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UCA – FACULTAD DE TEOLOGÍA 5to.año/1Sem. –


2hs.
LECTURA DE TEXTOS Prof. Virginia R.
Azcuy

4. LUMEN GENTIUM VII: CARÁCTER ESCATOLÓGICO

4.1. COMENTARIO Y TEMA ESPECIAL

1. Presentación esquemática del capítulo1

 Clave: perspectiva escatológica de la Iglesia, que posibilita comprender la


progresión histórica del pueblo de Dios ya que indica su acabamiento celestial
(relación Iglesia – reino, cf. LG 3.5); esta “tensión” escatológica es propia de la
Iglesia y de la historia. Es inherente a esta dimensión la virtud de la esperanza: los
cristianos estamos en camino, con la firme esperanza de alcanzar las primicias que
ya poseemos. En los santos que hacen presente a Cristo (cristocentrismo, cf. LG 1),
se nos muestra el destino definitivo de la Iglesia y se nos alienta en el camino, de allí
la importancia de su culto.

 LG 48: en LG 48a, el tema es la perfecta culminación de la Iglesia, en tanto


comunidad convocada en Cristo. Cristo se presenta como consumador de la obra de
la creación y de la redención, y la humanidad en su aspecto relacional y dentro de la
realidad del cosmos (cf. Ef 1,10). A partir de 2Pe 3,10-13, lo que se quiere expresar
es que la recapitulación de Cristo se dará como intervención suprema de Dios y que
el nuevo universo será un reino de justicia.
LG 48b describe el itinerario terreno de Cristo y luego el comienzo del tiempo
del Espíritu que reúne a la Iglesia de Cristo. Como la Iglesia está en camino, su
santidad es inacabada, se encuentra todavía en estado de imperfección y, por ello,
de purificación. La santificación, de cada uno de los miembros y de la comunidad,
se realiza en medio de las condiciones históricas propias de cada estado de vida. De
modo muy patente, el texto señala la coexistencia entre la gloria definitiva y la
miseria actual de la Iglesia.
LG 48c: la última parte del número trata del cumplimiento prometido y de sus
exigencias. Se describe la vida en el Espíritu, la economía de la gracia propia de los
hijos de Dios, que alcanzará su plena expansión en el tiempo de la bienaventuranza.
La tensión del ya sí, pero todavía no nos plantea un llamado a la vigilancia y a la
lucha –que no es mera metáfora–, y nos recuerda la radicalidad evangélica del
Reino que desemboca en el juicio (cf. Mt 25,30ss). El texto da cuenta de la
dimensión comunitaria de la escatología, tanto en el juicio como en la resurrección:
no se trata acerca del juicio particular, sino del general, y su premio o su castigo
queda explicado como cercanía o distancia de Cristo.

 LG 49: el presente párrafo se orienta a dar sentido al culto de los santos. En LG 49a
el texto presenta la enumeración de tres categorías que el catecismo tridentino
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Capítulo originalmente pensado para presentar el culto de los santos en la Iglesia actual en relación con
la Virgen María, y luego desarrollado en la perspectiva escatológica de la Iglesia y para exponer la
relación entre Iglesia peregrina y escatológica.
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designa como: “Iglesia militante, Iglesia sufriente e Iglesia triunfante”, pero asume
otro lenguaje conforme a su espíritu de renovación. Se resalta que no son elementos
separados, sino diversos estados de la misma Iglesia: el de peregrinación, el de
purificación (tiempo intermedio), y el de glorificación. Más allá de las diferencias,
todos los discípulos de Cristo están unidos por la caridad y por la liturgia. La fuerza
del texto recae sobre esta unidad de los miembros, que se explicita mejor en
términos de comunión de los santos o intercambio de bienes, al indicar la
dimensión dinámica y solidaria de la caridad.2 En este contexto, se explica la
función mediadora de los santos y de los mártires, unida a la acción del Único
Mediador.

 LG 50: este número se detiene a considerar las relaciones entre la Iglesia


celestial y la Iglesia peregrina. LG 50a trata acerca de la Iglesia en su relación
con los difuntos y los santos, aplicando la idea de la comunión al vínculo con
quienes nos han precedido: su recuerdo se convierte progresivamente en un culto
y en una invocación. El recuerdo de los difuntos es un modo concreto de la
caridad y, en lo referente a los mártires, la Iglesia tiene una profunda tradición
desde los primeros siglos que los conmemora. En verdad, el culto a los mártires
es cristocéntrico, porque la comunidad reconoce en ellos a los testigos de Cristo,
que han dado su vida por él y su Reino. También se da en la Iglesia la
veneración a las vírgenes y los santos, sobre todo luego del tiempo de
persecuciones que suscita un cambio en el paradigma de santidad. El tema sigue
la evolución histórica y deja abierto el espacio para la santidad laical.
LG 50b: se refiere especialmente a la función de los santos y a su imitación por
parte de los demás cristianos. Mientras la confesión protestante manifiesta
desconfianza con respecto a la veneración de personas humanas, la visión católica
subraya su función mediadora y la celebra sensiblemente. Tanto en el relato escrito
como en la experiencia religiosa es importante dar paso a una comprensión profunda
de los santos, al mismo tiempo histórica y teologal. Mediante su culto, la Iglesia
promueve su imitación en el seguimiento de Cristo; mujeres y varones santos son
para los creyentes un sacramento y una mediación de la gracia de Cristo.
LG 50c: trata sobre la invocación de los santos como modo de comunión y amor
hacia ellos. En el caso de los mártires y los santos, como quienes están más
íntimamente unidos a Cristo y pueden ayudarnos a acercarnos a él; en el caso de los
difuntos, como quienes reciben la plegaria de la comunidad creyente y son a su vez
mediadores. Por ser Cristo “corona de todos los santos”, toda expresión de caridad,
de acción de gracias, de veneración o súplica, esta dirigida a él.
LG 50d: en este último párrafo se indica la celebración litúrgica como el ámbito
comunitario propio de comunión con los santos. De hecho, la liturgia actúa en este
caso como pedagoga para orientar el culto y corregir eventuales desviaciones.
Podría decirse que, en este punto, se ha de cuidar el necesario equilibrio entre la
piedad cristocéntrica (la Palabra y la Eucaristía) y el culto a los santos, para lo cual
es necesario poder percibir los distintos contextos y experiencias de las iglesias
particulares. Como ya se hacía presente en fórmulas anteriores, el número 50 de LG
concluye con una alusión a la Virgen María, madre de todos los santos –en anticipo
de LG VIII–.

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Señala Philips que el rechazo de la Reforma por la veneración de los santos sólo encuentra su razón en
la reacción exagerada contra las prácticas supersticiosas.
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2. Trabajo Práctico: ¿Por qué venerar a los santos?

A) Qué elementos ofrece la reflexión de Romano Guardini para pensar la relación con
los santos en la Iglesia y en la vida espiritual de cada uno: qué ha de movernos al
encuentro y la devoción de ellos, cómo cultivar un acercamiento adecuado a ellos.

Romano Guardini, Los santos


San Martín de Tours, San Agustín, San Francisco de Asís, Santa Catalina de Siena,
Santa Isabel de Turingia, Santa Teresa de Avila vivieron sobre la tierra sujetas a las
necesidades y deficiencias de la existencia terrena, como los demás hombres. Pero
al mismo tiempo fueron testigos vivientes de un mundo superior, cuyo misterio les
poseyó totalmente. Tomaron con toda serenidad el precepto de amar a Dios con
todas sus fuerzas, más que a sí mismos y al prójimo tan sinceramente como a sí
mismos. Vivieron no solamente para sí, sino para todos los demás, de modo que,
cuando cualquier otro hombre recurrió a ellos en su tribulación se sintió
comprendido y cobijado de un modo peculiar y único. El amor de los hombres entre
sí puede ser muy grande; un padre se desgasta por sus hijos, la madre entrega su
misma sangre. Sin embargo una gran parte de este amor es sólo impulso natural y
sólo paulatinamente y, a base de intenso autodominio, alcanza la libertad del
auténtico amor. Por el contrario el amor de aquellos amigos de Dios tiene su origen
en un olvido de sí mismos, que sólo puede explicarse desde Dios. Sólo así es posible
que quisiesen la salvación de los demás con santa seriedad. Pero ¿debemos recurrir
aún a ese amor santo cuando los corazones que lo abrigaron no laten ya sobre la
tierra? La muerte no es, según la fe cristiana, un término final, sino un tránsito. Los
que mueren en nombre de Cristo no se sumergen en un fondo indeterminado, sino
en una plenitud de realidad santa. Nuestro sentimiento natural nos impulsa a
representamos a los muertos a modo de sombras indeterminadas, de las que
espontáneamente nos apartamos para buscar la cálida luz del sol. Otras veces se
cree que los muertos poseen una inquietante fuerza destructiva, de la que intenta-
mos protegernos. Todos estos sentimientos son superados por la fe. Esta nos
enseña que todos los que han muerto en gracia han alcanzado la «gloria de los hijos
de Dios» y la límpida plenitud de su ser. ¿No nos incita ya esto por sí mismo a
dirigimos a aquellos hombres que ahora viven en la plenitud y que en la tierra
fueron testigos del amor y del poder divinos?
Esto es precisamente lo que ha sucedido en el cristianismo. Ya desde los
primeros tiempos existía una viviente relación entre los creyentes y los santos, esto
es, aquellos que, durante su vida terrena, se habían distinguido de forma especial
como amigos de Dios. Esta relación propia del cristianismo es muy amplia. A
primera vista parece reducirse a la petición. En verdad, suplicar la ayuda de los
santos es algo perfectamente razonable, pues las necesidades de la existencia
terrena son muy grandes, y en el fondo recurrir al amor de quienes están ya
gozando de Dios, 'con cuya voluntad están identificados y de cuya gracia están
rebosantes, no significa otra cosa sino la vinculación mutua de la existencia
cristiana... Pero junto a la oración brota la alabanza y el gozo en la santidad y
nobleza de la vida de los santos, en sus victorias y hazañas, en la presencia de Dios,
que en ellos se ha manifestado de modo especial. Los santos son testigos de la
redención. La nueva creación inaugurada por Cristo está aún encubierta; todo
parece contradecirla y al creyente se le hace dificultoso conservar la certeza en la
plenitud final. Pero en los santos resplandece brillante la «libertad de la gloria de los
hijos de Dios» (epístola de San Pablo a los romanos, 8, 21) y con ello la esperanza
cristiana se afianza...
Los santos tienen también una significación especial por el modo como cada uno
de ellos ha configurado su propia vida. Los santos nos muestran las riquezas de
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Cristo. Cristo es la «luz», que en su simplicidad lo abarca todo; los santos son como
prismas, que descomponen la simplicidad incomprensible de Cristo y nos presentan
ora un color, ora otro. De este modo pueden ayudar al creyente a comprenderse
mejor a sí mismo desde Cristo y a encontrar su propio camino...
Pero lo que con más fuerza nos impulsa hacia los santos es sencillamente el
deseo de estar con ellos, convivir con ellos, participar de ellos. En el fondo lo que
aquí actúa es el amor, que busca la compañía de quienes han vivido totalmente en
el amor y ahora lo han alcanzado en su plenitud; la tendencia del espíritu que busca
una atmósfera santa en que pueda plenamente respirar, una misteriosa corriente
vital que le vivifique interiormente, una última respuesta a la definitiva pregunta de
la existencia. Esto es lo que, en último término, busca en los santos el creyente,
aunque a primera vista parezca que sólo se trata de conseguir su ayuda. Si se
examina atentamente la vida de las grandes personalidades cristianas, se
encuentra a menudo en ellas una reverente convivencia con algún santo particular
qué de alguna manera determina toda su vida.
La relación con los santos es algo bueno y en el fondo natural. Ciertamente los
santos son solamente hombres. Pero han penetrado plenamente en el misterio de
Dios y en ellos se ha realizado ya la nueva creación. El creyente busca en ellos no a
una destacada personalidad, sino al testigo de Dios, en quien El es ya «todo en
todo». Sin embargo, la veneración de los santos toma a veces unas proporciones
inadecuadas. En algunas personas y en algunas épocas la veneración de los santos
casi llega a desplazar a Dios. Ciertamente en este punto es fundamental «saber
ver». Quien sobre este punto tiene ya formada una opinión adversa, fácilmente verá
un desplazamiento de Dios donde la mirada, sin prevenciones, percibe claramente
cómo el objeto propio del culto es la santidad misma de Dios. Con esto queremos no
negar que en este punto sea posible destruir el verdadero orden y que, por lo tanto,
es necesario que la conciencia cristiana esté alerta. El «Gloria» de la Santa Misa
dice: «Tú sólo eres Santo, Tú sólo eres el Señor, Tú sólo eres el Altísimo». El ámbito
de toda oración —tanto privada como comunitaria— debe estar dominado por la
majestad de Dios. El es quien debe ser adorado y ensalzado. Ante El debemos
confesar nuestros pecados, a El debemos dirigir nuestra acción de gracias. Esta
debe ser nuestra postura en todo momento y lugar, de modo que el sentido de la
oración cristiana no sea nunca ni en modo alguno dudoso. Desde esta perspectiva
fundamental la veneración de los santos hallará por sí misma su forma adecuada y
su justa medida.
Puede ser para el cristiano muy importante acercarse, de un modo especial, a un
determinado santo. Hemos dicho que los santos interpretan a su manera la plenitud
de Cristo. En cada uno de ellos resplandecen y se nos hacen visibles momentos es -
peciales de la infinitamente rica, y al mismo tiempo absolutamente simple, plenitud
de Cristo (3). Los santos son los «exploradores» del reino de Dios, los descubridores
de sus profundidades, de sus dimensiones y de sus posibilidades. Ellos abren ca-
minos, que después son transitables para los demás, crean formas de vida, que
después pueden ser imitadas por aquellos que no hubieran sido capaces de
descubrirlas. Un santo adecuadamente elegido, según nuestras circunstancias
personales, puede muy bien convertirse en guía y maestro para nuestra vida...
Prescindiendo de esto, la relación con un santo es, o por lo menos puede ser, una
relación perfectamente mutua. Hemos recordado ya varias veces que los santos
viven no solamente en los libros y las imágenes, sino en la realidad. Pueden, por lo
tanto, amar a quienes, en Cristo, están unidos a ellos. No debe, por lo tanto,
excluirse la posible relación personal y comunidad de vida que de ello pueden
resultar.
Hay un celo por la causa de Dios que tiene en sí un carácter destructivo. Para
asegurarse de que nada se levanta junto a Dios elimina todo lo que, a su alrededor,
tiene un carácter sagrado. El evangelio nos relata un curioso suceso de la vida del
Señor. Jesús habla en esta ocasión con los fariseos, los más celosos entre los judíos
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por la honra del Unico Dios. Los fariseos están fuera de sí porque el Señor reclama
para sí una prerrogativa que, según ellos, va contra la honra de Dios. Le quieren
apedrear, porque «Tú siendo sólo un hombre, te haces Dios». El Señor les responde:
«¿No está en vuestra ley escrito: vosotros sois dioses?» Si, pues, él —el autor del
salmo 81 [82]— llama dioses a quienes ha llegado la palabra de Dios —esto es, a
los jueces de Israel— y la Escritura no puede ser enmendada: ¿cómo podéis decir a
Aquel, a quien el Padre ha enviado al mundo y santificado, «Tú blasfemas» por
haber yo dicho: soy Hijo de Dios? (San Juan 10, 33-37). Este pasaje es altamente
significativo. Los fariseos están penetrados del celo por el honor de Dios, pero de
una forma que prácticamente encierra y amuralla la plenitud divina. Se enfurecen
contra todo lo que, según ellos, puede poner en peligro la unicidad de Dios y el
resultado de todo ello es la declaración de la manifestación en Cristo de la vida
trinitaria de ese mismo Dios como una blasfemia... La cuestión tiene para nosotros
otro sentido. Existe ciertamente un único Dios esencialmente santo, a quien
corresponde toda honra y gloria. Pero El ha querido que en aquellos hombres, que
en Cristo han realizado plenamente el amor a Dios y al prójimo, se refleje la luz de
la santidad de Dios, según el modo de ser y la capacidad de cada uno. También ante
los santos puede despertarse la misma reacción farisaica, que destruye la riqueza
de Dios por el celo de su honra. El verdadero celo por el honor de Dios es plena-
mente consciente de la unicidad de Dios, pero ama y respeta toda manifestación de
su gracia en los redimidos.

B) Teniendo en cuenta el artículo de K. Rahner, ¿Por qué venerar a los santos? (en: ET
VII, 307-328), cómo se puede responder al interrogante planteado por el autor. Destacar
la consonancia con el enfoque del tema en LG VII.

4.2. ANTOLOGÍA DE TEXTOS

1. El testimonio de los santos

1. TERESA DE LISIEUX, MANUSCRITO B (1896)


FUENTE: Teresa de Lisieux, Oeuvres, Cerf-Desclée, 1992.
TEMA: la caridad y el corazón de la Iglesia
REFERENCIA CONCILIAR: LG 7, 40, 49-50.

Considerando el cuerpo místico de la Iglesia, no me reconocí en ninguno de los


miembros descriptos por San Pablo, o más bien quería reconocerme en todos... La
caridad me da la clave de mi vocación. Comprendo que si la Iglesia tiene un cuerpo,
compuesto de distintos miembros, el más necesario, el más noble de todos no le faltaría,
comprendo que la Iglesia tiene un corazón, y que este Corazón está ardiendo de Amor.
Comprendo que sólo el Amor puede mover a los miembros de la Iglesia, que si el Amor
se extinguiera, los Apóstoles no anunciarían el Evangelio, los Mártires se negarían a
derramar su sangre... Comprendo que el Amor resume todas las vocaciones, que el
Amor es todo, que abarca todos los tiempos y todos los lugares... en una palabra que es
Eterno!... (...)
Sí, encontré mi lugar en la Iglesia y este lugar, oh mi Dios, es el que Vos me has
dado... en el Corazón de la Iglesia, mi Madre, seré el Amor... así lo seré todo... así mi
sueño será realizado!!!... (MsB 3v).

2. EDITH STEIN, LA ORACIÓN DE LA IGLESIA (1937)


FUENTE: Edith Stein, Los caminos del silencio interior, Buenos Aires, Bonum, 1991.
TEMA: La caridad y la oración en su función intercesora.
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REFERENCIA CONCILIAR: LG 7,10, 48-50.

Toda alabanza dirigida a Dios acontece por, con y en Cristo. Por Él, porque la
humanidad tiene acceso al Padre sólo por Cristo y porque su ser humano-divino y su
obra de salvación representan la glorificación más perfecta del Padre. Con Él, porque
cada oración auténtica es el fruto de la unión con Cristo y al mismo tiempo un refuerzo
de esa unión; además porque cada alabanza del Hijo es una alabanza del Padre y
viceversa. En Él, porque Cristo mismo es la Iglesia orante y cada orante en particular un
miembro vivo de su Cuerpo Místico y, además, porque el Padre está en el Hijo y en el
Hijo se hace visible el resplandor y la gloria del Padre. (...)
A través de cada oración auténtica se produce algo en la Iglesia, y es la misma Iglesia
la que ora en cada alma, pues es el Espíritu Santo, que vive en ella, el que intercede por
nosotros con gemidos inefables (Rm 8,26). Esa es la oración auténtica, pues “nadie
puede decir `Señor Jesús´, sino en el Espíritu Santo” (1Cor 12,3). ¿Qué podría ser la
oración de la Iglesia, sino la entrega de los grandes amantes a Dios, que es el Amor
mismo? La entrega de amor incondicional a Dios y la respuesta divina –la unión total y
eterna– son la exaltación más grande que puede alcanzar un corazón humano, el estadio
más alto de la vida de oración. Las almas que lo han alcanzado constituyen
verdaderamente el corazón de la Iglesia, en cada una de ellas vive el corazón sacerdotal
de Jesús. Escondidas con Cristo en Dios no pueden sino transmitir a otros corazones el
amor divino con el cual han sido colmadas, y de esa manera cooperan en el
perfeccionamiento de todos y en el camino hacia la unión con Dios que fue y sigue
siendo el gran deseo de Jesús.

3. PABLO VI, TESTAMENTO ESPIRITUAL (+1978)


FUENTE: Pablo VI, Testamento espiritual, escrito en Castelgandolfo después de un
retiro espiritual, Buenos Aires, Paulinas, 1993, fragmento.
TEMA: Testimonio de amor a la Iglesia
REFERENCIA CONCILIAR: LG 8b; 22 (cf. tb. 18ss); 2-4.

Quisiera que la Iglesia lo supiese: para ella me parece haber vivido.


Por lo tanto, ruego al Señor que me dé la gracia de hacer de mi muerte próxima
un don de amor por la Iglesia.
Puedo decir que siempre la he amado; fue su amor lo que sacó de mi mezquino y
selvático egoísmo y me encaminó a su servicio; y para ella, no para otra cosa, me parece
haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese; y que yo tuviese la fuerza de
decírselo; como una confidencia del corazón que sólo en el último momento de la vida
se tiene el coraje de hacer. Quisiera finalmente abarcarla toda en su historia, en su
designio divino, en su designio final, en su compleja, total y unitaria composición, en su
consistencia humana e imperfecta, en sus desdichas y sufrimientos, en las debilidades y
en las miserias de tantos hijos suyos, en sus aspectos menos simpáticos y en su esfuerzo
perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad. Cuerpo místico de Cristo.
Querría abrazarla, saludarla, amarla, en cada uno de los seres que la componen, en cada
obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra;
bendecirla. También porque no la dejo, no salgo de ella, sino que me uno y me confundo
más y mejor con ella: la muerte es un progreso en la comunión de los santos.
Ahora hay que recordar la oración final de Jesús (Jn 17).
El Padre y los míos; éstos son todos uno; en la confrontación con el mal que hay
en la Tierra y en la posibilidad de su salvación; en la conciencia suprema de que era mi
misión llamarlos, revelarles la verdad, hacerlos hijos de Dios y hermanos entre sí;
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amarlos con el amor que hay en Dios y que de Dios, mediante Cristo, ha venido a la
humanidad, y que por el ministerio de la Iglesia, a mí confiado, se comunica a ella.
Hombres, compréndanme; a todos los amo en la efusión del Espíritu Santo, del
que yo, ministro, debería hacerlos partícipes. Así los miro, así los saludo, así los
bendigo. A todos. Y a ustedes, más cercanos a mí, más cordialmente. La paz sea con
ustedes. Y, ¿qué diré a la Iglesia a la que debo todo y que fue mía?
Las bendiciones de Dios vengan sobre ti; ten conciencia de tu naturaleza y de tu
misión; ten sentido de las necesidades verdaderas y profundas de la humanidad; y
camina pobre, es decir, libre, fuerte y amorosa, hacia Cristo.
Amén. El Señor viene. Amén.

4. MONSEÑOR ROMERO, CARTAS PASTORALES (+1980)


FUENTE: Oscar A. Romero, Morir por Jesús. Sin derecho al miedo, Buenos Aires,
Rafael Cedeno Editor, 1983. Homilía del 25 de marzo de 1980, día de su muerte.
TEMA: El martirio en la Iglesia
REFERENCIA CONCILIAR: LG 5,48-50.

(...) Acaban de escuchar las palabras de Cristo. No es necesario amarse a sí mismo,


que se cuide uno para no meterse en los riesgos de la vida. Pero la historia lo exige y
quien quiera apartarse del peligro perderá su vida. En cambio aquel que se entrega por
amor a Cristo al servicio de los demás, éste vivirá como el granito de trigo que muere.
Pero aparentemente muere. Si no muriera, se quedaría solo. Si hay cosecha es porque
muere, se deja inmolar en esta tierra. Deshacerse y sólo deshaciéndose produce la
cosecha.
(...) Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganarse el mundo si se pierde a sí
mismo. No obstante, la espera por una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien
avivarnos la preocupación de perfeccionar en esta tierra, donde reside el cuerpo de la
nueva familia humana que es de igual suerte, de una manera anticipada, un vislumbre
del nuevo siglo para la tierra. Por eso, aunque hay que distinguir cuidadosamente el
progreso temporal del crecimiento del Reino de Jesucristo, sin embargo el progreso
temporal en cuanto puede constituir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en
gran manera al Reino de Dios. Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna
y la libertad, en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro
esfuerzo, después de habernos propagado por la tierra el Espíritu del Señor, y de
acuerdo con su mandato, volveremos a incorporarnos limpios de toda mancha,
iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el Reino eterno y
universal, Reino de verdad y de vida, Reino de santidad y gracia, Reino de justicia y de
amor y de paz.
(...) Esta santa misa, pues, de Eucaristía es, precisamente, un acto de fe. Pues los
cristianos sabemos que la hostia de Cristo se convierte en el Cuerpo del Señor que se
ofreció por la redención del mundo, y que, en ese cáliz, el vino se transforma en la
sangre que fue precio de la salvación de este pueblo inmolado. Y esta sangre, sacrificada
por los hombres, nos aliente también a dar nuestro cuerpo al sufrimiento y al dolor,
como Cristo, no para sí, sino para dar conceptos de justicia y de paz para el pueblo.
Unámonos, pues, íntimamente, en la fe y la esperanza, a este momento de oración
por Doña Sarita y por nosotros.

(DISPARO ASESINO)

5. JUAN PABLO II, INCARNATIONIS MYSTERIUM (1998)


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FUENTE: “Incarnationis Mysterium”. Bula de Juan Pablo II de convocación del Gran


Jubileo del Año 2000.
TEMA: Solidaridad, pobreza y martirio
REFERENCIA CONCILIAR: LG8c; LG 48-50.

12. Amor solidario. Un signo de la misericordia de Dios, hoy especialmente necesario, es el de


la «caridad», que nos abre los ojos a las necesidades de quienes viven en la pobreza y la
marginación. Es una situación que hoy afecta a grandes áreas de la sociedad y cubre con su
sombra de muerte a pueblos enteros. El género humano se halla ante formas de esclavitud
nuevas y más sutiles que las conocidas en el pasado y la libertad continúa siendo para
demasiadas personas una palabra vacía de contenido. Muchas naciones, especialmente las más
pobres, se encuentran oprimidas por una deuda que ha adquirido tales proporciones que hace
prácticamente imposible su pago. Resulta claro, por lo demás, que no se puede alcanzar un
progreso real sin la colaboración efectiva entre los pueblos de toda lengua, raza, nación y
religión. Se han de eliminar los atropellos que llevan al predominio de unos sobre otros: son un
pecado y una injusticia. Quien se dedica solamente a acumular tesoros en la tierra (cf. Mt. 6,
19), «no se enriquece en orden a Dios» (Lc. 12,21).
Así mismo, se ha de crear una nueva cultura de solidaridad y cooperación internaciona les, en la
que todos -especialmente los Países ricos y el sector privado- asuman su responsabilidad en un
modelo de economía al servicio de cada persona. No se ha de retardar el tiempo en el que el
pobre Lázaro pueda sentarse junto al rico para compartir el mismo banquete, sin verse obligado
a alimentarse de lo que cae de la mesa (cf. Lc. 16, 19-31). La extrema pobreza es fuente de
violencias, rencores y escándalos. Poner remedio a la misma es una obra de justicia y, por tanto,
de paz.
El Jubileo es una nueva llamada a la conversión del corazón mediante un cambio de vida.
Recuerda a todos que no se debe dar un valor absoluto ni a los bienes de la tierra, porque no son
Dios, ni al dominio o la pretensión de dominio por parte del hombre, porque la tierra pertenece a
Dios y sólo a Él: «La tierra es mía, ya que vosotros sois para mí como forasteros y huéspedes»
(Lv. 25, 23). ¡Que este año de gracia toque el corazón de cuantos tienen en sus manos los
destinos de los pueblos!

13. Los nuevos mártires. Un signo perenne, pero hoy particularmente significativo, de la verdad
del amor cristiano es la «memoria de los mártires». Que no se olvide su testimonio. Ellos son
los que han anunciado el Evangelio dando su vida por amor. El mártir, sobre todo en nuestros
días, es signo de ese amor más grande que compendia cualquier otro valor. Su existencia refleja
la suprema palabra pronunciada por Jesús en la cruz: «Padre, perdónales, porque no saben lo
que hacen» (Lc. 23, 34). El creyente que haya tomado seriamente en consideración la vocación
cristiana, en la cual el martirio es una posibilidad anunciada ya por la Revelación, no puede
excluir esta perspectiva en su propio horizonte existencial. Los dos mil años transcurridos desde
el nacimiento de Cristo se caracterizan por el constante testimonio de los mártires.
Además, este siglo que llega a su ocaso ha tenido un gran número de mártires, sobre todo a
causa del nazismo, del comunismo y de las luchas raciales o tribales. Personas de todas las
clases sociales han sufrido por su fe, pagando con la sangre su adhesión a Cristo y a la Iglesia, o
soportando con valentía largos años de prisión y de privaciones de todo tipo por no ceder a una
ideología transformada en un régimen dictatorial despiadado. Desde el punto de vista
psicológico, el martirio es la demostración más elocuente de la verdad de la fe, que sabe dar un
rostro humano incluso a la muerte más violenta y que manifiesta su belleza incluso en medio de
las persecuciones más atroces.
Inundados por la gracia del próximo año jubilar, podremos elevar con más fuerza el himno de
acción de gracias al Padre y cantar: «Te martyrum candidatus laudat exercitus». Ciertamente,
éste es el ejército de los que «han lavado sus vestiduras y las han blan queado con la sangre del
Cordero» («Ap» 7, 14). Por eso la Iglesia, en todas las partes de la tierra, debe permanecer firme
en su testimonio y defender celosamente su memoria. Que el Pueblo de Dios, fortalecido en su
fe por el ejemplo de estos auténticos paladines de todas las edades, lenguas y naciones, cruce
con confianza el umbral del tercer milenio. Que la admiración por su martirio esté acompañada,
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en el corazón de los fieles, por el deseo de seguir su ejemplo, con la gracia de Dios, si así lo
exigieran las circunstancias.

2. Ejercicio de reflexión y síntesis

1. A partir de los testimonios dados, ilustrar las afirmaciones centrales de LG VII.


2. Buscar otro testimonio de santidad actual o en relación con la propia vocación o
carisma y meditar acerca de las enseñanzas del Concilio vistas en estas unidad.

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