado. Entonces decidí llamar a


Ramón, para seguir haciendo tiempo: tenía que localizar a Pedrito y al Cordobés, y
solucionar lo más pronto posible el asunto laburo. Ramón se alegró de oírme. “Las
bestias están aquí. Pero están durmiendo, todavía” dijo: “¿Viajaste bien?”. “Bárbaro”
dijo Abel: “Y volví al Saint-Michel como en los viejos tiempos”. “Ta bien” roncó
Ramón: “¿Pensás quedarte ahí?”. “Sí” contesté: “Lo que no pienso es quedarme mucho
tiempo más en París”. Se hizo un silencio. “¿Ray anda por aquí?” me animé a preguntar,
por fin. “Anda” dijo el gigante, como restándole importancia: “Viviendo a lo clochard
en la camioneta de un gitano piojoso. De noche lo agarrás en el Morvan, a eso de las
ocho. Cuidado con los piojos”. “Sí” le dije: “No te preocupés. Decile a los muchachos
que me llamen, cuando se despierten”. “Chau, Principito” ladró Ramón, con pena.
Esa pena me hizo mal. Abel bajó hasta el Escholier dejándose platear la calva por la
llovizna y pidió un café-crème y un sándwich-jambon y trató de leer un cuento de
Chandler en francés sin usar diccionario. Pero al terminar la primera página bajó al
subsuelo y se agachó adentró del gabinete de un toilet agarrándose la cara y moviéndose
acompasadamente. “He aquí a tu hijo” murmuré varias veces: “¿Por qué tengo que
verlo? ¿Por qué hay que ver la Gárgola? Ahora no es miedo, padre: ahora es la
humillación. Vi la señal remota parí la llamarada entreabrí el paraíso y lo único que
importaba era esto, al final: quedarse en la batalla. Abel se lavó la cara varias veces y
subió a esperar al Inspector Bugeia con dos chispas de humildad cuajadas en los ojos.

EL INSPECTOR estaba tostado y parecía contento no solamente de verme. “Me tomé


algunos días a principios de setiembre” dijo: “Pesqué bastante. Y a la vuelta pescamos
nada menos que a la asesina de Sinclair. Y de un solo zarpazo. ¿Estás enterado de cómo
fue, no?”. “No” dije: “Ni siquiera sabía que-”. “Ah, pero es increíble. Touché alors,
Monsieur le Privé” sonrió Marc, ordenando un aperitivo: “Fue hace muy poco. Muy
poco antes de que la ex-mujer se ahorcara allá en Saint-Tropez, incluso. Cuando la
cantante de los tiempos de Django Reinhardt y el pianista-mamut alquilaron la chambre
22 algo empezó a oler mal. Bueno: y de ahí hasta el knock-out las maniobras fueron
muy sencillas. Hay que reconocer que tuvimos bastante suerte, además: los allanamos
mientras no estaban y encontramos el arma mortal adentro del piano. Mademoiselle
Mich confesó casi enseguida: un poquito obligada, pero en fin-.”

“¿Mademoiselle Mich lo mató? ¿Pero no tenía coartada?” preguntó Abel, con real cara
de bobo. “¿Coartada? Me extraña en usted, Marlowe. Tenía coartada de Favela: de ahí
se entraba y se salía sin que te viera ni Dios. Nadie tenía una coartada como la gente: te
lo digo ahora. Además esa noche actuó Lilith, también. Y la Mich tuvo tiempo de
encajarse una de sus pelucas (la platinada por supuesto, a ver si de refilón todavía la
confundían con la reina de la colmena) y escurrirse para ir a sacarle la guita al poeta por
última vez -antes de que él volviera a morir a Uganda, como los elefantes- y partirle la
cabeza y esconder la cruz en el piano apolillado. Lo calculó muy bien, además de que
ligó bastante: el pelirrojo estaba en lo del escenógrafo y ustedes laburando, y la chambre
quedaba siempre sin llave. Imaginate el despelote que se hubiera armado si hubiéramos
sido lo suficientemente vivos como para registrarle la chambre a ustedes. ¿Qué por qué
lo mató? Por odio, viejo. Dijo que fue por puro odio, nomás. Que esa clase de tipos
-dijo- no merecen seguir viviendo porque le joden la vida a los que están más
desesperados que ellos. ¿Qué te pasa? ¿Por qué ponés esa cara?”. “Por nada” dije: “¿Y
cómo anda el Cosmósfero?”. “Encerrado, por supuesto” torció la boca Bugeia: “Tiene
un problema con los nazis y otro con la guerrilla griega, no sé bien cómo es”. “Bueno”
murmuró Abel: “¿Cuándo empezamos las clases?”. “El sábado, como siempre. ¿Está
bien?”. Abel escarbó en su bolsillo y le alcanzó al Inspector trescientos francos
mendicosamente apelotonados. “Gracias” me sonrió él: “¿Cómo anduvieron tus líos?”.
“Bien” suspiré: “No lo vi más al tipo”. “¿Pero anda por aquí? ¿Por qué quisiste verme
tan rápido?” insistió Bugeia, poniendo ojos de policía. “Debe andar” le dije: “Pero no
me preocupa demasiado. Te llamé rápido porque sabía que me ibas a invitar por lo
menos con un Kir, después que te devolviera los trescientos francos”.
ALMORCÉ FUERTE, y me fui a dar una vueltita por el Luxembourg antes de dormir la
siesta. La llovizna había aflojado. Abel caminó hasta la Closerie des Lilas y volvió
exactamente en sentido inverso, observación la gradación de los ocres en las hojas
podridas. Los otoños de París: ¿qué se ficieron? Mozart maldito -pensé: Lo asombroso
es cómo para hace para no estar cuando pasan las cosas. Pero ya va a caer: no te
preocupes, Eugeñito. Gracias, Bianchon. Siempre admiré sinceramente tu corazón no
burgués. ¿Toma otra, Sosa? Tomé un par de calvados en un mostrador y me fui al Saint-
Michel.

El teléfono me estranguló la siesta: era Pedrito, para variar. “¿Nos vemos en el Morvan
a eso de las siete, nono?” me dijo con cariño: “Habría que ir esta noche mismo por la
taberna ¿no le parece? Nuestro amigo el guerrillero tiene miedo de perder el laburo”.
“Yo también” dijo Abel: “A las siete nos vemos”. Faltaba media hora. París ya estaba
negro como el demonio y Abel fumó un Peter Stuyvesant pensando en el cuchillo que
tenía guardado en el cajón de la mesa-escritorio. Lo dejé allí, sin embargo. El alcohol
del mediodía no me había raspado el estómago, de modo que camino al Morvan entré
un momento al bar-tabac de la esquina del hotel Stella. La Tabaquita no atendía más el
mostrador, por lo visto: hasta esa clase de desgracias debíamos enfrentar. Pero cuánto
bebí, donde lloré -pensó Abel, haciendo fondo blanco con un calvados: Monótonos
satanes, / del flanco brincan, / del ijar de mi yegua suplente. Otro calvá: fondo mucho
más blanco. Se dobla así la mala causa, vamos / de tres en tres a la unidad; así / se
juega a copas / y salen a mi encuentro los que aléjanse, / acaban los destinos en
bacterias / y se debe todo a todos. Tercer calvados y ni asomo de valentía artificial.
Basta de copas, hombre: vamos a ver la Gárgola y a otra cosa, por Dios.

Lloviznaba otra vez, mansa y molestamente. Caminé por la vereda izquierda de la


Monsieur-le-Prince y encontré a Pedrito y al Cordobés esperándome en una mesa del
Morvan. El Cordobés estaba acollarado por la golilla de la belleza. Pedrito usaba
sombrero de cow-boy. “Qué lo parió: la mina tenía el bulo que era un lujo, guaso”
fanfarroneó el zorro: “Vengo de dejar las cosas allí. Te juro que con un bulo y una mina
como Martine te dan ganas de que venga el invierno, nomás”. Abel sonreía casi sin oír.
Estaba escrutando la vereda de enfrente, a ver si distinguía algún sobretodo negro.
“Recién vimos a Ray” dijo Pedrito: “Venía para acá”. A Abel se le cayó el cigarrillo de
la boca, aunque no alcanzó a quemar a nadie. “Dónde lo vieron” pregunté. “En el
Danton” dijo Pedrito: “¿Qué le pasa nono, que se le anda cayendo el Puerto Rico?”.
“Nada” dije: “Ya vengo. Espérenme un cacho que ya vuelvo”.

No necesité caminar hasta el Danton. En el exacto vértice del carrefour vi el sobretodo


negro, bajo un paraguas negro: caminaba hacia mí. Nos encontramos al costado de la
boca del métro. Ray levantó el paraguas y me ofreció la mano, con una sonrisa
verdaderamente bondadosa. “Abelito” me dijo: “Cómo te va, campeón”. Pero en los
ojos estaba la Gárgola: empozada y verde, y atravesándome con el brillo del alfiler que
le apunta a la barriga de la mariposa. “Bien” le dije: “¿Y vos?”. “Bien” sonrió Ray: “Me
hice clochard, por fin. Mientras espero el giro para tomármelas de una vez: este mes me
lo mandan, parece. En realidad soy nomás que un clochard de camioneta, pero algo es
algo. ¿Tomás un cafecito?”. “Sí” dijo Abel. Entraron al boliche de la esquina. Ray tenía
la melena muy larga y no demasiado canosa. Abel lo miró perfilarse para pedir dos cafés
y encontró todo suavizado: los ojos de lagartija la nariz de mono y la facha de leoncito.
Ahora sí que es un sosías, pensé: Y hasta debe andar por ahí haciéndose el monaco
rosso y predicando la revolución y todo. Podría apostar.

Ray bajó la cabeza y empezó a jugar con un cigarrillo. “Estuve pensando mucho en todo
lo que pasó” dijo al rato: “Nunca me había pasado algo igual en la vida, loco”. “A mí
tampoco” dijo Abel. “¿Seguiste escribiendo?” murmuró entonces el riverense, y subió
una cara de facciones profundamente preocupadas y ojos profundamente esperanzados
en que yo hubiera dejado de escribir para siempre. “¿Por qué no me preguntás si seguí
respirando?” contestó Abel. “Está bien” dijo Ray: “Me alegro, entonces. Nos vemos
cualquier día de estos. Venite por la camioneta: estamos estacionados en un quai pero
mañana nos traladamos aquí a la vuelta, atrás de la Facultad de Medicina. Ya empieza a
hacer un frío infernal, cuando amanece”. “Bueno” dije: “Cómo no. Yo vivo en el Saint-
Michel. Cuando quieras venir estoy a las órdenes, loco”. Ray me miró sonriendo,
bondadoso y con odio. Cada cual pagó lo suyo.

EN LA taberna arreglamos para retomar el trabajo enseguida. Al otro día Abel almorzó
temprano y no durmió la siesta, aunque esperó la hora de encontrar a la nena tirado en la
cama del hotel: sentía espasmos estomacales, como en las inminencias amorosas de su
alta edad media. Fui estrictamente puntual. Fui lo mejor vestido que podía. Y estaba
flaco y tostado, además. Llevaba entre los labios -como si fuera una flor- una de las
mejores canciones románticas de los Beatles. Bénédicte me atajó en la mitad de la rue
Gay-Lussac (y en la mitad de una luz verde). “Te estaba haciendo señas desde la
esquina pero no me veías” dijo. “Es que no te conocí” dijo Abel: “¿Todavía le gusta la
cerveza en el Rostand, a la señorita?”. Ella me pegó un golpe en el hombro y me hizo
cruzar corriendo hasta el café.

Nos sentamos en nuestra mesa. Bénédicte se sacó un chaleco de piel de cordero que
traía puesto sobre un conjunto pituco y lo colgó de una silla y se acomodó el pelo. Me
miró, sonriendo. “Te cortaste el pelo” señaló Abel. Ella se puso roja. Estaba demasiado
maquillada, para mi gusto. Pero estaba preciosa: esa mujer. “Parece que te fue bien de
vacaciones” dije. “Regular” sacudió la cabeza Bénédicte: “A veces los campamentos de
mi edad se ponen muy aburridos. Me vine antes a París. Te llamé muchas veces”. “Te
escuché” dijo Abel: “De verdad. Pero no podía contestarte”. El mozo trajo las cervezas
y la muchacha no hundió la cara en el redondel blanco. “Bueno. Contame algo” pedí:
“Cómo se llama el afortunado, por ejemplo”. Bénédicte volvió a enrojecer, aunque no se
tentó ni nada. Ya se te pasó la edad de la cerveza dorada, hija -pensó Abel: Y me parece
bien. No me parece mal, quiero decir.

“Se llama Dominique” dijo ella: “Lo conocí en una fiesta, hace dos semanas. Va bien la
cosa. Es bastante mayor que yo”. Adiós, Peluca de Plata. Fue una verdadera gloria
haberte tenido tan cerca. “Me alegro” murmuré. “Permiso” hizo una seña la muchacha,
y se paró para ir al baño. Cuando estaba a mitad de camino se dio vuelta y me
sorprendió mirándole una zona del cuerpo que no le había mirado nunca. Nos
sonreímos, cada uno hasta el fondo del otro. Cuando volvió del baño hablamos de sus
proyectos de estudio militancia y trabajo, tomamos otra cerveza y la acompañé hasta el
Lux. Nos despedimos exactamente igual que siempre.

EL SÁBADO les di clase a los Bugeia. Abel estaba contento porque había recibido una
carta de su padre (todavía remitida al Stella) donde la anunciaba que la campaña pro-
recolección de fondos para su pasaje iba fenómeno. “Isabelino Pena nunca falla, nene”
puso al final de la carta, y la invocación de su seudónimo detectivesco -que usaba para
soñar aventuras chandlerianas, desde que yo era niño- me dio más ganas de llorar que de
reírme. Bugeia me propuso que le amortizara el resto de la deuda dándole medias-clases
gratis. Y aparte me subió la paga, de modo que seguí amorralando sesenta francos extra
por sábado.

Gran tipo el Inspector. Pero ese sábado se puso un poco pesado demás, durante al
trayecto de vuelta. Habíamos tomado mucho cognac en la sobremesa y al Inspector
pareció despertársele una especie de complejo de infalibilidad que me hizo calentar. “En
fin: los casos le corresponden a los profesionales” dijo en cierto momento: “Y como los
Privés sólo tallan en las novelas, los únicos profesionales reales venimos a ser nosotros
¿entendés? Yo te jorobé un poco diríamos que por rutina novelesca, nomás. Pero sabía
que no se me iba a ir el caso de las manos. Y que la solución dependía absolutamente de
mí ¿entendés?”. “Claro, claro” le dije, mostrándole los dientes. Y me bajé del auto
saludándolo apenas. Tomé el métro, bajé en Odéon y me fui derecho a lo de Monsieur
Amelot.

Encontré a Guy tocando la cordeona con cara de oligofrénico. Al principio no me


conoció, y después tiró el instrumento y me babeó las mejillas con su pico jediondo.
Siguió tocando. Abel aprovechó para dar unas vueltas por el apartamento, y de golpe vio
la Pentax de Guy: estaba en un estante alto, debajo de la mascarilla mortuoria de
Beethoven. Lo que no podré entender jamás es en qué momento Mozart le robó la
cámara a Ray -pensé rascándome la coronilla: Ese es el gran asunto. Por supuesto que
siempre está de por medio lo que decía el negro Batalla: ¿cómo se prueba que Mozart
no estaba?

A Abel le vinieron ganas de subir a la azotea pero quedó electrificado por un taconeo
-muy conocido- que escuchó en la cocina. Era Ray. Me adelanté a encontrarlo. “¿Qué
hacés, botija?” dijo: “Qué casualidad”. “De visita” me reí: “Los viejos tiempos, loco”.
Abel no vio la Gárgola en los ojos del otro. “Cigarrito” me pidió Ray, y se puso a
desenroscar comentarios sobre la música de Monsieur Amelot que me hicieron atorar de
la risa. Por un momento estuvimos cerca de la amistad, otra vez. Los hombres están
hechos para entenderse, viejo Paul -se sentimentalizó Abel, mientras sacudía
afirmativamente la cabeza. Entonces le conté a Ray lo que había descubierto sobre el
robo de su Pentax. Él me miró de reojo. “No me asombra para nada. Siempre pensé que
ese Mozart era la peor basura” utilizó la v del desprecio. “¿Y no se podría averiguar con
Amelot por dónde diablos anda?” sugerí. “No importa” se endureció el otro: “Ahora ya
no importa nada, campeón. No revuelvas la mierda. Y más si es fresca, te lo aconsejo”.
Pero me lo estaba ordenando, en realidad. “Igual se huele. Aunque no la revuelvas,
hermano” retruqué mientras me iba. Sin mirarle los ojos, por supuesto.
ESA NOCHE recomenzamos en la taberna. Después que habíamos hecho el primer
pasaje escuchamos un estruendo de botas en la escalera subterránea y apareció Ramón
con los ojos titilantes. “Te invito a ver una película” me propuso a solas en un rincón del
mostrador: “Estamos a tiempo de llegar a la última función, todavía. Yo la acabo de ver:
es algo sensacional”. Abel no supo qué contestar. Tampoco me di cuenta si me
interesaba ver una película, a esa hora. “Es sobre el diablo” me explicó el gigante: “A
propósito: hoy vi a Ray. Ahora están estacionados atrás de la Facultad de Medicina”.
“Ya sé” le dije: “Yo lo he visto, también”. “Bueno ¿vamos entonces?” me apuró Ramón:
“Deciles cualquier cosa a los gallegos. Con los muchachos no tenés problema”. Abel
obedeció.

La película era El exorcista: la acababan de estrenar en París, y a Abel no dejó de


trastornarlo toda aquella maldad de utilería. “¿Y?” murmuró el gigante a la salida: “¿No
es imponente, loco?”. Yo le dije que sí: que me había hecho mucho bien y mucho mal al
mismo tiempo. Ramón me abrazó. “Voy a pasar por la camioneta donde está Ray a
comprarle hasch al gitano. ¿Me acompañás?” preguntó acariciándome la nuca. “Sí” dijo
Abel: “No hay el menor problema”.

La camioneta tenía olor a jaula de zoológico y estaba estacionada entre el passage


Dubois y la rue Dupuytren, en una oscuridad casi completa. Había empezado a lloviznar
fuerte, otra vez. El amigo de Ray resultó ser un recontrapariente de Pepe el Sopo, el
gitano francés que bailaba y cantaba flamenco en la taberna. Apenas podíamos
distinguirnos, ensardinados adentro de aquel furgoncito. Ray estaba tirado (y tapado
hasta el pescuezo con el sobretodo) arriba de un catre que ocupaba el lugar de la puerta
trasera. “¿No tienen velas, che?” preguntó Ramón, después de arreglar el negocio con el
gitano: “Así ya armo un faso aquí, para írmelo fumando por el camino. Acabamos de
ver una película satánica con el petiso que me dejó enroscado. Una barbaridad.
Contáselas, Principito”. Y prendió dos velas mugrosas que le alcanzó el otro y se puso a
destripar un Kent para fabricar el petardo.

Entonces miré a Ray, y le hice bajar los ojos instantáneamente. “Es una película sobre
una chiquilina poseída por el diablo” dije: “Tendrías que verla, vo”. Ray no subía los
ojos. Las velas le recortaban la melena blanquirroja sobre la llovina que arenaba el
vidrio de atrás. El riverense parecía tiritar, y Abel contó la película con su mejor poder
de narrador teatrero. Ridiculicé al diablo, incluso. Y no mencioné la inevitable muerte
del exorcista. Ray no se animó en ningún momento a subir la cabeza.

“QUÉ LO tiró. Lo bailaste al bayano” me felicitó Ramón en el auto, después que nos
fuimos: “¿Querés volver a la taberna o te vas al hotel? ¿Por qué no te venís a dormir a
casa, esta noche, por lo menos?”. Acepté. La nueva casa de Ramón quedaba en
Vincennes, y el gigante prendió el petardo cuando todavía bordeaban el Sena. “¿Podés
manejar fumado?” pregunté. “Pero por favor, Principito. Es mi especialidad. ¿Te diste
cuenta que te traje por gusto a la camioneta a ver si lo cuerpeabas de una vez al bayano,
no?”. “No” dijo Abel: “Ni me dio por pensarlo”. Entonces Ramón frenó cuidadosamente
al costado del río y me alcanzó el petardo y me rozó la calva. “Quedate en París” me
dijo: “Te prometo que formamos un conjunto y todo, si te quedás”. Abel torció la cara
hacia la avalancha de terciopelo casi blanco que derramaba sobre el río. “No conozco a
nadie más bueno que vos” sintió decir de golpe a sus espaldas: “No entiendo cómo
podés entusiasmarte tanto con las cosas. Con Liverpool y el mate, vaya y pase. Pero con
lo demás, es increíble”. Abel no contestó. El gigante arrancó, y cuando perdimos de
vista el Sena empecé a escrutarme por dentro. Era mi verdadera cara -la que no se ve
nunca sobre los espejos, igual que los vampiros- lo que quería encontrar.

Demoré un rato largo en empezar a verme. Abel no se dio cuenta de que ya amanecía,
cuando llegaron a Vincennes. Bajó del auto totalmente mudo y subió los tres pisos
imaginándose apoyado sobre la vidriera mojada de Le Bateau Ivre: ahí estaba su rostro.
Cuando entraron al apartamento encontraron a Pedrito esperándolos. El chiquilín les
miró los ojos y se empezó a frotar las manos. “Estaba seguro de que la mano venía por
ahí” chilló con risa de nene que ve chocolates: “Taba seguro, vo”. Y se puso a armar un
petardo con lastimosa avidez. Abel ni lo veía.

Ya había terminado de amanecer. Mi verdadero rostro era un empinadero huesudo que


terminaba en dos ojos -dos fosos- vigilantes, prácticamente adolescentes todavía.
Observaban la vida con una mezcla de severidad y horror, sin descansar un segundo ni
condescender con una sola risa de las que fabricaba la superficie de la cara. De golpe
me di cuenta que no podía emerger de aquel buceo. Del otro lado se distinguían las
cosas perfectamente: Ramón ya se había ido a dormir y Pedrito fumaba con una dulce
degeneración brillándole en las chuzas. Yo no podía subir a la superficie y traté de no
desesperarme hasta que me desesperé. Entonces apareció la voz. Era la voz del sótano
del mundo. Y yo estaba solo y lo único que podía hacer era quedarme acuclillado allá
abajo de mí mismo, aguantando el maremoto. “Dale” decía la Gárgola: “En la cocina
hay una bruta cuchilla. Vas y matás al chiquilín. Dale. Matalo. Dale. Es tan fácil. Ir
hasta la cocina y agarrar la cuchilla y matar al chiquilín. Y después te tirás por la
ventana. Después volás por la ventana. Porque no hay nada. Nada. Hay que reventar. A
reventar. A reventar”. Abel estaba acurrucado en el suelo y de repente se arrancó a sí
mismo de la fetalidad y trató de abrir la boca en dirección a Pedrito. Pero no pude. La
voz de la Gárgola era como un tifón y yo era un huevo infinitesimal a punto de explotar
allá abajo de mí mismo. Hay que hacer lo posible para que la Gárgola no pase dijo
entonces mi voz: No va a pasar. Voy a gatear hasta el teléfono. Porque no puedo hablar
pero puedo pensar. Un hombre siempre puede. Abel había llegado a fuerza de arañazos
manoteos y brazadas hasta el teléfono, y no se daba cuenta que Pedrito lloraba de la risa
mirándolo. Disqué. Sonó un timbre, muchísimas veces. No puedo más pensé: Ahora sí
que no aguanto más. Me daba cuenta que si no salía a respirar en muy pocos segundos
me iba ahogar para siempre adentro de la Gárgola. Entonces atendieron el teléfono.
Abel había llamado a Bénédicte, y la muchacha atendió muy dormida y después se
malhumoró hasta el punto de preguntar a los aullidos quién llamaba y con quién querían
hablar. Hasta que hubo un silencio delicado, insondable. “¿Sos vos, Abel?” me
preguntó: “¿Sos vos?”.

“Soy yo” le dije, en voz alta. “Oh la la” se quejó ella: “Qué susto. Qué te pasa”. “Me
sentía como el diablo y necesitaba que alguien me hablara” murmuré: “Pero ya pasó,
cosita. Andá a dormir tranquila. Disculpame, por favor”. “No hay problema” rezongó la
muchacha: “El despertador suena dentro de dos minutos. Cuando quieras hablame,
nomás”. Y colgó. Pedrito me miraba con ojos asustados, pero yo levanté primero un
puño y después los dos puños y me paré como desperezándome. El chiquilín se rio tonta
y radiantemente. “Uy: ahora parecés una mariposa” dijo cabeceando para ahuyentarse el
cerquillo: “Recién parecías un gusano y ahora parecés una mariposa, te juro”. Abel se lo
creyó.

ANDUVE CONVALECIENTE del tifón durante varios días (y en cierto modo durante
varios años, aunque esa es otra historia). En todos esos días no vi a Ray, por suerte. El
otoño era espantoso, y llegué a escribirle tres cartas seguidas a mi viejo preguntándole
qué pasaba con el pasaje. Una tarde me interrumpieron la siesta unos golpes suaves en
la puerta y salté y me encajé el pantalón y me senté al lado de la mesa donde estaba el
cuchillo. “Adelante” grité. “Está cerrado con llave, boludo” me dijo una voz de mujer.
Era Colette. Abel se abalanzó a abrir y se besaron las mejillas a la francesa lo menos
ocho veces. Después la hice pasar.

“Antes que nada voy a pedirte un mate” dijo Colette: “Hace siglos que no tomo”. Abel
lo preparó mientras se comentaban las últimas andanzas. La muchacha había vuelto una
semana atrás y empezado a trabajar enseguida y alquilado una pieza en Montmartre.
“Acabo de pasar por el Stella a buscar unas cosas que dejé arrumbadas y el Bigote me
dijo dónde parabas” me explicó: “Después preciso que me ayudes a cargar una de las
valijas. No pude con las dos”. “Ningún problema” dije: “Para eso estamos, al final de
cuentas. ¿Cómo andás vos?”. “Como puedo” levantó los hombros la muchacha: “¿Y
vos?”. “Igual” le dije, rascándome desesperadamente la cabeza: “Me pica mucho el
mate. Horrible. Desde hace varios días”. “¿No serán piojos?” me preguntó Colette, y
eso me electrizó. “Puede ser” me avergoncé: “Estuve de pasada en la camioneta donde
vive Ray con el gitano. Me los debo haber pescado ahí, con toda seguridad”. “A ver:
vení” trató de no dramatizar la muchacha: “Vení, que te reviso el mate”.

Eran piojos. Tuvimos que hacer un operativo relámpago y salir a comprar algo a una
farmacia para desinfectar mi cabeza y la chambre sin que se dieran cuenta en el hotel.
Colette terminó matándose de risa, pero Abel no se pudo tragar la sensación de que
todas las humillaciones tienen una especie de límite pre-dantesco que no debe dejarse
rebasar. Esta es la última vez que me infectás, gallo negro -pensé, arrancándome
crepitaciones rabiosas de los dedos: La última, te lo advierto.

Al bajar al sótano del Stella Colette se asustó de la fuerza con que tironeé y cargué las
dos valijas juntas. Pero la bronca me hubiera hecho levitar, lo mismo. Nos despedimos
del Bigote y Faruk con dulce indiferencia. En la pieza de Montmartre Colette tenía
preparada una ensalada exquisita y un tinto de appellation y Abel no se excitó
sensualmente, esta vez.

“Decime” se me ocurrió escarbar de golpe, mientras liquidábamos la botella: “Creo que


vos conociste al pintor maricón que andaba por lo de Amelot unos días antes de que
mataran a Sinclair ¿no?”. “Sí” dijo la muchacha: “Lo conocí de pasada. Y después lo vi
con Ray, una vez. Estaban sentados en la fuente de la place Saint-Michel, me acuerdo.
Yo venía de laburar y ya era de noche. Creo que estaban sacando fotos, o algo así. Mirá:
¿sabés cuándo fue? Al otro día que se supo el resultado de las elecciones: la noche que
Pedrito me sacó a pasear y fuimos a Favela. ¿Te acordás?”. “Cómo no voy a
acordarme?” dije, parándome de un salto: “Esa tarde yo había estado dando vueltas con
Ray. Y después él se borró para lo de Guy. Se ve que fue ese día que estuvo a punto de
venderle la Pentax a Mozart. ¿Pero por qué dijiste que estaban sacando fotos o algo así?
¿No sería que Ray le estaba enseñando a manejar la cámara al marica, por ejemplo?”.
“No sé” se intimidó la muchacha: “¿Pasa algo?”. “Pue-de ser” murmuré: “Voy a tener
que irme. Estuvo muy rico todo. Sos una maravilla, de verdad”. “Pue-de ser” me imitó
Colette, resplandeciendo en su humilde belleza.

Estaba a tiempo de pasar por lo de Amelot, antes de entrar a la taberna. Pero no me bajé
en Odéon sino en Saint-Germain-des-Prés, para evitar los alrededores de la camioneta
piojosa. Desemboqué en la rue Condé vía Saint-Sulpice y caracoleé por la escalera
completamente oscura a una velocidad récord. Arriba estaba más oscuro, todavía. Abel
tanteó el pestillo de la cocina y encontró abierto. Entré. No tenía la menor idea de lo que
iba a hacer, a excepción de tratar de sacarle algún recuerdo preciso al cerebro
descompuesto de Monsieur Amelot. No prendí ninguna luz. Monsieur Amelot no estaba,
evidentemente. Los ventanales tenían las persianas recogidas, y la rue de l’Odéon
derramaba suaves reflejos rojizos en el apartamento. Entonces me di cuenta que lo que
más me interesaba volver a ver era la Pentax de Guy. La encontré enseguida y prendí la
luz para observarla bien. De golpe me empezaron a fallar las manos. Nunca se ha visto
un detective con el mal de Parkinson -pensé, mientras detectaba una quemadura familiar
en la Pentax de Guy. La observé y la palpé durante un rato. Era exactamente la misma
quemadura de la cámara robada. Apagué la portátil y me borré de apuro, razonando
inconexiones en voz alta.

AL LLEGAR a la taberna encontré a Ray esperándome en la puerta. Debajo del


sobretodo tenía puesta mi campera jean, ya fantasmalmente desteñida. Tenía una pierna
apoyada en la pared y los ojos creciendo y decreciendo como burbujas verdes de un
caldero sangrientro. Entré sin darle la menor pelota. Al rato salí a ver qué pasaba y ya
no lo encontré. Más tarde llegó Ramón, con Eva. Vinieron a poner a prueba la paella de
la casa, dijeron. “Pero además tengo que darte una noticia sensacional” sonrió el gigante
con la mirada aterciopelada, aunque demasiado negra: “Después lo conversamos, mejor.
Laburen tranquilos que al final conversamos”.

Tocamos felices. Abel tomó tres cubalibres muy cargados y no sólo se olvidó
completamente de la amenazadora aparición de Ray sino que por primera vez logró
verse bajando del avión en Montevideo y abrazando a su gente hasta la saciedad.
Después me imaginé militando en la clandestinidad y hasta eso me pareció precioso. Al
terminar el último pasaje Ramón nos invitó a sentarnos en su mesa. “Nada del otro
mundo la paella de estos gallegos, che” comentó en voz muy alta: “Pero en fin. Se
comió”. “A mí me gustó” dijo Eva, haciéndome una guiñada. “Bueno, muchachos” dijo
el gigante, casi protocolar: “Salió un laburo en Londres. Para nosotros cuatro. Bien
pago. En un boliche. La onda es armar un grupo acústico con bajo eléctrico anexado y
chau. Yo lo propuse así y los tipos locos de la vida. En principio serían unos ocho o diez
días, y si la cosa camina nos quedamos del todo. ¿Cómo la ves, petiso?”. “Bien” le dije:
“El problema es que a mí me están por mandar el pasaje de vuelta de un momento a
otro. Pero yo agarro igual. El pasaje conserva validez durante meses”.

Ramón lo miró fijo, y Abel tuvo la sensación de que así como existen las “noches de
brujas” también se podría hablar en el futuro de las “noches de Gárgolas”. Cuestión de
incorporarlo al folklore satánico -me divagué, fregándome los ojos. “Ahí está” dijo el
gigante, con voz de malo de las películas: “Te llevamos a Londres y en vez de coparnos
en paz te escuchamos hablar todo el día del pasaje de vuelta y de tu papá tu mamá tu
hermanita Liverpool el fascismo la revolución y todas esas pendejadas. Mirá, loco: hay
días que parece que olés a no sé qué porquería. Es como si todo agarrara tu olor
¿entendés?”. “Entiendo” dijo Abel: “¿Y cuándo se irían, che?”. “Mañana” le contestó el
gigante: “Pero si no rompés demasiado podés venir. No hay problema”. Entonces miré a
Eva -que presenciaba mi ejecución con los ojos brumosos- y Ramón la obligó a
levantarse y la abrazó como había hecho con su hija en Saint-Tropez. “Chau,
muchachos” ladró, sin volver a mirarme: “Nos encontramos a medianoche en casa y
arreglamos todo. Habría que ensayar algo, también. Díganle a los gallegos que la paella
es un asco”.

Pedrito quedó agarrándose la cabeza. “Perdoná, nono” me dijo: “Pero los Baffa siempre
fuimos -todos- unos hijos de puta. No sé por qué, te juro. Vení a Londres, igual. A mi
hermano le dan estas viarazas y se le van en diez minutos. Ya sabés cómo es”. “No”
Pedrito, le dije: “La verdad es que no sé muy bien cómo es tu hermano. Y no me
interesa mucho saberlo, tampoco. Además de que me queda alguna cosa que hacer acá
en París, todavía”. Entonces el Cordobés se arrancó de su silla y me apretó la mano
hasta el dolor. Fue la primera y última vez que le vi la cara: era realmente un niño.
Desamparado. Escrachado. Estafado. “Quería decirte que te tengo fe, guaso” jadeó:
“Siempre te tuve fe pero nunca te lo dije. Fuerza, en el Uruguay”.

Después ellos se despidieron de los gallegos y yo formalicé para seguir cantando solo
-compartiendo la cartelera con Picaflor y Pepe el Sopo. Los acompañé hasta la calle. El
Cordobés me abrazó sin agregar una palabra y Pedrito me dijo nada más que Chau
nono, con los ojos demasiado brillantes (lastimaban un poco). Tuvo que inclinarse
mucho para que Abel pudiera besarle la frente.

BAJÉ A esperar a Picaflor, el cantor guatemalteco que había formado trío con los
gemelos mafiosos hasta que ellos se borraron de apuro de París. Era un tipo macanudo,
y esa madrugada -mientras caminábamos guitarra en mano por Sébastopol- le prometí
escribir un cuento poniéndolo como personaje principal. “A lo mejor escribo algo con
Pepe el Sopo, también” agregué: “Pero el tuyo es seguro”. Se quedó contentísimo.
Cuando bajó a tomar su tren en la gare Saint-Michel sentí que alguien me gritaba desde
una terraza. Era Pablo Regusci.
Abel corrió hasta el boliche tan exaltadamente, que se tropezó dos veces seguidas con
su propia guitarra bamboleante y estuvo a punto de romperse la cabeza contra el cordón
de la vereda. “Opa, che” se rio Pablo, sin levantarse de su mesa: “Tené cuidado que vas
a dejar a Caín sin trabajo”. Nos dimos la mano. “¿Cómo te acordabas de lo de Caín?”
pregunté: “¿Cómo andás? ¿Estás viviendo acá? ¿Vas a quedarte o qué?”. “Qué reportaje
largo” dijo Pablo: “Como musicastro que soy te voy a contestar en orden descendente y
en modo mayor, sin desalterar los intervalos ¿tamo? Ahí va: pienso casarme con una
uruguaya exiliada cuando vuelva de una girita que tengo en Alemania (salgo dentro de
un rato). Estuve viviendo acá después que volví del sur, porque cayó mi primo -el hijo
de tío Pacho- de visita. No ando bien. Nadie se olvida de los disparates que cuenta un
loco como vos (lo cual no me vas a negar que desde el punto de vista novelístico te
representa una enorme ventaja)”.

Abel pidió un ron Saint-James y estudió a su gemelo mayor y lo encontró casi peor que
él. “Pero qué te pasó” pregunté: “En el sur andabas fenómeno”. “Sí” dijo el otro:
“Andaba bien. Pero parece que ahora me di cuenta que mi compañera está exiliada y yo
estoy borrado. Me di cuenta de veras, quiero decir. Lo que te provoca el
correspondiente complejo de culpa con el correspondiente traslado a la culpa universal,
etc., etc. Lo que de veras siento -y es bastante jodido- es que viniéndome del todo para
París me robé algo a mí mismo ¿entendés?”. “Claro, claro” le dije, con los ojos clavados
en la fuente de la place Saint-Michel: “Si entenderé los problemas que trae robarse algo
a sí mismo”. “Bueno, tengo que ir arrancando” suspiró el otro: “Aquí está mi dirección.
Guardala. ¿Cuándo te las tomás, al final?”. “Cuestión de días” le contesté: “Falta que
llegue el pasaje, todavía. Y muy poca cosa más”.

AL LLEGAR al llegar al hotel me tiré en la cama a fumar esperando el correo. Abel


revistó mentalmente la “noche de Gárgolas” que acababa de atravesar y la cara se le
empezó a crispar en mucho menos tiempo del que precisa una calderita de lata para
ponerse en órbita. Entonces bajé corriendo a vichar el casillero del correo y ahí estaba la
carta, nomás. Increíble. Isabelino Pena nunca falla, nene. El pasaje había sido remitido a
una agencia y podía retirarlo cuando quisiera. Abel subió a la chambre y releyó la carta
unas cuantas veces y de repente agarró a patadas la cama y la valija por turno, hasta que
se le aflojaron las piernas. “Ahora falta muy poca cosa más, gallo negro. Te lo advierto”
me volví a acostar encajándome otro cigarro en la trompa: “Un palazo a la piñata y
asunto terminado”.

ME FALTABA hacerle otra visita a Monsieur Amelot, todavía, y esa tarde me volví a
dejar platear la calva por la llovizna eterna. París estaba realmente insufrible. Encontré a
Guy tomando Valpolicella, solo. Se notaba que había tocado la cordeona, por la huella
de crispación oligofrénica que todavía le empozaba los cachetes. No se levantó a
besarme, pero me señaló el Valpolicella con desesperado placer. Abel tomó un par de
vasos de aquel elixir que no volvería a disfrutar en muchísimos años, y se sintió
inspirado. “Tengo que confesarte algo, Guy” le largué sin preámbulos, apuntándole al
pecho con un cigarrillo apagado: “Porque te considero un amigo”. El ex-escenógrafo me
miró desde muy lejos y atravesó las brumas de su locura con sorprendente rapidez.
“Qué pasa, hijo” me preguntó, ceñudo. Entonces le hice una seña de que me esperara y
pegué un salto y fui a buscar la Pentax. La encontré en el estante alto, otra vez, bajo la
mascarilla mortuoria de Beethoven. Miré al sordo glorioso con emocionada fijeza.
Deme suerte, maestro -pensé levantando el puño.

Volví a la mesa donde estaba Guy y puse la cámara entre el botellón de dos litros y su
asombro picudo. “Esto fue lo que pasó” le dije, prendiendo el peter Stuyvesant que
había dejado al lado de mi vaso: “El otro día te vine a visitar y me puse a jugar con tu
cámara y sin darme cuenta dejé un cigarrillo apoyado arriba. Así ¿ves? Mirá lo que
pasó”. Guy vio la quemadura y sacudió la cabeza tristemente. “No importa” suspiró: “Y
por un lado mejor. Ahora no tengo nada sano. Aunque a este truc siempre lo he cuidado
mucho, porque es un regalo que me hizo mi ex-mujer. El otro día la lustré y todo. Pero
no te preocupes”. Abel se disculpó dándole la mano con fuerza y dijo que se tenía que ir
a trabajar de apuro.

En realidad me faltaban como tres horas para entrar a la taberna. Lo que quería era
localizar a Ray, lo antes posible. No fue nada difícil. El riverense me estaba esperando a
la salida del apartamento, con las solapas del sobretodo levantadas y los ojos
aparentemente opacos. “Quería hablar contigo, Abel” dijo: “Te vi pasar desde el Morvan
y esperé que salieras porque me gustaría aclarar algunas cosas antes de irme. No me
mandaron el giro, al final: me mandaron un pasaje barato. Tengo que arrancar para
Cannes esta misma noche, a tomar el barco. Anoche te fui a buscar a la taberna pero no
me diste bola”. “Está bien” dijo Abel: “¿Dónde querés hablar? ¿Por qué no vamos a mi
hotel?”. Entonces vi fosforecer la Gárgola en la trastienda verdinosa de su locura.
“Bueno” dijo: “Fenómeno”. Y caminamos silenciosamente bajo la llovizna.

AL ENTRAR a la chambre me senté del lado de la mesa donde estaba el cajón con el
cuchillo. “Bueno: ¿de qué querías hablar?” pregunté. Ray bajó la mirada. “No sé” dijo:
“Hacer un poco de balance. ¿Has estado escribiendo, últimamente?”. “Poemas” le
contesté: “Unas cuantas cosas como la gente. Fijate este”. Y escarbé en el bolso y le
alcancé uno que se llamaba Para mi muerte. Rezaba así: Que recorran las aguas
álgidas de Jesús. / O el corazón del rojo cruzado de pureza. / Que Don Quijote ruja
saltando hasta el león. / O se brille brotando del sexo a la paloma. / Que no se tema ya
que este poema existe. / Y una muchacha fértil perfumará la noche. / Que se comulgue
siempre detrás de la tragedia. / Que se siga creyendo. Que no se diga más. “Bárbaro”
dijo Ray, después de releerlo. “Sí. Creo que no está mal. Bueno, loco: yo me tengo que
ir a laburar. Hacé de cuenta que ese poema es el balance y chau” dije parándome para
volver a ponerme la gabardina. Entonces Ray se asustó: se dio cuenta que ya no me
asustaba, en realidad. “¿Tan temprano, entrás?” me preguntó, con la Gárgola empezando
a brillarle a media máquina. “Sí” mentí: “Vamonós”.

Al llegar al Boul Mich teníamos que separarnos. A mí me quedaba algo muy importante
por largar, pero de golpe los ojos de Ray empezaron a hincharse y deshincharse como
nunca los había visto. Era algo espectacularmente terrorífico. “Vamos a sacarnos las
máscaras, Abelito” siseó: “Quedate piola de una vez, campeón. No me sigas jodiendo,
campeón: no soy una cucaracha. Cada cosa que hacés cada cosa que hablás cada cosa
que-”. Entonces me decidí a mostrarle los espolones, de una vez por todas. Como viejo
neurótico calderita de lata no tuve el menor problema para fingir una furia espantosa.
Con patadas en el suelo y todo. (Eso debí haber hecho desde el primer momento. No
dejarme ensuciar. No dejarme atropellar. No dejarme explotar. Pero todo demora media
vida -por lo menos- en aprenderse: todo.)

“¿Así que soy yo el que te jodo?” empezó a vociferar Abel: “¿Así que fui yo el que le
vendió la Pentax a Mozart y viví a costillas de mi compañero de chambre mostrándole
una Pentax prestada -y guardada en el armario con advertencia de no ser desenvuelta
para que no se viera que era la de Amelot- y aproveché que le partieran la cabeza con la
cruz de oro al ugandés para largar la bola de que la habían robado esa noche? Da la
casualidad que el asesino (la asesina, digo) entró esa noche en la chambre pero para otra
cosa que no tenía nada que ver contigo. ¿Pero no serás vos el que te robaste la cámara
a vos mismo -como dijiste un día embromando, allá en la isla- para seguir quedándote
en París, tirándote la guita de la venta en viajecitos a Holanda y-”. Ray levantó los
brazos y empezó a pedir que me callara, casi lloriqueando.

“No me calle un carajo” seguí, a grito pelado: “¿Por qué no me hacés callar vos? ¿Tenés
huevos o no, al final? No sé si tenés huevos pero además de tirártelas de vivo de
Hemingway sos vivo de verdad, hermano. Tuve que romperme mucho el mate para
entender la última jugada: ni Capablanca debe haber dado un zarpazo final de esa
categoría. Porque el otro día -cuando yo tuve la bondad de contarte que había
averiguado que Mozart tenía la Pentax- le pegaste un cigarrazo a la de Guy, por si yo la
encontraba. (Primer error: yo ya había visto la Pentax de Guy. Distraídamente, pero la
había visto.) Aunque igual se me pudo haber armado el gran entreverijo: pude haberme
quedado tratando de pegarle a la piñata hasta el día del Juicio Final, te lo aseguro. El
segundo (y gran) error fue menospreciar a Guy: no está tan loco. Nadie que ande suelto
está tan loco como para que se le borren ciertas cosas: Guy se dio cuenta enseguida que
recién le habían aujereado el fetiche. Te equivocaste, botija. ¿Y ahora qué máscara
querés que yo me saque, me podés decir?”.

Ray se abalanzó para abrazarme. “Yo te quiero mucho, Abel” dijo dos o tres veces
seguidas, reblandecidamente. Abel no se dejaba abrazar del todo porque tenía la
sensación de que el otro podía acuchillarlo en cualquier momento. Pero no pasó nada.
“Bueno” aflojé: “No llores, loco. Por favor. Vos sos un tipo que podés-”. “No” chilló
Ray, dando un paso atrás: “No. No me hables con lástima, te lo suplico. Me gustaría que
nos siguiéramos escribiendo, por lo menos. Dame tu dirección y yo te-”. “No” dije:
“Dejalo así, mejor”. Ray bajó la cabeza. “Mirá: lo que me gustaría sería poder agregar
una sola cosa más” empecé a decir sin tener la menor idea de dónde iba a parar: “Una
sola cosa que valiera por todo”. Y agregué: “No vayas a olvidarte jamás de cuál es tu
apellido”. Abel se dio vuelta y cruzó el Boul Mich a las zancadas. Nunca más volví a
ver a Ray De Deus.

ESA NOCHE canté por última vez en La Reja. Al amanecer le provoqué un feroz ataque
de risa a los gallegos, cuando le di la mano al Poeta: el ovejero me tendió su pata con
brumosa ternura. Dame la pata. No. La mano, he dicho. Salud. Y sufre -pensó Abel, sin
reírse. Después de acompañar a Picaflor me fui caminando nada menos que hasta
Champs-Elysées, donde estaba la agencia de viajes. El otoño me ofreció un amanecer
digno de ser respirado hasta el agotamiento: ahí estaba París, herrumbrado y sedoso.
Hay un sitio en el mundo, madre.

Me acordé de Sinclair. Morir cuerdo y vivir loco / como aventura no es poco. / Pero
solo: qué tristura -payé, sediento de otra latitud. Tenía avión el domingo de noche: al
otro día. Perfecto. Llamé a Colette por teléfono al trabajo y quedamos en almorzar
juntos el domingo. El sábado les tocaba a los Bugeia. Después llamé a la nena. La invité
a cenar esa noche en Le Bateau Ivre, para despedirnos recordando los viejos tiempos.
Bénédicte me contestó que casualmente estaba a punto de llamarme porque necesitaba
verme. Ah, Lady Brett: no hay torero que te dure -pensé, arrepintiéndome enseguida de
la crueldad gratuita.

Esa mañana les di -sin dormir- la última clase a los Bugeia. Abel se caía de cansado,
pero igual armaron un picado con los amigos de Patrick, y Abel y el Inspector se
trancaron a muerte: ganó el cuadro del Inspector, por penales. Patrick -que siempre
jugaba conmigo- casi lloraba de la bronca. “Hay que saber perder ¿no es cierto?” me
toreó Marc, con sudado cariño. Abel no dijo nada. Pero después le gritó al chiquilín,
casi de un arco al otro: “No le vayas a comentar nunca a Papá Maigret el secreto de por
qué los dejamos lucirse a ellos, Patrick”. Marc lo dejó pasar como un chiste inofensivo.

Al volver al apartamento pedí comunicación con Montevideo, para avisar cuándo


llegaba. Me la dieron en menos de media hora. Me atendió Ma-Sa. “Traéme una castaña
autobiografiada por la B.B.” gritó antes de colgar. Marlowe, el gran lagrimeador. Salut,
Arlette y Marc: gracias por la confianza, sobre todo. (Unos meses después demoré
bastante en contestarles dos postales seguidas y recibí una llamada de larga distancia:
era el Inspector, para asegurarse de que no me había pasado nada. Y Patrick me gritó
que tuviera cuidado con los orangutanes.)

DORMÍ LA SIESTA siesta un par de horas y me encontré con Bénédicte a las ocho, en
el Bateau mismo. Estaba todo como siempre, a excepción de los músicos de turno: eran
más malos que nosotros. Amed nos preparó una côte de boeuf espectacular y el Payaso
nos invitó con una botella de vino de marca. Bénédicte estaba tan maquillada y bien
vestida como la última vez que nos vimos, aunque un aura sombría le inflacionaba la
edad exageradamente. “Qué pasa” le pregunté en cierto momento, sin el menor
dramatismo. “Nada especial” contestó ella: “Pero esto del amor es difícil como el
diablo”. Y me miró como si yo fuera su Hijo por última vez. “Nadie dijo que fuera
fácil” retruqué. “Es verdad” murmuró la muchacha, acariciándome brevemente la mano.
Tenía que irse a las diez. La acompañé hasta el Lux entre la frialdad azul y radiante del
otoño. Nos cambiamos las direcciones y nos dijimos Te quiero mucho y Cuidate y
Escribime. Fuera de esas variedades prologales el ritual de la despedida con los besos
posados en las comisuras de las sonrisas se consumó exactamente igual que siempre.

AL OTRO día almorcé con Colette, y después caminamos largamente por el Lux y
subimos a matear a la chambre. Le conté que pensaba escribir una novela sobre
Maldonado antes de tirarme con esta. Le conté parte del argumento y todo, y la
muchacha brillaba de felicidad. Entre su perfume triste. Abel le regaló al mate la
bombilla el póster de la Revolución Cubana y la máquina de escribir, mientras ella lo
ayudaba a empacar.

“¿Sabías que en las vacaciones te hice caso y leí Absalom, Absalom, al final?”
desembuchó Colette cuando terminamos de comprimir y cerrar la valija. “Mirá vos” me
reí: “No me habías dicho nada. Y qué te pareció”. “No lo entendí muy bien” dijo la
muchacha, empezando a ponerse el impermeable y dejando de sonreír abruptamente:
“Pero quería hacerte la pregunta que le hace Shreve a Quintin, si no te molesta. ¿Por qué
odiás a París?”. Abel no contestó y ella empezó a llorar sin hacer ruido. “Bueno, me
voy” dijo sonriendo: “Gracias por los regalos”. Pero no pudo parar de llorar. Mientras
bajábamos a la calle el llanto fue creciendo hasta hacerse ruidoso y casi se volvió un
grito cuando nos abrazamos en la puerta del hotel. “Me voy sola” se las arregló para
jadearme en la oreja: “No me acompañes a ningún lado, por favor”. Y corrió hasta el
Boul Mich sin darse vuelta. Entonces terminé de entender lo último que me faltaba
entender. “No odio a París” murmuré, con el jadeo de Quintin Compson entre la
congelación celeste: “No. No. No la odio. No la odio”.

PERO ME faltaba revisitar otro final más apto, todavía. Abel calculó cuánta plata le
quedaba y se fue en taxi hasta Invalides, donde debía tomar el ómnibus que lo llevaría
gratis al aeropuerto. Había un pequeño bar, en la estación. Allí me gasté los últimos dos
francos tomando una copa de rouge barato. No me hizo nada mal. Todo lo que logró fue
hacerme recordar a Bénédicte. Ma Dame. Siempre nos escribimos.

1979 / 2017

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