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Visitamos a Julio Escoto en su oficina en UNAH-VS donde ejerce, desde el año pasado,
como coordinador de Gestión Cultural y Biblioteca. Ya le habíamos expresado nuestro
interés en conversar acerca de sus inicios como escritor y del proceso de gestación de
algunos de sus libros. Esta podría ser, si el escritor accede a nuevas conversaciones, la
primera de una serie de entregas para afinar la bitácora intelectual de uno de los
fundadores de la narrativa contemporánea en Honduras.
Con tres libros de cuentos y siete novelas publicadas, además de su ensayo El ojo santo,
Julio Escoto es uno de los escritores hondureños con mayor proyección internacional en
los últimos cincuenta años. Esa notoriedad, sin embargo, no ha sido siempre
acompañada por el éxito editorial. “Madrugada fue un fracaso editorial”, advierte, con
resignación, “pero disfruté mucho escribirla, fueron doce años de trabajo”. Madrugada,
rey del albor, publicada en 1992 y considerada como una de las mejores novelas escritas
en Honduras, tardó siete años en vender los mil ejemplares de su edición príncipe;
“hasta que Seymour Menton hizo el elogio de la novela es que todo mundo empezó a
buscarla”, recuerda ahora. Pero incluso de sus fracasos dice haber aprendido mucho y
asegura que si tuviera que empezar de nuevo, volvería a ser escritor.
Nos conduce a una pequeña sala de reuniones y, luego de acomodarnos, Mario Gallardo
guía la entrevista. Así, nos remontamos unos 60 años atrás, cuando Escoto era muy
joven y estudiaba Letras en la Escuela Superior del Profesorado (hoy Universidad
Pedagógica Nacional). “Ahí empezó todo”, afirma, y así nos lo cuenta:
¿Cuándo usted se encuentra con la literatura y entiende que ese será el camino que va a
seguir en la vida?
Tuve dos etapas, una primaria, bien inocente, que fue en mis años de secundaria, y una
segunda etapa en la década del 70. La primera fue cuando el colegio quiso publicar una
revista e invitaron a todos los estudiantes de cuarto o quinto año a que presentáramos
algo escrito. Yo decidí participar con un cuento basado en una experiencia que había
tenido, que fue publicado en la revista y que ojalá nadie vaya a encontrar, porque era
terriblemente malo. Pero hubo algo bien significativo a partir de ese momento: dentro
del entorno del colegio, después de la publicación del cuento, los profesores y los
compañeros comenzaron a tratarme de otra manera. Comencé a entender que había
algunos elementos en la vida que podían tener más valor que el dinero y eso para mí
fue un descubrimiento sorprendente. La segunda experiencia ocurrió ahí por los años
1976 o 1978; yo ya había publicado un par de cosas: El árbol de los pañuelos y algún otro
libro, pero eran libros vistos, concebidos, escritos desde la óptica estrictamente
personal e imaginativa, porque yo inventaba todo en ellos, pero entonces Gypsy
Silverthorne, que para ese tiempo era mi esposa, me introdujo en otro tipo de lecturas,
particularmente de autores de la literatura inglesa y norteamericana; John Dos Pasos,
Steinbeck, Hemingway, por ejemplo. Esta segunda experiencia a mí me formó en el
deseo, en el ansia de ser escritor.
¿Cuál sería entonces el momento en que siente que ya ha adquirido las herramientas del
oficio y que publica algo que le satisface?
Creo que fue el momento del atrevimiento del paso del cuento a la novela. En ese
momento sentí que había adquirido algunos elementos para escribir y tomé conciencia
de lo que quería ser. Faltaba dominio técnico, muchas lecturas, pero ya había ahí una
ruta esgrimida por donde yo sabía que quería ir. Ese momento de mi paso del cuento a
la novela coincide con mi entrada a la Carrera de Letras en la Escuela Superior del
Profesorado y eso me dio más confianza, más seguridad en el trabajo que hacía, ya era
una formación guiada; yo tuve esa gran ventaja con respecto a otros colegas.
Yo he leído y releído ‘La balada del herido pájaro y otros cuentos’ y puedo decirle que
esa lectura lo deja a uno muy satisfecho. Hay un distanciamiento de lo que se escribía
entonces en Honduras, como que la imaginación se impone y ese uso de la imaginación
poco tiene que ver con la raíz tradicional del cuento que prevalecía en aquella época…
Sin ser petulante al referirme a mi propia obra, creo que ahí hay algo importante: la
mayor parte de la literatura que circulaba en aquellos años en Honduras era una
literatura mayormente criollista; entonces yo me aparto de eso. Otro factor que tuvo
mucho que ver en eso fueron las lecturas en las que me introdujo Gypsy Silverthorne y
en ellas pude ver el elemento de la sustentación histórica. Ella me dijo: “mire, está muy
bien eso que ha escrito pero le hace falta un pie en la realidad, que se sienta
definitivamente que tiene una base de nuestro entorno, de nuestro contexto”. Cuando
yo comienzo a leer a esos autores norteamericanos, y luego a los del Boom, que fue una
maravilla, una cosa extraordinaria, se produjo un cambio, un cambio que lo asumimos
Eduardo Bähr, Marcos Carías, yo…
La historia literaria de Honduras va siempre uno, dos o tres pasos atrás de las tendencias.
No se trata de seguir la moda; sin embargo, hay una notable coincidencia entre la obra
suya y la de Eduardo Bähr con respecto a lo que se estaba produciendo en aquel
momento; creo que es de los pocos momentos en que somos contemporáneos con la
literatura de otros países...
Hay algo que nos une a Eduardo y a mí, y es que tuvimos un mismo profesor, que fue un
provocador cultural extraordinario: Andrés Morris. Era un hombre que en su contacto
personal con Eduardo y conmigo nos trataba con respeto pero al mismo tiempo con
irreverencia, no nos dejaba que nos creyéramos, que se nos “subiera el humo”.
Recuerdo, por ejemplo, una vez que le llevé una pequeña obra de teatro que yo había
escrito y al día siguiente me la tiró y me dijo: “dedícate a otra cosa”. A veces nos
poníamos a hablar en clase de algunos autores y él nos paraba y nos decía que no
podíamos hablar de eso si no habíamos leído, por ejemplo, el Ulises o a Shakespeare;
entonces nosotros comprendíamos que había otras referencias y que Morris era capaz
de establecer esas correspondencias entre lo latinoamericano, lo español y lo del resto
de Europa.
Después de los primeros libros de cuentos, ¿qué lo motivó a escribir El árbol de los
pañuelos?
Yo sospecho que fue el leer a los autores del Boom. A mí Pedro Páramo me gustó
muchísimo. Creo que el influjo de Rulfo, combinado con el hecho de que en ese tiempo
empecé a viajar a Ilama porque me gustó la historia de los hermanos Cano que había
visto en Amaya Amador; empecé a tener un conocimiento del paisaje, un paisaje que
me impresionó muchísimo, a tal grado que el árbol de los pañuelos es la acacia, de ahí
sale el nombre de la novela. Se combinó también con mi entrada a la vida adulta; fue un
despertar personal que de alguna manera se refleja en la novela, pero en el ángulo de
la búsqueda.