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“Vayan por todo el mundo y proclamen la

Buena Nueva”
Escuchar la Palabra de Dios y comunicarla

EL MANDATO DE JESÚS ................................................................................................................. 2


“HEME AQUÍ: ENVÍAME” ............................................................................................................... 3
“NO TEMAN”.................................................................................................................................. 3
LA FUERZA DE QUIEN COMUNICA EL EVANGELIO ......................................................................... 4
LA HUMILDAD ............................................................................................................................... 5
LA PRIMACÍA DE LA PALABRA DE DIOS ........................................................................................ 7
LA PREPARACIÓN .......................................................................................................................... 8
EL GOZOSO ESFUERZO DE LA PREDICACIÓN .................................................................................. 9
LA LETRA Y EL ESPÍRITU ............................................................................................................. 10
ANTE QUIEN ESCUCHA ................................................................................................................ 11
EL EVANGELIO HABLA AL CORAZÓN .......................................................................................... 12
EL EVANGELIO HABLA EN LA HISTORIA ...................................................................................... 14
HABLAR "CON GRACIA Y SAL" .................................................................................................... 15
"NO LA FUERZA, SINO LA PERSUASIÓN" ...................................................................................... 16
QUE LAS PALABRAS SEAN "PONDERADAS Y BREVES" ................................................................. 17
LAS DIFICULTADES ...................................................................................................................... 18
EN LUCHA CONTRA EL MAL ......................................................................................................... 19
"COMO EL GALLO QUE CANTA EN LA NOCHE"............................................................................. 20
LA ORACIÓN ABRE LA PUERTA DE LA PREDICACIÓN ................................................................... 21
EL MANDATO DE JESÚS

En el último encuentro con sus discípulos, "estando a la mesa" el Señor resucitado les
dijo: “Vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Nueva a toda la creación...”.1 Con estas
palabras Jesús envió a los suyos a predicar la buena nueva del reino "hasta los confines de la
tierra".2 Su predicación ha recorrido las calles del mundo, ha llegado a tierras lejanas y ha
hablado al corazón de mujeres y hombres "de toda raza, lengua, pueblo y nación".3 La
predicación apostólica, en tiempos y en situaciones distintas, ha comunicado y ha hecho vivir a
mucha gente la Palabra del Señor.
También nosotros hemos recibido este precioso tesoro que la Iglesia ha custodiado y ha
transmitido de generación en generación hasta hoy. Esta predicación no se ha interrumpido, ni
siquiera en periodos de adversidad y de persecución (pensemos en los mártires del siglo XX), y
ha llegado hasta nosotros para que también nosotros la acojamos y la comuniquemos.
Los primeros discípulos que fueron enviados a anunciar el Evangelio no eran personas
extraordinarias. Algunos de ellos eran ignorantes o tenían poca formación. Conocían poco del
mundo de entonces. Otros eran cultos y menos provinciales: Pablo de Tarso había estudiado en
Jerusalén, en la escuela de Gamaliel, y conocía la cultura helenista; Lucas, médico de origen
pagano, venía de la gran ciudad de Antioquía. Provenían de experiencias e itinerarios diferentes.
Cada uno de ellos, superando sus dificultades y sus límites, puso sus energías al servicio de la
Palabra de Dios.
Cuando el Señor resucitado confió a los discípulos la tarea de predicar el Evangelio,
estos seguían sin creer y teniendo miedo. El evangelista Marcos recuerda que justo antes les
había reprochado "su incredulidad y su dureza de corazón por no haber creído a quienes le
habían visto resucitado".4 No habían creído en su resurrección, y aún así los envió por todo el
mundo para que llevaran su Evangelio.
El Señor no confió el mandato de la predicación a personas seguras de sí mismas y sin
problemas: confió en hombres pecadores y que todavía no creían. No les dejó solos, sino que les
prometió que les ayudaría y les acompañaría siempre: “He aquí que yo estoy con ustedes todos
los días hasta el fin del mundo”.5 Los discípulos sabían que eran débiles, pero no se echaron
atrás ante el mandamiento de Jesús: "Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el
Señor con ellos y confirmando la palabra con las señales que la acompañaban".6
La predicación que el Maestro confía a los suyos no es una doctrina abstracta o una
simple enseñanza moral, sino una palabra viva, eficaz, y eso lo experimentan "los que creen":
expulsa demonios, libra del mal, hace hablar nuevas lenguas y cura enfermedades. Dice Jesús en
el Evangelio de Marcos: "Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre
expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, tomarán serpientes en sus manos y aunque
beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien".7 El
propio Señor actúa con los que anuncian el Evangelio y confirma su palabra con signos y
curaciones.
Hoy el Señor Jesús nos confía ese mismo mandato a nosotros, sus discípulos, para que
la predicación de su Palabra no se agote, sino que continúe tocando corazones, curando heridas
y llevando perdón, liberación y paz a la vida de los hombres y de los pueblos. Pero a veces nos
preguntamos: ¿qué significa predicar la Palabra de Dios en un mundo complejo como el mundo
en el que vivimos? ¿Cómo vamos a encontrar los recursos, las maneras y las palabras para
comunicar el Evangelio del reino?

1
Mc 16, 15
2
Hch 1, 8
3
Ap 5, 9
4
Mc 16, 14
5
Mt 28, 19-20
6
Mc 16, 20
7
Mc 16, 17-18
“HEME AQUÍ: ENVÍAME”

Es urgente predicar el Evangelio. Lo necesita un mundo difícil como el nuestro. "Los


pequeñuelos piden pan –dice el libro de las Lamentaciones–: no hay quien se lo reparta".8
¿Quién repartirá el pan de la Palabra de Dios para ofrecerlo a aquellos que lo necesitan? ¿Quién
se inclinará ante aquellos pequeñuelos para darles el alimento que necesitan y nadie les da?
Por todo el mundo hay gente que "pide pan": hombres y mujeres de todas las edades,
pobres y ricos, violentos y dóciles, humildes y orgullosos que necesitan el alimento del
Evangelio. Lo vemos en nuestras ciudades, entre los niños y los jóvenes, entre los heridos por la
vida, junto a la cama de los ancianos y de los enfermos, entre los adultos que buscan un sentido
y una orientación. Y también nosotros necesitamos recibir la predicación del Evangelio. Hacen
falta discípulos que se alimenten de la Palabra de Dios y la sepan repartir a los demás.
En un tiempo en el que no había profetas –es decir, "hombres de la palabra"–, el Señor
dijo a Isaías: "¿A quién enviaré?, ¿y quién irá de parte nuestra?". Y contestó de inmediato:
“Heme aquí: envíame”.9 También a nosotros el Señor nos hace la misma pregunta para que
digamos: “Heme aquí: envíame”. Es un llamamiento que nace del amor del Señor por las
mujeres y los hombres de nuestro tiempo: que no le falte a nadie el pan de su Palabra. Hacen
falta comunicadores del Evangelio.
Jesús sintió compasión "de la muchedumbre, porque estaban cansados y abatidos". Y a
los discípulos, que le pedían cómo dar de comer a tanta gente, les dijo: "Denles ustedes de
comer".10 El Señor quiere suscitar nuevos siervos de su Palabra. Quiere que sus discípulos
vayan adonde la gente y repartan con atención el pan bueno que él multiplica abundantemente.
Vivir la compasión de Jesús es comprender la pobreza interior de la muchedumbre y
repartir para ella el pan que pone en nuestras manos. Son realmente muchos los que nunca han
recibido el alimento de la Palabra de Dios o esperan recibirlo nuevamente. Por eso hoy nos
repite: “denles ustedes de comer".
El Señor busca hombres y mujeres que gasten sus energías para repartir su pan; también
hoy busca "comunicadores" del Evangelio (en el lenguaje corriente, la palabra "predicadores"
podría evocar la idea de discursos aburridos o recordar a los activistas de las sectas). No todo el
mundo es consciente de que necesita la Palabra de Dios, pero se puede suscitar en ellos el
"hambre" de la Palabra, haciendo que esté cerca de su vida. Dice el profeta Amós: "He aquí que
vienen días –oráculo del Señor Yahvé– en que yo mandaré hambre a la tierra, no hambre de
pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra del Yahvé".11 La predicación del Evangelio puede
suscitar el deseo de palabras buenas, puede hacer descubrir una vida diferente; puede devolver
esperanza, suscitar la fe, enseñar a amar.

“NO TEMAN”

Cuando recibimos el mandato de predicar podemos sentir el peso de nuestra ineptitud y


nuestra incapacidad. También los profetas antiguos se asustaron cuando el Señor los envió a
hablar en su nombre. Moisés se resistió largamente y dijo: "¡Por favor, Señor! Yo nunca he sido
hombre de palabra fácil, ni aun después de haber hablado tú con tu siervo; sino que soy torpe de
boca y de lengua". Moisés no veía más que las dificultades que tenía en hablar; tenía miedo de
que no le escucharan. Se sentía confuso e inseguro, pero Dios le contestó: "Vete, que yo estaré
en tu boca y te enseñaré lo que debes decir".12 Confiando en la Palabra del Señor, Moisés llevó a
los israelitas a la liberación de la esclavitud e hizo que se convirtieran en el "pueblo de Dios".

8
Lm 4, 4
9
Is 6, 8
10
Mc 6, 37
11
Am 8, 11
12
Ex 4, 10-12
También Jeremías se echó atrás cuando fue llamado: "¡Ah, Señor Yahvé! Mira que no
sé expresarme, que soy un muchacho".13 Estaba preocupado por su falta de experiencia y por su
juventud: no era un hombre con autoridad, ¿quién iba a escucharle? Pero el Señor lo reconfortó
diciéndole: "No digas: 'Soy un muchacho', pues adondequiera que yo te envíe irás, y todo lo que
te mande dirás". Y añade: "No les tengas miedo, que contigo estoy para salvarte". Al oír estas
palabras Jeremías superó su miedo porque entendió que no debía confiar en él mismo y en sus
palabras: Dios había puesto su Palabra "en su boca".14
El Señor no le pide a nadie un esfuerzo superior a sus posibilidades, sino que promete a
"aquellos que creen" su ayuda y su protección. Así pues, ¿qué tememos? ¿De quién tenemos
miedo? "Si Dios está por nosotros –dice el apóstol– ¿quién contra nosotros? El que no perdonó
ni a su propio Hijo... ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?".15 Aquel que no
perdonó a Jesús, ¿no nos dará las palabras para anunciarlo a los hombres? Sabemos que la
fuerza de la predicación no viene de nuestras capacidades, ni de nuestra experiencia, sino de
creer en la Palabra que el Señor ha confiado al corazón y a la boca de cada uno de los
discípulos. No debemos dejar que el miedo nos domine porque "todo es posible para quien
cree".16
En el Evangelio la fuerza viene a socorrer nuestra debilidad. En la palabra custodiada en
las Escrituras está la fuerza que hace el bien y vence el mal. No está en nosotros. El Evangelio
es una invitación continua a no tener miedo. Así se lo anuncia el ángel a María, joven mujer de
Nazaret. Así lo comunican los ángeles a los pastores, en el nacimiento de Jesús, y los ángeles de
la resurrección a las mujeres afligidas y asustadas. Así se lo dice el Maestro a Pedro, que
reconoce que es pecador, y se lo repite a los discípulos encerrados en el cenáculo después de su
resurrección. También nosotros recibimos hoy el mismo anuncio: "no teman".

LA FUERZA DE QUIEN COMUNICA EL EVANGELIO

La Palabra de Dios no tiene miedo. San Agustín, obispo en tiempos difíciles y gran
predicador,17 afirma: "Es cierto que la palabra de Dios no tiene miedo de nadie. Y tanto si
tenemos miedo como si somos libres, estamos obligados a anunciar a aquel que no tiene miedo
de nadie".
Da fuerza y consuela saber que el Señor no tiene miedo de nadie: ni de los enemigos, ni
del maligno, ni del sufrimiento, ni de la muerte, porque su amor lo vence todo. Esta certeza nos
reconforta en nuestra fragilidad. Nos invita a anunciar a "Aquel que no teme a nadie" en una
época de incertidumbre, de desconcierto y de violencia. Es algo que podemos comprender a
través de las reflexiones que contiene el libro Dios no tiene miedo. Cuando nos pregunta cómo
ser cristianos en nuestro mundo complejo, Andrea nos ayuda, de manera profunda y articulada,
a ser discípulos fuertes, sensibles, abiertos a los demás, capaces de vivir y de comunicar el
Evangelio en un tiempo difícil.
El Señor nos ayuda en nuestra debilidad. Nos da la fuerza de su Espíritu para librarnos
de la esclavitud del miedo: "Ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para recaer en el
temor; antes bien, han recibido un espíritu de hijos adoptivos...".18 Juan Pablo II empezó su
pontificado con las palabras: "no teman".
El discípulo no queda abandonado a su suerte, ni es un huérfano que necesite seguridad
y paternidad, sino que es hijo adoptivo del Señor que puede dirigirse a él llamándolo
familiarmente "Abbá, Padre". No lo domina su fragilidad, ni está sujeto a los viejos

13
Jr 1, 6
14
Jr 1, 7-9
15
Rm 8, 31-32
16
Mc 9, 23
17
Nació en África septentrional y fue obispo de Hipona, en la actual Argelia. Murió en 430 mientras los
vándalos asediaban su ciudad.
18
Rm 8, 15
condicionamientos y a las costumbres de su pasado, sino que es llamado a la libertad de los
hijos de Dios. Cuando comunicamos la Palabra del Señor no podemos quedarnos pensando en
nuestras dificultades, condicionados por quienes escuchan o sometidos a la mentalidad de
nuestro tiempo, sino que debemos ser testigos de la libertad del Evangelio.
Todos los que predican deben confiar en la Palabra que anuncian –explica Dietrich
Bonhoeffer19– porque "la palabra de la Escritura es cierta y clara". Es una afirmación que vuelve
a proponer lo que dice el apóstol: esta palabra "es cierta y digna de ser aceptada por todos".20 El
predicador no puede transmitir dudas o inseguridad, como si tuviera que presentarse a sí mismo
y sus propios sentimientos, sino que "necesita la máxima certeza". Su hablar no puede ser
confuso, oscilante o dubitativo, pues de lo contrario no comunicará la Palabra de Dios, que es
"cierta y clara", sino un conjunto de ideas más o menos religiosas. Añade Bonhoeffer: "La
predicación no debe dejar al predicador desesperado y confuso, sino que debe más bien darle
alegría y seguridad". La alegría y la convicción de quien predica brotan del amor que tiene por
la Palabra del Señor y por la confianza que deposita en ella.
También Juan Crisóstomo21 habló de quien anuncia como de un hombre fortísimo:
"Quien se entrega a la tarea de predicar no debe ser persona blanda y apocada; por el contrario,
debe ser fortísimo y robusto en todos los sentidos". Cuando predicamos no debemos
manifestarnos a nosotros mismos, sino la certeza y la fuerza de la Palabra que anunciamos: no
se trata de un don natural, ni del impulso del carácter, sino de aquella fuerza interior que el
discípulo recibe en la oración y en la asiduidad a la Palabra de Dios.
Quien predica no puede ser como un adolescente inestable, sino un cristiano maduro,
fortalecido por su fe y por su obediencia al Evangelio. No debe transmitir su debilidad y sus
dificultades, como si quisiera mostrar el esfuerzo que hace, sino que debe comunicar con alegría
y con fuerza la palabra de salvación que ha recibido. Está llamado a anunciar con firmeza "la
predicación de la cruz" que "para los que se salvan es fuerza de Dios".22 Con su muerte en la
cruz, Jesús cargó con el pecado y la debilidad de los hombres para manifestar la única fuerza
que salva: la de su amor sin límites. Eso es lo que estamos llamados a predicar: la predicación
de la cruz que es fuerza de Dios.

LA HUMILDAD

Quien predica no debe enorgullecerse de que se le haya encomendado dicha tarea. El


apóstol Pablo nos invita a recordar siempre cómo fuimos llamados: Entre vosotros "no hay
muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios
más bien a los locos del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios a los débiles del
mundo, para confundir a los fuertes".23
El Señor ha llamado a su servicio a aquellos que en el mundo son débiles para confundir
a los sabios y a los fuertes. La predicación del Evangelio se confía a personas ineptas, modestas
y débiles como nosotros, porque debe confundir en nosotros, ante todo, el orgullo, la dureza de
corazón y la alta consideración que tenemos de nosotros mismos para hacer espacio y dar voz a
la Palabra de Dios. De ese modo podremos llegar al corazón de muchos, despertarles a una vida
nueva y hacerles felices anunciando la llegada del reino de paz.
La invitación a comunicar el Evangelio no se hace preferentemente a personas
capacitadas o predispuestas, personas que lo merezcan o sabias, sino que se hace a discípulos
obedientes y confiados. Los primeros a los que Jesús invitó en el mundo eran personas
corrientes, personas conscientes de su debilidad. Aquellos hombres sencillos fueron, ante todo,

19
Pastor luterano que se opuso al nazismo y fue asesinado en el campo de concentración de
Flossemburg el 9 de abril de 1945.
20
1 Tm 1, 15
21
Obispo de Constantinopla entre los siglos IV y V. Tuvo que exiliarse por la libertad de su predicación.
22
1 Co 1, 18
23
1 Co 1, 26-28
"discípulos". Siguiendo a Jesús y obedeciendo su palabra se hicieron "fortísimos", fueron
capaces de predicar en las grandes ciudades de entonces y en tierras lejanas: Pedro en Antioquía
y luego hasta Roma, Juan en Éfeso, Bartolomé en Armenia, Tomás en India... Cada uno de ellos
tenía una humanidad desarmada que estaba expuesta a todas las dificultades: "poseía solo la
fuerza que le venía de la palabra" (Juan Crisóstomo). La grandeza de Pedro –y de los otros
discípulos– es que perseveró en el mandamiento de Jesús: "Tú, sígueme".24 Y de ese modo el
pescador de Galilea se convirtió en "pescador de hombres".
El que comunica el Evangelio no es un maestro, sino un discípulo: "ustedes no se dejen
llamar 'Rabbí', porque uno solo es su Maestro; y ustedes son todos hermanos",25 enseña Jesús a
los suyos. Quien predica, efectivamente, es un discípulo del único Maestro, que es "manso y
humilde de corazón".26 Es grande precisamente porque humildemente sigue al Señor y crece en
la escuela de su Palabra: de eso depende la fuerza de su anuncio. Pero la persona humilde no es
la persona tímida o que asume una actitud de modestia, sino aquella que deja que le lleven –
como Pedro– "adonde no quería". Y la humildad es la primera virtud de quien anuncia la
palabra de Dios.
El humilde tiene una gran fuerza cuando habla "aunque no sea experto en palabras",
dice Isaac el Sirio.27 Para subrayar la fuerza comunicativa que viene de la humildad, afirma: "el
sabio y el maestro, avezados a hablar, ceden la palabra al humilde. Todos los ojos están
pendientes de su boca y de todas las palabras que salen de ella. Y el mundo espera sus palabras
casi como si fueran las palabras de Dios". Todos escuchan con atención y respeto al discípulo
humilde, con su humanidad humilde y abierta, porque "ama a todos y todos lo aman". La
humildad puede preparar los corazones para la escucha y el camino para comunicación del
Evangelio.
Valdo Vinay28 decía que el predicador es como el Precursor: es solo aquel que prepara
el camino e indica a los demás al Señor Jesús, que viene a estar entre los hombres. Y recordaba
las palabras de Juan el Bautista: "Es preciso que él crezca y que yo disminuya".29 Quien anuncia
la Palabra de Dios no debe presentarse a sí mismo, sino que debe mostrar al Señor para que
quienes escuchan lo puedan reconocer y acoger: debe disminuir él para que crezca el Señor.
El apóstol Pablo dice: "No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como
Señor".30 Quien predica nunca se identifica con la palabra que anuncia. Solo es un humilde
siervo, nada más. Bonhoeffer explica así el sentido de su tarea de predicador: "No soy yo quien
da vida a la palabra, sino que es la palabra la que me da la vida a mí y a la comunidad". Quien
habla no da vida al Evangelio, sino que la recibe junto a quienes escuchan. Por eso quien
desempeña esta función no debe complacerse por cuanto hace, ni por la estima que recibe o la
satisfacción que le puede producir, sino que debe acordarse de que es un siervo inútil.
"Ustedes, cuando hayan hecho todo lo que les mandaron, digan: No somos más que
unos pobres siervos; solo hemos hecho lo que teníamos que hacer".31 Estas palabras de Jesús
hablan del servicio al Evangelio, que incluye el servicio de la predicación. No debemos alardear
porque lo hacemos, ya que es un deber. Lo dice con fuerza el apóstol Pablo: "predicar el
Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. ¡Ay de
mí si no predico el Evangelio! Si lo hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a
una recompensa. Mas si lo hago forzado, es una misión que se me ha confiado. Ahora bien,
¿cuál es mi recompensa? Predicar el Evangelio entregándolo gratuitamente, renunciando al
derecho que me confiere el Evangelio".32

24
Jn 21, 22
25
Mt 23, 8
26
Mt 11, 29
27
Místico del siglo VII, fue monje en el Curdistán septentrional y obispo de Nínive, en el actual Iraq.
28
Pastor valdés, discípulo del teólogo evangélico Karl Barth. Durante muchos años predicó a la
Comunidad en la iglesia de Sant'Egidio. Murió en Roma en 1990.
29
Jn 3, 30
30
2 Co 4, 5
31
Lc 17, 10
32
1 Co 9, 16-18
El apóstol, que tuvo que hacer frente a grandes adversidades para anunciar "la Buena
Nueva" a los gentiles (los paganos), ayuda a comprender que hay que vivir el servicio de
predicar de manera gratuita, sin buscar el interés personal. Quien predica debe hacerlo con
gratuidad: no tiene más recompensa que el gozoso encargo que se le ha confiado.

LA PRIMACÍA DE LA PALABRA DE DIOS

Los Padres de la Iglesia enseñan que el predicador es un siervo y un testigo. Según la


tradición de Lucas, Jesús dice a los discípulos antes de subir al cielo: "ustedes recibirán una
fuerza, cuando el Espíritu Santo venga sobre ustedes, y de este modo serán mis testigos... hasta
los confines de la tierra".33 En el lenguaje bíblico martyréin –ser testigo– significa estar
vinculado a la transmisión fiel de las palabras y de las cosas que uno ha escuchado y visto (más
adelante, "mártir" pasó a significar aquel que da testimonio hasta la muerte). El testimonio de
quien predica está vinculado ante todo a las palabras de la Escritura. Estas son, precisamente, el
corazón del mensaje que hay que comunicar.
¡Qué triste es escuchar homilías en las que el texto que se ha leído es ignorado o no es
más que el telón de fondo del discurso, mientras que prevalecen las experiencias, los
pensamientos y las historias personales de quien habla! Aquellos que predican deben dejar a un
lado su protagonismo y dejar que hable la Palabra de Dios a través de las Escrituras que se
acaban de proclamar. El protagonista de la predicación es la Palabra, no quien habla. No
tenemos que dar testimonio de nosotros, sino del Evangelio.
San Antonio de Padua, compañero de Francisco y predicador al que escuchaban
mucho,34 decía: "Señor, siempre que tiré la red sobre mi palabra, me prediqué a mí mismo y mis
cosas, y no tus cosas, y entonces no pesqué nada; y si pesqué algo, no pesqué un pez, sino una
rana locuaz que me alababa... En tu palabra echaré la red". Vana es la predicación que no pone
al centro la Palabra de Dios: aunque sea el fruto de un gran esfuerzo, no pescará nada. Por eso,
cada vez, como Pedro, debemos decir: "Por tu palabra echaré las redes".35
El servicio de la predicación, decía Bonhoeffer, "no es un testimonio espontáneo, es la
respuesta a una tarea que se nos encomienda y va asociado al testimonio bíblico. No nace de una
actividad o de una iniciativa privada... Por eso no debemos convertir el texto en un trampolín
para lanzar nuestras ideas". Y añadía: "La palabra no nos pertenece a nosotros, sino que
pertenece a Cristo. Por eso no podemos hacer con ella lo que queramos... porque exige el
respeto de la palabra bíblica". Esa es la actitud que debe tener quien predica.
La Palabra no pertenece a quien la anuncia. De hecho, la predicación del Evangelio no
puede ser fruto de nuestra espontaneidad ni de una iniciativa personal. La Escritura no puede ser
un trampolín para nuestras ideas, aunque sean inteligentes y profundas. Tenemos que recordar,
tal como enseña el apóstol, que a través de la Escritura “nosotros tenemos la mente de Cristo”.36
Tenemos que tratar siempre la Escritura con veneración y tenemos que respetarla en su
incertidumbre, porque custodia la Palabra del Señor.
San Agustín preguntaba a sus oyentes: "¿Qué les parece más sagrado, el Cuerpo de
Cristo o la Palabra de Dios?"; y contestaba: "La palabra de Dios no es menos que el Cuerpo de
Cristo. No será menos reo aquel que haya escuchado negligentemente la palabra de Dios, que
aquel que por su negligencia haya dejado caer al suelo el cuerpo de Cristo". Por eso en la
liturgia oriental, el libro de los Evangelios es introducido en la asamblea recubierto con una
custodia preciosa que transmite todo su valor (también en la liturgia de la Comunidad, como por
ejemplo la de Santa Maria en Trastevere, se puede revestir la Biblia con una hermosa custodia).

33
Hch 1, 8; Lc 24, 48
34
Era originario de Lisboa, y siendo fraile menor predicó en muchas ciudades italianas. Murió en Padua
en 1231.
35
Lc 5, 5
36
1 Co 2, 16
Venerar las Escrituras, del mismo modo que respetar el texto, es indispensable para
quien predica. Por eso la lectura asidua, el estudio y la meditación de la Biblia (tanto del
Antiguo como del Nuevo Testamento) deben ser una constante en la vida de cada cristiano y,
especialmente, de quien está llamado a predicar. Conocer la Escritura y mantener una relación
diaria con ella harán más fecundo y rico el testimonio de su palabra.
Es necesario conocer la Biblia en todas sus partes, incluso las más difíciles y oscuras, y
es aconsejable leerla por completo más de una vez. Incluso los pasajes que pueden parecer
demasiado duros y ásperos para nuestra comprensión tienen un significado espiritual. Lo explica
Gregorio Magno,37 comentando un pasaje de Oseas:
"'Les ha dado trigo y mosto y ha multiplicado para ellos plata y oro que han utilizado
para Baal',38 dice el profeta. Así pues, recibimos trigo del Señor cuando, en expresiones
oscuras, después de quitar la letras que la recubren a través de la médula del Espíritu,
entendemos el corazón de la palabra". No podemos descartar totalmente los pasajes oscuros de
la Biblia, porque detrás de la "cobertura de las letras" esconden un profundo significado
espiritual.
Quien predica, por otra parte, no debe tener demasiada confianza en sí mismo, pensando
que con volver a proponer lo que ya ha aprendido de la Palabra de Dios es suficiente. Juan
Crisóstomo, a este respecto, puntualiza que "la palabra no pertenece a la naturaleza sino más
bien al estudio, y que si alguien llega a su culmen y luego no cultiva esta capacidad que tiene
con atención asidua y ejercicio, lo abandona". Si la palabra no pertenece "a la naturaleza sino al
estudio", no podemos confiar en el impulso del momento, sino que debemos cultivarnos con
"atención asidua y ejercicio" para que la Palabra del Señor pueda ser comunicada plenamente.
No nos podemos contentar conociendo de manera aproximada y superficial la Biblia,
sino que es necesario que la profundicemos constantemente y que la cultivemos también a
través de la lectura de comentarios bíblicos y textos teológicos o de otros tipos de libros, para
facilitar su comprensión. Los escritos de los Padres de la Iglesia, por ejemplo, son una valiosa
guía para enriquecer nuestro conocimiento de las Escrituras y de su sentido espiritual, a pesar de
que su lenguaje en ocasiones sea muy distante al nuestro.

LA PREPARACIÓN

La predicación requiere dedicación, estudio y una esmerada preparación. Hay que


vivirla con seriedad: exige invertir tiempo y energías. No se improvisa, ni puede ser el resultado
de un determinado estado de ánimo de quien habla. No es el fruto de nuestros sentimientos o de
nuestras ideas: "Si alguno habla –dice la primera carta de Pedro–, sean palabras de Dios".39
La voz y las palabras de quien predica deben comunicar toda la profundidad y la fuerza
de la Palabra del Señor. Por eso es necesario dedicarse a ella a partir de una atenta lectura de la
Escritura y con el esfuerzo de hacer que sea lo más clara y comunicativa posible para los que
escuchan.
Así pues, hay que meditar y preparar con mucho esmero la predicación. San Agustín
insiste a este respecto: "Que el predicador se esmere en que le escuchen con inteligencia,
gustosamente, con docilidad. Y que tenga por seguro que lo logrará no tanto en virtud de sus
facultades oratorias, cuanto por gracia de la piedad y de la oración". Agustín exhorta a quien
predica para que sit orator antequam dictor ("sea antes un orante que un docente"): "de ese
modo, allí donde él bebe, beberán quienes le escuchen, y lo que él reciba, lo recibirán también
aquellos". Quien calma su sed constantemente en la palabra de la Escritura, podrá colmar la sed
de muchos con su palabra. Un hombre de oración será un buen comunicador del Evangelio.

37
Papa entre 590 y 604. En tiempos difíciles trabajó para difundir el Evangelio, defender a los pobres y la
paz.
38
Os 2, 10
39
1 P 4, 11
Para anunciar la Palabra del Señor hay que cultivarse interiormente. Preparar la
predicación no es lo mismo que escribir un discurso o una conferencia, sino que es algo distinto.
No requiere solo un esfuerzo intelectual sino también un trabajo interior. Juan Crisóstomo habla
de una lucha: "Debemos procurar que la palabra de Cristo habite en nosotros abundantemente.
La preparación no es para un solo tipo de lucha, sino que es una guerra múltiple que emprenden
varios enemigos".
Prepararse, pues, es como llevar a cabo una lucha. Los enemigos contra los que tenemos
que luchar no son solo externos, sino que hay que buscarlos en nuestro interior: la pereza
interior, la expresión instintiva, la impaciencia, el orgullo de nuestro carácter, la ignorancia de
las Escrituras... Pero aquel que procura que la palabra del Señor "habite en él abundantemente"
sabrá superar todos los obstáculos.
Para preparar la predicación es necesario concentrarse: hace falta espacio y silencio. Del
mismo modo que pasa con la oración, debemos "cerrar la puerta"40 y hacer silencio para que las
palabras de la Escritura ante las que nos inclinamos no queden ahogadas o apagadas por el
vocerío que hay dentro y fuera de nosotros. El silencio de nuestro corazón hará que resuene la
Palabra que el ruido del mundo acalla.
La palabra de Dios viene del silencio, y hay que buscarla en el silencio. Así lo escribe
Ignacio de Antioquía:41 "Hay un solo Dios, que se manifestó en su Hijo Jesucristo, que es su
palabra que viene del silencio". El Verbo de Dios se nos manifestará también a nosotros si nos
ponemos ante su Palabra haciendo silencio: eso es posible si dejamos de lado la agitación de
Marta y elegimos "la parte" de María. El silencio, la escucha, la actitud meditativa son "la parte
mejor" que María eligió y que "no le será quitada".42 Quien comunica el Evangelio debe elegir
lo mismo: inclinarse ante la Palabra del Señor para escucharla y ponerse a su servicio.

EL GOZOSO ESFUERZO DE LA PREDICACIÓN

Debemos tener en cuenta que no se puede vivir la tarea de predicar como una más de las
actividades de nuestra vida, es decir, algo que se puede hacer de manera aproximada y con
prisa. La predicación tiene la dignidad de un servicio al Señor y a los hermanos que escuchan su
Palabra.
Gregorio Magno advierte a "quien practica la divina predicación" (así la denomina con
gran respeto) que sea firme en ese empeño y que deje de lado, por cuanto es necesario, "las más
bajas actividades" de la vida de cada día. La predicación requiere tiempo y dedicación. A veces,
sin embargo, se oyen homilías improvisadas y confusas porque el predicador considera que no
tiene tiempo para prepararse, o dedica apenas unos minutos para componer algunas ideas. Sin
embargo, esa es una forma de descuidar la Palabra de Dios y de rebajar su comunicación.
La predicación, en efecto, no se puede preparar de manera apresurada, en medio
compromisos, llamadas de teléfono y mil cosas más por hacer... Si nos desconcentramos no
lograremos comprender y comunicar el corazón del Evangelio.
Cuando hemos terminado el texto de la predicación, debemos revisarlo y corregirlo con
atención para comprobar que realmente se corresponde con el mensaje bíblico y con la idea que
hemos querido desarrollar. Cuando leamos de nuevo lo que hemos escrito debemos mejorar su
forma para evitar repeticiones, conceptos poco claros o expresiones demasiado enrevesadas o
banales.
Requiere esfuerzo, pero no es difícil aprenderlo. Uno no nace comunicador de la
palabra, sino que llega a serlo. Llega a serlo perseverando en la escucha, en la oración y en la
meditación de la Escritura. Aprende a serlo también escuchando la predicación y las palabras
que nos dirige la Comunidad. Quien se siente inepto lo puede hacer amando el Evangelio,
superando sus costumbres de siempre y construyéndose a sí mismo con paciencia.

40
Mt 6, 6
41
Sucesor de Pedro como obispo de Antioquía. Sufrió el martirio en Roma a principios del siglo II.
42
Lc 10, 41-42
La predicación es un esfuerzo gozoso que pide superación y ponerse al servicio de la
Palabra del Señor. Quien practica este dulce esfuerzo podrá decir, como aquel que ha seguido la
escuela de la sabiduría: "Vean con sus ojos lo poco que he trabajado y qué descanso tan grande
he encontrado".43 Si nos esforzamos un poco, comunicaremos el Evangelio de la paz y
encontraremos una gran paz.

LA LETRA Y EL ESPÍRITU

Hay que leer más de una vez el pasaje seleccionado para la predicación. Eso ayudará a
conocer su significado literal y a comprender su sentido espiritual. No hay que dejar a medias la
comprensión de lo que nos dice la Escritura. Los Padres de la Iglesia enseñan a comprender los
distintos modos en los que nos habla el texto bíblico. Profundizarlo nos permitirá, como el
escriba sabio, extraer de aquel tesoro "cosas nuevas y cosas viejas".44
Ahondar en el sentido literal es entender las palabras, los personajes, los lugares, las
acciones, las preguntas, las respuestas y los discursos que se describen en el pasaje. Una lectura
a fondo hará que surja en toda su plenitud el significado del pasaje y evitará malentendidos o
interpretaciones forzadas del texto. No hay que interpretar las palabras por intuición o mediante
correspondencias, sino según su sentido original, y no hay que adaptarlas a las exigencias de
cada uno.
Algunos elementos útiles para comprender los distintos pasajes los encontramos, por
ejemplo, en la Biblia de Jerusalén, que va acompañada de notas e introducciones a los varios
libros del Antiguo y del Nuevo Testamento. En esta Biblia, como en otras ediciones,
encontramos pasajes paralelos, citas o concordancias con otros pasajes del Antiguo y el Nuevo
Testamento al margen del texto. Todo eso ayuda a tener una visión más amplia y menos
fragmentada de la Escritura. Los distintos libros bíblicos se pueden comprender mejor también
conociendo las relaciones que hay entre ellos. No obstante, buscar concordancias entre los
distintos textos no debe desencadenar un juego de reconstrucciones en sí mismo, y es útil solo si
favorece una comprensión más profunda y espiritual de la Palabra de Dios.
Los Padres de la Iglesia afirmaban que "hay que interpretar la Escritura con la
Escritura". Algunos pasajes o versículos del Antiguo Testamento pueden esclarecer la
comprensión de un pasaje del Nuevo Testamento y viceversa. Es evidente, por otra parte, que
muchos textos de los profetas, de los salmos o de otros libros se comprenden plenamente a la
luz del mensaje evangélico. En los cuatro Evangelios abundan, como es sabido, citas, historias y
referencias extraídas del Pentateuco, de los libros históricos, de los profetas o de los salmos.
El mismo Jesús habla en varias ocasiones a través de la Escritura. Por ejemplo: en el
desierto, le contesta al tentador con las palabras del Deuteronomio y del salmo 91; 45 en la
sinagoga de Nazaret comenta un pasaje del profeta Isaías y dos episodios de los libros de los
Reyes; 46 o explica a los discípulos de Emaús, "empezando por Moisés y continuando por todos
los profetas", todo lo que hace referencia a él "en todas las Escrituras".47
La fidelidad al texto bíblico es una premisa importante de la predicación.
Evidentemente, no hay que reducir dicha fidelidad a una cuestión meramente escolástica, y
tampoco se puede deformar o adaptar lo que nos transmite la Escritura. El Apocalipsis de Juan,
en su conclusión, advierte que no hay que añadir ni quitar nada de cuanto está escrito.48 Y
Francisco de Asís enseña a vivir el Evangelio sine glossa, es decir, sin añadiduras (los breves
comentarios e interpretaciones que se añadían al margen del texto bíblico, y que terminaban por
ocultar el sentido original del Evangelio y de los demás libros de la Escritura).

43
Si 51, 27
44
Mt 13, 52
45
Mt 4, 4-10
46
Lc 4, 16-30
47
Lc 24, 27
48
Ap 22, 18-19
Además de comprender el sentido literal del pasaje es indispensable comprender su
sentido espiritual. Quedarse en la dimensión literal de la Escritura puede provocar otras
deformaciones, como las nuevas manifestaciones del fundamentalismo cristiano que se están
difundiendo por muchos países y que aplican la Biblia al pie de la letra y de manera
simplificada para interpretar y decidir las situaciones y las cuestiones del presente. Es la
tentación de hacer una ley a partir de una expresión bíblica o de justificar con la Biblia las
decisiones, los éxitos o los fracasos de una persona o de un grupo.
No se puede leer de manera simplificada la Escritura, y tampoco hay que reducirla a un
código de comportamiento o a un conjunto de reglas. Respecto a este peligro, el apóstol
advierte: "la letra mata, mas el espíritu da vida".49
Sobre el uso que hay que hacer de la Escritura, un gran starets ruso, san Tijon de
Zadonsk,50 afirma: "No se nos dio la Palabra de Dios para que se convirtiera en letra muerta,
escrita sobre papel, sino para que hagamos de ella un buen uso espiritual, y nos ilumine... y
vivamos aquí abajo según sus preceptos". Las páginas de la Biblia requieren una lectura
espiritual: las palabras se convertirán en letra muerta si tenemos ante ellas una actitud utilitarista
y buscamos en ellas confirmación o aprobación a nuestras ideas y nuestros intereses. No somos
nosotros quienes damos sentido a la Escritura, sino que son sus palabras las que nos dan un
sentido y una orientación.
La comprensión espiritual, pues, es fundamental para entender profundamente el
anuncio de esperanza, de perdón, de liberación que viene de la Palabra de Dios. La Escritura
contiene siempre un mensaje de salvación que no puede ser ignorado o desatendido. Cada vez es
un mensaje de conversión, de resurrección, de curación, de consolación y de paz, como se ve en
los Evangelios. Por eso la predicación no se puede concebir como una lección bíblica, una
conferencia religiosa o una simple exhortación moral.
La Palabra de Dios debe anunciarse en su plenitud "expresando realidades espirituales
en términos espirituales". Porque –advierte el apóstol– de estas cosas "hablamos, no con
palabras enseñadas por la sabiduría humana, sino enseñadas por el Espíritu".51 No hay que
olvidar que a través de la Palabra se manifestó el amor del Padre; se reveló Jesús, su Hijo,
Verbo de Dios; y habló el Espíritu Santo consolador. ¿Cómo se puede hacer callar, con palabras
poco cuidadas o no adecuadas, todo lo que el Señor todavía quiere comunicar a los hombres?
Es indispensable que la predicación esté a la altura de lo que transmite: debe manifestar
siempre un contenido espiritual. Quien predica tiene la obligación de no rebajar la fuerza y la
profundidad del anuncio que se le ha confiado, "para no crear obstáculos al Evangelio de
Cristo".52 La comunicación de la Palabra de Dios, por ejemplo, no puede reducirse a algunas
rápidas consideraciones sobre el pasaje apenas leído, a un conjunto de buenos pensamientos, a
causar una buena y simpática impresión en los oyentes, o a un conjunto de informaciones y
exhortaciones religiosas. Todo eso puede ser útil, pero no es suficiente.
La predicación debe acercar a quien escucha hasta el misterio del amor de Dios y su
salvación. Sus palabras deben confirmar la fe, aumentar la esperanza y llevar a la caridad a los
que escuchan. De la predicación deben nacer frutos espirituales. La semilla del Evangelio debe
repartirse con abundancia y en profundidad para que sean muchos "los que, después de haber
oído, conserven la palabra con corazón bueno y recto, y den fruto con perseverancia".53

ANTE QUIEN ESCUCHA

La predicación no se produce en el vacío. No habla en un contexto anónimo, sino a


personas concretas, en un lugar y en un momento histórico exacto. Hay que tener presente, en la

49
2 Co 3,6
50
Monje ortodoxo del siglo XVIII que fue obispo de Voronez antes de retirarse a una vida eremítica.
51
1 Co 2, 12-13
52
1 Co 9, 12
53
Lc 8, 15
medida que sea posible, a quién va dirigido el discurso, para evitar que sea un discurso abstracto
y etéreo. De hecho, la predicación no debe hacerse con los ojos cerrados, sino presentándose
ante los rostros de los presentes: hay que hablarles a ellos, y no a las paredes o a los que no
están (una manera amable de mirar a la asamblea puede favorecer un clima de familiaridad,
puede ayudar a percibir la escucha y a alentar a interiorizar lo que se anuncia).
La comunicación del Evangelio debe guardar relación con la vida de quien escucha (y
de quien habla), con sus esperanzas, sus sufrimientos, sus alegrías y su cultura; debe tener en
cuenta la realidad en la que vive. Quien habla no tiene ante sí un auditorio uniforme, sino a
personas muy distintas que se han congregado para escuchar la palabra de Dios. El Evangelio
las une, a pesar de su diversidad. Quien predica debe tener en cuenta a quién tiene enfrente cada
vez o intentar saber algo de su vida y de su itinerario de fe.
A este propósito es significativo lo que sugiere Gregorio Magno. "En el arte de la
predicación hay que observar una gran diversidad de modos". La predicación debe tener en
cuenta "el tipo de oyentes para encajar en la situación de cada persona y aun así no desviarse de
su propio objeto que es el de servir a la edificación común". En la Regla pastoral, Gregorio
distingue un gran número de categorías de oyentes, para destacar que la humanidad a la que se
dirige es compleja: los jóvenes y los viejos, los pobres y los ricos, los alegres y los tristes, los
sabios y los incultos, los descarados y los tímidos, los presuntuosos y los pusilánimes, los
impacientes y los pacientes, los sanos y los enfermos, los belicosos y los pacíficos... y más aún.
Sin menoscabar la unidad y la dignidad del mensaje que se comunica, es necesario estar
atento a quienes escuchan y mostrar respeto ante sus distintas situaciones. Si no se tiene esa
atención, las palabras pueden caer en el vacío o pueden comprenderse mal. Por eso, con una
paradoja, el mismo Gregorio advierte: "el pan que fortalece a las personas fuertes, puede dar
muerte a los niños". Es una expresión que remite a la preocupación del apóstol Pablo por no dar
un alimento no adecuado a la comunidad a la que se dirige: "Les di a beber leche y no alimento
sólido, pues todavía no lo podían soportar".54 No hay que dar el alimento de la palabra
indiscriminadamente, como si todos tuvieran la misma capacidad de acogerlo, sino con el
esmero de responder a las distintas necesidades de quienes escuchan.
Es útil, por ejemplo, saber si son personas que se han acercado al Evangelio
recientemente o creyentes que tienen una larga familiaridad con la Palabra de Dios, hermanos y
hermanas de la Comunidad que llevan a cabo un servicio a los pobres o personas solas que
buscan amistad; o bien si se trata de gente desilusionada, gente que busca consuelo, hombres y
mujeres que buscan un espacio para escuchar en medio del ritmo apresurado de sus días,
peregrinos cansados de un largo viaje, u otras personas.
A menudo la asamblea de quienes escuchan está formada por varias realidades que es
preferible no ignorar por completo. En algunas ocasiones puede haber una persona especial (un
amigo de la Comunidad, un representante de otra confesión cristiana o de otra religión...) o un
grupo de personas a las que hay que tener en cuenta. La Regla de san Benito pide tratar con
respeto al invitado y al peregrino: "Que todos los invitados sean acogidos como si fueran Cristo,
pues él dirá: 'Era forastero y me acogieron', y que todos reciban los honores que merecen 'sobre
todo los hermanos en la fe' y los peregrinos".

EL EVANGELIO HABLA AL CORAZÓN

No se puede convertir la comunicación del Evangelio en un entrenamiento de discursos


espiritualistas, de especulaciones intelectuales o de demostraciones de simpatía. El apóstol nos
exhorta a no expresarnos de manera poco accesible, porque todo lo que decimos siempre tiene
que "edificar la asamblea". Dirigiéndose a la comunidad de Corinto, Pablo afirma: "Si al hablar
no pronuncian palabras inteligibles, ¿cómo se entenderá lo que dicen? Es como si hablaran al
viento".55

54
1 Co 3, 2
55
1 Co 14, 9
La Palabra de Dios no habla al viento, sino que va directa al corazón y a la vida de las
personas. Tenemos ejemplos en toda la Escritura. El mismo Jesús toca el corazón de quienes le
escuchan –también de quienes lo rechazan–, porque les habla de manera familiar y
comprensible, teniendo en cuenta su situación, su cultura, su sensibilidad y su fe. El lenguaje,
los referentes, las imágenes que utiliza son las del entorno en el que se encuentra. Predicando en
Galilea, región de pequeños centros rurales alrededor del lago, el Señor recuerda cosas referidas
a la pesca, al trabajo en el campo, a la vida doméstica; en Jerusalén, la ciudad santa, se refiere a
menudo al templo, a las tradiciones religiosas, al poder; y habla de otras cosas cuando está entre
samaritanos o cuando se dirige a los paganos.
Son solo algunos ejemplos de la gran variedad de maneras que tiene Jesús de comunicar
el Evangelio a las personas que lo escuchan. Lo mismo se puede decir de los apóstoles y de los
otros discípulos. Pablo, especialmente, cuando habla a los gentiles, hace comprensible el
anuncio evangélico para quien no pertenece a la tradición religiosa judía y se esfuerza por
hacerlo accesible a las culturas de su tiempo.
Esta preocupación por acercar la Palabra de Dios a la vida de la gente demuestra el
deseo del Señor de hablar a todos. De hecho, su Evangelio no es una doctrina religiosa que se
superpone a la vida de las personas, ni una teoría filosófica que sobresale de la realidad. Es más
bien un anuncio de salvación que ayuda a encontrar una unidad profunda entre las palabras y la
vida concreta. En Jesús no existe dicha separación, sino una plena identidad entre la palabra y la
vida. Mientras el maestro de Nazaret anuncia que "el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios
está cerca",56 quien escucha ve que se hace realidad en las palabras, en los gestos y en las obras
que lleva a cabo.
Con su ejemplo y su predicación, el Señor quiso liberar a los hombres y las mujeres de
una humanidad dividida y hacer que encontraran la unidad de su corazón y de su vida. Lo
vemos en la conversión de Zaqueo o en el encuentro con la samaritana, en la liberación de los
endemoniados o en las curaciones, en los discursos a los discípulos o en las palabras que dirige
a los fariseos.
El Evangelio es una palabra de misericordia que está cerca de quien la escucha para
ayudarle a colmar su distancia respecto del Señor. Su anuncio libra de la división del corazón,
de la complicidad con el mal, ayuda a renacer a una vida nueva; consuela ante el sufrimiento y
cura las heridas; ayuda a descubrir la inteligencia del amor, enciende la luz de la fe y da la paz
que los hombres no saben darse. En pocas palabras, el Evangelio enseña a amar al Señor y al
prójimo como a uno mismo: propone aquella unidad profunda entre palabra y vida que se
resume en el mandamiento del amor.
El anuncio de la Palabra de Dios debe ayudar a "entrar en sí mismo",57 a encontrar el
camino del corazón en la escucha y en la conversión. Quien siente que la Palabra toca su
corazón busca una vida nueva, o al menos se pregunta qué debe hacer, como les pasó a las
personas de distintas nacionalidades que escucharon la predicación de Pedro el día de
Pentecostés. "Al oír esto –leemos en los Hechos de los Apóstoles–, dijeron con el corazón
compungido a Pedro y a los demás apóstoles: '¿Qué hemos de hacer, hermanos?' Pedro les
contestó: 'Conviértanse y que cada uno de ustedes se haga bautizar en el nombre de Jesucristo,
para perdón de sus pecados'".58
El encuentro con la Palabra de Dios hace que el corazón vuelva a nacer: abre al amor,
suscita sentimientos nuevos y orienta hacia nuevas decisiones. Escuchar el Evangelio ensancha
el corazón y hace que nazca a una vida nueva.

56
Mc 1, 14-15
57
Lc 15, 17
58
Hch 2, 37-38
EL EVANGELIO HABLA EN LA HISTORIA

El Evangelio no está recluido en un pasado lejano, como si fuera una palabra que
envejece, sino que es la "buena noticia" que habla en el presente. La Palabra del Señor habla en
la historia: quien la anuncia no puede ignorar lo que pasa a su alrededor, ni tampoco puede
mostrarse ajeno a los horizontes del gran mundo. Es necesario que tenga presentes los grandes
problemas de su tiempo, la necesidad de los pobres, las súplicas de curación y de paz que llegan
de cerca y de lejos.
Jesús también lo hacía. Su predicación respondía a las preguntas más profundas de sus
interlocutores, a la falta de orientación de las muchedumbres, a las súplicas de los pobres y de
los enfermos, a lo que pasaba a su alrededor. Por citar solo un ejemplo, no dejó de dar su
interpretación a dos acontecimientos dramáticos de los que le informaron: el asesinato en el
Templo de un grupo de galileos, "cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios", y
la muerte de dieciocho personas a causa del derrumbe de la torre de Siloé.59 También sus
parábolas, de algún modo, recordaban situaciones y acontecimientos concretos. No hay más que
pensar en la del buen samaritano que narra la agresión que sufre un hombre en el peligroso
camino entre Jerusalén y Jericó...
Lo mismo hacían los discípulos de Jesús después de Pentecostés y los de las
generaciones posteriores. Eso no significa que la predicación deba limitarse a las cuestiones del
presente, o que deba hacer una crónica o repasar los hechos que se han producido. Eso sería
también una reducción. Con todo, quien comunica el Evangelio debe mirar con interés la vida
de los hombres y saber interpretar los "signos de los tiempos"60 a la luz de la Palabra de Dios.
Es decir, debe ofrecer en su justa medida una lectura evangélica de los acontecimientos que ha
vivido o que conoce quien escucha y saber reconocer todo lo que tiene un significado particular
para la vida de la comunidad de los discípulos.
Al abrir el Concilio Vaticano II Juan XXIII quiso combatir a los "profetas de
desventuras" e invitó a la Iglesia a ver los "signos de los tiempos" con espíritu evangélico. Los
profetas de desventuras son también aquellos que predican siempre que todo va mal y que
somos todos pecadores. Muchas veces, en lugar de comunicar las ganas de cambiar y la
esperanza, abaten a quien escucha.
Es indispensable comprender los "signos de los tiempos" para orientar la vida de los
cristianos ante los escenarios del mundo y ayudarles a no ser ajenos a los problemas de los
demás y, especialmente, de los hermanos que tienen cerca y lejos. Eso es aún más importante en
un mundo globalizado, en el que las noticias llegan rápidamente desde cualquier rincón de la
tierra, nos afectan a diario y a menudo nos turban y nos ponen preguntas.
Frente a los difíciles escenarios de nuestro tiempo, la comunicación del Evangelio debe
abrir a muchos a una visión del futuro que ya no sea pesimista y resignada, sino confiada y
constructiva. La predicación continúa "anunciando a los pobres la Buena Nueva, vendando los
corazones rotos; pregonando a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; pregonando
un año de gracia del Señor".61
Dirigiéndose a las mujeres y a los hombres en su situación concreta, la Palabra de Dios
puede dar un sentido a quien está desorientado, curación a quien tiene el corazón herido,
seguridad a quien está asustado, libertad a quien está preso y perdón a quien tiene un corazón
que ha perdido el camino. El anuncio del Evangelio puede suscitar compasión tanto por los
pobres que están cerca como por los desesperados de la Tierra y puede desencadenar energías
de solidaridad y amistad. La fuerza de la palabra puede desarmar a los violentos y puede indicar
el camino del diálogo y de la reconciliación a los hombres y a los pueblos: cambiando los
corazones se hace el mundo mejor.
Por eso los comunicadores del Evangelio deben ser cristianos maduros. Es necesario
que tengan una humanidad sensible y amiga, que estén atentos a los demás, a la vida de los

59
Lc 13, 1-5
60
Mt 16, 3
61
Is 61, 1-2; Lc 4, 18-19
creyentes, a los hombres de buena voluntad; que se interesen por todo lo que pasa a su alrededor
y en el mundo. Es importante que se instruyan leyendo, informándose, siendo personas abiertas
y cultas, para estar "siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que pida razón de su
esperanza".62 Sus palabras deben responder a preguntas decisivas, como las referentes al
sufrimiento, la enfermedad, la fuerza del mal, la muerte o la resurrección. Cuando dan
"respuesta a todo el que les pide razón de su esperanza", dan muestra de su fe y ayudan a
muchos a comprender el valor de la vida, la fraternidad, el amor por los pobres y la búsqueda de
la paz. El Evangelio que se anuncia debe hablar a la vida entera, debe llevar a muchos a
encontrarse con el Señor y debe acompañarles en la búsqueda del reino de Dios.

HABLAR "CON GRACIA Y SAL"

Comunicar el Evangelio de manera que toque el corazón y esté cerca de la vida de quien
escucha no significa caer en un discurso sentimental o en un lenguaje vulgar. Hay que evitar
banalizar la Palabra que se anuncia adaptándola demasiado a las costumbres, a los gustos y a las
maneras de expresarse de los oyentes. Tampoco hay que captar el interés de las personas
presentes o ganarse su simpatía con expresiones de la calle, con frases demasiado recurrentes o
gesticulando excesivamente.
La predicación "popular", para gente sencilla, debe mantener también su dignidad:
quien habla no es un actor, y la predicación no es un espectáculo. Quienes escuchan no son
espectadores sino hombres y mujeres que esperan un Evangelio que orienta, que consuela y que
cura.
Quien anuncia la Palabra del Señor debe "componer sus palabras de manera agradable a
Dios, que será su criterio y su único indicador del mejor arte, y no los aplausos y los elogios"
(Juan Crisóstomo). El criterio de la predicación no lo da quien escucha, sino el Evangelio que se
comunica. Por eso Gregorio Magno exhorta a no ceder "a los gustos del público" buscando
consenso o para tener mayor autoridad, porque la Palabra de Dios posee una autoridad que no
necesita recursos ingeniosos.
La comunicación del Evangelio, pues, debe edificar a los oyentes, no complacerles.
Recordando la enseñanza del apóstol,63 Juan Crisóstomo afirma: "Que vuestro discurso goce
siempre de gracia y de sal para que sepáis cómo debéis responder a cada persona".64 El estilo
sereno y amable, así como la profundidad evangélica de cuanto se dice, son la "gracia" y la "sal"
que hay que tener.
"Si la sal pierde su sabor –dice Jesús–, ¿con qué se la sazonará? No es útil ni para la
tierra ni para la basura; la tiran fuera".65 Los oyentes seguirán poco, o no escucharán, una
predicación descuidada, tediosa, y que comunica poco el mensaje evangélico. Más bien hay que
ayudar a los oyentes a degustar el Evangelio con todo su "sabor": quien escucha debe percibir la
importancia de las palabras que recibe y extraer de ellas enseñanzas para su vida.
Quien va a escuchar la Palabra del Señor no espera un discurso cualquiera ni oír cosas
que ya sabe, sino que busca una orientación para su futuro y desea recibir respuestas a las
preguntas más profundas. Muchos están cansados de que les confundan, de estar encerrados en
sí mismos, enjaulados en sus preocupaciones o sus pensamientos de siempre: no quieren ser
"consumidores" de buenas palabras. No solo desean encontrar algo sino que desean que les
encuentren; no solo desean conocer, sino que el amor de Dios les conozca. En el Evangelio
buscan lo que no pueden encontrar en otra parte.
La muchedumbre va a encontrar a Jesús porque siente que él los comprende, los
perdona y los ama de manera gratuita. Por eso buscan su Palabra de misericordia. Y el Señor se
hace intérprete de la necesidad profunda de aquellos que lo escuchan. Tras la multiplicación de

62
1 P 3, 15
63
Col 4, 6
64
El sobrenombre de Crisóstomo ("boca de oro") responde a la gracia y la sabiduría de su predicación.
65
Lc 14, 34-35
los panes, explica a la gente que ha recorrido un largo camino para estar con él: "En verdad, en
verdad les digo: ustedes me buscan, no porque han visto signos, sino porque han comido de los
panes y se han saciado".66 Y añade: "Obren, no por el alimento perecedero, sino por el alimento
que permanece para vida eterna". La predicación sacia a aquellos que escuchan, cuando los
ayuda a comprender las preguntas más verdaderas y a descubrir el alimento que puede alimentar
su vida interior.

"NO LA FUERZA, SINO LA PERSUASIÓN"

La gente escuchaba a Jesús no solo por los signos que hacía sino por la profundidad y la
eficacia de sus palabras: "quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien
tiene autoridad, y no como los escribas".67 El Maestro de Nazaret no se imponía de manera
autoritaria, como hacían los escribas, sino que su hablar paterno y misericordioso suscitaba en
aquella gente el deseo de cambiar de vida y de poner en práctica sus enseñanzas.
Quien comunica la Palabra de Dios no puede tener una actitud esquiva y descuidada,
pero tampoco debe imponerse con agresividad: "Para hacer que alguien sea mejor –dice Juan
Crisóstomo– no hay que emplear la fuerza, sino la persuasión". Quien escucha no hará suyas las
afirmaciones que oye por la insistencia y la determinación. Hay que persuadir, no forzar. Y la
persuasión se obtiene en la calma, que tranquiliza los ánimos e induce a reflexionar. "Más vale
sabiduría que fuerza –enseña el libro del Eclesiastés–; mejor se oyen las palabras sosegadas de
los sabios que los gritos".68 Para hacer que sus oyentes sean mejores, quien predica debe hacerlo
con calma y sabiduría, y de ese modo su palabra tendrá más autoridad y será escuchada de buen
grado.
El Evangelio es "buena noticia" más que reproche, es consuelo antes que amonestación,
es palabra de perdón y no de condena. Su palabra debe "vendar los corazones rotos" y no herir
con la dureza. De hecho, Jesús dice: "Vayan a aprender qué significa Misericordia quiero, que
no sacrificio".69 Si la corrección es oportuna, no debe faltar la palabra de aliento: hay que
ayudar a quien escucha para que cambie y ponga en práctica lo que se le pide.
Aunque solo una pequeña parte de los que escuchan acogiera las palabras de la
predicación, merecen una confirmación paterna de su disponibilidad y de su compromiso. De
ese modo saldrán reconciliados y podrán comunicar el Evangelio que han recibido. Eso es lo
que el Señor desea para cada persona. De hecho, al endemoniado de Gerasa, después de haberlo
liberado de una legión de demonios, le dijo: "Vete... y cuenta lo que el Señor ha hecho contigo y
que ha tenido compasión de ti".70
¡Qué pobres suenan aquellas homilías en las que se pide cambiar muchas cosas sin
indicar el motivo evangélico o sin manifestar la misericordia y la afabilidad que el Señor tiene
con los pecadores! Quien predica no es un examinador ni un juez, sino un mensajero de amor y
de perdón que ayuda a los oyentes a liberarse de la complicidad con el mal.
"El fin del predicador –escribe san Francisco de Sales71– es hacer lo que vino a hacer
Jesús: 'Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia'.72 El fin, pues, es que los
pecadores muertos en el pecado tengan la vida y los demás que son justos la tengan con más
abundancia aún. Y no solo hay que enseñar la verdad sino que hay que conmover; dar luz a la
mente y calor al corazón. Por eso Dios envió sobre los apóstoles las lenguas de fuego. Tenían
que hablar con la lengua, pero también tenían que encender los corazones".

66
Jn 6, 26
67
Mc 1, 22
68
Qo 9, 16-17
69
Mt 9, 13
70
Mc 5, 19
71
Originario de Sales, en Saboya, fue obispo de Ginebra y teólogo. Murió en Lión en 1622.
72
Jn 10, 10
La predicación debe ser una comunicación en el amor, no una fría enseñanza. Esta
comunicación en el amor puede vencer la desconfianza, las resistencias y la incredulidad, y dar
la alegría de escuchar palabras en las que uno se siente entendido, amado y reconciliado. El
Señor confía en los hombres más que nosotros. Hay que manifestar esta confianza sin reservas
para que la Palabra de Dios actúe en el corazón de quien escucha.
Por eso no hay que medir los resultados de la predicación, ya que no dependen solo de
quien la ha pronunciado. El Evangelio tiene una fuerza de atracción y una eficacia que va por
delante y supera a quien lo transmite. Hay que confiar en la Palabra del Señor, que recorre los
caminos del corazón de manera misteriosa y tiene un poder de cambio que no se puede
controlar. Dice el profeta:
"Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan
la tierra, la fecundan y la hacen germinar... así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no
tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la
envié".73
Hay que dejar que la Palabra de Dios lleve a cabo su obra sin la impaciencia de ver en
seguida los resultados. El Señor la hace crecer, no quien predica. De hecho, "duerma o se
levante", la palabra predicada "brota y crece" y da fruto a su debido tiempo, pero eso sucede
"sin que él sepa cómo".74
Eso no significa que deba dejarse la comunicación del Evangelio al azar y que quien la
lleva a cabo deba tener una actitud resignada o desilusionada. Más bien –ya lo he dicho–, debe
invertir todas sus energías para que la predicación se produzca de la manera más profunda y
eficaz.

QUE LAS PALABRAS SEAN "PONDERADAS Y BREVES"

Además de preparar el texto de la predicación, hay que exponerlo de manera clara y con
esmero: no debe pronunciarse como un susurro ni con tono monótono y sumiso, sino con vigor
y naturalidad.
Cuando envía a sus discípulos en misión, Jesús les invita a no avergonzarse de su
Palabra y a no tener miedo: "Lo que yo les digo en la oscuridad, díganlo ustedes a la luz; y lo
que oyen al oído, proclámenlo desde las azoteas".75 La predicación es siempre una
comunicación abierta y comprensible de la "buena nueva" del Evangelio. Pero para lograrlo no
es necesario gritar las palabras ni pronunciarlas con acentos demasiado enfáticos. Es suficiente
hablar abiertamente y con convicción. Además, es desaconsejable utilizar expresiones
empalagosas pretendidamente poéticas. Basta con expresar la fuerza y la riqueza (también
poética) que ya posee la Palabra de Dios. Su "belleza" debe manifestarse tal como es, no hace
falta aumentarla.
El Evangelio debe comunicarse de modo sobrio y afable, respetando el lenguaje y el
vigor que posee la Escritura. La predicación no puede sobrecargarse con continuas citas de
pasajes bíblicos o de otros textos, y tampoco se debe llenar con largas series de nombres, de
adjetivos o de frases subordinadas que hacen perder el hilo del discurso.
La predicación debe tener un centro, y todo el discurso debe desarrollarse alrededor de
dicho centro. Si no tiene un centro, el mensaje resultará confuso, disperso, y dejará
desorientados a los oyentes. No hay que dejarse atrapar por la tentación de decir demasiadas
cosas, de multiplicar las reflexiones; hay que evitar las palabras y las frases que no son
estrictamente necesarias. La sobriedad de las palabras ayuda a que la predicación sea
convincente y afable: permite que muchos reconozcan en ella "la buena nueva" del Evangelio y
que lo acojan con gratitud y disponibilidad de corazón.

73
Is 55, 10-11
74
Mc 4, 26-28
75
Mt 10, 27
Por último, es necesario que el tiempo de la predicación sea corto. La brevedad favorece
la atención y ayuda a recordar lo que se ha escuchado. Juan Crisóstomo nos previene de pedir
un esfuerzo excesivo a quien escucha: "Es preciso que el predicador no cautive al oyente más
allá de sus fuerzas". Para lograrlo hay que preparar con esmero el texto de la homilía: somos
más eficaces si hablamos de manera profunda pero concisa que si hacemos un largo discurso
que solo será seguido en parte.
A este respecto Francisco de Asís insiste: "Aviso a mis hermanos y les exhorto para que
en la predicación sus palabras sean ponderadas y castas para utilidad y edificación del pueblo,
anunciando a los fieles con brevedad de discurso, pues el Señor dijo en la tierra palabras
breves". Si el Señor dijo "palabras breves", ¿por qué extenderse más de lo necesario?
En la oración de la tarde de la Comunidad es preferible que la homilía dure pocos
minutos (el tiempo equivalente a la lectura del texto de una página o poco más). Puede tener
mayor extensión en ocasiones especiales en las que se quiera, por ejemplo, destacar las grandes
fiestas del año litúrgico o algunos recuerdos dedicados a la Virgen María, a los apóstoles, a los
mártires, o a otros motivos significativos (el calendario que incluye el libro La Palabra de Dios
cada día propone algunos). Destacar estas ocasiones hará que la escucha del Evangelio sea más
viva y aumentará la comunión y la sintonía en una comunidad que no quiere ponerse fronteras.

LAS DIFICULTADES

Comunicar el Evangelio comporta también dificultades e incomprensiones. Jesús y sus


discípulos lo experimentaron, como se ve a menudo en los Evangelios y en los demás libros del
Nuevo Testamento. La invitación a buscar el reino de Dios escuchando y siguiendo al Señor
puede provocar resistencia y oposición.
Un primer ejemplo lo encontramos en el evangelista Lucas, que recuerda que los
habitantes de Nazaret rechazaron la predicación de Jesús diciendo: "¿Acaso no es este el hijo de
José?".76 ¿Cómo podía uno de ellos, que había crecido entre la gente corriente, hacer suyas las
palabras del profeta y afirmar: "Esta Escritura que acaban de oír se ha cumplido hoy"? También
Natanael se preguntó: “¿De Nazaret puede haber cosa buena?”.77
Una actitud que se da por supuesta y es exterior –como la de los nazarenos– provoca
resistencia en acoger la Palabra de Dios en el día a día de la vida de cada uno. Los conterráneos
de Jesús se escandalizaron, se turbaron, se contrariaron al oír aquel anuncio que entraba de
manera tan fuerte y actual en su vida ordinaria. El Evangelio es una palabra viva, extraordinaria,
que puede parecer excesiva para quien no la escucha con disponibilidad y que parece
entrometerse en un orden de cosas establecido que no queremos poner en discusión. Aquel que
se aferra a su manera de pensar y a sus costumbres puede sentirse escandalizado por una palabra
exigente, que requiere una respuesta personal y comprometedora.
La predicación de Jesús provocó muchas veces rechazo y oposición. Así fue con los
fariseos, que se consideraban religiosos y justos, o con gente corriente, como aquellos
discípulos que lo escucharon en la sinagoga de Cafarnaún y "se volvieron atrás" diciendo: "Es
duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?".78 El Señor no se dejó intimidar por aquellas
objeciones ni cedió ante las intimidaciones de quienes lo ponían a prueba y conspiraban contra
él. Aceptó morir en la cruz para que todos conocieran su reino de paz y para mostrar la fuerza de
su amor sin límites.
Por eso no podemos olvidar que el anuncio de la Palabra del Señor provoca escándalo
porque turba la incredulidad, el miedo, la indiferencia, la enemistad y el poco amor de cada uno.
Todo eso no debe ser un freno para la comunicación del Evangelio, ni debe infundir miedo en
quien la lleva a cabo, provocando una actitud de renuncia o de pesimismo.

76
Lc 4, 16-30
77
Jn 1, 46
78
Jn 6, 59-66
Conociendo a fondo estas dificultades, el apóstol Pablo afirma: "Mientras los judíos
piden signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado:
escándalo para los judíos, locura para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que
griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la locura divina es más sabia que
los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que los hombres".79 Mientras los judíos
observantes buscan confirmación a sus convicciones y los paganos cultos se contentan buscando
la sabiduría, el apóstol predica el Evangelio de Jesús muerto y resucitado.
La Palabra del Señor es necedad para muchos. Pone en discusión muchas ideas y
convicciones consideradas razonables y fundadas. El Evangelio del Señor es "signo de
contradicción" para los hombres y las mujeres de toda generación, como afirma el viejo Simeón
hablando de Jesús: "Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y como signo
de contradicción a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones".80
Como pide una adhesión personal, la palabra de Dios suscita una respuesta de
aceptación o provoca rechazo, aunque sea solo una cortés negación motivada por la
indiferencia. El prólogo del Evangelio de Juan afirma: la Palabra “vino a los suyos, y los suyos
no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios".81 Su
gente, los que creen conocerle o están advertidos, lo rechazan. Es la actitud de los habitantes de
Nazaret. Pero todo aquel que lo acoge con disponibilidad de corazón recibe el poder de
convertirse en hijo de Dios. Aunque puede provocar incomprensión y rechazo, el Evangelio
tiene el poder de dar hijos al Señor, que viven a la luz de su Palabra y dan muestra de la libertad
de su amor.

EN LUCHA CONTRA EL MAL

Comunicar el Evangelio es una responsabilidad que Jesús confió a sus discípulos y que
hoy se nos confía nuevamente a nosotros. Es la responsabilidad de "no dejarse vencer por el
mal" y de rebelarse contra él, venciendo "al mal con el bien".82 La Palabra anunciada suscita el
bien en el corazón de quien escucha y frena la expansión del mal. Por eso nuestra actitud no
puede ser la de renunciar, y tampoco debemos dejarnos intimidar por los obstáculos que se
puedan presentar.
"Manténganse firmes en un mismo espíritu –dice el apóstol– y luchen unánimes por la
fe del Evangelio, sin dejarse intimidar en nada por los adversarios".83 Pablo nos exhorta a no
dudar, a no ser tímidos, asustadizos ante las dificultades, y nos invita a luchar unánimes por la
fe en el Evangelio. Ni las contrariedades, ni las resistencias, ni las intimidaciones, y aún menos
los sufrimientos pueden frenar o enfriar el testimonio de los discípulos. El apóstol nos exhorta a
no dejarnos condicionar ni asustar por nadie, ya que nuestra timidez podría convertirse en un
freno que resta fuerza y eficacia a la "buena nueva" que muchos esperan recibir.
No debemos desanimarnos nunca, porque no estamos solos: el Señor Jesús nos sostiene.
Él resistió toda adversidad y dio su vida para que quedáramos libres del mal. Reza la carta a los
Hebreos: "Fíjense en aquel que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para que no
desfallezcan faltos de ánimo". Y añade: "No han resistido todavía hasta llegar a la sangre en su
lucha contra el pecado".84
No debemos cansarnos o desanimarnos, sino más bien ser perseverantes siguiendo el
ejemplo de los mártires y de los discípulos de todos los tiempos, que han soportado
adversidades mucho mayores que las que podemos encontrar nosotros. Es más, la seguridad y el

79
1 Co 1, 22-25
80
Lc 2, 34-35
81
Jn 1, 11
82
Rm 12, 21
83
Flp 1, 27-28
84
Hb 12, 3
bienestar de los que gozamos son un regalo que debemos gastar de manera responsable y
generosa. ¡Nosotros no hemos resistido hasta la sangre!
Pero ¿quién es el adversario que desanima e intimida al discípulo? ¿Quién es el
enemigo que quiere obstaculizar el anuncio de la Palabra de Dios? No podemos identificar
inmediatamente al adversario con aquellos que demuestran desinterés o que se niegan a
escuchar el Evangelio. No son ellos, o no solo ellos, sino que es el tentador, el que intentó
detener a Jesús al inicio de su misión pública e intenta siempre frenar a aquellos que creen en él
y anuncian su Palabra.
Así pues, la predicación es comunicación gozosa del Evangelio, pero también lucha
contra el enemigo. El diablo (en griego demonio o diablo significa espíritu maligno, adversario,
calumniador) quiere impedir el anuncio de una palabra que combate el odio, la división, el amor
por uno mismo, la violencia y la malicia, y que libra a los hombres del poder del mal. No
podemos ignorar que esta lucha es necesaria. Debemos ser profundamente conscientes. Lo dice
con fuerza Bonhoeffer:
"La predicación es una batalla contra los demonios. Cada predicador debe vencer a
Satanás. Cada predicación entabla una batalla. Y eso no se hace gracias a la exaltación
del predicador, sino gracias a la predicación de Aquel que eliminó al diablo. Jamás
conoceremos al diablo. Solo Cristo se encuentra con él, no nosotros. Y ante él retrocede
el diablo. En ninguna parte el diablo acecha a su presa como allí donde se reúne la
comunidad. Nada hay más importante para él que impedir que venga Cristo a su
comunidad. Por eso hay que predicar a Cristo".
Al diablo nunca lo conoceremos, ni podremos hacerle retroceder con nuestras fuerzas.
Solo el Señor Jesús y su Palabra tienen el poder de desarmarlo y de reducirlo a la impotencia.
Allí donde se comunica el Evangelio, el tentador intenta intimidar a quien habla y disuadir a
quienes escuchan: quiere impedir que el Señor vaya a reunirse con su comunidad, hable a su
corazón y le dé la fuerza de un amor que vence el mal y cambia el mundo. "Por eso hay que
predicar a Cristo".

"COMO EL GALLO QUE CANTA EN LA NOCHE"

Gregorio Magno compara a quien comunica el Evangelio con el gallo que hace resonar
su canto en la noche y anuncia el surgimiento del día: "el predicador santo que grita en este
tiempo oscuro es como el gallo que canta en la noche, cuando dice: Ya es hora de levantarse del
sueño".85 Aquel canto es la comunicación de la Palabra de Dios que viene a despertar el corazón
de los hombres y a disipar la oscuridad que pesa sobre la vida de muchos.
Todos los Evangelios nos explican que, en la noche de la pasión, el canto del gallo
recordó a Pedro lo que Jesús le había dicho. Recordar las palabras del Señor hizo que se
arrepintiera y le permitió volver a ser él mismo. Desde aquel momento, el pescador de Galilea
fue otro hombre, un hombre capaz de emprender un camino que lo llevó lejos, hasta dar su vida
por el Evangelio, como su Maestro. Es un itinerario de conversión que empieza recordando y
meditando las palabras de Jesús, y que lleva a quien escucha hacia la luz de un nuevo día.
¿Daremos voz también nosotros a aquel Evangelio que ilumina las mentes, reanima los
corazones e indica la hora feliz del encuentro con el Señor de la vida? Ese anuncio genera
confianza en su Palabra y aumenta la fe en Aquel para quien no hay nada imposible. Dice el
apóstol: "la fe viene de la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo". Y añade, con
el salmo 19: "Por toda la tierra resuena su proclama, por los confines del orbe sus palabras".86
¿Haremos también nosotros que resuene en un mundo difícil como el nuestro la voz alegre por
la que el Evangelio se convierte en palabra viva y cercana a las mujeres y a los hombres de
nuestro tiempo?

85
Rm 13, 11
86
Rm 10, 17-18
Sabemos que es muy necesario que el anuncio de la Palabra de Dios llegue a la vida de
muchos y recorra los caminos del mundo, incluso los más impracticables y escondidos. ¿Acaso
podemos rebajar la fuerza de la predicación por nuestros miedos, nuestras resistencias, nuestras
asperezas y nuestra inercia? No tenemos que acallar, ni debilitar aquella Palabra que rompe las
tinieblas de la noche, como el canto del gallo, y prepara el corazón de muchos para que surja
una luz que no conoce el ocaso.
El Señor Jesús es aquella luz que viene a visitar la vida de los hombres, a iluminar a
quienes viven en la oscuridad y a dirigir nuestros pasos por caminos de paz. Lo canta Zacarías
en el Benedictus. "Nos visitará una Luz de lo alto, a fin de iluminar a los que habitan en
tinieblas y sombras de muerte y guiar nuestros pasos por el camino de la paz.".87 La predicación,
efectivamente, debe llevar a quien la escucha hacia el Señor y a recibir la luz de su Palabra.
Todo depende de eso, porque él es "la luz verdadera", la que ilumina "a todo hombre",88 lo
demás no es nada.
Sin el Señor nosotros no podemos hacer nada, pero se nos da la posibilidad de acoger la
luz de su Palabra y de reflejarla, es decir, derramarla sobre los demás con nuestra vida y con
nuestras palabras. Requiere dedicación, pero no es difícil. Si tenemos fe en él nada será
imposible. Y comunicar el Evangelio se convertirá en una oportunidad más para mejorarnos a
nosotros y para crecer siguiendo al Señor y en el servicio fraterno.

LA ORACIÓN ABRE LA PUERTA DE LA PREDICACIÓN

Jesús dice a todos: "Entren por la puerta estrecha".89 La puerta que indica el Evangelio
no es "ancha y espaciosa", pero tampoco es tan angosta como para no poder pasar. El Señor
nunca pretende de nosotros un esfuerzo exagerado, pero sí que nos midamos cada día con su
Palabra. Entrar por la puerta estrecha permite que cada uno encuentre su justa medida y
descubra la bienaventuranza de vivir el Evangelio, en unidad con todos los hermanos.
Aquella puerta es también la predicación de la Palabra de Dios: tanto el que habla como
el que escucha deben pasar por ella, porque todos sin distinción estamos llamados a cruzarla.
Entramos juntos, no solos. Si entra primero el que predica, ayudará a los demás a hacer lo
mismo. "Esforcémonos, pues, por entrar",90 porque el Señor concede el reposo del corazón a
aquellos que acogen su Palabra y la ponen en práctica cada día.
Dios puede abrir aquella puerta –dice el apóstol–, y puede dar a quien entra la fuerza de
anunciar su amor a todo el mundo. Eso es lo que experimentaron los primeros discípulos y
muchos más después de ellos: con la oración, escuchando y obedeciendo al Evangelio se ha
abierto ante ellos la puerta de la predicación, a veces de manera inesperada.
Así fue con el apóstol Pablo: "Se me ha abierto una puerta grande y prometedora"91 para
anunciar la Palabra del Señor allí donde parecía imposible. Pablo creyó en la fuerza de una
palabra que no teme las fronteras, porque estaba convencido de que el Señor tiene el poder de
abrir espacios que parecían inaccesibles y de hablar a la gente que parecía inalcanzable. Por eso
se puso "como punto de honra no anunciar el Evangelio sino allí donde el nombre de Cristo no
era aún conocido".92 Las energías para cruzar nuevas fronteras y comunicar la Palabra de Dios a
pueblos lejanos le vienen de la oración, a la que confía el esfuerzo de su predicación.
De ahí nace la exhortación que el apóstol hace a sus comunidades para que recen con
perseverancia: "para que Dios nos abra la puerta a la palabra, y podamos anunciar el misterio de
Cristo, por cuya causa estoy yo encarcelado, para darlo a conocer anunciándolo como debo".93

87
Lc 1, 78-79
88
Jn 1, 9
89
Mt 7, 13-14
90
Hb 4, 11-12
91
1 Co 16, 9
92
Rm 15, 20
93
Col 4, 2-4
A pesar de estar "encadenado", Pablo comprobó que nada puede encadenar el Evangelio y lo
anunció incluso allí donde parecía imposible.
Si dirigimos al Señor nuestra oración, nada podrá impedir la comunicación de la Palabra
que se nos ha confiado: él nos escuchará y terminará la obra que ha empezado. Jesús dijo a los
discípulos: "el que crea en mí hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún"; y les
aseguró: "Todo lo que pidan en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el
Hijo. Si me piden algo en mi nombre, yo lo haré".94
A pesar de nuestra debilidad, podremos llevar a cabo las obras del Señor, y haremos
obras aún mayores, si creemos en él e invocamos con confianza su nombre. El mismo Jesús
rezó al Padre por sus discípulos, a los que envió a anunciar su Evangelio, y por todos los que
acogieron la predicación de los discípulos:
“Padre,
las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han
reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado. Por
ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado, porque son tuyos;
y todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío; y yo he sido glorificado en ellos. Padre
Santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros.
No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del
mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad.
Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me
santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad.
No ruego solo por estos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra,
creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos
también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado".95
Que el Señor Jesús, que envió a sus discípulos por el mundo y rogó por ellos, sostenga
nuestra oración. Que él, Palabra de vida, abra nuestro corazón, ilumine nuestra mente y nos
guarde con la fuerza de su Espíritu, para que podamos vivir y comunicar el Evangelio de la paz,
empezando por nuestras ciudades "hasta los confines de la tierra". Amén.

Roma, 4 de octubre de 2003

Sandro

94
Jn 14, 12-14
95
Jn 17, 8-11, 15-21

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