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aguja
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Conchaconchaconchaconchaconchaconchaconcha
conchaconchaconchaconchaconcha.
Agarro la pinza de depilar y me saco unos pelos.
Me embalo y me aprieto ese grano de la comisura de los
labios. El puntito de sangre se amplía. Sangro, Sebi, san-
gro mucho porque soy mujer. Corregime. Me bajo la
bombacha, tengo todo calentito, me gusta. Hay recuerdos
que son como tatuajes de la mente y yo quisiera tener un
láser para borrar los que no puedo llevar más. Carga, mo-
chila, cruz. Tal vez pueda inventar un juego del tipo ―pie-
dra, papel o tijera‖. Nada de lo que pienso tiene sentido.
San-guch. Yo nunca fui graciosa, vos sí. Nunca te escuché
repetir ningún chiste. ¿Cuántas noches hiciste lo mismo?,
¿pensabas en mí, en la que te cuidaba cuando estabas en-
fermo, la que te hacía la torta de cumpleaños, la que te
chupaba el cuello y mientras te arañaba esos brazos divi-
nos? ¿Quién más te arañó en estos siete años? ¿Cómo no
te maté ahí mismo?
La densa de mi vieja no para de dejar mensajes.
Quiero que sepas que te odio, Sebastián, que lo que siento
por vos es odio en estado puro. Mentira. Mírame acá, la
panza, lo linda que soy. Si te concentrás también vas a
poder ver lo fiel que fui. Me muerdo la lengua, fuerte, un
poco más, soy resistente al dolor, un poco más, me sale
algo de sangre, paro. La sangre de la boca es bien roja. La
lengua es un músculo, me gusta decir eso. Len-gua. No,
esa no me sirve: cho-ta. Ahí va.
CARLA
MARÍA
1
Sacramento cristiano, en general el cuarto, luego de la eucaristía o comu-
nión.
y no se atrevió a preguntar por la presencia de su prima en
la casa. Sabía que iba a poner incómoda a su madre. Lue-
go, recordó cómo no le había costado ningún trabajo dejar
de ponerle el artículo a los nombres propios, no sabía qué
era peor, ‗Estefanía‘ o ‗Lastefanía‘, como le decían a ve-
ces.
Cuando terminó quiso bañarse y fue por sus cosas a
la salita, abrió el bolso y sacó un jean y una remera lisa.
Alcanzó a ver los tacos en el fondo, los había traído para
mostrárselos a Celina, que justo entró en el cuarto y la
abrazó.
—Te extrañé —le dijo.
—Yo también.
Cuando el abrazo se rompió, Stefanía la vio por
primera vez en seis meses. Su hermanita estaba igual.
—Mirá lo que me compré —le dijo mientras cerra-
ba la puerta de la salita y sacaba los zapatitos. Celina se
angustió.
—Que mamá no los vea, Stefi —contestó nerviosa
pero queriendo tocarlos.
—No te preocupes. ¿No te gustaría tener unos así?
—No, ¿para qué? Seguro son carísimos, de dónde
los habrás sacado…
—¿Vamos a dar una vuelta después de mi baño?
—propuso Stefanía, para cambiar de tema. No había sido
una buena idea mostrarle los tacos— Todavía no vi a Ca-
tulo ¿dónde estará?
—Mamá lo deja encerrado en el galpón, porque a la
Ángela no le gustan los gatos, y Catulo se le trepa y la
araña.
Pobre Catulo, pensó Stefanía, ¿cómo podía algo
gustarle o no a su prima? ¿Cómo podían saberlo? Seguro
eran exageraciones de su mamá.
Al entrar en el baño vio los cuatro cepillos de dien-
tes de siempre y reconoció el suyo, viejo y gastado. Siem-
pre se demoraban mucho en aparecer en la lista de com-
pras. Sin haber visitado el resto de las habitaciones, supo
que todo estaba igual, ni un mínimo objeto nuevo en la
casa, ninguno menos tampoco. Todo en el lugar de siem-
pre, salvo por su prima.
Cuando estuvo lista, bajó y cerró la puerta de la sa-
lita. Le llamó la atención que no la hubiera cerrado antes.
Odiaba las puertas abiertas. Llamó a Celina, quien no
respondió, y entonces fue a buscarla.
Estaba en el living, sentada en el viejo sillón de dos
cuerpos, enfrente estaba Ángela, igual que la noche ante-
rior. Sin saber bien por qué, Stefanía avanzó hasta el
sillón cuando Celina le señaló que se sentara al lado suyo.
Se sentó y no pudo evitar mirar a Ángela, no consi-
guió despegar sus ojos del montón de pelos opacos que le
tapaban la cara, ni siquiera cuando levantó un poco la
cabeza y mostró un ojo vacío que parecía estar mirándola.
Enseguida empezó a ver como un hilo de baba salía por
debajo de la cortina de cabellos marchitos y llegaba hasta
la falda del vestido descolorido de la prima inerte. Co-
menzó a escuchar una respiración como gemidos y la pe-
trificada empezó a moverse lentamente, pero agitada.
—¡MAMÁ! —gritó Celina.
Y mientras Stefanía no tardaba en ponerse tan ner-
viosa como su prima, apareció su madre gritando:
—¡Llevátela!
En ese momento, Stefanía ya había juntado fuerzas
para salir de la casa. Celina la siguió apurada. Caminaron
sin hablar por un rato hasta llegar a la gruta.
La imagen de la virgen y las flores muertas en la
rústica construcción de piedra le hicieron pensar en su
límpida infancia, ya dejada atrás. ¿Pero para qué recordar-
la?, pensó, si soy tan distinta ahora, soy otra. Recordó las
palabras de su madre, ‗no te olvides de tu casa, ni de
cómo te educamos en esta familia‘, y recién ahí tuvo ga-
nas de ir a buscar flores para ponerle unas nuevas a la
virgencita.
Celina la acompañó y trajeron unos recortes de San-
ta Rita, tenían esta costumbre desde chicas. Les encantaba
ocuparse de esta tarea. Le seguía pareciendo que queda-
ban hermosas en el viejo florero de vidrio, el mismo de
siempre.
1
PONGO LA MALLA, EL GORRO de lycra y el toallón
limpio en el bolso. Me visto rápido porque llego tarde a
aqua gym. Hace un año que hago y sin duda estoy mejor.
A los cuarenta los huesos me la están jugando feo: tengo
escoliosis y una cervicalia que tengo que revertir. Lo
confieso acá, en silencio, le tengo pánico al dolor cróni-
co, a sufrir sin fin, si tengo que imaginar un infierno ser-
ía ese. Y sé que no es solo fantasía, porque ese infierno
existe, es el de muchos. Por eso aqua gym y el grupo de
veinte jubiladas.
Acá todo sucede en un tiempo diferente, me anoto
a las clases de la mañana y arranco el día relajada y con
el cuerpo disponible. La profesora tiene gestos de maes-
tra de danza y azafata, y hace los ejercicios con una mi-
nuciosidad exagerada.
Además las abuelas la quieren porque es una dul-
ce, lo dicen en el vestuario, no es como la otra que grita-
ba por todo y tenía malos modales. Ellas aman los bue-
nos modales. Yo apenas hablo, voy entre ellas como si
caminara por nubes, con cuidado. Tienen cierta fortale-
za, la edad les solidifica el espíritu, les vuelve el tempe-
ramento de acero, efecto inverso al proceso del cuerpo.
¿Estaré viviendo el inicio de ese proceso?
2
Estoy tratando de dejar los relajantes musculares y
los analgésicos. Hace ya un par de semanas que me ban-
co sola. Esta mañana estoy más activa, más perceptiva.
Sin pastillas todo se siente distinto. Salgo a la calle: los
ruidos de Rivadavia me taladran la cabeza, los nervios
me cuentan las frenadas de los colectivos, los motores
acelerando, el ruido parece una pared que me va aplastar,
una marea que crece.
También siento la ruta del olor, el penetrante ácido
del basurero, la cebolla y el queso quemado de la pizzer-
ía, el aire denso e inicialmente nauseabundo de un garaje
cerrado. El perfume de la chica del quiosco, el olor a
tabaco del mostrador, y los dulces mezclados de los chi-
cles, la cola vinílica fraguando en la puerta de la mue-
blería, la cafetería con todos los aromas calientes, café,
pan, leche, y un desinfectante de pino que puso en el
piso la camarera después que se volcó algo ácido tam-
bién.
Llego al club y antes de atravesar el umbral puedo
oler el desodorante del chico de recepción, el cloro de la
pileta y todos los cuerpos que se desnudan en el vestua-
rio. Se me humedece la punta de la nariz.
3
Entrar al agua es como suspenderse en el espacio.
Todos los movimiento son suaves y aletargados, la velo-
cidad cambia y es agradable sentir la cámara lenta en el
cuerpo. Incluso sumergir la cabeza, el oído que se des-
plaza en tiempo burbuja, sentir el agua pasando por las
pupilas, las pestañas, una caricia densa. Trato de que la
línea del agua me quede a la altura del cuello, así traba-
jan los músculos de la espalda y no siento la tensión.
Sumergida es mejor, amplifico los latidos, sigo las hue-
llas de las moléculas, su trabajo silencioso. Siento mi
cuerpo en toda su amplitud, el agua es conductora de
información.
De repente es como si despertara, y la profesora
me dice
—Ey, te fuiste, volvé a la clase. Veinte patadas,
veinte tijeras y veinte flexiones de costado. Y termina-
mos por hoy.
4
Las miro secarse, pasarse la toalla por la panza,
por el pecho, y las piernas ¿me pregunto que sienten?
¿Qué piensan? Algunas de ellas me doblan la edad, las
miro y quedo como hipnotizada, trato de imaginarme a
mí misma a esa edad. ¿Cuál será mi cuerpo?
En los bancos del lado derecho están las nenas
chiquitas de la colonia, tienen cuatro o cinco años, no
más. Están listas con sus mallas y los gorros en la mano.
Escucho a su profesora:
—Vamos saliendo, no se olviden la toalla, afuera
les pongo los gorros.
Hay dos que están al lado mío, sentaditas, una está
llorando, las miro, pregunto:
—¿Qué pasa, por qué tanto llanto?
Extraña al papá —dice la nena que no llora, mien-
tras se calza las ojotas.
Miro a la que llora, a ver si deja de llorar, primero
me rehúye, al ratito me devuelve una mirada curiosa.
Descubro que todo el grupito me observa, cómo me seco
las tetas, cómo me pongo el corpiño y cómo me subo la
bombacha, qué hago con la malla mojada, miran mi bol-
so, de un rosa Barbie, parecido al de ellas. Sonríen, ima-
gino que les parece raro que alguien grande tenga un
bolso de nena.
No sé qué pensaran, quisiera saber. ¿Se pregunta-
ran quién soy?
¿Quién soy? La mujer de mediana edad entre las
nenas de la colonia y las jubiladas, un cuerpo que no
entra ni en un estado ni en otro. Una emotividad llena de
soledad, sin par, sin gemela en este vestuario, solo yo.
Imagino qué pueden pensar las jubiladas. También
se preguntarán ¿y vos quien sos? ¿Qué haces acá hacien-
do aqua gym con nosotras? No tenes nuestro estado,
nuestra edad, nuestro cuerpo, este espacio es nuestro. Y
sin embargo no lo dicen, no lo hacen sentir, son cordia-
les, saludan, sonríen, las escucho hablar de sus cosas, sus
nietos, sus dietas o médicos, un curso de esperanto o una
novela romántica, en su mundo las cosas transcurren
suaves y se desplazan lentas y en armonía.
Hoy no corro al trabajo, si llego tarde no me im-
porta, no quiero apurarme, ¿para qué? Si al fin de cuen-
tas un día voy a estar como ellas, hablando de novelas y
cosas que quiero hacer, secando mi entrepierna, sintien-
do la humedad del agua y la de mi cuerpo combinadas.
Quiero comunicarme, primero saco el tema de las
canas —¿qué me conviene hacer?
Se ríen. Eso ya no importa, dicen.
—Es por la columna que vengo a aqua gym —les
explico.
—No parece que lo necesites —dice una, cortante.
Otra me elogia el cuerpo, los brazos, la fuerza. Yo
les cuento que cuando era chiquita como la nena que
llora, era menudita, nací sietemesina, y no tenía fuerza,
solo velocidad.
—La velocidad es buena —dice una señora fuerte
de pelo negro desde el fondo del vestidor. La misma de
voz cortante.
—Parece que eso cambió, el cuerpo ya no es debi-
lidad, a veces las enfermedades son bendiciones —dice
una abuela desde el fondo—. Hola, soy Rita –y sigue–,
al principio parece que sufrís, te cambian las condiciones
pero en realidad te transformas en algo, otra cosa que
después te parece mejor y te gusta.
5
Me siento mal, el pecho se asfixia por dentro, algo
que rasguña, algo adentro sin duda, es como si me faltara
aire para expandirme, no son ganas de llorar, ni dolor, es
algo que se desata, pero no sé bien qué es, es como una
furia que crece, una estiramiento interno. Quizás tendría
que tomarme un ibupirac o medio valium pero siento que
me apagan, que me desconectan. No sé qué prefiero.
No tengo fiebre pero estoy caliente, más caliente,
me quema la cara.
Furia pero no estoy enojada, es fuerza desatada.
Que no entiendo, estiramiento, si estiramiento.
Más sudores. Un fuego que me quema las entrañas,
algo desgarra. Me da pudor, estar así, la gente me mira
en el subte como si estuviera loca, quiero controlarme
pero algo de este cambio se me ve en la cara, en la fren-
te, como si me latiera la mejilla y se expandiera. Se me
moja la punta de la nariz, otra vez.
6
—¿Por qué te tapas? ¿Te da vergüenza? Peor noso-
tras que tenemos todo caído.
—Vos tendrás todo caído, Haydée, yo estoy bárba-
ra —dice Elena.
Elena, la más fuerte y segura de todas, se ríe en un
tono muy alto y su risa rebota en el techo del vestuario, y
entonces todas las demás se ríen.
—Yo también, soy una reina, ¿no se me nota?
—dice Rita con la toalla anudada en pecho y saludando
como una bailarina en el Colón.
—Es que me depilé pero no muy bien —digo baji-
to, desentonando la alegría.
—Ahh eso, a quién le importa, acá somos todas
mujeres, y bastante peludas —Se escuchan más risas,
grandes, abren las bocas gigantes y alguna saca como un
silbido.
—Hablá por vos, yo soy lampiña…
—No sos de las nuestras, Haydée —despacha Ele-
na.
Y Rita quiere compensar y aliviana —Yo soy pe-
luda por temporadas.
—¿Es eso posible? —pregunto. Quiero hablar, por
primera vez puedo hablar con ellas. La busco a Rita y
me acerco, hablo bajo pero lo suficiente como para que
escuchen las demás. Ellas me entienden.
—Me pasa lo mismo —insisto con el tema—. Es
como si una semana al mes se acelerara el pelo. Incluso
tengo uno largo y rubio que me sale de un día para el
otro en el medio del pecho, en pocos días se arma una
mata larga. Y me los arranco.
—Qué raro —dice Haydeé.
Y Elena se interpone, se me planta adelante. Le
veo los pelos negros, duros, firmes por todos lados, y
algunos blancuzcos desparramados en mechones, como
arbustos, el pelaje es lustroso. Y en todas partes, incluso
lleva muchos en el antebrazo. Haydee, en cambio, es
frágil y casi pelada, hace malabares para disimularlo.
Pero Elena, a pesar de ser una jubilada de ¿cuánto?, ¿se-
tenta? ¿Ochenta? Tiene una energía arrolladora. Miro al
resto, también tienen esa vitalidad profunda, y sus pelos
sueltos, haciendo remolinos en las partes curvas. De a
poco se acercan y el grupo me rodea. Elena encabeza el
frente, se me pone cara a cara, y fuerte y dulce, me mira
directo a las pupilas, respira como absorbiendo todo el
aire del vestuario, adentro mío algo da un salto y siento
que la punta de mi nariz vuelve a mojarse. Intuyo, sé,
que lo que viene es importante y escucho.
—No es raro, nada raro, somos lo que somos. Se-
cate. ¿Ya desayunaste?
CUANDO CRUCÉ LA VÍA DEL tren con la barrera
aún baja fue porque desde hace tiempo deseaba saludar a
la Señorita Rosa, mi maestra de preescolar. Ya no podía
tolerar que los ruidos de los autos, los ladridos de los
perros, el tintineo de la campana, los niños que subían a
la baranda de la barrera y los vecinos que iban con sus
bolsas de supermercado fueran un impedimento para que
yo tomara coraje y la salude.
La señorita Rosa ya no era exactamente como la
recordaba pero quería al menos decirle hola y que con-
servaba los mejores recuerdos de ella en mi paso por el
jardín. Sé que por años no me atreví a mirarla porque
otros recuerdos que tenía de ella me atormentaban, como
cuando me puso cinta scotch en la boca y me dejó parada
una hora en el patio bajo la llovizna o cuando me escon-
dió en el bolsillo de su delantal mi pequeño secador de
pelo de juguete y para que me lo devolviera tuve que
correrla por todo el patio de la escuela parroquial; pero
al ver la semana pasada fotos viejas construí nuevos re-
cuerdos, más acertados de los que uno puede tener de su
maestra de preescolar: su sonrisa delicada y roja, su ca-
bello corto, sus sandalias de punta y sus piernas largas y
estilizadas posando toda ella para la foto mientras yo,
con mi rosa en la mano a modo de obsequio, miraba
hacia la cámara con cara un poco triste porque parece
que la rosa tenía una espina y me había lastimado.
Así me crucé con ella que me dio paso porque yo
cargaba un changuito grande y ahí nomás le pregunté:
Usted fue mi maestra en sala de cinco, ¿se acuerda?
La mujer comenzó a mirarme, a buscar en mis ojos
la profundidad de un recuerdo que no se le venía a la
mente, ni por casualidad. Sin embargo, a mí me resonaba
su rostro como cuando la observaba desde el rincón de
juegos de la cocinita en la sala, con todo el grupo de ni-
ños y en la entrega de diplomas a los egresados del pre-
escolar, donde la señorita Rosa está especialmente bri-
llante. Nada se parece a esta mujer que está frente a mí,
ahora. El cabello blanquísimo y largo, el viento se lo
despeina más. Anteojos grandes que le oscurecen el ros-
tro aunque el cutis es liso y casi idéntico al que recuerdo,
la piel joven. Lo que no varía demasiado es su vocecita
suave con el matiz permanente de la ese marcada fuerte
sin llegar a ser la zeta pero lo suficiente como para que
resalte y parezca que hace shshsh. Eso lo preserva. Pare-
ce que hay algo nuevo, un tic que le hace mover la cabe-
za y las manos le tiemblan. Se me queda mirando un
buen rato con una sonrisa de oreja a oreja y me dice:
claro que te recuerdo vos sos… yo le contesto, Marita.
Ah, sí claro que sí Marita, yo te veía cara conoci-
da.
Inmediatamente la señorita Rosa comenzó a insis-
tirme que fuera a su casa, que quería invitarme a tomar
el té. Me llenó de temor y sentí escalofríos por una brisa
fresca que me corría por los oídos, sentí mareos, empecé
a ver todo doble. La señorita Rosa, me agarró del brazo y
me llevo caminando hasta su casa.
...
2
El Noppera-bō es un fantasma sin rostro que vaga en el folklore japonés.
Generalmente suelen ser inofensivos y adquieren la forma de mujeres para
atraer y asustar a los hombres, tomar prestados sus rostros-como en espejo-
y luego desaparecer.
podía proyectarse mentalmente en ese paño de muerte.
Durante cuatro horas permanecieron frente a frente mien-
tras la pequeña lloraba sin saber quién era su madre. La
llegada del esposo de Nami hizo que el fantasma se des-
vaneciera.
...
...
Kumiko termina de leer la última página de una no-
vela para la escuela arropada en su cama. Cuando está por
apagar la luz, golpean la puerta y su abuela le pregunta si
puede pasar.
Se sonríen. Nami se sienta en la punta de su cama.
Se miran y Kumiko percibe el aire helado de las monta-
ñas.
ES UN JUEGO DONDE HAY que hacerle regalos a al-
guien que no sabe quién sos, vos le das pistas y el otro
tiene que adivinar, nos dijo mi hermano mellizo el día que
empezó todo. Estábamos cenando y él se mandaba los
últimos pedazos de carne casi sin masticar. Al rato, avisó
que en dos días harían el sorteo para el amigo invisible
entre los chicos de su curso y volvió a la pieza en silencio.
Luis y yo nacimos en Chaco, en un pueblo fronteri-
zo cerca de El Impenetrable, pero en esa época vivíamos
en Buenos Aires, al lado de la Costanera Sur. De pibes
éramos medio salvajes; como conocíamos bien la selva y
no le teníamos miedo, siempre los grandes nos dejaban
acompañarlos cuando iban a pescar.
Mi papá murió cuando teníamos tres años. Lo había
picado una de las que se arrastran. Iba a encontrarse con
mi tío para hacer una changa en el pueblo de al lado, ca-
minaba por la ruta desierta cuando la bicha lo agarró des-
prevenido y, al tratar de escapar, se cortó la pierna con un
alambrado. Lo encontraron un par de horas después, pero
parece que había perdido mucha sangre y no hubo tiempo
para médicos y antídotos.