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Claramente se observa que la Corte —tal cual había sido adelantado por los
legisladores en el Congreso de la Nación en el debate de la ley 48— se inclinó en
forma expresa y con muy similares argumentos por la doctrina sustentada por el
Poder Ejecutivo Nacional y el Senado de la Nación en el momento del dictado de
aquella ley, manifestándose contraria a la posibilidad de llevar a la Administración
ante los estrados judiciales sin su previo consentimiento. ¿Por qué no lo hizo antes en
la causa referida a la inundación de los depósitos de aduana? Es evidente que
admitir una demanda de este tipo habría significado para la Corte dar un paso sin
retorno. Pero me sigo preguntando acerca del caso de Bates Stokes y Cía. … ¿estaría
pensando la Corte en la teoría de la doble personalidad del Estado? En un fallo que
comentaremos más adelante, la Corte se explicará.
La siguiente referencia importante es, sin duda, la sentencia del 1º de junio de
1865, recaída en la causa “El doctor D. Juan Carlos Gómez, en representación de su
hermano don José Cándido, en demanda contra la Nación”30. Se trataba de una
demanda por daños y perjuicios a raíz de la presunta usurpación de unas tierras.
Al correrse vista al procurador fiscal, a la sazón, el doctor Salustiano J. Zavalía, que
había intervenido como diputado en la sanción de la ley 48, el prestigioso jurista dijo:
“La Suprema Corte ha declarado ya en un caso práctico sometido a su consideración
que la Nación no puede ser demandada; y como sus decisiones hacen regla para los
casos idénticos y forman la jurisprudencia constitucional, no he podido dejar de
oponer ese importante privilegio declarado por la Suprema Corte, por más que en el
Congreso se haya resuelto en contrario la cuestión al sancionarse las leyes sobre
justicia nacional, y por más también que como diputado haya votado a favor de la
doctrina de que la Nación puede ser demandada, conociendo en consecuencia
jurisdicción en los Jueces para declarar el derecho a su respecto”.
En esta línea, el juez de sección resolvió sobre la base de los fundamentos del fallo
“Seste y Seguich” y, como es lógico, lo mismo hizo la Corte.
Pero además, el Alto Tribunal se refirió al inc. 6º del art. 2º de la ley 48 y, entre otras
cosas, señaló: “El Congreso, al suprimir en el inc. 6º del art. 2º del proyecto la parte final
de él, que limitaba expresamente la competencia de los jueces de sección a las causas
en que la Nación o los recaudadores de sus rentas fuesen parte actora, lo hizo adoptando
la moción de uno de sus miembros, que, para poner término a una discusión demasiado
prolongada, propuso que se uniformase el texto de esa disposición de la ley con el de la
cláusula relativa de la Constitución, y se reservase a la Corte Suprema fijar en sus
decisiones el sentido legal de la última”31.
Para dejar clara su posición, postuló además “que la Suprema Corte, conociendo
por apelación de la causa de ‘Bates Stokes y Compañía contra el Poder Ejecutivo
Nacional, sobre indemnización’…no reconoció entonces que la disposición
constitucional citada la autorizaba para resolver los asuntos en que la Nación fuese
parte demandada y no dedujo su competencia de esa disposición, sino de las
circunstancias particulares de la causa, que, a su juicio, le daban carácter
excepcional y la ponían fuera de su alcance, tales son: la de haber tenido lugar la
avería antes de la cesión de la Aduana a la Nación, la de haberse entablado y
proseguido la acción contra el Gobierno provincial hasta hallarse casi terminado el
juicio, cuando pasó el expediente al Gobierno nacional, y la de concederse por las
leyes que regían ese procedimiento un recurso de apelación para ante el Tribunal
Superior de Provincia: “que del sentido que la Suprema Corte ha dado en el caso que
recuerda el Procurador Fiscal a la cláusula constitucional que debe regir el presente,
no se sigue que los acreedores de la Nación carezcan de los medios de hacer valer
sus derechos, pudiendo ocurrir al Congreso, que por el inc. 6º del art. 67 está
facultado para arreglar el pago de la deuda pública y en cuya imparcialidad,
ilustración y justicia hallarán sus legítimos intereses la misma protección y garantías
que en los tribunales de la Nación”.
También el tribunal resaltó que el legislador argentino había tenido en cuenta el
sistema de la Constitución norteamericana y que en aquel país la jurisprudencia era
muy clara. Utilizó en apoyo la Corte el hecho de que “entre nosotros se halla
establecida esta misma jurisprudencia respecto de la deuda procedente de las
causas que se asignan a la presente reclamación, como lo prueban las leyes que se
han sancionado para su reconocimiento, liquidación y forma de su pago”.
De la lectura de estos fallos se desprenden las vacilaciones iniciales del Alto
Tribunal en este aspecto.
En “Bates Stokes y Cía.” nada dijo acerca de la imposibilidad de demandar a la
Nación ante los tribunales judiciales. Más bien, implícitamente la reconoció, siempre
y cuando existiera un reclamo efectuado previamente en sede administrativa. En
“Seste y Seguich” expresó enfáticamente que la Nación no podía ser demandada sin
su consentimiento expreso. Finalmente, en “Gómez”, concluyó que la doctrina de
“Bates Stokes y Cía.” era excepcional dadas “las circunstancias particulares de la
causa”—concepto bastante utilizado por los tribunales para apartarse de su posición
anterior sin justificarse demasiado— y, asimismo, dejó de lado la idea del “reclamo
administrativo previo” estableciendo como doctrina que las pretensiones pecuniarias
dirigidas contra el Poder Ejecutivo debían interponerse ante el Congreso de la
Nación, encargado del arreglo del pago de la deuda pública, que, dado el caso,
dictaba una ley que reconocía la deuda y establecía la forma de liquidación y pago
de la indemnización.
Esta sería la postura sostenida un tiempo después por la Corte en la causa
“Rodríguez Balmaceda y Cía. c. Fisco Nacional por cobro de pesos” 32, sentencia
del 5 de septiembre de 1868, donde los actores reclamaban la repetición de una
suma de dinero pagada por error en concepto de derechos de aduana. En este
caso, el procurador fiscal manifestó que la Nación no podía ser demandada. La
actora, por su parte, expresó que “si la Nación no era demandable, lo era el Fisco,
como resultas de las Leyes de Indias, que la Constitución ha dejado en vigencia, y
que son leyes nacionales…y que su demanda era dirigida contra el Fisco y no a la
Nación”.
Adviértase lo resuelto en la sentencia del juez de sección de la provincia de San
Juan, que ilustra con meridiana claridad la situación jurisprudencial de la cuestión:
“Que aunque este juzgado había asumido jurisdicción, conocida y fallada el 12 de
julio de 1865 en causa análoga de menor cuantía entre D. Desiderio Bravo como
actor, y la Administración de Rentas Nacionales de esta ciudad como demandada,
tomando en toda su amplitud jurídica la palabra ‘parte’ del art. 100 de la Const.,
como más conforme a la jurisprudencia anterior a la misma Constitución, y a los
principios de equidad y justicia que están más en armonía con el régimen
democrático por ella establecido; la Suprema Corte de Justicia ocupándose directa y
especialmente del caso en la causa promovida por el notable jurisconsulto doctor
don Juan Carlos Gómez, como representante de su hermano don José Cándido
Gómez, en la cual sostenía aquél la competencia de los tribunales nacionales para
los asuntos en que la Nación sea parte demandada, ha resuelto por segunda vez
dando a la palabra ‘parte’ del citado artículo de la Constitución una interpretación
restrictiva, y declarando que la Nación no es parte demandable…y que los juzgados
de primera instancia deben subordinar sus procedimientos a la jurisdicción
establecida por las resoluciones de su superior en cuanto al alcance de la justicia
federal, declaro que este juzgado es incompetente para conocer y resolver en la
presente demanda”.
El Alto Tribunal, en un pronunciamiento de cinco líneas, afirmó con cita del fallo
“Gómez” que la Nación no podía ser demandada ante los juzgados federales y
confirmó la sentencia. Véase que ya ni siquiera se hablaba de consentimiento previo,
simplemente se excluía a la justicia federal del conocimiento del pleito. Años más
tarde, comenzaría a dejarse atrás el período inicial de vacilación.
En efecto, puede advertirse repetidamente en los sumarios de fallos de la Corte la
siguiente frase: “La Nación no puede ser demandada sin consentimiento del
Congreso”33 o “la Nación no puede ser demandada sin su consentimiento” 34. La
regla, en principio, se había consolidado y parecía clara: al ser la rama legislativa la
encargada de arreglar el pago de la deuda pública, debía ser el Congreso Nacional,
mediante una ley35, el órgano habilitado para prestar el consentimiento para
demandar a la Nación ante la justicia federal.
El dictamen está firmado por los senadores Domingo Pérez y José Figueroa
Alcorta. Al comenzar el debate para su discusión en general, el miembro
informante por la comisión mentada, senador Pérez, señaló que el proyecto
tendía a que se permitiera en determinados casos efectuar demandas contra la
Nación, sin necesidad de la venia previa del Congreso. Apuntaba a una discusión
anterior en la que había surgido la dificultad a propósito de la inteligencia que se
debía dar a las palabras “en su carácter de persona jurídica”, concepto que no
estaba claro, pues la redacción observada decía que debían permitirse las demandas
en los casos en que el Poder Ejecutivo, en su carácter de persona jurídica, hubiera
desconocido el derecho de los interesados, cuando lo que realmente se debía
expresar era que procedían esas demandas en los casos en que la Nación se hubiese
obligado en su carácter de persona jurídica. Añadió que la nueva redacción que se le
daba al artículo aclaraba esa idea al determinar que los jueces federales conocerían
de las acciones civiles que se instaurasen, entendiéndose que en dichas acciones
civiles se hallaban comprendidas las comerciales y de minería.
Siguió la exposición del senador Pérez, con referencia a un nuevo art. 2º, que
importaba una garantía que se daba a los particulares, ya que se establecía un
plazo de seis meses para que durante ese tiempo pudiera la Administración
resolver el asunto que se reclamaba. Si en dicho término no se lograba decisión,
debía el interesado requerir pronto despacho, y si en los tres meses posteriores
no había resolución, éste podía acudir directamente a los tribunales federales.
En cuanto al art. 3º, sostuvo que su objeto era rodear estos asuntos de todas las
garantías que debían revestir, con el fin de que el Poder Ejecutivo, desde el primer
momento, tuviera conocimiento directo de la demanda que se iba a entablar contra
él, con lo cual se evitaba que los procuradores fiscales, por omisión, negligencia u
otras causas no las atendieran con la debida contracción y pusieran de su parte todo
el esfuerzo necesario para defender ampliamente los derechos de la Nación, a cuyo
efecto debían recibir las instrucciones del respectivo ministerio.
Expresó que el art. 4º tendía a modificar la ley general de procedimientos, dada la
naturaleza especial de estos asuntos, estableciendo plazos más extensos para
contestar la demanda y las excepciones dilatorias que pudieran presentarse en el
curso del juicio.
Después de la exposición del miembro informante de la Comisión de Negocios
Constitucionales, el proyecto fue aprobado en general y se pasó a la discusión en
particular.
Al tratarse el art. 1º, la inclusión de los jueces letrados de los territorios nacionales
en el término omnicomprensivo de “tribunales federales” trabó su aprobación, y se
pasó, por lo tanto, a un cuarto intermedio, en el que se zanjó la discusión sobre tal
incorporación más el agregado de un artículo que pasó a ser 6º (y éste, 7º)46.
En lo que aquí interesa, el senador García propuso reducir a sólo seis meses el
plazo estipulado en el art. 2º con relación al reclamo previo y la posibilidad de que,
superado ese término, se pudiera instaurar la acción directamente. La propuesta no
tuvo acogida, ya que el senador Pérez consideró que el Poder Ejecutivo debía tener a
su disposición toda la información y los elementos necesarios para configurar
adecuadamente su criterio y resolver el asunto. Agregó que era una garantía que se
debía a la Nación con el fin de evitar ser llevada a los tribunales antes de que se le
hubieran facilitado todos los medios para la resolución del caso, y evitar pleitos si
resolviera favorablemente el planteo del particular. El art. 2º se votó entonces como
la Comisión lo había redactado, así como los arts. 3º, 4º, 6º y 7º.
Pasado el proyecto con media sanción a la Cámara de Diputados, ésta formalizó su
tratamiento en la sesión del 17 de septiembre de 1900.
Fue el diputado Varela Ortiz quien hizo moción para que el despacho de la
Honorable Comisión de Negocios Constitucionales, que autorizaba a demandar al
Poder Ejecutivo de la Nación, sin requerir previamente venia legislativa, se tratase
sobre tablas. Recordó a sus colegas diputados que ya desde tres o cuatro años atrás
existía un sinnúmero de solicitudes particulares que recababan autorización del
Congreso para ejecutar derechos civiles contra el Estado, sin que se hubiera tomado
en consideración ninguna; por cuyo motivo el Senado había sancionado por
unanimidad el proyecto de ley que había despachado la Comisión de Negocios
Constitucionales.
Estas manifestaciones del diputado Varela Ortiz eran verdaderamente elocuentes
al caracterizar la deficiencia marcada del sistema impulsado desde la Corte Suprema
con el conocido caso “Gómez”, al cual ya me he referido, y otros posteriores que
señalaron la necesidad del previo consentimiento del Congreso o que éste mismo
dictara leyes de alcance individual para satisfacer indemnizaciones que reclamaban
los particulares.
Ante una moción de orden del diputado Sánchez, a raíz de que no se había
repartido a los diputados el proyecto y que de la simple lectura encontró serias
anomalías, se pidió la suspensión del tratamiento hasta la próxima sesión, moción
que resultó apoyada. Así se pasó a la reunión del 18 de septiembre de 1900, en la
cual el tratamiento del proyecto comenzó con las palabras del diputado Vedia como
miembro informante. Manifestó que el proyecto no era fruto de la improvisación,
porque casi en análogos términos lo había presentado en la Cámara el diputado
Gonnet en 1893 y había sido tratado en la comisión de legislación por
distinguidísimos diputados, entre ellos, el doctor Bermejo, y lo había informado en un
erudito y extenso discurso el diputado Castillo. Si bien la Cámara de Diputados lo
aprobó, el asunto quedó aplazado en el Senado. El mismo diputado Vedia revivió el
tema en 1896, pero sin fortuna.
Continuó diciendo el diputado Vedia que el proyecto que venía del Senado tenía
ligeras variantes con relación a los anteriores y que, en realidad, no hacía más que
suprimir el trámite de la venia legislativa para las demandas a la Nación,
sustituyéndolo por otros procedimientos que tendían a defender a la Nación en tales
casos. Por el artículo final, expresó, se establecía que los fallos condenatorios de la
Nación en esos juicios no tendrían sino un simple valor declarativo.
Recordó el arduo debate con motivo de la sanción de la ley 48 y la postura de la
Corte que había originado el procedimiento de la venia legislativa, al que calificó de
poco significativo, ya que encarpetar o retardar una concesión de venia para
demandar al Poder Ejecutivo importaba una negación o retardo de justicia, y porque
al concederla no se tenía la misión de pronunciarse sobre el derecho del solicitante
de la venia.
Puso de resalto que el antecedente estaba en la Constitución de los Estados
Unidos y que tenía una explicación enteramente local: que los estados fueron
asediados por multitud de demandas de particulares en virtud de las confiscaciones
que éstos habían realizado sobre los bienes de todos aquellos que se habían
mantenido fieles a los realistas ingleses. De ahí concluyó que los estados no podían
ser demandados, y al no poder serlo éstos, con igual razón no podía serlo la Nación.
Advirtió que, superada esa situación, la Constitución norteamericana fue reformada
en ese preciso aspecto por la enmienda undécima.
Consideró el diputado Vedia que con el proyecto se otorgaba una seguridad mayor
a las personas que litigan con la Nación en su carácter de persona jurídica, con todas
las garantías que aquél establecía para ésta.
En la discusión en particular, el diputado Bermejo realizó una reflexión que
entiendo debe resaltarse con el fin de demostrar la inutilidad en que había ya caído
el procedimiento de la venia legislativa. Así señaló Bermejo que era una necesidad
sentida la reglamentación en la forma en que devenía del proyecto en consideración
de las demandas contra el Poder Ejecutivo, evitando así ese sinnúmero de permisos
que se presentaban al Congreso, que nunca se habían discutido y que habían llegado
a ser una mera formalidad.
Podría hoy decirse que se había transformado en un ritualismo inútil47.
El proyecto finalmente se aprobó con la supresión del art. 6º y la modificación del
art. 1º con relación a los jueces letrados de los territorios nacionales, cuya mención
se decidió omitir.
Enviado el proyecto al Senado, éste, en su sesión del 25 de septiembre de 1900,
decidió rechazar las modificaciones introducidas por la Cámara de Diputados e
insistir con su original redacción48.
Por su parte, la Cámara de Diputados, en su sesión del día siguiente, trató sobre
tablas el tema e insistió en su postura49.
El 27 de septiembre, el Senado, a moción del senador Figueroa Alcorta, trató sobre
tablas la insistencia de la Cámara de Diputados y la rechazó, persistiendo en su
tesitura, por lo cual el texto del Senado se concretó en la ley 3952, promulgada el 6
de octubre de 1900.
Las consecuencias del nuevo texto normativo son, sintéticamente:
a) Nacimiento del reclamo administrativo previo.
b) Desaparición de la previa venia legislativa en los casos en que se demandara a la
Nación en su carácter de persona jurídica —acciones civiles—.
c) Mantenimiento del procedimiento de la venia legislativa si se demandare a la
Nación en su carácter de persona de Derecho público.
Precisó, además, que si bien el tribunal había admitido una posible intervención
judicial ulterior a la sentencia en casos de una dilación irrazonable en el acatamiento
del fallo, también había establecido que tal intervención no era posible sin un previo
debate formal sobre el punto, que no se agotaba en el mero transcurrir del tiempo, y
que en el caso no se había dado, pues la intimación al Estado nacional para que
manifestara la fecha de desocupación bajo apercibimiento de ser fijada de oficio no
configuraba dicho debate.
En la causa obraron dos disidencias. La primera fue la del ministro doctor Pedro
Aberastury, quien la fincó en las constancias de la causa. Aseveró que frente a una
sentencia de desalojo firme, dictada pasados ya cuatro años, no resultaba
impertinente dilucidar si se estaba frente al caso previsto para la debida intervención
judicial en orden al acatamiento del fallo.
Sostuvo que la intimación que se cuestionaba otorgaba a la autoridad
administrativa la oportunidad para exponer sus consideraciones sobre una situación
que había debido contemplar desde que fue condenada a devolver la finca
(septiembre de 1961).
Puso de manifiesto que su postura sólo trataba de armonizar los altos intereses
públicos y los derechos individuales comprometidos en el juicio.
En parecidos términos se expidió en su voto disidente el ministro doctor Carlos
Juan Zavala Rodríguez, quien resaltó las singularidades del caso y consideró que
frente a ellas no resultaba de manera alguna abusiva o irrazonable la medida de
intimación dictada que buscaba concretar el desalojo, descartando mayores
dilaciones.
Dejo constancia de mi adhesión a ambas disidencias.
Con una nueva composición, la Corte Suprema de Justicia de la Nación volvió a
tener un caso similar al de Novaro de Lanús. El pronunciamiento es del 7 de
septiembre de 1966, en los autos “Pietranera, Josefa y otros c. Gobierno de la
Nación s/Desalojo”88.
El tribunal adujo que en su nueva integración había de replantearse el problema y
la doctrina que informaba el caso “Novaro de Lanús”.
Para ello, partió afirmando que la regla del art. 7º de la ley 3952 había de
entenderse en su cabal significado, que no era otro que evitar que la Administración
Pública pudiera verse colocada, por efecto de un mandato judicial perentorio, en la
situación de no poder satisfacer el requerimiento por no tener fondos previstos en el
presupuesto para tal fin, o en la de perturbar su marcha normal.
Consideró que desde ese punto de vista la norma aludida era razonable, pero ello
en ningún modo significaba una suerte de autorización al Estado para no cumplir las
sentencias judiciales, pues importaría que el Estado se colocara fuera del orden
jurídico, cuando, por el contrario, era precisamente el que debía velar con mayor
ahínco por su respeto.
Destacó la legitimidad de arbitrar una prudente medida destinada a hacer
cumplir la sentencia, ya que otra interpretación sobre el art. 7º de la ley 3952
conduciría a poner la norma en colisión con la garantía constitucional de la
propiedad. Postuló que si se había dispuesto por sentencia firme el desalojo del
inmueble ocupado por el Estado, la prolongación sine die de tal ocupación sin
derecho vendría a ser una suerte de expropiación sin indemnización o, cuanto
menos, una traba esencial al ejercicio del derecho de propiedad. Puso de relieve
que ha transcurrido un plazo extenso sin que la sentencia se hubiera cumplido
(poco más de un año, agrego por mi parte).
Terminó afirmando que la intimación cuestionada resultaba prudente, ya que no
fijaba plazo de cumplimiento, sino que requería que el gobierno nacional manifestara
en qué fecha iba a desalojar el inmueble, con lo que el Estado quedaba en
condiciones para tomarse el plazo razonable que correspondiera. En cuanto a la
advertencia final de que en caso de silencio el plazo de desalojo sería fijado
judicialmente, ponderó la Corte que no era sino el corolario lógico de la potestad de
los jueces de hacer cumplir sus decisiones en defensa del imperio del Derecho.
El fallo “Pietranera” alcanzó una importante repercusión, y considero que la
decisión que allí se adoptó encuadra perfectamente en ese delicado equilibrio que
debe darse entre autoridad y libertad, los intereses individuales y los intereses
generales.
Sobre los parámetros asentados en “Pietranera” discurrió, ya sin problemas, en el
fuero federal contencioso administrativo, el arduo tema del carácter meramente
declaratorio de las sentencias contra el Estado.
En todo el lapso de mi desempeño como secretario, juez de primera instancia y
juez de Cámara en ese fuero (entre 1974 y 1983) se aplicó la solución brindada en el
caso “Pietranera”.