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LG 49: el presente párrafo se orienta a dar sentido al culto de los santos. En LG 49a
el texto presenta la enumeración de tres categorías que el catecismo tridentino
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Capítulo originalmente pensado para presentar el culto de los santos en la Iglesia actual en relación con
la Virgen María, y luego desarrollado en la perspectiva escatológica de la Iglesia y para exponer la
relación entre Iglesia peregrina y escatológica.
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designa como: “Iglesia militante, Iglesia sufriente e Iglesia triunfante”, pero asume
otro lenguaje conforme a su espíritu de renovación. Se resalta que no son elementos
separados, sino diversos estados de la misma Iglesia: el de peregrinación, el de
purificación (tiempo intermedio), y el de glorificación. Más allá de las diferencias,
todos los discípulos de Cristo están unidos por la caridad y por la liturgia. La fuerza
del texto recae sobre esta unidad de los miembros, que se explicita mejor en
términos de comunión de los santos o intercambio de bienes, al indicar la
dimensión dinámica y solidaria de la caridad.2 En este contexto, se explica la
función mediadora de los santos y de los mártires, unida a la acción del Único
Mediador.
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Señala Philips que el rechazo de la Reforma por la veneración de los santos sólo encuentra su razón en
la reacción exagerada contra las prácticas supersticiosas.
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A) Qué elementos ofrece la reflexión de Romano Guardini para pensar la relación con
los santos en la Iglesia y en la vida espiritual de cada uno: qué ha de movernos al
encuentro y la devoción de ellos, cómo cultivar un acercamiento adecuado a ellos.
Cristo. Cristo es la «luz», que en su simplicidad lo abarca todo; los santos son como
prismas, que descomponen la simplicidad incomprensible de Cristo y nos presentan
ora un color, ora otro. De este modo pueden ayudar al creyente a comprenderse
mejor a sí mismo desde Cristo y a encontrar su propio camino...
Pero lo que con más fuerza nos impulsa hacia los santos es sencillamente el
deseo de estar con ellos, convivir con ellos, participar de ellos. En el fondo lo que
aquí actúa es el amor, que busca la compañía de quienes han vivido totalmente en
el amor y ahora lo han alcanzado en su plenitud; la tendencia del espíritu que busca
una atmósfera santa en que pueda plenamente respirar, una misteriosa corriente
vital que le vivifique interiormente, una última respuesta a la definitiva pregunta de
la existencia. Esto es lo que, en último término, busca en los santos el creyente,
aunque a primera vista parezca que sólo se trata de conseguir su ayuda. Si se
examina atentamente la vida de las grandes personalidades cristianas, se
encuentra a menudo en ellas una reverente convivencia con algún santo particular
qué de alguna manera determina toda su vida.
La relación con los santos es algo bueno y en el fondo natural. Ciertamente los
santos son solamente hombres. Pero han penetrado plenamente en el misterio de
Dios y en ellos se ha realizado ya la nueva creación. El creyente busca en ellos no a
una destacada personalidad, sino al testigo de Dios, en quien El es ya «todo en
todo». Sin embargo, la veneración de los santos toma a veces unas proporciones
inadecuadas. En algunas personas y en algunas épocas la veneración de los santos
casi llega a desplazar a Dios. Ciertamente en este punto es fundamental «saber
ver». Quien sobre este punto tiene ya formada una opinión adversa, fácilmente verá
un desplazamiento de Dios donde la mirada, sin prevenciones, percibe claramente
cómo el objeto propio del culto es la santidad misma de Dios. Con esto queremos no
negar que en este punto sea posible destruir el verdadero orden y que, por lo tanto,
es necesario que la conciencia cristiana esté alerta. El «Gloria» de la Santa Misa
dice: «Tú sólo eres Santo, Tú sólo eres el Señor, Tú sólo eres el Altísimo». El ámbito
de toda oración —tanto privada como comunitaria— debe estar dominado por la
majestad de Dios. El es quien debe ser adorado y ensalzado. Ante El debemos
confesar nuestros pecados, a El debemos dirigir nuestra acción de gracias. Esta
debe ser nuestra postura en todo momento y lugar, de modo que el sentido de la
oración cristiana no sea nunca ni en modo alguno dudoso. Desde esta perspectiva
fundamental la veneración de los santos hallará por sí misma su forma adecuada y
su justa medida.
Puede ser para el cristiano muy importante acercarse, de un modo especial, a un
determinado santo. Hemos dicho que los santos interpretan a su manera la plenitud
de Cristo. En cada uno de ellos resplandecen y se nos hacen visibles momentos es -
peciales de la infinitamente rica, y al mismo tiempo absolutamente simple, plenitud
de Cristo (3). Los santos son los «exploradores» del reino de Dios, los descubridores
de sus profundidades, de sus dimensiones y de sus posibilidades. Ellos abren ca-
minos, que después son transitables para los demás, crean formas de vida, que
después pueden ser imitadas por aquellos que no hubieran sido capaces de
descubrirlas. Un santo adecuadamente elegido, según nuestras circunstancias
personales, puede muy bien convertirse en guía y maestro para nuestra vida...
Prescindiendo de esto, la relación con un santo es, o por lo menos puede ser, una
relación perfectamente mutua. Hemos recordado ya varias veces que los santos
viven no solamente en los libros y las imágenes, sino en la realidad. Pueden, por lo
tanto, amar a quienes, en Cristo, están unidos a ellos. No debe, por lo tanto,
excluirse la posible relación personal y comunidad de vida que de ello pueden
resultar.
Hay un celo por la causa de Dios que tiene en sí un carácter destructivo. Para
asegurarse de que nada se levanta junto a Dios elimina todo lo que, a su alrededor,
tiene un carácter sagrado. El evangelio nos relata un curioso suceso de la vida del
Señor. Jesús habla en esta ocasión con los fariseos, los más celosos entre los judíos
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por la honra del Unico Dios. Los fariseos están fuera de sí porque el Señor reclama
para sí una prerrogativa que, según ellos, va contra la honra de Dios. Le quieren
apedrear, porque «Tú siendo sólo un hombre, te haces Dios». El Señor les responde:
«¿No está en vuestra ley escrito: vosotros sois dioses?» Si, pues, él —el autor del
salmo 81 [82]— llama dioses a quienes ha llegado la palabra de Dios —esto es, a
los jueces de Israel— y la Escritura no puede ser enmendada: ¿cómo podéis decir a
Aquel, a quien el Padre ha enviado al mundo y santificado, «Tú blasfemas» por
haber yo dicho: soy Hijo de Dios? (San Juan 10, 33-37). Este pasaje es altamente
significativo. Los fariseos están penetrados del celo por el honor de Dios, pero de
una forma que prácticamente encierra y amuralla la plenitud divina. Se enfurecen
contra todo lo que, según ellos, puede poner en peligro la unicidad de Dios y el
resultado de todo ello es la declaración de la manifestación en Cristo de la vida
trinitaria de ese mismo Dios como una blasfemia... La cuestión tiene para nosotros
otro sentido. Existe ciertamente un único Dios esencialmente santo, a quien
corresponde toda honra y gloria. Pero El ha querido que en aquellos hombres, que
en Cristo han realizado plenamente el amor a Dios y al prójimo, se refleje la luz de
la santidad de Dios, según el modo de ser y la capacidad de cada uno. También ante
los santos puede despertarse la misma reacción farisaica, que destruye la riqueza
de Dios por el celo de su honra. El verdadero celo por el honor de Dios es plena-
mente consciente de la unicidad de Dios, pero ama y respeta toda manifestación de
su gracia en los redimidos.
B) Teniendo en cuenta el artículo de K. Rahner, ¿Por qué venerar a los santos? (en: ET
VII, 307-328), cómo se puede responder al interrogante planteado por el autor. Destacar
la consonancia con el enfoque del tema en LG VII.
Toda alabanza dirigida a Dios acontece por, con y en Cristo. Por Él, porque la
humanidad tiene acceso al Padre sólo por Cristo y porque su ser humano-divino y su
obra de salvación representan la glorificación más perfecta del Padre. Con Él, porque
cada oración auténtica es el fruto de la unión con Cristo y al mismo tiempo un refuerzo
de esa unión; además porque cada alabanza del Hijo es una alabanza del Padre y
viceversa. En Él, porque Cristo mismo es la Iglesia orante y cada orante en particular un
miembro vivo de su Cuerpo Místico y, además, porque el Padre está en el Hijo y en el
Hijo se hace visible el resplandor y la gloria del Padre. (...)
A través de cada oración auténtica se produce algo en la Iglesia, y es la misma Iglesia
la que ora en cada alma, pues es el Espíritu Santo, que vive en ella, el que intercede por
nosotros con gemidos inefables (Rm 8,26). Esa es la oración auténtica, pues “nadie
puede decir `Señor Jesús´, sino en el Espíritu Santo” (1Cor 12,3). ¿Qué podría ser la
oración de la Iglesia, sino la entrega de los grandes amantes a Dios, que es el Amor
mismo? La entrega de amor incondicional a Dios y la respuesta divina –la unión total y
eterna– son la exaltación más grande que puede alcanzar un corazón humano, el estadio
más alto de la vida de oración. Las almas que lo han alcanzado constituyen
verdaderamente el corazón de la Iglesia, en cada una de ellas vive el corazón sacerdotal
de Jesús. Escondidas con Cristo en Dios no pueden sino transmitir a otros corazones el
amor divino con el cual han sido colmadas, y de esa manera cooperan en el
perfeccionamiento de todos y en el camino hacia la unión con Dios que fue y sigue
siendo el gran deseo de Jesús.
amarlos con el amor que hay en Dios y que de Dios, mediante Cristo, ha venido a la
humanidad, y que por el ministerio de la Iglesia, a mí confiado, se comunica a ella.
Hombres, compréndanme; a todos los amo en la efusión del Espíritu Santo, del
que yo, ministro, debería hacerlos partícipes. Así los miro, así los saludo, así los
bendigo. A todos. Y a ustedes, más cercanos a mí, más cordialmente. La paz sea con
ustedes. Y, ¿qué diré a la Iglesia a la que debo todo y que fue mía?
Las bendiciones de Dios vengan sobre ti; ten conciencia de tu naturaleza y de tu
misión; ten sentido de las necesidades verdaderas y profundas de la humanidad; y
camina pobre, es decir, libre, fuerte y amorosa, hacia Cristo.
Amén. El Señor viene. Amén.
(DISPARO ASESINO)
13. Los nuevos mártires. Un signo perenne, pero hoy particularmente significativo, de la verdad
del amor cristiano es la «memoria de los mártires». Que no se olvide su testimonio. Ellos son
los que han anunciado el Evangelio dando su vida por amor. El mártir, sobre todo en nuestros
días, es signo de ese amor más grande que compendia cualquier otro valor. Su existencia refleja
la suprema palabra pronunciada por Jesús en la cruz: «Padre, perdónales, porque no saben lo
que hacen» (Lc. 23, 34). El creyente que haya tomado seriamente en consideración la vocación
cristiana, en la cual el martirio es una posibilidad anunciada ya por la Revelación, no puede
excluir esta perspectiva en su propio horizonte existencial. Los dos mil años transcurridos desde
el nacimiento de Cristo se caracterizan por el constante testimonio de los mártires.
Además, este siglo que llega a su ocaso ha tenido un gran número de mártires, sobre todo a
causa del nazismo, del comunismo y de las luchas raciales o tribales. Personas de todas las
clases sociales han sufrido por su fe, pagando con la sangre su adhesión a Cristo y a la Iglesia, o
soportando con valentía largos años de prisión y de privaciones de todo tipo por no ceder a una
ideología transformada en un régimen dictatorial despiadado. Desde el punto de vista
psicológico, el martirio es la demostración más elocuente de la verdad de la fe, que sabe dar un
rostro humano incluso a la muerte más violenta y que manifiesta su belleza incluso en medio de
las persecuciones más atroces.
Inundados por la gracia del próximo año jubilar, podremos elevar con más fuerza el himno de
acción de gracias al Padre y cantar: «Te martyrum candidatus laudat exercitus». Ciertamente,
éste es el ejército de los que «han lavado sus vestiduras y las han blan queado con la sangre del
Cordero» («Ap» 7, 14). Por eso la Iglesia, en todas las partes de la tierra, debe permanecer firme
en su testimonio y defender celosamente su memoria. Que el Pueblo de Dios, fortalecido en su
fe por el ejemplo de estos auténticos paladines de todas las edades, lenguas y naciones, cruce
con confianza el umbral del tercer milenio. Que la admiración por su martirio esté acompañada,
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en el corazón de los fieles, por el deseo de seguir su ejemplo, con la gracia de Dios, si así lo
exigieran las circunstancias.