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SELECCIÓN DE TEXOS

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01/03/2013

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Dra. Juliana González

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FRAGMENTOS DEL LIBRO EL PODER DE EROS

2000: El poder de eros. Fundamentos y valores de ética y bioética, México:


Paidós/UNAM.

- Introducción, La ética hoy: su resurgimiento, pp. 21 – 28.


- Primera parte, Eros, anthropos y ethos:
 Ethos y ética, pp. 40 – 43.
 Eros y valores, pp. 59 – 63.
- Segunda parte, Pólemos y Harmonia:
 Dilemas éticos de la libertad, pp. 65 – 69.
 Hacia una implicación dialéctica del yo y el otro, pp. 69 – 74.

INTRODUCCION
LA ÉTICA HOY: SU RESURGIMIENTO

Antes decíamos: no hay ética sin metafísica –o sin


religión- Ahora debemos decir: no hay metafísica ni
ciencia sin ética o sin política.
[Victoria Camps, Historia de la ética, p. 8].

Es evidente que prevalece en nuestro tiempo un generalizado y recurrente llamado a la


ética, que proviene no sólo de la filosofía sino de los más diversos ámbitos, teóricos y
prácticos, y en el cual se apela tanto al pensamiento ético (a la filosofía moral) como a la
realización concreta de la vida ética (a la moralidad efectiva de los seres humanos).i
La relevancia que han llegado a adquirir hoy las cuestiones morales contrasta
significativamente con la “imposibilidad” de la ética -de “hablar” de ella y más aún de
querer “fundamentarla” -como señalaba Wittgenstein-, o bien con el desinterés por la
filosofía moral, con la indiferencia e incluso el menosprecio que llegaron a mostrar por ella
algunas filosofías representativas del Siglo XX como fueron, entre otras, la de Martín
Heidegger, o la corriente “científica” y antihumanística del marxismo. Contrasta con el
desplazamiento que ha tenido la ética ante la preeminencia de los temas de filosofía política
o de filosofía de la ciencia, considerados independientes y ajenos a significaciones de
índole moral y valorativa en general.

1
El reciente interés por la ética puede ser signo, desde luego, de un genuino
resurgimiento de la filosofía moral, de una verdadera preocupación por superar la crisis de
la moralidad, por renovar la significación de los valores éticos y dar, así, respuesta a los
problemas morales que agobian al hombre contemporáneo; puede ser expresión,
ciertamente, de una conciencia auténtica y profunda de su importancia y necesidad, tanto
filosófica como existencial.
Pero hay muchos signos también de que la recurrente apelación a la ética puede ser
síntoma de la crisis misma, uno de los datos más evidentes de ella. Hablar de “ética” y de
“valores” se ha tornado lugar común, sujeto a toda clase de manipulaciones y distorsiones;
sujeto sobre todo a la comercialización y por lo tanto a su vulgarización en versiones
simplistas y superficiales, a la mercadotecnia de los valores éticos y su enseñanza; de ahí el
éxito de la ética aplicada a los más diversos campos. Lo cual no está mal, aunque por lo
general responde más a intereses de índole comercial que al mínimo de rigor y de
conciencia crítica que requiere la enseñanza y difusión de la ética. Ésta se concibe más bien
como “receta”, antes que, por supuesto, como “alumbramiento” socrático. Son incontables,
en verdad, las muestras actuales de banalización y trivialización de las cuestiones éticas y
axiológicas.
Pero volviendo al desinterés que la filosofía tuvo previamente a este resurgimiento,
cabe preguntarse cómo fue posible que la ética se hubiera tornado insignificante, después
de haber ocupado un lugar central en toda la tradición filosófica, desde su instauración
socrático-platónica. Cómo pudo quedar desplazada del interés filosófico y existencial,
luego del gran proyecto de la modernidad, cargado de significación ética, y tras la magna
fundamentación kantiana.
A esto cabe responder que fueron factores innegables en la crisis de estas dos
tradiciones, decisivos para el destino de la ética, los llamados pensadores de “la sospecha”.
A pesar de las obvias diferencias entre Marx, Nietzsche y Freud, los tres representan un
giro hacia la base, hacia los sustratos primordiales, ya sea de la sociedad, ya de la vida, ya
del psiquismo. A partir de ellos, los hechos humanos, particularmente los morales, son
explicados ab inferiori, sin remitirse a una supuesta naturaleza divina ni a una capacidad
puramente racional del hombre.

2
Para Marx, en efecto, la moral tiene una mera función ideológica, al servicio de los
intereses de clase, y no es en el fondo más que -como él la llama- una “papilla sentimental”
que emboza los verdaderos problemas y carece de todo poder para transformar el mundo.
En todo caso, nula significación puede tener ya el orden de la moralidad, una vez que se
produce el viraje total hacia la zona infraestructural, cuando el eje queda puesto en lo
colectivo y material, y todo es cuestión, en definitiva, del devenir indefectible e impersonal
de “la necesidad histórica”. ii
Nietzsche por su parte, al pronunciarse contra los “trasmundos”, reivindica las
fuerzas irracionales de la vida y ve la moral como la máscara del resentimiento, hipocresía
de los débiles y esclavos. La libertad, para él, sólo puede afirmarse en sentido inverso de la
negación de la vida, que es el rasgo inherente a las morales.iii
Y Freud, en fin, habrá de mostrar -no sin pesar suyo- lo ilusorio que es el mundo de
los valores, lo poco que pueden la razón y la moral para mejorar al hombre y lo mucho que
sí pueden, en cambio, para enfermarlo y hacer su infelicidad. La moral -toda moral posible-
es forma de represión y ésta, forma eminente de psicopatología [Véase González, 3].
El marxismo, en particular, representaba a su manera un último reducto de
esperanza del proyecto racional y ético de la modernidad. Se asentaba en la promesa del
“nuevo hombre”, de que la revolución superaría, al fin, la mentira de los ideales siempre
traicionados, de que “ahora sí” se daría el advenimiento del “reino de la libertad” y el
comienzo de la verdadera “historia” del hombre. El fracaso del socialismo real es entonces
el fracaso de esta última promesa. De ahí ese vacío de ideales y valores, ese vacío de
utopía, que dejó su desplome –y que no ha sido reparado. Y de ahí también, en
consecuencia, el ferviente intento de muchos de retomar y reavivar el impulso axiológico
que estuvo en el origen y reconocerlo como lo que no debe morir.
Pero, ¿qué son todas las “sospechas” y cuestionamientos teóricos o filosóficos –aun
cuando vayan a los cimientos mismos de la moralidad- comparados con los hechos de
demolición de ésta que conllevan los horrores del siglo, en su invalidación fáctica de toda
racionalidad y toda ética posibles? ¿Qué son, frente al vacío de una genuina realización
moral que se hace particularmente patente en el estado de guerra y violencia que ha
prevalecido en el siglo hasta el presente, en las múltiples expresiones de irracionalidad y
deshumanización, y en el mentís a la condición ética del hombre que se ha dado en la

3
historia concreta de nuestro tiempo y en la creciente amenaza al porvenir de lo humano
como tal?
“Ninguna época en la historia de occidente mostró mayor confianza en el dominio
de la razón que los dos últimos siglos [...]. Y ninguna época conoció el mal en una
dimensión tan amplia” [L. Villoro 1, p. 7].
¿Es posible la poesía después de Auschwitz? -preguntaba Adorno- Auschwitz,
Hiroshima, Gulag... Kosovo, son ciertamente los nombres de ese estado de odio y locura
que atraviesa el siglo XX y son imborrables de la conciencia del hombre contemporáneo;
son los nombres de ese tocar los confines del mal -a los cuales se pueden añadir muchos
más-.
Auschwitz en especial, como tanto se ha visto, y nunca lo suficiente, es el
paradigma no sólo del infernal poder del odio y la crueldad, de la capacidad terrible del
hombre de infringir sufrimiento al hombre, sino también de la invención maligna de nuevas
formas -masivas, tecnificadas, impersonales- de tortura y muerte, formas para llevar a cabo
eso que se denomina “exterminio”. Auschwitz tiene características tales, que lo convierten
en un hecho incomparable como muchos lo han advertido, entre ellos Günter Grass cuando
escribe:

[...] a pesar del empeño de algunos historiadores por citar casos comparables [...], lo
monstruoso, referido al nombre de Auschwitz, ha seguido siendo inconcebible
precisamente porque no es comparable, porque no puede justificarse históricamente con
nada, porque no es asequible a ninguna confesión de culpa y se ha convertido así en punto
de ruptura, de forma que resulta lógico fechar la historia de la Humanidad y nuestro
concepto de la existencia humana con acontecimientos ocurridos antes y después de
Auschwitz [G.Grass, p. 13].iv

¿Es posible la ética después de Auschwitz, después de esos otros nombres, después
de ese reinado de las pulsiones de muerte y guerra, que aún no termina...?
Son sin duda innumerables los signos de la crisis moral del presente, y es agobiante
la literatura de denuncia de ella hecha desde diversas perspectivas, de manera recurrente y
hasta obsesiva. Pero también son innumerables las muestras de inutilidad, si no es que del
fracaso de tales denuncias y del propio discurso ético.

4
¿Para qué la ética entonces? ¿Cuál es la repercusión real del discurso ético? ¿Hay
alguna? Pero también hemos de preguntar lo contrario ¿cuáles serían los efectos de la
ausencia de este discurso, las consecuencias del silencio ético, si éste llegara a ocurrir?
Frente al desencanto, a la indiferencia y a la desmoralización, se alza ciertamente la
voz del denuedo moral. Y como resulta obvio, es la crisis misma, el derrumbe de valores, la
quiebra de fundamentos, la carencia de respuestas al sentido de la vida, lo que renueva el
ímpetu de búsqueda, el afán de encontrar nuevas razones para la esperanza y nuevas
razones para la razón misma, todo ello sin borrar la experiencia de la crisis.
Sobresalen, así, los afanes por superar el divorcio entre ética y política y también la
separación entre ética y ciencia. Y son notables asimismo los empeños de la filosofía actual
por reencontrar a los clásicos y reavivarlos desde las perspectivas de hoy; a Kant y a Hegel;
a Aristóteles, de manera destacada, aunque también a Platón o a Sócrates, e incluso a los
presocráticos. Pero no ya el ir a ellos sin las prevenciones de la razón crítica; es el
reencuentro después de la crítica, no antes; tras el desengaño, el desenmascaramiento y el
derrumbe de las falsas ilusiones, no antes.
La ética del presente tiene abiertas, en efecto, las más clásicas cuestiones morales,
las de siempre, hoy intensificadas; pero al mismo tiempo, la agobian nuevos problemas -
problemas éticos de enorme trascendencia y también de gran urgencia. Se trata, por un
lado, de las cuestiones planteadas por la crisis misma y por las demandas de la vida social y
política; y, por el otro, de los nuevos horizontes y enigmas abiertos por la ciencia y la
tecnología, en los que, en muchos sentidos, están en juego tanto la posibilidad ética de la
vida humana como el provenir mismo del hombre.
¿Qué se espera de la ética? ¿Por qué la invocación a ella? ¿A qué necesidades
tendría que responder?
El llamado a la ética lo es en el fondo a varias cosas, las cuales, por lo demás,
coinciden con algunas de sus notas distintivas:
1° Es apelar al individuo, al yo moral, al hombre-persona, en la interioridad de su
conciencia y de su capacidad de responsabilidad individual. Es remitirse al agente moral
como soporte de valores vivos y de autenticidad. Todo ello en contra del vacío desolador
de la impersonalidad y, en consecuencia, de la irresponsabilidad de “las estructuras”, “los

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procesos”, “los sistemas”; en contra de la abstracción de la colectividad y el lastre de las
morales anquilosadas.
2° La posibilidad de la ética lo es asimismo del acceso a la alteridad, o más bien, de
la posibilidad del “altru-ismo” en su sentido más amplio, como reconocimiento del otro, de
la capacidad de actuar para él y de saberse unido a su destino.v El llamado a la ética lo es a
recobrar la confianza en la autenticidad de los vínculos interhumanos y a reinstaurar, en
definitiva, el orden de la justicia y del bien común, frente al creciente y amoral reinado del
egoísmo individualista -fuente del mal, en términos agustinianos.
3° Como es evidente, la apelación a la ética es la apelación a la razón. Los fines de
la ética son inseparables del proyecto de racionalizar la vida; de introducir en ella un
“orden” propio, una “medida” de la que los dioses no dotaron por naturaleza al hombre; la
posibilidad de reconocer esa “ley” que obliga en el fondo de la conciencia: el daímon
socrático o “la ley moral que reside en mí” -según la memorable expresión kantiana-. La
racionalidad frente al dominio caótico de la hybris, de la desmesura y soberbia; de la
quiebra de las medidas y el desencadenamiento de las fuerzas de la violencia; aquello que
para los griegos era “el peligro demoniaco” de la insaciabilidad, causa de la ruina humana.
La razón ética (práctica) como fuente de una universalidad que permite rebasar el mero
subjetivismo de la acción.
Y la razón (logos), como sabemos, es también orden y es palabra: fundamento de la
comunicación y de la comunidad. El requerimiento de la ética lo es del logos comunicante,
frente a la incomunicación que reina en este paradójico tiempo de “las comunicaciones”.
4° Se espera asimismo de la ética que trace de nuevo el horizonte del valor, la
posibilidad misma de valoración, de diferenciación cualitativa entre lo que vale y lo que no,
entre bien y mal, entre el sí y el no, como base del sentido o dirección de la vida humana.
Esto, frente a las graves propensiones a la indiferencia moral, al “todo vale”, luego
nada vale; al dostoievskiano “todo está permitido”, frente a ese estado de “caída” del que
habló Nietzsche, una vez que se borra “la línea del horizonte”:
¿Nos caemos sin cesar? ¿Hacia adelante, hacia atrás, de lado, de todos
lados? ¿Todavía hay un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada
infinita? [...] ¿No hace más frío? ¿No veis oscurecer cada vez más, cada vez más?
[F. Nietzsche 1, p. 125].

6
5° Se demanda de la ética, en fin, la reinstauración del poder de la libertad, de la
capacidad humana de trascender lo dado, de crear un mundo y dotarlo de sentido en función
de ideales y valores. La libertad del ethos, de la “segunda naturaleza” o “sobrenaturaleza”
en que se cifra la dimensión ética, y en general cultural o espiritual, del ser humano.
Ello, en suma, en contra de la barbarie, del hundimiento en los determinismos o la
sumisión a las estructuras de dominio, a los puros valores de consumo y mercantilización
en todos los ámbitos de la vida; la inmersión en la pura inmediatez, la intrascendencia, el
sinsentido y la banalidad.
¿Y cómo ha de responder la ética a este múltiple llamado, después de la crisis de la
metafísica del proyecto ilustrado? ¿Puede seguirse empeñando en la búsqueda de un
fundamento absoluto o puro de la moralidad?
Todo parece indicar que esto ya no es posible y que la ética tiene que pensarse de
distinta manera. Ya no en términos de escisiones, de dualismos, sean éstos metafísicos o
formales (aunque tampoco de monismos). Ya no en términos de ser puro, razón pura, deber
puro, libertad pura. Por el contrario, todo apunta a la necesidad de alcanzar una
comprensión unitaria, no excluyente, integradora de los diversos factores del mundo ético;
de que éste sea visto en su intrínseca complejidad, en sus contradicciones internas, su
dinamismo y su constitutiva relatividad.vi Pueden variar, y de hecho varían, los distintos
modos filosóficos de entender la unidad, de dar razón de las conjunciones e interrelaciones
de los componentes del mundo moral; los esfuerzos más significativos del presente van, sin
embargo, en dirección de un pensar la moralidad sin absolutos, sin escisiones ni estados de
pureza.
Particularmente en lo que se refiere al yo y al otro, la ética revela que aunque ambos
parecieran por necesidad excluyentes, pueden no serlo sino implicarse recíprocamente. Más
aún, lo decisivo es que la vida ética remite a la vez al yo mismo, a la autenticidad, y a la
capacidad de ésta de ser para el otro o los otros. Pues sería imposible concebirla, como tal
ética, si no es en esta doble y simultánea significación. Y en este sentido, cabe decir que
ella es a la vez principio de individuación y de comunicación. Lo propiamente ético
empieza cuando se logra esa conjunción esencial, cuando se llega a ese punto de
confluencia en que se hace patente la doble dirección de eros hacia la felicidad propia y
hacia la vinculación interhumana. Es así como a nuestro juicio se ha de pensar hoy la ética:

7
como implicación de los contrarios y no como exclusión de ellos. Dialécticamente, y no en
visiones dicotómicas y excluyentes.vii
Es cierto que, por una parte, prevalecen en la historia concreta las estructuras de
dominio y, en consecuencia, de exclusión, por las cuales los seres humanos se afirman a sí
mismos en la negación de los otros; que tiende a imperar el “círculo infernal” del que habla
Sartre, donde el sujeto libre -“para sí”- sólo se afirma en la objetivación o cosificación del
otro, y a la inversa: donde la libertad del otro constituye la cosificación del yo. Y si, como
pretende Sartre, esta estructura tiene validez ontológica, es decir, universal e indestructible,
no hay ética posible, pues ésta se funda ciertamente en la posibilidad de la ruptura del
círculo de la libertad-terror y la cosificación. La ética comienza donde termina el ámbito de
la dominación y la violencia; donde “yo” y “tú” no se excluyen recíprocamente. viii Y un
solo acto de genuina comunicación interhumana y reciprocidad, de autenticidad en el
vínculo amoroso, basta para invalidar el supuesto anti-ético de que la estructura amo-
esclavo es constitutiva de una naturaleza humana inalterable. Concebida en su esencia
incluyente, la ética funda la esperanza de romper el círculo de la dominación, lesivo en
todas sus manifestaciones. Y hay muchos indicios de que la necesidad de esta ruptura es
algo señaladamente presente en el actual reclamo de un resurgimiento de la ética.
Y por otra parte, aunque también es verdad que la moral ha tendido al sacrificio del
yo, éste no puede juzgarse válido ya como una auto-inmolación, producto de la represión,
de la fuga de sí o del masoquismo. El genuino autosacrificio ha sido siempre -y en la
medida misma de su autenticidad- dimensión del amor y de la plenitud ética de quien se
ofrece libremente a él. No es la coercitiva anulación de “las inclinaciones” del yo, en pos de
una moralidad abstracta, aprisionada en los imperativos del deber formal.
Así concebida, la ética conlleva una especie de “conversión” interior por la cual el
yo se transforma, despierta de su encierro egocéntrico, narcisista, y accede a ese crucial
punto de convergencia entre el bien propio y el bien ajeno. Se trata, en efecto, de una
profunda auto-transformación, por la cual el ser humano construye la auténtica subjetividad
ética [Véase 7]. Pero ha de insistirse en que esa conversión interna no es la cancelación del
deseo; pues como es manifiesto también, tras la crisis de la razón moderna y el
desenmascaramiento de los engaños de la moral, la ética no puede -y ya no podía, desde los
tiempos hegelianos- fundarse en los imperativos de una razón pura, desprendida de toda

8
experiencia vital, de todo contenido y del impulso de las fuerzas irracionales o extra
racionales que también son componentes del mundo moral; no puede fundarse además, por
lo tanto, en una voluntad pura que cancela la irrenunciable aspiración humana a la felicidad.
Adquieren hoy, por esta razón, singular relevancia los ideales de armonía,
conciliación, paz; el antiguo anhelo de la conciliatio oppositorum, en contraste con las
pretensiones de valores unívocos, extremos, polarizados y absolutos; a la lógica de la
exclusión, de “lo uno o lo otro” -como dijera Kierkegaard-. Aunque tampoco valdría la
aspiración a una conciliatio pura, abstracta, y en el fondo ilusa e imposible, que sólo
afirmara la “armonía”, la “síntesis”, la paz, ya sin conflicto ni tensiones, sin antítesis, ni
lucha y desgarramientos. Sería incluso éticamente inimaginable un puro ideal de
conciliación que no implicase también la conciencia de lo irreconciliable, de las disyuntivas
y alternativas concretas entre las cuales se da la opción y la renuncia inherentes a la vida
moral. El ideal de armonía conlleva el juego de “conjunciones y disyunciones” -en términos
de Octavio Paz-, “dialéctica de la dialéctica” -en los de Hegel-.
No se trata, entonces, de la armonía entendida como desenlace escatológico, que
está en un futuro utópico, culminación del supuesto devenir racional y necesario de la
historia, o del ideal de paz y concordia al cual se aspira individualmente como
“iluminación” definitiva. No se trata de la triada hegeliana o marxiana que desarticula los
tres momentos dialécticos en un tiempo unívoco y lineal. Es, si acaso, una estructura
dialéctica constante, actual, sincrónica, capaz de dar razón de la ambigüedad constitutiva
del ser humano, de la simultánea conjunción de harmonía y pólemos, como era en la
dialéctica heracliteana. El telos no está en “la paz perpetua” o en una armonía estática, sin
tensiones ni lucha, la cual, por lo demás, carecería de sentido ético.
Pero entonces habría que reconocer que los valores y los ideales no se hallan,
consecuentemente, en el “no lugar” de la utopía (ou-topía). La dimensión ética de los
valores, de los ideales y los fines opera ya, hic et nunc, en la actualidad concreta de las
vidas y de la historia, aunque se desplace a la vez temporalmente, como memoria y como
proyecto.
Lo decisivo es la hormé, el impulso hacia el valor, la aspiración, la philía, el eros,
en suma, como motor de la existencia humana, de cuya intensidad y eficacia vital depende,
en última instancia, la salud moral de los individuos y las sociedades. La rareza de una

9
auténtica realización de lo valioso, particularmente en el ámbito de la ética, su escasez, su
carácter minoritario e intermitente, no implican su inexistencia, ni mucho menos su
inutilidad e intrascendencia para la vida. Tan determinante como es la inevitable distancia e
idealidad de los valores, lo es su poder intangible sobre el mundo, su capacidad de
potenciar la vida y dotarla de razón y sentido. En esa dialéctica de realidad e idealidad se
funda la doble necesidad ética, de paz y reconciliación con el mundo, por un lado, y de
lucha por su transformación, por el otro.ix
¿Qué hace entonces la diferencia entre bien y mal, si no hay victoria moral
definitiva, si la lucha ética es interminable, si no contamos ya con la seguridad de criterios
metafísicos o formales de carácter absoluto?
La vida moral se estructura en un claro-oscuro permanente, y sólo en extremos de
excepción se dan los estados relativamente “puros”. Siempre caben tentaciones, siempre es
posible -como lo sabe la sapiencia cristiana- el hundimiento o la salvación. La propia
condición ética se funda en esa constitutiva contingencia, clave de la libertad. Acaso lo que
hace las diferencias, de lo que depende la valoración y la cualidad moral de la vida no se
cifre en otra cosa que en la composición y el equilibrio internos, en la estructuración y
proporción de las fuerzas dominantes, en la hegemonía o predominio de unas sobre otras,
en sus combinaciones y “recombinaciones” -como ocurre con las estructuras biológicas. En
unos casos, puede reinar la armonía y el poder de eros y la concordia, la presencia viva de
valores; en otros, en mayor o menor escala, las fuerzas tanáticas del odio, la irracionalidad
y la muerte.
Tales diferencias dependen a su vez de la praxis misma, de la vigilia y la acción
cotidianas que la enseñanza socrática formulara como un “hacerse mejores cada día”;
depende, en suma, de una especie de autopóiesis, de auto-creación [Véase E. Nicol, 5] por
la cual nos empeñamos día a día en la construcción de nuestro ethos, de nuestro “modo de
ser”. La ética es conquista perenne, como la vida misma. Es, ciertamente, arte de vivir.
Además ha de reconocerse, y de nuevo con Nietzsche, que “también la Tierra moral
es redonda”, y que también está en movimiento; que las diferencias entre bien y mal, que
los criterios de valor, no son uniformes, estáticos y absolutos; que tienen carácter histórico
y social, y han de ser pensados más allá de cualquier maniqueísmo. No hay valores
absolutos, pero sí hay valores, sí hay “línea del horizonte”. Valores que van configurando

10
cada cultura, en su permanencia y en su cambio, en su cohesión temporal y social, así como
en sus transformaciones [Véase J. González 13].
Pero tan cierto como es que sí hay criterios culturales de valor, lo es -como diría
Sartre- que “no hay nada escrito en un cielo inteligible” y que “cada quien ha de inventar su
propio camino moral”, en la radical soledad y en el riesgo, inherentes a su autonomía. Sólo
que son ambas cosas a la vez. Se revela aquí una nueva y paradójica conjunción entre la
conciencia del valor (en su relativa universalidad), y la irreductible soledad (singularidad)
de la decisión moral, de la vida humana en su unicidad. Tampoco lo uno en exclusión de lo
otro. El corazón de la ética sigue puesto en la phrónesis aristotélica; no sólo por la
capacidad de ésta de volver los ojos a la pluralidad y a la concreción de la vida moral, sino
de conjugar el criterio universal de la virtud con la irreductible singularidad del acto moral.
En la phrónesis así comprendida, se cifra ciertamente el arte ético de vivir, de alcanzar la
“vida buena”.
Puede afirmarse, entonces, que frente al fracaso de los ideales excluyentes de
pureza, de la moral de los absolutos y de la represión, se abre hoy la esperanza de una ética
del eros y de la felicidad, cercana al fluir concreto de la vida moral, a la reconciliación del
hombre consigo mismo y con los otros, a la consecuente y siempre ansiada posibilidad de
armonizar el bien propio con el bien del otro y con el bien universal.
El resurgimiento de la ética, su respuesta al múltiple llamado de que es objeto,
depende ciertamente de su capacidad de recobrar la dimensión de los valores: la
autenticidad, el altruismo, la justicia, el amor, la racionalidad, la libertad, la armonía, la
tolerancia, la no violencia. Pero la recuperación de todo esto ya no puede ser a costa de la
felicidad humana; no al precio de la represión y al precio, consecuentemente, de incubar
algo así como el “retorno de lo reprimido”: la locura de los individuos y los pueblos, con
sus catastróficas consecuencias; de desatar, en suma, las fuerzas regresivas de
irracionalidad e inhumanidad, o de desesperanza y melancolía, que tanto han predominado
en el siglo que acaba de concluir.
La conciencia, al igual que la vida, es poca cosa -dice Freud- pero es todo lo que
tenemos; y lo mismo podría decirse de la ética. La victoria moral es siempre relativa y
contingente, “tiembla”, como la virtud aristotélica de la “continencia” (enkratéia, y su
opuesta, la akrasia) pero es la forma propiamente ética de la victoria. Así como la verdad

11
no deja de serlo por ser histórica y relativa, siempre perfectible, siempre en proceso de
vencer y a la vez de reconocer la ignorancia, la victoria moral no deja de ser victoria por no
ser absoluta, por la tensión trágica que le otorga sentido.x Victoria trágica siempre en
vigilia, sostenida en el esfuerzo cotidiano y creador del equilibrio moral, que hace
prevalecer la armonía sobre el desgarramiento, la libertad sobre la esclavitud; que, más allá
de las fuerzas demoniacas y la ruina, mantiene viva la poesía. Sostenida siempre en esa
modalidad fundamental de la fe, que es la fe en el poder del hombre de construir su ethos,
su propia morada humanizada; la fe vital que le permite, en suma, alcanzar el triunfo
primordial del logos sobre la hybris. También en la vida ética, el mito del origen se recrea
eternamente.

NOTAS :

i
Con esta generalidad, y en ambos sentidos, utilizaremos aquí el concepto de ética, salvo
los casos en que se indique otro empleo del término.
ii
Aunque también es cierto que, aun cuando no se desarrolle explícitamente, la concepción
de Marx tiene una importante significación ética, justo si ésta se comprende en su sentido
más amplio y fundamental.
iii
En nuestro libro El héroe en el alma intentamos realzar también el carácter
eminentemente ético de la filosofía nietzscheana, así como la esperanza que él abre para
reencontrar un fundamento vital de la ética, particularmente en la reconciliación de lo
dionisíaco y lo apolíneo y en la propuesta de valores y virtudes del Zaratustra.
iv
Es una realidad cuya sola existencia es la refutación más completa, desoladora y
convincente de varios siglos de pensamiento utópico, como ha dicho Margo Glanz. Y cabe
añadir que se trata asimismo de la refutación más completa y desoladora de varios siglos de
esperanza en la condición moral de los hombres.
v
No nos referimos aquí al “altruismo” como autosacrificio, “penitencia”, como se verá
particularmente en la Segunda Parte, Capítulo “Implicación ética del yo y el otro”.
vi
“Las grandes dificultades que ha tenido la filosofía en su historia radican en que no ha
sido nunca posible evitar esa inclinación de la razón filosófica hacia uno [de los extremos]:

12
razón a costa de la sinrazón, realidad a expensas de la irrealidad, ser al precio de la nada; o
bien, al revés, la sinrazón frente a la razón [...] o la nada a costa del ser [...] o bien la
idealidad a costa de la irrealidad [...]” [E. Trías 2, p. 292].
vii
Para el tema de la relación del yo y los otros, véase más adelante “El eros y la ética” e
“Implicación ética del yo y el otro”.
viii
Véase “Razones éticas contra la violencia”.
ix
Véase más adelante en “Eros y anthropos”, la contradictoria naturaleza del eros (y del
hombre) como plenitud y carencia.
x
La ética es sin duda “la tarea del héroe” como lo vio Fernando Savater en su obra así
titulada [1].

13
2000: El poder de eros. Fundamentos y valores de ética y bioética, México:
Paidós/UNAM.

- Primera parte, Eros, anthropos y ethos:


 Ethos y ética, pp. 40 – 43.
 Eros y valores, pp. 59 – 63.

ETHOS Y ÉTICA

“Ética” lleva en su nombre el ethos. Lleva, con él, la riqueza de sus significados.
Reconocer esto nos abre hacia una idea de ética que, recogiendo precisamente esa riqueza,
hace posible una mejor comprensión de la ética del presente, ilumina su sentido y le abre
nuevos horizontes.
Se trata, desde luego, de una idea de ética que comprende tanto la realidad del
mundo moral en su complejidad como la reflexión teórica y filosófica acerca de esa
realidad, referida precisamente en el ethos. Es decir, la ética comprendida al mismo tiempo
como teoría y como praxis, como la disciplina y su objeto. Entre ambos órdenes hay desde
luego diferencias pero ellos se encuentran a la vez tan íntimamente comunicados. Y uno y
otro, por lo demás, suelen abarcarse en lo que comúnmente se entiende por “ética”: tanto el
“mundo” ético o moral como la “reflexión filosófica” acerca de éste. Lo cual lleva también
a la necesidad de esclarecer la relación entre “ética” y “moral”.
En un sentido muy general, estos dos términos son ciertamente intercambiables y se
usan de hecho como sinónimos. Sin embargo, la filosofía se ha empeñado también en
distinguirlos. En ocasiones, así (1), cuando se relaciona ética con ethos y moral con mos
moris, se concede a la ética una mayor generalidad, mientras que la moral quedaría
circunscrita al significado de hábito o costumbres (de los pueblos y los individuos). Otras
veces, en cambio (2), “moral” se referiría al aspecto puramente abstracto, ideal,
escasamente realizado de las normas y los valores, en contraste con “ética” que estaría más
cercana a la realización moral. Pero la distinción más frecuente (3), es la que se establece

14
precisamente entre el orden de la ética como filosofía moral, regida por fines
eminentemente teóricos, cognoscitivos, y no valorativos, que se centra en la búsqueda de la
verdad de la moralidad en general y de toda moral posible, en contraste con el orden de las
morales concretas, en sus aspectos normativos y “prescriptivos”; las cuales han de ser
reconocidas, asimismo, como un fenómeno múltiple y diverso: siempre como las morales y
no como la moral o una moral. x
Pero no puede soslayarse que, aún considerada como filosofía moral, en su
significación teórica y cognoscitiva, la ética no es del todo axiológicamente indiferente. Los
sistemas éticos suelen establecer principios y fundamentos de la moralidad en general de
los que derivan criterios universales de valoración y pautas racionales de aquello que los
filósofos griegos llamaron la “vida buena”. En este sentido, se diluyen los límites entre lo
propiamente teórico y la praxis moral, de modo que la ética se revela como literal “ciencia
práctica”, como ciertamente la definió Aristóteles.
Se produce, así, un tránsito de la filosofía moral a la moral filosófica, que justifica
que la ética se entienda en ambos sentidos: como filosofía moral y como moral filosófica.
Lo decisivo, sin embargo, es que esta última, por serlo, se distingue de toda otra moral por
su capacidad de “dar razón” del mundo ético, de fundamentar criterios universales de valor
y no normas concretas y particulares de acción. Y en ningún caso sus alcances valorativos
absorben o eliminan sus significaciones teóricas estrictamente filosóficas. Desde su propia
reflexión teórica y cognoscitiva (sin perseguir fines prescriptivos ni mucho menos
“moralizantes”), la filosofía moral da lugar, en efecto, a criterios y principios éticos
universales; y en este sentido, da paso a una “moral filosófica” la cual contrasta con las
otras morales que se van configurando históricamente, de acuerdo con factores de toda
índole: social, política, religiosa y que difícilmente se apoyan en un fundamento racional.
Lo cual explica por lo demás que en ocasiones se llegue a oponer “la ética” (moral
filosófica) a “la moral” (convencional, acrítica, inauténtica y anquilosada).
¿Cómo podemos entonces entender hoy la ética? Quizá convenga en general
mantener el concepto en los tres sentidos señalados y, sólo en las ocasiones pertinentes,
referirse expresamente a uno en particular:

15
1° Ética como “mundo moral”; como la realidad ética, “objeto” de estudio de la
ética teórica. Una realidad compleja constituida no sólo por normas morales, sino por todo
cuanto implica el ethos.
2° Ética como “filosofía moral”, cuyos alcances son fundamentalmente teóricos y
cognoscitivos.
3° Ética como “moral filosófica”, que sienta criterios y principios fundamentales de
valoración moral.
El ethos habla en esencia del mundo propio de la ética. Los sentidos del ethos nos
aproximan, en última instancia, a eso que, en términos actuales, es la condición ética del
hombre. A ésta, ciertamente, hace referencia, por un lado, el ethos en tanto que el mundo de
la morada o refugio interior; ese singular ámbito de “seguridad”, de fuerza, que constituye
la interioridad, la dimensión de la “conciencia moral”. Seguridad que implícitamente se
busca porque no se tiene. El ser humano encuentra en su “fuero interno”, en su actitud, una
forma de ser menos vulnerable y dependiente de los avatares de la fortuna, del bien y el mal
exteriores. Crea otra escala de valor (“no hay mal para el hombre de bien”, dirá Sócrates),
con base en una visión no inmediata de la vida, de una comprensión más honda y amplia de
ella. Pues el ethos se construye también, como se ha visto, en la acción habitual que da
continuidad o unidad temporal a la vida y, con ellas, estabilidad e identidad; en este sentido
es imposible comprender la ética, si no es como una dimensión esencial de la temporalidad,
del enlace de la memoria y el proyecto. El hombre crea, en suma, con su conciencia y su
acción, esa clave del ethos que es la autarquía: la posibilidad de “abastecerse”, “nutrirse” y
“bastarse” a sí mismo; de encontrar en el interior (en el alma o psyché) el eje verdadero de
la existencia. El ethos-daimon es, en efecto, su poder interno, su “dios”, su fortaleza. Y así
podrá coincidir la vida ética justamente con la eu-daimonía o felicidad.
Y por otro lado, la condición ética se cifra ante todo, en ese rasgo del ethos puesto
en la capacidad humana de darse su propia forma, de “imprimir” su modo de ser (xaractér),
de trascender lo meramente dado, de construirse una “segunda” nueva naturaleza, en la cual
finca el sentido de su vida, de sus acciones y de sus relaciones con los otros y con el
mundo. Se trata ciertamente de la construcción de sí mismo, del “habitar-construir
heideggeriano”; algo adquirido, no dado, que requiere permanentemente vigilia o cuidado.
El ethos como naturaleza libre del hombre.

16
La ética, además, conlleva el orden de la normatividad, de la creación de “códigos”
morales que tienen la facultad de obligar y dirigir la vida humana en determinado sentido y
evitar que se proyecte en otros. Y desde la perspectiva del ethos, este orden normativo, el
de la “ley moral” y del “deber ser”, corresponde a esa otra naturaleza que es la naturaleza
moral: el reino del nomos, (diferenciado del de la physis, en tanto que ley natural), y que
está destinado ante todo a asegurar la comunidad interhumana. Su obligatoriedad es en
efecto de otra naturaleza -y de ahí la tendencia a adjudicarle un origen divino.
La ética lleva en su nombre, ciertamente, la multivocidad del ethos: el ethos-
morada, ethos-hábito, ethos-carácter, ethos-actitud, ethos-libertad, ethos-destino, ethos-
habitar humano. Y todas estas dimensiones remiten a su vez a las que constituyen dos
principales polaridades y tensiones básicas del mundo ético: la primera es la que existe
entre el ámbito de la “interioridad” (de la conciencia moral y la subjetividad: el ámbito del
“yo”) y el de la “exterioridad” (de la dimensión altruista y social de la moral: la necesaria
referencia al “otro”).x Y la segunda es la polaridad que se da entre el orden de los valores,
ideales y normas (idealidad) y el de la realidad concreta de la vida moral efectiva, de los
individuos y las sociedades.x
En la historia, la reflexión filosófica puede recaer preferentemente sobre uno u otro
aspectos o bien abarcar el mundo ético en forma integral, con sus propias tensiones.
Reiteremos, sin embargo, que esta última opción es la que tiene sentido para la ética del
presente, la cual, en efecto, ha de partir, a nuestro juicio, del reconocimiento de la
multivocidad del ethos y, con él, de una concepción integral que abarque sus distintas
dimensiones y las polaridades básicas del mundo moral.
Ethos -decimos- será nombrado después con categorías más precisas y conceptuales
como son las de “condición ética”, “moralidad”, “eticidad constitutiva”, entre otras;
categorías y conceptos que forman parte de los contextos teóricos de filosofía moral en su
desarrollo histórico. En un sentido, así, tales categorías estarían de algún modo prefiguradas
en el ethos desde sus orígenes arcaicos. Pero en otro, lo que estos conceptos modernos
ganan en precisión, en exactitud, en “claridad y distinción”, lo pierden en esa hondura
intuitiva que poseen palabras originarias como ethos, por su capacidad de captar el
fenómeno en su integridad sintética, en su movilidad e incluso de evocar la naturaleza en el
fondo irreductible e insondable que tienen las cosas humanas; ahí donde se tocan los

17
confines y se revelan por igual luz y sombra, donde la intuición tiene más poder de
verdadero entendimiento que la mera razón conceptual. Cuando el lenguaje es, en efecto,
más cercano a la experiencia y vivencia directas y, con ellas, a una genuina sabiduría ética.
La memoria del ethos posibilita ciertamente una visión más rica e integral del
fenómeno ético, de esa realidad construida por el hombre que implica el ethos como
segunda naturaleza. Pero ello conduce, de manera directa, al planteamiento del problema
radical aquí implícito, que es el relativo al de la naturaleza humana.
¿Qué clase de ser es aquel que construye su “modo de ser”, que trasciende la
naturaleza natural para existir en el orden cualitativo del sentido y del valor? ¿Cómo ha de
estar constituida la naturaleza humana para ser naturaleza ética? ¿Cómo abordar, tras la
crisis moderna y contemporánea de la metafísica, y tras el rechazo a las abstracciones
ontológicas, el problema de la naturaleza humana? Es aquí, justamente, en relación a estas
cuestiones donde se da el encuentro entre ethos y eros. Pues no hay ética sin eros. La ética
es una dimensión del amor; se funda en la posibilidad de acceder a la alteridad e
incorporarla al propio ser.

EROS Y VALORES

El carácter ambiguo y ambivalente de eros, su naturaleza contradictoria, nos pone ante la


cuestión decisiva de distinguir, y a la vez, vincular (más allá de toda posible “falacia”) los
órdenes del ser y del valor, y en general, los de la naturaleza humana, la historia real del
hombre y los valores humanos; o sea, la correspondencia entre ontología, historia y
axiología. Se trata de tres órdenes diferenciados (ser-historia-valor) que podrían expresarse,
asimismo, en términos de “instancias”, “aspectos” e incluso, metafóricamente, “niveles” o
“dimensiones” de una misma realidad unificada, irreductible en cada uno de sus sentidos.
Poner en eros o en la libertad la naturaleza ontológica del hombre, implica ponerla
en una constitución dialéctica que abarca, al mismo tiempo, más allá de todo dualismo
metafísico, tanto la unidad y la diversidad, como la permanencia y el cambio. Eros y
libertad son estructuras universales, fundamentales y definitorias de la condición humana,
que explican simultáneamente el ser del hombre y su devenir. La libertad es la “esencia”,

18
pero ésta es contingente: principio de diversidad existencial que conlleva su propia
negación y su carácter paradójicamente “in-esencial”.
Por ser libre en su ser mismo -como venimos diciendo- el hombre es su propio
hacer. No consiste en otra cosa que en sus manifestaciones, en sus expresiones históricas
concretas. La historia es justamente el escenario real del logro y el fracaso, de la afirmación
y negación de la humanitas y, con ésta, de la condición libre y erótica. En este sentido, el
devenir histórico no es algo aparte del ser mismo, no es mero “accidente” de éste, o sea, de
una sustancia o esencia que permanezca idéntica tras los cambios históricos y culturales. El
hacer histórico tiene significado ontológico, tanto como el ser mismo tiene significado
histórico. La naturaleza humana es, en suma, onto-histórica.
Y ambos, el ser y el hacer, tienen significado axiológico. La alternativa y la opción
de uno y otro no son valorativamente indiferentes. La valoración también es constitutiva, y
el valor, por así decirlo, permea el sentido mismo de cuanto es y hace el ser humano. La
cualidad no es tampoco mero accidente, y no lo es, en especial, la cualidad moral de cuanto
los hombres viven y crean. La historia misma tiene sentido moral y es moralmente
cualificable. El valor (y con él, el contravalor), está implantado en todo lo humano.
Se comprende así que haya que distinguir tres sentidos tanto de “libertad”, como de
“eros” y de “humanidad”. Que se hable (a) de libertad ontológica, constitutiva, equivalente
a ambigüedad y contingencia; (b) de libertad existencial, fáctica, realizada paradójicamente
tanto en las formas negativas de esclavitud y destrucción, como en el ejercicio efectivo de
“la verdadera” libertad, de la libertad positiva, siempre relativa y de rara presencia pero no
por ello menos real; y (c) de libertad como valor, como la meta o el ideal por alcanzar,
como desideratum ético, siempre operando como tal ideal, como un fin de perfección
aunque inalcanzable de manera definitiva.
Que, asimismo, hablemos (a) de eros constitutivo, necesariamente ambiguo;
plenitud y carencia, unión y desunión a la vez; (b) de eros histórico, realizado en sus
modalidades contradictorias, pero por eminencia en sus modalidades positivas como logro
efectivo del amor, la comunicación y la civilización,x y (c) de eros como valor: como el
cumplimiento ideal de su capacidad de unión y de su poder de “procreación”, vital y
cultural.x

19
Y que hablemos, en fin, (a) de “humanidad” o de condición humana como la
naturaleza ontológicamente capaz de lo humano y lo no humano; (b) de la humanidad
histórica, manifiesta en las infinitas muestras de inhumanidad pero, a la vez, como
testimonio de la empresa humana civilizatoria, como obra de humanización. Y (c) de
humanidad como valor supremo, como plenitud de la humanidad en su vertiente positiva,
en la afirmación de la excelencia humana. x
Y en tanto que por su constitutiva contingencia, eros-hombre lleva la posibilidad de
su propia negación, resulta un falso dilema preguntarse si es “bueno” o es “malo” por
naturaleza: es bueno-malo por naturaleza, y en eso se cifra su eticidad. Y desde luego bien
y mal se configuran históricamente; se construyen y se definen, cobran su propia realidad,
en el tiempo y en el espacio de cada sociedad o cultura; sus contenidos concretos son
impensables fuera de éstas. Pues, en efecto, el hombre hace (o deshace) su ser en la historia
y en la diversidad cultural.
El problema es, de nuevo, la frecuencia y la generalidad con que prevalecen en esa
historia las ilimitadas formas de la negación y de las “negatividades”. El evidente
predominio del fracaso de eros y del ejercicio creador de la libertad. El problema es la
rareza del bien y de la vida plenamente humanizada, el carácter minoritario de la aristeia
humana, de la presencia de “los mejores” (éticamente mejores).
Parecería incluso que la sobrevivencia del hombre en la historia se asegura por el
poder de Neikos, por la capacidad del fuerte de dominar e incluso aniquilar al débil; que lo
predominante también entre los hombres ha sido la supervivencia del más fuerte. La guerra
aparece en este sentido como motor fundamental de la historia, como la “partera de la
historia”, según la célebre expresión de Marx. Y la guerra como el reinado de la crueldad,
la destructividad y la muerte. Ahí no está eros presente, ni siquiera en sus modalidades del
erotismo negativo. Lo que parece más evidente en la historia y en las formas de vida más
generalizadas es el fracaso de eros, “las lágrimas de eros”, en tanto que éstas expresan su
ausencia, su invalidación y su derrota, insoslayables para toda conciencia “realista”.x
Sólo el reconocimiento de la ambigüedad constitutiva de eros, y con ella de su
poder de ascenso y su proyección vital al reino de los ideales y de los valores puede
relativizar esta visión de la historia y percibir las fuerzas más hondas y determinantes que
dan lugar a su también ambivalente movimiento. Pues por predominante, evidente y

20
generalizado que sea ese “lado oscuro de la historia”, no es todo en lo que ésta consiste ni,
en el fondo, lo verdaderamente esencial, en tanto que devenir constructor de “lo
propiamente humano”.
Habría al menos dos razones que -a nuestro juicio- explican este desequilibrio entre
lo predominante de las formas negativas de la historia y el carácter minoritario de las
positivas. Tales razones forman parte de la paradoja misma de la libertad: del carácter
condicionado y, a la vez, in-condicionado de ésta.
Por una parte, en efecto, la libertad requiere de “condiciones de posibilidad”. Ella
misma es expresión de lo posible no de lo necesario. Libertad es posibilidad y las
posibilidades concretas en que ella se realiza están sin duda condicionadas, forman parte de
las determinaciones, biológicas, sociales, económicas, psicológicas, culturales, etc. No hay
“segunda” naturaleza que no dependa de la “primera”, que no esté determinada por ella,
dentro de ese continuo indivisible -al que en otros contextos nos hemos referido. En la
naturaleza humana, libertad y necesidad -como hemos dicho- se complementan
recíprocamente; constituyen, de hecho, una inestable tensión y un frágil equilibrio donde la
dimensión libre, por definición contingente, se conquista y es posibilitada o imposibilitada
por el imperio de la necesidad. Sin condiciones de posibilidad no hay libertad [E. Nicol 1, 5
y 6]. x
Y la vida humana, individual y social, discurre temporalmente dentro de situaciones
variables, que ensanchan o angostan y enrarecen, a veces hasta límites extremos, el
“margen” de lo posible, y por ende de la libertad y de la cualidad humana y ética con que el
hombre puede vivir su vida. La inminencia de la muerte, la enfermedad, la vejez, la
pobreza, el sufrimiento en general (los males “vistos” por Buda) son ciertamente
situaciones límite que reducen la condición humana, que sumergen al hombre en el reino de
lo fatal, de la pura necesidad o de la mera sobrevivencia, cuando la “naturaleza primera”
absorbe y domina, coartando toda posibilidad de vida humanizada.
Es extraordinario, sin duda, lo que la propia libertad humana ha logrado
históricamente en su lucha contra la enfermedad y la muerte, en su prolongación de la vida,
pero no así en su disminución de la pobreza, que sigue siendo un rotundo mentís a los
poderes humanos de racionalizar la vida, y de crear, para todos, las mencionadas
condiciones de libertad y de una existencia humanizada. Precisamente en aquel mal que es

21
tan obvio y patente, y que más depende de sí misma, la sociedad humana se ha visto más
incapaz de superarlo, de modificar aquella estructura excluyente en la que ya recaía
expresamente Aristóteles como la división de la polis en ricos y pobres, juzgándola de tal
profundidad que ella no sólo abarca el cuerpo sino el espíritu [Aristóteles, Política 1328 a y
b]. Las condiciones de pobreza son, ciertamente -como lo expresa Carlos Pereda-
“condiciones de im-posibilidad” [2, pp. 77 ss.]. Son en verdad -añadimos- condiciones
literalmente in-humanas de existencia.
Y no obstante, lo asombroso es que en todas esas situaciones límite, incluyendo la
de la pobreza, sigue estando presente lo humano (por esto son éticamente inadmisibles), y
aún cuando sea por excepción (“milagrosamente”) llega a veces a florecer, ahí mismo, un
genuino ethos y a aparecer los rasgos de la auténtica excelencia humana.
Ninguna ética, en todo caso, y menos aún una ética del eros (fundada en el
reconocimiento de la igualdad ontológica y del impulso primordial hacia el otro) puede ser
ajena a la lucha por superar las estructuras de dominio que, al quebrantar la hermandad
constitutiva, generan un mundo irracional, incapaz de resolver el odio y las desigualdades.
No puede ser ajena a la indeclinable tarea (ético-política) de universalizar las posibilidades
de la libertad, de ampliar las bases reales para el “habitar” humanizado, de contribuir, en
suma, a la justicia y a la paideia, a la formación del hombre humano, a la construcción de
un mundo más justo y racional.
Aunque tampoco las condiciones de posibilidad son suficientes para asegurar la
realidad del eros y del ethos. El problema es que también éstos sólo se realicen por
excepción, aun cuando sí haya condiciones de posibilidad; cuando, incluso, éstas
sobreabundan en situaciones de “buena fortuna”. El problema es también el carácter
minoritario que tiene la vida buena, el “buen vivir” (euzoein) y el ejercicio pleno de la
libertad y de eros, en situaciones favorables.
Aquí la explicación nos lleva al polo opuesto en que se cifra la paradoja de la
libertad: a su in-condicionalidad. Las “condiciones” son solamente de “posibilidad”, y sólo
de “posibilidad”. El ejercicio de la libertad no se produce, sin más, como una simple
“consecuencia”. La realización del ethos es “in-necesaria”, ya no depende de tales
condiciones sino de la propia libertad, de la libre libertad (valga la aparente tautología).
x
Ella, en efecto, sólo está dónde se ejerce

22
Dicho de otra forma, la rareza de la libertad y de la presencia minoritaria del poder
de eros sobre los hombres, se explica, en este otro sentido, no sólo por la existencia de
grandes mayorías humanas para las que, en efecto, se estrechan las condiciones de
posibilidad de la libertad (los bienes de Poros), sino por el carácter creado, adquirido,
“artificial” (no natural ni necesario), en efecto libre, de la excelencia humana (de la areté).
Se comprende por el hecho de que la “humanidad” misma, la cualidad humana de la vida,
sea construida, por obra de la decisión y la acción concreta de los hombres, por su esfuerzo
de ser; sea literal humanización. Este esfuerzo es el precio de la libertad. x
La bondad humana es ciertamente frágil -como lo ha recordado y exaltado
Nussbaum-. Y la fragilidad del bien corresponde en nuestro contexto, a la fragilidad del
ser, a la contingencia, a la libertad constitutiva del ser humano. Éste se encuentra siempre,
es verdad, a expensas de la Fortuna (Tyché); pero a expensas a la vez de sí mismo, de su
destino interior y de su extremadamente frágil libertad. Y no obstante, comprendida como
el poder de eros y la fuerza del ethos, en la libertad está puesta la “perfección” del hombre;
una perfección que se cifra en su propia “imperfección”, si por ésta se entiende, en efecto,
su contingencia, su inestabilidad, su relatividad, su conflictividad y lucha perennes, su
condición deseante, erótica, en suma.
La victoria de eros es ciertamente siempre relativa y perfectible, siempre en
conquista de sí misma, sin vencer del todo su propia negación. La tensión no termina
nunca, es ella misma el principio del movimiento. A lo más a lo que cabe aspirar, tanto en
la vida ética individual como en la histórica comunitaria, es a esa victoria propia del héroe
trágico, cifrado en el predominio relativo del “eros ascendente” sobre el “eros
descendente” de la hybris y de las fuerzas tanáticas del anti-eros; en la hegemonía (nunca
absoluta ni definitiva tampoco) del entusiasmo, del eros ético y civilizador, del eros de la
“cura” existencial. La salud del alma, su bien moral consiste, no en un estado unívoco de
pura bondad, sino en esa armonía interna, en esa “proporción” -de la que hablábamos-,x por
la cual las fuerzas de eros prevalecen (en tensión) sobre las del anti-eros, sin vencerlas por
completo.
Y relativo es, obviamente, todo posible “progreso” moral, tanto en los individuos
como en la historia. No cabe, desde luego, pensar en un supuesto progreso, siempre
ascendente, unívoco y lineal que sacrifique la significación del pasado y del presente en

23
aras de un futuro inexistente. Ni tampoco es posible perder de vista que la condición
“fáustica” del hombre (el hecho de que cada opción implique una renuncia) hace que cada
avance en un sentido, traiga consigo, con frecuencia, un retroceso o parálisis en otro, lo
cual torna también muy cuestionable toda idea de progreso. Pero tampoco cabe hablar de lo
contrario: ya sea de “caída” o decadencia (histórica o vital), ya de estatismo o indiferencia
cualitativa de unos tiempos respecto a otros, que invalidara todo impulso y proyecto de
“mejora” ya que cualquier situación valdría por igual -y por tanto ninguna valdría en
realidad.
Desde luego, cada tiempo, cada época histórica, cada cultura, cada etapa de la vida,
conlleva su bien y su mal, y han de ser valorados respecto de sí mismos; en este sentido, no
son unos “mejores” que otros. Y no obstante, si se parte de la idea de lo que el hombre es,
así como de su destino histórico y moral, es imposible no efectuar una valoración general
de su desarrollo histórico y juzgar éste en términos de sus avances, estancamientos,
retrocesos e incluso regresiones.
Así, desde la concepción de la naturaleza humana como naturaleza erótica cabe
interpretar, al menos en uno de los cauces de la historia humana (la occidental en
particular), una decisiva evolución hacia el reconocimiento progresivo -no sin resistencias
ni regresiones- de la constitutiva igualdad interhumana, y hacia la búsqueda de una
simultánea afirmación de la libertad individual y la justicia. Y todo cuanto indique el
movimiento en esta dirección adquiere valor positivo. Todo cuanto contribuya, por
ejemplo, a la destrucción de las estructuras de dominio, en cualquier ámbito en que éstas se
produzcan, puede juzgarse éticamente valioso, precisamente con base en la idea de la
igualdad constitutiva del hombre.
Pero lo esencial es, entonces, reconocer que esa idea de la naturaleza humana está
proporcionando en realidad criterios de valor; que, en efecto, el ser funda el valor, tanto
como el valor, a su vez, ilumina el sentido del ser. Pues desde la perspectiva del valor, de
los fines últimos y los ideales, de lo que debe-ser, se hace patente que el ser propiamente
“humano” es, efectivamente, eros en su significación positiva, en verdad erótica; es decir,
amorosa y creadora; eros como “pulsión de vida”, como poder de unión y libertad. Y en
esta condición erótica se halla correlativamente el fundamento universal de los valores.

24
Pero reiteremos que los valores sólo existen en sus expresiones históricas,
culturalmente diversas y en proceso permanente de realización efectiva y de
transformación. Que siempre se plasman en “bienes” concretos, múltiples y variables -
como veían los axiólogos-. En este sentido, los criterios de valor se hallan en realidad
dentro de una tradición y una cultura determinadas. En éstas se plasman, con sus
modalidades y significaciones específicas las formas concretas en que cada pueblo expresa
sus modos de relación y comunicación, así como de realizar su ethos, es decir su forma
humana de ser.
Convergen aquí, en suma, los valores de la ética del eros con los del humanismo
universal. El criterio fundamental del valor ético es, en este sentido, el de la humanización.
“Bien” es cuanto contribuye a la realización del homo humanus y éste es el que, dentro de
una cultura humanista, ejerce su condición erótica y ética realizando los valores humanos
de la armonía, la paz, el amor, la justicia, la comunicación, la racionalidad, la igualdad y
evidentemente la libertad, con todo cuanto ésta conlleva. x
Y como se desprende de todo lo dicho, los valores humanos no pueden concebirse
como meras convenciones arbitrarias y superficiales, que tuvieran además una pura
significación subjetivista e ideológica (o “politeísta”, en términos de Weber). Tienen raíces
vitales en la propia condición humana. Se fundan en ella y en la realidad axiológica de cada
sociedad. Tienen la universalidad que les otorgan, tanto las estructuras constitutivas de la
naturaleza humana, como las manifestaciones concretas socio-históricas. No se trata, en
consecuencia, de una universalidad abstracta que excluya la pluralidad histórica y cultural
sino al contrario.
Los valores no son nada si no re-nacen en la matriz del aquí y el ahora;
heredándolos de su tradición, cada época tiene que hacerlos suyos, alumbrarlos de nuevo
desde sí, desde los parámetros de su tiempo y su cultura. Ocurre con los valores algo
análogo a lo que afirmábamos respecto de la historicidad de la filosofía. Cada presente se
nutre de su pasado, pero a la vez éste cobra vida porque se lo da el propio presente, al
hacerlo suyo y proyectarlo al futuro. Los valores son históricos y esto implica que sean
simultáneamente conservados y transformados; que tengan una eternidad cambiante,
necesariamente cambiante. Sólo su genuina renovación e incluso su innovación hace
posible su pervivencia.

25
Y no hay, en fin, valores propiamente “subjetivos”, aunque tampoco los hay sin un
sujeto, sin un “agente moral” que los asuma y les otorgue vida. Los valores forman parte de
un mundo heredado y compartido; pero no tienen sentido si no son asumidos
individualmente por los seres humanos que los incorporan y sustentan, sin el ascenso
erótico hacia ellos. Sólo eros alumbra y da vida al reino del valor, y sólo eros mueve hacia
él.

26
2000: El poder de eros. Fundamentos y valores de ética y bioética, México:
Paidós/UNAM.

- Segunda parte, Pólemos y Harmonia:


 Dilemas éticos de la libertad, pp. 65 – 69.
 Hacia una implicación dialéctica del yo y el otro, pp. 69 – 74.

DILEMAS ÉTICOS DE LA LIBERTAD

La libertad sólo se adquiere con la libertad


[...] la libertad es el hombre.
[Eduardo Nicol, Los principios de
la ciencia].

¿Somos realmente libres? ¿No será la libertad el nombre de nuestra ignorancia, de nuestro
desconocimiento de todas las causas que nos determinan a obrar? Y si no lo somos ¿qué
sentido tiene valorar nuestros actos y que se nos responsabilice de ellos? ¿Qué es en
realidad la libertad?x

Es significativo que estos problemas y estas dudas acerca de la libertad sean


recurrentes y se planteen con considerable frecuencia, tanto a nivel individual y práctico,
como en el orden teórico de la filosofía. La libertad es, en este sentido, problema. Y lo es
sobre todo porque parecería que (“antinómicamente”) tantas razones hay para negar que el
ser humano sea libre, como para afirmar que sí lo sea.
En su historia, es cierto, la filosofía y la psicología han dado soluciones o respuestas
señaladamente inclinadas en un sentido o en otro, y han tendido a planteamientos extremos,
presentando el problema en términos de una insalvable disyuntiva, que afirma o niega la
libertad. Pero también es verdad que, desde muy diversas perspectivas, ha habido y hay
significativos esfuerzos por ver la articulación e interrelación de la libertad y la necesidad

27
(de la libertad y la determinación), buscando dar razón de la forma concreta en que estos
dos órdenes se conjugan.
Entre tales esfuerzos, los más válidos y fecundos son, a nuestro juicio, aquellos que
reconocen que se trata de una implicación recíproca de los contrarios. La libertad es
ciertamente (pólemos), contraria a la necesidad, pero a la vez, ambas se articulan o se
conjugan dialécticamente (harmonía), para dar lugar a la complejidad y al dinamismo de la
existencia.
Puede decirse metafóricamente que la vida humana se “teje” con dos “hilos”: el del
destino y el de la libertad. Aunque en realidad que suele entenderse por “destino” ha de
desglosarse en dos: el destino propiamente dicho, y el azar; de modo que son en realidad
tres dichos “hilos”.x El destino es, en efecto, el conjunto de las determinaciones o
determinismos que configuran la realidad concreta del ser humano, a nivel individual o
social. Se trata de los factores determinantes de diversa índole: biológico, geográfico,
genético, económico, histórico, psicológico, etc. Todo aquello que define cada vida humana
en su concreción. Lo que puede llamarse el ser “dado"; aquello con lo que se cuenta al
nacer y que se va enriqueciendo y complicando en el proceso de la vida, pero que se define
en esencia por no depender de nosotros y tener carácter de eso: "destino" o "fatalidad". Su
rasgo distintivo es que se da como algo necesario, determinado y determinante, y sus
efectos pueden ser predeterminables.
El azar, en cambio, es imprevisible. Tiene el significado de algo innecesario,
contingente, fortuito, que está permanentemente apareciendo pero que no se desprende
causalmente de lo que está determinado (es por completo contingente). Y, sin embargo, una
vez que aparece, se torna determinante también. El azar es resultado más bien del
encuentro imprevisible entre las personas, entre las personas y las cosas o las
circunstancias. Ciertamente, hay la propensión humana a creer que también lo que ocurre
por azar "ya estaba escrito", y que también el azar es un “destino” (invisible) que va
configurando, misteriosa pero indefectiblemente, las vidas humanas. Sin embargo, como es
obvio, esta suposición de "lo escrito" se encuentra más allá de toda comprobación racional,
a diferencia de lo que son las determinaciones causales y lo que llamamos factor destino o
factor necesidad, cuyos enlaces pueden ser predeterminados y esclarecidos racional e
incluso científicamente. No así el azar. x

28
De cualquier forma, lo que ante todo importa aquí destacar es que, a pesar de ser
determinantes, el destino y el azar no tienen para el ser humano un significado
absolutamente fatal y necesario. Por el contrario: ellos se conjugan necesariamente con la
libertad o el "carácter". Son tres, en efecto, los factores constitutivos de la vida humana:
azar, destino y carácter. Y entre estos tres factores se da una interrelación indisoluble. Pero
la clave es que el carácter o la libertad el ethos) tiene un papel literalmente decisivo, es el
que decide, en última instancia, el sentido de la vida.
En efecto, todos los determinismos (internos y externos, físicos y psicológicos,
individuales y sociales) se dan en el ser humano, a la vez que como realidad, como
posibilidad. Ni los determinismos ni los acontecimientos del azar dejan de ofrecer
alternativas para el hombre; no son necesidad o fatalidad absolutamente cerrada, definitiva,
sin un margen de literal indeterminación que hace posible la libertad.
Dicho de otro modo: los determinismos son el "haber" fundamental, la realidad
básica con que cuenta el ser humano.x Pero esa realidad, siempre es posible para el hombre,
susceptible de no ser o de ser de otro modo; siempre ofrece alternativas y opciones, por
limitadas que éstas sean. Siempre se conjuga con la libertad. Ésta no es sino el modo de
enfrentar al destino, de responder y re-accionar ante los determinismos, de manejarlos, de
"jugar" existencialmente con ellos. La metáfora del juego, ayuda, en efecto, a percibir esta
implicación recíproca, esta intrínseca relación entre las determinaciones (sean del destino o
del azar) y la libertad. El ajedrez resulta un buen ejemplo por sus características y
complejidad: un número determinado de piezas diferenciadas, definidas con unas
posibilidades delimitadas de movimiento; unas reglas del juego y unas insalvables que
definen el movimiento de las piezas: lo que puede y no puede hacer cada una. Y desde estos
límites, desde estas reglas y leyes inquebrantables, desde estas múltiples determinaciones,
enriquecidas y complicadas además por el juego del otro, se hace posible el juego.
En el caso de la vida humana, la interrelación de las determinaciones y la libertad se
multiplica casi al infinito. La libertad no es carencia de determinaciones. No se daría sin el
destino. Y tampoco hay propiamente destino, como lo enseña ejemplarmente la tragedia
griega, ahí donde no hay una libertad, donde no hay “un carácter”, que decide hacerle frente
y luchar contra él. La libertad es lucha, ciertamente.x
Es verdad que hay situaciones humanas -como ya se decía en el capítulo anterior-

29
que enriquecen o enrarecen las posibilidades de la libertad. Puede precisarse que ésta se da
en grados diversos, justamente humanizados o deshumanizados, en función del margen en
que cabe hablar de alternativas y posibilidades: de las condiciones que la hacen posible.
Hay sin duda situaciones límite en que predomina el orden de lo necesario, angostando
verdaderamente el campo de lo libre o lo posible. Son sin duda las situaciones de miseria,
de enfermedad, de esclavitud, de amenaza de muerte. Pero aún en ellas, en la medida
misma en que todavía cabe una respuesta humana, cabe precisamente la libertad. En
múltiples ocasiones, el ser humano da asombrosas muestras de que, incluso en esas
situaciones extremas, y aun cuando no pueda aniquilar los males, puede "vivirlos" de
diferente manera; y en eso se hace patente su libertad. Y si en situaciones límite hay un
margen de opción y son posibles diferentes maneras de asumir la realidad, con más razón
en el discurrir de las situaciones “normales” de la vida. x
En la historia, en las civilizaciones concretas, se percibe con toda evidencia la
unidad libertad-necesidad, determinación-libertad, naturaleza-espíritu. Aun en las
creaciones o expresiones culturales más primitivas está la necesidad y, a la vez, está el
hombre y su libertad creadora (desde los restos más primitivos de los artefactos humanos, y
no se diga ya en creaciones de la significación del arte rupestre o de la agricultura, por
ejemplo). Con su conciencia, el hombre descubre la posibilidad en la realidad o la realidad
como posibilidad. Asume el mundo como potencialidad y lo transforma, lo torna "mundo”
en sentido estricto.
La historia entera es testimonio de la implicación recíproca de la libertad y la
necesidad, de la capacidad humana de transformar, es decir, “humanizar” la naturaleza. Y
lo mismo hace el hombre con su propia naturaleza. Desde su auto-conciencia, es capaz de
la auto-transformación, o sea, del cambio interior que implica la acción ética; la cual es, en
efecto, creadora del carácter o ethos, del modo de ser, de la segunda naturaleza o naturaleza
ética que define al hombre como tal. Éste es el punto en el que directamente convergen
ética y libertad.x
En efecto, la ética sólo se comprende como libertad. Y la naturaleza libre del
hombre no es en sí ni buena ni mala, es “buena-mala”, precisamente por ser libre. De la
libertad (y de eros) surgen tanto el bien como el mal; emana el mundo del valor en todas
sus direcciones. Reiteremos que la naturaleza humana es, en efecto, posible: lleva en sí la

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alternativa del bien o del mal. El mal no surge de fuera, viene del hombre mismo. Pero de
él proviene igualmente el bien, éste emana de su propia condición libre.
La clave está en que la libertad es libre ella misma; puede ser o no ser, puede
afirmarse o negarse, puede realizarse de modo negativo o positivo; es, en efecto, fuente de
bien y de mal, de destrucción y creación. La libertad es el poder del sí y del no. Porque
somos libres en nuestro ser mismo, por esto podemos, o no, ejercer la libertad, hacer el uso
que queramos de ella.
Es posible, así, hablar de tres modos en que puede comprenderse la libertad:
1º. Como ausencia de libertad, como evasión de ella, como auto-invalidación y
omisión, como pasividad e irresponsabilidad. Negación o ausencia que no es obra de un
destino fatal, sino de la propia libertad. Se trata de la evasión de la responsabilidad como un
modo de atrofia moral, siempre responsable, siempre "productora" de algo, a pesar suyo;
obedece a la inercia, a las tendencias regresivas y negativas del alma. La "falta de carácter",
la sumisión a la fatalidad, es, en efecto, una modalidad del carácter, libremente asumida, es
expresión de la “mala fe”. Y la autoinvalidación de la libertad es posiblemente la forma
más generalizada en que, paradójicamente, la humanidad asume su condición libre.
2°. Como uso negativo de la libertad. Se trata de una modalidad activa, de una
acción que opta y realiza posibilidades, pero cuyo signo es el dominio y la destrucción.
Estas son ciertamente las formas más inmediatas y primitivas que el hombre encuentra para
medir el poder de su libertad (aunque en el fondo expresen su impotencia). Son las acciones
que responden ante todo a las fuerzas internas de la agresividad y destructividad, de la pura
satisfacción de impulsos egocéntricos, de regresión y de muerte (Tánatos). Aquí la libertad
es fuente de mal en todas sus direcciones. Y lo más significativo es que la "realización"
negativa o nihilista de la libertad es también forma de esclavitud y esclavización: es
expresión fallida de la genuina libertad.
3º. La libertad positiva, cifrada en la creatividad y en el poder erótico de
trascendencia humana que se origina en los impulsos primigenios y fundamentales de
creación y de unión, propios de la naturaleza humana (en oposición a las pulsiones
tanáticas).x La libertad es en esencia creativa, es afirmación del ser, es el sí originario,
motor de la genuina humanización. Aunque también es verdad –como ya lo hemos
destacado- que la efectiva realización de la libertad creadora, la libertad en sentido estricto,

31
es difícil adquisición humana. De forma esquemática pueden destacarse algunos aspectos
de la libertad positiva que se hacen patentes en su ejercicio efectivo:
(a) La libertad es conciencia y vivencia precisamente de indeterminación, del vacío o la
oquedad (el no-ser) que conlleva lo meramente posible. Es pérdida de todo asidero real. De
ahí el que origine una especie de “vértigo” y sea fuente de angustia -como vio Kierkegaard-
.
(b) Este saber de lo posible, indeterminado y vacío es sin embargo sólo un "momento" de la
libertad –por así decirlo-. El vacío se llena con la fe, no en sentido religioso, sino como fe
existencial, como anticipación vital y motor que permite a los hombres proyectarse, con la
confianza y seguridad necesarias, hacia lo indeterminado y desconocido, hacia ese vacío de
lo meramente posible. La pura angustia ante lo que puede ser paraliza o inhibe la acción. La
libertad es angustia, pero también es fe.
(c) La libertad es, asimismo, decisión y determinación. Y conlleva algo más (que también
explica su dificultad): el hecho de que toda opción implique renuncia, sacrificio. La
libertad es apertura de posibles, pero es al mismo tiempo cierre de posibilidades, renuncia
a ellas, opción y decisión.
(d) La libertad es ante todo, el paso de lo posible a lo real, es la acción transformadora, la
literal realización. Por eso la libertad sólo está donde se ejerce. La libertad es esfuerzo, y en
especial la acción creadora de la libertad moral sólo se logra superando las fuerzas opuestas
de la inercia, la regresión y el narcisismo. La acción ética es ciertamente "hábito"; implica
continuidad y perseverancia. Si a algo se parece la acción ética -como ya se ha señalado- es
al arte, el cual conlleva disciplina, esfuerzo cotidianamente renovado. Y en tanto que poder
de realización, la libertad misma es, a la vez que vacío, lleno y plenitud. Ella ha de ser
comprendida en su movimiento cabal: angustia-riesgo-fe-opción-realización.
(e) La libertad es soledad (otra razón más que explica su evasión y su dificultad).
Libertad es vuelco hacia sí mismo, hacia el propio querer y la propia conciencia. El ser libre
pone en sí el eje primordial de su existencia. Ser "sí mismo", realizar la autenticidad,
coincide con la meta esencial de la libertad; particularmente de la libertad moral. En este
sentido, la libertad es literal in-dependencia; ruptura de las infinitas sujeciones que cada ser
humano tiene frente al mundo y en especial frente a los otros. El “miedo a la libertad” es,
en modo eminente, miedo a la soledad, a esa soledad que pone el principio y el fin de la

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acción en el “sí mismo” (autós). Sólo que esa soledad es justamente la autenticidad y la
autarquía, la forma más plena en que se realiza la persona, el hombre individualizado, libre
y dueño de sí mismo; el que conduce su propio destino hacia la meta suprema de una vida
plenamente humanizada.
(f) Pero ha de reiterarse que la soledad de la libertad no es aislamiento ni ruptura de
toda vinculación, sino al contrario. Es al tiempo que separación, forma de relación y de
unión. Es responsabilidad. Aquí también es necesario reconocer, una vez más, que no se
trata de contrarios excluyentes sino de una esencial implicación del yo y los otros. Y
repitamos que en la medida en que se alcanza la genuina libertad moral, en esa misma
medida se supera la estructura de relación “amo-esclavo”. El sujeto ético se libera a sí
mismo y libera a los otros y a lo otro. Se trasciende el orden de dominio y dependencia,
para que surjan precisamente las formas libres, no esclavizadas ni esclavizantes, amorosas,
de relación interhumana y de relación del hombre con la realidad en general. Surgen así los
vínculos de efectiva responsabilidad, de respeto por el otro, de justicia genuina. Se hace
posible, de este modo, el reino de eros y de los valores éticos. La obra principal de la
libertad es, bien comprendida, la comunicación, el eros mismo. De ahí que la libertad sea,
en efecto, “responsabilidad”. Desde la perspectiva ética, precisamente, los fines de la
libertad incluyen los fines de la comunicación y la comunidad.
En ética –como se verá con mayor amplitud en el siguiente capítulo- se produce el
hecho crucial de que converjan esencialmente lo individual y lo universal o comunitario.
De ahí la liga indisoluble del bien y la justicia, y de la ética y la política, entendidas ambas
en su sentido más amplio y profundo.
Hoy la política requiere particularmente de la ética. La vida ética se torna sustento
vivo para una renovación de la polis. Hoy se requiere, ciertamente, de la existencia de
personas éticas; se necesita de la fuerza, de la seguridad básica que sólo se halla en la
integridad moral. Hoy se requiere, en suma, de la realización de valores éticos.

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HACIA UNA IMPLICACIÓN DIALÉCTICA DEL YO Y EL OTRO

La ipseidad del sí mismo implica la alteridad en un


grado tan íntimo que no se puede pensar en una sin
la otra, que una pasa más bien a la otra como se
diría en el lenguaje hegeliano.
[Paul Ricoeur, Sí mismo como otro].

En los fragmentos de Heráclito se encuentra una significativa distinción entre lo que serían
dos formas de individualidad, implícitamente correlativas a dos formas de comunidad. En
términos de Heráclito, sería la diferencia entre "los que están dormidos", "encerrados en su
mundo particular", literalmente "idiotas" (ídion, idiótes); y "los que están despiertos" y
"tienen un mundo común", a la vez que son "sí mismo" (autós) y "el mejor" (aristós). A
estas dos modalidades de individualización, una negativa (ídion) y otra positiva (autós)
corresponden, por un lado, la colectividad de "los más" (oi polloi), el hombre "masa",
indiferenciado; y, por el otro, la genuina comunidad (koinonía) integrada por los despiertos
[Heráclito, B2, B29, B89].x
Habría, para el efesio, una tácita conjunción dialéctica (“armonía de contrarios")
entre individuo y comunidad, tanto en la forma negativa (idiótes-oi polloi) como en la
forma positiva (autós-koinonía). Se corresponden los "dormidos" con "los más", y los que
son "sí mismos" con la genuina “comunidad”.
Es cierto que lo predominante, también en los tiempos de Heráclito, son las formas
excluyentes en que el individuo se pretende afirmar en contra o al margen de la comunidad,
y en que ésta, a su vez, tiende a constituirse anulando las individualidades (y las libertades).
Estas formas son tan generalizadas y predominantes que -contra la intuición heracliteana-
parecería que, es la exclusión lo que está en el fundamento universal de las relaciones
interhumanas.
La filosofía existencial -particularmente Sartre, aunque también Heidegger- recoge
esta "evidencia universal" de la exclusión y la lleva al plano ontológico, ahí donde tiene
carácter constitutivo y radical.
En efecto: a pesar de que Heidegger establece precisamente el "ser-con" como un

34
constitutivo del hombre (Dasein), la comunidad y comunicación interhumana tienen para
él, de un modo u otro, el signo de la "banalidad" y la "caída". Consecuentemente, la
formación de la genuina individualidad, de la autenticidad, no consiste en una forma de
vinculación positiva, sino al contrario: ella se cifra en asumir “la angustia ante la muerte”, o
más precisamente “la libertad para la muerte”; experiencia radical en la que prevalece -en
términos del propio Heidegger-, el más radical "solipsismo" (la muerte, como es obvio,
remite al absoluto de la soledad y a lo contrario de todo posible ser-en-el mundo y ser-con
los otros).
Y para Sartre, como es sabido, las relaciones interhumanas están concebidas dentro
de un "círculo infernal" donde el "ser-para-sí", el sujeto libre, sólo se afirma y se realiza en
la medida en que aniquila el ser-para-otros, en que aniquila "la mirada" del otro, cuando es
él quien “mira”, objetiva y cosifica al otro, evitando que "le robe el ser". Expresamente para
Sartre el "para-sí" y el "para-otros" son necesaria u ontológicamente excluyentes, y la
esencia de las relaciones humanas es el conflicto.
Y es esta concepción aporética, de los dos más representativos exponentes de la
ontología existencial aquella que se hace necesario superar en el mismo plano ontológico
en que fue planteada. Superación que a nuestro juicio puede darse, precisamente, si se
recobra la intuición heracliteana de la integración dialéctica del individuo y la comunidad,
del yo y el otro.
La razón por la que juzgamos que se hace indispensable la referencia a la filosofía
existencial (aun cuando manifiestamente no tiene la actualidad que tuvo en las décadas de
su auge), es precisamente por su enfoque ontológico (y fenomenológico), pues es, desde
éste, que se desemboca en la imposibilidad de fundar las relaciones interhumanas en
general (y, con ellas, el vínculo del individuo y la comunidad). El existencialismo recoge -
sobre todo Sartre- lo que parece la evidencia universal de las relaciones excluyentes,
considerando insalvable e insuperable -a diferencia de Hegel- la dialéctica "del amo y el
esclavo", el círculo subjetividad-objetividad, libertad-cosificación, ser-para-sí y ser-en-sí
(en términos sartreanos).
Y a pesar de que por diversos caminos otras filosofías pueden mostrar la invalidez
del supuesto existencialista, ellas no lo hacen a nivel ontológico, de modo que no se supera
el problema, justo ahí donde quedó planteado, en el orden ontológico.

35
Consideramos por ello que la ontología existencial requiere ser superada,
incorporando sus incuestionables e irreversibles hallazgos -particularmente decisivos para
la comprensión ontológica del hombre- y trascendiendo, a la vez, sus propias aporías. Ella
realiza, a nuestro modo de ver, los más significativos y originales aportes ontológicos de la
filosofía contemporánea y resulta cada vez más manifiesto que, en particular Heidegger -
con todo y las discrepancias de toda índole que puedan tenerse con él- es, si no el filósofo
más importante del Siglo XX, sin discusión uno de ellos. Con el autor de El ser y el tiempo
se confirma de manera excepcional que los caminos de la ontología no solamente no están
cerrados para la filosofía, sino que son los caminos propios de ésta, concebida justamente
como prote sophía o filosofía primera.
Por otra parte, pensar en la integración dialéctica del yo y los otros, en contraste con
la ontología excluyente del existencialismo, no implica suponer el carácter “positivo” de la
relación interhumana ni invalida la evidencia de que el conflicto predomina en las múltiples
formas concretas de relación, lo mismo en el orden histórico y social que en el psicológico
y moral. Se hace necesario, así, distinguir los tres niveles a los que nos referíamos en el
capítulo anterior: el ontológico (realmente universal y necesario), el existencial y el
axiológico o valorativo; los tres interdependientes y sólo diferenciables por razones
metodológicas.x
Ontológicamente, o sea siempre, los contrarios (el individuo y la comunidad, el yo y
los otros) se implican dialécticamente. En el nivel existencial, en cambio, la implicación
suele ser negativa y en ella prevalece el conflicto y la tendencia a la recíproca exclusión.
Pero también, en este mismo nivel, la relación, aunque minoritariamente, puede ser positiva
y consistir en una efectiva implicación del yo y los otros, con base tanto en la síntesis
constitutiva, como en la realización concreta del valor o el ideal de armonía. En esta
relación, precisamente por razones dialécticas, la tensión no se elimina, pero ya no es mero
conflicto estéril, sino que promueve la recíproca afirmación del individuo y la comunidad
(concordando, de este modo, el nivel existencial y el axiológico con el ontológico).
La implicación ontológica se hace patente y se comprueba en las dos modalidades
de relación, negativa y positiva, entrevistas por Heráclito; o sea, en esta reveladora
interdependencia por la cual los contrarios (yo-otros) se niegan o se afirman
recíprocamente, siendo ambos formas de relación.

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Dicho de otro modo: el yo que niega al otro y niega la comunidad se niega en el
fondo a sí mismo. La sociedad que niega a los individuos no constituye en realidad una
verdadera sociedad, es una falsa comunidad. Consecuentemente, la construcción del yo
auténtico, de la "persona", no es más que una manera, siempre única y singular, de integrar
en ese yo lo que él no es (el otro), y sólo se alcanza en y por la creación de vínculos
positivos. La genuina individualidad, en suma, es autonomía moral, y ésta es fuente vital y
racional, que nutre la auténtica vinculación comunitaria. Y, a su vez, la genuina comunidad
humana sólo se constituye por individuos, y promueve, ella misma, la individuación.
Es en el ámbito ético, en efecto, donde la implicación dialéctica adquiere realidad en
sentido estricto. Lo cual se halla muy cercano a lo que Hegel denominó el reino de la
"eticidad" (Sittlichkeit), caracterizado, justamente, por ser "unidad de lo individual y de lo
universal" [Hegel, 156],x por realizar la síntesis esencial donde logran reconciliarse la
interioridad moral y la objetividad de la ley, la conciencia y la acción, el "yo" y el
"nosotros". Pues independientemente del carácter especulativo y absolutista de la filosofía
hegeliana no puede soslayarse su conciencia de la estructuración dialéctica de los
fenómenos, en particular del mundo de la ética.
Desde luego, la interioridad es, como se ha destacado, una de las notas distintivas
del mundo moral. Ella implica, sin duda, el surgimiento (y el ejercicio) de la
autoconciencia como una de las características esenciales de lo humano. La norma moral
apela al individuo por dentro, exige de él un comportamiento basado en la aceptación y en
el acatamiento interno, en la libre asunción de los deberes y los valores. Hay moralidad en
el momento mismo en que hay un "yo" que responde y por ello mismo se hace responsable
de sus actos. El mundo ético es, en efecto, dimensión de profundidad, obra de la re-flexión,
de ese vuelco que el hombre hace sobre sí mismo, para recaer sobre sí y hacerse dueño de sí
(autarquía). La genuina moralidad se da, en efecto, en la medida en que se realiza el reino
de la intencionalidad, de la voluntad, de las motivaciones profundas de la acción. En este
sentido, la vida ética es la vida "activa", no meramente "re-activa" (en términos de
Nietzsche, pero también de Spinoza); la posibilidad de que el hombre sea verdadero
"sujeto", capaz de regirse por motivos y por fines, movilizando, desde sí, las fuerzas de su
vida. El mundo ético es el ámbito más profundo del ser "sí mismo", de la libertad
individual, fuente de la autenticidad, de donde emerge el hombre-persona, el "yo-moral",

37
cualitativa y esencialmente distinto del "yo-natural". O como lo expresa Wittgenstein: “Ese
centro del mundo que llamamos el yo [...] es el portador de la ética” [p. 19].
Pero ha de reconocerse, una vez más, que esta interioridad, esta radical
individualidad e intimidad (que son inherentes al mundo ético) son, al mismo tiempo,
formas de alteridad y de relación. El “yo” ético se constituye como tal por su relación con
el “otro”: es "yo social", "yo comunitario". Lleva en sí mismo lo social “interiorizado”,
radicado en el interior más profundo de la conciencia personal, con lo cual se confirma que
en esencia toda conciencia moral es a la vez conciencia social.
La vida ética discurre, ciertamente, en una esencial "tensión de opuestos". Saca a la
luz, e incluso lleva a sus extremos, las polaridades y las contradicciones esenciales de la
naturaleza humana. Es decir, el hecho de que ésta sea a la vez individual y social, natural y
"sobre-natural", determinada y libre; de que en ella se dé a la vez la conjunción dialéctica
de la vida y la muerte y de las dimensiones de la temporalidad (sus “éxtasis”). La
naturaleza ética revela, asimismo, la condición “jánica” del hombre. x Esta es una de las
razones que hacen que la ética se halle en el corazón de la humanitas, de "lo más humano"
que somos. Es, ella misma, principio de individuación y a la vez de comunicación y
comunidad, forma eminente de ellas.
Contrariamente, así, a lo que piensa el existencialismo, el hombre es siempre "yo
mismo" y "con los otros", "para-sí" y "para-otros" en cualquier modalidad existencial,
auténtica o inauténtica. Y las modalidades de autenticidad conllevan siempre la implicación
recíproca de yo y los otros; confirman precisamente aquello que Heidegger creía imposible
o que era una mera suposición: que el "ser" del "ser-ahí" "relativamente a sí mismo" sea el
"ser relativamente a otro"[M. Heidegger 1, pgfo. 26]. “Es necesario pensar en nuevas
categorías que dejen atrás “por obsoletas”, las eternas querellas entre el Individuo y lo
Colectivo” [E. Trías 3, p. 18]
Bastaría, por lo demás, una sola modalidad de implicación recíproca positiva para
invalidar el supuesto de que la exclusión está en la base ontológica y que, por tanto, el
individuo auténtico y la auténtica comunidad sean necesariamente excluyentes.
Desde luego, la "armonía dialéctica" no es fácil de alcanzar. Acaso sea más factible
proyectarse hacia uno de los polos, hacia el extremo puramente individualista o puramente
social, acentuando el conflicto, que tender hacia las metas de la complementación

38
dialéctica. En general, la cuestión de la dialéctica ofrece un sinnúmero de problemas en los
cuales no es posible detenerse aquí. Entre ellos, sin embargo, importa recordar que la
harmonía no implica sólo paz, sino a la vez pólemos: lucha, conflicto, tensión -como se
señalaba en la Introducción-. E importa, asimismo, tener en cuenta que en la vida ética no
todo es, ni debe ser, conjunción dialéctica. La ética discurre entre el ideal de la armonía y la
necesidad de la opción (fáustica), o sea, la necesaria exclusión que trae consigo la decisión
entre el “sí” o el “no”, entre “esto” o “lo otro”. La genuina dialéctica conlleva su propia
limitación y relativización. No es verdad que "de todo pueda predicarse (y realizarse) su
contrario" [Protágoras]. Dialéctica no es sofística. No de todo, ni en cualquier tiempo o
situación, cabe la "armonía de contrarios". La dialéctica es en efecto concreta y relativa,
siempre situacional, como lo es el “justo medio” (mesotés) en que se cifra la virtud.
No obstante, e independientemente de éstas y otras dificultades, es manifiesto que la
vía dialéctica, entendida ciertamente en el sentido originario y simple de la harmonía
heracliteana, es necesaria para la comprensión de los hechos humanos en general, y de la
implicación recíproca de lo individual y lo social en particular.
La armonía es "meta", valor, ideal, finalidad tan deseable como rara vez alcanzable,
y nunca con carácter definitivo y absoluto. Se trata, como en todo lo humano, de algo
dinámico y relativo, siempre inestable y móvil, debido a la tensión misma. Lo que
predomina en la realidad concreta son, en efecto, las variaciones que van desde las
modalidades más extremas en que sólo existe el conflicto y la exclusión -y que son
ciertamente las más comunes, histórica y socialmente- hasta las formas casi excepcionales
en que se alcanza el equilibrio armónico de mutua afirmación. Hay una especie de escala
gradual en la que se muestra que, de hecho, ningún estado es puro ni absoluto, sino que
siempre es susceptible de cambiar de signo, y que, en realidad, en un mismo todo social
coexisten distintas formas de relación, negativas y positivas (como en un mismo todo de la
persona y de su devenir coexisten, en distinta “proporción”, pólemos y harmonía).
Hay incluso modalidades de conflicto que no tienen una significación
exclusivamente negativa. Es un hecho obvio que cuando la sociedad se anquilosa y
petrifica, el individuo no se afirma a sí mismo más que oponiéndose al todo social, siendo
su propia oposición la que eventualmente promueve la movilización de ese todo
petrificado. El paradigma es la situación socrática, tantas veces vivida por quienes sufren la

39
contraposición entre la conciencia moral y la Ley o el Estado, con todas sus consecuencias.
Pero en este caso, la oposición a una sociedad establecida lo es justamente por sentido
social y comunitario; se da siempre en aras de la que se juzga la verdadera comunidad, la
que deber ser, en contraste con la que es de facto.
Aunque también ocurre que, ante las crisis de los valores comunitarios, tiende a
darse no sólo la fuga hacia los bienes meramente subjetivistas y materialistas, sino una
especie de contracción existencial, un repliegue del individuo sobre sí mismo, hacia su
salvación moral -acaso religiosa-, pero que se caracteriza en esencia por el rasgo de
desesperanza en los fines de la comunidad y en el futuro mismo de la sociedad humana.
Esta (que tiene significativas analogías con nuestro tiempo) es la que se produjo en el
mundo helenístico-romano y que se cifró en la afirmación de virtudes tales como la
apathía, la ataraxia, la afasia, todas ellas caracterizadas por la privación de aquello que, de
un modo u otro, remite a los vínculos del hombre con el mundo y del hombre con el
hombre: la pasión, la "perturbación", el lenguaje. Pero aun en estos casos, los individuos
tienden a refugiarse precisamente en una comunidad selectiva, dentro de la cual refuerzan
los lazos comunitarios -aunque sean estas las "sociedades secretas", replegadas en ellas
mismas-. Ni siquiera el anacoreta se realiza a sí mismo en absoluta soledad; su sino es
justamente la búsqueda del Otro, su diálogo con la naturaleza o con lo sagrado, sin que se
aniquile en el fondo todo vínculo con los semejantes, aunque éste permanezca latente.
Significativamente, el filósofo de Platón regresa a la caverna [Platón 5] y Zaratustra
[Nietzsche 1] vuelve al pueblo en busca de “compañeros”. x
Y es cierto que también, en múltiples ocasiones, los fines comunitarios de la
sociedad sólo se alcanzan oponiéndose a las manifestaciones del individualismo extremo,
particularmente cuando éste es una amenaza de literal des-composición social, y cuando se
halla, en especial, determinado por intereses meramente egoístas. Es evidente, en este caso,
que la cohesión sólo se recupera en la lucha decidida contra tal individualismo. Lucha que,
por lo demás, se cifra en esencia en una reinstauración axiológica, capaz de abrir el
horizonte del sentido solidario y a la vez personal de la vida humana. La cohesión social es
ciertamente cuestión de valores. x
Y es a todas luces manifiesto que nuestro presente es de esos tiempos que reclaman,
intensa, perentoriamente, esta clase de lucha y esa recuperación de valores que permiten

40
renovar las fuerzas de unificación (el poder de eros) para dar sentido al destino comunitario
del hombre. Las posibilidades de la ética están puestas en los distintos esfuerzos que, desde
diversas perspectivas realiza la reflexión moral contemporánea en su afán de restaurar la
dimensión de la otredad y, con ella, de la solidaridad; por fundamentar la implicación del
yo y los otros, de la moralidad y la eticidad, de la “ipseidad” y la “alteridad”, de la felicidad
y la justicia; por reconocer la proximidad ontológica y ética del prójimo, no sólo respecto a
los hombres del presente, sino a los del pasado y del futuro; por defender el carácter
irreversible de “punto de no retorno” de “los ideales ilustrados de libertad, igualdad y
solidaridad, proclamados por la Revolución francesa” (Véase Mate 1, p. 147).
Señaladamente en fin -como lo destacábamos al principio- la crisis contemporánea
de valores ha originado una creciente apelación a la ética, la cual, en gran medida, es una
apelación a la conciencia social del individuo ético, a que sea éste quien refundamente el
compromiso comunitario y solidario. O como lo expresa con toda exactitud Paul Ricoeur:
“Hemos pronunciado [...] la definición de la perspectiva ética: aspirar a la
verdadera vida con y para el otro en instituciones justas”. [2, p. 186].

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FRAGMENTOS DE EL LIBRO EL MALESTAR EN LA MORAL

1986, 1997: “El malestar en la moral. Freud y la crisis de la ética”, México:


Joaquín Mortiz/Grupo Editorial Planeta. 2a. edición, 1997. México: Miguel Ángel
Porrúa/UNAM.

- Capítulo I La ética y el psicoanálisis:


 La crisis contemporánea del sentido de la ética, pp. 25-35.

- Capítulo VII Temporalidad y Libertad (Recapitulaciones)


 Diversos sentidos de la libertad. pp. 217 – 223.
Libertad y necesidad,
Libertad y posibilidad,
Libertad y liberación,
Libertad y negatividad; libertad y creatividad,

LA CRISIS CONTEMPORÁNEA DEL SENTIDO ÉTICO DE LA VIDA

[...] la vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte


y se mantiene pura de la desolación, sino la que sabe afrontarla
y mantenerse en ella. El espíritu sólo conquista su verdad cuando
es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento.
El espíritu no es esta potencia como lo positivo que se aparta
de lo negativo... sino que sólo es esta potencia cuando
mira cara a cara a lo negativo y permanece cerca de ello.
Esta permanencia es la fuerza mágica que
hace que lo negativo vuelva al ser.
C.W.F. HEGEL
Fenomenología del espíritu.

LA CRISIS ética del presente es más que una quiebra o un derrumbe de todos los valores, los
ideales y las normas morales de la tradición occidental; es el agravamiento extremo y

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progresivo de la destructividad, de la violencia, del odio, del estado de guerra generalizado
que penetra en las personas y en las naciones, totalizando la existencia; se manifiesta en
ese vacío moral, ese hueco, ese estado de suspenso, de oscuridad y confusión, de
indiferencia y descualificación, que genera precisamente la ruptura en la continuidad de la
vida y la ubicua amenaza de muerte en las que consiste la "crisis". Ésta es grave, no sólo en
su desplazamiento extensivo, sino. Ante todo por la intensidad con que rasga en lo
profundo, en lo fundamental. La crisis contemporánea es crisis de algo más orgánico, más
básico e integral: del sentido ético de la vida, el cual no alude sólo a una manera esencial
de "sentir" la existencia, sino a una "dirección" u "orientación" de la vida humana y a su
"razón de ser" fundamental. La crisis del sentido ético es crisis del hombre mismo, de la
posibilidad humanizante por excelencia, que es la moralidad.

En su propio ámbito, "el sentido ético de la vida" es, en efecto, un pathos peculiar, como lo es
"el sentimiento trágico" del que habla Unamuno. El pathos ético es una forma de
experimentar, de "padecer" y vivenciar la vida; una manera de recibir, de dar y de ser.
Asimismo, se trata de un "sentido" u "órgano" mediante el cual se percibe el universo
cualitativo del mundo ético en general. El "ojo moral" que "ve" "distancias", "volúmenes",
"dimensiones", "horizontes" morales; que percibe toda la "escala cromática" de las
cualidades éticas, cada una única, sutil e irreductible, como lo son el color, el tono, o la luz en
lo espacial. La crisis del sentido ético es como una "miopía" (si no es que una "ceguera" o
"sordera"), como un impedimento o atrofia perceptiva que imposibilita la captación de un
mundo. Y "el sentido moral" es tan incomunicable cuando no se posee, como son
incomunicables también sus objetos, sus planos y dimensiones, sus diferencias cualitativas.
Asimismo, el sentido de algo se refiere a la dirección u orientación del movimiento; es
su rumbo o su ruta, y hasta su íntimo impulso. La crisis del sentido ético es la pérdida de
una dirección propia de la vida humana, de un principio rector, de una meta y una finalidad
fundamentales; y cuando se invalida la dirección ética cualquier rumbo -y cualquier
impulso y cualquier motor- es indistinto; sobreviene entonces el puro movimiento errático y
enajenado, o bien meramente mecánico, circular, rotativo y cerrado en sí mismo, sin avance;
si no es que se produce más bien la parálisis, el estancamiento y la inanición vital. Fines y
móviles morales han sido para los hombres razón de ser de sus acciones, de sus afecciones,

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de sus preocupaciones y empeños más intensos y más preciados; el quebranto de las
razones morales para vivir deja entonces la vida cada vez más enrarecida en su propio
sinsentido.

Pero crisis no es muerte y ni siquiera implica agonía y necesaria extinción. Sin duda, toda
crisis -y en particular la crisis contemporánea del sentido ético de la vida- es un fenómeno
negativo del cual son manifestación alarmante estos signos, incuestionablemente
destructivos, de interrupción del sentido moral, de deshumanización y de efectiva amenaza
de muerte; pero no por necesidad estos fenómenos tienen sólo consecuencias y significados
negativos. La crisis misma puede contener indicios positivos y de ella puede sobrevenir el
movimiento opuesto, de tal modo que, como dice Hegel, "lo negativo vuelva al ser". Pudiera
ocurrir, asimismo, que estas posibilidades de vida o de literal revitalización en el orden de la
moralidad estén ya presentes, aunque fuese sólo de manera latente o germinal, en ese
desfallecimiento del sentido ético de la vida que caracteriza nuestro tiempo. Toda crisis es
un fenómeno contradictorio que conlleva en sí ambas posibilidades a la vez: la destrucción y
el resurgimiento (al menos como posibilidad). Indica un quebranto, una suspensión que puede
ocasionar la muerte, tanto como originar una verdadera revivificación; en ello se cifra el
riesgo crucial que implica el trance crítico.
¿Pero cuáles pueden ser los signos positivos de la crisis moral contemporánea? ¿Qué
puede haber digno de esperanza en los mores del hombre de hoy, en sus formas de vida y en
sus propias esperanzas? ¿Qué tanta falsedad y patología de la moral han sido arrasadas en
el proceso destructor para que eventual mente pueda germinar una nueva y genuina
existencia moral? ¿Qué indicios, señales o promesas de vida ética pueden advertirse hoy a
pesar del apogeo del odio, del silencio moral, de la atrofia y parálisis progresivas de la
moralidad actual?

Toda destrucción es el momento de una nueva fundación, dice Heidegger, después de que
Hegel ha proclamado que la esencia misma del movimiento de la vida y de la historia se
cifra en esa fuerza de la negatividad, en el "trabajo de lo negativo", en el poder fecundo del
no-ser, se trata de la virtud procreadora del "vacío" en la que ya habían recaído, en su
tiempo y a su manera, los pitagóricos, Sócrates y Platón. Éste, notablemente, vio que la

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carencia, el vacío, la "penuria" o la falta de ser es aquello que origina el movimiento, el
impulso radical, el ímpetu amoroso o Eros de la existencia humana; así como Sócrates había
visto, a su vez, que de la catharsis, de la destrucción de las falsas opiniones y de la
conciencia del propio vacío o ignorancia podía nacer, y sólo de ellos, la verdadera
sabiduría. x
En distintos contextos, los sabios enseñan, en efecto, que el buen espíritu no puede
dejarse aniquilar por la presencia de lo negativo, de la ausencia, de la desolación y de la
muerte; que la negatividad misma es ambigua: negativa y positiva, al mismo tiempo; que el
ser, la luz, la esperanza son siempre posibles, aun en los límites más extremos de la
negación; pero también el buen espíritu tiene que mantenerse realmente en lo posible, es
decir, en el cruce de caminos, en la luz y la sombra simultáneas, en el sí y a la vez el no.
Reconocer las tinieblas morales de nuestro tiempo no implica no vislumbrar los indicios
reales de la moralidad latente, las potencialidades de una posible reconstrucción moral y hasta
las ganancias efectivas que, en el orden ético, ofrece la civilización contemporánea. Pero, al
mismo tiempo, la esperanza no puede hacernos soslayar la conciencia del peligro, de la
amenaza de pérdida definitiva e irreversible del sentido ético que se cierne sobre el hombre
del presente. Éste es el mismo sentido que nos obliga a admitir necesariamente que ninguna
esperanza futura, ninguna vida venidera, por prometedora, justa y bondadosa que sea, nos
compensa ni nos exime del reconocimiento del mal actual, de la negación del sentido ético,
aquí y ahora. Nada justifica su ausencia hoy; nada resta la significación deplorable, éticamente alarmante, de
la atrofia moral de la vida, por la cual ésta queda privada de su destino propiamente humano.

La esperanza, por su parte, sólo puede ser legítima si, por un lado, se produce en el nivel más
originario y radical una verdadera reactualización de la eticidad constitutiva y, con ella, una
completa rehumanización; si el hombre recobra su propia condición y re-fundamenta el
sentido ético de la vida. Y, por otro lado, si se supera realmente el pasado, lo cual significa
no sólo acabar de producir el giro histórico transformador (por el cual, lo que ha de morir, acaba
en efecto de morir, dando lugar a las nuevas creaciones), sino también reincorporar lo vivo y lo
que debe seguir vivo. Porque la verdadera superación histórica no es cancelación; es un
fenómeno dialéctico en el que la destrucción no es absoluta: mata y revive a la vez, produce
el cambio al mismo tiempo que asegura la continuidad dinámica del proceso, el cual, sólo se

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renueva, conservando, y sólo se conserva vivo, transformándose.

En el orden de la moralidad, la superación de la crisis presente tendrá que reencontrar los


fundamentos de toda moral posible; o sea, necesitará dar razón de la condición ética del
hombre; explicar, con nuevas luces, en qué se funda la posibilidad de que el hombre exista
como un ser moral, de que sea capaz de crear un ethos y de proyectar su vida de acuerdo
con el sentido ético que le es propio.xPero no sólo esto; la superación ha de incorporar todo
lo que de la tradición moral está vivo porque es genuino, y que es aquello que ha ido
configurando nuestra moralidad histórica esencial, la cual es herencia irrenunciable. x Acaso
no hayan de pervivir normas ni morales concretas y particulares, pero es evidente que no
todo es falso y desechable. Por el contrario, junto con los mores, e incluso junto con algunos
ideales, valores y concepciones tradicionales que hoy resultan obsoletos (y hasta moral-
mente inaceptables de acuerdo con nuestra propia mentalidad y nuestra propia conciencia),
hay, en esa misma tradición, algo más profundo e importante que es necesario rescatar y
reinstituir ahora; de no ser así, no podrá proponerse una nueva moral ni darse la
transformación revitalizadora y el advenimiento de un "hombre nuevo": verdaderamente
"nuevo" y, asimismo, realmente "humano". La superación ética tiene que recobrar toda la
sabiduría y las búsquedas genuinas que se hacen patentes, tanto en las vidas moralmente
vividas de los hombres del pasado como en los valores, los principios y los ideales legítimos de
la tradición. Tiene, en suma, que beber en las fuentes originales de la experiencia auténtica
de moralidad para recuperar efectivamente el sentido ético de la vida.
Porque la rareza y la dificultad de la verdadera realización moral, su carácter
minoritario, además del frecuente predominio de la falsa moralidad y de la traición de los
hombres a su condición ética, todo ello, no implica que no haya habido antes una genuina
vida moral, ni que la crisis del sentido ético, con las características señaladas, no sea un
fenómeno, exclusivamente contemporáneo. Es cierto que la autenticidad y la bondad han
sido siempre escasas, conquistadas por lo general en un destino trágico y solitario en franca
oposición a las tendencias generales y que, sobre todo, han prevalecido y tienden a
prevalecer las formas de vida corruptas. Es verdad que lo real, lo concreto, lo constante y
más universalmente difundido ha sido siempre el odio, la destructividad, la hipocresía, la
evasión, la persecución de los justos; que lo que ha predominado en la historia es,

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precisamente, el malestar en la moral; la imposición y el sometimiento de la mayoría a los
cánones establecidos: la moral externa, pasiva, postiza, meramente formal, represiva, bien
lejana al genuino sentido ético de la vida. De todo lo cual parecería desprenderse, entonces,
que la ausencia de realización ética no es un fenómeno actual; como si la "crisis" moral
hubiese sido más bien un estado permanente de la humanidad, y no un hecho privativo de
nuestro tiempo.

Sin embargo, la diferencia es cualitativa y esencial: antes, en el pasado, aunque fuese sólo
por unos cuantos realizada, la excelencia moral era una posibilidad viva que entraba en las
consideraciones primordiales de la existencia humana e incluso tenía el carácter de un
verdadero imperativo o de una auténtica meta de la vida que, de un modo u otro, orientaba a
ésta, la regía y la cualificaba. Hoy, en cambio, la moralidad en general no tiene ni siquiera
aseguradas sus condiciones de posibilidad: cada vez es menos real y también menos
posible, práctica y teóricamente; no tiene validez "de hecho" y no la tiene "de derecho" o "en
principio"; la vida moral está cuestionada de base, puesta en entredicho, vulnerada en sus
propios fundamentos; tiene suspendida su vigencia y hasta su propia autoconciencia.x Una
de las tareas teóricas de la filosofía moral contemporánea es, precisamente, averiguar cuáles
pueden ser los orígenes históricos y los factores determinantes de esta situación; esclarecer
cómo se hace patente la ambigüedad intrínseca que caracteriza el estado crítico en sus
aspectos destructivos y constructivos; poner de manifiesto cuáles son los signos de la
desesperación y la esperanza en la situación contemporánea.

Atendiendo al proceso histórico en su significación ética, cabe decir que nuestro tiempo
forma parte de un tiempo mayor, de una época más amplia que abarca prácticamente los
últimos cinco siglos. Se trata de ese largo y revolucionario proceso que se inicia en el
Renacimiento, que parece culminar en los siglos XIX y XX y que, muy a grandes rasgos,
puede caracterizarse como una progresiva tendencia hacia la inmanencia, como una
"marcha hacia lo concreto", hacia el reconocimiento cabal de la condición natural, material,
mundana y temporal del hombre y de todo lo humano.
Caben destacarse, en particular, tres principales vertientes de este proceso histórico por
el cual, en contraste con la época medieval, se intenta recuperar lo que Nietzsche llamó "el

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sentido de la tierra": en primer lugar, la llamada "revolución copernicana" (que se lleva a
cabo no sólo en el orden astronómico, filosófico y científico en general, sino en el plano
concreto de la vida del hombre moderno y contemporáneo) que, consiste, en esencia, en la
afirmación de la subjetividad, en oposición a toda "objetividad" y a toda realidad
extramental que fuese algo "en sí", independientemente del hombre.x Se trata, en efecto, de
un proceso antropo-céntrico, "idealista", que, en filosofía, va desde Nicolás de Cusa hasta
Kant, pasando por Descartes, y todavía tiene importantes repercusiones en Husserl y
Sartre.
En segundo término, se produce el decisivo reconocimiento de la temporalidad y la
mortalidad, constitutivas del hombre, por las cuales queda invalidada toda pretensión
humana de que algo pudiera estar fuera del tiempo y ser imperecedero. Reconocimiento que
caracteriza particularmente a los existencialismos de nuestro siglo, cuyos antecedentes
pueden encontrarse tanto en el romanticismo alemán como en las filosofías de la existencia y
de la finitud, que son propias incluso de algunos pensadores del Medievo.
Y por último, la tercera comente revolucionaria (que pudiera ser caracterizada como un
viraje completo en un plano vertical, como una total inversión de "lo alto" y "lo bajo"), se
cifra en la recuperación de la vitalidad y la materialidad del hombre, tanto en el orden
individual como en el histórico-social. Los tres grandes revolucionarios, Marx, Nietzsche y
Freud, estarían llevando esta tendencia general hasta sus consecuencias más extremas,
generando así, cada uno en su propio orden y momento, esa transmutación de los valores,
de la cultura y de la historia que afecta de manera decisiva el destino del hombre y su
condición moral.
Y aunque hay algunos rasgos predominantes y una cierta sucesión cronológica que
justifican que estas vertientes y tendencias puedan presentarse por separado, en general las
tres suelen estar involucradas entre sí y darse, en distinta proporción, en estos autores. Lo
más notable es que en ellos se advierte también una significación ambivalente: las
ganancias y a la vez las pérdidas decisivas que originan en el orden de la moralidad.
Así, primeramente, en el caso del giro antropocéntrico hacia la subjetividad que
produce el idealismo moderno, no puede menos que reconocerse el avance irreversible que
implica la afirmación del carácter activo y creativo de la conciencia y la voluntad humanas.
Como quiera que sea, la idea del hombre como "medida de todas las cosas" conlleva una

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afirmación de la libertad, de la capacidad creadora del hombre, del poder constructivo de sus
facultades, que se opone a toda idea de pasividad, sometimiento y mera receptividad. Pero,
al mismo tiempo, también es evidente que este viraje implica la pérdida de la certidumbre en
el ser, de la confianza en la existencia de una realidad objetiva, "válida para todos" a la cual
hemos de atenernos, tanto en el pensamiento como en la vida. Por un lado, entonces, la
afirmación de la subjetividad desemboca en toda clase de subjetivismos y de endiosamientos
del hombre; por el otro, se extrema y absolutiza a tal grado el carácter activo,
transformador, productor y conquistador del ser humano, que queda comprometida su
capacidad de paz, de receptividad genuina, de confianza serena y de espontaneidad; la vida
se vuelve arbitraria, compulsiva, enajenada e insegura, sometida paradójicamente a su
propio "activismo".

En el orden moral, se trata sobre todo de la pérdida de la objetividad de los valores y con ella
de su universalidad, su obligatoriedad, su posibilidad misma. El subjetivismo moral
quebranta en sus propios cimientos la moralidad, porque el bien, la norma, los ideales que no
sean solidarios y vinculatorios (compartidos y compartibles) no son propiamente tales: la
comunidad y la universalidad de lo ético son inherentes a su esencia misma.x Condenado a la
pura fuerza de una solitaria, in-condicionada y arbitraria elección, el hombre acaba
desesperando de su supuesta omnipotencia moral y optando por la no opción, cayendo en la
indiferencia y el sinsentido del "todo está permitido".x
No obstante todas estas pérdidas, con el vuelco hacia el sujeto se dan, a la vez, unas
ganancias irrenunciables en el orden moral: la autenticidad, la responsabilidad y la
interioridad quedan confirmadas como categorías éticas primordiales. El genuino sujeto
moral, el que es auténtico, sí mismo o autos (el que es verdadero autor o productor de su
decisión moral, el que actúa desde su intimidad y su convicción en el riesgo de su libre
opción), es ahora garantizado y consolidado como tal frente a toda moral externa, pasiva, de
mero sometimiento a bienes y valores objetivos, cosificados, ajenos a la genuina voluntad del
sujeto efectivamente moral. Con ello se sientan bases inapreciables para una nueva
instauración de la moralidad que deje atrás las tendencias pasivas y formalistas de las
viejas morales.
Asimismo, el reconocimiento de nuestra esencial condición temporal y mortal, con todo

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lo que conlleva tanto de orden positivo como negativo, es ciertamente otro factor decisivo en
la configuración del presente y, por consiguiente, necesario para la comprensión de la
crisis ética de nuestro tiempo. Dicho reconocimiento supera una larga tradición que se
inicia en el siglo vi a.C. con Parménides de Elea, y que es aquella que se proyecta, por
diversos rumbos del pensamiento y de la existencia, hacia la búsqueda de un ser
intemporal, fuera del devenir y de la diversidad reales. El admitir con Hegel, entonces, que
"no hay nada en la tierra ni fuera de ella que escape al cambio y al movimiento", implica una
radical revolución que inicia la reconciliación del hombre con esta realidad espacio-temporal y
con su propio ser: finito, contingente, insuficiente y mortal, siempre abierto al mundo y a su
inconcluso devenir, ya sea el individual, ya el histórico y comunitario.
Pero la conciencia del tiempo, en tanto que también llega a extremarse y absolutizarse,
trae consigo sus propias pérdidas e insalvables aporías. El cambio se afirma en detrimento
de la permanencia, la estabilidad, la unidad y el ser mismo; el no-ser inherente a la
temporalidad (al devenir) se enfatiza a tal grado que se absolutiza como "la nada",
disolviendo entonces toda efectiva noción de "ser", de consistencia y lleno ontológicos. En
historia predominan los historicismos y circunstancialismos que destruyen la idea de
continuidad y permanencia de las distintas épocas históricas, cada una de las cuales queda
cerrada en sí misma, solitaria, condenada a su propia fugacidad y, por ende, a la caducidad
de todos los valores. En la concepción del hombre en general adviene toda clase de
nihilismo. La muerte, la soledad, el sin sentido y la angustia son propuestos como los únicos
hechos y los únicos "fines" propios de la existencia humana.
En el orden ético en especial, los historicismos y existencialismos minan también de raíz
toda posibilidad de un orden moral objetivo y universal, válido para todos los hombres y
todos los tiempos. "No hay nada escrito en un cielo inteligible", ninguna ley que se funde
en un ser intemporal o en una naturaleza humana uniforme e inmutable.x Pero esto trae
consigo una agudización extrema de la mera fugacidad, de la pura angustiosa indetermi-
nación y contingencia. Se pierde toda posibilidad de continuidad, de genuina vinculación
con el pasado y con el futuro, lo mismo en el orden de la vida individual que en el de la
comunidad histórica; no queda más que el refugio en la caducidad del presente, en la
estrechez de la subjetividad cada vez más angosta y angustiada en su propia finitud, en la
pérdida de una "razón de ser" de la vida, de la comunidad y de la comunicación interhumana.

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Y aun cuando el existencialismo, ya como filosofía, ya como literatura y como "moda",
fue un fenómeno que tuvo su auge en la posguerra, su influencia ha desbordado los marcos
de su propio tiempo y su "espacio" cultural. Los hallazgos existencialistas (y también
historicistas) han configurado, de un modo u otro, el ser histórico del hombre actual, tanto
en sus aspectos negativos como en los positivos, ambos decisivos para la fundamentación
"de toda ética futura".
En especial, son incuestionables los logros que representa la conciencia radical
(ontológica) de la condición temporal del ser del hombre; el hecho de que nuestro ser es
tiempo, y ninguna "esencia" o "sustancia" intemporal. Y con ello, la conciencia (también
fundamental) de que nuestro ser es ontológicamente posible y no necesario; que es
indeterminado, penetrado de un no-ser o un vacío que lo hace siempre abierto, inacabado,
haciéndose temporalmente a sí mismo: es decir, es un ser libre, en sentido verdaderamente
radical. Toda ética posible y toda moralidad se fundan entonces en esta condición humana
propia, irreductible, diferenciada respecto de todo lo no humano, que es la condición
temporal, libre, posible y "abierta" del ser-hombre por la cual éste se hace su propia
"esencia" en su "existencia", arriesga su propio ser en su hacer (y existe en el mundo y con
los otros, como lo conceptúa Heidegger). En este sentido, quizá nunca como ahora, al
menos nunca con esta agudeza y nitidez, la condición ética del hombre queda, en principio,
más profundamente radicada y fundada en su constitución temporal y libre (con el no-ser, la
indeterminación, el nesgo y el compromiso existencial que ella implica). El existencialismo
contribuye a la crisis del sentido ético de la vida, pero es a la vez un factor decisivo para una
originaria reinstauración del destino ético del hombre, definitorio de su propia humanidad.
Finalmente, el gran vuelco del "cielo" a la "tierra", de lo abstracto a lo concreto, de lo
ideal a lo real, de lo derivado a "lo básico", que traen consigo los vitalismos y materialismos
de los siglos XIX y XX, es indudablemente uno de los factores más determinantes de la
situación contemporánea, en todos los ámbitos (particularmente en el de la moralidad) y en
todos los aspectos (tanto destructivos como constructivos).
Las ganancias se cifran, por una parte, en la literal desilusión, en la desmistificación y el
desengaño; en la denuncia de toda hipocresía humana, de las máscaras y las mentiras; de toda
tendencia enajenante que pretenda desconocer las fuerzas negativas, destructivas, inmorales
e injustas que están en el fondo del alma o en la base de la sociedad. Y por otra parte, el

51
avance consiste, concomitantemente, en esa decisiva recuperación de la condición natural y
material del hombre, misma que se logra en oposición a las tendencias evasivas a negar el
cuerpo, el mundo, el orden mismo de las necesidades básicas.
El vuelco revolucionario es, en general, un movimiento de veracidad, de toma de
conciencia realista que pone la base en la base, como dice Marx; que se opone a una tradición
que "invierte" las cosas y que pretende que lo "primero" y "básico" sea "el espíritu" y no "la
materia", lo abstracto y no lo concreto, lo ideal y no lo real. Es asimismo el movimiento hacia
el trasfondo primigenio de la vida que termina con una larga tradición de evasión en
trasmundos, como los llama Nietzsche, o de enajenación en una pretendida y falsa "victoria"
del alma, la moral, la conciencia y la cultura sobre los impulsos bajos y pasionales de
nuestra animalidad, como intenta mostrar Freud.

Pero precisamente lo que queda comprometido en este viraje es la condición propia,


irreductible y libre del hombre. Queda descualificada su vida consciente, volitiva y cultural
y, con ello, queda cuestionada toda posibilidad de genuina moralidad. Lo que es puesto en
tela de juicio es la libertad, es decir, la capacidad, exclusiva del hombre, de sobre-pasar de
algún modo a la naturaleza: ya como ser histórico, ya como ser ético; la posibilidad de crear
un orden cultural, "espiritual" o psíquico, irreductible a naturaleza o a materia, poseedor de
su propio sentido y su propia autonomía: irreductible, en suma, a las condiciones externas y a
los determinismos que lo hacen posible; queda cuestionada, en definitiva, la facultad de que el
hombre, cada hombre desde sí mismo, no importa en qué medida, sea dueño y responsable
de su propia vida, de que ésta sea cualitativamente diferente, gestada en la acción ética
interior, estrictamente personal, única e intransferible: queda invalidada la individualidad. La
crisis de la libertad es crisis del hombre, en tanto que hombre, y de su constitutiva condición
moral.
Pero a la vez, no parece que sea posible ya que la libertad se siga concibiendo como pura
y absoluta incondicionalidad; que siga vigente la larga tradición dualista que supone que el
hombre tiene un "alma" pura e inmortal, independiente y separable de su "cuerpo", animal y
mortal. Como tampoco es legítimo ya suponer la existencia de un Sujeto absoluto,
desprendido o separable, no sólo de su cuerpo y del mundo, sino ante todo de la comunidad
y de su concreta existencia histórico-social.

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El reconocimiento de la base y lo, básico, la reconciliación con la tierra, con la naturaleza
y con la materia (y las grandes liberaciones que todo ello trae consigo) marcan sin duda
cambios y progresos tan decisivos en la historia de la humanidad que es imposible no
advertirlos y no ver su alcance revolucionario, particularmente en el campo de la moralidad.
Ésta adquiere, en efecto, nuevas y originales posibilidades al quedar reinstaurada sobre sus
bases-vitales y materiales. Desde ellas, una nueva moralidad bien puede emerger con nueva
fuerza, con más esperanza de realización efectiva, asentada en la más profunda veracidad y en
la asunción de todas las negatividades: puede brotar más espontánea y felizmente; menos
contranatura; más real y realizable; más humana y menos "divina"; más vital y armónica;
menos cargada de sufrimientos, privaciones y resentimientos. Puede, sobre todo, dejar de
ser una trágica y rara excepción y convertirse en un patrimonio verdaderamente universal,
en una opción concreta para todos y cada uno de los hombres.

La crisis ética contemporánea, en efecto, es un estado de suspenso, de quebranto, de


destrucción y aniquilación, de pérdidas y ausencias, de callejones sin salida y situaciones
límite inadmisibles; pero a la vez, la ruptura conlleva su propia virtud renovadora y puede,
originar una nueva y fecunda vida moral. La situación es. ciertamente, contradictoria y
contiene en sí misma, junto con su manifiesta negatividad, múltiples signos y gérmenes
positivos que justifican la esperanza de una posible recuperación del sentido ético y una
rehumanización de la vida sobre bases puestas en este mundo.

1986, 1997: “El malestar en la moral. Freud y la crisis de la ética”, México:


Joaquín Mortiz/Grupo Editorial Planeta. 2a. edición, 1997. México: Miguel Ángel
Porrúa/UNAM.

- Capítulo VII Temporalidad y Libertad (Recapitulaciones)


 Diversos sentidos de la libertad. pp. 217 – 223.
Libertad y necesidad,
Libertad y posibilidad,
Libertad y liberación,
Libertad y negatividad; libertad y creatividad,

53
DIVERSOS SENTIDOS DE LIBERTAD.

Libertad y necesidad.

En Freud, más que en ningún otro pensador, dialéctico o no, la libertad se entiende
primariamente como un genuino "conocimiento de la necesidad". Aquí se invierte la idea de
que la libertad fuese el nombre de nuestra ignorancia e inconciencia, respecto de aquello
que invisiblemente nos mueve y determina: la inconciencia y la ignorancia de sí mismo son,
en efecto, la suprema esclavitud del hombre en el contexto freudiano. Pero el determinismo
absoluto queda cuestionado ante la posibilidad de que el hombre invierta el camino por el
cual el inconsciente pasa veladamente al ámbito de la conciencia y lo maneja, y ahora sea la
conciencia la que penetra en el inconsciente invalidándolo como tal. En la medida en que se
hace consciente lo inconsciente (lo reprimido sobre todo) el hombre se apropia de los
contenidos ajenos del inconsciente. Y esta apropiación es una forma eminente de
integración y de libertad.x Y aunque el conocimiento o la conciencia no alterasen "de hecho"
la realidad y la conducta concreta, y se siguiese siendo (y haciendo) "lo mismo", se ha
producido, no obstante, una mutación cualitativa, esencialmente moral de la vida. La "toma
de conciencia" puede no cambiar nada externo y objetivo; pero el hombre no es el mismo
tras ella. Su conciencia le des-reprime, a la vez que le responsabiliza y moraliza; es decir, le
hace libre.
El conocimiento puede no ser suficiente para producir el cambio práctico, efectivo.
Pero, particularmente en el orden moral, la sabiduría es condición une qua non de la
acción: no cabe acción moral que sea inconsciente. Y precisamente, el genuino
conocimiento psicoanalítico coincide con el ético porque no es mera "contemplación
intelectual"; cuando es genuino, implica vivencia y transformación profunda de la
personalidad.

La cura psicoanalítica se halla fundada en la influencia del sistema Cc. sobre el sistema
Inc. y muestra, de todos modos, que tal influencia no es imposible, aunque sí difícil. Las
ramificaciones del sistema Inc., que establecen una mediación entre ambos sistemas,
nos abren, como ya hemos indicado, el camino que conduce a este resultado. Podemos,

54
sin embargo, admitir que la modificación espontánea del sistema Inc., por parte del
sistema Cc, es un proceso penoso y lento.x

Tanto el psico-análisis, como la psico-terapia, son testimonios de la libertad, la cual no es


otra cosa que la facultad humana de aprehender las determinaciones e intervenir en el
desarrollo de ellas, ejerciendo todas esas funciones que Freud le atribuyó al yo: "mediando",
"retardando", "procurando", "frenando", "deteniendo", "propiciando", "sublimando" los
distintos deseos e imperativos. La triple esclavización del yo no es absoluta: la dialéctica
consiste en "servir dominando" y "dominar sirviendo". De este "arte" que el yo desempeña
depende, en efecto, toda la vida, la salud y la virtud psíquicas del individuo. Es cierto que las
capacidades mismas del yo están determinadas y precondicionadas, a su vez, y que todo
depende de la fuerza o debilidad que ha "recibido" el yo; pero también es verdad que son, al
mismo tiempo, capacidades determinadas y determinables, susceptibles de modificación
actual y que, en definitiva, el último y más decisivo factor determinante del cambio del yo
es el propio yo:

La represión es sustituida por una condenación llevada a cabo con los medios más
eficaces... El individuo no lleva a cabo anteriormente más que una represión del instinto
inutilizable, porque en dicho momento no se hallaba él mismo sino imperfectamente
organizado y era débil; mas en su actual madurez y fuerza puede, quizá, dominar a la
perfección lo que le es hostil.x

En este "círculo vicioso" parece consistir el hecho imponderable de la libertad, del


"querer incondicionado". La libertad se experimenta en su incondicionalidad justamente
porque es, por así decirlo, punto terminal en el enlace causal: culminación y a la vez
comienzo, inicio del nuevo proceso causal que la decisión y la acción originan. En el yo
terminan todos los determinismos (suprema esclavitud) pero ahí mismo, en cualquier
momento, hay un nuevo "factor determinante" (conciencia, determinación) y todas las acciones
de "respuesta" a lo dado, que pueden revertir sobre el propio yo e iniciar una nueva cadena
causal en sentido inverso.

55
Libertad y posibilidad.

Lo decisivo es que ningún factor determinante es unívoco, cerrado, fatal y necesario para el
hombre: las determinaciones conllevan su propia alternativa, su propia posibilidad y
potencialidad: ofrecen un cierto margen de in-determinación. El mismo Freud parece
reconocerlo así cuando dice:

Aun disponiendo de un amplio material histórico y dominando el desarrollo de los


mecanismos psíquicos... la investigación psicoanalítica no puede esclarecernos la
necesidad de que el individuo sea así, sin poder manifestarse en forma ninguna
distinta...
[...] Hemos de reconocer aquí un margen de libertad que el psicoanálisis no puede
determinar. x

La libertad no es otra cosa que la manifiesta capacidad de acción e intervención en el


curso de los procesos determinados que tiene el hombre, su facultad de alterar la materia, la
naturaleza -externa e interna- sin salir del régimen universal de la causalidad. Resulta fácil
admitir (pues es por todos lados visible y manifiesto) el hecho de la libertad, si ésta se
entiende como acción "externa", como la capacidad de arte y "técnica", de "producción" y de
"creación" en general, que el hombre ejerce; la cultura en su totalidad, desde la agricultura
hasta la ciencia a testimonio "material" y palpable de la libertad creadora del ser humano: la
historia misma o la historización de la naturaleza es la libertad, conjugándose
dialécticamente con la necesidad. Pero el reconocimiento de la libertad se torna problema, en
apariencia insoluble, cuando por ella se entiende la capacidad que el hombre tiene de
actuar sobre su propia vida y su propio ser, interviniendo y cambiando su destino. Se ve
con facilidad que pueda cambiar el "destino" del maíz, convirtiéndolo de maíz salvaje en
domesticado; que pueda cambiar los cauces de los ríos, abrir montañas, "romper" la grave-
dad, o "liberar" la energía de la materia; que sea capaz de construir ciudades, poemas,
sinfonías, sistemas de pensamiento, que tenga el poder de producir revoluciones y cambiar
estructuras globales de la sociedad. Pero parece que no puede intervenir en su propio destino,

56
que no cabe la praxis interior. Pues ninguna otra cosa ha de entenderse por libertad moral.
Mediante ella, el hombre actúa sobre su propia naturaleza, como el técnico o el artista
actúan sobre la naturaleza "exterior", descubriendo primero sus posibilidades y
potencialidades, y transformando la "potencia" en "acto", como lo formulaba Aristóteles:
literalmente, realizando lo posible.
Freud, incluso, pone de relieve ese factor decisivo para la libertad interior que son las
contradicciones inherentes a la realidad psíquica. El hecho de que las fuerzas determinantes,
las pulsiones mismas, sean contradictorias y ambiguas; que ofrezcan alternativa: posibilidad
de desencadenar algo, o su contrario; esto o lo otro.x La libertad moral queda, en última
instancia, fundada en la condición determinante y, a la vez, ambivalente de las pulsiones;
sobre la base de que la sexualidad puede ser, tanto la fuerza regresiva incestuosa que paraliza
el movimiento y la vinculación, como el Eros mismo, concebido como el principio contrario
de dinamismo vital y de unión; sobre la base de que el principio de placer implique, tanto la
posibilidad del ímpetu vital decisivo que condiciona a la psique, como la fuerza contraria
hacia la inercia o la muerte; de que ésta misma, simbolizada en Thánatos, sea la pulsión
decisiva de parálisis y destrucción, y al mismo tiempo pueda comprenderse como tendencia
al equilibrio, la estabilidad y la paz, y como principio negativo-positivo del movimiento. Estos
"juegos" de contrarios pueden parecer abstractos y "especulativos", pero están
continuamente presentes en las contradicciones concretas de la existencia, en los conflictos
existenciales en que está siempre inmersa, consciente o inconscientemente, cada vida
individual. Las contradicciones y tensiones del psiquismo (ésas que en términos de Freud
están simbolizadas como oposiciones entre "conservación" y libido, conciencia e
inconsciente, libido narcisista y libido de "objeto", "momento edípico" y "etapa de
latencia", principio de placer y principio de realidad, represión y sublimación, vida y muerte,
Thánatos y Eros, ello-yo-superyó) son las oposiciones y conflictos fundamentales que
revelan la condición determinada y a la vez indeterminada o posible de la psique: necesaria
y a la vez contingente. La libertad es precisamente la contingencia radical: la posibilidad de
ser o no ser, de ser así o ser de otro modo, inherente a una realidad esencialmente dinámica
y contradictoria (temporal y moral) como es el psiquismo humano.

57
Libertad y liberación

El fenómeno de libertad es complejo y se dice en varios sentidos, todos los cuales, de una u
otra forma, están implicados en la concepción freudiana.
De manera eminente, la libertad implica liberación: posibilidad de eliminar obstáculos,
ataduras, coacciones que mantienen una fuerza o una energía, impedida de realizarse o
expandirse; la libertad es, en este sentido, des-represión y superación de todas las formas de
esclavitud o sujeción; es "apertura de caminos", y el psicoanálisis, precisamente como
conciencia de lo inconsciente o reprimido, tiene una virtud liberadora por el acto mismo de
autoconciencia. El psicoanálisis origina históricamente una nueva paideia, una nueva forma
de educación o "formación" humana, cifrada en la liberación de las energías vitales,
particularmente las sexuales, en oposición a su represión. Esto promueve un nuevo tipo de
moralidad y un nuevo tipo de humanidad, de una u otra forma, reconciliada con su propio
cuerpo y su propia vitalidad.

Libertad y negatividad; libertad y creatividad.

Pero la libertad (y con ella la moralidad) es, asimismo, paradójicamente, represión, negación,
"dique": cierre de caminos, sacrificio y frustración. La libertad es, ella misma, el fenómeno
dialéctico por excelencia: simultánea in-determinación y "determinación", apertura y cierre
de posibilidades. El "sí" y el "no" se implican recíprocamente: toda afirmación implica
renuncia, toda negación y prohibición abre posibilidades por ella misma. Precisamente, el
sentido, el movimiento, la existencia, sólo se dan dentro de un cauce determinado, tanto en
las capacidades como en las limitaciones, en las posibilidades y las imposibilidades: en
donde "no todo está permitido". La moralidad tiene un aspecto esencial de negación, en
electo, como lo reconoce Freud. Pero lo que éste parece no ver es el aspecto "positivo" que
implica la negatividad, no ve lo que la conciencia dialéctica hegeliana percibía como "trabajo
de lo negativo"; al menos no lo ve del todo y no saca de tal hecho todas sus implicaciones.
Por esto, una genuina moralidad no puede ponerse ni en la pura renuncia a los instintos
o pulsiones (moral represiva), ni tampoco en la pura liberación instintiva. Dada la
fundamental ambivalencia de las pulsiones originarias, éstas han de ser liberadas pero

58
también reprimidas en sus potencialidades destructivas (contra-vida, contra-felicidad,
contra-moralidad). Se trata así de un doble cambio o transformación: cambiar la naturaleza
(natural) para producir cultura, y cambiar la cultura (y la realidad en general) para que ella
se concibe con la Naturaleza en sus potencialidades de vida, plenitud y felicidad; poner la
Naturaleza a la altura de los bienes genuinos de la cultura y poner la cultura a la altura de las
potencialidades verdaderamente vitales de nuestra naturaleza.
La libertad es, en suma, creatividad, y ésta no se explica sin la conjugación dialéctica de
lo positivo y lo negativo; sin esa facultad propia del hombre de introducir sus propias y
conscientes negaciones. En este sentido, Sartre dice que, por el hombre, "la Nada entra en el
seno del Ser", y con ella, la libertad y la temporalidad. Es privativa del hombre, en efecto,
esta capacidad suya de .intervenir en el orden de las determinaciones, negando, coartando,
imposibilitando algunas de ellas, para abrir así otras posibilidades; y en este juego positivo-
negativo se centra la creatividad, la capacidad transformadora que define al hombre como
hombre.
Tanto el superyó como el yo realizan, dentro de la concepción freudiana, este "trabajo
de lo negativo" (el cual también está implícito en el deseo [Wunsch] en tanto que deseo del
deseo). En particular el superyó no sólo ejerce esa represión meramente cruel, destructora
y paralizante, sino que en él se encuentra también la fuente de las negaciones, las
limitaciones y prohibiciones fecundas para el alma, que son condición necesaria para su
salud y su "bien"; para que la psique ingrese en el orden de la no-indiferencia existencial,
donde hay sí y no, donde esto es preferible a lo otro, donde hay valores porque no todo
vale; donde surge, en suma, ese universo infinito de las cualidades morales, ahí donde
existen distintos "planos" y "dimensiones" y "distancias" y "rumbos" y "horizontes"
axiológicos que dan sentido humano a cuanto existe. Ahí donde se recobra el sentido ético
de la vida.x
Y ha de insistirse en que todas estas modalidades o aspectos diversos de la libertad
están, de un modo u otro, presentes también en el pensamiento freudiano, junto con la
marcada tendencia, expresamente manifiesta, a afirmar un riguroso determinismo, donde
no tiene cabida la libertad ni, con ella, tampoco la genuina especificidad humana.
El propósito de reivindicar la condición terrenal del hombre, de que éste recobre sus
raíces vitales, materiales, estrictamente inmanentes y mundanas, parece obligar a Freud a

59
invalidar toda tendencia de "elevación" o "trascendencia" que comprometa la pertenencia al
mundo. En esta medida, Freud define con todo énfasis, y exagera incluso, el carácter
"físico" y "biológico", "necesario", "determinista", de todo lo humano (y dentro de este
contexto parece pertinente leer sus declaraciones "biologicistas" y deterministas).
Pero a la vez, la realidad misma con la que Freud trata, y a la cual atiende con un
paradigmático espíritu de vigilia científica y pasión por la verdad, o sea, la psique, le
muestra constantemente su especificidad e irreductibilidad. Y en esta misma medida, la
obra freudiana, sin desconocer las fuerzas destructivas y "demonicas", no sólo de la
"carne" y del "mundo", sino también de la propia moral y de todo lo "sublime" -
denunciando en todo los ámbitos el malestar en la moral- va testimoniando, paso a paso,
todos aquellos fenómenos del alma que confirman su carácter libre y ético y, con él, su
capacidad intrínseca de elevación, de movimiento expansivo y progresivo de "crecimiento"
y "pro-creación", que emana desde las raíces más profundas de la vida; fenómenos todos que
confirman, en fin, la posibilidad de trascendencia dentro de la inmanencia, meta y
fundamento de una ética autónoma y de un humanismo integral.

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FRAGMENTOS DEL LIBRO EL ETHOS, DESTINO DEL HOMBRE

1996: “El ethos, destino del hombre”, México: Fondo de Cultura


Económica/UNAM.

- Capítulo I Ética y humanismo,


 Dignidad y libertad en el humanismo renacentista. el hombre
“centro”, pp. 20 – 21.
 Humanismo y humanización. humanismo y terrenalidad, pp. 22 – 23.
 El humanismo hoy, pp. 33 – 39.

DIGNIDAD Y LIBERTAD EN EL HUMANISMO RENACENTISTA.


EL HOMBRE “CENTRO”

Para el humanista del Renacimiento la “dignidad humana” está puesta precisamente en el


hecho de que el hombre no tenga “un sitio fijo en el mundo”, y que de él mismo dependa su
propio ser; se cifra justamente en esa originaria y constitutiva indeterminación, por la cual
el hombre es capaz, para bien o para mal, de introducir cambios decisivos en su propio ser
y en su destino histórico. La dignidad está puesta en la libertad, con todo cuanto ésta
conlleva. x
La Tierra ha dejado de ser el centro del universo, lo cual implica un cambio radical,
que repercute en todos los órdenes del pensamiento y de la vida. Significa la aparición de
un nuevo mundo histórico en el que se pierde la tradicional estructuración medieval,
conforme a la cual, a partir del centro fijo, se organiza el mundo en estratos estáticos,
estancos. Se rompen así para el hombre renacentista, límites espaciales y temporales,
intensificándose la conciencia y la vivencia de libertad, al mismo tiempo que de angustia
ante la infinitud del nuevo universo que se empieza a explorar.x
La Tierra dejó de ser el centro pero el humanismo renacentista dio al hombre - y en
particular a su alma – el puesto “central”. El alma humana, dice Ficino, es “el centro del

61
universo y en ella se cifran y condensan las fuerzas de todo...”x La idea básica que
introduce el humanismo renacentista es que en el hombre está puesto el sentido de todas las
cosas y el sentido de la propia vida humana.
Pero, por otro lado, es decisivo advertir que la “centralidad” no es ya concebida
como algo fijo, estático y cosificado. El hombre es “centro”, porque puede estar “en todas
partes”, no tiene sitio fijo. (Es centro móvil, por así decirlo.) Puede desplazarse y descubrir
nuevos mundos, no sólo física, sino intelectual y espiritualmente, a través del conocimiento,
de la creación artística, de la exploración y experiencia del mundo en los más diversos
órdenes. La centralidad del humanismo es más bien "movilidad" del hombre en todo el
universo, su pertenencia a todos los órdenes de la realidad, que le posibilita el acceso a
todos los reinos, sea por la vía de la magia, de la alquimia o de la astrología; o bien del arte,
de a ciencia o de la técnica (cuando no, conjugando magia con ciencia, alquimia con arte). x
Y le posibilita ante todo para realizar, internamente, diversas y contradictorias posibilidades
de sí mismo: puede descender “hasta lo más bajo adoptando las formas bestiales de
existencia” o “realzarse hasta los órdenes superiores de la vida”.x
“Lo humano”, en este sentido, parece estar cifrado en esa indefinición y ambigüedad
originarias del hombre y ese poder proteico –y dionisiaco- que le permite realizar múltiples
posibilidades existenciales. Y así comprendida, la humanitas, ciertamente, está por igual en
todos los rostros del hombre, buenos y malos, nobles e innobles, apolíneos y dionisiacos, y
tan “humana” es, por tanto, la “virtud” como el “vicio”.

Sin embargo, la “movilidad” del hombre no es tampoco - ni ética ni ontológicamente-


indistinta o indiferente. En las diversas posibilidades existenciales que realiza, el hombre
puede, en efecto, humanizarse o deshumanizarse. Su “movimiento”, en este sentido, es
movimiento moral y conlleva diversos modos y grados de ser en los que, precisamente,
cabe hablar de “lo humano” versus lo "in-humano". El movimiento de que se trata es de
“ascenso” o “descenso” en la escala del ser, inseparable de la del “bien” y el “mal”.
Es notable aquí lo vislumbrado en el mito del “cochero” del Fedro platónico, donde
también el movimiento, o más precisamente, el automovimiento (autokíneton) es aquello
que define la esencia del alma y en lo cual, significativamente, se cifra nada menos que su
inmortalidad. Y el movimiento mismo depende fundamentalmente de la complejidad y la

62
tensión internas de la psyché, del hecho de que el alma contenga en sí misma fuerzas
contrarias que la impulsan en direcciones opuestas: al “ascenso” o al “descenso”.
La eticidad es constitutiva, según el Fedro, pero constitutivo es también (incluso
radical y definitorio) el ímpetu de “vuelo”, el impulso hacia lo alto (hacia el bien y el ser,
en términos de Platón), y con ello, es esencial tanto la condición “alada” del alma, su
impulso de “elevación”, como el poder conductor del auriga (fácilmente identificable con el
logos o la razón).x
Es de hecho en esa condición simbólicamente “alada”, y en su posibilidad de
ascenso, en donde se halla, en este otro sentido, “lo propiamente humano”. El homo
“humanus” sólo se encuentra en la trascendencia de la ambigüedad y de la alternativa, en la
opción y realización de la vía de “ascenso”. La humanitas no es indiferente. Es virtud
(virtus y areté).

HUMANISMO Y HUMANIZACIÓN. HUMANISMO Y TERRENALIDAD

El humanismo no es un saber, sino una forma de ser.

EDUARDO NICOL, “Humanismo y ética”x

Es propio del hombre - como lo expresa Vives - el poder representar varios “papeles”. El
hombre es el gran “mimo” que puede ser “como” otros seres, e incluso ser como Dios. Es,
en este sentido, un “microcosmos” y todas sus representaciones tienen un sentido moral. x
Pero entre todos los posibles papeles hay uno en especial que le corresponde: el papel de
“hombre”, precisamente. Hay una “forma de ser”, un ethos, que es aquella que es propia del
hombre como tal, que a él toca realizar, y que tiene justamente el carácter de algo potencial
o virtual.
La humanitas es “virtud” en los varios sentidos que conlleva originalmente la virtus
latina y la areté griega: es capacidad, potencialidad, disposición; es excelencia, plenitud,
perfección, cumplimiento pleno de las cualidades distintivas, de aquello que se es más
propiamente; es esfuerzo y acción continuada, por la cual se forma el propio ser. Fuerza
creadora y libre. Es asimismo “mérito” y “merecimiento”: algo siempre contingente,
susceptible de no ser - de ahí su rareza y su dificultad.

63
Sólo se dará la excelencia del hombre cuando éste elija las formas más elevadas de vida moral e
intelectual, puestas a su disposición; y esta excelencia pertenecerá a su naturaleza, concebida en tanto
que ésta incluya entre sus potencialidades esas formas de vida elevadas.x

La humanitas consiste en la literal humanización; es un proceso activo, no un estado fijo,


uniforme e inmutable: es “adquisición y retención constante de la autenticidad”. x La
humanización coincide con la formación del ethos: la forma propiamente “humana” de ser.
La excelencia, así, es cultivo y cultura a través de los cuales el hombre busca realizar las
más altas y distintivas potencias de su ser. Por esto la humanitas converge también con la
paideia misma, en tanto que ésta es formación integral del hombre.x
Al ser humano corresponde la vieja tarea, consagrada por Píndaro, de “llegar a ser lo
que se es”, en el sentido de adquirir la “humanidad” (humanitas); lo cual significa que el
hombre no tiene un “ser” dado o realizado por el solo hecho de tener la vida biológica (ni se
identifica con ésta), sino tiene que “hacer” su propio ser, producirlo y formarlo,
precisamente a través del ethos y la paideia. Y en esto se cifra su grandeza o su “dignidad”.
“Para ser lo que es, el hombre necesita hacerse un hombre nuevo: ser distinto para ser sí
mismo...”x
El humanismo pone el énfasis en la libre realización de la humanitas. Con su misma
libertad, el hombre (individual o socialmente) enajena su ser o lo realiza y enaltece. Esto es
lo que hace que la vida humana no sea neutra o indiferente, sino cualificable y valorable;
que tenga sentido o que carezca de él; que sea vida “moral”. Lo ético está en el corazón del
humanismo, tanto como éste se halla en el de la ética.
Para el humanismo, en efecto, la humanitas (“la naturaleza propiamente humana”)
está puesta precisamente en la capacidad creadora de la libertad, en la fuerza de la virtud
(la vis de la virtus) que permite al hombre trascender lo dado, vencer al destino - a la
manera del héroe trágico -, transformar el mundo interno y externo. Fuerza que a su vez es
“esfuerzo”, denuedo, voluntad de acción, fuerza de decisión. El camino de la ética no se
realiza sin esfuerzo, sine magno labore, como dice Spinoza.x
La potencialidad propia del hombre, su “virtud” más definitoria es, en efecto, su
capacidad de sobrepasar la naturaleza, de introducir en el mundo interior y en el exterior la

64
“medida” humana, de dotar a lo existente de valores y fines que dan sentido a la vida y la
intensifican: su ethos, en suma. Es esta naturaleza “abierta”, por así decirlo, esta
sobrenaturaleza aquello que le da al hombre un puesto único en el cosmos, una
especificidad radical que lo hace irreductible a cualquier otro orden de la realidad –aunque
al mismo tiempo identifique dentro de sí los diversos reinos del ser.
Pero para el humanismo, la capacidad humana de trascender y sobrepasar la
naturaleza (el ethos) se alcanza con la naturaleza misma, sin desprenderse de ella y
proyectándose creadoramente hacia ella. Es una literal re-creación del mundo. Homo es
humus: es tierra. Ésta es una de las notas más distintivas del humanismo y más decisivas
para la ética. El humanismo reconoce la esencia y el destino terrenal del hombre; sus
valores conllevan la trascendencia en la inmanencia. Hay “ascenso”, pero éste es siempre
desde la tierra y hacia la tierra misma. El humanismo, afirma Savater, implica “fidelidad al
sentido de la tierra”.x Inherente al humanismo es su armonía con la vida, con el
movimiento, con el cuerpo humano: su salud, su belleza y su goce. El humanista se
reconoce en la Naturaleza y se reconcilia con ella. Y se reconoce, ante todo, en los hombres
mismos, y se reconcilia con ellos.

EL HUMANISMO HOY

La alternativa para la ética actual no es, a nuestro juicio, negar el humanismo sino superar
sus distorsiones y rencontrarlo, tanto en sus significaciones originarias y radicales, como en
las nuevas notas esenciales que ha adquirido en la época moderna y contemporánea.
Se hace necesario, en particular, recobrar las posibilidades humanistas de una visión
unitaria, de equilibrio de las relaciones hombre-ser, individuo-comunidad, actividad-
receptividad. En el hombre confluyen todos los contrarios, y en él suelen éstos estallar,
produciendo conflictos desgarradores que tienden a resolverse mediante la victoria de unas
fuerzas sobre sus opuestas; se origina así, consecuentemente, la escisión o la fragmentación
patológica de su ser. Pero también puede ocurrir lo inverso: que en el hombre se produzca –
aunque no sea como posesión absoluta e inalterable – la “unión de los contrarios”; puede
ocurrir que “las tensiones” “se acoplen” – como dice Heráclito -, que se complementen
recíprocamente sin dejar de ser tensiones, pues precisamente éstas son la clave del ser y el

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movimiento, como las cuerdas tensas de un instrumentos musical.
Importa rescatar, en verdad, esa potencia, esa virtud propia del humanismo que es la
presencia equilibrada e integrada del hombre y el cosmos; x encontrar, en especial, el
equilibrio entre “la mano” y “el ojo”, entre el hacer y el ver (theorein, en griego, de donde
viene teoría: visión cognoscitiva). Se requiere ciertamente superar “el olvido del ser” y la
pura visión técnica (tecnocrática) del mundo, aunque también haya múltiples razones para
afirmar que el humanismo ha de superar a la vez la crítica heideggeriana para que se
recobre en toda su riqueza de significaciones. Pues también es cierto que la humanitas
queda tan señaladamente enrarecida dentro de la concepción del Dasein heideggeriano
(Sein zum Tode: ser para la muerte), como dentro del solitario, vicioso e infernal círculo
sartreano de relaciones (sado-masoquistas) de sujeto-objeto, “amo-esclavo” del être-pour-
soi. El humanismo hoy necesita incorporar los hallazgos de la filosofía de la existencia,
pero a la vez (más allá de ésta) rehacer la memoria viva del saber humanista patente en la
areté de la tradición occidental y en la areté de los humanismos de otras tradiciones.

Uno de los juegos de opuestos más significativos – y que resulta de primera importancia
para el humanismo contemporáneo – es, ciertamente, el de la capacidad de actuar sobre la
realidad y a la vez de ver, escuchar y contemplar lo que es, en su propio ser. La experiencia
humanista originaria incluye esta capacidad de escuchar y simplemente “estar” y aceptar el
ser, sin necesidad de “producir” ni transformar; conlleva también, junto con la afirmación
de la acción creadora, la actitud de paz, de serenidad, de goce, que son dimensiones que el
hombre ha perdido en su obsesión conquistadora y transformadora. Se trata de la capacidad
“receptiva”, en el sentido oriental, que no es simple pasividad inerte, sino al contrario: es la
base para activar las fuerzas profundas del interior humano y para crear nuevas e intensas
formas de vinculación con el universo. Las formas de vida contemplativa, teorética,
artística, lúdica, se definen justamente por su libertad, y con ello, por su poder
humanizador. En este sentido, las humanidades ciertamente son llamadas “artes liberales”,
para diferenciarlas de las “artes profesionales”, y ocupan un lugar eminente entre las
actividades libres del hombre.
Y también, como es obvio, las ciencias son obra de la libertad y conllevan un ethos
propio; tienen una función humanizadora y un significado esencialmente “humanista” que,

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sobre todo en nuestro tiempo, es necesario destacar. La humanitas no se adquiere sólo en el
cultivo de las humanidades, sino también en el de las ciencias. Sólo de una ciencia alienada,
pragmatizada y mercantilizada puede decirse que enajena al hombre. También ha de
recuperarse el sentido esencialmente humanista de la ciencia. La grandeza del conocimiento
científico no se comprende solamente por lo que éste vale en sí, ni por lo que puede
producir, sin por lo que significa para el hombre y desde el hombre. La ciencia vale como
realización de la excelencia humana, por sus alcances existenciales y éticos, y no sólo
epistemológicos, metodológicos y ontológicos, o por sus aplicaciones en el orden
tecnológico. El conocimiento por sí mismo era ya, según Aristóteles, suficiente para la
felicidad humana. La reflexión humanista permite reconocer al hombre como el productor
del acto científico y darle a éste su verdadero provecho humano: el provecho simple, pero
absoluto, radicalmente humanizante, de la experiencia cognoscitiva. x
Pero además, el universo revelado por la ciencia contemporánea (en el orden micro
y macroscópico), es de tal grandeza y significación, lo mismo por lo que se sabe de él,
como por lo que no se sabe, que produce una de las experiencias humanas más intensas y
formativas (en verdad humanizante), que es aquella que los griegos llamaron thauma: el
“asombro y la maravilla”, el “azoro”, fuente de toda philo-sophía.
El objeto mismo del conocimiento científico del presente (el mundo de la física, de
la biología, de la astronomía) suscita la necesidad de una verdadera estética de la ciencia y
también de una ética, una poética, una mística y una metafísica.
El universo revelado por la ciencia está poblado por un infinito de signos que no
sólo tocan a la inteligencia racional del hombre sino que despiertan y activan las más
diversas y profundas facultades humanas, ampliando de manera ilimitada los horizontes de
su propia experiencia. Experiencia que, asimismo, incita a replantear esa radical pregunta,
decisiva para valorar y orientar la existencia humana, que es la pregunta por “el puesto del
hombre en el cosmos”, como lo expresó Max Scheler.
En este sentido, se hace evidente que “las ciencias” no constituyen un reino
absolutamente distinto y separado del mundo de “las humanidades”. Es sobre todo su
significación humanista lo que las aproxima íntimamente y abre, entre ambas, toda una red
de vasos comunicantes.
Lo que el humanismo contemporáneo ha de superar es el olvido de que el hombre

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no es sólo homo faber, e incluso que su hacer (su praxis y su póiesis) más propiamente
humanizante no es el hacer tecnológico o industrial, por importante que éste sea para la
infraestructura material, base de la vida y del desarrollo humanos. En principio, no cabe
olvidar que la techné misma significó dos cosas: “técnica” y “arte”. La techné griega fue
ante todo arte (literario, arquitectónico, escultórico, musical). Es precisamente desde su
significación humanizante, como esencial realización de la excelencia humana, que el arte
se cuenta entre las más excelsas creaciones del espíritu humano. Y no sólo el arte. Además
de la actividad por la que el hombre transforma el mundo externo, la póiesis y la praxis
humanas transforman la propia realidad interna del hombre, su realidad histórica, socio-
política, en el sentido más amplio de los términos.
Lo deshumanizante, en suma, es ciertamente el olvido de que hay acciones del homo
humanus que se realizan de cara a los fines (no a los medios) y son vividas justamente
como fines en sí mismas. Acciones que se ejercen por su significado y por su valor
intrínseco, por la satisfacción de orden moral o existencial que ellas producen. Se trata de la
dimensión radicalmente humana del “des-interés”, de la philía o del amor, ciertamente
clave suprema de la humanitas del homo humanus; acciones que valen por sí mismas, como
don de sí, como expresión de las propias facultades y que están justamente en el orden de
los valores y de la plena libertad, hasta donde ésta puede ejercerse, trascendiendo el reino
de la pura Ananke o necesidad. Ahí es donde el ethos cobra su más auténtico sentido: como
disposición libre (amorosa) ante el ser. Al hombre lo define su capacidad de ver por dentro
cuanto existe, de literal “entender”; pero le define al mismo tiempo su capacidad de
“hablar” y comunicar, de compartir el ser con la palabra de razón. Su capacidad de philía
por el ser y el conocer.x

Se trata, es verdad, de “habitar la Tierra”; pero “habitarla” por fuera y por dentro, también
en la vida interior. “Habitarla” en sentido estricto, que significa recobrarla y mantenerla
como nuestro “hábitat” natural, el único que tenemos. Como recinto y morada del hombre:
su ethos. No cabe humanismo hoy que no haga de la Tierra “el centro del Universo”, en el
sentido del centro vital que es necesario rescatar.

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El genuino humanismo, en suma, no implica la "deificación" del hombre, ni la
ruptura con lo que no es humano. Una cosa es su dignidad y el puesto central que se le
puede adjudicar en el cosmos, y otra es, en efecto, la hybris: la soberbia humana, el
quebranto del equilibrio; la pérdida de todo horizonte extrahumano, de todo límite o
proporción.
El hombre se constituye por las relaciones interhumanas y al mismo tiempo por su
relación - o su falta de relación - con la Naturaleza y con lo divino --como quiera que se
conciba. Por eso hoy reconocemos, en especial, cuán falso es que a la llamada “muerte de
Dios” habría de sobrevenir la “vida del hombre”, la des-enajenación y la plena
humanización. Todo lo contrario. Encontramos paradójicamente con más facilidad rasgos
del humanismo en las culturas religiosas - cuando éstas no absorben ni avasallan la libertad
y la dignidad humanas - que en los puros ateísmos y, sobre todo, que en la civilización
meramente racionalista o tecnocrática de nuestro tiempo.
Y reconocemos también que al atropello de la Naturaleza, a su incontrolada
explotación y a su destrucción, corresponde, no sólo la amenaza de la auto-destrucción,
sino una análoga modalidad de las relaciones del hombre consigo mismo y con sus
semejantes. El vínculo que tenemos con lo otro corresponde de algún modo al vínculo que
tenemos con nosotros mismos. El hombre puramente dominador, consumidor, que ha
perdido los lazos de unión artística, contemplativa y amorosa con la Naturaleza y con el ser
en general, los ha perdido con su propia naturaleza y con su propio ser.
El humanismo conlleva también la autoconciencia de los límites humanos. Le es
consustancial el sentido socrático de la sabiduría, de la docta ignorantia .Implica, es cierto,
saber de la grandeza del hombre (y de sus horrores), y asimismo de su contingencia, su
debilidad y su pequeñez. Es, al mismo tiempo, saber de su poder y de su impotencia; de su
incalculable y prodigiosa capacidad de trascender obstáculos - de dentro y de fuera - así
como de su infinita sumisión, locura, cobardía y destructividad. Pues también es cierto lo
dicho por Homero: “No hay ser más mísero que el hombre entre todas las criaturas que
viven y se mueven en la Tierra”.x
El humanismo florece donde no se desespera del hombre, a sabiendas de su
precariedad. Florece como un saber trágico, propiamente ético: cuando la gloria del hombre
no hace olvidar la piedad por el hombre, por su descenso, su inercia y su enajenación. Y a

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la inversa: cuando la miseria humana no hace olvidar la profundidad y la grandeza del
hombre y se mantiene viva la fe en la excelencia humana y la lucha por la humanización. x
El hombre contemporáneo - cabe añadir - ha aprendido a leer la cara oculta y oscura de la
condición humana y de la historia. Pero es tiempo de volver la lectura hacia las zonas
luminosas de la humanitas y del ethos-daimon, por infinitamente pequeñas que sean. Esta
lectura no ha de ser necesariamente mera ilusión y fantasmagoría enajenante. La oscuridad,
avanza en la medida en que crece la desesperanza y se angostan las perspectivas del futuro.
Pasado y futuro se iluminan recíprocamente; la carencia de porvenir ensombrece la visión
del pasado, y tal ensombrecimiento, a su vez repercute en la visión del futuro. El rencuentro
con la libertad y la dignidad del hombre es el imperativo radical del humanismo.

El humanismo no está cancelado para la ética contemporánea. Él abre, en particular, un


decisivo puente entre ética y ontología, y hace posible replantear el problema de la
“naturaleza del hombre”, con categorías que dan razón, tanto de la eticidad fundamental y
sus originarias tensiones (base de la vida propiamente humana y propiamente moral), como
de la necesaria pluralidad y relatividad (a la vez que de la universalidad histórica) de los
valores éticos. Un tratamiento riguroso del humanismo coincide con el planteamiento
ontológico de la condición humana y de la condición ética. No se explica la eticidad sin la
naturaleza humana; luego, hay que dar razón de esa naturaleza, de ese ser en términos
ontológicos.

Es en verdad imposible proponer la realización de la excelencia humana y atender a los


fines propios de la existencia si nuestro saber del “ser-hombre” no ofrece razones - nuevas
y también viejas y probadas razones - que nos confirmen la verdad de la humanitas, de ese
ser propio, libre e irreductible, capaz de excelencia; si no hay, en suma, un conocimiento
actual de la naturaleza humana que dé sentido a la praxis humanista.
El saber implícito en el humanismo abre caminos Para repensar el problema de la
naturaleza humana, superando los tradicionales dualismos y racionalismos, y en general el
esencialismo de la tradición metafísica. Pues ha de reiterarse, una vez más, que es difícil

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seguir sosteniendo la existencia de una “esencia” inmutable, fuera del tiempo y ajena a las
diversidades reales de la historia y la sociedad. Aunque es también indispensable superar
los monismos (naturalistas o materialistas) y replantear el problema de la autonomía del
“espíritu”, de la conciencia y de la cultura; replantear el problema de la libertad ontológica
y del ethos como destino (naturaleza propia) del hombre. Es evidente que ni la autonomía
ni la libertad se pueden seguir concibiendo en términos de algo absoluto, pero es preciso
explicar en qué consiste su “relatividad”. Consecuentemente, ha de darse razón de las
fuerzas determinantes de la vida consciente y espiritual; fuerzas económicas, sociopolíticas,
psicológicas, biológicas. Pero se trata a la vez de superar los determinismos, de recobrar la
posibilidad de fundar la vida humana más allá de un orden de pura necesidad y fatalidad. El
destino del hombre está ciertamente en el orden del ethos.

El humanismo apunta hacia una nueva ontología del hombre y una nueva teoría de los
valores, las cuales son capaces de enfrentar los hechos y los problemas puestos de relieve
en nuestro tiempo. Se necesitan nuevos criterios de valor: no dogmáticos, ni uniformes y
ahistóricos. Criterios que superen los relativismos aunque no la relatividad ni la pluralidad
y diversidad infinita de la vida humana en general y de la vida ética en particular. Criterios
basados en la libertad misma, en la autenticidad, en la veracidad y la tolerancia; en una
concepción unitaria de la persona humana, no escindida en una “parte buena” (alma, razón,
voluntad pura, conciencia del deber), y una “parte mala” (cuerpo, pasiones, fuerzas
irracionales e inconscientes, inclinaciones vitales). Se requieren criterios e ideales morales
que apunten a una conciliación del “deber” con el verdadero ser y querer del hombre.
Valores que promuevan la vida ética, como fuente de la auténtica felicidad del hombre
humanizado. Son éstos, valores que ciertamente no parten de una oposición y una exclusión
absolutas e irreconciliables de las fuerzas contrarias que confluyen en el ser humano, sino
al revés: parten de su integración, de la implicación recíproca de la libertad y la necesidad,
lo individual y lo comunitario, lo psíquico y lo somático, lo racional y lo irracional. Valores
que remiten a una efectiva conciliación de la diversidad y la universalidad, de la
permanencia y el cambio. Valores que persiguen, en suma, el ideal humanista de equilibrio

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y de armonía: armonía interior, de cada ser humano consigo mismo, y del hombre con el
hombre y con el mundo. El ideal de integración armónica ha sido, en efecto, buscado y
alcanzado, a veces por unos cuantos individuos aislados que se han distinguido de las
corrientes prevalecientes en su mundo; otras veces, es éste el ideal primordial que ha
caracterizado “el espíritu de los tiempos”, precisamente cuando se trata de las épocas o las
culturas humanísticas, propiamente dichas.

Muchos de los grandes valores del Renacimiento, en efecto, vuelven a ser válidos para el
presente: el cultivo humanista de las humanidades y de las ciencias; la vuelta a los ideales
humanistas de la antigüedad;x la reconciliación con la Tierra, con el cuerpo humano y con
la Naturaleza; la disposición hacia una nueva forma de religiosidad que no implique la fuga
del mundo o su negación; el reconocimiento de la individualidad humana (del “rostro”
único de cada hombre); el atrevimiento para explorar, por cuanta vía sea posible, los
secretos del universo; el cultivo y el goce del arte, en todas sus manifestaciones; la
instauración, en fin, de un verdadero régimen de tolerancia universal.
Es por la vía del humanismo que cabe responder, en fin, al irreversible afán, tan
propio de los tiempos modernos, de alcanzar una fundamentación autónoma e inmanente de
la ética. Es por la vía del humanismo que puede encontrarse en el propio hombre - no en
una condición externa, ni en una razón uniforme y formal -, la raíz “terrenal” (humus) de
los valores éticos; encontrarse la hormé, el impulso de “ascenso” creador. Raíz que en
última instancia corresponde a eso que Freud llamó “instinto de perfeccionamiento” y que
él, a su vez, acabó fundando implícitamente en la radical pulsión de vida, simbolizada
como “Eros”.x

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