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"La Alegoría de la Caverna" - Platón

La alegoría de la caverna trata sobre un hombre en busca del conocimiento verdadero,


alguien que solo había conocido un mundo de sombras y oscuridad. En la historia este
individuo vivió siempre encadenado al fondo de una cueva obligado a ver hacia una
dirección, pero de repente fue liberado de sus cadenas y comenzó un duro camino hacia
la salida de la cueva siguiendo la luz. Cada vez que pasaba una etapa de su camino y la
luz aumentaba le suponía un mayor esfuerzo acostumbrar la vista, hasta que al final llego a
ver el sol, lo que Platón entendía como la idea de bien, el saber absoluto. Después de esto
se planteo volver para decirle esto a sus compañeros de la cueva, pero si lo hiciese ellos lo
echarían diciéndole que lo que vio es erróneo y que lo correcto es lo que se ve dentro de la
cueva.

Ideologías:
Para Platón, al igual que para Sócrates, el fundamento del hombre es la moral y lo único
real son las ideas, identificando la idea del bien con la más excelsa expresión del Ser.

Lo único real es el mundo inteligible porque el mundo sensible sólo es una ilusión de los
sentidos.
Consideraba que el progreso del conocimiento no era tanto un proceso de continua
evolución sino como una transformación de un estado de conocimiento menos adecuado
a otro más elevado.

La alegoría representa la mayoría de la humanidad que permanece durante toda su vida


viendo sólo sombras de la realidad, imágenes, representaciones y oyendo sólo el eco de la
verdad.

La opinión que tiene toda esta gran cantidad de gente sobre el mundo está lejos de ser
adecuada porque está deformada por las pasiones y los prejuicios propios y de los demás,
transmitidos por el lenguaje y la retórica.

Son como niños que se aferran a sus deformadas opiniones con la fuerza de los adultos sin
ningún deseo de liberarse de su prisión.

Aún más, si de pronto fueran liberados, quedarían cegados por la luz y creerían que las
sombras eran más reales que la luz.

Sin embargo, si alguno llegara a escapar y se fuera acostumbrando poco a poco a la luz,
sería capaz de mirar los objetos reales, de los que antes sólo había visto sus sombras.

Este hombre podría entonces ver a sus compañeros tal como son, seres encarcelados por
las pasiones y los sofismas.

Y si perseverara y saliera de la caverna a la luz del Sol sería capaz de ver el mundo de los
objetos verdaderos de las realidades inteligibles.

Y finalmente, con un esfuerzo más podría llegar a capacitarse para ver el Sol mismo, que es
la representación de la idea del Bien, la Causa universal de todas las cosas, la fuente de la
verdad y la razón.
Apolo y Dionisio
La primera obra importante del filósofo Nietzsche se llamaba “El Nacimiento de la Tragedia”.
En ella exploraba los significados de lo trágico, lo apolíneo y lo dionisíaco haciendo un
análisis del teatro griego.

Para Nietzsche la tragedia griega es el resultado de una pulsión entre dos divinidades: Apolo
y Dionisos, dos fuerzas que el pueblo griego ha equilibrado de manera artística en un
género inmortal. Esto es cierto, pero no es todo: El nacimiento de la tragedia es un libro que
indaga en la naturaleza del hombre, pues preguntándose por la tragedia, Nietzsche ha
buscado respuestas al problema del existir, y lo ha hecho reflexionando sobre estos
paradigmas divinos:

Apolo es el representante del equilibrio, de la forma armoniosa y bella, del control, la


serenidad y la mesura. Es el oráculo, el que ve más allá, la certeza, la verdad. Es el que crea
los contornos y los define, el que construye, concentra y da unidad. Su luz –Apolo es el Sol-
irradia el camino hacia el conocimiento de uno mismo, evita que el hombre se fragmente y
lo llena de lucidez, de intelecto, de comprensión, de ciencia, de sobriedad. Apolo es el
triunfo de la razón sobre los instintos, de la mente sobre la locura. Desde el punto de vista
fisiológico, Apolo representa el sueño, pues sólo en ese mundo imaginario es posible
encontrar la verdad bajo una bella apariencia.

Dionisos (o Dionisio) representa el caos, el ocaso de la forma en múltiples fragmentos, el


descontrol, la desmesura. De niño fue despedazado en jirones y vuelto a armar, con que la
disgregación de toda unidad forma parte de su naturaleza. Desde entonces, ha viajado por
el mundo sembrando la locura y descuartizando cuerpos en ritos orgiásticos. En su reino sólo
hay lugar para el instinto, la fuerza sexual, extática, natural e incomprensible. Ha sido niño y
niña, también carnero, toro, león y pantera, porque Dionisos es el triunfo de la pluralidad en
uno mismo, de la alienación. Fisiológicamente, Dionisos es la embriaguez, porque sólo en
ese estado es genuina la fragmentación de la persona.

El Hombre, cada uno de nosotros, convive con la influencia de estas divinidades. Día a día
Apolo y Dionisos nos hablan, nos incitan, nos invitan a sus mundos opuestos, nos seducen
con sus placeres, invocan nuestra fidelidad. La sabiduría del pueblo griego consistió en
armonizar esas dos influencias; ellos supieron que favorecer a un dios en detrimento del otro
es imposible, porque ninguno sabría existir sin la inquietante proximidad del otro.

Nietzsche acuña el termino Dionisíaco (relativo al dios griego de la ebriedad) a la


capacidad de dejarse llevar por el instinto y gozar de todo lo terrible de la existencia.
Lo dionisíaco es lo vital, lo irracional, lo desmesurado, y lo cruel y lo imperfecto. Frente a
esto, Nietzsche describe también lo apolíneo como lo racional, lo mesurado, lo reflexivo y lo
formal y lo perfecto.

Pues bien; para Nietzsche el arte trágico surge cuando se encuentran ambos ordenes, es
decir, cuando se le impone forma a lo desmesurado.

Sin embargo si hablamos de arquitectura tenemos que unir a ambos, se los toma a Apolo en
relación a la ciencia y a Dionisio en relación al arte y la arquitectura necesita de ambas
partes para poder ser arquitectura. Ambas se apoyan una en la otra para poder hacer
creaciones arquitectónicas, y a lo largo de la historia siempre ha variado la proporción de la
parte dionisiaca frente a la apolínea.

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