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as filosofías elaboradas por pensadores de lengua francesa
nacidos en torno a 1920-1930 y divulgadas sobre todo a partir de
la década de los 60 del siglo XX constituyeron en su momento
un intento de desplazar el terreno del pensamiento más allá del escenario que se había
impuesto en la cultura francesa de posguerra, escenario que se repartían de modo a
veces combativo y a veces fraternal el “marxismo” y la “fenomenología”, en una época
dominada en lo mundano por la figura de J.-P. Sartre, y en lo académico por las de
eminentes profesores como Ferdinand Alquié, Jean Hyppolite, Georges Canguilhem,
Gaston Bachelard, Jean Wahl o —aunque en un ámbito diferente— Etienne Gilson. El
hecho de que este desplazamiento se reconociese en algunos momentos como “post-
estructuralismo” se debió, sin duda, a que el estructuralismo —no solamente el
lingüístico, sino sobre todo el que, gracias a los desarrollos de Claude Lévi-Strauss,
practicaban intelectuales como Louis Althusser o Jacques Lacan— proporcionaba un
terreno idóneo para “escapar” al mismo tiempo de la órbita fenomenológica y del
“método” materialista-dialéctico. Lévi-Strauss (principalmente en polémica con la
fenomenología) lo había expresado con palabras contundentes: «A la saga de las
ciencias de la naturaleza, las ciencias humanas tienen que convencerse de que la
realidad de su objeto no está por entero acantonada en el lugar en donde el sujeto la
percibe»1. De ahí, pues, la apelación frecuente en estos pensadores a esa otra escena
(Eine andere Schauplatz, en palabras de Freud), inconsciente, pero un inconsciente que,
al menos en primera instancia, no remitía tanto a la tradición psicoanalítica como al tipo
de “inconsciencia” que, desde Saussure, rige el funcionamiento del lenguaje.
Sin embargo, ya antes de que Michel Foucault, Gilles Deleuze, Jacques Derrida,
Michel Serres o Roland Barthes “saludasen” con simpatía el advenimiento del
1 C. Lévi-Strauss, El hombre desnudo (Mitológicas, IV), trad. cast. J. Almela, Ed. Siglo XXI, 1976,
"Finale", p. 576.
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2 No estoy sugiriendo que los pensadores mencionados hayan extraído sus ideas de la lectura
de Heidegger: hoy sabemos que, en la mayor parte de ellos, esta lectura fue tardía y dejó pocas
huellas directas. Pero –además de que la falta de referencias directas constituye un rasgo de la
estilística intelectual francesa, que para nada ha de confundirse con la ausencia de rigor– de lo
que más bien se trata en ellos es de una lectura de Heidegger que estaba en el ambiente y que
impregnaba “atmosféricamente” el clima filosófico en el que los autores en cuestión se
formaron y comenzaron a escribir y publicar.
3 Es el caso del conocido ensayo de V. Descombes Lo mismo y lo otro, trad. cast. E. Benarroch, Ed.
Cátedra, 1988, pero también del trabajo de F. Laruelle Les philosophes de la différence (París,
P.U.F., 1986) o del manual del Gilbert Hottois Historia de la filosofía del Renacimiento a la
Posmodernidad (trad. cast. M.A. Galmarini, Ed. Cátedra, Madrid, 1999).
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Y es que, por paradójico que esto pueda hoy parecernos, no ha existido, hasta el
siglo XX, una definición de lo que es y de lo que no es lenguaje. Aunque la filología sea
una tradición muy antigua en nuestra cultura, y aunque la lingüística comparativa,
4 De este asunto nos hemos ocupado en Máquinas y componendas. La filosofía política de Foucault y
Deleuze, recogido en J. Muñoz (comp.) La impaciencia de la libertad. Michel Foucault y lo político, Ed.
Biblioteca Nueva, Madrid, 1999, en Políticas de la Intimidad. Ensayo sobre la falta de excepciones,
Revista LOGOS nº 1, Universidad Complutense de Madrid, 1999, y en Espectros del 68,
introducción a G. Debord, La sociedad del espectáculo, Ed. Pre-textos, Valencia, 1999.
5 Como propone A. García Suárez en su Modos de significar, Ed. Tecnos, Madrid, 1997, p. 26.
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6 Como han hecho notar, en ámbitos bien distintos, Michel Foucault (Las palabras y las cosas, trad.
cast. E.C. Frost, Ed. Siglo XXI, México, 1968) y Oswald Ducrot (El estructuralismo en lingüística,
trad. cast. R. Pochtar, Ed. Losada, Buenos Aires, 1968).
7 Así lo subrayaron en su momento Manfred Bierwisch (El estructuralismo, trad. cast. G. Ferrater,
Ed.Tusquets, Barcelona, 1971, p. 11: «El hecho de que el lenguaje en sí mismo, o sea cada lengua
particular y la totalidad de las lenguas, pueda ser objeto de una teoría sistemática y
empíricamente verificable no es ni siquiera hoy una noción familiar y difundida») o Emile
Benveniste (Problemas de lingüística general, I, trad. cast. Ed. siglo XXI, México, 1970, p. 20: «¿cuál
es la naturaleza del hecho lingüístico? ¿Cuál es la realidad de la lengua? ¿Es cierto que sólo
consiste en cambios? Entonces, ¿cómo es que, a pesar de no dejar nunca de cambiar, sigue
siendo siempre la misma? La lingüística histórica no proporcionaba ninguna respuesta a estas
preguntas, puesto que nunca se las había llegado a plantear»).
8 Prolegómenos a una teoría del lenguaje, trad. cast. J.L. Díaz, Ed. Gredos, Madrid, 1974.
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Sin tener en cuenta —aunque sólo sea del modo sumario que aquí ha sido
esbozado— esta filiación, las obras de Foucault, Derrida, Deleuze, Serres, Blanchot o
Barthes, aparecerían —como de hecho aparecieron en su momento y aún aparecen a los
ojos de muchos— como producciones incomprensiblemente extrañas, de una
sofisticación meramente retórica y con unos objetivos difícilmente vislumbrables.
Pongamos sólo algunos ejemplos de esta necesidad. Para empezar, la noción
foucaultiana de enunciado, sobre la que el propio Foucault reflexionó en La
Arqueología del saber, y a la que Deleuze dedicó un sugestivo ensayo (“Un nuevo
archivista”, hoy recogido en su Foucault). Esta noción aparece como algo literalmente
ininteligible tanto para un “analista del lenguaje” como para un pensador de la tradición
fenomenológico-hermenéutica, casi como una pirueta artificiosa hecha en el vacío para
distinguirse de ambas tradiciones. ¿Qué es ese extraño y misterioso objeto que Foucault
llama “enunciado”, que no se corresponde con las “proposiciones” lógicas ni se deja
reducir mediante interpretaciones, y para el cual se reclama una enigmática forma de
positividad (al menos histórica), la que correspondería a los “acontecimientos
9Vid. G. Deleuze, ¿En qué se reconoce el estructuralismo?, en F. Châtelet ed., Historia de la Filosofía,
Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1979 , Michel Serres, Análisis simbólico y método estructural, en
VVAA, Estructuralismo y filosofía, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 1969, o nuestro
Estructuralismo y ciencias humanas, Ed. Akal, Madrid, 2000.
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discursivos”? Lo que de esta noción llama la atención es (1) que Foucault no se interesa
por analizar el enunciado desde el punto de vista de sus “condiciones de verdad” (de
acuerdo con el referencialismo más o menos ortodoxo) ni desde el de sus “reglas de
uso” (de acuerdo con la strawsoniana distinción entre oración, enunciado y
enunciación), y (2) que Foucault parece complacerse en equiparar “enunciados”
considerados como eminentes —como aquellos que proceden de grandes filósofos,
científicos, juristas, escritores o políticos— con otros usualmente tachados de
secundarios o triviales, procedentes de manuales, reglamentos, archivos administrativos,
expedientes clínicos o policiales, gacetillas o panfletos. Se trata de dos caras de un
mismo procedimiento, que sólo resultan chocantes, cínicas o exhibicionistas para
quienes hayan olvidado el modo en que Saussure condujo su particular revolución
lingüística. Con ejemplos que se han convertido en canónicos (como el célebre análisis
del término messieurs), Saussure demostró que la pronunciación de una palabra no
tenía nada que ver con las variaciones fonéticas que pudiera registrar un magnetófono
para obtener una muestra estadística sino que, considerada como positividad
estrictamente lingüística, no es otra cosa más que el conjunto de todas las variaciones
fonéticas posibles (conjunto que el habla —la parole de una lengua— está normalmente
muy lejos de agotar) que pueden producirse sin provocar ninguna alteración del
sentido (alteración que, como es manifiesto, ninguna grabación magnetofónica puede
tampoco registrar, y que constituye el núcleo de lo que Trubetzkoy llamaría “prueba de
conmutación”). Desde ese momento, la fonología ya no es una disciplina prescriptiva
(como lo era la fonética cuando buscaba las reglas de la “buena pronunciación”), y
pierde el interés por distinguir entre “buenas” y “malas” pronunciaciones (distinciones
que están frecuentemente ligadas a criterios sociológicos de “gusto” en el sentido
analizado por Pierre Bourdieu10). Paralelamente y en el mismo contexto, Saussure había
defendido que el significado de una expresión no resulta de las intenciones más o
menos deliberadas de sus usuarios (que introspecciones exhaustivas o encuestas
sociolingüísticas podrían esclarecer) ni de la existencia en el “mundo” de tales o cuales
objetos sino que, para el lingüista, no consiste más que en el conjunto de todos los
matices semánticos bajo los cuales puede ser interpretada sin obligar a un cambio en el
plano del significante. También en este punto desaparece la diferencia entre buenas o
10 La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, trad. cast. M.C. Ruiz, Ed. Taurus, Madrid, 1988
(reed. 1998).
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No estoy con esto sugiriendo que el tándem foucaultiano de “las palabras y las
cosas” pueda reducirse al par saussureano “significante/significado”, ni intentando hacer
de Foucault un epígono de Saussure en el campo de la filosofía: sólo pretendo mostrar
que el tipo de trabajo filosófico sobre la historia que distingue la obra de Foucault, así
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Otro tanto cabría decir de una noción que ha caracterizado de manera más
marcada a una buena parte del pensamiento francés contemporáneo: me refiero al
concepto de escritura que, con matices sin duda diferenciados, podemos encontrar, a
partir de cierto momento, en Maurice Blanchot, en las primeras construcciones teóricas
de Jacques Derrida, de Roland Barthes y de Julia Kristeva, y también, aunque con
distinto acento, en la obra de Emmanuel Levinas. En este caso, el interés de Blanchot,
Derrida o Barthes no tenía que ver, como en los textos de Foucault, con la historia, sino
más bien con la literatura en su sentido más amplio, término al cual la noción de
“escritura” se propone justamente sustituir. En los ensayos de su llamada “etapa de
formación” y en otros escritos —sólo por su extensión— “menores”, el propio Foucault
había indicado claramente el problema, con su agudo ojo de historiador: lo que
llamamos “literatura” no ha existido siempre; es decir, por literatura entendemos una
cierta relación que hoy mantenemos con ciertos textos, algunos de los cuales (los
contemporáneos) pueden haber sido ya producidos como tales, mientras que muchos de
los demás no fueron en absoluto “literatura” en el momento de su producción y
recepción primeras. Desde el momento en que tomamos conciencia de este hecho,
comprendemos que la “literatura” es hija de determinada sociedad y solidaria de una
serie de instituciones (Academias de las Letras, Sociedades de Autores, Facultades de
Pese a las diferencias que separan el uso de este término en los autores
mencionados, y pese a la distancia —subrayada incluso en clave polémica— entre la
“escritura” así considerada y el “enunciado” en sentido foucaultiano que acabamos de
caracterizar, parece innegable que también en este caso la transgresión de las fronteras
entre géneros o el desprecio (metodológico) de las jerarquías de autores y obras tiene
por objeto localizar esas mutaciones que, ubicadas entre la materialidad gráfica de lo
escrito y la idealidad hermenéutica de lo significado, entre la voz y el fenómeno, son
capaces de producir nuevas formas de objetividad o nuevos modos de subjetividad. Y,
asimismo, de manera semejante a como la “arqueología” foucaultiana es capaz de hacer
emerger y de devolver la vida o la relevancia a esos “residuos” marginados por la
historiografía triunfante (la historia que hacen los vencedores y la que se hace desde el
punto de vista de los vencedores, como tantas veces subrayase Walter Benjamin), el
análisis en términos de escritura no solamente “reivindica” obras “menores” o de
autores “malditos” (Sade, Artaud, Sacher-Masoch, etc.), sino que también eleva al rango
de objetos dignos de análisis “textos” plebeyos o secundarios (como la publicidad, la
moda vestimentaria, la gastronomía, el mobiliario o los automóviles y la narración
policíaca, en el caso específico de Roland Barthes).
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“posmoderno” umbral a partir del cual «Todo vale (igual)» no era, pues, a menudo, más
que una reacción apresurada y miope ante un modo de operar que, más que por ser
anárquico, se caracterizaba por trastocar o “transvalorar” las jerarquías establecidas (sin
que ello signifique que este procedimiento esté exento de dificultades).
Pero, ¿en qué sentido sería este un pensamiento de la diferencia? Sucede que, en
este recorrido por el “desierto” del texto (ese “afuera” cartografiado por Blanchot y
Foucault), todo significante aparece siempre como repetido: por definición, la letra no
tiene primera vez, es lo que es precisamente gracias a su repetibilidad, a su no-
originalidad12; sin embargo, repetir no es reproducir: es el “molde gráfico” lo que se
reproduce, pero la letra, como el fonema de la lingüística, no se reduce a su materialidad
tipográfica. Cada repetición es una nueva inscripción que actualiza algunas
virtualidades de la letra y desdeña otras, esas otras que el gramatólogo, recurriendo a la
diseminación intertextual, restituye devolviendo al texto toda su complejidad. Y este
ejercicio minucioso de la repetición “literal” o “textual” es aún pariente de aquel
“conjunto de variaciones posibles de pronunciación de un sonido” practicado por los
lingüistas: así como el recorrido de todas esas variaciones fonéticas que constituyen el
espectro virtual de un fonema va mucho más allá de las variedades empíricas que se dan
en el habla (parole), así la cadena de las repeticiones de un texto produce un exceso de
significante claramente suplementario con respecto al que es necesario para transmitir
un mensaje o para referirse a un objeto (lo que a veces se llama “sobreinterpretación”13),
aumenta la significancia (que no la significación) de un texto de un modo que pone al
descubierto lo que acaso es el procedimiento elemental con el que opera la “literatura” y
gracias al cual produce sus efectos; este procedimiento antieconómico (producir más
significante del instrumentalmente necesario, difuminar los contextos en lugar de
acotarlos, etc.) es quizá lo que determina el “valor” (literario y cultural) en general de
un texto, lo que impide que se agote en el servicio a las urgencias de la actualidad o en
su utilidad para el presente, lo que le permite sobrevivir a su contexto y admitir —como
12 «La escritura traza, pero no deja trazas; a partir de algún signo o vestigio, autoriza a
remontarse únicamente a ella misma como (pura) exterioridad y, como tal, no se da nunca ni se
constituye ni se reúne en relación de unificación con una presencia (algo que ver o que oír) o
con la totalidad de la presencia, o con lo único presente-ausente» (Maurice Blanchot, “La
Ausencia de Libro”, en L’Entretien infini, trad. cast. Diálogo inconcluso, Ed. Monteávila, Caracas,
1970, p. 652).
13 Vid. Jhonatan Culler, En defensa de la sobreinterpretación, en U. Eco, Interpretación y
sobreinterpretación, trad. cast. J.G. López, Cambridge University Press, Madrid, 1995.
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14La confluencia de estas dos acepciones del diferir, (a) diferencia (distinción) y (b) diferimiento
(posposición o aplazamiento) es lo que intenta expresar la fórmula derridiana de la différance.
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No estamos ya, pues, hablando sólo de un saber acerca del lenguaje, sino del ser mismo
del lenguaje15, del ser-lenguaje. Un ser que ahora se propone ser pensado como
Diferencia y comprendido en términos de acontecimiento, Diferencia y acontecimiento
que constituyen el Afuera (afuera con respecto a la conciencia representativa) y que
traducen a su modo la ya citada indicación de Lévi-Strauss, postulando así que el ser del
lenguaje no está acantonado en el lugar en donde el sujeto lo percibe.
15Constituye un tópico de la crítica filosófica del estructuralismo (y, por tanto, un índice del
problema genuinamente filosófico planteado por esa metodología) el señalar que los “cuadros
de oposiciones” presentados por lingüistas, semiólogos, psicoanalistas, antropólogos o
sociólogos para explicar tal o cual formación como si fuera un lenguaje, posibilitan un análisis
que, no obstante su precisión, deja siempre un resto no binarizable o un residuo irreductible a
esos cuadros de oposiciones. Sin embargo, es justo decir que algunos de los “padres” del
estructuralismo francés (y notoriamente Lévi-Strauss y Lacan) observaron y señalaron esta
dificultad antes de que fuese tematizada por la crítica filosófica.
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manifiesto más bien cuando tenemos dificultades para comprender o para hacernos
comprender —como si el ser y los entes se oscureciesen mutuamente al manifestarse—.
16Es ya un tópico de los historiadores de la filosofía (un tópico cuyo más cómodo exponente es
la comparación de las posiciones respectivas de R. Descartes y J.Locke) el señalar, como rasgo
cuando menos estilístico, que hay pensadores que se esfuerzan en mantener los vínculos del
pensamiento filosófico con el “sentido común” (como, manifiestamente, muchos de los de la
tradición empirista en lengua inglesa), y otros que se esfuerzan en romper tales vínculos (de lo
que encontramos diferentes ejemplos en la filosofía europea continental). Y no está de más
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esas “rupturas” del sentido común o “perturbaciones” de la opinión son justamente, para
estos pensadores, las ocasiones privilegiadas de manifestación de la Diferencia, se
comprenderá quizá su obstinación en negarse a todo “compromiso” tendente a
“resolverlas”, e incluso su “rencor” contra el universo de la “normalidad”: es como si
estos conflictos irresolubles, paralizantes, que determinan un genuino impasse del
“curso normal de las cosas”, tuvieran para los autores en cuestión el valor de ejemplos o
incluso de símbolos de la Diferencia que permitirían elevarse desde lo óntico-empírico
de la experiencia ordinaria hasta lo ontológico-trascendental traicionado (en el doble
sentido —si es que realmente es doble—de “abandonado” y de “delatado”) por esa
misma experiencia. Y de ahí, igualmente, la permanente acusación contra estos
pensadores en el sentido de que, a pesar de plantear enormes problemas, se niegan en
redondo a ofrecer alguna “solución” o a adherir a alguna de las soluciones (o tentativas
de solución) existentes. Este punto —intraductibilidad de los textos, irreductibilidad de
las diferencias, inconmensurabilidad de los enunciados—, la filiación nietzscheana de
cuyo carácter polémico resulta casi innecesario subrayar, supone el lugar de mayor
fricción entre la filosofía francesa post-estructuralista y las principales corrientes del
pensamiento del siglo XX que le son contemporáneas. En la obra de Derrida —más
subrayar que, cuanto más se separa una filosofía del “sentido común” o de la “opinión” (como
—pongamos de nuevo este ejemplo tópico sólo para entendernos— hace Descartes en sus
Meditaciones metafísicas), tanto más “vergonzosa” o injustificable aparece su “sumisión” a las
reglas ordinarias del orden establecido (como —por seguir con el tópico— sucedería con el
Descartes del Discurso del método), implantándose entonces la exigencia de que el filósofo
verdaderamente “separado” del sentido común se convierta en maldito para autentificar su
filosofía (lanzando, por ejemplo, exabruptos contra la figura del “filósofo funcionario del
Estado” —como si hubiese alguna incompatibilidad de base entre la filosofía y el Estado que no
afectase a quienes dependen de una fortuna privada—, exabruptos que hoy resultan tanto más
extemporáneos por proceder justamente de filósofos que son funcionarios del Estado).
En una nota al pie de su ensayo ¿Solidaridad u objetividad? (hoy recogido en Escritos filosóficos, I
[Objetividad, relativismo y verdad], trad. cast. J. Vigil, Ed. Paidós, Barcelona, 1996, p. 50), Richard
Rorty, a pesar de no haber hecho una lectura directa de Deleuze (extrae sus referencias de las
breves líneas dedicadas a este asunto por Vincent Descombes en su Lo mismo y lo otro [trad. cast.
cit., pp. 199-217]), pero conociendo de primera mano a Derrida, Foucault y Lyotard, detecta —
con bastante perspicacia, a mi parecer— en esta aversión al consenso un cierto “pathos de la
autenticidad” que contaminaría, no sólo el pensamiento de Deleuze, sino el de la mayor parte
de sus colegas de generación. Yendo un poco más lejos que Rorty en este punto, podríamos
decir que (1) así como es innegable que los filósofos “clásicos” manifiestan a menudo una
preferencia por “el orden y la decencia” que puede fácilmente llevar a un pensador formado en
la escuela de la sospecha a suponer que estas filosofías son frecuentemente más insensatas de lo
que quieren aparentar, (2) sería preciso llevar este ejercicio de la sospecha hasta sus últimas
consecuencias y preguntarse si acaso estos pensadores “heterodoxos” (que a menudo
emprenden cruzadas contra “el sentido común”, la opinión y las “buenas costumbres”) no serán
en muchos aspectos más sensatos de lo que ellos mismos se pintan (las llamadas de Deleuze a la
“prudencia” en todos sus escritos a partir de 1980 o el “desapasionamiento” del último Foucault
son, a este respecto, paradigmáticos).
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de la diferencia hayan hecho siempre esto o lo hayan hecho sistemáticamente, sino más
bien que esto constituye una tentación perenne de su propio modo de filosofar—, no
solamente se anula la posibilidad de inteligibilidad de la acción y se dificulta toda
posible razón práctica, sino que, además, al eliminar (por mezquina) la convención, se
elimina el vínculo entre el significante y el significado y, con ello, la Diferencia misma
a cuyo pensamiento se pretendía servir (porque si todo sentido es desviado, entonces
ninguno lo es, todo sentido es recto, todo sentido se solidifica y se enquista, y el
“conflicto de diferencias” se reduce fácilmente a una —efectivamente irresoluble—
guerra de identidades). Desprender lo trascendental de lo empírico es, sin duda, la tarea
de la filosofía. Pensar el ser como diferencia es una determinación común del “giro
ontológico” de la filosofía del siglo XX. Pero la “razón práctica” no se obtendrá a base
de intentar “deducir” lo empírico a partir de lo trascendental. El relativo reflujo que hoy
afecta a estas filosofías de la diferencia ha revelado en el debate ético-político su flanco
más débil (los partidarios de la diferencia se han tenido que enfrentar con los efectos
más perversos de sus programas filosóficos —desde sus resonancias en el “nihilismo”
de algunos grupos políticos violentos hasta sus ecos en la caricatura de lo
“políticamente correcto”—, que ostentaban un desprecio por la opinión pública y por el
pacto social de visos claramente románticos), pero no es el único. La radicalidad de
estos proyectos parecía conducirles a un “espléndido aislamiento” que minaba sus
propias pretensiones críticas (fomentando una “metafísica de la ausencia” no menos
envarada que la denostada “metafísica de la presencia”).
(…)