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Hans Jonas

Tecnica, medicina y ètica


Sobre la pràctica del principio de responsabilidad
Título original: Technik, Medizin und Ethik, /u r Praxis des Prinzips Verantwortung
Publicado en alemán por Insel Verlag, Francfort del Meno

Traducción de Carlos Fortes Gil

Cubierta de Mario Eskenazi

I " edición, 1997

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Para Gertrud e Immanuel Kroeker
con amistad vieja, pero que nunca envejece
SUMARIO

PREFACIO................................................................................................ 11

1. Por q jé la técnica moderna es objeto de la filo s o fía .................. 15


La dinámica formal de la tecnología .......................................... 16
El contenido material de la tecnología........................................ 25

2. Por qué la técnica moderna es objeto de la é tic a ........................ 33


1. Ambivalencia de los efectos ................................................... 33
2. Automaticidad de la aplicación.............................................. 34
3. Dimensiones globales del espacio y el tie m p o ...................... 35
4. Ruptura del antropocentrism o.............................................. 35
5. El planteamiento de la cuestión m etafísica........................... 37

3. En el umbral del futuro: valores de ayer y valores para mañana 41

4. Ciencia sin valores y responsabilidad: ¿autocensura


de la investigación?....................................................................... 55

5. Libertad de investigación y bien público ................................... 65


¿Se solapa la ciencia con la moral? ............................................. 66
La fusión de teoría y práctica en la ciencia moderna ................ 67

6. Al servicio del progreso médico: sobre los experimentos


en sujetos h u m a n o s ....................................................................... 77
1. La especificidad de los experimentos h u m a n o s .................... 77
2. «Individuo y sociedad» como marco c oncep tu al................. 79
3. El tema del s acrificio ............................................................... 80
4. El tema del «contrato social» ................................................. 82
5. La salud como bien p ú b lic o ................................................... 84
6. Lo que la sociedad puede permitirse...................................... 84
7. La sociedad y la causa del progreso ...................................... 86
8. Meliorismo, investigación médica y obligación individual .. 88
9. Ley moral y entrega tran s m o ral............................................ 89
10. El problema del «consentimiento» ........................................ 90
11. Autorreclutamiento de la comunidad científica.................... 90
12. «Identificación» como principio de selección en general . . . 91
13. La regla de la «serie descendente» y su sentido antiutilitario 92
10 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA

14. Experimentos con pacientes................................................... 93


15. El privilegio fundamental del e n fe r m o ................................. 94
16. El principio de «identificación» aplicado alospacientes . . . 95
17. El secreto como caso límite ................................................... 95
18. Los experimentos en pacientes tienen que referirse
a su propia d o le n cia................................................................. 96
19. Conclusión................................................................................ 98

7. Arte médico y responsabilidad h u m a n a ...................................... 99

8. Hagamos un hombre clónico: de la eugenesia


a la tecnología g e n é tica ................................................................. 109
1. La novedad de ia técnica b io ló g ic a ........................................ 110
2. De las formas de control genético ........................................ 114
3. Eugenesia negativa o preventiva............................................. 115
4. Selección p r e n a ta l................................................................... 117
5. Eugenesia p o sitiv a ................................................................... 117
6. Clonación (Métodos futuristas I) .......................................... 119
7. Hasta ahora no hay analogía estricta entre el biologo y el
ingeniero (Métodos futuristas II. Arquitecturadel ADN) . . . 130
8. El potencial de ingeniería de la biología m o le c u la r............. 131
9. Observación final: creación y m o r a l ...................................... 133

9. Microbios, gametos y cigotos: más sobre el nuevo papel


creador del ser h u m a n o ................................................................. 135

10. Muerte cerebral y banco de órganos humanos:


sobre la definición pragmática de la m ue rte ............................... 145
Contra la corriente ....................................................................... 148
Poslscriptum de diciembre de 1976 ............................................. 156
Post-postscriptum de 1985 ............................................................ 157

11. Técnicas de aplazamiento de la muerte yderecho amorir . . . . 159


El derecho a rechazar el tratam ie nto.......................................... 161
El paciente consciente e incurable en estadio te rm in a l............. 164
El paciente en coma irreversible ................................................. 169
La tarea de la m e d ic in a ................................................................. 173

12. De conversaciones públicas sobre el principio deresponsabilidad 175


A. Mesa redonda (1981): «Posibilidades y límites
de la cultura téc n ic a ».......................................................... 175
B. Entrevista (1981): «¿En caso de duda,a favor de lalibertad?» 193

N O T 4 BIBLIOGRÁFICA .......................................................................... 205


PREFACIO

El principio de responsabilidad (1979) prometía una parte aplicada en


la que se ilustrara con ejemplos seleccionados el nuevo tipu de cuestio­
nes y obligaciones éticas que la caja de Pandora de la tecnología nos re­
gala junto con sus dones y, en lo posible, se facilitara la torma de res­
ponder correctamente a ellas. Este paso de lo general a lo particular y de
la teoría a las proximidades de la práctica es el que se intenta dar en los
artículos reunidos aquí. Pretenden por lo tanto empezar con la «casuís­
tica)', cuyo inexplorado territorio de la responsabilidad tecnológica exi­
ge aún más de lo que la moral y el derecho en general piden en el terre­
no va conocido. ¿Desde qué extremo del amplio espectro tecnológico se
puede plantear un comienzo así? Sin duda lo mejor será hacerlo desde el
más cercano a nosotros, allá donde la técnica tiene directamente por ob­
jeto al hombre y donde nuestro conocimiento de nosotros mismos, la
idea de nuestro bien y nuestro mal, tiene una responsabilidad directa, es
decir: en el ám bito de la biología humana y de la medicina. 4quí, entre
hombres a solas consigo mismos, es donde la ética se encuentra en su te­
rreno y necesita poco conocimiento del gran mundo, del equilibrio local
y global de la biosfera y del efecto remoto de sus perturbaciones, para
hallar su camino. Lo que aquí es ya visible, incluso imaginable, se puede
tratar desde ahora mismo, a la luz de nuestra imagen del hombre, con al
guna certeza tanto teórica como prescriptiva, y lo hallado se puede se­
guir sin dificultad, porque en esie terreno ninguna presión externa (excep­
to en el caso del problema de la población) empuja a los conocimientos a
la acción. En este horizonte, pues, tienen su punto de pairtida las siguientes
investigaciones.
Sin duda, dada la escala de la amenaza colectiva a la que la responsabi­
lidad tiene que hacer frente hoy, puede haber cosas de mayor y más global
urgencia que las afinadas cuestiones, en parte muy personales, de la hum a­
nidad médica y genético-técnica. Pensamos ante todo en la dura amenaza
del holocausto atomico, y luego en la sutil de la destrucción medioambien­
tal. Pero acerca de ellas —acerca del suicidio de la humanidad— la ética no
tiene nada que decir salvo un incondicional no en el que lodo el mundo está
de acuerdo, incluso sin filosofía. La ética y la metafísica han hecho su apor
tación esotérica al respecto al demostrar por qué el no tiene que serincon­
dicional, con un motivo válido en la incondicional obligación de la hum ani­
dad de mantener su propia existencia (hemos hecho un intento al respecto
en El principio de responsabilidad). Cómo evitar la locura —el pecado lite-
12 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA

raímente mortal— es cosa de la política, donde, como es sabido, desapare­


ce la unanimidad. La teoría ética tiene tanto menos que hacer aquí cuanto
que la forma radical de eliminar el peligro, la total erradicación de las ar­
mas nucleares —a diferencia de otras erradicaciones ponderables de for­
mas de poder técnicamente peligrosas— , no hace daño a nadie, no impone
sacrificio alguno del disfrute de las bendiciones y maldiciones de la tecno­
logía (a la que tal erradicación no afecta), cuyo consumo y productividad al
servicio del bienestar más bien aumenta al ahorrar el gasto en potencial de
aniquilación: de forma que no surge la cuestión, sin duda ética, de qué sa­
crificio es exigible conforme a un justo reparto de cargas. Fuera del fragor
de la política, para la razón y las costumbres todo está claro como la luz del
día, y no hay lugar para sopesar derechos o bienes en conflicto. Por eso este
libro no habla de ello.
No es tan claro el caso de la otra amenaza apocalíptica de la técnica mo­
derna, la lenta destrucción del medio ambiente, que puede terminar en una
no menor desolación y en sufrimientos quizá mayores que la repentina ca­
tástrofe. Sin duda elno a la ruina final claramente visible será tan unánime
como en el caso de la muerte atómica. Pero el proceso que conduce a ella
avanza por cien senderos y en mil pequeños pasos, lleno por todas partes
de desconocimiento respecto a los valores críticos; es decir, hay cuestiones
abiertas en cuanto hasta dónde se puede llegar aquí o allá; es un proceso
que no depende de dramáticas decisiones, sino de la banal cotidianeidad y
el uso de recursos en sí mismos inocentes, que favorecen la vida, que se le
han vuelto necesarios: toda la incansable tecnología de nuestra producción
de bienes, que alimenta el consumo mundial. Aquí ya no se puede hablar de
prevención indolora, como en el caso de los arsenales que esperan en silen­
cio, y se pierde la unanimidad del no
respecto a la amenaza abstracta para
el futuro: la de la ciencia, porque es defectuosa; la de la voluntad, porque el
lejano quizá que exige un sacrificio no afecta a los apremios de actual
certeza. Incluso el sí ético a la obligación general discrepa de sí mismo,
porque el desigual reparto del sacrificio global exigido ofende a la propia
moral: ¿quién va a predicar protección medioambiental a poblaciones ham­
brientas?
Para el filósofo es demasiado pronto para penetrar en esta espesura,
para ensayar la casuística. Aún no existe la ciencia medioambiental integral
que sería el presupuesto para ello. Por lo menos las ciencias competentes
(tanto de la naturaleza como de la economía) tienen que empezar por ela­
borar a partir de la recf de causalidades las opciones prácticas a las que apli­
car en concreto el análisis ético, y esto sólo está en sus comienzos. Aún no
podemos confundir el telescopio con la lupa. Entretanto, hasta que se den
las condiciones cognitivas previas de la concreción, el respeto y la cautela
de las que se hablaba en El principio de responsabilidad y la conciencia del
peligro deben apartarnos en el sentido más general de la perniciosa lige­
reza y hacer crecer en nosotros un espíritu de nueva abstención. Por ello
— por lo contrario de la «supersencillez» del apocalipsis nuclear— , este li­
bro también guarda silencio acerca de la ética medioambiental, donde se
ensaya con paradigmas de la práctica.
PREFACIO 13

Estos paradigmas son también los que se infieren en el terreno de la


biología humana. Por más que también ésta, por el camino que pasa por
el problema de la población, penetra en la ecología y, en este sentido,
como factor en el destino del medio ambiente y función de él, es también
asunto de cifras y magnitudes causales objetivas — un trozo de ciencia
natural biosférica pues—, representa sin embargo en sí misma una di­
mensión de la moralidad en la que cuestiones esencialmente cualitativas,
no cuantitativas, de tipo puramente humano, exigen nuestra respuesta
humana y valorativa. Para ello tenemos que escuchar a nuestro interior.
Pero las cuestiones que requieren aquí nuestra respuesta surgen de la
nueva tecnología propia de este ámbito que se puede incluir en el con­
cepto amplio de medicina. Sin duda la medicina fue la más antigua reu­
nión de ciencia y arte, pensada esencialmente — a diferencia de la técni­
ca saqueadora del dom inio del medio ambiente— para el bien de su
objeto. Con la meta inequívoca de la lucha contra la enfermedad, la cu­
ración y el alivio, se ha mantenido hasta ahora éticamente incuestiona­
ble y expuesta tan sólo a la duda de su capacidad en cada momento. Pero
hoy, con medios de poder enteramente nuevos — su parte de ganancia en
el progreso general científico-técnico— , puede plantearse objetivos que
escapan a esa incuestionable beneficencia; incluso puede perseguir sus
fines tradicionales con métodos que despiertan la duda ética. Las «facti­
bilidades» que ofrecen sobre todo los más innovadores y más ambiciosos
de estos objetivos y caminos, y que afectan especialmente al principio y
al final de nuestra existencia, a nuestro nacimiento y nuestra muerte, to­
can cuestiones últimas de nuestra existencia humana: el concepto del bo-
num hum anum , el sentido de la vida y de la muerte, la dignidad de la
persona, la integridad de la imagen del hombre (en términos religiosos:
la imago dei). Éstas son auténticas preguntas para el filósofo, que puede
abordar conforme a criterios del ser y libre por tanto del jeroglífico de
las cifras y las intrincadas causalidades mundiales que gobiernan en lí­
neas generales el efecto de nuestra acción. Aquí, donde el paradigma in ­
dividual ya tiene que decir toda su verdad, el filósofo puede hacer que se
produzca experimentalmente el encuentro de la ética con la técnica en el
ejemplo que elija y con sus recursos propios, y no tiene que esperar a la
ciencia elaborada de la enfermedad global y su posible curación. Aquí
también, como ya hemos dicho, el seguimiento del criterio ético obteni­
do no se vuelve a su vez un problema.
Hasta aquí nos hemos referido a la especial temática que tratamos de
precisar en las aplicaciones del principio de responsabilidad a «casos»
concretos en el campo tecnológico (capítulos 6-11). Consideraciones más
generales sobre el tema «ciencia, técnica y ética», que también sitúen en
el cuadro sistemático a quien no haya leído la obra anterior, enmarcan las
discusiones específicas. Éstas han surgido por variados motivos a lo lar­
go de muchos años: el artículo más antiguo es del año 1968. Sin duda en
su actual publicación, en la mayoría de los casos sin modificaciones, in­
cluyen muchas cosas que entretanto, dado el rápido crecimiento de la bi­
bliografía, han sido dichas también por otros. Es un signo alentador que
14 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA

la discusión pública esté en marcha en muchos idiomas. Fn ella, las dife­


rencias de opinión son tan importantes como las concordancias. Se com­
prenderá por mi edad que tenga que Tallar a la hora de hacer justicia al
estado actual de los conocimientos mediante las correspondientes indica­
ciones. Lo expuesto reproduce todavía hoy —de forma tentativa, como es
lo adecuado al caso— mi opinion acerca de las cosas.

H ans J oñas
New Rochelle, Nueva York, F.E.L'U.,
abril de 1985
C a p it u l o 1

POR QUÉ LA TÉCNICA MODERNA


ES OBJETO DE LA FILOSOFÍA

Dado que hoy en día la técnica alcanza a casi todo lo que concierne a los
hombres —vida y muerte, pensamiento y sentimiento, acción y padeci­
miento, entorno y cusas, deseos y destino, presente y futuro— , en resumen,
dado que se ha convertido en un problema tanto central como apremiante
de toda la existencia humana sobre la tierra, ya es un apunto de la filosofía,
y tiene que haber algo asi como una filosofía de la tecnología. Ésta está to­
davía en sus comienzos, y hay que trabajar sobre ella. Para ello, hay que
empezar por cerciorarse del fenómeno mismo de forma descriptiva, y obte­
ner analíticamente de él los aspectos parciales de dignidad filosófica con
los que hava que seguir trabajando en la interpretación del conjunto. Lo
que viene a continuación quiere empezar a hacerlo preguntándose por la
especificidad de esta nueva tecnología que de pronto parece dotada de atri­
butos tan extremos como la promesa utópica y la amenaza apocalíptica,
con una cualidad casi escatológica en cualquier caso.
En este punto resulta útil para nuestro objetivo la vieja distinción entre
«forma» y «contenido», que nos permite distinguir los dos temas principa­
les siguientes:

1. La dinámica formal de la tecnología como una empresa colectiva con­


tinuada que avanza conforme a «leyes de movimiento» propias.
2. El contenido sustancial de la tecnología, consistente en las cosas que
aporta para el uso humano, el pairimonio y los poderes que nos confiere,
los nuevos objetivos que nos abre o dicta, y las propias nuevas formas de
actuación y conducta humanas.

El primer tema, formal, contempla la tecnología como el conjunto abs­


tracto de un movimiento; el segundo, de contenido, su múltiple uso con­
creto y su efecto sobre nuestro mundo y nuestra vida. El acceso formal
quiere recoger las «condiciones del proceso», permanentes, con las que la
moderna tecnología «se» abie paso —mediante nuestra acción, natural­
mente— hasta la novedad siguiente y superadora en cada momento. El ac­
ceso material quiere examinar las formas de la novedad misma, intentar
clasificarlas (situarlas en cierto modo en una «taxonomía») y obtener una
imagen del aspecto del mundo equipado con ellas.
Un tercer tema, que los abarca a ambos, sería la cara ética de la tecno­
logía como exigencia a la responsabilidad humana, que debe tomar la pa­
labra posteriormente. Por consiguiente, en un orden sistemático los tres
16 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

temas indicados que pueden servir como esquema básico de la filosofía


de la tecnología a la que aspiramos se refieren a la «forma», el «conteni­
do» y la «ética» de la tecnología. Mientras el tercer (y más imporianie)
tema es valorativo, los dos primeros que aquí traíamos son analíticos y
descriptivos.

L a DINÁMICA FORMAL DE LA TECNOLOGIA

Empezaremos, pues, haciendo aún completa abstracción de los logros


concretos de la técnica, por algunas observaciones sobre su forma como tota­
lidad abstracta dt movimiento, que sin duda se puede llamar «tecnología».
Dado que de lo que se trata es de las características de la técnica moderna,
la primera pregunta es en qué se distingue formalmente de todas las ante­
riores. Hay una diferencia principal, la indicada en el nombre «tecnología»,
en que la técnica moderna es una empresa y un proceso, mientras la ante­
rior era una posesión y un estado.

Técnica premudema

Si el concepto «técnica», burdamente descrito, denomina el uso de he­


rramientas y dispositivos artificiales para el negocio de la vida, junto con
su invento originario, fabricación repetitiva, continua mejora y ocasional­
mente también adición al arsenal existente, tan reposada descripción sir­
ve para la mayoría de la técnica a lo largo de la historia de la humanidad
(de la misma edad que ella), pero no para la moderna tecnología. Porque
en el pasado el inventario existente de herramientas y procedimientos so­
lía ser bastante constante y tender a un equilibrio recíprocamente adecua­
do, estático, enire fines reconocidos y medios apropiados. Una vez esta­
blecida tal relación, se mantenía durante largo tiempo como un optimum
de competencia técnica sin más exigencias. Cierto, se produjeron revolu­
ciones, pero mas por casualidad que por intención. La revolución agrícola
(desde la vida de cazador o nó'mada), la metalúrgica (de la Edad de Piedra
a la de Hierro), el ascenso de las ciudades y similares desarrollos «ocurrie­
ron» por así decirlo y no estuvieron organizados conscientemente, y su rit­
me fue tan lento que sólo en la contracción temporal de la retrospección
histórica ganan el aspecto de «revoluciones» (con el desorientador sentido
accesorio de que los contemporáneos las sintieran como tales). Incluso
allá donde un cambio fue repentino, como en el caso de la introducción
primero del carro de guerra, y después de la caballería armada, en la téc­
nica bélica —una fuerte revolución de hecho, aunque de corta vida— , la
innovación no surgió de dentro del arte bélico de las sociedades avanzadas
afectadas, sino que les fue impuesta desde fuera por las pohlaciones (m u­
cho menos civilizadas) del Asia Central. Otras «irrupciones» técnicas,
como la tinción púrpura en Fenicia, el <fuego griego» en Bizancio, la por­
celana y la seda en China, el endurecimiento del acero en el «damasquina­
do» fueron —en vez de extenderse por el mundo tecnológico de su época—
P O R Q U É LA T É C N I C A M O D E R N A E S O i 3 J E T O D E LA F I L O S O F I A 17

monopolios celosamente guardados de sus sociedades inventoras. En el


caso de otros, como los juegos hidráulicos y con la energía del vapor de los
mecánicos alejandrinos o la brújula y la pólvora de los chinos, no se ad­
virtió su serio potencial tecnológico.1 En conjunto, las grandes culturas
clásicas habían alcanzado relativamente pronto un punto de saturación
tecnológica —el «optimum» que antes mencionábamos en el equilibrio de
medios y habilidades con necesidades reconocidas y objetivos— , y poste­
riormente hallaron pocas razones para ir más allá. Desde ese momento
reinó ante ludo la convención. De la alfarería a las construcciones m onu­
mentales, del cultivo del suelo a la construcción naval, de los textiles a las
maquinas de guerra, de la medición del tiempo a la astronomía: herra­
mientas, técnicas y objetivos siguieron siendo esencialmente los mismos
durante largos períodos de tiempo, las mejoras fueron esporádicas y no
planificadas, y el progreso por tanto —si es que se producía—2consistía en
añadidos insignificante» a un nivel en general alto, que aún hoy despier­
ta nuestra admiración y, según demuestra el hecho histórico, tendía más
bien a pérdidas por descenso que a innovaciones superadoras por nuevas
creaciones. Al menos lo primero (cuando ocurrió a gran escala) tue el fe­
nómeno más observado y lamentado por los epígonos cor nostálgico re­
cuerdo de un pasado mejor (como en el decadente mundo romano). Pero
incluso en los tiempos de fuerte florecimiento no hubo una idea procla­
mada de un futuro de progreso continuado en las artes; más importante
aún: nunca hubo un método intencionado para producirlo, como la investi­
gación, el experimento, la prueba arriesgada de caminos no ortodoxos, el
amplio intercambio de informaciones al respecto, etc. Pero lo que menos
había eran ciencias naturales entendidas como un corpus creciente de teo­
ría que hubiera podido guiar tales actividades semiteóricas, preDrácticas...
po*- no hablar de una institucionalización social de todas estas cosas.
En pocas palabras, tanto en métodos como en instrumental las «artes»

1. E n cam bio, u n a actualidad tan grave co m o el arado ch ino «em igró» lentam ente y sin lla­
m a r la atención hacia el Oeste, dejando poco rastro a lo largo de su cam in o, hasta que en el otro
extremo del m u n d o , en la E uro p a de la Baja E d ad Media, produjo u n a gran y altam ente bene­
ficiosa revolución en la agricultura... que por lo dem ás sus contem poráneos apenas considera­
ron digna de m e nción escrita. (Véase Paul Lcser, Enlstei¡un% u n d Verbreirung des Pjluges, Müns-
ter, Aschendorffsche V erlagsbuchhandlung, 1931; reim presión en 1971 por el International
Secretariate for Research on the History o f Agricultural Im plem ents, Museo Nacional, Brcde-
Lingbv, D inam arca. Este im portante libro no ha pod id o ejercer, por m otivos desconocidos, la
influencia que merecía; tam poco el autor encontró, en las circunstancias desfavorables del exi­
lio, la debida carrera académ ica.)
2. De hecho tam b ién h u b o progreso técnico en el p unto culm inante de las culturas clásicas.
El arco ro m ano y la cúp ula, por ej., fueron un decisivo adelanto de la ingeniería frente al ar­
q uitrabe sobre co lum nas y el techo p lan o de la arquitectura griega (ya de la egipcia), y p erm itió
vanos y objetivos constructivos que antes no se p odían ni pensar tan siquiera (puentes, acue­
ductos, los grandes baños y otros edificios públicos de la R o m a im perial). Sin em bargo los m a ­
teriales, las herram ientas y las técnicas seguían siendo las m ism as, el papel de la fuerza de tra­
bajo y la h ab ilid ad h um a nas se m an tu vo inalterado... los canteros y ladrilleros seguían
haciendo su trabajo co m o antes. Una tecnología ya existente am p liab a sus prestaciones, pero
n in g u n o de sus m edios e incluso objetivos convencionales se volvía an ticu ad o por eso.
18 T É C N I C A , M E D I C I N A Y É TI CA

parecían adecuadas a sus fines y eran por ello tan firmes como los objeti­
vos mismos.3

Técnica moderna

El exacto contrario de este cuadro lo ofrece la técnica moderna, y éste


es para nosotros su primer aspecto filosófico. Empecemos con algunas
constataciones obvias.

1. Cada nuevo paso en cualquier dirección en cualquier terreno de la


técnica no conduce a un punto de equilibrio o «saturación» en la adecua­
ción de los medios a los objetivos prefijados, sino que —al contrario— , en caso
de éxito, constituye el motivo para dar otros pasos en todas las direccio­
nes posibles, con los que los objetivos mismos se »diluyen» (véase más
adelante). El mero «motivo» se convierte en causa forzosa en cada paso
mayor o «importante», y esto puecie ser nrecisamente un criterio de que
lo era. El innovador espera eso mismo de la solución de su tarea inmedia­
ta, aunque no pueda decir adonde le conducirá su reproducción más allá
de ella.
2. Cada innovación técnica está segura de difundirse con rapidez por la
comunidad tecnológica, como ocurre también con los descubrimientos teó­
ricos en las ciencias. La difusión tecnológica se produce, con escasa dife­
rencia temporal, tanto en el plano del conocimiento como en el de la apro­
piación práctica: el primero (junto a su velocidad) viene garantizado por la
intercomunicación universal, a su vez un logru del complejo tecnologico; el
segundo, forzado por la Dresion de la competencia.
3. La relación entre medios y fines en este campo no es lineal en un sólo
sentido, sino circular en sentido dialéctico. Objetivos conocidos, persegui­
dos desde siempre, pueden tener mejor satisfacción mediante nuevas téc­
nicas cuyo surgimiento han inspirado. Pero también —y de forma cada vez
más típica— , viceversa, nuevas técnicas pueden inspirar, producir, incluso
forzar nuevos objetivos en los que nadie había pensado antes, simplemente
por medio de la cierta de su posibilidad. ¿Quién había deseado nunca ver
grandes óperas, cirugía a corazón abierto o el rescate de los cadáveres de
una catástrofe aérea en el salón de su casa (por no hablar de los adjuntos
anuncios de jabón, frigoríficos v compresas)? ¿O beber café en vasos de pa­
pel de usar y tirar? ¿O la inseminación artificial, los niños probeta y los em­
barazo» en madres de alquiler? ¿O ver andando por ahí seres clónicos de
uno mismo o de otros?
La tecnología añade pues a los objetos de deseo y necesidad humanos
otros nuevos e insólitos, incluso generos enteros de esos objetos... y con ello
multiplica también sus propias tareas. El último punto muestra lo dialécti­

3. Un significado defendible de «clásico», es el de que aquellas culturas históricas elevadas


se habían «definido» im plícitam ente de algún m udo y ni favorecían ni q u izá pe rm itían ir m ás
allá de las norm as fijadas y del canon de la práctica adecuado a ellas. Este «equilibrio» — m ás o
m enos— alcanzado era su verdadero orgullo.
P O R Q U É LA T É C N I C A M O D E R N A E S O B J E T O D E LA F I L O S O F Í A 19

co o circular del caso: objetivos que en principio se producen sin ser solici­
tados y quizá casualmente, por hechos de la invención técnica, se convier­
ten en necesidades vitales cuando se asimilan en la dieta socioeconómica
acostumbrada, y plantean entonces a la técnica la tarea de seguir hacién­
dolos suyos y perfeccionar los medios para su realización.
4. Por eso, el «progreso» no es un adorno de la moderna tecnología ni
tampoco una mera opción ofrecida por ella, que podemos ejercer si quere­
mos, sino un impulso inserto en ella misma que, más allá de nuestra vo­
luntad (aunque la mayoría de las veces en alianza con ella), repercute en el
automatismo formal de su modus operandi y en su oposición con la socie­
dad que lo disfruta. «Progreso» no es en este sentido un concepto valorati-
vo, sino puramente descriptivo. Podemos lamentar sus hechos y aborrecer
sus frutos y sin embargo tenemos que avanzar con él, porque salvo en el
caso (sin duda posible) de que se autodestr va a través de sus obras, el mons­
truo avanza dando a luz constantemente sus variados brotes, respondien­
do cada vez a las exigencias y atractivos del ahora. Pero aunque no expre­
se un valor, «progreso* tampoco es aquí una expresión neutral, que podamos
sustituir simplemente por «cambio». Porque forma parte de la naturaleza
del caso, como una ley de la serie, que cada estadio posterior es superior
al precedente conforme a los criterios de la propia técnica.4 Aquí se da
pues un caso de proceso antientrópico (la evolución biológica es otro) en
el que el movimiento interior de un sistema, entregado a sí mismo y no
perturbado deide el exterior, conduce como norma a estados siempre "su­
periores» y no «inferiores» de sí mismo. Éstos son al menos los hechos
hasta el momento.5

Si Napoleón decía: «La política es el destino», hoy bien puede decirse:


« la técnica es el destino».
Estos puntos van lo suficientemente lejos como para explicar la afirma­
ción inicial de que la moderna tecnología, a diferencia de la tradicional, es
una empresa y no una posesión, un proceso y no un estado, un impulso di
námico y no un arsenal de herramientas y habilidades. Y apuntan ya cier­
tas «leyes del movimiento» de este incansable fenómeno. Lo que se ha des­
crito —recordémoslo— eran rasgos formales, que aún tenían poco que decir
sobre el contenido de la «empresa». Planteamos dos preguntas a esta descrip­
ción: ¿poi qué es así, es decir, qué causa la infatigabilidad de la moderna
tecnología, cuál es la naturaleza de su impulso? Y: ¿cuál es la importancia
filosófica de los hechos así explic ados?

4. Esto suena co m o u n ju ic io de valor, pero no lo es, sino que es u n a lisa y llana constata­
ción de hechos semejante a decir que una bala de fusil tiene m ayor tu e i/a de penetración que
Una flecha. Se puede lam entar el invento de una bo m b a atóm ica aú n m ás destructiva y consi­
derarla inm oral, pero el lam ento se produce precisamente porque es técnicam ente «mejor» y en
este sentido p o r desgracia un progreso.
5. No hay que descartar que haya factores internos degenerativos — com o ñor ejem plo la so­
brecarga de las capacidades finales de tratam iento de la info rm a ción— que puedan llevar ese
m ovim iento (exponencial) a detenerse o incluso quebrar el sistema. A ún no lo sabemos.
20 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA

E xplicación cau sal: coacciones e impubos hacia el progreso técnico


Como es de esperar en un fenómeno tan complejo, las fuerzas motrices
son muchas; la anterior descripción contiene ya algunos guiños causales.
Hemos mencionado la presión de la competencia —por el beneficio, pero
también por el pode r, la seguridad, el prestigio, etc.— como un pervetuum
movens de la universal apropiación de las mejoras técnicas. Igual de eficaz
es, naturalmente, a la hora de producirlas, es decir, en el proceso mismo de
la invención, que hoy en día depende de la constante ayuda económica e in­
cluso fijación de objetivos desde fuera: poderosos intereses rse encargan de
ambas cosas. La guerra o su amenaza ha demostrado ser un factor espe­
cialmente potente. Los factores menos dramáticos son legión. «Mantener la
cabeza por encima del agua» es su principio común. (Algo paradójico en
medio de una inundación que ya supera con mucho aquello con lo que épo­
cas anteriores hubieran sido felices para siempre.)
La competencia no es la única forma de presión que hay detrás del pro­
greso de la tecnología. El aumento de la población, por ejemplo, y la ame­
naza de agotamiento de las reservas naturales actúan como impulsores in­
dependientes de ella. Dado que a estas alturas ambos son en sí mismos
productos secundarios de una técnica exitosa, pueden servir como un buen
ejemplo para la verdad general de que en un grado considerable la técnica
miáma crea los problemas que después tiene que resolver mediante un nue­
vo salto hacia adelante. (La «revolución verde» y el desarrollo de sucedáneos
sintéticos o fuentes de energía alternativas entran aquí.) Estas presiones
hacia el progreso estarían por consiguiente activas lo mismo en el caso de
una tecnología en condiciones de libre competencia que en condiciones,
por ejemplo, socialistas.
Un 1npulso más autónomo y más espontáneo que estas formas casi me­
cánicas, con su imperativo de «nada o húndete», sería el tirón de la visión
cuasiutópica de una «vida cada vez mejor», se entienda de manera vulgar o
refinada, para la cual la técnica ha demostrado la aparente capacidad de
crear continuamente las condiciones: el apetito despertado por la posibili­
dad leí «sueño americano», la «revolución de las expectativas crecientes»).
Este factor no tan aprehensible es más difícil de estimar, pero es innegable
que representa un papel. Su intencionada excitación y manipulación por
pane (de los fabricantes de sueños del complejo industrial-mercantil es un
tema en sí mismo y reduce un poco la espontaneidad del motivo... del mis­
mo modo que degrada la calidad del sueño. Tendrá que quedar también
pendiente hasta qué punto la «visión» misma es más post hoc que ante hoc,
es decir, sugerida por los deslumbrantes logros del proceso tecnológico ya
en marcha. Incluso en ese caso es al menos una influencia reforzadora.
Hay también explicaciones más especulativas de esa incansable diná­
mica, como la del «alma fáustica» de nuestra cultura occidenta' de Spen-
gler, que la impulsa irracionalmente a lo infinitamente nuevo y a posibili­
dades sin sondear por su propia voluntad; o la de Heidegger, de una
decisión igualmente propia del espíritu occidental de la voluntad de ilim i­
tado poder sobre el mundo de las cosas, decisión que se ha convertido en su
P O R O U É LA T É C N I C A M O D E R N A E S O B J E T O D E LA F I L O S O F Í A 21

destino. No quiero entrar ahora en esto. Para mantenerse en un terreno


más empírico, merece mención un factor asimismo no económico de estí­
mulo tecnológico: las necesidades de dominio o «control» de los grandes y
poblados estados de nuestro tiempo, esos gigantescos »uDerorganismos te­
rritoriales que dependen para su mera cohesión de una técnica avanzada
(por ejemplo en los campos de la información, la comunicación, el trans­
porte) y tienen por tanto interés en su desarrollo; tanto más cuanto más
centralistas son. Naturalmente, esto vale tanto para sistemas socialistas
como para sociedades de libre mercado. ¿Podemos inferir de ello que in­
cluso un Estado comunista mundial, libre tanto de rivales exteriores como
de competencia interior de mercado, tendría que seguir impulsando la tec­
nología aunque sólo fuera con fines de control de tan colosales dimensio­
nes? Por supuesto, de todas formas el marxismo apunta a la técnica por
algo más que por razones técnicas: por la liberación utópica del animal hu­
mano de toda necesidad material. Pero incluso si dejamos a un lado todos
los dinamismos de este tipo subjetivo y elegible, hasta el caso más monolí­
tico que podemos imaginar —un sistema mundial comunista sin otro lastre
ideológico, y especialmente sin obligación ideal de buscar el progreso— se­
guiría expuesto a aquellas presiones *<naturales» independientes de la com­
petencia, como el aumento de la población y la desaparición de las reservas
naturales, con las que la industrialización como tal tiene que cargar. Bien
podría ser pues que el elemento coactivo del progreso tecnológico no esté
vinculado a su suelo nutricio originario, el sistema capitalista. Quizá las ex­
pectativas de una estabilización definitiva (y oportuna) fueran algo mejores
bajo el socialismo... siempre que fuera mundial y por tanto totalitario. Tal
como están las cosas el pluralismo, al que estamos agradecidos, asegura la
continuidad del avance tecnológico mientras haya espacio para ello.

Las premisas ontológico-gnoseológicas


de la posibilidad del progreso continuo

Podríamos seguir deshilachando la soga causal y sin duda encontraría­


mos otros hilos. Pero ninguno de ellos, ni siquiera todos en su conjunto,
irían —aunque lo expliquen— al fondo del asunto. Porque todos comparten
una premisa sin la que no podían hacer su trabajo a la larga: la premisa de
que puede haber un progreso ilimitado, porque siempre hay algo nuevo y
mejor que encontrai. Esta presencia (en modo alguno evidente) de esta
condición objetiva es de hecho también la convicción de los autores del
drama tecnológico, pero si no fuera cierta la convicción por sí sola serviría
de tan poco como el sueño de los alquimistas. Sin duda, a diferencia de és­
tos, puede apoyarse en una impresionante historia de éxitos, y para muchos
eso es sin duda un motivo suficiente para su fe. (Quizá no importe dema­
siado si se tiene o no.) Lo que le convierte en algo más que una fe sanguí­
nea es una visión teórica subyacente y bien fundada de la naturaleza de las
cosas y del conocimiento de ellas, según la cual éstas no ponen límite algu­
no al descubrimiento e invención, más bien abren en cualquier punto a par­
tir de ellas un nuevo acceso a lo aún por conocer y por hacer. La convicción
22 TÉCNICA, M E D I C I N A Y ÉTI CA

complementaria es entonces que uns tecnología adaptada a una naturaleza


y una ciencia con tales horizontes abiertos disfruta de la misma apertura,
siempre renovada, a la hora de transformarlos en conocimiento práctico...
de tal modo que cada uno de sus pasos inicia el siguiente y nunca se pro­
duce un parón por agotamiento interno de las posibilidades.
Sólo la costumbre embota nuestro asombro ante esta fe enteramente
sin precedentes en la «infinitud» virtual. Lo más asombroso es que esa fe, a
juzgai por nuestra actual comprensión de la realidad, muy probablemente
sea fundada... o al menos lo suficiente como para mantener largo tiempo
abierta la vía de la tecnología innovadora en la estela del avance de la cien­
cia. Mientras no entendamos esta premisa ontológico-epistemológica, no
habremos entendido el resorte más íntimo de la dinámica tecnológica, en el
que a la larga reposa la eficacia de todas las demás causas a sumar a ésta.
Hay que recordar que la «infinitud» virtual del progreso que aquí se ha
postulado y hay que explicar es esencialmente distinta de la perfectibilidad
(vertectibilitas), aceptada desde siemnre, de todo logro humano. Ninguna
excelencia del producto ha excluido nunca que se pudiera mejorar, y nin­
guna obra maestra de la habilidad ha excluido que pudiera ser superada
(igual que el recordman de ho\ tiene que saher que su marca será mejo­
rada algún día). Pero estas son meioras dentro del mismo género, y se produ
cen necesariamente en fragmentos aproximativos. A todas luces el fenóme­
no de la innovación genérica, que además, lejos de reducirse en proporción,
crece de forma exponencial, es algo cualitativamente distinto. ¿Cuál es su
secreto?

La interrelación entre técnica y ciencia

La respuesta está en la interrelación entre ciencia y técnica, que es la ca­


racterística del progreso moderno, y por tanto en última instancia en el tipo
de naturaleza que la ciencia moderna explora progresivamente. Porque es
aquí, en el movimiento de! conocimiento, donde primero y continuamente
aparece lo nuevo importante. Esto es en sí mismo algo nuevo. En la física
de Newton la naturaleza simplemente se manifestaba, casi burda, y repre­
sentaba su obra con muy pocas formas de cosas y fuerzas elementales, y si­
guiendo unas pocas leyes universales: sin duda su aplicación a manifesta­
ciones cada vez más complejas prometía una constante ampliación del
conocimiento de nuestro mundo, pero no más sorpresas serias.
Desde mediados del siglo xix, esta imagen minimalista y por así decirlo
acabada de la naturaleza se ha modificado con asombrosa aceleración. En
un dramático juego de estímulos y respuestas, con la creciente sutileza de
la investigación la naturaleza misma se muestra cada vez más sutil. La son­
da más fina hace que el objeto aparezca mas rico en modos de funciona-
rr ’nto, no más limitado, como hacia esperar la mecánica clásica. Y en vez
de reducir el margen de lo que queda por descubrir, la ciencia se sorprende
hoy a sí misma con dimensión iras dimensión de nuevas profundidades. La
propia esencia de la materia ha pasado de ser un dato último e indisoluble
de compacto llenado del espacio a un reto abierto una y otra vez para acce­
P O R Q U É LA T É C N I C A M O D E R N A E S O B J E T O DE LA F I L O S O F Í A 23

der a una más profunda penetración en ella. Nadie puede decir si esto con­
tinuará para siempre, pero se abre camino la sospecha de la interior «infi­
nitud» en el fondo de las cosas, y con ella la expectativa de una investiga­
ción sin fin del tipo de que los pasos sucesivos no repiten cada vez la misma
vieja historia (la ".materia en movimiento» de Descartes), sino que le aña­
dirán giros siempre nuevos. Si el arte tecnológico sigue los pasos de la cien­
cia natural, adquirira también de esa fuente aquel potencial de infinitud
para sus progresivas innovaciones.
Pero no es propio de él que el progreso científico indefinido se limite a
ofrecer la opción de semejante progreso técnico, como un subproducto ex­
terno por así decirlo, y deje en manos de quien lo recibe el ejercerlo o no,
tal como ocurre con otros intereses. Más bien el proceso científico mismo
se desarrolla en interrelación con el tecnológico, y esto en el sentido ínti­
mamente mas vital: Dara alcanzar sus propios objetivos teóricos 'a ciencia
necesita una tecnología cada vez más refinada y físicamente fuerte como
herramienta que se produce a sí misma, es decir, que encarga a la tecnolo­
gía. Lo que encuentre con esta ayuda será el punto de partida de nuevos co­
mienzos en el terreno vráciico, y éste en su conjunto, es decir, la tecnología
trabajando en el mundo, proporciona a su vez a la ciencia con sus expe­
riencias un laboratorio a eran escala, una incubadora de nuevas preguntas
para ella, y así sucesivamente en un circuito sin fin. De este modo, el apa­
rato es común al reino teórico y al práctico; o la tecnología infiltra tanto la
ciencia como la ciencia la tecnología. En resumen: hay entre ambas una
mutua relación de feedback que las mantiene en movimiento; cada una ne­
cesita e impulsa a la otra: y tal como están las cosas hoy sólo pueden vivir
jumas o tienen que morir juntas. Para la dinámica de la tecnología que aquí
nos ocupa, esto significa que —aparte de todos los impulsos externos— su
vínculo funcional integrador con la ciencia es para ella un agente de infati-
gabilidad. Mientras la aspiración al conocimiento siga impulsando la acti­
vidad de la ciencia, es seguro aue también la técnica avanzará con ella. Pero
si el impulso hacia el conocimiento, por su parte, es en sí mismo cultural­
mente débil, está en peligro de relajarse o de convertirse en rígida ortodo­
xia... ese eros teórico va no vive sólo del delicado apetito por la verdad, sino
que es espoleado por su vástago más robusto, la técnica, que le transfiere
impulsos desde el campo de batalla, más amplio, esforzado y vigoroso, de
la vida.
Soy consciente del carácter de presunción de algunos de estos pensa­
mientos. Las revoluciones en la ciencia a lo largo de este siglo son un he­
cho, igual que el estilo revolucionario que han comunicado a la técnica,
así como la reciprocidad entre ambas corrientes. Pero no es seguro que
esas revoluciones científicas — lo primario en el síndrome— sean típicas
de la marcha de la ciencia desde ahora, una especie de ley del movimien­
to para su futuro, o representen tan sólo una fase singular en s.u desarro­
llo. En tanto nuestra predicción d<* la innovación incesante para la técni­
ca se basa en una presunción sobre el futuro de la ciencia, incluso sobre
la naturaleza de las cosas, es hipotética, como suelen serlo tales extrapo­
laciones. Pero incluso si el pasado más reciente no ha saludado con cam­
24 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

panas ningún estado de «revolución permanente» en la ciencia y la vida


de la teoría vuelve a vías más reposadas, el margen para la innovación téc­
nica no puede contraerse tan pronto; y lo que quizá en la ciencia ya no sea
una revolución puede revolucionar nuestra vida en su aplicación práctica
a través de la técnica. De todos modos, «infinito» es una palabra dema­
siado grande. Digamos pues que los signos actuales —en cuanto a posibi­
lidades e impulsos— apuntan a una duración y fertilidad indefinidas del
impulso tecnológico.

Aspectos filosóficos

Concluimos aquí nuestro informe sobre el aspecto formal de la tecnolo­


gía moderna. Antes de que pasemos al aspecto material, dos breves obser­
vaciones sobre aspectos filosóficos de la imagen trazada. Una se refiere al
modificado estatus del saber en la jerarquía del espíritu, la otra al ascenso
de la técnica misma a la posición de una de las principales tareas de la hu­
manidad.
En lo que concierne al saber, es obvio que la vieja y honorable separa­
ción entre «teoría» y «práctica» ha desaparecido por ambas partes. Por
poco aminorada que esté todavía la sed de conocimiento puro, el entrela­
zamiento entre conocimiento en las alturas y acción en la llanura de la vida
se ha vuelto insoluble, y la aristocrática autosuficiencia de la búsqueda de
la verdad por sí misma ha desaparecido. Se ha trocado nobleza por utili­
dad. En pocas palabras: el síndrome tecnológico ha producido una profunda
socialización del campo teórico y lo ha puesto al servicio de las necesidades
comunes. Al mismo tiempo, con un paradójico éxito secundario, ha creado
el nuevo problema del ocio para las masas. Expulsado de su antigua patria, el
mundo de la contemplación —desde que éste se ha transformado en el acti­
vo trabajo de exploración de la ciencia—, el ocio vuelve a aparecer en el ex­
tremo opuesto del espectro, entre los frutos de su esfuerzo: un bien de uso
indeterminado, tan regalado como impuesto, en forma de espacio vacío
para el que hay que encontrar un contenido. La ciencia, en absoluto ociosa,
se apropia también de él en las nuevaí maneras de pasar el tiempo, con las
que se presenta como parte de la misma cosecha tecnológica que produce
su propia necesidad. Todo esto se espera hoy de la «teoría», antaño ella mis­
ma la iorma máximEi de esfuerzo transutilitario, hoy chica de servicio para
cualquier deseo del mundo exterior.
En lo que se refiere a la posición de la propia tecnología en el orden je­
rárquico humano, sólo haré alusión aquí a su prestigio «prometèico», que
lleva a sus albaceas a la tentación de revestir su infinita actividad de la dig­
nidad de los más altos objetivos, es decir, de elevar a fin lo que empezó sien­
do medio, y ver en él el verdadero destino de la humanidad. Al menos la su­
gerencia está ahí (aunque perturbada recientemente por voces en contra) y
ejerce su hechizo sobre el espíritu moderno. El progreso del hombre se en­
tiende como avance de poder a poder.
P O R Q U É LA T É C N I C A M O D E R N A E S O B J E T O D E LA F I L O S O F I A 25

El CONTENIDO MATERIAL DE LA TECNOLOGÍA

La d e s c r iD c ió n « f o r m a l» d e l m o v i m i e n t o t e c n o ló g ic o c o m o ta l a ú n n o
n o s h a d i c h o n a d a s o b r e la s c o s a s c o n la s q u e tie n e q u e ver, s u « m a t e r ia »
p o r a s í d e c ir lo . A é s ta n o s v o lv e m o s a h o r a , es d e c ir, c o n c r e t a m e n t e a la s
n u e v as fo rm a s d e po der, co sas y o b je tiv o s q u e e l h o m b r e m o d e r n o r e c ib e d e
la té c n ic a .
La sucesión de tecnologías refleja la de la ciencia: mecánica, química,
electrodinámica, física nuclear, biología. En general, una ciencia está ma­
dura para su aplicación a la tecnología cuando en ella —para emplear los
términos de Galileo— la «via resolutiva» —el análisis— está tan avanzada
que la «via compositiva» —la síntesis— puede emplear los elementos bási­
cos así liberados y cuantificados. Sólo ahora la biología ha llegado hasta
este punto: con la biología molecular viene la constructibilidad de forma­
ciones biológicas.

Mecánica

Echaremos pues un vistazo a algunas de las fases de la (hasta ahora per­


manente I revolución tecnológica. Comenzó hacia finales del siglo x v i i i con
la era de las máquinas de la llamada Revolución Industrial, cuya intención,
al principio, no era crear nuevos productos, sino sustituir la fuerza de tra­
bajo humana (o incluso animal) en la fabricación, adquisición o manejo de
los bienes existentes. Así pues, al principio los objetos de la técnica moder­
na eran los mismos que de sde siempre habían sido obieio de la habilidad y
el trabajo humanos: alimentación, vestido, vivienda, herramientas, medios
de transporte... todas las necesidades materiales y comodidades de la vida.
No cambió el producto, sino la producción, en cuanto a rapidez, facilidad y
cantidad. Los telares mecánicos movidos por vapor de Lancashire fabrica­
ban los viejos y familiares tejidos. Pero un nuevo y significativo producto se
añadió enseguida a la lista tradicional: las propias máquinas, que para su
fabricación pusieron en marcha una industria enteramente nueva, con sus
consiguientes industrias auxiliares-desde el principio, estas entidades de
nuevo cuño tuvieron su propia influencia en la simbiosis del hombre y la
naturaleza, al ser consumidoras ellas mismas. Por ejemplo: las bombas de
agua movidas a vapor facilitaban la extracción del carbón, pero exigían por
su partí, carbón extra para calentar sus calderas, más carbón para los altos
hornos y fraguas que fabricaban esas calderas, más para extraer el necesa­
rio mineral de hierro, más para su transporte a los altos hornos, más de am­
bas cosas —carbón y hierro— para los necesarios raíles y locomotoras que
se fabricaban en los mismos altos hornos, etc., más para el transporte del
producto de los altos hornos a los pozos mineros y viceversa y, finalmente,
rr.ás pa>"a la distribución del más abundante carbón a los consumidores si­
tuados fuera de este circuito, que de forma creciente eran máquinas que de­
bían su existencia precisamente a la mayor disponibilidad de carbón y se­
guían aumentando su demanda y la de los productos de la siderurgia...
etcétera. Para que no lo olvidemos, perdido en algún punto de esta larga ca­
26 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA

dena: estamos hablando de la modesta máquina de vapor de James Watt


para bombear el agua fuera de los pozos mineros. Esta forma de desarrollo
—en modo alguno una serie lineal, sino una intrincada red de reciprocida­
des— se ha hecho desde entonces propia de la técnica moderna, con un cre­
cimiento exponencial. Generalizando, se puede decir que la moderna tec­
nología aumenta en progresión exponencial el consumo humano de reservas
naturales (sustancias y energía), y no sólo mediante la reproducción del
producto final, los propios bienes de consumo, sino también —y quizá aún
mas— mediante la fabricación y manejo de los recursos mecánicos auxilia­
res, es decir, como autoconsumidora. Y con estos recursos —las máquinas—
se ha introducido una nueva categoría de bienes en los equipamientos de
nuestro mundo. Esto quiere decir que entre los objetos de la tecnología un
género destacado es el del propio equipamiento técnico.
Pronto también los productos finales que llegaban al consumidor deja­
ron de ser los mismos, aunque sirvieran a las mismas viejas necesidade
Tomemos el ejemplo de los viajes: el ferrocarril y el vapor transoceánico
son cualitativamente distintos del coche de posta y el barco de vela, no sólo
en su construcción y capacidad, sino también en la experiencia del viaje
mismo, que en ellos se «siente» de forma completamente distinta v, por
ejemplo, puede llegar a ser un placer en vez de un esfuerzo. Los aviones de­
jan atrás cualquier parecido con anteriores medios de transporte, excepto la
finalidad de ir de aquí allá, pero sin experiencia de lo que hay en medio
(que es sustituida por comidas y proyecciones de películas). Añádase a esto
que la duración de la vida de estos grandes y costosos aparatos no viene de­
terminada en muchos casos por su desgaste real, sino por su «envejeci­
miento» comparativo. Similares comparaciones se pueden establecer entre
el ed icio de ofic inas en acero, hormigón y cristal y las construcciones en
madera, ladrillo y piedra de antaño. Con todos sus subsistemas mecánicos
de iluminación, calefacción, ventilación, ascensores etc., el primero de ellos
se parece a una m áquina que trabaja de forma permanente y de m últi­
ples maneras; y las sustancias naturales de las que están hechos el edificio
y su equipamiento ya no son reconocibles en la extrema transformación del
producto artificial que rodea al habitante.

Química

Este último punto —la transformación de sustancias-- nos servirá


como término clave para mencionar a un género de tecnología algo más jo­
ven que el mecánico (lin de la construcción de máquinas), con el que co­
menzó la Revolución Industrial: el género químico, el primero que es ente­
ramente fruto de la ciencia. Su punto de: partida industrial fueron los
colorantes sintéticos, sustitutivos de sustancias naturales escasas o caras,
cuyas propiedades de uso había que reproducir de la forme más aproxima­
da posible. Lo mismo cabe decir de las fibras textiles sintéticas, pertene­
cientes a una fase posterior de la tecnología química, que hoy sustituyen
tan ampliamente en todas partes a la lana y el algodón de los antes men­
cionados telares de Lancashire Aquí aún se puede, pues, mantener la anti­
P O R Q U É LA T É C N I C A M O D E R N A E S O B J E T O D E LA F I L O S O F Í A 27

gua idea de que el arte «imita» a la naturaleza. Pero con los materiales pe-
troquímicos en general, en cuvo terreno nos hemos adentrado al hablar de
las bras sintéticas, el arte ha avanzado en realidad desde los sucedáneos
hasta la creación de nuevas sustancias, con propiedades que en esa forma
no se dan en ninguna sustancia natural (o en su elaboración tradicional) y
señalan por tanto el camino hacia formas de empleo en las que nadie había
pensado antes, pero cuya posibilidad saca a la palestra nuevas clases de ob­
jetos para su utilización. En la construcción química, es decir, molecular, la
ingeniería humana hace más que en la mecánica que compone sus forma­
ciones a partir de cuerpos naturales de nuestro tamaño: su intervención es
más profunda, hasta las infraestructuras de la materia, cuyas nuevas sus­
tancias se obtienen «por especificación», es decir, con las propiedades de
uso previstas, mediante la reordenación arbitraria de sus moléculas. Y esto,
téngase en cuenta, se hace de manera deductivo-combinatoria desde la
capa más ínnma, el ultimo elemento totalmente analizado, en una autenti­
ca via compositiva una vez agotada la via resolutiva, de forma muy distinta
a las prácticas empíricas largamente empleadas, halladas mediante azar y
experimentación (como la aleación de los metaies desde la Edad de Bronce,
incluso la cerámica, la cocción del pan y la fermentación del vino), con las
que desde siempre se habían modificado las sustancias naturales para uso
humano. La artificialidad o construcción creativa conforme a un diseño abs­
tracto (plan) penetra en lo más íntimo de la materia. Esto apunta, en la biolo­
gía molecular, a nuevas y terribles posibilidades, de las que luego hablaremos.

Las máquinas como bienes de uso

Entretanto las propias maquinas, que como género eran originaria


mente puros «bk-nes de capital», encontraron su camino hacia la estera del
consumidor y se convirtieron en artículos de uso personal, doméstico, aun­
que también directamente económico.*’ Esta innovación sin precedentes en
la historia de la vida individual ha crecido hasta ser una manifestación ma­
siva que lo abarca todo en el mundo occidental. Naturalmente el principal
ejemplo es el automóvil, pero tenemos que añadirle todo el arsenal de apa­
ratos domésticos (en la mayoría de los casos eléctricos) que hoy se han
vuelto mas habituales para el estilo de vida de toda la población que la ca­
lefacción central y el agua comente hace cien años. Estamos cada vez más
«mecanizados» en nuestras actividades y entretenimientos cotidianos, y
cada vez se añaden más cosas nuevas, mientras la escasez de energía no
ponga freno al proceso.
Por su genero estos aparatos, grandes o pequeños, de sde el coche hasta
la maquinilla de aleitar eléctrica, sor «maquinas» en el sentido exacto de

6. El papel directo en la esfera del consum o pei^onal encubre un poco el hecho de que tam ­
bién los aparatos mecánico-autom áticos en apariencia puram ente dom ésticos tienen funciones
económ icas m ás allá de la com odidad privada. Las lavadoras, por ejemplo, sustituyen a los e m ­
pleados dom ésticos de antaño, que a ca m b io aparecen co m o fuerzas de trabajo en la econom ía
general: peiTniten a la esposa una vida laboral propia, ele.
28 T E C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA

que hacen un trabajo transformando energía en movimiento mecánico, y


sus partes móviles pertenecen a la magnitud familiar de nuestro mundo
sensorial. Pero hay otros aparatos técnicos, de un género radicalmente dis­
tinto, que han ganado un lugar en nuestra vida privada y se expanden por
ella: aparatos que no nos ahorran fuerza muscular ni nos quitan trabajo,
que en realidad no hacen ningún «trabajo» en sentido físico, en parte ni si­
quiera tienen una utilidad como fin, sino que (con un m ínim o gasto de
energía), sirven a los sentidos y al espíritu: teléfono, radio, televisión, mag­
netófono, calculadora... todos los ramales domésticos de la industria elec­
trónica, el último recién llegado a la escena tecnológica. Tanto por su pro­
ducción inmaterial, dirigida a la conciencia, como por la física invisible, no
propiamente «mecánica», de su trabajo, estos aparatos se distinguen de
toda la maquinaria macroscópica, físicamente móvil, del tipo clásico.
Antes de ocupamos de esta transición, de grandes consecuencias, de la
técnica energética de la primera Revolución Industrial a la técnica de la trans­
misión de noticias y la información, equiparable casi a una segunda revo­
lución tecnológico-industrial, tenemos que echar un vistazo a su funda­
mento natural: la electricidad.

Electricidad

En el avance de la técnica hacia una artificialidad, abstracción y sutile­


za cada vez mayores, el descubrimiento de la electricidad representa un
paso decisivo. Estamos ante una fuerza universal de la naturaleza, que sin
embargo no se «manifiesta» a los hombres de torma natural. Por sí misma,
sin intervención del hombre, no es un dato de la experiencia normal (ex­
cepto en el rayo). Su mera «manifestación» como tal tuvo que esperar a la
ciencia, que procuró la experiencia mediante ingeniosos dispositivos. Aquí,
pues, una posible tecnología se debía a la ciencia ya para la mera presenta­
ción de su «objeto», de la entidad misma con la que tenía que trabajar: el
primer caso en el que sólo la teoría, no la experiencia habitual, precedía en­
teramente a toda práctica (lo que se repite más adtlante en el caso de la ener
gía nuclear). ¡Y qué entidad! Calor y vapor son objetos familiares a la ex­
periencia sensorial, su energía se puede observar trabajando «físicamente»
en el mundo que nos rodea; la materia de la química sigue siendo la mate­
ria concreta, física, que la humanidad conocía desde siempre. Pero la elec­
tricidad es un objeto abstracto, incorpóreo, inmaterial, invisible; en su for­
ma utilizable, como «corriente», es enteramente un artefacto, producido en
sutil transformación desde formas más burdas de energía (la mayoría de
las veces a partir del calor, a través del movimiento). De hecho su teoría
tuvo que ser completa en lo esencial antes de que pudiera empezar en serio
su utilización practica.

Técnica de transmisión eléctrica de energía

La primera utilización de la electricidad vino con la telegrafía, que va


no formaba parte del reino de la técnica energética aplicada al trabajo. Pero
P O R Q U É LA T É C N I C A M O D E R N A E S O B J E T O D E LA F I L O S O F I A 29

también en su explotación, que comenzó poco después, para el fin ya con­


vencional de impulsar las maquinas (así como para la Droducción térmica
de luz), la naturaleza de la nueva energía era en sí misma revolucionaria.
Su distinción consistía en su movilidad única, la facilidad de su transmi­
sión, transformación y distribución: una realidad inmaterial, sin volumen
ni peso, trasladada instantáneamente a través de cualquier distancia hasta
el punto de consumo. Antes no había existido nada similar en el tratu de los
hombres con la materia, el espacio y el tiempo. Permitió, entre otras cosas,
la mencionada expansión de la mecanización en cada casa. Al mismo tiem­
po, la conexión a una red centralizada hizo la vida privada dependiente
como nunca del continuo funcionamiento de un sistema público (continuo
literalmente: la electricidad no se puede almacenar como el carbón y el pe­
tróleo o como el azúcar y la harina). Pero estaba por venir algo mucho me­
nos ortodoxo aún: el paso de la técnica eléctrica a la «electrónica», de la que
la telegrafía sólo era un precursor y cuya formación en nuestro siglo repre­
senta un nuevo nivel de abstracción en medios y fines. Es la diferencia en­
tre la técnica de la energía y la de la transmisión de noticias. El objeto de
esta última es lo más inasible de todo: la información.

Técnica de transmisión eléctrica de noticias y de información

De forma tanto teórica como práctica, la electrónica representa un ni­


vel en general nuevo en la revolución científico-técnica. Comparado con la
sutileza de su teoría y la finura de su equipamiento, todo lo anterior pare­
ce casi burdo y, por así decirlo, «natural». A manera de ilustración, pién­
sese en los satélites artificiales que circundan la tierra en este momento.
Por una parte, son una imitación oe la mecánica celeste: las leyes de New-
ton, las más conocidas, demostradas finalmente mediante la experimenta­
ción cósmica. ¡La astronomía, durante milenios la más puramente con­
templativa de las ciencias naturales, convertida en arte práctico! Es un
gran logro pero, con todo lo impresionante de las energías y la finura de
los cálculos que aúna en sí, es el aspecto menos interesante de ese nuevo
cuerpo celeste. De todas formas, sigue dentro del campo conceptual y de
prestaciones de la mecánica clásica. Su verdadero interés está en los ins­
trumentos que lo llevan a través del espacio, y en lo que éstos hacen: me­
diciones, registros, análisis, cálculos; en su recibir, elaborar y transmitir
datos abstractos, incluso imágenes completas, a través de distancias cós­
micas... y no hay nada en toda la naturaleza que apuntara ni de lejos al
tipo de cosas que ahora surcan las esferas. La «astronomía práctica», con
la que el hombre imita a la naturaleza, suministra tan sólo el vehículo para
algo distinto, con lo que la supera soberanamente. Su instrumentación
deja atrás, sin comparación posible, a todos los modelos y usos de la natu-

7. Téngase tam b ién en cuenta que en la radiotccnología el m edio de la acción no es m ate­


rial, com o hilos que conducen la corriente, sino el «cam po» electromagnético enteramente in ­
material, es decir, el espacio m ism o. La im agen sim b ólica de «ondas» es el ún ic o eslabón que
resta con las form as del m u n d o de la percepción.
30 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA

raleza conocida. Así, la técnica electrónica crea de hecho un reino de ob­


jetos que no imitan nada, y cuya pura invención añade otro. Y no menos
inventados son los objetivos a los que sirven. La técnica energética y la quí­
mica respondían aún en su mayor parte a las necesidades naturales del ser
humano: alimentación, vestido, vivienda, transporte, etc. La tecnología de
la comunicación responde a necesidades de información y control creadas
únicamente por la civilización misma que hizo posible semejante tecnolo­
gía y para la que se ha hecho imprescindible. La novedad de los medios
produce continuamente fines no menos innovadores y ambos se vuelven
tan necesarios para el funcionamiento de la civilización que los ha produ­
cido como inútiles hubieran sido para cualquiera anterior a ella. Pero con
esta paradoja intrínseca: que precisamente esta civilización amenaza a su
creador con su «superioridad», es decir, por ejemplo, la creciente automa­
tización (un triunfo de la electrónica) lo desplaza de los puestos de traba
jo en los que amaño demostraba su condición humana. Y con la amenaza
de que su sobreexplotación de la naturaleza terrestre pueda alcanzar un
punto de catástrofe.

Biotecnología

Esta frase sería un buen y dramático punto final. Pero todavía no he­
mos llegado al final de nuestro resumen. Otro escalón, quizá el último, de
la revolución tecnológica, podna estar esperando el momento de entrar en
escena. Los anteriores escalones (recorridos aquí sólo parcialmente) se ba­
saban en la física y tenían que ver con aquello que el hombre puede poner
a su servicio de entre 'as existencias de la naturaleza inanimada. (■■Qué ocu­
rre con la biología? ¿Y con el usuario mismo? ¿Estamos quizá en el um ­
bral de una tecnología que se basa en los conocimientos biológicos v nos
brinda una capacidad de manipulación que tiene al hombre mismo D o r
objeto? Con la aparición de la biología molecular y su comprensión de la
programación genética, esto se ha convertido en una posibilidad teórica...
y en una posibilidad moral, mediante la neutralización metafísica del ser
humano. Pero esta neutralización, que sin duda nos permite hacer lo que
queramos, nos niega al mismo tie in D O la guía para saber qué querer. Dado
que la misma teoría de la evolución de la que la genética es una piedra fun­
damental nos ha privado de una imagen válida del ser humano (porque
todo surgió de torma indiferente, por azar y por necesidad), las técnicas
lácticas una vez estén listas, nos encontrarán extrañamente carentes de
preparación para su uso responsable. El antiesencialismo de la teoría do­
minante, eme sólo conoce resultados de facto del azar evolutivo y no esen-
cialidades vál.Jas que les otorguen su sanción, da a nuestro ser una liber­
tad carente de norma. De este modo, la invitación tecnológica de la nueva
microbiología duplica su realizabilidad física y su admisibilidad metafísi­
ca. Suponiendo que el mecanismo genetico haya sido plenamente analiza­
do y su escritura definitivamente descifrada, podemos ponernos a trans­
cribir el texto. Los biologos difieren en sus apreciaciones de lo cercanos
que estamos a esa capacidad; pocos parecen dudar del derecho a su ejerci-
P O R Q U É LA T É C N I C A M O D E R N A E S O B J E T O D E LA F I L O S O F I A 31

cío. Si hay que juzgar por la retórica de sus profetas, la idea de «tomar las
riendas de nuestra propia evolución» es embriagadora incluso para los
hombres de ciencia.

La metafísica desafiada

En cualquier caso, la idea de reelaborar la constitución humana o «di­


señar a nuestros descendientes» ya no es fantástica; todavía está vetada por
un tabú inviolable. Si se produjera esa revolución, si el poder tecnológico
empezara realmente a confeccionar las teclas elementales sobre las que la
vida tendrá que tocar su melodía —quizá la única melodía así en el univer­
so— durante generaciones: entonces, pensar en lo humanamente deseable
y en qué debe determinar la elección —en pocas palabras, pensar en la
«imagen del hombre»— será más imperioso y más apremiante que cual­
quier pensamiento que pueda exigirse a la razón de ios mortales. La filoso­
fía, confesémoslo, está lamentablemente falta de preparación para esta ta­
rea, su primera tarea cósmica.
CAPÍTULO 2

POR OUÉ LA TÉCNICA MODERNA


ES OBJETO DE LA ÉTICA

Dicho de forma muv general, que la ética tiene algo que decir en las
cuestiones relacionadas con la técnica o que la técnica está sometida a con­
sideraciones éticas se desprende del sencillo hecho de que la técnica es un
ejercicio del poder humano, es decir, una forma de actuación, y toda actua­
ción humana está expuesta a su examen moral. Es asimismo un¿i perogru­
llada que el mismo poder puede emplearse tanto para el bien como para el
mal y que en su ejercicio se puedtn observar o infringir normas éticas. La
técnica, como poder humano enormemente incrementado, entra sin duda
alguna dentro de esta verdad general. Pero, ¿constituye un caso especial
que reclama un esfuerzo al pensamiento ético, que es distinto del que se de­
dica a toda acción humana y bastaba para todas sus formas en el pasado?
Mi tesis es que de hecho la técnica moderna constituye un caso nuevo y es­
pecial, y de las razones para ello quisiera alegar cinco que me impresionan
especialmente.

1. A m b i v m .f.ncta d f i .o s f.fe c r o s

En general, toda capacidad «como tal>> o «en sí» es buena, y sólo se


vuelve mala por el abuso de ella. Por ejemplo, es innegablemente bueno
poseer el poder de la palabra, pero malo emplearlo para engañar a otros o
llevarlos hacia su perdición. De ahí que sea plenamente sensato exigir: uti­
liza ese poder, auméntalo, pero no abuses de él. El presupuesto para ello es
que la ética pueda distinguir claramente entre ambos usos, entre el uso co­
rrecto y el erróneo de una y la misma capacidad. Pero, ¿qué ocurre cuan­
do nos movemos en un contexto en el que cualquier uso de la capacidad a
gran escala, por muy buena que sea la intención con que se acomete, lleva
consigo una orientación con efectos crecientes en ultima instancia malos,
Que están inseparablemente unidos a los «buenos» efectos perseguidos y al
aicance de la mano y al final quizá los superen en mucho? Si éste fuera el
caso de la técnica moderna —como suponernos por buenas razones— , en­
tonces el tema del uso moral o inmoral de sus poderes ya no es una cues-
l,on de distinciones cualitativas evidentes por sí mismas y ni siquiera de
atenciones, sino que se pierde en un laberinto de suposiciones cuantitati­
vas sobre consecuencias últimas y tiene que hacer depender su respuesta
^ su aproximación. La dificultad es que no sólo cuando se abusa de la téc-
nP a con mala voluntad, es decir, para malos fines, sino incluso cuando se
34 T É C N I C A , M E D I C I N A Y É TI CA

emplea de buena voluntad para sus fines propios altamente legítimos, tie­
ne un lado amenazador que podría tener la última palabra a largo plazo. Y
el largo plazo está de algún modo inserto en la acción técnica. Mediante la
dinámica interna que así la impulsa, se niega a la técnica el margen de
neutralidad ética en el que sólo hay que preocuparse del rendimiento. El
riesgo de «demasía» siempre está presente en la circunstancia de que el
germen innato del «mal», es decir, lo dañino es alimentado precisamente
por el avance de lo «bueno», es decir, lo útil, y llevado a su madurez. El
riesgo está más en el éxito que en el fracaso... y sin embargo el éxito es pre­
ciso, bajo la presión de las necesidades humanas. Una apropiada ética de
la técnica tiene que entender esta multivalencia interior de la acción téc­
nica.

2. A u t o m a t ic id a d d e la a p l ic a c ió n

En general, la posesión de una capacidad o poder (en individuos o


grupos) no significa su uso. Puede dejarse reposar cuanlo se quiera, listo
para ser empleado, para ponerlo en acción cuando llegue el momento y
por deseo y a discreción del sujeto. La persona con dotes lingüísticas no
tiene que estar hablando sin parar y puede ser incluso totalmente silen­
ciosa. También *odo conocimiento, parece, puede reservarse su aplica­
ción. Sin embargo, esta relación tan clara entre poder y hacer, saber y
aplicación, posesión y ejercicio de un poder no es aplicable al patrimonio
técnico de una sociedad que, como la nuestra, ha fundamentado toda la
configuración de su vida en el trabajo y el esfuerzo por actualizar conti­
nuamente su potencial técnico en el interjuego de todas sus piezas. En
esto el asunto recuerda más bien a la relación entre el poder respirar y el
tener que respirar que entre el poder hablar y hablar. Y en lo que respec­
ta al patrimonio existente en cada momento, se extiende también a cual­
quier crecimiento que tenga: si ésta o aquella posibilidad nueva se abre
(en la mayoría de los casos gracias a la ciencia) y es desarrollada a pe­
queña escala mediante la acción, es propio de ella forzar su aplicación a
gran escala y a una escala cada vez mavor, y hacer de esta aplicación una
necesidad vital permanente. Así a la técnica, que es poder hum ano incre­
mentado en actividad permanente, no sólo se le niega (como hemos mos­
trado arriba) el asilo de la neutralidad ética, sino también la benéfica se­
paración entre posesión y ejercicio del poder. La formación de nuevas
capacidades, que se produce constantemente, pasa de forma continuada
en su expansión a la corriente sanguínea de la acción colectiva, de la que
ya no se puede separar (a no ser mediante una sustitución superior). De
ahí que va la apropiación de nuevas capacidades, toda adic >n al arsenal
de recursos, porga ante los ojos una carga ética, con esa dinamica cono­
cida hasta la saciedad, que de lo contrario sólo pesaría sobre los casos
concretos de su aplicación.
P O R Q U É LA T É C N I C A M O D E R N A E S O B J E T O DE LA É T I C A 35

3 . D i m e n s i o n e s g l o b a l e s d e l i -s p a c i o y e l t i e m p o

Además, hay un aspecto de la pura m ag nitud de la acción y el efecto


que ha alcanzado una im portancia m oral. La d im e nsión y el á m b ito de
actuación de la moderna práctica técnica en su conjunte v en cada una
de sus empresas son de tal calibre que introducen toda una d im ensión a d i­
cional y nueva en el marco de los valores de cálculo éticos, d im e n s ió n
desconocida a todas las formas anteriores de actuación. H ab láb a m o s a n ­
tes de una situación en la que «todo uso de una capacidad a gran escala»
llevaba consigo una orientación con efectos crecientes en ú ltim a in s ta n ­
cia malos. Tenemos que añadir ahora que hoy en día toda ap lica ció n de
una capacidad técnica por parte de la sociedad tao uí el in d iv id u o ya no
cuenta) tiende a crecer hacia la «gran escala». La técnica m o d e rna tie n ­
de íntimamente al uso a gran escala y quizá se vuelva dem asiado grande
para el tam año del escenario en el que se desarrolla — la tierra— , y para
el bien de los actores — les seres hum ano s— . Una cosa es segura: ella y
sus obras se extienden por el planeta; sus efectos a cum ulativo s se exten­
derán posiblemente a lo largo de innum erables generaciones futuras.
Con lo que hacemos aquí y ahora, la m avoría de las veces pensando en
nosotros mismos, influim os m asivam ente sobre la vida de m illon e s de
personas, en otros lugares y en el futuro, que no tiene n voz n i voto al res­
pecto. Hipotecamos !a vida futura a c am b io de ventajas y necesidades a
coito plazo... la m avoría de las veces, necesidades creadas p o r nosotros
mismos. Q uizá no podríam os evitar del todo actuar así o de fo rm a pare­
cida. Pero si ése es el caso, entonces tenemos que tener exquisito c u id a ­
do de hacerlo jugan do lim p io con nuestros descendientes: es decir, de tal
forma que sus posibilidades d t liq u id a r la hipoteca n o estén c o m p ro m e ­
tidas de antem ano. El punto de partida a q u í es que ia inserción de otras
dimensiones, globales y futuras, en nuestras decisiones c o tid ianas, mun-
dano-prácticas, es un a innovación ética con la que la técnica nos ha caí
gado; y la categoría ética que este nuevo hecho saca a la palestra se lla ­
ma responsabilidad. El hecho de que ésta ocupe co m o n u n c a antes el
centro del escenario inaugura un nuevo c ap ítu lo en la h isto ria de la é ti­
ca que refleja las nuevas m agnitudes del poder que la ética tiene que te­
ner en cuenta desde ahora. Las exigencias a la re sp o nsab ilida d crecen
proporcionalmente a los actos del poder.

4. R u p tu r a d p l a n t r o p o c e n t r is m o

Al superar el horizonte de la vecindad espaciotem poral, esa a m p lia c ió n


en los alcances del poder h u m an o rompe el m o n o p o lio antropocéntrico de
la nayoría de los sistemas éticos anteriores, ya sean religiosos o seculares.
Siempre e^a el bien hum an o el que había que promover, los intereses y de­
rechos de los congeneres los que había que respetar, la in ju s tic ia hecha a
e|los la que hcibía que reparar, sus padecim ientos los que h a b ía n de ser an-
V|ados. El objoto de la obligación h u m a n a eran los hom bres, en caso ex­
36 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA

tremo la humanidad, y nada mas en este mundo. (Usualmente el horizon­


te ético tenía unos límites mucho mas estrechos, como por ejemplo el
«amor a tu prójimo».) Nada de esto ha perdido su fuerza vinculante. Pero
ahora la hiostera entera del planeta, con toda su abundancia de especies,
exig^ en su recien revelada vulnerabilidad írente a las excesivas interven­
ciones del hombre, su cuota en la atención que merece todo lo que tiene su
fin en sí mismo, es decir: todo lo vivo. El derecho exclusivo del hombre al
respeto humano y la consideración moral se ha roto exactamente con su
obtención de un poder casi monopolistico sobre todo el resto de la vida.
Como pod^r planetario de primer orden, ya no puede pensar solo en sí
mismo. Sin duda el mandato de no dejar a nuestros descendientes una he­
rencia desolada sigue expresando esta ampliación del campo de visión éti­
co todavía en el sentido de una obligación humana fíente a personas, como
un encarecimiento de la solidaridad interhumana de la supervivencia y del
benefìcio, de la curiosidad, del disfrute y del asombro. Porque una vida ex-
trahumana empobrecida, una naturaleza empobrecida, significa también
una vida humana empobrecida. Pero, bien entendida, la inclusión de la
existencia de la variedad como tai en el bien humano, y por tanto la inclu­
sión de su conservación dentro de las obligaciones del hombre, va más alia
del punto de vista orientado a la utilidad y de todo punto de vista antropo-
cèntrico. Esa visión ampliada vincula el bien humano con la causa de la
vida en su conjunto, en vez de contraponerlo a ella de manera hostil, y
otorga su propio derecho a la vida extrahumana. Su reconocimiento signi­
fica que toda extinción de especies arbitraria e innecesaria se convierte en
crimen en sí misma, totalmente al margen de los consejos en ese sentido
del comprensivo interés propio; y se convierte en una obligación trascen­
dente del hombre proteger el menos reconstruible, el más insus'ituible de
todos los «recursos»: la increíblemente rica dotación genética depositada
por los eones de la evolucion. Es el exceso de poder el que impone a los
hombres esta obligación; y precisamente contra ese poder —es decir, con­
tra sí mismo— es necesaria su protección. Así ocurre que la técnica, esa
obra fríamente pragmática de la astucia humana, situa a los hombres en
un papel que solo ia religión le había atribuido a veces: el de administra­
dor o guardián de la Creación. En tanto la técnica engrandece su poder
hasta el punto en que se vuelve sensiblemente peligrosa para el conjunto
de las tosas, extiende la responsabilidad del hombre al futuro de la vida en
la tierra, que ahora esta expuesta indefensa al abuso de ese poder. Con ello
la responsabilidad humana se vuelve cósmica por primera vez (porque no
sabemos si el universo ha producido antes una cosa igual). La ética me­
dioambiental en sus inicios, que se agita entre nosotros verdaderamente
sin precedentes, es la expresión aún titubeante de esta expansión sin pre­
cedentes de nuestra responsabilidad, que responde por su parte a la ex­
pansión sin precedentes del alcance de nuestros actos Ha hecho taita una
amenaza visible del conjunto, los comienzos de hecho de su destrucción
Dara movernos a descubrir (o a redescubrir) nuestra solidaridad con él: un
pensamiento que avergüenza.
P O R Q U É LA T É C N I C A M O D E R N A E S O B J E T O D E LA É T I C A 37

5 . E L PLANTEAMIENTO DE I.A CUESTIÓN METAFÍSICA

Finalmente, el potencial apocalíptico de la técnica —su capacidad de


poner en riesgo la pervivencia de la especie humana, echar a perder su in­
tegridad genética, modificarla arbitrariamente o incluso destruir las condi­
ciones de la vida superior sobre la tierra— plantea la cuestión metafísica,
con la que la ética nunca se había confrontado antes, a saber: si debe haber
y por qué una humanidad, por qué ha de conservarse al ser humano tal
como la evolución le ha hecho, por qué ha de respetarse su herencia gené­
tica; incluso por qué debe existir la vida. La cuestión no es tan ociosa como
(a lalta de una negación seria de todos estos imperativos) parece, porque la
respuesta a ella es importante para saber cuánto podemos arriesgar admi­
siblemente en nuestras grandes apuestas técnicas y qué riesgos son del todo
inadmisibles. Si existir es un imperativo categórico para la humanidad,
todo juego suicida con esta existencia está categóricamente prohibido, y
habrá que excluir de antemano los desafíos técnicos en los que remota­
mente sea ésa la apuesta.
Éstas son algunas de las razones de por qué la técnica es un caso nuevo
y especial para las consideraciones éticas, incluso un motivo para descen­
der hasta los fundamentos de la ética. Habrá que señalar especialmente al
interjuego de los puntos 1 y 3, de los argumentos de la «ambivalencia» y la
«magnitud». A primera vista, parece fácil distinguir entre técnica benéfica
y nociva, echando simplemente un vistazo a los fines de las herramientas.
Los arados son buenos, las espadas son malas. En la era mesiánica las es­
padas se transformarán en arados. Traducido a la tecnología moderna: las
bombas atómicas son malas, los abonos químicos que ayudan a alimentar
a la humanidad son buenos. Pero aquí salta a la vista el chusco dilema de la
técnica moderna. /Sus «arados» pueden ser a largo plazo tan nocivos como
sus «espadas»! (Y los efectos que surgen «a largo plazo» están, como hemos
dicho, íntimamente ligados al empleo de la técnica moderna.) Pero en este
caso son ellos, los benditos «arados» y sus iguales, el verdadero problema.
Porque podemos dejar la espada en su vaina, pero no el arado en su cobertizo.
Una guerra atómica total sería apocalíptica de un golpe; pero aunque pue­
da producirse en cualquier momento y la pesadilla de esta posibilidad
pueda oscurecer todos nuestros días futuros, no tiene por qué producirse,
porque aquí se encuentra aún la distancia salvadora entre potencialidad y
actualidad, entre la posesión de la herramienta y su uso, y esto nos da la es­
peranza de que el uso será evitado (lo que de hecho es la paradójica finali­
dad de su posesión). Pero hay un sinnúmero de otras cosas, totalmente ca­
rentes de poder, que contienen su propia amenaza apocalíptica y que ahora
y en adelante tenemos sencillamente que hacer para mantenemos a flote.
Mientras el mal hermano Caín —la bomba— yace encadenado en su cueva,
el buen hermano Abel —el pacífico reactor— sigue sin dramatismo deposi­
tando su veneno para futuros milenios. Incluso ahí podríamos quizá en­
contrara tiempo alternativas menos peligrosas para calmarla creciente sed
de energía de una civilización global que ve la desaparición de sus fuentes
convencionales... si la suerte acompaña nuestro serio esfuerzo. Podríamos
38 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

incluso reducir la medida de la voracidad misma v volver a arreglárnoslas


con menos antes de que un agotamiento o contaminación catastróficas del
planeta nos fuerce a algo peor que la abstención. Pero es (por ejemplo) éti­
camente impensable que la técnica biomédica deje de reducir la mortalidad
infantil en los países «subdesarrollados» con elevadas tasas de natal lad.
aunque la miseria, consecuencia de la superpoblación, pueda ser aún peor.
Se podrían aducir otros muchos desaños, originalmente plenos de bendi­
ciones, de la gran tecnología, para ilustrar la dialéctica, el doble filo, de la
mayoiia de estos retos. El punto principal es que precisamente las bendi­
ciones de la técnica, cuanto más dependemos de ellas, contienen la amena­
za de transformarse en una maldición. Su innata tendencia a la desmesura
hace aguda la amenaza. Y está claro que la humanidad se ha vuelto dema­
siado numerosa —gracias a las mismas bendiciones de la técnica— como
para mantener la libertad de volver a una tase «nterior. Sólo puede caminar
hacia adelante, y tiene que obtener de la técnica misma, con una dosis de
moral mode radora, la medicina para su enfermedad. Éste es el eje de una
ética de la técnica.
Estas breves reflexiones deberían mostrar lo estrechamente ligada que
está ia «ambivalencia» de la técnica con su «magnitud», es decir con la
desmesura de sus efectos en el espacio y el tiempo. Qué es «grande» y qué
«pequeño» viene determinado por la finitud de nuestro escenario terres­
tre. un escenario dado, que nunca podemos perder de vista. No se conocen
valores límite precisos de tolerancia para ninguna de las muchas direccio­
nes en las que avanza el expansionismo humano. Pero se sabe lo bastante
como para poder afirmai que algunas dt nuestras cadenas técnicas de ac­
ción —entre ellas las vitales— han alcanzado al menos la magnitud de esos
valores limite, y que otras se les unirán allí si se permite un nuevo creci­
miento al ritmo actual. Los signos advierten aue nos encontramos en la
zona de peligro. Lna vez se haya alcanzado la «masa crítica» en una u otra
direcc'ón, la cosa podra escapársenos de las manos: podría producirse un
acoplamiento de reacción positivo y desencadenar un proceso exponencial
en el que los costes engulleran el beneficio, en un crescendo quizá irrever­
sible. Precisamente esto es lo que tiene que tratar de evitar la responsabi­
lidad a largo plazo Pero como el lado brillanie de los logros técnicos des-
lum bia la vista, ios beneficios proximos corrompen el juicio y las muy
re ales necesidades del presente (por no hablar de sus adicciones) gritan su
prioridad, las exigencias de la posteridad confiadas a esa responsabilidad
se verán en una situación difícil.
En lo que acabamos de decir se habrá hecho visible, junto a la magni­
tud y la ambivalencia, otro rasgo de caracter del síndrome tecnológico que
tiene una importancia ética propia: el elemento cuasi-/brzoso de su avance,
que por así decirlo hipostatiza nuestras propias formas de poder en una es­
pecie de fuerza autónoma de la que nosotros, los que la ejercemos, nos vol­
vemos paradójicamente súbditos. Sin duda el menoscabo de la libertad hu­
mana debido a la cosificación de sus propios actos se ha dado siempre,
tanto en las vidas individuales como, sobre todo, en la historia colectiva. La
humanidad ha estado en parte determinada desde siempre por su propio
P O R O U É LA T É C N I C A M O D E R N A E S O B J E T O D E LA É T I C A 39

pasado, pero éste actuaba en general más en el sentido de un freno que


como una fuerza motriz: el poder del pasado era más bien el de la lentitud
(«tradición») que el del impulso hacia adelante. Sin embargo, las creaciones
de la técnica actúan exactamente en este último sentido y dan con ello a la
enrevesada historia de la libertad y la dependencia humanas un giro nuevo
y cargado de consecuencias. Con cada nuevo paso (= «paso hacia adelan­
te») de la gran técnica estamos ya obligados a dar el siguiente y legamos esa
misma obligación a la posteridad, que finalmente tendrá que pagar la cuen­
ta. Pero incluso sin mirar tan lejos, el elemento tiránico como tal en la téc­
nica actual, que hace de nuestras obras nuestros dueños y nos obliga inclu­
so a reproducirlas, representa un desafío ético en sí mismo... más allá de la
cuestión de lo buenas o malas que sean esas obras en concreto. En aras de
la autonomía humana, de la dignidad que exige, de que nos poseamos a no­
sotros mismos y no nos dejemos poseer por nuestra máquina, tenemos que
poner el galope tecnológico bajo control extratecnológico.
C a p ít u l o 3

EN EL UMBRAL DEL FUTURO:


VALORES DE \YER Y VALORES PARA M \ÑANA

Cuando preguntamos qué valores de ayer son utilizables y siguen sien­


do importantes para el mundo de mañana, estamos preguntando al mismo
tiempo cuáles han envejecido quizá o perdido importancia... pero también,
viceversa, que nuevos valores sacará a la palestra un nuevo mañana. Si no
conocimiento, sí tenemos alguna idea de cómo será el mundo de mañana,
presuponiendo ante todo y sobre todo que será distinto
del de hoy. Hasta
aquí estamos seguros del predominio del cambio como tal a nuestro alre­
dedor, es decir, de la esencia inconfundible del hoy.
Pero para nuestro plan­
teamiento necesitamos más, y lo tenemos, si prolongamos las líneas del
cambio que vemos en marcha. Vamos a decir antes unas cuantas palabras.
Hoy nos vemos en el umbral del mañana, y tenemos más motivo para
ello que en épocas anteriores. Ya ahora, ante nuestros ojos, las energías uni­
versales por las que ascendemos mientras las alimentamos empiezan a tra­
zar el rostro del futuro, lo do tiende hacia adelante, hacia el mañana y el pa­
sado mañan? Naturalmente, éste sólo podemos investigarlo a partir de sus
inicios, de las tendencias legibles del hoy, con mayor o menor probabilidad.
Pero, en algunos rasgos, el futuro que nosotros mismos hemos preparado a
nuestros descendientes (si es que se llega a él) ya está lo bastante presente
como para hacer convincentes ciertas anticipaciones. Hasta las más con­
vincentes son hipotéticas, porque la cláusula rebus sic stantibus
, que en la
predicción física se basta a sí misma dada la uniformidad asegurada de las
leyes de 'a naturaleza, es en la historia una reserva conscientemente ficti­
cia, revocable, a la posibilidad teórica de las proyecciones. Lo inesperado es
la regla, la sorpresa lo que hay que esperar. Aun así, tenemos que pensar el
futuro como si los hilos causales que llevan de nosotros hasta él fueran uni­
formes. Precisamente nuestrohoy, preñado de futuro como está y calcula­
ble en muchas cosas, nos obliga como en ninguna época anterior a ese pre­
decir y pensar hiDotético de las posibilidades
yacentes en su seno. El valor
de tales anticipaciones (y ahí tenemos ya un nuevo
valor) está ligado a que no
son fatalistas, con lo que cortarían nuestra intervención actuante. El que
nosotros actuemos en respuesta a los pronósticos y con ello podamos mo­
dificarlos vuelve a hacerlas «hipotéticas» en un sentido suplementario, más
que meramente gnoseológico: en el sentido de la condición que implican; si
Sede, que las cosas sigan así, es decir, si nosotros
seguimos haciéndolas
c°m o las hacemos ahora. Mediante su retroalirnentación del sujeto teórico
al practico, la predicción misma se vuelve un tactor de su cumplimiento o
refuiación. Está en nosotros — también
en nosotros— hasta qué punto debe
42 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA

ser verdad o no. Esto diferencia las predicciones del ámbito humano-histó­
rico, por su sentido lógico cardinal, de las de las ciencias naturales, por
ejemplo las de la astronomía. Esta diferencia siempre la han pasado por alto,
seguros de sí mismos, los proclamadores de la necesidad universal de la
historia, llámense Spengler, Marx, Comtc o Hegcl, pero todos los actores his­
tóricos, desde siempre, la han, si no reconocido, al menos sentido. La ver­
dad de una profecía histórica sólo podría ponerla realmente a prueba, en
sentido científico, un espíritu contemplativo, no actuante, que mantuviera
en secreto su predicción ante sus objetos, es decir, los sujetos históricos. Su
notificación, tomada públicamente en serio, moviliza la voluntad actuante
en su favor o en su contra, y modifica pues las condiciones causales de su
cálculo, ya sea en su beneficio o en su perjuicio. En el primero de los casos,
el acierto no sería prueba alguna de la corrección originaria de la predic­
ción como consecuencia necesaria de sus fundamentos; en el segundo, el
fallo no sería prueba de su incorrección... mientras en las ciencias natura­
les acierto o fallo significan inequívocamente verificación o no verificación
teórica. Al profeta dogmático de la necesidad histórica, la vanidad humana
o un inconsecuente querer «echar una mano» le impiden mantener el se­
creto, único que mantendría su experimento teóricamente puro, y así la tesis
de la necesidad no se prueba nunca (por no hablar de la falta de repetibili-
dad, que también forma parte de la puesta a prueba). En cambio, a los pre-
dictores hipotéticos que dicen: así puedeocurrir, y están interesados en el
resultado de manera no fatalista, su conciencia les impide proclamar su
punto de vista como estímulo o advertencia, para fomentar o impedir lo
visto, y la mayoría lo hacen hoy, de esta forma, no para tener razón, sino
para equivocarse. Precisamente por eso, y porque con el aumento del poder
humano las posibilidades se hacen tan extremas, la proyección del futuro a
largo plazo, hipotética, científicamente fundada y en lo posible global (y
que no es menos cierta por ser hipotética), quizá sea el primer nuevo
valor
a ejercitar hoy para el mundo de mañana, al que nada se puede parangonar
en el mundo de ayer.
Tras estas observaciones introductorias, ya deslizadas antes in medias
res, queremos seguir ordenadamente los distintos aspectos de nuestra pre­
gunta por los valores permanentes, los envejecidos y los nuevos. No quiero
agobiar al lector ni a mí mismo con el intento de definir estrictamente el
concepto de «valor», y menos aún con la cuestión filosófica, ardientemente
discutida, de si los valores tienen un motivo sólo subjetivo o también uno
objetivo que los legitima y hace vinculantes. Para entendemos, por el mo­
mento basta con decir que los «valores» son ideas de lo bueno, correcto y
perseguible, que salen al encuentro de nuestros instintos y deseos, con los que
bien podrían conciliarse, con una cierta autoridad, con la pretensión de
que se les reconozca como vinculantes y por tanto se les «deba» acoger en
la voluntad, pretensión o al menos respeto propio. Dejaremos a un lado si
esto expresa más que la fuerza psicológica de valores histórico-culturales-
comunales que han conformado de jacto
nuestro pensamiento y sentimien­
to, o si esa pretcnsión puede demostrar tener su fundamento en la razón.
Suponemos sencillamente su vigencialáctica, es decir, el reconocimiento de
VALORJ ES D E A Y K R Y V A L O R E S PARA M A Ñ A N A 43

ciertas normas en la subjetividad individual y colectiva, y preguntamos de


manera pragmática cuáles de ellas necesita
para sí la vida en el futuro im a­
ginado. La quaestio juris propiamente dicha: si hay realmente algo así como
una norma válida en sí misma —entre ellas también la aquí presupuesta de
que el futuro después de nosotros, es decir el mundo de mañana, nos
con­
cierne desde el punto de vista ético— , conduce a la metafísica, que sólo to­
caremos para terminar.
Diremos pues primero algo sobre valores que se mantienen válidos en
cualquier futuro imaginable que siga siendo humano. Por lo demás, en lo
sucesivo sólo se hablará de valores como fundamentos de determinación de
la actuación, y no, por ejemplo, de valores estéticos, principalmente aplica­
bles a la contemplación: de ellos cabe esperar, sumariamente (y no hay ra­
zón para dudar de ello), que el arte y el sentido de la belleza no desaparez­
can nunca de la vida de nuestros descendientes. En lo que concierne a los
valores prácticos, se expresan en la costumbre, la moralidad y el derecho, y
con este último, naturalmente, también en la política. Hay ahí un espectro
que va desde lo enteramente privado a lo eminentemente público, aspecto
éste que nunca está del todo ausente, porque en la sociedad todo compor­
tamiento es visto y comentado, recientemente incluso el más íntimo, con la
desaparición del pudor. Nos encontramos pues ante la « costumbre
», que
entre los que llamamos «valores» o normas es el menos codificado y con-
ceptualizado, pero soporta y penetra todos los demás. De forma premoral y
prejurídica, regula la vida en común mediante su canon, que se comunica
de manera osmótica, de qué se hace y qué no se hace, qué se dice y qué no
se dice, qué se enseña y qué se oculta. Desde lo enteramente externo de las
formas de trato («modales») hasta el tacto, íntimamente fundado (que sin
duda no se puede ordenar, pero en el que sí se puede educar en alguna me­
dida), éste es el ceremonial acumulado de la «inmediatez», la costumbre vi­
gente sin discusión, la condición previa del trato civilizado, es decir, preci­
samente «educado». Su lormalismo automáticamente vigilado por una
censura tanto interna como externa, a menudo arbitrario, asegura con su
estilización del comportamiento general el margen interpersonal neutral
dentro del que son posibles las verdaderas relaciones personales electivas.
Y no menos importante es el poder de la costumbre como cimiento huma-
nizador, también para el espacio político-público. Porque aunque la mayo­
ría de sus normas concretas tienen poco que ver con la moral propiamen­
te dicha, es decir, con la bondad de la persona, y también una pequeña
parte de ella (por ejemplo las ofensas al honor) llega hasta el campo de la
sanción jurídica, sin embargo esta aparienciaimpuesta a la cruda «verdad»,
incluso la hipocresía ritualizada que hay en ella, actúa como el imprescin­
dible lubricante que suaviza los roces internos de la infraestructura del me­
canismo social, los roces en la capa básica interpersonal, lo bastante como
para permitir a sus miembros acceder a la esfera pública, suprapersonal, y
a sus responsabilidades colectivas. En estas superestructuras, con sus divi­
siones, solidaridades y conflictos organizados, ya no reinan el uso y la cos­
tumbre, sino reglas de juego político-jurídicas de un tipo muy distinto, más
racional y conscientemente negociado, que sin embargo no podrían fun­
44 TÉCNICA, MEDICINA y é t i c a

cionar sin una cierta paz —precisamente la paz de la «cortesía»— en la capa


básica individual. Así que el valor de la costumbre —aunque no necesa­
riamente el de una costumbre en particular—■es tan importante para el
mundo del mañana como para cualquiera de los mundos de ayer, y no ha­
ría falta que perdiéramos el tiempo hablando de eso si entre el ayer y el ma­
ñana no estuviera el hoy, con su disolución de la costumbre. Los apóstoles
vulgarizadores de un saber desenmascarador la desacreditan tildándola de
limitación de la libertad personal, y su ostentosa inobservancia disfruta del
prestigio de una osadía emancipatoria, que culmina la Ilustración. En este
desprecio de la convención entra la antes mencionada desaparición del pudor,
que ha afectado en más o en menos a todo el mundo occidental y se ador­
na con el nombre de realismo, contrapuesto al de fingimiento. Lo que se les
escapa a sus joviales abogados es la realidad de que la eliminación de la re­
serva amenaza la integridad de la esfera pública no menos que la privada,
que ambas sólo pueden prosperar en la separación y se echan a perder m u­
tuamente cuando se mezclan. Que la exhibición de lo privadísimo, tanto es­
piritual como físico, destruye la intimidad de lo privado, está claro sin más.
Pero igualmente cierto, aunque no tan manifiesto, es que su penetración en
el espacio público destruye su carácter suprapersonal, que le permite la
prerrogativa de la objetividad, que es esencial a él. La amenaza es nueva,
porque nunca antes ha habido un instrumento de indiscreción pública, ma­
nejado con placer por ambas partes (en lugar del instrumento privado del
cotilleo), como el moderno sistema de comunicación electrónico, que lleva
el dormitorio (y el sofá del psicoanalista) a cada salón. Ambas partes, la pú­
blica y la privada, han de ser protegidas de sí mismas, cada una en aras de
sí y de la otra. Así pues, de manera en apariencia paradójica, es una obliga­
ción pública proteger a lo privado (junto con lo privadísimo, raptado a la
autocensura del pudor) del insistente voyeurismo de los medios de comuni­
cación pública, es decir, reavivar contra ellos las antiguas inhibiciones.
Aquí acecha uno de los riesgos más sutiles —muy distinto de los físicos—
de la civilización tecnológica, tan sutil en sus medios y tan vulgar en sus
efectos. En el conglomerado cada vez más denso de masas atomizadas,
amorfas, perdida la cohesión de las costumbres de sus grupos originarios,
cuyo acceso a lo general viene facilitado por estos canales, podría ocurrir
que nos convirtiéramos en salvajes tecnológico-electrónicos. El canadiense
de Rousseau, «que no conocía la superficial cortesía europea», citado en el
famoso poema de Seume del siglo xvui, era «mejor persona» («nosotros los
salvajes somos mejores personas»), no en tanto que «más salvaje», que no
lo era en absoluto, sino todo lo contrario, porque estaba más firmemente
enraizado en la costumbre de la tribu —su «superficial cortesía»— , que le
decía cómo se trata a un extranjero y a un invitado. Todas las sociedades
«primitivas» están altamente ritualizadas en lo referente al comportamien­
to formal, y en esto el hurón era superior al semiasilvestrado europeo colo­
nial, que en el Nuevo Mundo había perdido demasiado del viejo barniz. Mi­
rando al mundo del mañana, nosotros los «europeos» tenemos que temer
en sentido amplio convertimos en los primeros bárbaros civilizados com­
pletamente salvajes. En la costumbre pues, en la más vulnerable base de los
V A I . O R E S D E A Y E R Y V A L O R E S PARA M A Ñ A N A 45

valores, por ser la menos gobernable, tenemos un valor que sin duda no es
nuevo, pero sí necesitado de renovación, para el mundo del mañana, un va­
lor que necesitamos especialmente por razones de las que hablaré más ade­
lante. Si se puede hacer algo en esa dirección, y cómo, es naturalmente una
cuestión distinta, que asimismo dejo para después.
Con la aparición de una posible tarea para la responsabilidad y la más
amplia pregunta, implícita en ella, de hasta qué punto podemos permitir­
nos mañana la permisiva sociedad de hoy, hemos pasado de mores a mora-
lia, de la costumbre a la moralidad y sus obligaciones, y nos acercamos al
mismo tiempo a las exigencias más concretas del futuro tecnológico. Tam­
bién aquí tenemos que distinguir entre lo privado y lo público, entre la es­
fera individual y la colectiva. Naturalmente a nivel individual, en el trato
directo de hombre a hombre, siguen en vigor los antiguos mandatos y vir­
tudes. En las situaciones interhumanas nunca faltará ocasión para la justi­
cia, la bondad y la lealtad, y su posesión como postura permanente, así
como su ejercicio juicioso caso por caso, siempre representará un valor que
ninguna sociedad quiere echar de menos ni puede sustituir por la mera
coacción jurídica. Tampoco queremos perder su ejemplo visible en la ima­
gen del hombre, al que podamos mirar en épocas oscuras, cuando la fe en
que el ser humano merece la pena sea sometida a duras pruebas. Sí, nece­
sitamos algo más que las virtudes mínimas, sin las que no se puede funcio­
nar ni en las épocas más normales y que se pueden exigir a cualquier per­
sona. Pero los tiempos más oscuros son aquellos en los que no se puede
hacer ni esto, porque la simple decencia requiere un inusual sentido del sa­
crificio o valor, y su mantenimiento se convierte en una brillante excepción
en la marea de la miseria general. Es espantoso que el justo sólo pueda ser­
lo en calidad de mártir. Hemos visto que nunca faltan del todo esos testi­
monios en los que uno expía por incontables, y les debemos el no dudar del
ser humano. Pero como debemos influir —y ése es el mejor sentido del «pro­
greso»— en que las épocas oscuras sean cada vez menores y no se llegue a
las horribles, preferimos no contar las virtudes heroicas entre los valores
del mundo del mañana.
Con ello estamos en la esfera suprapersonal, pública, donde los «tiem­
pos», tanto buenos como malos, se preparan, y donde, sobre todo, el pro­
greso que acabamos de invocar se encuentra en su casa. De éste sabemos
ahora —sólo ahora— que su rostro es el de Jano. Los mismos medios con
los que promete eliminar la miseria del Tercer Mundo y acrecentar el bie­
nestar material de toda la humanidad, en crecimiento gracias a él — los
medios de la técnica agresiva— , amenazan, precisamente con sus éxitos a
corto plazo, con conducir a una devastación medioambiental quizá irreme­
diable a largo plazo. Es más la eficacia demasiado grande que la demasia­
do pequeña de los recursos la que tenemos que temer, a nuestro poder más
que a nuestra impotencia. Y el cumplimiento continuo espacio-temporal en
cada caso de la promesa de progreso en una sucesión de buenos tiempos
podría llevar el camino del destino a su desembocadura global y final en el
más espantoso de todos los tiempos. A esto se añade que lo externamente
bueno ya se puede comprar al precio de una devastación interior del ser hu­
46 T E C N I C A , M E D I C I N A y ÉTI CA

mano que quizá no sena menos irreparable que la del medio ambiente,
pero sin duda, como ésta, sería un precio demasiado elevado por las bendi­
ciones que el progreso técnico puede reportar en su propia moneda. Antes
de entrar en cómo esta perspectiva, con su potencial apocaíípi co, repercu­
te en la determinación de los valores para el mañana que ha\ que anunciar
y que conciernen sobre todo a la conducta colectiva, podemos decir algo so­
bre la influencia que la situación pública en curso de modificación tiene ya
ahora sobre el papel de los antiguos valores de la ética individual.
Tomemos dos ejemplos bien conocidos. El primero es la «beneficen­
cia», el alivio de la miseria ajene que en el judaismo era un mandato (Miz-
wah) para todos y en el cristianismo, baio el nombre de caridad, de amor
activo, se contaba entre las virtudes cardinales, incluso estaba a su cabeza,
pero, sin sanción religiosa, era considerada en general como una obliga­
ción honoraria del feliz frente al desdichado cuya observancia, por lo me­
nos en la costumbre de dar limosnas en las sociedades premoderras, debía
si no a su conciencia, sí a su buen nombre. La misma compasión para con
el sufrimiento estaba considerada un adorno del alma en la imagen del
hombre, cuya falta nadie gustaba de contesar. Ayudar a los fatigados y ago­
biados. dar de comer a los hambrientos, cuidar a los enfermos y moribun­
dos... eran virtudes a un tiempo personalísimas y socialmente meritorias,
que no se pueden eliminar, como modelos de conducta como «modelos de
rol», del sistema de valores de las sociedades anteriores. Ahora bien, todo el
mundo sabe que en el Estado moderno la mayoría de esas acth idades han
sido sustraídas al sentimiento y la acción personales y transferidas al siste­
ma público de bienestar. La aportación voluntaria ha sido sustituida por un
impuesto, la iniciativa privada por la institución oficial . y, por parte del re­
ceptor, la esperanza en la correspondiente caridad por el derecho a unos
servicios permanentes públicamente garantizados. Tenemos todas las razo­
nes para saludai esa evolución, > podemos esperar que siga cre< íendo. He
aquí pues un caso en el que el progreso público, con su objetivización de las
funciones, supera en cierto modo el papel de la ética individual. Natural­
mente, la compasión y la solidaridad siguen manteniendo su valor interior
y nunca carecerán de ocasiones personales de ser aplicadas. Pero en tanto
el Estado hace suyas las antiguas obras de misericordia, que con ello dejan
de ser obras de misericordia, la beneficencia tendrá un valor reducido entre
los valores del mundo del mañana, comparado con el de ayer; incluso eso
es lo que tiene que desear, dado que jamás podría desear la oportunidad de
tener que ser ejercida, es decir: la miseria ajena. Y si algo esperamos del pro­
greso técnico es una mejor cobertura de las necesidades humanas basicas,
es decir, una disminución de la necesidad física. Añadamos que en el m un­
do del mañana la solidaridad ya no sólo sera ejercida de persona a persona
y desde el Estado a sus ciudadanos, sino también de nación a nación, por
lo que en vez de la nobleza (aue apenas se puede esperar entre colectivos)
el interés bien enteudido de todos los tripulantes de un solo barco será base
suficiente y ojalá que también motivo eticaz. Hablaremos después de esta
expansión de un antiguo valor a un objeto tan amplio.
Mi segundo ejemplo es el de la bravura bélica, exactamente opuesto a la
V A L O R E S D E A Y E R Y V A L O R E S PARA MANIAN \ 47

compasión y la beneficencia. Indiscutiblemente un valor de alto rango en el


pasado, apenas tiene espacio en la imagen de un futuro que haya do ser du­
radero. No hace falta gastar muchas palabras al respecto. Debido al desa­
rrollo de la técnica beiica, la evitación de la guerra será en sí misma una
cuestión de supervivencia de la humanidad; e incluso en aquellos conflic­
tos armados que se detengan ante los recursos extremos, la bravura perso­
nal tendrá poco que hacer frente al decisivo pode r de la técnica impersonal.
Aquí, pues, un valor se ha vuelto obsoleto en el doble sentido de que la hu­
manidad va no puede permitirse la ocasión para su actualización y de que
incluso si lo hiciera, la ocasión para él resulta remota. Aun así, sigue sien­
do válido que el valor en general y el valor físico en particular seguirá siendo
valioso en sí mismo y seguirá encontrando oportunidades, de las que la co-
tidianeidad civil tampoco carece. Salvar a un niño de morir en una casa en
llamas no vale menos que el heroísmo militar. .Pero estas ocasiones ocurren
y no están, como la guerra, organizadas voluntariamente.
Éste es el momento de deslizar la observación de que nuestra conside­
ración acerca del «envejecimiento» de ciertos valores a lo largo del tiempo
no tiene nada que ver con la tan traída v llevada tesis de la relatividad de los
valores. Los valores en sí mismos son intransformables: la misericordia es,
de una vez por todas, mejor que la dureza de corazon, la biavura mejor que
la cobardía. No podemos desear su desaparición ni negar su carácter de vir­
tudes. Pero tienen sus épocas, y bien podemos desear que sus motivos de­
saparezcan, que las circunstancias las hagan innecesarias. Incluso ellas
mismas tienen que desearlo. Porque son (ésta es la segunda observación al
margen) virtudes de emergencia, que no podrían desear su condición, es de­
cir: la situación de emergencia a la que salen al paso. Eliminarla, y con ello
a sí mismas, es su verdadero destino. Como va decía Aristóteles, hacemos
la guerra para tener la paz Tampoco la generosidad quiere ver eternizada la
escasez paia tener un objeto para ella. Incluso la justicia, en su iorma más
impresionante de la lucha contra la injusticia y en favor del derecho infrin­
gido o fallido, aspira en última instancia a un orden en el que se vuelva su-
perflua como especial virtud por lo menos como virtud militante, que tie­
ne que enderezar lo torcido.
Con esto llegamos a la idea, que nos lleva al corazón de nuestro tema,
de que detrás de las virtudes de emergencia v de las obligaciones que cum­
plen de vez en cuando se abre la obligación, mucho más amplia, de cuidar
de que haya una situación gl«,bal que, si es posible, no deje que se llegue a
las situaciones de emergencia, pero sobre todo prevea esa amenaza integral
a la que ninguna virtud podría va salir al paso. Esto nos conduce plena­
mente de la esfera personal a la suprapeisonal, pública y al mismo tiempo
a la cuestión de que valores —viejos o nuevos— tendrán una especial im ­
portancia positiva para el mundo del mañana como empresa global.
El primero de ellos ya se mencionó en la introducción: el valor de la m á­
xima información sobre las consecuencias de nuestro actuar colectivo. El
sentido de «maxima» inclu/e aquí la cient.ificidad de la deducción apareja­
da a la viveza de la imaginación, porque sólo con tal saturación de can lad
abstracta con calidad concreta podrá lo que se sabe desde hace mucho ob­
48 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

tener la fuerza para codeterminar nuestra conducta, tan poderosamente


dominada por los intereses del ahora... que es en lo que consiste precisa­
mente el valor de esa información, ¿Qué hay de nuevo en esto? Lo nuevo es
ver lo que está lejos y contraponerlo a lo tan apremiantemente cercano, que
pronto se va a producir. Pensar las consecuencias ha sido desde siempre
parte de la acción planificadora, que tiene la elección entre alternativas,
pero el margen de la previsión era coito, en consonancia con la proximidad
de los objetivos al alcance de nuestro poder; por regla general, es decir en
los casos típicos predominantes, se podía buscar apoyo en la experiencia
pasada, pero por le demás darse por satisfecho con adivinar la salida apro­
ximada, ejecutar lo mejor posible lo que se tenia entre manos y asumir el
destino incierto. Esto era lo adecuado a la modesta magnitud de las em­
presas humanas que en un orden global permanente de las cosas podían
dejar en manos del futuro el solucionar de forma similar las tareas de su
momento. Esto es precisamente lo que ha cambiado de forma radical. La
magnitud causal de las empresas humanas ha crecido inconmensurablemen­
te bajo el signo de la técnica; lo carente de procedimiento se ha convertido
en regla y la analogía con la experiencia anterior ha dejado de ser comne-
tente; los efectos a largo plazo son calculables, pero también contradicto­
rios; ya no se puede construir sobre las fuerzas regeneradoras del conjunto
que nuestra acción arrastra consigo; las gentes del futuro ya no se pueden
suponer como situadas en similar situación de partida. Con la gran técnica
nos hemos apuntado a la frase de que el mundo de mañana no será similar
ai de ayer. Para que la diferencia no sea de tipo ominoso, el conocimiento
previo tiene que intentar alcanzar a nuestro poder, que se le ha escapado de
las manos, y someter sus objetivos proximos a la crítica de las repercusio­
nes a largo niazo. Así pues, la nueva ciencia (o arte) de la futurologia, que
nos permite ver los efectos a largo plazo, será en esta forma y función un
nueve valor para el mundo del mañana. No sirve, como las ciencias natu­
rales, en las que se apoya, para aumentar nuestro ooder, sino para vigilarlo
y protegerlo de sí mismo... en última instancia pues, para obtener poder
sobre el poder antes surgido de las ciencias naturales. Sólo podra hacerlo si
lo que sabe, es decir, lo que muestra como posible o probable, se experi­
menta en foima de visión, de manera que produzca en nosotros el senti­
miento adecuado que mueve a la acción. Mediante esta vinculación con el
sentimiento que responde a un futuro estado del hombre, esta previsión
contr )uirá a humanizar los conocimientos científico-técnicos, que al ex­
trapolar al futuro tendrá que fundir con un conocimiento del ser humano.
El sentimiento adecuado del que hablamos es en gran medida el temor.
Así que también éste gana un nuevo valor. Antes de escaso prestigio éntre­
las emociones, considerado una debilidad de los miedosos- ahora ha de ser
honrado y su cultivo convertirse en obligación ética. Sí: nosotros los pode­
rosos, conscientes de nuestro poder de hoy, tenemos que ponernos preme­
ditada y autoeducativamente en el lugar de aquel «que salió a aprender lo
que era el miedo»: pero un miedo de nuevo cuño. Y ello porque, aparte del
actual temor a la catástrofe de una guerra atómica para nosotros mismos,
lo terrible después y para los aún no nacidos es lo que debe sumirnos en el
V A L O R E S D E A Y E R Y V A L O R E S PARA M A Ñ A N A 49

espanto. Esto sólo podrá hacerlo 'a más viva fantasía si nos identificamos
con esos seres humanos del futuro... y esto ya no es un acto de fantasía,
sino de moral y del sentido de la responsabilidad que en ella tiene su ori­
gen. Bajo el signo de nuestro poder, se sitúa a la cabeza de todos los valo­
res; su objeto se convierte en el mayor de los imaginables, incluso jamás
pensados como objeto práctico, salvo en la escatología religiosa: el futuro
de la humanidad. La responsabilidad sobre él que por primera vez nos
afecta es lo que convierte el verdadero temor en obligación y ejercicio dia
rio para nosotros. De ello se desprende más de una revalorización de valo­
res anteriores.
Antes se decía: «El que no arriesga no gana», y se ensalzaba al arriesga­
do mientras se despreciaba un poco al cauteloso. Para el individuo y en su
estera, esto puede seguir teniendo validez. Pero para la mavoría —que al
principio del desafío tecnológico aún pudo seguir pensando de forma pare­
cida y durante una buena temporada pudo preciarse del beneficio obteni­
do— , dada la enorme dimensión de lo que entretanto esta en juego y por lo
que nuestros descendientes tendrán que pagar un día, la cautela se ha con­
vertido en virtud superior, ante la cual retrocede el valor de la osadía, más
bien se transforma incluso en el no valor de la irresponsabilidad.
¿Cómo se practica la cautela que recientemente nos impone la respon­
sabilidad? En última instancia, más allá de toda prueba de riesgo concreta
de esta o aquella empresa, en una nueva hum ildad en los objetivos, en las
expectativas y en el modo de vida. Fn lo que concierne a las pruebas de ries­
go concretas, en El principio de responsabilidad propuse, al intentar una
«heurística del temor», una regla fundamental para el tratamiento de la in-
certidumbre: in dubio pro malo --en caso de duda, piesta oídos al peor pro­
nostico antes que al mejor, porque las apuestas se han vuelto demasiado
elevadas como para jugar. En muchas cosas estamos ya en medio de la ya
nada incierta zona de peligro, donde la nueva humildad ya no es sólo cosa
de cautela previsora, sino clara urgencia. Para detener el saqueo, la depau­
peración de especies y la contaminación del planeta que están desarrollán­
dose a toda marcha, para prevenir un agotamiento de sus reservas, incluso
un cambio insano del clima mundial causado por el hombre, es precisa una
nueva austeridad en nuestros hábitos de consumo.
«Austeridad»: estaríamos pues ante un valor bien antiguo, y sólo re­
cientemente pasado de moda. Continencia (continentia) y moderación (tem­
peran lia) fueron durante largas épocas de Occidente virtudes obligadas de
la persona, y la «gula» está escrita con mayúsculas en el catálogo eclesiás­
tico de vicios. Ambos eran, bien entendidos, valores y defectos morales en
sí mismos, es decir, para bien y para mal del alma, que por inducción de la
concupiscencia y de lo corporal pierde nobleza. La consideración de la es­
casez v de lo que uno se puede permitir es secundaria al lado de esto. (Sin
duda en el caso de1ahorro representa un papel diferente.) Incluso allá don­
de la autonegación no era exactamente una condición de la curación del
alma (sobre lo que, en su anatomía de los «ideales ascéticos», Nietzsche
tuvo algunas cosas que decir, no precisamente halagüeñas), una cierta aus­
teridad era de todos modos el signo de una existencia superior. La austeri­
50 T É C N I C A , M E D I C I N A Y f.TlCA

dad que ahora se vuelve a reclamar no tiene nada que vei con esto ni con la
perfección personal, aunque como éxito secundario también hahría que sa­
ludar este aspecto. La austeridad se exige con vistas al mantenimiento de
las existencias de la tierra; es pues una faceta de la ética de la responsabili­
dad para con el futuro. Con lo que menos tiene que ver es con la escasez
existente. Ai contrario, ha de predicarse en una situación en la que la «gula»
en el más amplio sentido del consumismo no sólo se ve favorecida por una
riqueza de bienes exuberante y accesible a todos, sino que como celoso y
omnívoro consumo del producto interior bruto se ha convertido en una co­
laboradora necesaria y meritoria en la marcha de la moderna sociedad in­
dustrial. que proporciona al mismo tiempo a sus miembros los ingresos
para disfrutarla. Todo esta orientado a este circuito de producción y consu­
mo: en la publicidad se incita, acicatea, atrae al consumo de manera ince­
sante. La «gula» como virtud, incluso como obligación socioeconomica, es
en verdad algo históricamente nuevo en el actual momento del mundo oc­
cidental. Frente a estas coacciones y estímulos, este clima de indulgencia
general v su posibilidad material, hay que alzar el grito aún más nuevo en
favor de la austeridad, de una renovada austeridad. Su sentido, como he­
mos visto, no es en sí el relomo a un viejo ideal, sino la instauración de un
ideal nuevo que se le parece en su manifestación. ¿Oué expectativas tiene
este grito de abrirse paso antes de que la escasez que se avecina nos fuerce
a algo mucho peor?
Está el camino del consenso voluntario y el de la coacción legal. F1 pri­
mero, preferible con mucho, pero que ya no puede contar con el poder de
la religión, sólo será transitable si la deseada conducta de renuncia es ele­
vada a norma social por el poder de la costumbre, a la que el individuo se
atenga en »u conjunto incluso sin examinar su sentido ft de mudo habitual,
por el hecho mismo de que tendría que avergonzarse ante sus congéneres si
la infringiera. Volvemos a topar con la costumbre i con el mas tuerte de sus
bastiones, la vergüenza... y de hecho el moderno vértigo del consumo tiene
en sí algo de desvergonzado. Confieso que no soy optimista respecto a se­
mejante reforma de las costumbres, que en cierto modo desde abajo con­
vierta una austeridad digna en un valor social involuntariamente activo an­
tes de que sea demasiado tarde para ello v sólo quede la indigna alternativa
del despilfarradc r empobrecido. El otro camino para prevenir esto seria la
imposición temporal de austeridad desde arriba, mediante la ley pública y
sus sanciones. Tampoco eso tiene buenas expectativas en el procedimiento
de votación democrática, que está ampliamente dominado por intereses y
circunstancias actuales v dilícilmente se puede profetizar mientras no hava
una carencia que este ahí. Asi que la necesaria legislación tendría que pro­
ducirse de forma autoritaria, como parte de un orden político modificado,
lo üue habría que lamentar en nombre de la libertad. De todas formas ésta
no funciona bien cuando a los poderes púb'icos les incumbe la prescripción
e i ispección del comportamiento privado; y es preferible no pensar en el
sistema de espionaje y delación, favorecimiento y rodeo, mentalidad de
mercacio negro, etc., que tan fácilmente se crearía. De esta dificultad de la
bertad en el mundo del mañana, y de que --como por otra parte siempre,
V A L O R E S D E A Y E R Y V A L O R E S PARA M A Ñ A N A 51
pero entonces especialmente— en realidad sólo sería posible si pudiera
confiar su autorrestricción a la censura de la costumbre, diremos aún al­
guna cosa al final.
Antes hay que añadir algo más al tema de la moderación. Hasta ahora
la hemos entendido como moderación en el consumo, y podíamos enlazar
con la virtud premoderna, claramente tradicional, de la contención. Pero
pisamos un terreno completamente nuevo si pasamos del freno en el con­
sumo al freno en las capacidades y los logros, a frenar el impulso hacia la
acción. ¿Quién hubiera recomendado nunca, en nombre del interés gene­
ral, «moderación» en la aspiración a las maximas prestaciones humanas?
Era una virtud hacer lo que se podía, superar lo bueno con lo mejor, acre­
centar todas las capacidades, hacer cada vez más cosas y mas grandes.
Pero, ¿deberemos — podremos— en el futuro seguir avanzando hacia esos
máx.rnos logros? ¿Hacia el máximo, por ejemplo, de prolongación de la
vida? ¿Hacia el cambio genético? ¿Hacia la conducción psicológica de la
conducta? ¿En la producción industrial y agraria? ¿En la explotación de los
tesoros naturales? ¿En el incremento de toda eficiencia técnica? Sin entrar
en detalles, podemos expresar la sospecha general de que en muchos luga­
res la contención se puede convertir en un mandato e incluso el aumento
del rendimiento no seguirá siendo un valor incuestionable por no hablar de
las dimensiones de su empleo. Que el freno del consumo lleva consigo el
freno de la producción, que se adapta a la demanda, es algo evidente. Pero
nuestra pregunta y nuestra sospecha van más allá de tales obviedades. Po­
ner límites y saber mantenerlos incluso en aquello de lo que con razón es­
tamos más otgullosoz puede ser un valor completamente nuevo en el m un­
do del manana. Quizá tengamos que avanzar del comedimiento en el uso
del poder, que siempre fue aconsejable, al comedimiento en la adquisición del
poder. Porque en todas partes se alcanzan puntos en los que la posesión del po­
der lleva consigo la tentación casi irresistible de emplearlo, pero las conse­
cuencias de su uso pueden ser peligrosas, ruinosas, cuando menos comple­
tamente imprevisibles. Por eso, sería mejor no poseer siquiera el poder
aludido. Poder decir: sí, aquí podríamos seguir avanzando, alcanzar aún
más, pero renunciamos a ello, lo que muy bien puede ser una virtud crítica
en el crítico juego de azar del futuro. Tal renuncia es dolorosa para el espí­
ritu creador, y el elogio de la virtud no le consuela. Antes puede consolarse
con que las heridas abiertas por la técnica pueden ser curadas por una téc­
nica aún mejor, y por tanto el esfuerzo para seguir superándose, para al­
canzar nuevas máximas prestaciones en la adquisición de capacidades, no
puede detenerse nunca, precisamente por los dobles efectos de la técnica.
En pocas palabras: el progreso técnico es necesario ya para la corrección de
sus propios efectos. Esto es cierto, pero no suspende el consejo de la con­
tención; sólo lo diferencia. Porque no todas las heridas son curables, al
gunas son básicamente incurables, e incluso más allá de ellas, entre los
efectos nocivos amenazadores de la gran lécntca hay aquellos que siguen
avanzando por sí mismos y que ninguna técnica puede va detener, y no d'
gamos curar. No es admisible contar con futuros milagros de \ í técnica
para permitirse empezar por ser audaces; y tampoco se puede construí!
52 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA

masiado sobre la capacidad del ser humano para frenar a tiempo el ejerci­
cio del poder aprendido un día. Por lo demás, se entiende que la eventual
política de renuncia aquí aludida es selectiva ya en la invención. Comienza
por los objetivos que no son necesarios. Los irrenunciables siguen siendo
bastantes como para seguir ocupando creativamente al ingenio técnico tan­
to en el perfeccionamiento como en la corrección y eliminación.
Pero confesemos que la modestia —a diferencia de aquello a lo que hay
que renunciar— no es un valor que entusiasme, y su arte es difícil de apren­
der. Incluso ejercerla en una sociedad fragmentada es casi imposible para
las autoridades responsables, que se ven obligadas a temer que el otro haga
lo que uno deja de hacer. Por eso la superación de esa fragmentación, la
creación de una humanidad de algún modo unida —que al fin y al cabo es
el único sujeto de actuación adecuado para lo que le atañe como conjun­
to— , es uno de los objetivos más apremiantes para el mundo del mañana.
Porque todas las renuncias de que hablamos son exigibles en aras de la
hum anidad, an as i rada como un todo — nolens o vnlens— al desafío tecno­
lógico y sus riesgos. «¡La humanidad entera!» Bien, éste es un objeto exce­
sivo, casi inaprehensible en su falta de rostro, que por eso no insufla fácil­
mente entusiasmo. Entregarse a algo mayor y más amplio y sacrificarse por
ello no es algo extraño al ser humano. Un buen ejemplo del pasado es el del
patriotismo. Comparativamente sentirlo es tácil porque la propia nación
por numerosa \extensa que sea, es concreta en su representación, los lazos
con ella son de múltiple intimidad, lingüística, cultural, histórica, estatal, y
el enemigo que despierta en caaa momento el sentimiento nacional es ex­
terior y hace de pronto nítida y clara la por lo demás difusa «propiedad» de
la propia nación. En cambio es difícil sentir preocupación por la humani
dad, porque es abstracta, en su mayoría ajena en más de un sentido, y el
enemigo que la anu naza es interior, concretamente las propias costumbies
y aspiraciones, entre ellas la mía. Lo difícil que lo tiene el conjunto frente a
las particularidades, mucho más vivas, lo muestra la experiencia hasta el
momento ae las Naciones Unidas.
Si por tanto, como afirmamos, la responsabilidad frente al conjunto es
el valor principal para el mundo del nianana, el valor complementario a él
e« un vivo sentido de su objeto, precisamente <;el conjunto», la humanidad
como tal. Así pues, despertar, mantener, incluso fundamentar un senti­
miento de «la humanidad» es una importantísima tarca educativa e intelec­
tual para el mundo del mañana. Sin fundamento en la razón, este senti­
miento por lo de mas lejano y un tanto artificial no puede afirmarse frente
a los estímulos, más espontáneos, de solidaridades y egoísmos cercanos.
Para decirlo directamente, hay que dudar de que el individuo pueda salir
adelante sin las solidaridades y «sentimientos de conjumo» más próximos,
es decir, sin la nación. La causa supranacional de la humanidad sería prác­
ticamente rnsostenible si tuviera como condición la negación de lo más
próximo, y el intento de forzarla solamente podría llevar al desastre... uno
de los cuales sería comprometer precisamente la idea de la propia causa de
la humanidad. Su voz tiene que ser oida pues respetando la de los particu­
lares, para obtener de ellos su consentím nto a ella como la causa supre­
V A LO R KS DK AYER Y V A L O R E S PARA MAÑANA 53

ma. Para eso tendrá que poder apoyarse en algo más que el interés bien en­
tendido de los Estados, que en todo caso podría bastar para e1mero mante­
nimiento de la paz, es decir, la evitación de la guen-a entre ellos. El riesgo
para el futuro, lo hemos visto, tiene un amplio suelo, parte de la conducta
cotidiana misma dentro de los Estados del mundo tecnificado, que puede
muy bien avanzar sin freno hacia una paz mundial que quizá contenga el
temor inmediato por el propio presente. Esta cotidianeidad impulsada poi
la fuerza de la costumbre, que por sí y por ahora no está sometida a ningún
dictado del terror, sólo puede más allá de todo presente en apariencia ino­
cente. salir al paso del íntimamente reconocido y sentido deseo de un futu­
ro humano global sobre la tierra y aquellos que lo han reconocido y han
reconocido el riesgo que corre tienen que conv ertirse en sus portavoces in­
cansables... tan incansables como esa misma cotidianeidad amenazadora.
Por aué el género humano nos plantea esta pretensión suprema, por en­
cima de todos los particularismos, es una pregunta sin duda justificada, a
la que hay que dar respuesta. Quisiera que aún se pudiera volver para ello
a la doctrina bíblica de que el hombre —no éste o aquel, sino «el» hombre
como tal, del que deriva todo lo demás— ha sido creado «a imagen de
Dios». Hay que trabajar en ver con qué sustituir esta respuesta ligada a la
fe. Desde el punto de vista puramente biológico, no hay la menor razón por
la que una parte de la especie //<nno sapiens no pueda matar o hacer matar
a otras partes, siempre que esa parte se mantenga. Biológicamente, incluso
no habría nada que objetar a la extinción de la especie... no sería la prime­
ra, ni sin duda la ultima en la historia de la vida. Sentimos que en el caso
del hombre las cosas son de otra manera: sobre todo, que él y lo que ha he­
cho no pueden desaparecer. Este sentimiento tendrá que demostrar que es
cierto para no sucumbir con demasiada facilidad a las acusaciones de la su­
puesta irrevocabilidad del destino. Igual que, con Schopenhauer, del «infa­
me optimismo», tenemos que cuidamos también del inlame pesimismo y
fatalismo, que disculpan dejar las manos en el regazo. Tenemos que saber
que el ser humano debe ser. Elevar ese sentimiento ya encontrado a conoci­
miento sólo será posible mediante un renovado saber de la esencia del
hombre y de su posición en el universo, que nos diga lo que se puede admi­
tir en el futuro estado del hombre y lo que hay que evitar a toda costa. Cre­
ar bases para un saber así por encima de lo insondable y dar así a la exi­
gencia de solidaridad humana, y especialmente a la obligación para con el
futuro lejano, una autoridad que ninguna consideración pragmático-utili­
taria puede darle por sí sola... ésa sería una tarea para la metafísica, caída
en el descrédito filosófico, a la que también habría que contar entre los va­
lores para el mundo del mañana.
Tras este vuelo hacia regiones trascendentes, en el que seguro que algún
lector no se ha sentido del todo cómodo, volvemos, para terminar, a la pro­
blemática pegada al suelo de la libertad en el mundo del mañana. Entre las
renuncias que nos impondrá está inevitablemente la renuncia a la libertad
que se hará necesaria en proporción al crecimiento de nuestro poder y sus
riesgos de autodestracción. Los controles que tal poder requiere, en manos
tan poco fiables como las nuestras, no pueden por menos que poner estríe-
54 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

tos límites a la arbitrariedad también en lo individual; y junto con los liber­


tinajes ya no tolerables de un capitalismo desenfrenado v sus excesos de
consumo, también algunas libertades que noj son queridas, personales y
comunales, podrían caer víctimas de la agudizada condition humaine. Al­
guno sentirá la tentación de decir que la libertad tuvo su momento. Sin
duda se convertirá en una cuestión importante cuanto de su lujo podemos
seguir permitiéndonos, v con el aumento de la crisis aparecerá el fantasma
de la tiranía. Tendremos que aceptarlo como escapatoria salvadora, porque
siempre será mejor que la extinción. Pero pensemos que para la disciplina
impuesta existe la alternativa de la autodisciplina. Ha sido desde siempre el
precio de la libertad, que sólo ha podido prosperar sobre el telón de fondo
de una costumbre fuerte y vinculante, mediante la renuncia a la licencia,
mediante la autolimitación voluntaria.1Está en nosotros evitar la necesidad
de la tiranía, tomando nuestras riendas y volviendo a ser estrictos con no­
sotros mismos. Un sacrificio voluntario de la libertad ahora puede salvar lo
principal de ella para después. Como todos somos cómplices del sistema,
en tanto consumimos los frutos de su rapiña, todos —cada uno de noso­
tros— podemos hacer algo para cambiar el rumbo de su amenaza, modifi­
cando en esto v aquello nuestra forma de vida... colaborando por ejemplo
en la rehabilitación de la autodisciplina en sí. En ultima instancia, la causa
de la humanidad se impulsará desde abajo y no desde arriba. Las grandes
decisiones visibles, para bien o para mal, se tomarán (o se dejarán de tomar)
a nivel político. Pero todos podemos preparar invisiblemente el suelo para
ellas empezando por nosotros mismos. El principio, como en todo lo bueno
y correcto, es aquí y ahora.

1. Véase la sabia frase de E d m u n d Burkc: «U na sociedad no puede existir si no se sitúa en


algún lugar un poder que controle la voluntad y los apetitos, y cuanto m enos de él haya dentro
m ás tiene que haber fuera. Está establecido en la constitución eterna de las cosas que los h o m ­
bres de m ente ¡ntemperada no pueden ser libres. Sus pasiones forjan sus grilletes».
C apítulo 4

CIENCIA SIN VALORES Y RESPONSABILIDAD:


¿AUTOCENSURA DE LA INVESTIGACIÓN?

La pregunta es: ¿tiene responsabilidad el investigador sobre sus investi­


gaciones? ¿Puede hacerse culpable de ellas? ¿Puede evitar esa culpa? Des­
de hace algún tiempo, tales cuestiones han empezado a asediar la concien­
cia, antaño tan buena, de los científicos de la naturaleza. ¿Qué podría
satisfacer más a una buena conciencia que la búsqueda de la verdad? ¿Y
qué objeto más legítimo de búsqueda de la verdad que la naturaleza? Pero
Robert Oppenheimer dijo después de Hiroshima: el científico natural ha
trabado conocimiento con el pecado. Se refería a la física nuclear y a su co­
laboración en la bomba atómica. Desde entonces la alteración de la paz de
la conciencia se ha extendido también a otras ramas de la investigación en
ciencias naturales. Por lo menos la cuestión de una responsabilidad ligada
a la propia acción ha penetrado en los protegidos campos de la investiga­
ción natural v le es planteada también desde fuera, desde una opinión pú­
blica amplia e inquieta. El filósofo también puede participar en las refle­
xiones al respecto. Sin duda no está mejor cualificado que cualquier otro
para responder a la cuestión más ardiente en la práctica: cómo una res­
ponsabilidad abstracta puede concretarse en una especie de «política cien­
tífica»; pero con su arsenal puede acometer cuestiones previas y básicas
como la de cuál es en última instancia la relación entre la ciencia y la esfe­
ra de los valores... si están separadas o se penetran mutuamente en el co­
nocimiento de las cosas. Una aclaración así del entorno podría no carecer
del todo de utilidad para el trato con la cuestión que nos apremia. Las si­
guientes consideraciones sólo quieren tener esa humilde posición auxiliar.
Empezaremos por decir algo para aclarar los conceptos: «responsabili­
dad» no es lo mismo que «obligación», sino un caso especial de ella. La
obligación puede subvacer a una conducta misma, la responsabilidad va
más allá de ella, tiene una referencia externa. Por ejemplo en la investiga­
ción se da la obligación interna de ser «estricto»: llevarla a cabo concien­
zudamente conforme a las vigentes reglas de hallazgo de la verdad v fuerza
probatoria, no permitirse cortocircuitos en el procedimiento, no favorecer
en la evaluación el resultado que se desea, etc. Esto queda, por así decirlo,
«en la familia», forma parte del ethos propio de la ciencia, v su fiel obser­
vancia no significa en realidad otra cosa que el ser un buen científico y no
uno malo.
Pero precisamente el buen científico en este sentido, es decir, el que tie­
ne éxito y por tanto influencia, puede encontrarse sometido a responsabili­
dades que van más allá de su trabajo interno de hallar la verdad v afectan a
56 T É C N I C A , MF. DI CI NA Y ÉTICA

su repercusión en el mundo. Tales repercusiones están ya incluidas en su


mayoría en la investigación científica, en forma de utilización práctica final
de sus resultados. Se averigua cómo lo «hace» la naturaleza y entonces se
puede hacer algo con ella. Esto es sin duda así, por ejemplo, en la química,
que incluye en su ejecución un «hacer», a diferencia por ejemplo de la cos­
mología y la astrofísica, que no hacen nada a su objeto, no quieren nada de
él, le dejan estar tal cual es, y se dan por satisfechas con el examen teórico
del universo en su pasado, su presente y su —en absoluto influible— futuro.
En todo caso, la astrofísica no sería posible sin la química física, que proce­
de de forma muy actuante, y así incluso aquí el interés puramente contem­
plativo se sirve del trato activo con la materia. Hoy en día, casi por doquier
en las ciencias naturales el interés teórico y el práctico se mezclan indisolu­
blemente (piénsese en la física nuclear o en la biología nuclear); sobre todo
en la vida cotidiana de la investigación —se podría decir de la industria de la
investigación, que tan a menudo es investigación industrial— la búsqueda
de finalidades prácticas domina de antemano, en tanto que plantea las tareas
al científico. De este modo, aquel que las resuelve se convierte en apéndice
de quienes utilizan su solución. ¿Se hace así corresponsable de la forma de
esa utilización, que ya no está en sus manos? ¿Debe la previsibilidad de cier­
tos usos y sus consecuencias ser un motivo para él para no aceptar ciertas
tareas, es decir, omitir ciertas investigaciones? ¿O debe mantener en secreto
sus resultados? Esto sería casi sin duda inútil, porque el individuo no puede
fiar en todos los demás que trabajan en el mismo problema en el resto del
mundo. Pero además, a este ejercicio negativo de la responsabilidad que el
investigador se asigna se contrapone la obligación positiva de la misma res­
ponsabilidad: servir con la investigación a fines benéficos, promotores de la
vida, quizá peligrosamente necesarios. Y entonces se plantea la bien conoci­
da e ineludible situación de que un mismo resultado científico, un mismo
conocimiento obtenido de él, es aplicable tanto para la utilidad como para el
daño, tanto para el bien como para el mal... que todo poder es poder para
ambas cosas y a menudo provoca ambas sin la voluntad de quien lo ejerce,
incluso en el mismo uso. Dado ese doble rostro del poder y el excesivo ta­
maño que suele adoptar en la técnica moderna... ¿habría que renunciar a él
y a acrecentarlo, es decir, a la obtención de nuevo poder? Pero no podemos
hacer eso, porque lo necesitamos para promover los asuntos humanos. Ne­
cesitamos incluso su continuo progreso para superar en cada momento las
consecuencias negativas de sí mismo, es decir, de su uso hasta la fecha. Es­
tamos pues sometidos a cierta presión, aunque no sea una presión absoluta,
que excluya toda libertad de elección. En todo caso, es demasiado tarde para
plantear la pregunta que ya Prometeo hubiera podido plantear: si el poder
de la técnica no es demasiado grande para el hombre, para la medida de su
fiabilidad y sabiduría, demasiado grande quizá también para las dimensio­
nes de nuestro planeta y su vulnerable biosfera. Ningún maestro puede de­
volver al armario la escoba del aprendiz de brujo. Pero el temor previsor po­
dría hacer algo para refrenarlo.
Sin duda, el investigador concreto se siente agobiado por la posible su­
bestimación de las consecuencias de su acción. Y sin embargo, son preci-
CIENCIA SIN VALORES Y RESPONSABILID AD 57

sámente esas consecuencias las que estipulan una responsabilidad. Pero ya


no es tampoco el investigador individual el que persigue nuevas verdades
aislado en su cuarto de estudio o en su laboratorio, sino que el individuo es
parte de un colectivo investigador, en su propia especialidad y en el contex­
to de las especialidades, y quizá se pudiera confiar a ese colectivo la capa­
cidad, por ejemplo mediante organismos electos, de hallar la proporción de
bendición y maldición en las secuelas previsibles de determinados proyec­
tos de investigación, y tomar después decisiones sobre su admisión o prohi­
bición. Pero como las consecuencias imaginables están en el ámbito extra-
científico y conciernen al resto de la sociedad, a veces incluso a la humanidad
y a su futuro, y por tanto su valoración supera la competencia específica del
científico, esos organismos tendrían que contar también con profanos de
todos los ámbitos de la vida. Si se piensa en un corte representativo de la
sociedad, habrá que pensar también lo fácil, quizá lo inevitablemente que
un organismo semejante degenera en campo de batalla de los intereses in­
dividuales en litigio, es decir, que la tan necesaria amplitud de miras, inte­
gral y desinteresada, se frustraría. Así que tendría que tratarse de un verda­
dero «consejo de sabios», como los filósofos gobernantes del «Estado» de
Platón... una concepción utópica en sí misma, e irreal incluso si, contra
toda probabilidad, se diera en algún sitio una cosa así. Porque dado que los
problemas son múltiples y globales, el Estado correspondiente tendría que
ser un Estado mundial: de otro modo, hasta los esclarecidos sabios en su
tierra de nadie, en la que disfrutan de autoridad, se encontrarían bajo la
presión de lo que se hace en otra parte. ¿Quién quiere quedarse atrás y
quién, si lo quisiera, podría imponerlo a sus mandantes? Los que lo acon­
sejaran pronto serían depuestos. Pienso en cuestiones económico-indus­
triales, ecológicas y militares.
Hasta aquí, y de forma muy incompleta, hemos presentado la dificultad
práctica del tema «investigación y responsabilidad», que bien podría de­
sanimar. Carezco de respuestas; habría que buscarlas esencialmente en el
campo político, que no es asunto mío y además, como hemos dicho, lleva
fácilmente a lo utópico. Pero como no podemos permitirnos un aplaza­
miento a lo utópico porque las cosas están ya quemándonos los dedos, ha­
brá que empezar por algún sitio y plantear la cuestión de una autocensura
de la ciencia bajo el signo de la responsabilidad.
Para ello sería precisa una toma de conciencia de todo el aparato insti­
tucional, que de hecho ha empezado con las mencionadas cuestiones de
conciencia entre los investigadores. Podría venirle bien una aclaración crí­
tica de la autocomprensión de las ciencias.
Para dar un par de pasos en ese terreno, extraigo de la autocomprensión
tradicional, casi oficial, de la ciencia dos convicciones que quizá estén ne­
cesitadas de una revisión. Una es la de la carencia de valores de la ciencia,
excepción hecha naturalmente del valor de la verdad en sí y de la búsqueda
de ella; la otra, la del derecho a la libertad incondicionada de esta búsque­
da, es decir, de la investigación. Ambas tienen un carácter casi de profesión
de fe; dependen de algún modo la una de la otra y su discusión no es iireJe-
vante para el concepto de una ciencia responsable. Primero, pues, algo so-
58 t e c n ic a , m e d ic in a y é t ic a

bre la llamada «libertad de la ciencia respecto a los valores». A la «libertad


de investigación» le dedicaremos después un análisis aparte.
La tesis de la carencia de valores de la ciencia puede ser entendida en
un doble sentido, y habitualmente ambos sentidos confluyen en el uso de la
expresión. Pero son diferentes y han de ser evaluados de forma distinta. De
ahí que no carezca de importancia el distinguirlos.
El primer sentido es una obligación dirigida al científico, un imperati­
vo: mantén tus propios valores o inclinaciones personales al margen de la
investigación del objeto, no lo veas como querrías que fuera, sino como es;
sé un observador imparcial y neutral... en una palabra: sé objetivo.
El otro sentido es una afirmación sobre el objeto de conocimiento mis­
mo: por sí, en su propio sentido, es neutral fí ente a los valores, está «libre
de valores» o es indiíerente a ellos, y como tal tiene que verlo la ciencia.
Más allá de la admonición a eliminar la subjetividad valorativa en aras de
la objetividad, se produce aquí un juicio sobre la naturaleza de la cosa mis­
ma, incluso un juicio general sobre la naturaleza de las cosas.
La una es una postura metodológica, que debe permitir que la verdad
del objeto sea la única en tomar la palabra; la otra es ya una tesis ontologi­
ca precisamente sobre aquella verdad del objeto: la de que no conoce algo
así como diferencias entre los valores. Esta tesis ontològica a su vez inclu­
ye una epistemológica-conceptual sobre el estatus del valor, a saber, que tie­
ne su sede exclusivamente en los sujetos humanos valoradores, se proyecta
desde ellos sobre las cosas y no puede tener en ningún sentido su asiento en
las cosas en sí: sólo nos pertenece de forma subjetiva, no al ser objetivo de las
cosas. En este doble sentido, pues, se supone que la ciencia está libre de va­
lores: metodológica y ontològicamente, abarcando «ontològico», aparte del
ser de las cosas, también el ser del valor, es decir, conteniendo tanto una
teoría natural como, en contraposición a ella, una teoría axiológica.
Empecemos por la indiferencia a los valores de la naturaleza. Dice que
para ella no existe la diferencia entre «bueno» y «malo», sino sólo hechos
regidos por una necesidad causal. El proceso de esta necesidad no tiene
meta más allá de cada resultado de su desarrollo, que lleva al siguiente
conforme a las mismas leyes constantes, etcétera. Ninguno de ellos está
señalado como algo en lo que se completa un devenir, que llega a un ser de
validez propia: todos son solamente puntos de cruce de un caminar en sí
mismo ciego y continuo. La única dirección inmanente al proceso es la en­
tropía, con cuya maximización todo desemboca en la indiferencia diná­
mica, en lo contrarío de todo algo determinado, en la nada del equilibrio
general.
Este cuadro tuvo como resultado que en los comienzos de la moderna
ciencia natural, en el siglo xvn, se separara el concepto de causas finales de
la contemplación de la naturaleza. La teleología sufrió un anatema formal
que reza: ninguna cosa anterior se hace en aras de una posterior, en la que
alcanza sus fines, sino que lo posterior sigue tan sólo a la necesidad indi­
ferente causada por el azar desde la s condiciones previas existentes. Lo de­
terminativo sólo es el de dónde, el vis a tergo, no un adonde. Las leyes na­
turales, como leyes formales de de s a iT o llo , no tienen relación con el contenido
CIE N CIA SIN VALORES Y R E SPO N SA B IL ID A D 59

resultante de su régimen. Como carente de finalidad, este régimen —y lo


que produce— también carece de sentido. El «sentido» se lo damos noso­
tros. Sólo para nosotros existe el estímulo del futuro; para la naturaleza no
existe más que el impulso del pasado. Pero si la naturaleza no tiene fines,
tampoco puede errarlos, es decir, en ella no existe la distinción entre cum ­
plimiento y fracaso, mejor y peor, de valor superior e inferior: por tanto,
tampoco la de objetos más o menos dignos.
De aquí se desprenden dos importantes consecuencias. La primera es
que no se puede pecar contra una naturaleza de tal modo indiferente en sí
misma, se le puede hacer todo, hacer todo con ella, sin hacerse culpable
ante ella: una bienvenida carta blanca para el poder tecnológico, que no ne­
cesita respetar ninguna formación natural ni ningún estado natural como
sancionado por la naturaleza. La segunda conclusión es el abismo insalva­
ble que se abre entre ser y deber. De la naturaleza, el mero «lo que es», el
hombre no puede tomar normas de comportamiento, excepto reglas de as­
tucia que no comprometen realmente. No puede anclar sus valores en un
ser objetivo, sino que tiene que producirlos a partir de su subjetividad y fi­
jarlos de manera arbitraria. No se alza sobre base alguna, sino que tiene
que tirar de su propia trenza hacia la esfera ficticia de los valores. ¿Y de
dónde salen éstos? ¿Cómo llega el hombre a sus fines? Bueno, de forma no
distinta de la de los animales, a partir de sus instintos y motores, igual que
la selección natural, a su vez un proceso natural neutral y carente de valo­
res, que sólo pregunta por su efecto externo y no por su valor interior que
lo ha erradicado: por instinto de supervivencia y miedo a la muerte, por ins­
tinto sexual y reproductorio, ansia de placer, ansia de poder, gusto por los
adornos, por impulso social y todos los demás que pueda haber, y entre
ellos también: por ansia de saber. Pero todos ellos sólo están sancionados
por el éxito evolucionario de la supervivencia. También ellos son un pro­
ducto del «azar y la necesidad»: también ellos son sólo un «es», y no un
«debe» en sí, aunque puedan estar guarnecidos por nosotros, con fines de
mayor fuerza psicológica, con ese carácter de un deber... a su vez un pecu­
liar truco de la mecánica de la selección. Así que también el hombre, como
producto de la naturaleza, está inserto en la reducción científica a la cate­
goría de objeto neutral en materia de valores. Tanto más despreocupada­
mente puede tratar consigo mismo.
Pero, ¿no surge la sospecha — para pasar ahora del informe a la críti­
ca— de que la imagen reduccionista de una naturaleza sin finalidades, que
la ciencia se ha preparado con tan bien ponderados fines de conocimiento,
está hecha a la medida de un determinado modelo de conocimiento, pero
no es toda la verdad sobre la naturaleza, sino tan sólo una visión artificial­
mente pergeñada? La sospecha no es infundada, porque esa naturaleza ca­
rente de intereses hace brotar de sí el fenómeno del interés en seres vivos
con sentimientos y aspiraciones, las finalidades a partir de su falta de fina­
lidad, todo el lujo de la subjetividad, en el que se manifiestan interés y fi­
nalidad, aunque desde puntos de vista puramente físicos la naturaleza ex­
terna del cuerpo hubiera salido muy bien adelante sin su dimensión
interior: porque hasta los organismos más complicados, hasta los supre-
60 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA

mámente cerebrales, podrían ser autómatas cibernéticos carentes de suje­


to. A ellos no les importa nada en su funcionamiento, simplemente funcio­
nan. Pero al ser humano, y también a los animales, en su ser siempre les
importa algo, y ante todo el ser mismo (por utilizar términos de Heidegger)
Este excedente, físicamente prescindible, ha surgido de la naturaleza: así
que no puede serle del todo ajeno, tiene que estar predispuesta para ello.
Una naturaleza que finalmente- tras interminable preparación, era capaz de
subjetividad no puede ser la mera naturale/.a de la física. ¿No es más fácil
sospechar que en ella misma actuaba un interés, que el interés se presenta­
ba en el mundo, se hacía valer, tomaba conciencia de sí mismo? ¿No es la
existencia del propio físico, y lo que experimenta en sí mismo, una contri­
bución a la imagen de la naturaleza? Estamos ante la paradoja de que las
ciencias naturales no se pueden situar a sí mismas en su imagen del m un­
do, no pueden explicar su propio hecho a partir de ella. Pero, al mismo
tiempo, la teoría de la evolución ha cerrado la escapatoria hacia un dualis­
mo cartesiano (o de otro tipo), según el cual el espíritu humano sería único
frente a toda la naturaleza. Conforme al mero principio de la continuidad,
que estatuye la idea de su procedencia, el ser humano tiene que imputar su
propio ser, junto con la interioridad que en él se encuentra, a la naturaleza,
de cuya historia surgió gradualmente y cuya potencialidad al respecto no
puede haber sido enteramente pasiva. Este conocimiento de una más pro­
funda causalidad no modificará sin duda la metodología que lleva por de­
lante el investigador natural: es la herramienta para su fin definido. Pero
todo lo que se sabe tiene que respaldar el método con la conciencia de lo
parcial, abstraído del conjunto, y completar a su través su producto previa­
mente filtrado. Por consiguiente, aunque en toda explicación causal indivi­
dual el esquema natural reduccionista conserva su razón, tras ella hay que
intuir para el conjunto una secreta orientación que apuntaba a algo, una
pretensión en la que importaba algo. Pero si el ser humano está facultado
para ver, en su ansia de conocimiento y en su esfuerzo por alcanzar la mo­
ralidad, una culminación de esta tendencia immanente a la naturaleza —y
ello no por vanidad, sino conforme a criterios de los propios niveles reco­
nocidos de la vida, que encuentra en la naturaleza como estaciones de una
evolución— , con ello se ve sometido a una obligación de ser, como manda­
tario por así decirlo de una voluntad de la naturaleza. Antaño fue de hecho
un grito liberador: ¡El emperador está desnudo! La desnudez abrió el ca­
mino hacia la resuelta anatomía. Hoy es tiempo de que el analista de la me­
cánica devuelva su propio misterio al estado de las cosas; y la luz que de­
vuelve su percepción de sí misma a la naturaleza, su creadora, devolverá a
la que antaño fue desnudada por ella sus ropas de honor, para que pueda
infundir respeto... y el respeto es lo que puede señar de apoyo a la respon­
sabilidad en el uso del poder sobre la naturaleza debido al conocimiento.
Hasta aquí, pues, el dogma de la naturaleza neutral en sus valores y el
abismo que de ello se deriva entre ser y deber, un dogma al que se puede
contraponer una relación de obligación para con una naturaleza plena­
mente apreciada. Ésta incluirla la obligación de la integridad del ser hu­
mano en el futuro, es decir, la responsabilidad por el mismo. De ella se des­
CI E N C IA SIN VALORES Y R E S P O N S A B IL ID A D 61

prendería que el hombre no puede tratar con descuido ni con el mundo de


la vida extrahumana ni consigo mismo: que aparte de la libertad de uso
también está la obligación de conservar... incluso con independencia de la
consideración sobrio-utilitaria de que con un enlomo depauperado el hom­
bre está serrando la rama en la que se sienta.
Pero en lo que concierne a la libertad axiológica metodológicamente im ­
puesta de la ciencia, como simple obligación de ser objetiva, es decir, de de­
jar hablar solo al objeto y no a las preferencias subjetivas a la hora de esta­
blecer su conocimiento, este imperativo se mantiene en vigor, incluso
después de la revisión de la supuesta libertad ontològica, y está asegurado
como tal por el propio procedimiento reductivo. Pero la «objetividad am
pliada» de la que hablábamos puede volver a abrirse a la aspiración axioló­
gica de las cosas y hacerle más justicia de lo que el método analítico-reduc-
tivo podía por sí solo. En todo caso, el riesgo de arbitrariedad subjetiva está
presente en cuanto se abandona el terreno seguro de la cantidad mensura­
ble y se tiene en cuenta la calidad «dada» de una forma completamente dis­
tinta, que sólo se desprende de la visión personal. Pero este riesgo inevita­
ble no anula la idea de que hay algo que evaluar y que es posible esforzarse
por hacer una valoración correcta, objetiva. Nadie podrá osar salir im pu­
nemente de la protección de la ascesis en relación a los juicios de valor;
pero son las cosas, y no la autoindulgencia del sujeto, las que promueven el
desafío. No quiero decir mas aquí sobre este tema, altamente controvertido
desde el punto de vista filosofico.
Sin embargo, sí puedo señalar un hecho psicológico completamente al
margen de la controversia ontológico-epistemologica, que merece mención
porque en él se expresa, de forma involuntariamente vaiorati va, la subjeti­
vidad del científico natural, y más allá de todos los puntos de vista da testi­
monio del objeto de conocimiento, aunque conforme a uno de esos puntos
de vista éste deba ser mudo en sí mismo. Es el hecho de que hasta la más
neutral, sobria y escueta explicación causal de las cosas se puede unir muy
bien, como demuestra la experiencia, con la admiración por la finura, la su­
tileza, la riqueza y la belleza de formas de la naturaleza, con el asombro
ante la insospechada complejidad de su organización morfológica y fun­
cional, que se manifiesta precisamente a la penetración analítica en el caso
concreto, aparentemente sencillo. Se puede decir que válidamente esto sólo
dice algo del hombre, y no de la naturaleza... como decía Kant: que es un
uso del juicio que no vincula a la razón en la teoría del objeto. Pero incluso
de forma no dogmática puede influir en la actitud hacia él, de manera que
desde este lado cuasiestético (sin duda subjetivo) —al margen del lado es­
peculativo de que hablamos antes, en el que el investigador entrará a dis­
gusto— , puede surgir el respeto ante el conjunto cuyo funcionamiento se
observa. Y con él el respeto por el valor propio de lo reconocido. En este
sentido, ni la más estricta y analítica cientificidad tiene por qué estar «libre
de valores».
En todo lo que llevamos dicho, siempre hemos tenido en el punto de
mira a las ciencias naturales, que —por lo menos desde la aparición del po­
sitivismo lógico— se han convertido en modelo ideal de toda cientificidad.
62 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

Queremos rozar aún de manera fugaz la cuestión de la «libertad de valores»


en las ciencias humanas. Al respecto recordaremos aue desde las ciencias
sociales, por boca de Max Wcber, se reclamaba expresamente esa libertad,
que en las ciencias naturales por así decirlo se entiende por sí misma, per» i que
aquí había que recalcar. Porque mientras en la naturaleza se puede ne^ar
que haya por sí mismo un lugar para los valores, o en iodo caso se puede ver
como si no lo hubiera, esto no es posible ni siquiera como ficción para el
objeto de las ciencias humanas. Porque los valores de todo tiDo son preci­
samente el elemento vital de ese objeto, y provocan la toma de partido del
investigador que les sale al encuentro en su terreno. Pero éste debe abste­
nerse de tomar partido, y describir como fenómenos, sin hacer valoración
alguna, las determinaciones, creaciones, conflictos, transformaciones, etc.,
de los valores, y explicarlos coniu consecuencia de unas condiciones. Así
pues., se mantiene la tesis ontològica de un objeto ajeno a los valores: con
tanta más contención debe realizarse, en nombre de la objetividad, la liber­
tad metodológica de valores, la represión de los valores propios.
Pero, ¿hasta qué punto es posible el trato no valorativo con los valores,
incluso con los actos axiológicos, hasta qué punto es deseable, o incluso real­
mente adecuado al objeto? Se entiende que haya que hacerle justicia, in­
cluso en contra de las propias simpatías y prejuicios. Pero precisamente la
justicia puede exigir algo más que neutralidad. ¿No debe dejarse afectar el
investigador —tanto positiva como negativamente— por el contenido en
valores de su objeto y transmitirlo en sus hallazgos? Al respecto, no pase­
mos por alto que también en el mandato metodológico se esconde una tesis
ontològica, en tanto que se trata de explicar. No en vano Max Weber incluía
en su argumentación la «desmitificación del mundo» provocada por las
ciencias naturales. Conforme a su modelo, también la explicación históri-
co-causal (¡sin duda no en el propio Max Weber!) toma con gusto el camino
reduccionista’ la esfera de los valores aparece, colectiva e individualmente,
como función de condiciones elementales, como su superestructura, subli­
mación y cosa por el estilo, y se allana con ello a la condición de mero he­
cho causalmente explicado, sin pretensiones de validez. Aquí es especial­
mente válida la imagen del emperador que estaba desnudo.
Pero, en realidad, nadie ejerce así la historiografía, las ciencias socia­
les, las ciencias políticas. Nadie traza sin echar mano de valores la distin­
ción entre gran creación y literatura trivial, nadie pone al mismo nivel La
Divina Comedia y a Rinaldo Rinaldini. ¿Y quién puede imaginar un aná­
lisis no valorativo del fenómeno nazi? La verdad histórica científica no
debería querer quitarnos ni los modelos a seguir ni los modelos a recha­
zar, lo que habla a nuestro propio sentido de los valores. Incluso la nive­
lación es ya un acto moral, y no hace justicia ni al objeto ni al sujeto cog­
noscitivo. Es también, en última instancia, ficticia. El sujeto valorativo no
puede desaparecer seriamente de éste ámbito del conocimiento. ¿Gana o
pierde con ello la objetividad? La respuesta se la puedo dejar a los espe­
cialistas en ciencias humanas, dado que nuestra pregunta se mueve en el
ámbito de las ciencias naturales, como fundamento de la técnica. En él es
donde la «libertad de valores» se sentía originariamente en casa, y sólo
C IE N C IA SIN VALO RE S Y R E S P O N S A B IL ID A D 63

allí se plantea la cuestión de la libertad de investigación, a la que ahora nos


vamos a dedicar.
Este tema no deja de estar vinculado al anterior, en tanto que la indife­
rencia ante los valores por parle del objeto permite plena libertad en el tra­
to con él y no pone la barrera del respeto a la injerencia analítico-manipu-
lativa. Tal respeto sería en primer lugar cosa de sentimientos personales,
sobre lo que se pueden adoptar distintas posiciones. Tampoco se puede im ­
poner por decreto. La libertad de investigación sólo se convierte en proble­
ma ético en la relación entre el bien interhumano y el público, con el que
puede entrar en conflicto, y ello tanto por los procedimientos de la investi­
gación moderna como por sus posteriores resultados. Intentaremos decir
también algo al respecto.
C apitulo 5

LIBERTAD DE INVESTIGACIÓN Y BIEN PÚBLICO

«Libertad de investigación» es una de las grandes consignas del m un­


do occidental, y ocupa un lugar especial en su apreciación de la libertad en
general. Porque el mundo occidental no sólo ha elevado el ejercicio de esta
libertad más que el de otras, a su posición esnecial en la humanidad, sino
que también es la única cuyo derecho parece ser incondicionado, es decir,
no limitado por el posible conflicto con otros derechos. Pero en una ob­
servación más precisa vemos que hay una secreta contradicción entre las
dos mitades de esta afirmación. Porque la especial posición alcanzada en el
mundo gracias a la libertad de investigación es en gran medida una posi­
ción exterior de poder y de posesión, es decir, adquirida mediante transfor­
mación del sabe r investigado en acción, mientras la pretensión de incondi-
cionalidad de la libertad de investigación tiene que apoyarse precisamente
en que la actividad de investigar, junto a su objetivo interno, el conoci­
miento, esté puramente separada de la esfera de la acción. Porque, natu­
ralmente, a la hora de la acción toda libertad tiene sus barreras en la res­
ponsabilidad, la ley y consideraciones sociales, no es por tanto jamás
incondicional. Pero la verdad, sea útil o inútil, es un derecho supremo en
sí, incluso una obligación, y (excepto en lo refere nte a lo intimo-privado)
está libre ae toda barrera, porque su presencia en una cabeza no puede
hacer daño a nadie y la parte de ella que alguien tiene no reduce la parte
—real o posible — de otru. Al contrario, gracias a su comunicabilidad la
parte de verdad que alguien tiene aumenta incluso la parte potencial de to­
dos los demás. Así que tampoco el proceso de su apropiación —y esto es
«investigar»— interfiere ningún derecho de otros (excepción hecha una
vez más del derecho a los secretos personales), de manera que dentro de
este enclave la libertad puede ser total. En resumen, el presupuesto de la
total aspiración a la libertad es aquí que la investigación como tal no plan­
tea problemas morales — lo que podría ocurrii en el caso de una mera neu­
tralidad moral, si «la verdad’» no fuera un bien ético, sino tan sólo una pa­
sión subjetiva. En cualquier caso, la incondicionalidad misma está
condicionada por una premisa, que extrae lo abarcado Dor ella —así como
todo el preguntar, idear, pensar— de los contextos en los que la moral in ­
terpersonal ejerce normalmente su derecho de arbitraje. Vamos a ver más
de cerca esta decisiva premisa y a referirla especialmente a la investiga­
ción de la naturaleza, de forma que en lo sucesivo «ciencia» definirá, con­
forme al significado angloamericano de la palabra science, el complejo de
'as ciencias físicas.
66 T É C N I C A , M E D I C I N A Y É TI CA

¿ S e SOLAPA LA CIENCIA CON LA MORAL?

A primera vista, podría parecer que no hay solapamiento alguno entre


la ciencia y la ética, si se hace abstracción de la moralidad interna de la leal­
tad a los mandatos de la ciencia misma, es decir, de la «cientificidad». Para
la ciencia el único valor es el conocimiento, su única ocupación el alcan­
zarlo. Esto lleva consigo, en todo caso, sus propias normas de conducta, lo
que bien se podría llamar la ética territorial del campo científico: atenerse
a las reglas del método y de la demostración, no engañar, es decir, no enga­
ñarse ni a sí mismo ni a otros, por ejemplo mediante conclusiones aisladas
o experimentos frívolos, callar la no verificación de sus resultados... en re­
sumen: rectitud y severidad intelectuales. Desde el punto de vista ético, esto
no va más allá del mandato de ser un buen científico en vez de uno malo
(«¡si vas a dedicarte a la ciencia, sé científico!»), y no establece una relación
de obligación de la ciencia para con el mundo exterior a ella. Lo mismo
cabe decir de las virtudes personales de la entrega, la persistencia, la disci­
plina y la energía para resistir los propios prejuicios: una vez más, son sim­
ples condiciones del éxito en el trabajo mismo, aunque sean además elo­
giables cualidades. Por último, la obligación del investigador de comunicar
sus resultados y fundamentaciones a la comunidad científica parece sin
duda otorgar a la moral intracientífica algo así como una dimensión social
y pública; pero de hecho, dado el carácter crecientemente colectivo de la
empresa científica, la intercomunicación, incluso para el científico aislado,
forma partte de las condiciones técnicas para obtener unos buenos rendi­
mientos en la ciencia: también en esto la moral científica sigue siendo es­
trictamente «territorial» y la hermandad científica continúa obligada tan
solo a sí misma. Visto así, la ciencia constituye una isla moral.
Naturalmente, enseguida se percibe que este autorretrato de la ciencia
no es toda la verdad. Sin duda era cierto en parte mientras la esfera con­
templativa estaba claramente separada de la esfera activa como ocurría en
los tiempos premodernos, y la pura teoría no invadía los asuntos prácticos
del día. El saber podía ser contemplado entonces como un bien privado de
los que lo ejercían, un bien que, «poseído interiormente», no podía hacer
daño alguno a) bien de otros. Entender las cosas, no cambiarlas, era la obra
del conocimiento. El mismo y su adquisición, mediante la observación y el
pensamiento, eran estados del espíritu, comunicables sin duda como tales
y en tanto que tales capaces de existencia mundana-nbjetiva, pero no una
intervención en el estado de sus objetos. Sin duda su difusión fue conside­
rada a veces por los poderes públicos (como la Iglesia, a veces también por
el Estado) peligrosa para el bien de la colectividad, por ejemplo por socavar
su fe. Pero había una protección cuasiautomática contra este peligro en el
carácter esotérico de la erudición superior como tal que limitaba su recep­
ción a unos pocos, y eran esos pocos los que se veían obligados a defender
su derecho a pensar por si mismos contra los intentos de tutelar su espíri­
tu, porque su pensamiento no se mezclaba en las cosas del m undo exterior.
Y finalmente las ideas, aunque se difundieran, tenían un poder como m á­
ximo convincente, no coactivo.
LIBERTAD DE IN V EST IGACIÓN y b i e n pú b lic o 67

La f u s ió n d f t e o r í a y p r á c t ic a e n l a c i e n c i a MODERNA

Todo el legado de la tradición clásico-contemplativa se hundió en el pa­


sado con el ascenso de las ciencias naturales a comienzos de la Edad M o­
derna (siglo xvn). Con ellas cambió radicalmente la relación entre teoría y
práctica, en dirección a una lúsión cada vez más íntima entre ambas. Aún
asi pervivió la ficción de la '«teoría pura» y su «inocencia» esencial. Bajo la
consigna generalizada de la libertad de pensamiento y de palabra, y apo­
yándose en la diferencia entre palabra y hecho, además de, naturalmente,
en el destacado valor de la verdad, también la investigación científica pudo
reclamar para sí una libertad ilimitada, en evu a ña polifonía con la nueva
promesa de un beneficio final palpable (en Francis Bacon) que contradice
la afirmación de la insularidad teórica. La promesa de utilidad sólo sería
cumplida a gran escala tras la Revolución Industrial del siglo xix. Hasta en­
tonces, la carta blanca social de la ciencia siguió alimentándose de la dig­
nidad heredada del «conocimiento por sí mismo» y de la nobleza de su bús­
queda, ahora enlazada al principio de la tolerancia para todo pensamiento
y fe (incluyendo el derecho al error). Tan profundamente enraizado está
este doble respeto en el espíritu moderno, que incluso en la distinta situa­
ción de hoy pocas cosas suenan tan mal a un oído occidental como la «in­
jerencia en la libertad de la ciencia».
Por sincero que pueda ser este homenaje al «conocimiento desinteresa­
do» para la propia persona que lo rinde, solamente faltando a la sinceridad
se podría negar que socialmente el principal acento de la argumentación en
pro de la ciencia se hci desplazado con fuerza a sus beneficios prácticos.
Desde mediados del siglo pasado, y de forma acelerada en el nuestro, vivi­
mos un tr a s D a s o cada vez más irresistible de la teoría, por «pura» que sea,
al campo vulgar de la práctica en forma de técnica científica. Tarde y casi de
repente, el temprano mandato de Francis Bacon (1561-1626) a la investiga­
ción natural de aspirar al poder sobre la naturaleza y elevar a través de él el
estado material del ser hum ano se ha convertido en una verdad activa por
encima de todas las expectativas. Aunque el «esoterismo* de las m ultipli­
cadas ramas del saber ha aumentado aún y sigue aumentando — hasta la
virtual inaccesibilidad para todos, excepto los consagrados en cada espe­
cialidad— , la influencia de sus más remotas prestaciones teóricas es enor
me: una influencia no, como antaño en el mejor de los casos, sobre el pen­
samiento y la opinión, sino sobre las condiciones y formas de la vida. Y con
esto empieza en serio el tema «ciencia y ética». Porque sea cual sea la in ­
fluencia de la acción hum ana sobre el m undo real, y lo que por tanto afec­
te potencialmente al bienestar de otros, esta sometido a la valoración m o­
ral y eventualmente a barreras legales. Tan pronto como estamos ante el
poder y su uso, está en juego la moralidad. Quien ensalza a la ciencia por
sus beneficios la expone también a la pregunta de si todas sus obras son be­
neficiosas. Por consiguiente, ya no es una cuestión de buena o mala cien­
cia, sino de buenos o malos efectos de la ciencia (y sólo la «buena ciencia»
es efic az al final). ¿Es responsable de sus efectos? ¿De ambas clases de efec­
tos o solo de una de las dos? A todas luces, apuntarse los beneficios como
68 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

mérito significa también cargar con la culpa de los daños. Sería mejor para
la ciencia poder evitar ambas cosas, pero puede que esa opción le esté veta­
da. Atribuirse los elogios y los reproches puede ser a menudo un juego ocio­
so, pero no lo es cuando está en cuestión un privilegio social, y no otra cosa
es la libertad de investigación. Así pues, no es ocioso pieguniar: ¿si la técni­
ca — la hija— tiene lados oscuros, hay que acusar a la ciencia —su me dre?
La respuesta simplista es que el investigador, dado que no tiene poder
alguno sobre la aplicación de sus descubrimientos, tampoco es responsable
de su abuso. Su producto es el conocimiento y nada más: el potencial de
uso de este producto, visto desde él un producto secundario, es un bien sin
dueño para otros, que pueden apropiarse de él o dejarlo donde lo encuen­
tren y, en el primer caso, emplearlo con fines buenos o malos, frívolos o se­
rios. La ciencia en sí y en la persona de sus senadores es inocente, en cier­
to modo más allá del bien y del mal. Plausible, pero demasiado simple. Los
problemas de conciencia de los investigadores atómicos después de Hiros­
hima apuntan a ello. Tenemos que examinar con más exactitud la imbrica­
ción de teoría y práctica en el devenir de hecho de la investigación, tal como
es hoy y no puede ser de otra manera. Hallaremos entonces que no sólo los
límites entre teoría y práctica se han vuelto imprecisos, sino que ambos es­
tán fundidos entre sí en lo más íntimo de la investigación, de forma que la
antigua y honorable coartada de la «teoría pura», y con ella la inmunidad
moral que permitía, va no existe.
La primera y muy evidente observación es que no queda ninguna rama
de las ciencias naturales cuyos hallazgos no sean capaces de algún tipo de
utilización técnica. La única excepción que se me ocurre es la cosmología:
el universo en expansion, sus de dónde y adonde, el desarrollo de la Vía
Láctea, las supernovas y los agujeros negros... son objetos del pensamiento
en exclusiva, y de ninguna acción posible por nuestra parte. Es digno de re­
flexion, y seguramente no casualidad, que la primera de todas las ciencias,
la astronomía, — «contemplación» del cielo— , sea también la última cien­
cia natural que sigue siendo vpura», es decir, enteramente «contemplativa».
Cualquier otro descifr ado de la naturaleza por parte de la ciencia invita hoy
a algún tipo de traducción de sus hallazgos a una u otra posibilidad técni­
ca, incluso pone en marcha bastante a menudo una nueva tecnología en la
que nadie había pensado antes. Si esto hiera todo, el teórico podría seguir
reclamando su lugar a este lado del paso hacia la acción: «El umbral se su­
pera (podría decir) una vez que mi trabajo está hecho, y por lo que a mí res­
pecta podría no haberse superado». Pero estaría equivocado, y tenemos que
recordarle que la primera parte de esa serie, la «pura», sólo le fue posible
gracias a masivas disposiciones externas bajo cuyo techo su papel se con­
virtió e n miembro de una división tolerable del trabajo. ¿Cuál es la verda­
dera relación?
En primer lugar, hoy la ciencia vive en gran medida del feedback inte­
lectual que le da precisamente su aplicación técnica. En segundo lugar, de
allí recibe sus mandatos: en qué dirección buscar, qué problemas resolver.
En tercer lugar, para solucionarlos y en general para su propio desarrollo
utiliza una técnica avanzada: sus instrumentos físicos son cada vez más
libertad de in v est ig a c ió n y BIEN PÚBLICO o9

exigentes. En esce senlido, hasta la ciencia más pura tiene una participa­
ción en los beneficios de la técnica, igual que la técnica la tiene en los de la
ciencia. En cuarto lugar, los costes de este equipamiento físico y de su ma­
nejo tienen que ser aportados desde fuera: la pura economía de la cosa exi­
ge la colaboración de la caja pública u otro padrinazgo financiero, y tal fun­
damento del provecto de investigación aprobado, aunque formalmente no
esté ligado a contraprestación alguna, se produce naturalmente en la ex­
pectativa de algún beneficio Dosterioi en el terreno práctico. Aquí reina el
mutuo entendimiento: de lorma abierta, el valor de uso esperado se alega
en la solicitud de subvención como fundamento de su recomendación, o se
especifica directamente como fin en su ofrecimiento. En resumen: se ha lle­
gado a que las tareas de la ciencia sean determinadas cada vez más por in ­
tereses externos en vez de por la lógica de la ciencia misma o por la libre cu­
riosidad del investigador. Con ello no se pretende ni menospreciar esos
intereses externos ni el hecho de que la ciencia les sirve y se ha convertido
con eso en parte de la empresa público-social. Pero hay que decir que con
la aceptación de este papel (sin el que no habría ciencia natural avanzada,
pero tampoco el tipo de sociedad que vive de sus frutos) desaparece la coar­
tada de la teoría pura y «desinteresada» y la ciencia entra de lleno al reino
de la acción social, donde todo el mundo tiene que responder de sus actos.
Añádase a esto la omnipresente experiencia de que los potenciales de uso
de los descubrimientos científicos resultan irresistibles en el mercado del
beneficio y el poder —que lo que han mostrado como hacedero se hace, con
o sin previo consentimiento al respecto— , y quedará suficientemente claro
que ninguna insularidad de la teoría protege ya al teórico de ser autor de
enormes e incalculables consecuencias. Mientras, técnicamente hablando,
sigue siendo cierto que alguien puede ser un buen científico sin ser una
buena persona; ya no es cierto que el «ser buena pe rsona» comience para él
fuera de la actividad científica: la actividad misma engendra cuestiones
morales incluso dentro de ese círculo sagrado.
Hasta qué punto «dentro» queda claro si reflexionamos sobre el tercer
punto de nuestra enumeración, el uso de herramientas físicas en la investi­
gación —es decir, sobre cómo obtiene el científico sus conocimientos— . Se
nos pone entonces de manifiesto que la ligazón entre descubrimiento cien­
tífico y acción es más profunda que su aplicación eventual y posterior: que
la práctica de la ciencia física incluye ya una acción físicamente relevante,
que el pensamiento y la acción se interpenetran en el procedimiento de la
investigación y con ello la separación entre «teoría y práctica» se rompe
dentro de la teoría misma. Esto tiene importantes consecuencias para la ce­
lebrada «libertad de investigación», cuando se refiere a lo real ahora y no al
pasado. Hubo un tiempo en que los buscadores de la verdad no tenían que
ensuciarse las manos. De esta noble especie sólo sobreviven, en el campo de
las ciencias exactas (que se dedican a la investigación de la naturaleza), los
matemáticos. Las modernas ciencias naturales surgieron con la decisión de
arrancar la verdad a la naturaleza ac tua ndo directamente en ella, es decir,
mediante intervención en el objeto del conocimiento. Esta intervención se
llama «experimento», que se ha convertido en un elemento vital para la
70 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

ciencia moderna. La observación incluye aquí la manipulación. Pero la li­


bertad otorgada al pensamiento y la palabra (de la que se deriva la de la in­
vestigación), no se extiende a la acción, aunque ésta esté al servicio del pen­
samiento. Desde siempre y para siempre, toda acción está sometida a
restricciones jurídicas y morales. Sin duda al principio dos propiedades del
experimento garantizaban la «inocencia» de esta actividad científico-inter­
na: se dirigía a la materia inanimada y se mantenía en pequeña escala. No
se producían verdaderas tormentas, sino descargas de condensadores, para
estudiar el rayo. Modelos de simulación representan a la naturaleza en el
aislamiento del laboratorio. La disposición del experimento es una imita­
ción de la naturaleza. En este sentido, pues, aún se mantiene algo el aisla­
miento de la esfera del conocimiento respecto al mundo real.
Sin embargo, ambas garantías de inofensividad —y por tanto de liber­
tad— de la experimentación han quedado derogadas por ciertos nuevos de­
sarrollos de la técnica científica. Hoy en día los experimentos pueden ser
menos inofensivos y de hecho incluso ser ambiguos respecto a su mero ca­
rácter experimental. En lo que a la magnitud se refiere, una explosión ató­
mica —aunque se haya organizado meramente experimenti causa y en aras
de la teoría— es un verdadero acontecimiento que afecta a toda la atmós­
fera y posiblemente a muchas vidas humanas ahora y en el futuro. El m un­
do mismo se ha convertido en laboratorio, y se averigua, cuando se hace en
serio, lo que después de averiguado se desea quizá no haber hecho. Y en lo
que se refiere a los experimentos sobre objetos animados, no sirve ninguna
imitación, ningún modelo representativo, sino que hay que emplear un ori­
ginal totalmente real, y la neutralidad ética termina a más tardar allí donde
se llega a los sujetos humanos. Lo que se les hace es un acto real, para cuya
moralidad el interés del conocimiento no extiende ningún cheque en blan­
co. En ambas clases de experimento —el de magnitud desmesurada y el que
se hace sobre personas (a los que se podrían añadir otros)— , la línea lim í­
trofe protectora entre acción representativa y real, entre experimento y se­
riedad, se borra en el curso de la investigación. Con ello, también la distin­
ción convencional entre ciencia «pura» y «aplicada» queda de algún modo
anticuada. No sólo el «qué», también el «como» del conocimiento queda a
ambos lados de la divisoria: la «aplicación» tiene lugar ya en la investiga­
ción misma y como parte de ella. De ahí se desprende ya que la libertad de
investigación no puede ser incondicional.
Somos, con razón, sensibles a las injerencias en la libertad, no sólo por­
que antaño hubo que arrancarla con esfuerzo a un control anterior sobre
los pensamientos y por tanto representa un bien precioso y necesitado de
protección, sino también porque tenemos presente su oprobiosa represión
en los sistemas totalitarios de la actualidad. O, fijándonos más en el tema
que en la historia: la injerencia, si es precisa, tiene que quedar limitada a
una medida mínima, tanto en aras de la ciencia, que sólo prospera en la au­
tonomía, como también en aras de la humanidad, cuya causa está ligada,
en un sentido más que meramente utilitario, al crecimiento del saber. Aun
así, no podemos olvidar que el alto privilegio de la teoría tenía su propio
fundamento teórico en la diferencia entre pensamiento y acción, y la fuer-
LIBERTAD DE I N V E S T IG A C I Ó N Y BIE N PÚ BLI CO 71

7.a de lo que pretende continúa ligada a esta condición. En la medida en que


la ejecución de la ciencia se interpola con la acción en el mundo, cae bajo
el mismo predominio del derecho y la ley, la censura social y la aprobación
o desaprobación moral, a la que está sometida toda acción exterior en un
sistema común. Y naturalmente su propia moral interna deja de ser pura­
mente territorial: los mismos medios y vías de adquisición del conocimien­
to pueden plantear cuestiones éticas mucho antes de que se plantee la cues­
tión «extraterritorial» del uso del conocimiento así adquirido.
Por ambas partes, pues —tanto la de sus frutos tecnológicos finales
como la de sus propias técnicas en la preparación de la base teórica para
ellas— , la moderna ciencia natural, coronada por el éxito y malcriada por
el aplauso, se ve sometida de pronto a la desacostumbrada sinuosidad del
examen ético. Nuestro tema en este momento es más el aspecto inlracien-
tífico del asunto que la problemática, la mayoría de las veces discutida, de
las consecuencias tecnológicas. Pero ambas son las dos caras de la misma
moneda. Como hemos visto, en la moderna ciencia natural la tendencia hu­
mana hacia el saber está mezclada a fondo con intención mundana y ac­
ción. Digámoslo una vez más: no sólo en aquello sobre lo que se busca el co­
nocimiento, sino ya en la forma en que se obtiene, a menudo desaparece el
límite entre pensamiento y acción. Precisamente esta desaparición es la
que convierte la libertad de la investigación en problema.
Debilitaríamos nuestro argumento si quisiéramos ilustrarlo con noto­
rios hoirores. Es fácil conseguir la unanimidad en tomo a ejemplos como
éste: que no se puede probar la tortura en cobayas humanos para averiguar
cómo se comportan las personas sometidas a tortura (lo que quizá sería in­
teresante para una teoría del hombre); o que no se puede matar para deter­
minar el límite de la tolerancia a un veneno; y más cosas por el estilo. Na­
turalmente, estamos pensando en las monstruosidades de los médicos
(destacados entre ellos) de los campos de concentración nazis. Ése fue un
caso de «libertad» de investigación más vergonzoso que su peor represión.
Pero sabemos bien —o creemos saber— que los que practicaron tales expe­
rimentos científicos (¡sí, científicos podrían haberlo sido!) eran desprecia­
bles y sus motivos viles, y podemos negar a sus acciones toda capacidad
para servir de ejemplo. Incluso podemos ir más allá y negar con buena con­
ciencia que el saber buscado en estos casos sea un objetivo científico legíti­
mo, y podemos decir que no estamos ante un caso de práctica científica,
sino de degeneración humana. Pero nuestro problema no es de ciencia fal­
sa o pervertida, sino de bona fide y ciencia en toda regla. Y entonces pre­
guntamos si nos atenemos a fines indudablemente legítimos e incluso elo­
giables, si, por ejemplo, es legítimo inyectar células cancerosas a sujetos no
enfermos de cáncer, o retirar el tratamiento a un «grupo de control» de pa­
cientes de sífilis; ambas cosas reales, salidas finalmente a la luz pública en
América, y ambas, por su intención y por los hechos, de mucha utilidad y
para un fin deseable. Evitaré una respuesta apresurada, porque la pregun­
ta es intrincada. Pero afirmo que aquí, en el propio proceso de trabajo in­
terno de la ciencia, se plantean cuestiones morales y jurídicas que rompen
las barreras territoriales de la ciencia y han de ser planteadas ante el tribu­
72 T É C N I C A , M E D I C I N A Y É TIC A

nal general de la moral y de la ley. Hasta la tan ensalzada libertad de inves­


tigación tiene que doblegarse ante la autoridad pública de este foro.
El resto de mis consideraciones está dedicado a una determinada ilus­
tración concreta de nuestro tema. Apartándonos de la pesadilla reinante, no
está tomada de la física nuclear, sino de la nada destructiva biología nuclear.
La investigación biomédica es un campo especialmente fértil para el
tipo de problemas que atañen a la libertad de investigación, y un inquie­
tante ejemplo de nuevo cuño es el último recién llegado al escenario de la
investigación básica, la «investigación recombinatoria del ADN», en la que
la fusión hasta ahora descrita de teoría y práctica en el proceso científico se
agrava cualitativamente una vez más. En los resultados experimentales de
la investigación sobre materia inerte, el último paso sigue estando someti­
do al mundo común del uso de instancias de actuación todavía humanas.
Pero aquí el experimento mismo puede conducir a realidades definitivas
que se emancipen de la mano de su creador para ganar literalmente vida
propia. Utilicemos este ejemplo extremo, con todo lo siniestro de sus pri­
meros inicios, para concretar nuestro tema general. Hay que tener en cuen­
ta los siguientes puntos:

1. El objetivo de la investigación es práctico desde el principio, a saber:


desarrollar una capacidad para la fabricación de algo que podría ser útil
para la medicina, la agricultura y otras cosas, surgiendo el eventual benefi­
cio para la teoría como un efecto secundario del éxito práctico.
2. El método de la investigación, es decir el camino al conocimiento, es
la producción de hecho de las entidades mismas de las que se busca el co­
nocimiento y cuya utilidad ha de ser puesta a prueba.
3. Las entidades así producidas dentro del contexto investigador no son
inertes y activas tan sólo por nueva mediación humana, sino vivas, es decir,
activas por sí mismas, de forma que potencialmente pueden producir por sí
mismas su ingreso en la esfera práctica, en el mundo exterior, y quitarnos
de las manos la decisión sobre su uso o no uso.
4. En la eventualidad, que teóricamente no se puede excluir, de recom­
binaciones genéticas de células germinales humanas (gametos o cigotos), a
las que se permita después llegar a término, las «quimeras» resultantes en
el fenotipo ya en el primer acto experimental «logrado» representarían,
aunque no pasaran de ahí. actos últimos que dejan a sus espaldas toda teo­
ría no vinculante. Dejemos este último punto de «horror» para más adelan­
te y veamos los tres primeros, ahora ya reales, algo más de cerca.

1. El objetivo de la investigación recombinatoria del ADN, decíamos, es


predominantemente práctico. Con esto no negamos un autentico interés teó­
rico. Con este tipo de investigación manipulativa investigadores honrados
se prometen, con razón, un nuevo acceso a la mecánica mas íntima de la
vida. Pero en el debate sobre los riesgos se aducen una y otra vez las bendi­
ciones potenciales, para justificar el seguir avanzando por esta vía e inclu­
so para condenar moralmente su retraso debido a una cautela demasiado
grande. Pero en lo que se refiere al interés, igualmente invocado, de la teo-
libertad de in v est ig a c ió n y b ien público 73

ría pura, bien se podría preguntar si su verdadero objetivo, entender lo que es


la vida, no se podría alcanzar por el camino conservador (aunque quizá
más lento) del trabajo con formas de vida dadas, en vez de por la vía revo­
lucionaria de la creación de otras nuevas. Pero los especialistas a los que
pregunté me aseguraron que en el estadio actual el camino innovador es
imprescindible para el progreso en la teoría básica, y el profano no puede
discutir con ellos al respecto. En cualquier caso, ya sea bajo bandera teóri­
ca o práctica, la técnica recombinatoria del ADN está ya en plena marcha,
y «recombinación» no es otra cosa que novedad provocada por el hombre,
es decir, la síntesis de nuevos organismos. Si esto se hace en nombre de la
teoría y su curiosidad desinteresada, hay que observar que para ello se am ­
plía extrañamente el concepto de teoría: del conocimiento de lo que es a la
prueba de lo que podría ser... sin duda un objetivo un poco menos evidente
y más arbitrario de la aspiración humana al conocimiento. Pero en realidad
prácticamente nadie dudará de que el verdadero atractivo está en saber
qué pueden hacer estas nuevas criaturas, qué podríamos nosotros hacer
después con ellas... en resumen, en su promesa práctica preconcebida. Esta
promesa, o sencillamente el deseo determinado, especifica de antemano
su proyecto, por ejemplo qué gen de una especie hay que escoger para
implantarlo en la maquinaria genética de otra: un logro de ingeniería orien­
tada a la consecución de efectos más que libre investigación teórica... por lo
que, de manera muy consecuente, sus resultados han sido declarados pa-
tentables. Y es precisamente la deslumbradora expectativa para la mayo­
ría —de una fábrica bateriana de hormonas, de una bacteria suministradora
de nitrogeno con su planta parasitada correspondientemente adaptada— , la
que se saca a la palestra contra los riesgos.

2. Esto nos lleva al segundo punto. Para descubrir de lo que son capaces
esos seres primero hay que crearlos, demostrar su mera posibilidad a tra­
vés del hecho consumado. Con esto el investigador teórico se convierte en
creador práctico en el acto de la investigación misma. Ningún modelo de si­
mulación puede servir aquí, sólo los seres reales en la plenitud de su capa­
cidad, que pueden demostrar en su ejercicio. Aquí el «experimento», a dife­
rencia de su papel imitador en la investigación anterior, coincide con la
producción originaria del objeto de investigación. El proceso de conoci­
miento se convierte en acción originadora. Esto es en sí mismo una inno­
vación en la historia del conocimiento. Sin duda hemos visto que toda la
moderna ciencia natural, con su método experimental, hace mucho que ha
salido del ámbito puramente contemplativo. Pero el presente caso incluye
un paso más, el de que la acción intracientífica produzca seriamente la reali­
dad que le viene dada al experimento normal.

3. Para ello tómese el tercer punto: que la realidad así creada —a dife­
rencia de otros artefactos— , este nuevo inserto en el entramado de la exis­
tencia, está viva, es decir, es autónoma, autorreproductiva y espontánea­
mente interactiva con otra vida: y se ve que aquí el elemento de acción en la
investigación obtiene su propia dinámica impulsora de la situación investi-
74 t é c n ic a , m e d ic in a y é t ic a

gadora, y su comienzo en laboratorio está preñado de su indefinida prose­


cución en el mundo. No sólo se insufla una nueva cosa, un nuevo agens, en
el equilibrio de las cosas: experimentalmente primero, en el apartamiento
del laboratorio, pero después, una vez liberado por accidente o intención,
con total y quiza irrevocable gravedad.

En este punto, la comunidad investigadora tomó conciencia de lo inu­


sual y amenazador de la acción que acababa de iniciar. Y vivimos el espec­
táculo único de una moratoria voluntaria de la investigación con el fin de
examinar los riesgos y elaborar unas normas de seguridad. En otras pala­
bras, la «ciencia» misma, en la persona de preocupados investigadores nor­
teamericanos precisamente de su vanguardia, actuó sobre el tema «libertad
de investigación y bien público». Hasta donde sé, la moratoria por tiempo
limitado fue observada. Pero desde entonces, la preocupación se ha evapo­
rado de los portavoces de la ciencia... era exagerada, se dicen a sí mismos y
al público... y además entretanto la técnica ha pasado ya a manos comer­
ciales e industriales, menos sensibles a los escrúpulos de los delicados cien­
tíficos. Más exactamente: científicos menos delicados se han convertido en
empresarios para la distribución lucrativa de los productos de sus investi­
gaciones. Con ello la investigación se vuelve oficialmente asunto de merca­
do, se entrega en toda regla a la carta blanca de la teoría, y la inspección es­
tatal para proieger el bien público, incluyendo las sanciones penales, se
vuelve evidente. Está claro también que la inspección será tanto menos lia-
ble cuanto más se extienda del estadio inicial de la investigación a su ex­
plotación industrial. Parece posible disponer de un aseguramiento creíble
de los laboratorios que trabajan con cultivos bacterianos y virales peligro­
sos, pero si se permite la utilización industrial masiva de los microbios ar­
tificiales obtenidos, a la larga no habrá ninguna cautela del legislador que
pueda impedir un escape no previsto al mundo exterior por alguna grieta
del sistema hermético. Además, algunos de los usos de los nuevos seres vi­
vos que se espera obtener prevé precisamente su siembra libre en el medio
ambiente (microbios consumidores de petróleo o que ligan el nitrógeno).
No es posible prever qué arbitrario camino tomarán estos recién llegados al
ecosistema, mediante qué mutaciones propias podrán sustraerse al previs­
to control biológico.
Me interrumpo aquí. La verdadera discusión crítica de la tecnología
biológica, especialmente la genética (incluyendo lo que acabamos de decir)
en sus aspectos éticos se tratará después por separado. Por ahora, sirva este
ejemplo sólo como ilustración especialmente clara de la tesis general que
planteamos: que en la moderna investigación natural la antigua distinción
entre ciencia «pura» y «aplicada», es decir, entre teoría y práctica, desapa­
rece a ojos vistas, en tanto ambas se funden ya en el procedimiento investi­
gador; y que el conjunto así emparejado ya no posee básicamente el dere­
cho a libertad interna incondicionada sólo concedido al primer miembro,
ya que precisamente el concepto «interno» ya no sirve. El bien público al
que afecta tiene que tener voz en él... desde fuera, si es necesario; desde
dentro, desde la conciencia del propio investigador, si es posible.
libertad de in v est ig a c ió n y b ien pú blico 75

Naturalmente, hace mucho que tampoco en el Occidente libre la cien­


cia está abandonada a su suerte y sin injerencia exterior. De eso se encarga
el sistema de dotaciones, del que hoy depende casi cada investigación y a
través del cual se pueden aprobar o rechazar proyectos. Esto puede hacer­
se a menudo bajo el signo de intereses próximos y en beneficio propio,
como ocurre con la promoción industrial e incluso con la estatal. Pero en
principio desde allí se ofrecen puntos de apoyo para una política de res­
ponsabilidad, desinteresada y de amplias miras, en el control de la ciencia,
respetando todo lo posible su autonomía, única en la que puede prosperar
a la larga. Por su parte, esta autonomía tiene que abrirse a dar la palabra al
bien común y a la causa de la humanidad. De este modo, la responsabilidad
llega hasta el corazón de la investigación. La responsabilidad por los frutos
tecnológicos tiene que compartirla según el caso con instancias situadas
más allá de la investigación, y sólo podemos esperar que se desarrollen efi­
caces órganos sociales para ello. Pero la responsabilidad del procedimien­
to científico interno descansa en primer término sobre los hombros de los
investigadores, y de hecho aquí y allá, por ejemplo en el campo de los ex­
perimentos humanos, vemos surgir códigos de honor profesionales, ente­
ramente autónomos, que ganan fuerza moral. Desde ellos, la idea de una
autocensura voluntaria podría seguir expandiéndose y llegar, en éste o aquel
terreno, a un acuerdo interno del gremio de no proseguir la investigación
en dirección a ciertos resultados útiles y atractivos, tanto por lo objetable
de la meta, cuando sólo se trata de la arrogancia de alcanzarla sin la dis­
culpa de la necesidad (como la modificación arbitraria de la especie hum a­
na), como por los experimentos necesarios en los que habría va que come­
ter el acto reprobable. La distinción entre objetivos legítimos e ilegítimos
de la investigación es tan imaginable como la que se hace entre vías legíti­
mas e ilegítimas de la misma. No sé cuáles serían las expectativas de un
consenso así y de que fuera eficaz.
En conjunto, hemos de confesar para terminar que el problema de
cómo responder a la enorme responsabilidad que el casi irresistible pro­
greso científico-técnico deposita tanto sobre sus titulares como sobre la
mayoría que lo disfruta o sufre sigue sin estar resuelto, y que los caminos
para su solución están en sombras. Sólo los inicios de una nueva concien­
cia que, aún parpadeante, acaba de despertar de la euforia de las grandes
victorias a la dura luz diurna de sus riesgos, y aprende nuevamente a temer
y a temblar, permiten la esperanza de que nos impongamos voluntaria­
mente barreras de responsabilidad y no permitamos a nuestro tan acrecido
poder dominamos por último a nosotros mismos (o a los que vengan detrás
de nosotros).
C apítulo 6

AI SERV ICIO DEL PROGRESO MÉDICO-


SOBRE LOS EXPERIMENTOS EN SUJETOS HUMANOS

1. L a e s p e c i f ic id a d d e l o s e x p e r i m e n t o s h u m a n o s

El experimento, en el sentido metodológico del término, fue sanciona­


do originariamente por las ciencias naturales. En su rorma clásica, tiene
que ver con objetos inanimados y es por tanto moralmente neutral. Pero
en cuanto seres vivos, que sienten, se convienen en objetos de experimen­
tación, como sucede en las ciencias biológicas y especialmente en la in ­
vestigación médica, la búsqueda del conocimiento pierde esa inocencia y
se plantean cuestiones de conciencia. Lo profundamente que pueden re­
volver el sentimiento moral y religioso lo muestra la disputa en torno a la
vivisección desde el siglo xix. Los experimentos en personas tienen que
agravar el problema, porque afectan cuestiones últimas de sacralidad de la
persona. Una diferencia fundamental entre los experimentos humanos y
físicos, aparte de la diferencia entre naturaleza animada e inanimada, sin-
tiente y no sintiente, es ésta: el experimento físico utiliza sustitutos dis­
puestos artifiualmeme a escala reducida para aquello de lo que se quiere
obtener conocimiento, y el experimeniador extrapola desde estos modelos
y condiciones simuladas a la naturaleza a gran escala. Algo ocupa el lugar
de la «cosa real», por ejemplo descargas de ampollas de Leyden en lugar del
verdadero rayo. En el campo biológico, la mayoría de las veces tal sustitu­
ción no es posible. Tenemos que trabajar con el original mismo, con el ser
vivo en todo su sentido, y al hacerlo afectarlo quizá irrevocablemente. Nin­
guna copia puede ocupar su lugar. Especialmente en el ámbito humano, el
experimento pierde por entero la ventaja de la más pura separación entre
modelo representativo y verdadero objeto. Después de los experimentos
con animales, el hombre tiene que aportar el conocimiento de sí mismo, y
desaparece la cómoda diferencia entre experimento no vinculante y hecho
vinculante. Un experimento en educación influye sobie la vida de sus su­
jetos, quizá una generación entera de estudiantes. Los experimentos con
personas, persigan el objetivo que persigan, son en cada caso también un
trato responsable, no experimental, tomado en serio, con el sujeto mismo.
Y ni el más noble de los fines desvincula de la responsabilidad que hay en
ellos.
Ésta es la raíz del problema al que nos enfrentamos: ¿se pueden satisfa­
cer ambas cosas, la finalidad externa al sujeto y la obligación para con él?
Y si no es posible hacerlo, ¿cuál sería un compromiso justo? ¿Qué parte
debe ceder a la otra? El conflicto se puede formular así: básicamente, así lo
78 T É C N I C A , M E D I C I N A Y É TIC A

sentimos nosotros, no se debería proceder con personas como con coneji­


llos de Indias; por otra parte, tales procedimientos nos vienen impuestos
con creciente presión por consideraciones que apelan asimismo a los prin­
cipios y les dan energía para superar las objeciones. Tal pretensión tiene
que ser examinada de forma minuciosa, especialmente si es sostenida por
una poderosa corriente. Al expresar así las cosas, ya hemos hecho tácita­
mente una importante presunción, que tiene sus raíces en la cultura «occi­
dental»: la regla que prohíbe es para esta forma de pensar la primaria y
axiomática; la contrarregla que permite, que limita la primera, es secunda­
ria y precisa de justificación. Tenemos que justificar la infracción de una in­
violabilidad primaria, que no necesita justificación por sí misma; y la justi­
ficación tiene que basarse en valores y necesidades del mismo rango que
aquellos que hay que sacrificar.
Queremos aclarar un poco la resistencia sentimental contra una vi­
sión meramente utilitaria del asunto. Se refiere a un rasgo esencial del
experimento hum ano como tal, previo a la cuestión de un eventual daño
del sujeto. Lo básicamente repugnante en la utilización de una persona
como objeto de experimentación no es tanto que la convirtamos tempo­
ralmente en un medio (lo que ocurre constantemente en la.-> relaciones
sociales de todo tipo) como que la convirtamos en una cosa, en algo me­
ramente pasivo sometido a la intervención de actos que ni siquiera son
acciones en serio, sino pruebas para actuar realmente en otra parte y en
el futuro. El ser de la persona sometida al experimento queda reducido a
«caso» fingido o ejemplo. Esto es dilerente de las situaciones de la vida
social incluso en sus formas más explotadoras. En ellas la ocasión es
real, no ficticia. El sujeto por mucho que se abuse quizá de él, sigue
siendo un sujeto actuante v no se convierte en mero "¡objeto». El caso del
soldado es instructivo: sometido al poder mas unilateral, obligado en
caso de emergencia a arriesgarse a la mutilación y la muerte, convocado
sin su voluntad y quizá contra su voluntad, ha sido sin embargo convo­
cado a actuar según su capacidad, a salir adelante o fracasar en las si­
tuaciones, a salir al paso de retos verdaderos en los que se trata de cosas
de verdad. Aunque sólo sea un número para el alto mando no es un mero
ejemplo ni una cosa. <Supóngase su reacción si resultara que la guerra
había sido puesta en escena para acumular observaciones sobre su resis­
tencia, bravura o cobardía.)
Estas compensaciones del ser le están negadas a la persona sometida a
experimentación, que sufre intervenciones para un fin que no le concierne,
sin estar implicada en una relación real en la que pueda entrar en acción
como interlocutor de otro o de las circunstancias. El mero «asentimiento»
formal a su papel en el experimento (que la mayoría de las veces no es más
que un permiso) no hace éticamente correcta esta cosificación. Sólo la au­
téntica voluntariedad, plenamente motivada y consciente, puede rectificar
el estado de «cosidad» al que el sujeto se somete. De ello hablaremos más
adelante.
S U B R F LOS E X P E R I M E N T O S EN SU JE TO S H U M A N O S 79

2. « I n d i v id u o y s o c ie d a d » c o m o m a r c o c o n c e p t i a l

Primero: ¿cuáles son las pretensiones que se contraponen a las de la sa­


cralidad personal? Según la fórmula más general son las del bien común,
entendido en sentido de progreso. Hoy vemos a la sociedad confiada en esa
promoción activa, mientras antes, menos expansiva, sólo veía la tarea del
«contrato social» en proteger la seguridad y los derechos del individuo me­
diante un ordenamiento legal. Comparada con esta tarea obligatoria del
mantenimiento, la continua mejora del estado de la humanidad es una
meta facultativa en si por la que «nosotros» hemos «optado» de alguna ma­
nera. Antes de echar un vistazo a esta nueva ampliación del mandato social,
tan importante para nuestro tema, vamos a preguntar a la pareja concep­
tual aquí invocada, «individuo y sociedad», qué tiene que decir en general
sobre su relación mutua y en particular sobre eventuales derechos del inte­
rés publico respecto al interior de nuestro cuerpo.
De manera evidente, concedemos al bien común una cierta preferencia
frente al bien individual, preferencia que hay que determ nar en la prácti­
ca. O, dicho en el lenguaje del derecho: dejamos que algunos derechos na­
turales del individuo sean decididos por el derecho reconoc do de la socie­
dad y lo entendemos como algo muralmente correcto y razonable en el
curso continuo de las cosas, y no solo como amarga necesidad en situacio­
nes de excepción (por mucho que tal necesidad pueda ser invocada para ex­
tender este derecho de la colectividad). Pero cuando concedemos esto exi­
gimos una cuidadosa clarificación de aquello que son nece idades, intereses
y derechos de la sociedad, porque «la sociedad», al contrario que toda plu­
ralidad de individuos, es un concepto abstracto y como tal codeterminado
por nuestra definición mientras el individuo es lo primario y concreto que
precede a toda definición, y su bien y mal es más o menos conocido. Según
esto, lo desconocido en nuestro problema es el llamado bien común o bien
público y sus pretensiones potencialmente superiores, a las que a veces hay
que sacrificar el bien individual y a las que, en ciertas circunstancias, hay que
incluir entre lo desconocido de nuestra ecuación. Tengamos en cuenta que, si
se plantea así la pregunta —es decir, como pregunta por el derecho de la so­
ciedad al sacrificio individual— , el consentimiento del sacrificado no está
necesariamente incluido en ella.
Pero «consentimiento» es el otro concepto constantemente invocado en
las discusiones sobre la ética de nuestro iema. Este énfasis revela el senti­
miento de que el punto de vista «social» no basta por sí solo. Si la sociedad
tiene un derecho, su ejercicio no está vinculado a la voluntariedad de la
parte contraria. De otro modo, si la voluntariedad es totalmente genuina,
no haría falta construir derecho público alguno sobre el acto libremente
ofrecido. Existe una diferencia entre la apelación moral o emocional de una
causa, que provoca un ofrecimiento voluntario, y un derecho, que
condescendencia con él. Así por ejemplo, haciendo especial referencia a
esfera social, hay una diferencia entre la pretensión moral de un bien co­
munitario y el derecho de la sociedad a ese bien y a los medios para su
lización. Una pretensión moral pide nuestro consentimiento, y sin

FILOSOPrA
80 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

puede responder a ella. Un derecho puede salir adelante sin él, y su cum­
plimiento se impone con ayuda de la ley: el consentimiento es entonces
cuestión de obediencia, y no tiene por qué ser voluntad espontánea. Si el
consentimiento se da de todos modos, la diferencia puede quedar sin obje­
to. Pero la conciencia de las múltiples ambigüedades adheridas al término
«consentimiento», tal como se solicita y emplea de facto en la investigación
médica, nos mueve a volver a la idea de un derecho público independiente
del consentimiento y concebido como previo a él; viceversa, la naturaleza
problemat.ca de tal derecho puede hacer que incluso sus promotores insis­
tan en la idea del consentimiento, con todas sus ambigüedades: una situa­
ción incómoda para ambas partes desde el punto de vista teórico.
Tampoco sirve de mucho cambiar el discurso de los «derechos» por el de
los «intereses» y oponer el peso acumulativo del interés de los muchos al de los
pocos o al del individuo. Los «intereses» van desde los más secunda, .os y fa­
cultativos hasta los más vitales e imperiosos, y sólo se podrá incluir en tal
cálculo a los de especial rango... con lo que volvemos simplemente a la cues­
tión del derecho y de la pretensión moral. Además, apoyarse en las cifras es
peligroso. ¿El número de los afectados por una determinada enfermedad es lo
suficientemente grande como para iustificar la lesión de los intereses de los no
afectados? D?do que el número de estos últimos suele ser mucho mayor el
-\rgumento puede volverse de hecho en la afirmación de que el peso acumula­
tivo del interés está de su lado. Finalmente, también podría ser que el interés
del individuo en su propia inviolabilidad sea en sí mismo un interés públi­
co, de tal modo que su infracción públicamente tolerada lesione, con indepen­
dencia de las cifras, el interés de todos. De ser así, su protección en cada caso
concreto sería un interés decisivo, y la comparación de cifras estaría de mas.
Éstas son algunas de las dificultades ocultas en el esquema conceptual,
caracterizado por las expresiones «sociedad-individuo», «interés» y «dere­
chos». Pero hablábamos también de un reto moral, y esto apunta a otra di­
mensión que sin duda no está separada de la jundico-social, pero la tras­
ciende. Y hay una cosa más incluso más allá de eso: el verdadero sacrificio
por suprema entrega, para el que no hay ni leyes ni reglas, excepto la de que
tiene que ser absolutamente libre. «Nadie», se manifestaba en un simposio
americano, «tiene derecho a seleccionar mártires para la ciencia». Pero a
ningún investigador se le puede impedir convertirse él mismo en már c de
su ciencia. En todas las épocas ha habido investigadores, pensadores y ar­
tistas que se han «sacrificado^ en nombre de su profesión: el genio creador
paga con frecuencia con la felicidad la salud y la vida su propia culmina­
ción. Pero nadie, ni siquiera la sociedad, tiene ni la sombra de un derecho
a esperar y exigir algo así en el curso nurmal de las cosas. Sus frutos se nos
entregan como una yratia gratis data.

3. E l TrMA del sacrificio

Aun así, tenemos que mirar a los ojos a la oscura verdad de que la últi­
ma ratio de la vida comunitaria ha sido y es desde siempre el sacrificio for­
S O B R E LOS E X P E R I M E N T O S EN S U J E T O S H l ' M A N O S 81

zoso y representa civo de la vida individual. La situación de sacrificio más


antigua es la de las víctimas humanas en las antiguas comunidades. No
eran actos cometidos por sed de sangre o salvajismo desenfrenado, sino el
cumplimiento solemne de una suprema necesidad sagrada. Alguien de la
comunidad de los hombres tenía que morir para que todos pudieran vivir
la tierra fuera fértil o el ciclo de la naturaleza se renovase. A menudo la víc­
tima no era un enemigo prisionero, sino un miembro elegido del grupo: a
veces el rey anual. Por más que hubiera crueldad en juego, no era la de los
hombres, sino la de los dioses o mas bien el orden estricto de las cosas, del
que se creía que promov la a este precio la benevolencia de la vida. Para ase­
gurarla y asegurarla siempre para la comunidad, había que pagar una y
otra vez el terrible quid pro quo.
Debería estar lejos de nosotros, desde la allura de nuestro saber ilus­
trado, desconocer la desmesura de este horror. Las determinadas concep­
ciones causales que actuaban aquí han sido desterradas hace mucho al
reino de la superstición. Pero en los momentos de riesgo nacional tam­
bién hoy enviamos a nuestros jóvenes a dar su vida para que continúe la
vida de la comunidad, y cuando se trata de una guerra justa los vemos
marchar como consagrados y extrañamente ennoblecidos por un papel de
víctima. No hacemos depender su marcha de su voluntad y su consenti­
miento, por más que podamos desearlo y cultivarlo. Los reclutamos con­
forme a la ley. Reclutamos a los mejores y nos sentimos moralmente in­
quietos cuando, ya sea intencionadamente o en sus resultados, el sistema
de leva funciona de tal modo que son principalmente los menos favoreci­
dos, los menos útiles socialmente, de ios que es más fácil prescindir, aque­
llos cuyas vidas deben comprar la nuestra. Ninguna convicción racional
de la necesidad pragmática que impera puede superar el sentimiento,
mezcla de gratitud y culpabilidad, de que se toca la esfera de lo sagrado
con el ofrecimiento representativo de vida por vida. Pero incluso dejan­
do al margen estas dramáticas ocasiones de aguda crisis existencial, el
constante motivo secundario del sacrificio hum ano parece formar parte
de la mera existencia y desenvolvimiento de la comunidad humana... sa­
crificio de la vida y la felicidad, impuesto o voluntario, pocos a cambio de
muchos. Lo que Goethe decía en relación al ascenso del cristianismo pue­
de muy bien valer para la esencia de la cultura en general: «No se sacrifi­
can / ni cordero ni toro / sino insólita víctima humana»- {La novia de Co-
rinto). Nunca podremos descansar en la cómoda creencia de que el suelo
en el que crecen nuestras satisfacciones no está regado con la sangre de
los mártires. Pero una conciencia intranquila hace que nosotros, usufruc­
tuarios sin mérito, nos preguntemos: ¿quién debe ser mártir? ¿Al servicio
de qué causa? ¿Y elegido por quién?
Ni por un momento pretendo comparar los experimentos médicos en
sujetos humanos, sanos o enfermos, con los primitivos sacrificios hum a­
nos. Pero algo de ese sacrificio está contenido en la revocación selectiva de
la inviolabilidad personal y la entreea ritual de individuos a riesgos innece­
sarios para su salud y su vida en aras de un bien social mayor. Mis ejemplos
de la esfera del sacrificio masivo tenían la finalidad de aguzar la mirada
82 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

para ver este aspecto secreto de nuestro tema y delimitarlo claramente de


las obligaciones y coacciones normales que el conjunto social impone al in­
dividuo a cambio de las ventajas de la sociedad.

4 . E l. t e m a d e l « c o n t r a t o s o c i a l »

Lo primero que hay que decir en tal delimitación es que el concepto del
llamado «contrato social» no incluye el sacrificio unilateral. Esta ficción de
la teoría política, que parte del primado del individuo, fundamenta tales li­
mitaciones a la libertad personal, necesarias para la existencia de la comu­
nidad. que existe por su parte en beneficio del individuo. El principio de es­
tas limitaciones es que su observancia general va en beneficio de lodos: es
decir, que el individuo, al hacer su aportación a la observancia general de la
regla, se beneficia él mismo de ello. Observo el derecho de propiedad por­
que su general observancia protege mi propio derecho; observo las normas
de circulación porque su general observancia garantiza mi propia seguri­
dad; etcétera. Las obligaciones son aquí recíprocas y generales; nadie es es­
cogido para un sacrificio especial. Además, como restricciones de mi liber­
tad las leyes así derivadas de ese ficticio contrato social determinan en
mucha mayor medida lo que no se puede hacer que lo que se debe hacer
(como hacían las leyes de la sociedad feudal). También allá donde se pres­
criben actos positivos (por ejemplo el pago de impuestos) la fundamenta-
ción subyacente es que yo mismo soy un usufructuario de los servicios pú­
blicos así financiados. Incluso las aportaciones recaudadas por el Estado
del bienestar, que directamente sólo benefician a determinadas partes de la
población (y que no estaban previstas en la versión liberal del contrato so­
cial), se pueden interpretar como pólizas de seguro personales de éste o
aquel tipo —ya sea contra la eventualidad de mi propia indigencia, ya con­
tra el riesgo de anomia en caso de escasez generalizada y no amortiguada,
ya contra los perjuicios económicos de un mercado de consumo disminui­
do— . En todo caso, tales aportaciones todavía se pueden subsumir en el
principio del bien común ilustrado. Pero no hay en el marco conceptual del
contrato social una revocación total del interés propio, y por tanto el puro
sacrificio queda fuera de él. En las condiciones hipotéticas del contrato por
sí solo, no se me puede exigir morir por el bien común. (Thomas Hobbes
dejó esto insistentemente claro). Incluso dejando a un lado este caso extre­
mo, queremos pensar que nadie es total y unilateralmente el pagano en nin­
guna de las renuncias que en circunstancias normales la sociedad exige «en
interés general», es decir, a favor de los demás. «En circunstancias norma­
les» es, como veremos, una cláusula necesaria. Además, el «contrato» sólo
legitima las pretensiones sobre nuestras acciones visibles, públicas, y no
aquellas sobre nuestro ser invisible y privado, del que luego hablaremos.
Hay un caso en el que interés y control públicos se extienden, con general
consentimiento, a la esfera privada: en la escolarización forzosa de nues­
tros hijos. Pero también en este caso se asume que el aprendizaje y lo
aprendido, aparte de todo el futuro beneficio para la sociedad, va en bien
S O B R E L O S E X P E R I M E N T O S EN S U J E T O S H U M A N O S 83

del individuo en su propio ser. No toleraríamos (y sin duda quemamos evi­


tar) que la educación escolar degenerara en adiestramiento de autómatas
útiles para la máquina social.
Hay que recordar que ambas limitaciones de la pretensión pública en
nombre del bien común —la que se refiere al sacrificio unilateral y la que
concierne a la esfera privada— solamente son válidas bajo el supuesto de la
primacía del individuo, en la que reposa toda la idea del «contrato social».
Esta primacía es en sí misma un axioma propio de nuestra tradición occi­
dental, por así decirlo su elección metafísica, y una abolición —admitida
descuidada o indulgentemente— de su vigencia amenazaría los fundamen­
tos de esta tradición. Observemos de pasada que, naturalmente, los siste­
mas que convierten en su axioma la primacía alternativa de la sociedad es­
tán menos vinculados a los límites que postulamos. Mientras nosotros
rechazamos la idea de elementos socialmente «prescindibles» y contempla­
mos a los que no sirven o incluso se rebelan contra el fin social como una
carga que la sociedad tiene que llevar (dado que su derecho inmanente a
existir es tan incondicionada como la del más útil), un régimen realmente
totalitario puede considerar justo que el colectivo se libre de esta carga o
constriña a los en alguna medida útiles de entre ellos al servicio en un fin
social (y hay eficaces combinaciones de ambas vías). Normalmente —es de­
cir, cuando no hay una situación de emergencia— no damos al Estado el
derecho a costreñir a trabajar aunque le demos el derecho a recaudar dine­
ro, porque el dinero es separable de la persona, pero el trabajo no. Menos
aún que el trabajo forzoso toleramos el peligro o la lesión física y de la dig­
nidad impuesta por las autoridades.
Sin embargo, en tiempo de guerra nuestra propia sociedad suspende el
fino equilibrio del contrato social y sitúa en su lugar un predominio casi in-
condicionado de la necesidad pública sobre los derechos individuales. En
casos de emergencia de este tipo, la condición sacrosanta del individuo se
ve en gran medida revocada y entra en vigor temporalmente un estado de
cosas en la práctica casi totalitario, cuasicomunista. Se concede a la comu­
nidad el derecho a plantear a sus miembros exigencias que en su condición
y dimensiones van mucho más allá de las normalmente permitidas. Enton­
ces se considera justo que una parte de la población soporte riesgos des­
proporcionados, y la mayoría restante acepta este sacrificio y goza después
de sus frutos... por difícil que nos parezca justificar esto conforme a las es­
calas éticas normales. Lo justificamos, por así decirlo de manera transética,
con el estado colectivo de extrema emergencia cuya expresión legal es, por
ejemplo, la declaración del estado de guerra.
Los experimentos médicos con sujetos humanos se ubican en algún lu­
gar entre este caso extremo y las transacciones normales del contrato so­
cial. Por una parte, en general no está en juego ninguna supervivencia co­
lectiva extrema comparable a la opción entre la vida y la muerte. Y no se
exige un sacrificio o riesgo extremo comparable. Por otra parte, lo que se exi­
ge va decididamente más allá de lo que el individuo puede poner de su per­
sona a disposición del «bien común» de manera legal y admisible. De he­
cho, nuestra sensibilidad contra el tipo de invasión y utilización del ámbito
84 t ècn ica , m ed ic in a y ética

más íntimo del propio cuerpo, que es de lo que aquí se trata ss tal que sólo
un objetivo de valor superior o imperativa urgencia podría hacérnoslo
aceptable.

5. L a s a l u d c o m o b i e n p ú b l ic o

El fin en cuestión es la salud, y en su aspecto crítico la vida misma... bie­


nes evidentemente elevados, a los que el médico sirve directamente me­
diante la curación y el investigador indirectamente mediante el conoci­
miento que obtiene de sus experimentos. No hay duda ni sobre el bien
superlativo que se promueve ni sobre el mal que se combate: la enfermedad
y la muerte prematura. Pero, ¿un bien para quien y un mal para quién? En
la aspiración a dar a la experimentación médica la dignidad que le corres­
ponde (en la creencia de que un valor es mavor cuando es colectivo en vez
de individual), la salud y la enfermedad se predican del conjunto social,
como si fuera la sociedad la que en la persona de sus miembros se alegra de
la una y sufre la otra. Para los íines de nuestro problema, se puede contra­
poner interés público a interés privado, bien común a bien individual. De
hecho he oído llamar a la salud bien nacional... lo que sin duda también es,
pero no en primer término.
Para ilustrar un tantD la falta de claiidad de estos conceptos, he pensa­
do en una formulación que se utilizo repetidamente en una conferencia
americana sobre este objeto, primero en forma de pregunta retórica:
«¿Puede permitirse la sociedad "desechar” los tejidos y órganos de un pa­
ciente que ha perdido de forma irreversible la conciencia cuando podrían
ser utilizados para restablecer a un individuo enfermo sin esperanza, pero
aun rescatable?». Se responde con un no a la pregunta, mencionándose
como finalidad del aprovechamiento de tejidos y órganos, además de la sal­
vación de otros pacientes, la investigación y la experimentación. Vamos a
entrar más en detalle en algunos de estos conceptos.

6. Lo q u e la s o c ie d a d p u e d e p e r m it ir s e

«¿Puede permitirse la sociedad...?» ¿Qué? ¿Dejar morir intactas a las


personas y privar así a otras de algo que necesitan desesperadamente y sin
lo cual tendrían que morir también? De hecho, estos otros infelices no pue­
den salir adelante sin el riñón, el corazón u otros organos del paciente que
está muriendo al lado, del que depende que ellos continúen vivos. Pero, ¿les
da eso un derecho? ¿Obliga eso a la sociedad a procurarles lo que necesi­
tan? ¿Está el comatoso obligado a cedérselo? ¿Es que el cuerpo, cuando ya
no se puede salvar para la propia persona, pertenece a la sociedad? Deje­
mos a un lado lo que la sociedad puede o debe hacer: «permitírselo» sin
duda que puede. Perder miembros por muerte natural es algo integrado en
el equilibrio natural de la muerte y el nacimiento. Naturalmente esto es de­
masiado general para nuestra pregunta, pero quizá merezca la pena recor­
S O B R E L O S E X P E R I M E N T O S UN S U J E T O S H U M A N O S 85

darlo, porque muestra que en la cuestión de la prolongación marginal de la


vida por medios tan extraordinarios como el trasplante de órganos no se
debe incluir el bien de la sociedad: es demasiado robusto para eso. Si el
cáncer, las enfermedades cardíacas y otras dolencias orgánicas (no conta­
giosas), especialmente aquellas que afectan más a los viejos que a los jóve­
nes, siguen cobrándose su mortal tributo (también en miedo y tormento
privado) con frecuencia constante, la sociedad podría no obstante prospe­
rar en todos los sentidos.
Y ahora algunos ejemplos de lo que la sociedad no puede permitirse, de
hecho, con serena veracidad. No puede permitirse dejar que una epidemia
se extienda sin freno; que la tasa de mortalidad supere de forma constante
la de natalidad; pero tampoco —tenemos que añadir— una tasa de natali­
dad que supere demasiado la de mortalidad; no puede permitirse una me­
dia de duración de la vida demasiado baja, aunque esté demográficamente
compensada por una elevada fertilidad; ni, por otra parte, una longevidad
demasiado generalizada, con la disminución, que le corresponde necesa­
riamente, del peso de la juventud en el cuerpo social; ni un nivel debilitador
del estado general de salud; y otras cosas por el estilo. Éstos son casos cla­
ros en los que el estado general de la sociedad se ve críticamente involucra­
do, y el interés público puede presentar sus imperativas reclamaciones. La
Muerte Negra, en el siglo xiv, fue una calamidad pública aguda; las agota­
doras devastaciones de la malaria endémica en algunos países son una ca­
lamidad pública de tipo crónico. Una sociedad, como conjunto «no puede
permitirse» tales situaciones, y muy bien pueden hacer necesarios recursos
extraordinarios, incluyendo la invasión de los sacrosantos ámbitos privados.
Esto no es enteramente cuestión de cifras y proporciones. En un senti­
do más sutil, la sociedad no puede permitirse ni un sólo asesinato judicial,
ni una sola torsión del derecho, ni una infracción de los derechos hum a­
nos ni de la más mínim a minoría, porque esto socava la base moral sobre
la que reposa la existencia de la sociedad. Pero, por razones similares, tam­
poco puede permitirse la ausencia de compasión en medio de ella, la desa­
parición del esfuerzo por aliviar los padecimientos, ya sean muy extendidos
o raros... una forma de lo cual es el esfuerzo por vencer a las enfermedades
de todas clases, sin importar que numéricamente tengan peso social o no.
En resumen, la sociedad no puede permitirse la falta de virtud en mitad de
sí misma, con su disponibilidad al sacrificio más allá de la obligación defi­
nida. Dado que su ausencia, es decir, la del idealismo personal, es en última
instancia un secreto imprevisible a pesar de toda la educación, tenemos la
paradoja de que, para existir, la sociedad depende de un orden «religioso»
imponderable que puede fomentar, que puede esperar, pero que no puede
imponer. Tanto más tiene que proteger este preciosísimo capital del abuso.
¿Para qué fines de la esfera biomédica habría que tocar este capital...
Por ejemplo, para solicitar y utilizar los servicios de sujetos humanos para
la experimentación? Postulamos que tiene que tratarse no sólo de fines que
cuenten con el asentimiento general, como es sin duda el caso del fomento
de la salud de todos, sino de fines que tengan la aspiración superior a la
sanción social. Pensamos ante todo en los casos ilustrados anteriormente,
86 t éc n ic a , m ed ic in a y ética

que afectan de forma crítica a todo el estado actual y futuro de la comuni­


dad. Se puede declarar un estado de emergencia publica comparable al es­
tado de guerra, en el que se levantan temporalmente ciertas prohibiciones
y tabús normalmente inviolables. Observaremos aquí que la superación de
un mal siempre tiene más peso que el fomento de un bien. Un riesgo extra­
ordinario disculpa los recursos extraordinarios. Esto vale también para los
experimentos físicos en personas, que habría que incluir más bien entre las
formas extraordinarias que ordinarias de servicio públicame nte exigido al
bien común. Naturalmente, dado que la previsión y la responsabi.'dad ante
el futuro forman parte de la esencia de la sociedad institucional, la defensa
contra las catástrofes se extiende también a la prevención a largo plazo,
aunque su menor urgencia permite exigencias menos radicales.

7. La s o c ie d a d y la c a u s a d e l p r o c r e s o

El argumento se vuelve mucho más débil cuando no se trata de la sal­


vación, sino de la constante mejora de la sociedad. Gran parte del progreso
médico entra en esta categoría. Como va hemos dicho, ha> que distinguir el
riesgo para la sociedad de la tragedia personal. Mientras se mantengan
cienos valores estadísticos, la aparición de la enfermedad y la muerte a ella
debida no son una desgracia «social» en sentido estricto. Me apresuro a
añadir que no por eso es menos una desgracia personal, y el grito de ayuda
que se alza con muda elocuencia de cada víctima y de todas las víctimas po
lenciales no posee una dignidad menor. Pero sería erróneo equiparar la res­
puesta a ello, fundamentalmente humana, con la que se debe a la sociedad;
esta respuesta es debida de persona a persona... y por eso la sociedad se la
debe al individuo, en cuanto la adecuada provisión de estas necesidades su­
pera el circulo de actuación de la espontaneidad privada (como es cada vez
mas el caso) y se convierte en mandato público. Sólo de esta forma la so­
ciedad asume la responsabilidad de la atención médica, la investigación, el
cuidado de los ancianos y un sinnúmero de cosas que originariamente no
entraban en el dominio público, y ahora se han convenido en verdaderas
obligaciones frente a la sociedad en vez de directamente frente al congéne­
re, precisamente poroue ahora son administradas por la sociedad.
De hecho, ya no sólo esperamos de la sociedad derecho, orden y protec­
ción de nuestra seguridad, sino mejoría activa y constante en todos los
terrenos: tanto refrenando a la naturaleza como acrecentando e incremen­
tando las posibilidades de satisfacción humana... en pocas palabras: pro­
moviendo et progreso. Éste es un objetivo expansivo, que deja muy a sus es­
paldas la norma negativa referente a las catástrofes de nuestras anteriores
reflexiones. Le falta la urgencia de esta última, pero tiene la nobleza del li­
bre avance hacia adelante. Seguro que merece un sacrif ció. La pregunta
ya no es qué necesita la sociedad, sino a que está obligada por nuestro
mandato, mas alia de toda necesidad. El fideicomiso para estos objetivos
crecientes se ha convertido en un mandato oficial, permanente e institu­
cionalizado del organismo político. Como celosos usufructuarios de sus
S O B R E I OS E X P E R I M E N T O S UN S U J E T O S H U M A N O S 87

beneficios, debemos a la «sociedad», como gerente principal, nuestras


aportaciones individuales al deseado «más allá» del movimiento. Recalco el
«más allá». Mantener un nivel existente y en conjunto aceptable no requie­
re más que los medios ortodoxos de la imposición fiscal y la supervisión del
estándar profesional. El objetivo electivo del progreso exige más. Así que te­
nemos esc síndrome: el progreso es, en nuestra voluntad, un interés reco­
nocido de la sociedad, en cuyos beneficios los individuos participamos en
distintos grados: la investigación es un instrumento necesario del progreso;
en la medicina, la experimentación en sujetos humanos es un instrumento
necesario de la investigación: ergo la investigación humana se ha converti­
do en un interés social.
Pero, ¿puede realmente la sociedad, en aras de cualquier interés públi­
co, exigir la aportación de mi ser físico? El llamado «contrato social» sólo
legitima exigencias sobre nuestros actos visibles y públicos, no sobre nues­
tro ser invisible, secreto, oculto incluso a nosotros mismos. Nuestras capa­
cidades, no su origen en la persona, entran dentro del ámbito de vigencia
de los derechos públicos. A nuestra conducta y a nuestra posesión munda­
nas se les pueden plantear exigencias del bien común, que lleguen hasta el
requerimiento de prestaciones y de la propiedad: ambas son separables de
la persona, sus extensiones externas por así decirlo, abiertas a la interven­
ción de los derechos públicos que regulan lo extemo, lo que llega hasta el mun­
do de todos, a través de la ley y la costumbre. Pero en el límite entre el
mundo exterior común, compartido con otros, y el interior más propio,
nuestra piel, todo derecho público se detiene. Igual que nadie, ni el Estado
ni el prójimo necesitado, tiene derecho a uno de mis riñones; igual que los
órganos del yacente en coma irreversible no se pueden requerir legalmente
para la salvación de otros, tampoco el interés público o bien común tiene
derecho a mi metabolismo, mi circulación, mis secreciones internas, mi ac
tividad neuronal o cualquier otro de mis aconteceres internos. Esto es lo
más privado de lo privado, la esfera propia no comunal, inalienable. Si
añadimos a esto que dentro del progreso médico no estamos ante ningún
caso de emergencia pública, no hay que evitar ninguna catástrofe general
(caso en el que desaparecen incluso los últimos derechos privados), que
más bien —dicho sea de forma sobria y estadística— la sociedad puede se­
guir existiendo aunque el cáncer y las dolencias cardíacas sigan sin ser con­
troladas por un tiempo más, se verá que el contrato social tiene poco que
hacer en esta cuestión y la voluntariedad es inseparable de ella. Existe,
como ya hemos hecho notar, una diferencia entre la aspiración moral a un
bien común (como sin duda es toda victoria sobre una enfermedad) y un
derecho de la sociedad a este bien y a los medios para su realización.
La determinación de la investigación es esencialmente meliorista. No
sirve al mantenimiento de un bien existente, del que ya me beneficio y por
el que aporto una contraprestación. Pero excepto cuando la situación ac
tual es insoportable, el objetivo meliorista no es necesario: es facultativo, y
no sólo desde el punto de vista del presente. Nuestros descendientes tienen
derecho a que les leguemos un planeta sin saquear; no tienen derecho a
nuevas curas milagrosas. Hemos pecado contra ellos al destrozar su heren­
88 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA

cia... a lo que nos dedicamos con todas nuestras fuerzas; no hemos pecado
contra ellos si en el momento de su llegada la arteriosclerosis aún no ha
sido erradicada (excepto si se debe a dolosa negligencia). Dicho de manera
muy general, igual que la humanidad no tenía derecho a la aparición de un
Newton, un Miguel Ángel o un Francisco de Asís, y no tenía derecho a las
bendiciones de sus no programados actos, tampoco el progreso, con todo
nuestro metódico trabajo en su favor, puede ser presupuestado y exigir sus
frutos como si se tratara de un interés vencido. Más bien el que tenga lugar
y sea para bien (de lo que nunca podemos estar seguros) ha de ser contem­
plado como algo así como una «gracia».

8 . M F .L IO R IS M O , INVESTIGACIÓN MÉDICA Y OBLIGACIÓN INDIVIDUAL

En ningún sitio el objetivo meliorista es más inherente a la esencia del


caso que en la medicina. Para el médico, es todo lo contrario que facultati­
vo. Curar, es decir, mejorar al paciente, es su profesión, y por tanto también
la mejora de la capacidad de curar es una parte de su obligación ¿Hasta
qué punto obliga al otro, al no implicado? Como objetivo social, lo decía­
mos antes, la constante mejora es facultativa. Tiene que apoyarse en su no­
bleza interior. Ambas cosas, libertad de elección y nobleza, tienen pues que
determinar la forma en que se apela a y se acepta en el campo médico el
sentido del sacrificio de terceras personas al servicio del progreso. La liber­
tad es sin duda la primera condición que hay que observar aquí. La cesión
del propio cuerpo para experimentos médicos está totalmente fuera del
«contrato social» exigible.
¿O se puede interpretar como dentro de él... como reembolso de los be­
neficios de anterior experimentación que yo mismo he recibido? Pero ese
reembolso no se lo debo a la sociedad, sino a las anteriores personas dis­
puestas al sacrificio, con las que la propia sociedad está en deuda, y ésta no
tiene derecho a reclama r mi deuda personal y aumentar así la suya. Ade­
mas, la gratitud no es socialmente imponible; y de todas rormas no impone
imitar su causa con un hecho igual. Pero sobre todo, si entonces fue injus­
to forzar el sacrificio no será justo volverlo a forzar apelando al beneficio
que me ha reportado. Y si entonces no fue forzado, sino enteramente libre
como tenía que ser, así debe seguir siendo, y el precedente no se puede em­
plear como presión social sobre los descendientes para hacer lo mismo
bajo el signo de la obligación.
De hecho, tenemos que buscar fuera de la esfera del contrato social, fue­
ra de todo el ámbito de derechos y obligaciones públicos, los motivos y
normas dt los que podemos esperar que produzcan la voluntad de dar algo
a lo que nadie tiene derecho: ni la sociedad, ni el prójimo, ni la posteridad.
Tales fuentes transsoc: les del comportamiento están en el ser humano, y
va he señalado la paradeia o el misterio de que sin ellas la sociedad no pue­
da prosperar, que tenga que alimentarse de ellas pero no pueda dirigirlas.
¿Qué ocurre con la ley de la costumbre como tal motivación trascenden­
te dal comportamiento? Va considerablemente más allá de la ley pública del
S O B R E L O S E X P E R I M E N T O S EN S U J E T O S H U M A N O S 89
contrato social. Este último, como hemos visto, está fundado en la repla del
beneficio propio ilustrado: do ut des —doy para que me den— . La ley de la
conciencia personal exige más. Conforme a la «regla de oro», por ejemplo,
debo hacer las cosas tal como deseo que me las hicieran en las mismas cir­
cunstancias, pero no para que me las hagan y esperando una recompensa.
La reciprocidad, esencial para la ley social, no es una condición de la ley
moral. Sin duda una expectativa más sutil del «beneficio propio», pero per­
teneciente ya al orden moral, puede representar su papel: prefiero vivir en
una sociedad moral, y puedo esperar que mi ejemplo contribuya a la mora­
lidad general. Pero incluso si al hacerlo peco de genuo, la «regla de oro»
se mantiene. (Si la ley social rompe su lealtad a mí, quedo desligado de su
pretensión.)

9. L e y moral y t n t r f .g a t r a n s m o r a l

; Puedo entonces verme llamado, en nombre de la ley moral, a la prácti­


ca de experimentos médicos sobre m í mismo? En principio, la «regla de
oro» parece ser aplicable aquí. Si yo sufriera una enfermedad mortal, desea­
ría que suficientes voluntarios en el pasado hubiemn hecho posible con la
entrega de sus cuerpos el conocimiento suficiente como para que yo pudie­
ra salvarme ahora. Desearía, si necesitara a toda costa un trasplante, que el
paciente de al lado hubiera dado su acuerdo a una definición de muerte se­
gún la cual sus órganos estuvieran disponibles para m í en su estado más
fresco. Sin duda si me ahogo desearía también que alguien arriesgara, o in­
cluso sacrificara, su vida por mí.
Pero el último ejemplo nos recuerda que sólo la forma negativa de la
regla de oro («no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti») tiene
plena fuerza prescriptiva. La forma positiva («haz. a los otros lo que desea­
rías que te hicieran a ti»), dentro de la cual entra nuestra pregunta, apun­
ta a un horizonte infinitamente abierto, en el que pronto cesa la fuerza
prescriptiva. Podemos decir de k que hubiera debido asistir a B. compartir
su angustia con él, etc., pero no podemos decir que A hubiera debido dar
su vida por B. Que lo hubiera hecho sería elogiable; no haberlo hecho no
es reprochable. No se le puede exigir. No infringe ninguna obligación si
no lo hace. Pero él y sólo él puede decir de sí mismo que hubiera debido
dar su vida. Este «deber» es estrictamente entre él y sí mismo, o entre él y
Dios. Ninguna parte externa — prójimo o sociedad— puede atreverse a al­
zar su voz.
En otras palabras, tenemos que distinguir entre obligación moral y la
mucho más amplia esfera del valor moral. (Esto, dicho sea de paso, mues­
tra el error en la difundida opinión de la teoría de los valores ds que, cuan­
to mayor sea el valor, más vinculante es y tanto mayor la obligación de ha­
cerlo realidad. Los valores supremos se encuentran en una región situada
más allá de la obligación y la exigencia.) La dimensión ética va mucho más
allá de la ley moral y llega hasta la sublime soledad de la entrega y la elec­
ción última, lejos de todo cálculo y regla... en poras palabras: a la esfera de
90 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

lo sagrado. Sólo de allí puede partir la oferta del sacrificio de uno mismo, y
esta fuente tiene que se protegida de la manera más cuidadosa. ¿Cómo?
La primera obligación que le surge aquí a la comunidad investigadora
es garantizar una verdadera autenticidad y espontaneidad por parte de los
sujetos.

10. E l problem a del « c o n s e n t im i f n t o »

Pero aquí debemos tener claro que la mera emisión del llamamiento, la
petición de voluntarios, con la presión moral y social que inevitablemente
engendra, no puede por menos que convertirse en una especie de conscrip­
ción incluso observando escrupulosamente las reglas del consentimiento. Y
necesariamente entra en juego una cierta tarea de convicción. Por eso el
consentimiento —sin duda la condición mínim a inalienable- —aun no sig­
nifica la total solución del problema. Admitiendo que la intimación y la
convicción y con ello algo así como el reclutamiento forman parte de la si­
tuación, surge la pregunta: ¿quién puede reclutar y quién ser reclutado? O
expresado con más suavidad: ¿quién debe hacer el llamamiento a quién?
El emisor naturalmente cualificado del llamamiento es el propio inves­
tigador, colectivamente el titular principal del impulso y el único con com
petencia técnica para juzgar. Pero dado que también es parte interesada en
alto grado fe interesada no sólo en el bien público, sino también en la em­
presa científica como tal, en «su» proyecto, incluso en su carrera), no es un
testigo del todo libre de sosptcha. La dialéctica de esta situación —un deli­
cado problema de compatibilidad— hace necesarios especiales controles
por parte de la comunidad investigadora y de las autoridades públicas, que
no vamos a discutir aquí. Los controles pueden atenuar el problema, pero no
superarlo. Tenemos que vivir con la ambigüedad de todo lo humano.

11. A lTORRECLUTAMIENTO DE la COMUNIDAD CIENTÍFICA

¿A quién debe dirigirse el llamamiento? El emisor natural del mismo es


también su primer destinatario natural: el propio investigador médico y el
gremio científico en su conjunto. En tal coincidencia —de hecho la noble
tradic ion con la que empezó el capítulo entero de los experimentos huma­
nos— desaparecen casi todos los demás problemas legales, éticos y metafí-
sicos. Si hay una plena y autónoma identificación del sujeto con el objetivo
de la investigación que tiene que legitimar su papel en el experimento, es
ésta; si hay una comprensión plena (no sólo del objetivo, sino también del
procedimiento de expei imentacion y de sus posibilidades), es ésta; si hay
una motivación tuerte, es ésta; si hay una decisión libre es ésta; si hay una
integración con odo el esfuerzo y la acción de la persona, es ésta. El auto-
rreclutamiento ha eludido per se el problema del consentimknto. con su in-
soluble ambigüedad. En este caso ni siquiera tiene que cumplirse la con­
dición, vigente para el reclutamiento de terceros, de que el objetivo sea
S O B R E LOS E X P E R I M E N T O S EN SU JE TO S H U M A N O S 91

realmente importante y el proyecto tenga en alguna medida expectativas de


éxito. Por sí mismo, el investigador es libre de prestar oídos a su obsesión,
poner a prueba su intuición, probar su suerte, seguir el atractivo de la am­
bición. En tanto que se expone a sí mismo y a otros consagrados de la co­
munidad investigadora al reto del experimento, aún no se ha pisado terre­
no problemático.
Pero naturalmente, incluso con la disponibilidad ideal de este circulo
íntimo no se resuelve el problema. Este potencial no basta, ni en número ni
en dispersión cualitativa del material, para el múltiple, sistemático y cons­
tante ataque a la enfermedad de todo tipo a la altura del cual estaban los ac­
tos solitarios de los antiguos investigadores. Las necesidades estadísticas
plantean sus voraces exigencias. Si toda la empresa del progreso no fuera
facultativa, comparada con el obligado respeto a una esfera privada invio­
lable, la solución más sencilla sería inscribir a toda la población en «padro­
nes» y decidir por ejemplo por sorteo quién de cada categoría es llamado al
«servicio». No es difícil imaginar sociedades en las que esto coincidiría con
sus concepciones básicas. Estamos de acuerdo en que la nuestra no es una
de ellas y no va a serlo. El íantasma de esta posibilidad es una de las uto­
pías amenazadoras en nuestro propio horizonte, y tenemos que cuidar de
no acercarnos a ella mediante pasos inapreciables. ¿Como podríamos m an­
tenemos fieles a ese obligado respeto si al mismo tiempo queremos dar el
suyo a otro valor de no menor rango? Repetimos simplemente la pregunta
anterior: ¿a quién ha de dirigirse el llamamiento?

12 . « I d e n t i f i c a c i ó n » c o m o p r i n c i p i o d e s e l e c c i ó n e n g e n e r a l

Si ampliamos a criterios generales de selección las condiciones que cua­


lifican preferentemente a los miembros de la comunidad científica para el
papel en cuestión, habría que buscar otros sujetos en los que sea de esperar
un máximo de identificación, comprensión y espontaneidad... es decir, en­
tre las partes de la población más formadas y menos manipulables por su
situación económica. Desde esta reserva por naturaleza escasa, una escala
descendente de admisibilidad ideal lleva a la creciente abundancia real de
la oferta, cuya utilización debería ser tanto más contenida cuanto más se
relajan los criterios de exclusión. Esto lleva a una inversión de la «conduc­
ta de mercado» normal y racional, en la que la oferta más barata es la pri­
mera que se emplea y la más cara se emplea en todo caso al final.
El principio conductor de estas consideraciones es que a la «injusticia»
de la cosificación sólo se le puede hacer «justicia» con una identificación tan
auténtica con el objetivo de la investigación que haga a éste un objetivo
tanto del sujeto del experimento como del investigador. En ese caso, el papel
experimental del sujeto no es simplemente permitido, sino positivamente
querido. Esta voluntad soberana suya, que hace propio el objetivo, garan­
tiza su condición de persona en esa situación de lo contrario despersona-
lizadora. Para ser válida, esa voluntad tiene que ser autónoma e informada.
Esta última condición sólo se podrá cumplir en un cierto grado fuera de la
92 t é c n ic a , m e d ic in a y é t ic a

c o m u n id a d investigadora. Pero cuanto mayor sea el grado de comprensión


respecto al objetivo > a la técnica, tanto mas válido será él consentimiento
de la voluntad. Un margen de mera conlianza sigue siendo inevitable. En
última instancia, el llamamiento a los voluntarios debería buscar ese libre
y alegre consentimiento, la apropiación del objetivo de investigación en el
propio esquema de objetivos de la persona. Según esto, la apelación se di­
rige en verdad a una fuente misteriosa y sagrada de generosidad de la vo­
luntad, «sacrificio» que puede prender en distintos individuos por distintos
motivos y objetos. Las siguientes motivaciones, por ejemplo, pueden ser re­
ceptivas al «llamamiento» aquí discutido- compasión por el sufrimiento
humano, diligencia en favor de la humanidad, respeto a la regla de oro, en­
tusiasmo por el progreso, entrega a la causa de la ciencia, incluso, sin obje­
tos la necesidad en sí de autojustificación a través del sacrificio. Todas es­
tas motivaciones, afirmo, puede utilizarlas el investigador si el objeto de
investigación es lo bastante digno; y es una obligación prioritaria de la co­
munidad investigadora (especialmente con vistas a lo que he llamado
«margen de confianza») prestar atención a aue esta valiosa fuente nunca
sea objeto de abuso con fines poco serios. Ni la más libre y espontánea de
las ofertas debería ser aceptada para un objetivo menos que pleno.

13. L a r e g l a d e la « s e r ie d e s c e n d e n t e » y s u s e n t i d o a n t iu t il it a r io

Hemos planteado una regla que no puede resultar muy agradable a la in­
dustria de la investigación, hambrienta de cifras. Dado que tengo confianza
en el potencial trascendente de los hombres, no temo que esa «fuente» falte
nunca a una sociedad que no se autodestruya... y sólo una sociedad así me­
rece los beneficios del progreso. En todo caso, esta regla es «elitista» (como
la empresa del progreso mismo bien entendida), y las elites son por naturale­
za pequeñas. El atributo conjugado de motivación e información más liber­
tad de presión exterior, sueie estar socialmente tan circunscrito que la estric­
ta observancia de la regla podría matar numéricamente por inanición el
proceso de la investigación. Por eso hablamos de una serie descendente de
admisibiliuad. que permite precisamente relaiar la regla, pero en la que la
conciencia de que su legitimación disminuye no carece de consecuencias
prácticas. Apartándose ae la norma purista, la zona de destino del lLma-
n.iento se desplaza necesariamente del idealismo a la condescendencia de la
altura de miras a la conformidad, del juicio a la confianza. «Consentimiento»
y «voluntar edad» en sentido formal cubren todo el espectro, pero llegamos a
zonas de penumbra en las que su contenido se vuelve cuestionable quizá ilu­
sorio. Por ejemplo en el caso de necesitados, cuando interviene la compensa­
ción económica; o en el caso de personas dependientes, que temen perder
con un no el favor de su superior o esperan ganárselo con un sí. Pensamos
aquí en la psicología de los pacientes de beneficencia, pero también en los es­
tudiantes en su relación con el profesor que pide sujetos de prueba para su
proyecto de investigación. (Por otra parte, ellos cumplen muy bien el deside­
rátum de la comprensión.) Una población especialmente a mano con fines de
S O B R E L O S E X P E R I M E N T O S EN S U J E T O S H U M A N O S 93

experimentación son los internos de las cárceles: pueden dar su autorización,


sin la que tampoco en su caso se puede hacer nada, contra la promesa de be­
neficios penitenciarios, en caso de gran riesgo incluso de condonación de la
pena. Todas estas son zonas de penumbra que sin duda no se pueden evitar,
pero a las que hay que entrar con gran cuidado ético. El límite inferior es la
capacidad de comprensión y de consentimiento (es decir, también de negati­
va) como tal. Esto excluye tanto a los débiles mentales como a las relaciones
de obediencia militar. No puedo entrar aquí en una casuística. Muestro sólo
el principio del orden de preferencias, visto ahora desde el lado negativo:
cuanto más pobre en conocimiento, motivación y libertad de decisión es el
grupo de sujetos (y esto significa también, por desgracia, el grupo más am­
plio y más disponible), tanto más cautelosamente, incluso con resistencia, ha
de ser empleada esta reserva, y tanto más coactiva tiene que ser la justifica­
ción compensatoria a través del objetivo.
Observemos que esto es lo contrario de un estándar de utilidad social, la
inversión del orden de «disponibilidad y empleabilidad»: los elementos más
valiosos y más escasos, los más difíciles de sustituir, del organismo social,
deben ser los primeros candidatos al riesgo y el sacrificio. Es el estándar del
nobleza obliga; y a pesar de su tendencia contraria a la utilidad y a su apa­
rente derroche, sentimos que tiene su corrección e incluso una «utilidad»
superior, porque el alma de la comunidad vive de este espíritu. Es también
lo contrario de lo que exigen las necesidades cotidianas de la investigación,
y su observancia exige de la comunidad científica que combata la fuerte ten­
tación de atenerse rutinariamente a la fuente más fácilmente utilizable... los
sugestionables, los ignorantes, los dependientes, los «presos» en múltiples
sentidos. No creo que una elevada resistencia contra esta tentación tenga
que paralizar a la investigación, lo que no se puede permitir; en todo caso,
podrá ralentizarla aquí y allá debido a las cifras inferiores con las que en
consecuencia se alimenta a la experimentación. Este precio —un ritmo qui­
zá más lento en el progreso— podría pagarse muy bien por el mantenimien­
to del preciosísimo capital de la vida superior en comunidad.

14. E x p e r i m e n t o s c o n p a c i e n t e s

Hasta aquí hemos partido de la tácita aceptación de que los sujetos de


experimentación se toman de entre las filas de los sanos. A la pregunta
«¿quién es reclutable?», la respuesta espontánea podría ser: los que menos
y los últimos de todos los enfermos... precisamente los más disponibles de
todos, ya que de todas formas están en tratamiento y bajo observación. Que
al ya asediado no se le deberían exigir más cargas y riesgos, que están bajo
la especial protección de la sociedad y la muy especial del médico... eso nos
lo dice nuestro elemental sentido moral. Pero precisamente el objetivo de la
investigación médica, la victoria sobre la enfermedad, requiere en su esta­
dio decisivo el experimento verificador en pacientes justo de esa enferme­
dad, y el dejar de llevarlos a cabo echaría a perder el objetivo. Con el reco­
nocimiento de esta necesidad ineludible entramos en la zona más sensible
94 TÉCNICA, MEDICINA Y ETIC*

de todo el complejo, porque el acontecimiento afecta aquí al núcleo de la


relación medico-paciente y pone a prueoa sus obligaciones más solemnes.
Sobre la ética de esta relación no tengo nada nuevo que decir, pero con fi­
nes de conrrontación con la cuestión del experimento tenemos que recor­
dar algunas de las verdades más antiguas.

15. E l p r iv il e g io f u n d a m f n t a l d e l e n f e r m o

En el curso del tratamiento, el médico está obligado al paciente y a na­


die más. No es el administrador de la sociedad o de la <' zncia medica o de
la familia del paciente o de sus compañeros de sufrimiento o de los futuros
pacientes de esa enlermedad. Sólo cuenta el paciente cuando está bajo la
custodia del médico. Ya conforme a la sencilla ley del contrato bilateral
(analoga, por ejemplo, a la relación del abogado con el cliente, con su con­
cepto ético-profesional del «conflicto de intereses»), el médico está obliga­
do a no permitir que otros intereses entren en competencia con el interés
del paciente en su curación. Pero es evidente que hay en juego normas más
sublimes que las puramente contractuales. Podemos hablar de una relación
de lealtad sagrada. Estrictamente en su sentido, el médico está por asi de­
cirlo sólo con el paciente y con Dios.
Hay una excepción normal a la regla de que el doctor no es el adminis­
trador de la sociedad frente al paciente, sino únicamente el fiduciario de
sus intereses: el aislamiento del enfermo contagioso. Esto no se hace evi­
dentemente en interés del paciente, sino en el de otros que están amenaza­
dos por él. (En la vacunación obligatoria tenemos una combinación de am­
bos intereses: protección del individuo y de los otros.) Pero impedir al
paciente que dañe a otros no es lo mismo que explotarlo en beneficio de
otros. Sigue estando, naturalmente, la excepción de la catástrofe colectiva,
la analogía con el estado de guerra. El médico que lucha desesperadamen­
te contra el brote de una epidemia se encuentra bajo una dispensa única,
que de forma inespecífica suspende la vigencia de algunos mandatos de la
práctica normal, entre ellos quizá los referidos a las libertades experimen­
tales con sus pacientes. No se pueden establecer reglas para revocar realas
en situaciones extremas. Y, como en el famoso ejemplo del naufragio del
barco en la teoría ética: cuanto menos se diga al respecto, mejor. Pero lo
que se admite provisionalmente y se tapa después con un silencio exculpa-
tono no puede valer como precedente. En nuestro análisis tenemos que
vérnoslas con condiciones no extremas, no de emergencia, donde los prin­
cipios han de ser escuchados y las pretensiones han de ser ponderadas en­
tre sí sin coacciones. Hemos admitido que hay tales pretensiones de más
allá de la terapia y que, si es que debe haber progreso médico, ni siquiera el
privilegio superlativo del paciente puede quedar enteramente intacto fren­
te a la intrusión de tales pretensiones. Sobre esta parte, la más precaria e
inquietante de nuestro objeto, sólo puedo ofrecer unas observaciones ten­
tativas, no enteramente concluyentes.
S O B R E L O S E X P E R I M E N T O S EN S U J E T O S H U M A N O S 95

16* E l PRINCIPIO DE « IDENTIFICACIÓN» APLICADO A LOS PACIENTES

En conjunto parecen regir aquí los mismos principios que hemos esta­
blecido para los objetos normales de investigación: identificación, motiva­
ción, comprensión por parte del sujeto. Pero está claro que estas condicio­
nes son peculiarmente difíciles de cumplir en el caso de un paciente. Su
estado físico, su desvalimiento psíquico, su relación de dependencia para
con el medico, la postura de sometimiento e incapacitación que se deriva del
tratamiento... todo lo que tiene que ver con su condición y estado hace
del paciente una persona menos soberana de lo que lo es el sano. También
hay que pensar en el cuasiautismo de la fijación en la entermedad y el inte­
rés por la curación. Casi hay que excluir la espontaneidad de la propia ofer­
ta, y el consentimiento está menoscabado por la disminuida libertad. De
hecho, todos los factores que hacen al paciente como clase tan excepcio-
nalmente accesible y bienvenido para los experimentos comprometen al
mismo tiempo la calidad de la respuesta afirmativa, que es precisa para jus­
tificar moralmente su utilización. Esto, junto con la primacía de la tarca
medica, hace que para el médico y el científico reunidos en una misma per­
sona sea una elevada obligación emplear su enorme poder sólo para los
mas dignos objetivos de investigación y naturalmente, aplicar un mínimo
de convencimiento de la persona.
Sin embargo, todas estas limitaciones dejan espacio para observar tam­
bién entre los pacientes la «escala descendente ae admisibilidad» que he­
mos postulado con carácter general. Conforme a ella, están en primer lugar
los pacientes que más podrían identiiiearse con la causa de la investigación
y mejor la entienden: miembros de la profesión médica y de su entorno
científico-natural, que a veces también son pacientes; inmediatamente des­
pués, entre los pacientes profanos, los motivados en alto grado y capaces de
comprender por su for mación, al mismo tiempo también los menos depen­
dientes; y así sucesivamente escala abajo. Una consideración suplementa­
ria es aquí la gravedad de su estado, que a su vez actúa en proporción in­
versa. En este caso, la profesión tiene que resistir al seductor sofisma de
que el caso más desesperado es el más «consumible» (porque va se ha dado
por perdido de antemano) y por tanto disponible preferentemente; y en ge­
neral la idea de que cuanto peores sean las posibilidades del paciente tanto
piás justificado está su reclutamiento para experimentos que no están pen­
sados directamente para su propio bien. Lo cierto es lo contrario.

17. E l s e c r e t o c o m o c a s o l ím it e

Desnués se da el caso en que el desconocimiento, incluso el engaño al


sujeto forma parte del experimento (estadísticamente por ejemplo en los
grupos de control y aplicaciones de placebo). Tenemos que creerlo cuando
nos aseguran que esto es imprescindible para ciertos fines de verificación.
En sujetos sanos, que han dado previamente su asentimiento al secreto, se
Puede defender la ética del caso. Pero frente al enfermo, que cree que se le
96 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

trata (lo que incluiría también la experimentación con un nuevo medica­


mento) y en vez de ello se le está administrando un placebo, estamos lisa y
llanamente ante una traición médica. Ya la búsqueda del consentimiento
del enfermo en tal lotería, es decir, de su permiso para engañarlo si llega el
caso, va demasiado lejos, según todo lo que llevamos dicho. Pero sobre todo
la mera práctica (que se está difundiendo) de tal engaño eventual al servi­
cio de un proyecto general contiene el peligro de convertir la fe en la bona
fides del tratamiento, en la intención incondícionalmente benetactora del
medico en cada caso, y de socavar así la base de toda la relación médico-pa-
ciente. Desde cualquier punto de vista se desprende que los experimentos
ocultos en pacientes bajo la máscara de su tratamiento son moralmente
inadmisibles. En el mejor de los casos deberían ser la excepción más rara,
cuando por interés superior no pueden ser evitados del todo. Es decir, de­
berían ser un típico caso límite en el que la injusticia v el derecho se mez­
clan del modo más espinoso.
En cambio, no es ningún problema límite la otra variante de la necesa­
ria ignorancia del paciente: la del sujeto inconsciente, comatoso. Emplear­
lo para experimentos no terapéuticos es sencillamente inaceptable, sin li­
mitaciones. Haya progreso o no, el paciente inconsciente no puede ser
«utilizado» nunca, conforme al principio inflexible de que el máximo des­
valimiento exige máxima protección.
Pero el conjunto de los experimentos en pacientes es una zona de som­
bra de la que no se puede salir sin compromisos. Los matices son infinitos,
y sólo el médico e investigador en una sola persona pueden distinguirlos
correciamente en cada caso. En sus manos se arroja la decisión. La regla fi­
losófica, una vez que ha acogido en sí la idea de una escala móvil, no pue­
de especificar realmente su propia aplicación. Lo que puede comunicar al
práctico es sólo una maxima general o una postura para el ejercicio de su
juicio y conciencia en los asuntos concretos de su trabajo. En nuestro caso
esto significa, me temo, hacerle la vida difícil.

18 Los EXPERIM EN T O S EN PACIENTES


TIENEN QUE R E F E R IR S E A SU PROPIA DOLENCIA

Aunque mis consideraciones en su conjunto han proporcionado más


bien puntos de vista que normas definitivas, y más bien premisas que con­
clusiones, en algunos puntos he llegado a un sí o no inequívocos. Uno de
ellos vamos a exponerlo aquí como conclusión, a saber: la enfática regla de
que los pacientes, si acaso, sólo pueden ser sometidos a aquellos experi­
mentos que tienen relación con su propia enfermedad. Nunca debería acre­
centarse lo innecesario del experimento en ellos con lo innecesario del ser­
vicio a una causa ajena. Esto se desprende sencillamente de lo que hemos
hecho valer como única disculpa para la lesión del especial derecho del en­
fermo, a saber, que la guerra científica contra la enfermedad no pueda
cumplir su misión sin llevar al procedimiento de investigación a los que pa­
decen la enfermedad correspondiente. Si se buscan sujetos de experimen-
S O B R E L O S E X P E R I M E N T O S EN S U J E T O S H U M A N O S 97

tación acogiéndose a esta disculpa, tiene que ser precisamente por —y solo
por— su enfermedad.
Ésta es la consideración fundamental y plenamente suficiente. Además,
es cierto que el paciente no vuede obtener utilidad terapéutica alguna del
experimento no ligado a su enlerm<_dad, mientras esto sería posible con un ex­
perimento que sí estuviera ligado. Pero esto nos lleva a la terapia, pasando
por encima de la esfera del meru experimento. Sólo discutimos aquí los ex­
perimentos no terapéuticos, de los que el paciente mismo no obtiene pro­
vecho ex hypothesi. El experimento como parte del tratamiento, es decir,
con la expectativa de ayudar al propio sujeto, es otro cantar y no es asunto
nuestro aquí. El medico que tras el fracaso de las terapias tradicionales
propone al paciente inte ntarlo con una nueva que aún no ha sido puesta a
prueba actúa como su medico, esperando lo mejor para él. Incluso si el ex­
perimento fracasa, fue un experimento en pro del paciente y no meramen­
te sobre él.
De forma muy general, casi es ocioso decirlo, incluso el tratamiento
más regulado y estadísticamente probado tiene siempre algo de experi­
mento cuando se aplica al caso concreto, empezando ya por el diagnostico;
y no sería un buen médico el que no estuviera dispuesto a aprender de cada
caso para casos futuros y no transmitiera sus eventuales nuevos criterios a
toda la profesión. Por consiguiente, se puede servir muy bien, a la vez que
al Ínteres del paciente al interés de la ciencia medica, cuando de su trata­
miento se aprende algo que beneficia a otras víctimas de la misma dolen­
cia. Pero el beneficio para la ciencia y para una futura terapia es entonces
un beneficio accesorio del tratamiento de borta fide del paciente actual.
Ésie tiene derecho a esperar que su médico no le hará nada en nombre del
tratamiento, con la mera finalidad de aprender algo para otros.
En este caso, el médico tendría que decirle algo así: «No puedo hacer
nada más por ti. Pero tu put des hacer algo por mí, es decir, por la ciencia
médica. Podríamos aprender mucho para futuros casos como el tuyo si nos
permitieras hacer contigo éste y aquel experimento. Tú ya no, pero otros
despues de ti sacarían provecho de los conocimientos que se obtuvieran».
Si aceptamos como dadas la condición de la elevada importancia del fin y
la caiidad personal del sujeto para poderle plantear siquiera semejante pre­
gunta, un sí llevaría a que el médico ya no intenta curar al enfermo, sino ha­
llar cómo curar a otros en el futuro.
Pero incluso en este caso —el del experimento en y no en pro del pa­
ciente— sigue siendo su propia enfermedad la que se pone al servicio de la
lucha futura precisamente contra esa enfermedad. Otra cosa es, de nuevo,
sugerir en las mismas condiciones al enfermo incurable que se entregue a
cualquier investigación de otra importancia para la medicina. Puede que el
investigador-médico no vea una diferencia demasiado grande entre este
-aso y el anterior. Yo espero que mis lectores médicos no considerarán una
distinción demasiado fina que yo diga que desde el punto de vista del suje­
to y de su dignidad existe una diferencia cardinal, que separa lo permitido
de lo no permitido... y ello conforme al mismo principio de «identificación»
que hemos invocado continuamente. Como siempre que se trata de la justi-
98 T É C N I C A , M E D I C I N A Y É TI C A

cía o injusticia de cualquier experimentación no terapéutica en cualquier


paciente: en el caso anterior se deja al paciente al menos ese residuo de
identificación que es su propia dolencia, con la que puede contribuir a su­
perarla en otros, y así sigue tratándose en cierto sentido de su propia cau­
sa. Es completamente indefendible robar al infeliz esa intim idad con el ob­
jetivo y piara hacer de su desgracia un cómodo medio para alcanzar fines
que p son ajenos. H onrar esta regla, creo yo, es esencial para paliar al me­
nos la injusticia que representa en todo caso la experimentación no tera­
péutica en pacientes.

19. C o n c l u s ió n

Una observación para terminar. Si ha dado la impresión de que algunas


de mis consideraciones, aplicadas a la práctica, conducen a una ralentiza-
ción del progreso médico, la incom odidad al respecto no debería ser dema­
siado grande. No olvidemos que el progreso es un objetivo facultativo, no
forzosamente obligatorio, y que especialmente su ritmo, por apremiante
que se haya vuelto desde un punto de vista historico-factico. no tiene nada
de sagrado. Pensemos además que un progreso más lento en la lucha con­
tra la enfermedad no amenaza a la sociedad, por doloroso que pueda ser
para aquellos que tienen que lamentar que precisamente su enfermedad no
haya sido superada en su momento: pero que la sociedad sí se vería ame­
nazada por la erosión de esos valores morales cuya posible pérdida por un
im pulso demasiado desconsiderado al progreso científico dejaría sin valor
la posesión de sus m ás deslumbrantes éxitos. Pensemos por últim o que no
puede ser objetivo del progreso erradicar el destino de la mortalidad. Cada
uno de nosotros m orirá de ésta o aquella enfermedad. Nuestra condición
m o n a l pesa sobre nosotros con su dureza pero también con su sabiduría,
porque sin ella no habría la eternamente nueva promesa de la frescura, ori­
ginalidad y celo de la juventud: ninguno de nosotros sentiría el impulso de
contar nuestros días y hacerlos contar. Con todo nuestro esfuerzo por
arrancar a la m ortalidad lo que podamos, debemos saber llevar su peso con
paciencia y dignidad.
C a pit u lo 7

ARTE MÉDICO Y RESPONSABILIDAD HUMANA

Le medicina es una ciencia; la profesión médica es el ejercicio de un


arte basado en ella, lo do arte tiene una finalidad, quiere llevar a cabo algo;
la ciencia quiere encontrar algo, muy en general la verdad sobre algo: éste
es su objetivo inmanente, en el que podría detenerse. El objetivo de una ha­
bilidad, en cambio, de una téchne. está fuera de ella, en ei mundo de: los ob­
jetos a los que modifica y aumenta con otros nuevos, precisamente artifi­
ciales. La mayoría de las veces tampoco éstos son su obji :tivo propio, sino
que sirven a otros fines. La arquitectura tiene su finalidad directa en la
obra, el arte del textil en el tejido; la obra por su parte sirve a la vivienda, el
textil al vestido, etcétera. Aquí el arte médico asume a todas luces una po­
sición especial, que enseguida denuncia el nombre «arte curativo*, porque
la curación no es la fabricación de una cosa, sino el restablecimiento de un
estado, y el estado mismo, aunque se aplique arte a él, no es un estado arti­
ficial, sino precisamente el estado natural o uno tan próximo a él comu sea
posible. De hecho toda la relación del arte médico con su objeto es única
entre las artes. Elaboremos un poco esta diferencia.
Primero, hay que observar que para el médico la materia en la que ejer­
ce su arte, la que «elabora», es en sí misma el fin último: el organismo hu­
mano vivo como objetivo de sí mismo. El paciente, ese organismo, es el alfa
y omega en la estructuia del tratamiento. Casi en todas partes donde el arte
hace su obra reina la extraneza entre la materia indiferente y la finalidad
para la que es elaborada, y usualmente también una mediatez más o menos
amplia entre el pr >ducto i recto de la obra y el objetivo final al que sirve. A
la materia prima primero, y después a todos los miembros de la cadena me­
dio-fin fabricados a partir de ella, el objetivo se les impone desde fuera. El
Homo faber trata con ellos a su antojo, observando las leyes de la naturale­
za. El fabricante de las cosas era también el productor de los fines. Su ma­
terial, por su parte, carece de objetivos.
Al medico en cambio el objetivo le viene dado por el autoobjetivo de su
objeto; la «materia prima» es aquí ya la última y completa, el paciente, y el
médico tiene que identificarse con su objetivo propio. Ésta es en cada caso
la «salud», y viene definida por la naturaleza. No le queda nada que inven­
tar, excepto los métodos para alcanzar este objetivo. Pero la salud sólo se
convierte en fin por intermedio de la enfermedad. La salud misma no llama
l‘i atención, no se observa cuando se tiene («se alegra uno de ella», pero lo
hace inconscientemente); sólo su trastorno llama la atención y obliga a te­
nerla en cuenta, primero por parte del propio sujeto que lo experimenta en
100 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

forma de dolencia, pérdida, impedimento, y acude entonces al médico en


busca de ayuda. Es la enfermedad y no la salud la que originariamente ha
puesto en marcha la investigación del cuerpo humano y la que sigue espo­
leándola, precisamente como investigación de las causas de enfermedad
con fines de superarla o también de prevenirla. Esto incluye naturalmente
como supuesto previo el conocimiento del cuerpo sano y de las condiciones
de la salud. A la ciencia médica, como ciencia general tanto del cuerpo sano
como del enfermo, no le es de aplicación —el nombre mismo lo dice— lo
que por lo demás es válido para la ciencia, que tiene su finalidad en el co­
nocimiento: desde el principio quiere ayudar al medico con este conoci­
miento en su capacidad curativa. Así que no carece ni de fines ni de valores.
Y a su vez la distinción del arte médico entre las viejas artes de la hum ani­
dad es que desde muy antiguo —desde Hipócrates— está en la más íntima
relación con una ciencia investigadora como fundamento suyo.
Sin embargo, el arte práctico no es sencillamente la aplicación de esa
base teórica, es decir, una aplicación inequívoca de un conocimiento ine­
quívoco sobre un material inequívoco con un fir. .nequívoco, así como por
ejemplo el constructoi de máquinas puede aplicar la ciencia de la mecáni­
ca, por asi decirlo mecánicamente a la tarea que se ha planteado. Porque
el médico tiene que vérselas con el caso concreto dado en cada momento, el
caso individual en toda su unicidad y complejidad, que no puede agotar
ningún catálogo analítico; y ya en el primer paso, en el diagnóstico como
subsunción de lo particular en lo general, es precisa una forma de conoci­
miento totalmente distinta de la teórica. Kant llamaba a esta forma de co­
nocimiento «capacidau de juicio», que no se aprende con el saber general,
sino que lo une con la visión de lo único y de la totalidad que lo contiene y
sólo así permite la aplicación de lo abstracto a lo concreto. Fsie juicio que
conduce a decisiones se ejerce por medio de la experiencia, pero siempre
pondrá en juego el don de la intuición personal, que es una posesión origi­
naria e individualmente diferenciada. Este añadido no definible con mayor
precisión es el que convierte la habilidad aprendible del medico en «arte»
propiamente dicho y lo eleva por encima de la mera técnica. Ya en lo pura
mente cognitivo, el individuo se enfrenta aquí al inaividuo. Después vere­
mos que, más allá del singular del paciente, en esta relación en principio ce­
rrada también entra en juego de forma peculiar el plural de la mayoría, del
bien publico, v la abre a sus pretensiones.
Una característica esencial del arte médico es pues que en él el médico
tiene que vérselas cada vez con sus iguales, y ello típicamente en singular.
El paciente espera, y tiene que poder confiar en ello, que el tratamiento sólo
le tenga en cuenta a él. Pero más específicamente, si hacemos abstracción
de la psiquiatría, el arte médico se dedica al cuerpo del otro, con el que el
hombre pertenece al reino de los organismos animales, es una cosa natuial
entre cosas naturales y por consiguiente entra en el campo de las ciencias
naturales. Pero es el cuerpo de una persona, y ahí culmina el antes recalca­
do caracter autofinalista del objeto del arte médico. Para hacer posible su
vida a la persona, el cuerpo ha de ser ayudado. El cuerpo es lo objetivo,
pero se trata del sujeto. El cuetpo sin embargo, al contrario que la persona
ARTF M É D I C O Y R E S P O N S A B I L I D A D H U M A N A 101
indivisible, consta de partes yuxtapuestas que son — más o menos según el
caso— aislables del todo, enferman por separado y se las puede tratar se­
paradamente. Esto se pone especialmente de manifiesto en la cirugía, con
su operar directo y localmente delimitado en distintos órganos y su forma
de tapar todo lo demás. Y esta división, que precisamente admite el cuerpo
como tal, lleva consigo una cierta cosificación, que es en la que el arte mé­
dico se convierte más en técnica, incluso en artesanía, hasta llegar al papel
de la habilidad manual, como ya se expresa en el nombre «cirugía». Tam­
poco el paciente quiere otra cosa: quiere que traten su apéndice o su frac­
tura ósea, no su persona, e incluso de su cuerpo solamente esa parte.
Esto conduce a otra importante consecuencia del hecho de que el mé­
dica tenga que vérselas preferentemente con el cuerpo. El valor de la per­
sona no puede convertirse en escala diferenciadora de su esfuerzo por ese
cuerpo. Su integridad funcional es su único objeto. Así como la responsa­
bilidad del capitán de barco sobre sus pasajeros sólo se extiende a su tra­
yecto seguro, comienza al zarpar y termina al atracar, y él no puede pre­
guntar si el viaje se hace con buen o mal fin, para bien o para mal de su
propia empresa o de la de otros, así tampoco el medico puede preguntar
qué «vale» la persona cuvo cuerpo irata, cómo utilizará sus mejoradas o
restablecidas posibilidades funcionales... en resumen: si el paciente «mere­
ce la pena» moralmente o de cualquier otro modo (por ej. respecta a su uti­
lidad social). Esta restricción del mandato médico a la finalidad de cura­
ción, específica y separada, que viene dada con la referencia directa a la
corporalidad divisible, ha de ser recalcada para no sobrecargar metafísica-
mente la imagen del aite médico —a pesar de su reciente servidumbre a la
final lad propia de la persona indivisible— y con ello también sobrecargar
la responsabilidad del médico.
Antes de volver nuestra atención al tema de la responsabilidad, hay que
mencionar una cara del arte médico, divergente de la descripción anterior,
que se ha añadido recientemente a la imagen tradicional, como conse­
cuencia de los desarrollos técnicos y sociales, y que desvía al médico des­
de e1 papel de sanador al de artista del cuerpo con fines abiertos. Donde
decíamos que la norma para el establecimiento de objetivos del arte médi­
co era la naturaleza, ahora hay que añadir que hoy hay objetivos que van
más allá de esa norma, incluso contra ella, que reclaman para sí al arte
médico y ponen de fad o a los médicos a su servicio. Más allá de la norma
natural, o por lo menos prescindiendo de ella, va por ejemplo la cirugía es­
tética con fines de embellecimiento o de ocultación de las huellas de la
edad. Se sirve aquí a otras necesidades distintas de la salud. Bajo la pre­
sión de la discriminación racial, los negros americanos se hacen corregir
sus absolutamente naturales labias hinchados para acercarse a la norma
de los blancos. Lo mismo ocurre en la periferia de la medicina y de su se­
riedad. Pero la transgresión de la norma natural alcanza también a regio­
nes centrales. Hasta la más seria de todas las tareas médicas, la evitación
de la muerte prematura, puede sustituir a la naturaleza por el arte como
«-■scala de qué es «prematuro» y extender la medida natural de la finitud
humana con técnicas heroicas de prolongación de la vida o retraso de la
102 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI C A

muerte. Éste será uno de nuestros temas, bajo el título de responsabilidad


ética. En conjunto, tales intervenciones del arte tienen ya poco que ver con
la finalidad curativa originaria y el papel del médico como ayudante de la
naturaleza — medicus curat, natura sanat- —. Menos aún, naturalmente, tie­
nen que ver aquellas que se contraponen de forma premeditada a la norma
natural. Aquí entra casi todo lo que tiene que ver con el control de los na­
cimientos al margen de la indicación médica, desde la contraconcepción
—es decir, la inhibición en vez del fomento de las funciones normal-natu-
rales— hasta la esterilización, es decir, la mutilación directa, y en realidad
antimédica, de órganos, pasando por la interrupción del embarazo. Esta
aplicación esencialmente negativa de la capacidad, se piense lo que se
piense de ella, forma parte hoy —oficial u oficiosamente— en amplias zo­
nas del mundo de la imagen de hecho del arte médico, con fundamenta-
ciones axiológicas ente ramente extramédicas, y abre a ese arte antaño de
objetivos tan definidos horizontes de responsabilidad completamente nue­
vos. Éste será el otro ejemplo principal que presentaremos en la discusión
acerca de la responsabilidad médico-humana.
Con esto pasamos pues de las características distintivas del arte médi­
co, que sin duda se exponen aquí de manera muy incompleta, al tema de la
responsabilidad vinculada a ellas. En el título se dice: «arte médico y respon­
sabilidad humana». Con ello se apunta que en el caso del médico la res­
ponsabilidad va más allá de lo técnico-iniraprotesional. Esto mismo está
muy claro. El médico, decíamos, tiene que ver primariamente con el pa­
ciente en singular. Esta relación se puede entender como una relación con­
tractual privada, incluso exclusiva, como si sólo estuvieran en el mundo
médico y paciente. El medico es un comisionado del paciente que quiere
ser curado. De ah* se deriva la inequívoca y nada problemática responsabi­
lidad profesional de tratarlo lo mejor posible, conforme a las reglas del arte,
buscando lo meior para él. Lo «mejor» para el paciente, decíamos, está de­
finido para el medico por la naturaleza: integridad de todas las funciones
orgánicas. Este optimum es la norma, de la que el sacrificio de partes sólo
se lleva a cabo forzosamente, para mantener el todo. Pero los deseos del pa­
ciente, incluso los de la colectividad, pueden entrai en conflicto con este
criterio de lo «mejor». Ya hemos mencionado el ambiguo terreno del con­
trol de los nacimientos. Fertilidad, embarazo > reproducción no son en ver­
dad enfermedades; sin embargo, pueden convertirse en una desgracia tan­
to privada como pública; y uno se hace de algún modo corresponsable de
las desgracias que se podían evitar. Soy consciente de que con esto toco un
tema que para muchas personas de dentro y fue^a de la profesión esta cer­
cado por convicciones vinculantes. Pero eso no exime a nadie tni siquiera
bajo el signo de la obediencia en la fe) de la obligación de estar abierto a
cualesquiera posibilidades en conflicto para todo el espectro.
Aceptemos, con fines de argumentación, que la ley pública dejara la
cuestión a discreción del medico. En ese caso, su conciencia tendrá que de­
cidir si y cuándo y dónde debe responder a tales deseos privados o públicos,
v está claro que en ello entran en juego puntos de vista enteramente extra-
medicos, responi abilidades más generales de tipo humano, social v religio­
ARTE M È D I C O Y R E S P O N S A B I L I D A D HU MA N A 103
so. Todas las medidas pertinentes en este caso prescinden de la finalidad
curativa, excepto en el caso de estricta indicación médica. Incluso la esteri­
lización operativa, como mutilación permanente, golpea tanto en el rostro
al elemental nil nocere del juramento hipocrático que debería encontrar
médicos dispuestos a ella como máximo en un caso límite de aguda super­
población, en modo alguno en aras de necesidades privadas.
Pero al margen de esto, en esta esfera hay tantos intereses vitales serios
y justificados que levantan sus voces, a menudo desesperadas, que el médi­
co se siente impulsado más allá del ethos puramente médico y se ve obliga­
do a justificar no menos que un sí ante su responsabilidad humana global.
No anticipo su respuesta personal y de principio, pero insisto en que tiene
que haberse planteado la cuestión con todos sus pros y contras. Todo lo que
aquí hay que tener en cuenta desde un punto de vista humano, va a nivel in­
dividual, es demasiado bien conocido como para tener que tratarlo por ex­
tenso. Mencionaré solamente la desgracia de la abundancia de niños en
medio de la miseria, la tragedia de los embarazos infantiles, la futura des­
gracia de los fetos con enfermedades heredadas y también, desde el punto
de vista puramente médico, el mal mayor de las intervenciones no profe­
sionales en las que se refugia la desesperación cuando se deniega la ayuda
lege ariis —aunque sea ella misma también un mal— . (Al menos indirecta­
mente podemos llamar a esto responsabilidad médica.)
¿Oué se opone aquí desde el punto de vista ético a la voz de la compa­
sión, del querer ayudar, de la tolerancia humana? (Dejando a un lado lo que
se opone jurídicamente.) Puede ser, como sabemos, una convicción religio­
sa, apoyada ademas por un veto enfático de la Iglesia vinculante para el médi­
co creyente, con el que tal decisión no es compatible. Ello no exime al mé­
dico de la responsabilidad caracterizada como comúnmente humana, pero
la soporta ante Dios conforme a criterios sobrenaturales del bien humano.
La ética humana intramundana tenderá de antemano a una mayor transi­
gencia en una situación compleja, es decir, por lo menos a tener en cuenta
las circunstancias individuales e incluirlas en el contenido de la responsa­
bilidad médico-humana. Tampoco la afirmación así ampliada puede en
modo alguno poner las cosas fáciles unilateralmente, también para ella hay
objeciones morales a la opción permisiva autorizada en principio, que
hay que ponderar en la balanza de la decisión. El feticidio, por ejemplo, es
tnoralmente objetable en sí; existe una responsabilidad incluso por la vida
humana germinal, y para superarla en su caso la responsabilidad contra­
puesta debe tener un peso moral importante. En otras palabras: el ético
percibe aquí una contradicción en la que toda decisión significa un sacrifi­
cio de una u otra paite. Incluso contra la «píldora», de la que se puede de­
cir que el médico sólo tiene que velar porque no sea nociva, pero que su uso
es un asunto privado, incluso contra ella, decimos, se puede objetar la res­
ponsabilidad humana de que su administración indistinta en una sociedad
Por demás hedonista impulsa el libertinaje sexual, el alejamiento de la se­
xualidad de la reproducción y del amor. Pero ahí estamos ya en el interés de
la sociedad, no del individuo, y con ello en una dimensión hasta ahora omi-
tida y totalmente distinta de la responsabilidad.
104 T É C N I CA , M E D I C I N A Y ÉTI CA

Porque naturalmente nuestra imagen inicial era la de la relación singu­


lar entre médico y paciente, como si estuvieran solos en el mundo, una fic­
ción que solo expresa la obligación terapéutica primaria del médico, pero
no toda su obligación. El plural siempre está implícito. Porque el médico
siempre es también comisionado de la sociedad y servidor de la salud pú­
blica. Esto lo pone de manifiesto ya frente al paciente individual, por ejem­
plo en el caso del aislamiento que le impone en caso de enfermedad conta­
giosa, con el fin de proteger a la colectividad. Sobre todo la medicina
preventiva, que pretende que las personas no lleguen si es posible a ser pa­
cientes, tiene una orientación en gran medida colectiva: en la prevención de
plagas, vacunación general, higiene pública, etc.; y dado que prevenir es
mejor que curar, en este aspecto social se puede ver incluso la responsabili­
dad superior del arte y la ciencia médicas. Las preocupaciones de esta res­
ponsabilidad pueden llegar ahora, más allá de la salud, a otras dimensiones
totalmente distintas del bien y el mal y alcanzar, más allá de los vivos, a las
generaciones futuras, incluso alcctar al destino del hombre sobre la tierra.
Volvamos una vez más, desde este punto de vista, a la esfera de la repro­
ducción, que por su esencia nunca es mero asunto privado de los implica­
dos directamente: a través de ella prosigue su vida la comunidad, necesita
suficiente de ella y se ve amenazada por su exceso. Esto último a escala
mundial, es decir, la superpoblación del planeta más allá de su capacidad se
ha convertido hoy, junto a la guerra atómica —y de forma alternativa a
ella—•, en el principal peligro para la humanidad. A la catástrofe pura y
dura se opone la acumulativa. Mientras una está siempre en manos de la
arbitrariedad y precisa de acciones premeditadas de determinados actores,
que pueden ser cometidas u omitidas, la otra avanza sobre su curva catas­
trófica, llevada por la conducta natural e impremeditada de todos, de ma­
nera inconsciente y por su propia dinámica. Tampoco podrá evitarse salvo
por medio de unas contramedidas mantenidas durante un largo plazo, y
que han de ser tomadas oportunamente, es decir, ahora.
Aquí la ciencia y el arte médicos tienen una responsabilidad especial y,
para ellos, de nuevo cuño, porque sólo pueden idear y aplicar los métodos
humanos, éticamente defendibles, de limitación de nacimientos que se ade­
lanten a los inmisericordes infanticidios y genocidios de una situación de
catástrofe en la que sólo reine el «sálvese quien pueda». El arte médico es
incluso corresponsable del surgimiento de este peligro, porque sin sus
triunfos en la lucha contra las plagas y el descenso de la mortalidad en los
lactantes, etc., no se hubiera producido una explosión demográfica de tan
enormes dimensiones precisamente en las zonas de miseria de la tierra,
las menos preparadas para ella. Esta reciente enfermedad de la humanidad
—la dolencia paradójica en lo que en sí es lo más sano del ser biológico, la
capacidad de reproducción— es por tanto en cierta medida iatrogénica.
Tanto más obligada está la medicina a prevenir la amenazante maldición
de su propia bendición, un caso especial de la general ambivalencia del éxi­
to del progreso técnico, con sus propios medios. Dado que moralmente no
puede hacerlo suspendiendo su propia causalidad en el problema, es decir,
retirando los servicios que fomentan la vida, tiene que hacerlo con su avan­
ARTE M É D I C O Y R E S P O N S A B I L I D A D H U M A N A 105
ce junto con contraservicios que sirvan de freno, como correctivo de su éxi­
to positivo. La intervención del interés de la población eleva pues toda la
cuestión de la ética individual y de la específicamente médica a otra di­
mensión de responsabilidad que puede exigir cosas distintas de aquélla.
El médico que entra en conflicto con sus otras convicciones, religiosas
o morales, puede tener presente que los sacrificios de conciencia que se le
exigen en el estadio de prevención son juegos de niños frente a lo que se
convertiría en forzoso en la fase de crisis aguda que no hubiera prevenido.
Entonces se vería enfrentado, por ejemplo, a la esterilización ordenada por
el Estado, en vez de a la deseada por los particulares (piénsese en la India),
y el médico deliberante-codecisor se convertiría en médico de obediencia
sumaria, el servidor del sujeto en herramienta impersonal de una política
colectiva de emergencia. Incluso esto sería un estado de ley y orden que
querría prevenir algo peor. Si también fuera demasiado tarde para eso, lo
peor vendría: la aparición del caso extremo conocido por la casuística éti­
ca, la llamada «situación del bote salvavidas», en la que se derrumba lodo
el edificio de valores de la solidaridad humana, en la que se abre paso un es­
tado premoral del «yo o tú» y el dictado brutal de la supervivencia deja sin
vigencia casi todas las normas de la ética humana trabajosamente adquiri­
da. Prevenir, evitar, que todo el planeta, nuestra limitada nave espacial tie-
na, se convierta en un bote salvavidas así de desesperado y deshumanizado
es la apremiante responsabilidad a largo plazo que le surge a todo el sín­
drome tecnológico desde sus múltiples potenciales catastróficos del «de­
masiado», de su rumbo inherente hacia una acción excesiva. Aquí se en­
trelazan y refuerzan mutuamente las más variadas amenazas. La progresiva
destrucción del medio ambiente, por ejemplo, a su vez un resultado de m u­
chas causas que se nos deben a nosotros, sale por el lado de la capacidad
por así decirlo al encuentro de la sobrecarga poblacional con un descenso
del umbral de crisis, acortando pues el tiempo en el que aquella llegaría de
todos modos a los límites de tolerancia incluso de una naturaleza sana. Por
su parte, el crecimiento del número de consumidores impulsa la degrada­
ción de la biosfera, no sólo la potencia y acelera su ritmo, sino que la hace
cada vez más forzosa. Una población estática podría decir «¡Basta!» en un
momento determinado, pero una creciente tiene que decir «¡Más!». La ex­
plosión poblacional, vista como problema metabolico planetario, le quita
las riendas a la aspiración al bienestar y forzará a una humanidad empo­
brecida, en aras de la supervivencia desnuda, a lo que si fuera por azar podría
hacer o dejar de hacer: al saqueo cada vez más desconsiderado del planeta,
hasta que éste diga su última palabra y se niegue al abuso.
Para volver al tema del médico: incluso sin el apocalipsis que acabamos
de evocar, basta la expectativa de la miseria de masas de una humanidad
hambrienta — ¡sin duda también un problema de salud!— para tomar sobre
las espaldas esta responsabilidad a largo plazo (que quizá ya no sea tan lar­
go). En cualquier caso, la ciencia y el arte médicos forman parte nolens vo-
lens del síndrome tecnológico por su contribución a la situación global, y
soportan por tanto también una responsabilidad planetaria. Esto los lleva
más allá del ethos puramente médico, incluso a cierta contradicción con
106 T É C NI C A, M E D I C I N A Y ÉTI CA

sus criterios originarios, pero no es sin embargo, como ampliación de la


medicina preventiva, ajeno al sentido básico de la profesión médica. Una
ética de emergencia, que siempre es distinta de la normal, puede volverse
actual también para el médico.
De la esfera de la reproducción, que en ipso va más allá del individuo y
es siempre asunto del interés general y del bien común, desde el principio
de la vida pues, me vuelvo ahora al final de la vida, a lo más privado de
todo, donde el individuo suele estar solo y el médico parece estarle obliga­
do sólo a él con todo su arte. Incluso aquí no siempre se da el caso de que
el máximo posible de prolongación de la vida y aplazamiento de la muerte
que el arte se fija como objetivo circunscriba toda la responsabilidad del
médico, incluyendo la humana. La propia voluntad del paciente puede opo­
nerse a ella. No quiero entrar aquí en la cuestión, que se discutirá más ade­
lante, del «derecho a morir» que hay que conceder al paciente frente a la
prolongación de un estado desesperado mediante el empleo excesivo del
arte médico. También el caso límite del comatoso irreversible, en el que ya
no interviene la voluntad del paciente en uno u otro sentido, entra en este
punto. Así, el papel del médico puede transformarse desde el de mantene­
dor de la vida al de ayudante humano de la muerte.
Pero incluso en esta relación singular entre médico y paciente, en apa­
riencia tan cerrada, penetra el bien común, del que el médico es corres-
ponsable. Los recursos médicos de la sociedad en cuanto a personal, insta­
laciones, espacio hospitalario, etc., no son ilimitados, y el médico tiene que
preguntarse si el gasto desproporcionado de ciertas medidas «heroicas»,
como por ejemplo el trasplante de corazón (con un problemático beneficio
en términos de vida incluso cuando sale bien), no va demasiado a costa de
la atención médica general: un horizonte de responsabilidad enteramente
nuevo, que se abre precisamente a partir del progreso de la técnica médica
y de su equipamiento cada vez más exigente. Lo que se le concede a uno
como máxima oferta de medios para un corto período de gracia puede ser­
le retirado a muchos en servicios más modestos, pero de mayores expecta­
tivas. El punto de vista de la justicia distributiva —hasta el extremo de la se­
lección— se inserta aquí en la utilización, incluso en el seguimiento del
progreso tecnológico. Desborda la responsabilidad individual del médico
frente al paciente con una más amplia, bastante impersonal, que sin duda
sólo se puede llevar con el consenso de la comunidad profesional o de una
autoridad arbitral supraordenada. Al emplear el término «selección» me
permito recordar las decisiones sobre prioridades, humanamente angustio­
sas, que por ejemplo, dada la escasez de máquinas de diálisis, van a parar a
quién debe vivir y quién morir.
Como ha surgido aquí el término «progreso», en el que también queda
a la vista lo que aún no es pero podría ser si se trabaja en dirección a ello,
se me permitirá para terminar cargar sobre todo lo demás que la ciencia
médica soporta en el tema «fin de la vida» una responsabilidad más... a sa­
ber, la cuestión, que afecta al bonum hum anum en su conjunto, de si la in­
vestigación debe trabajar sobre el arte de la general prolongación de la vida
más allá de su medida natural. Aquí me permito repetir algunas de las co­
ARTE M É D I C O Y R E S P O N S A B I L I D A D H U M A N A 10 7

sas ya dichas en El principio de responsabilidad. Supuesto que a través de


ciertos progresos en la biología celular y la reproducción de tejidos llegára­
mos a la situación de poder contrarrestar el proceso de envejecimiento bio­
químico en su conjunto —de ralentizarlo o incluso, mediante sustitución
de órganos (por ejemplo a partir de existencias propias del receptor «clo­
nadas» y congeladas con anterioridad), de compensarlo— , con el resultado
de que el margen vital se extendiera mucho más allá de la norma natural y,
con el aumento de la capacidad biotécnica, siguiera haciéndolo: ¿cómo
contemplaríamos esta posibilidad (si es que lo es)? ¿Como bendición, y por
tanto como objetivo a seguir con todas nuestras fuerzas? No está lejos de
esto un anhelo eterno de la humanidad, el viejo sueño de la fuente de la ju ­
ventud. Pero primero habría que examinar, al margen de todo anhelo y del
miedo a la muerte, lo deseable del objetivo mismo, tanto para la vida indi­
vidual como para la colectividad, para lo que hasta ahora, dado lo inalcan­
zable del «objetivo», no habría motivo; y esto significa revisar todo el senti­
do de nuestra mortalidad, que quizá no sea en absoluto la maldición como
la que es percibida en general. Al respecto, incluso sin la filosofía sutil de la
importancia existencial del memento morí en la existencia individual, pue­
de dar información (entre otras cosas) la importancia general del equilibrio
entre muerte y reproducción en la población. Porque está claro que a esca­
la poblacional el precio de una edad dilatada es una ralentización propor­
cional de su sustitución, es decir, un acceso reducido de vida nueva. El re­
sultado sería una proporción descendente de juventud en una población
cada vez mayor. ¿Cómo de bueno o de malo sena esto para la situación ge­
neral del ser humano? ¿Saldría la especie ganando o perdiendo? ¿Hasta
qué punto sería justo o injusto cerrar el paso a la juventud ocupando su si­
tio? La muerte está ligada al nacimiento: la mortalidad no es más que el re­
verso de la continua fuente de la «natalidad». La reproducción es la res­
puesta de la vida a la muerte... y la continua sorpresa de un mundo de
individuos ya conocidos con otros que nunca estuvieron allí antes. Quizá
sea ésa precisamente la sabiduría que se esconde en la áspera disposición
de nuestra mortalidad: que nos ofrece la eternamente renovada promesa de
lo incipiente, directo y diligente de la juventud, junto con el continuo su­
ministro de otredad como tal. No hay un sustituto para esto en la mayor
acumulación de prolongada experiencia: nunca se puede recobrar el privi­
legio único de ver el mundo por vez primera y con ojos nuevos, nunca vol­
ver a vivir el asombro que según Platón es el principio de la filosofía, nun­
ca la curiosidad del niño, que raramente pasa al ansia de saber del adulto,
hasta paralizarse allí. Este continuo recomenzar, que sólo se puede obtener
al precio del continuo terminar, puede muy bien ser la esperanza de la hu­
manidad; su protección ante ello, hundirse en la rutina y el aburrimiento;
su posibilidad, conservar la espontaneidad de la vida.
Así, podría ser que lo que por su intención sería un regalo filantrópico
de la ciencia al hombre, la realización por aproximaciones de un deseo al­
bergado desde tiempo inmemorial —si no escapar a la maldición de la mor­
alidad, al menos arrancarle plazos cada vez más largos— , terminara yen­
do en perjuicio del hombre. Pero si éste fuera el caso, conforme a una previsión
10» T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

bien fundada, sería correcto desaconsejar la estrategia de investigar en esa


dirección.
No es cosa especialmente del médico, sino común a todos nosotros, res­
ponder, meditando sobre lo mejor para el ser humano (lo que la reflexión
anterior ha intentado un poco), a la pregunta que plantea el regalo del fu­
turo progreso que hemos brindado: ¿hasta qué punto el arte médico debe
perseguir la superación, que le incumbe desde siempre, de la muerte anti­
cipada? Es ésta una parte de la pregunta planteada en general por la técni­
ca moderna: ¿hasta qué punto debemos, en beneficio del hombre, modificar
la naturaleza, incluso dónde podemos hacerlo y dónde su orden probado
desde antiguo ha de sei aceptado corno el más adecuado para nosotros?
Así pues —a la vista de la muerte— , se nos cierra el círculo abierto con
la precedente contemplación del nacimie nto y del parto, y no era arbitrario
que echáramos mano de estos dos extremos, el principio y el fin de la vida,
para alumbrar a partir de ellos la responsabilidad humana del arte médico.
Lo que hay entre ellos permite determinar con relativa facilidad las tareas
de esa responsabilidad. Pero ellas, las dos circunstancias básicas del orden
biológico, la abruman con toda la ^arga del destino humano general y de la
inseguridad de nuestros conocimientos sobre el sentido de la existencia hu­
mana, y apelan así a nuestras fuentes últimas de fe.
C a p ít u l o 8

HAGAMOS UN HOMBRE CLÓNICO


DE LA EUGENESIA A LA TECNOLOGÍA GENÉTICA

Desde hace algún tie mpo, con la aparición de la biología molecular, las
ciencias biológicas han llegado a un estadio en el que el potencial tecnoló­
gico o de ingeniería de tuda la moderna ciencia natural comienza a ser ac­
tual también para ella. Una nueva capacidad llama a la puerta del reino de
la vida, incluvendo la constitución física del hombre. Las posibilidades
prácticas que ofrece tal capacidad podrían revelarse tan irresistibles como
lo eran en las ramas más antiguas de la técnica, pero haríamos bien en pen­
sar esta vez las pe rspectivas desde el principio y no dejamos sorprender,
como siempre hasta ahora, por nuestro propio poder. El control biologico
del ser humano, especialmente el genético, plantea cuestiones éticas ente­
ramente nuevas, para las que no nos ha preparado ni la práctica anterior ni
el pensamiento anterior. Dado que es nada menos que la naturaleza del
hombre la que entra en el ámbito de poder de la intervención humana, la
cautela será nuestro primer mandato moral y el pensamiento hipotético
nuestra primera tarea. Pensar las consecuencias antes de actuar no es más
que inteligencia común. En este caso especial, la sabiduría nos impone ir
más leios y examinar el uso eventual de capacidades antes de que estén
completamente listas para su uso. Un resultado imaginable de tal examen
podría ser el consejo de no dejar madurar del todo ciertas formas de capa­
cidad, es decir, no seguir ciertas direcciones de investigación... teniendo en
cuenta lo extremadamente fácil de seducir por cualquier capacidad que po­
sea que es el ser humano. Y podría estar indicado más que el mero consejo
si a naturaleza del caso, una vez aprontada la capacidad, requiere en el cur­
so de la investigación las mismas acciones (por ejemplo en forma de «ex­
perimentos») de las que el examen ha establecido que no son admisibles
en el uso final de la capacidad: si, en otras palabras, la capacidad sólo pue­
de adquirirse en el ejercicio real con «material» auténtico. A esto se añade
que ese ejercicio tiene que desarrollarse necesariamente en forma de «prueba
y error», es decir: sólo mediante manipulaciones erróneas y sus enseñanzas
Podremos ampliar la teoría que conduce a una manipulación biológica pre­
dominantemente libre de errores... lo que va por sí sólo debería bastar para
vetar la adquisición de ese ane, aunque los frutos esperados estuvieran con­
firmados poi los obtenidos.
La injerencia en la libertad de investigación tiene su propia objetabili-
dad ética. Pero ésta no es nada frente a la gravedad de las cuestiones éticas
ante las que nos sitúa el supuesto éxito de esta investigación. El que la po­
sibilidad misma de una detención voluntaria aparezca aquí al principio del
110 t éc n ica , m edic in a y ética

cuestionamiento del tema puede servir de medida para el carácter único de


los peligros que una ingeniería biológica plenamente madurada y social­
mente dotada de poderes puede traer sobre nuestras cabezas. Estemos pre­
venidos al menos. Serán necesarias las máximas fuentes de ayuda de nues­
tra razón moral para tratar con este objeto, el mas delicado de los posibles...
por desgracia en una época en la que la teoría ética está más insegura que
nunca de sí misma. En esta situación, dada ademas la falta de precedentes
del caso y su estatus aún ampliamente hipotético, la siguiente considera­
ción de sus aspectos éticos sólo puede ser tentativa y provisional.

1. L a n o v e d a d d e l a t é c n ic a b i o l ó g i c a

Empecemos por preguntar: ¿en qué sentido se puede hablar de técnica


biológica, por analogía y diferencia con otia técnica o «ingeniería»? El caso
comparativo modelo es la ingeniería mecánica, que construye artefactos
instrumentales de muchas piezas para fines humanos bien definidos. La
confección de un todo sistemático permanente y compositivo pertinente
aquí está bien expresada con la palabra «construcción»: construcción de ma­
quinas, construcción de puentes, construcción de barcos. El papel del dise­
ño incluye la modificación de los modelos existentes, es decir, el desarrollo
o la adaptación específica a un fin del plan de obras anteriores de ese arte,
de modo que por ejemplo se puede hablar, en sentido figurado, de «genera­
ciones» sucesivas de ordenadores, aviones comerciales o armas atómicas
(en sentido de mejora u otro p ro g re so en la sucesión). El objetivo final
siempre es algún tipo de beneficio para un usuario es decir, un supuesto
bien humano, aunque sea la muerte de nombres a manos de otros hombres.
Hasta ahora la técnica había manejado materias inanimadas (típica­
mente metales), con las que creaba auxiliares no humanos para el uso hu­
mano. La división estaba ciara: el hombre era el sujeto, la «naturaleza» el
objeto del dominio técnico (lo que no excluía que el ser humano se convir­
tiera en objeto directo de su aplicación). La llegada de la técnica biológica,
que se extiende en sus cambios a los «planes» de las especies vivas, entre
ellos en principio también al plan de la especie humana, designa una des­
viación radical de esta clara separación, incluso una ruptura de potencial
importancia metafísica: el hombre puede ser objetivo directo de su propia
arquitectura, y ello en su constitución física heredada. Pero incluso sin
aplicación precisamente a las personas y las cuestiones metatecnicas plan­
teadas por ella, la tecnología orgánica es, en sí, distinta de la mecánica en
importantes aspectos formales.

1. Como primera diferencia, apuntamos la dimensión de la «fabrica­


ción» que está en juego por ambas partes. En la construcción mecánica con
materia muerta, la fabricación recorre todo el camino desde la materia
prima hasta el producto acabado y lo compone enteramente a partir de pie­
zas independientes. Tanto la estructura del todo como cada una de sus piezas
está fabricada a voluntad conforme a los planes; lo único dado es la mate-
D E LA E U G E N F S I A A LA T F . C N O L O G Í A G E N É T I C A 111

ría amorfa. Así pues, aquí la planificación y fabricación son totales. La téc­
nica biológica en cambio intenta transformar las extructuras existentes. Su
reahdad autonoma v morfología siempre completa — los organismos co­
rrespondientes— son ei dato piecedente; su «plan» (= forma, organización)
tiene que ser hallado, no inventado, para ser después objeto de «mejc ra» in­
ventora en cualquiera de sus encamaciones individuales.1Esto está ligado
al margen de juego de un sistema de funciones alternativas interiores ya al­
tamente determinado, bato la condición de que se mantenga la capacidad
para la vida. Así que aquí tenemos «fabricación» parcial (y muy marginal)
en vez de total, cambio de planes en vez de planificación ex novo, y el re­
sultado sólo es en una pequeña parte de su composición un artefacto, mien­
tras principalmente sigue siendo la creación original de la naturaleza.
2. De aquí se desprende una importante diferencia cualitativa en la re­
lación del «hacer» con su sustrato. En el caso de la materia muerta, el fa­
bricante es el único que actúa frente al material pasivo. En los organismos,
la actividad se encuentra con actividad: la técnica biológica colabora con la
actividad propia de un «material» activo el sistema biológico que funciona
por naturaleza, al que hay que insertar un nuevo determinante. Éste se le
impone, pero también se le suministra. Su integi ación con el conjunto del
determinante originario es ya cosa del sistema mismo, que puede aceptar o
rechazar el añadido y hará incluso lo primero a su manera. Su autonomía
se utiliza comu socio activo para la obtención de la modificación deseada.
El acto técnico tiene la forma de la intervención, no de la construcción.
3. Esto tiene su influencia sobre la importante cuestión de la predictibili-
dad. En la construcción normal a partir de materiales estables y homogéne­
os, el número de factores desconocidos es prácticamente cero y el ingeniero
puede predecir con exactitud las propiedades de su producto (o no confiaría­
mos en su puente). Sólo así es posible, viceversa, determinar calculato­
riamente: a partir de las propiedades deseadas la elección de la construcción.
Para el «ingeniero» biológico, que tiene que asumir por así decirlo «a cie­
gas ■la abrumadora complejidad de los determinantes existentes y en parte
ocultos, con su dinám ica autónoma, el número de factores desconocidos
en el plan global es gigantesco. En su mayor parte pues, el «plan» no es en
absoluto suyo y una cantidad indeterminada de él le es desconocida Tiene
que confiar a esta X a su aportación porcentual a la totalidad de la causa ac­
tiva. La piedicción de su destino en este conjunto está por ello limitada a la
adivinación, y la planificación en gran medida a la apuesta. El cambio in­
tencionado de plan, transformación o mejora de un organismo nu es de he­
cho más que un experimento, y de lan largo desarrollo —por lo menos en el
campo genetico— que su resultado final (si es que es claramente identifica-
ble) está normalmente más allá de su determinación por el experimentador.

1. La fabricación de novo de organism os (inventados o copiados) a partir de los elemenlos


quím icos prim ordiales no está excluida en teoría, pero difícilm ente es esperable en la practica.
Un prim er paso im aginable sería un virus sintético (que aú n no es u n ser vivo). Pero va la «mas
sencilla» célula procariótica es dem asiado com pleja com o para ser construida. Así pues, no se
nuede hablar de seres vivos «artificiales», com o se detalla en el texto, ni en las m ás osadas co m ­
binaciones. Esto c eberia ser tenido en cuenta en la cuestión ju ríd ica de la patentabilidad.
112 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

4. Esto cambia a su vez completamente la relación convencional entre


mero experimento y acción real. En la tecnología normal los experimentos
no son vinculantes, se llevan a cabo con modelos representativos que se
pueden modificar o convertir en chatarra, probar y volver a probar a vo­
luntad antes de que en el proceso de producción se consiga un modelo
finalmente dado por bueno: sólo entonces la cosa se vuelve vinculante. Nin­
guna sustitución de este tipo «como si» fuera real es posible en la manipu­
lación biológica, especialmente en personas. Para que el experimento sea
válido tiene que tener lugar en el propio original, el objeto real y auténtico
en el más pleno de los sentidos Lo que hay entre el comienzo y el fin defi­
nitivo del experimento es la vida real de individuos y quizá de poblaciones
enteras. Esto aniquila toda la distinción entre mero experimento y hecho
definitivo. La consoladora separación entre ambos desaparece, y con ello la
inocencia del experimento separado. El experimento es el verdadero he­
cho... y el verdadero hecho un experimento.
5. Añádase a esto el atributo de irrcversibilidad que distingue los proce­
sos orgánicos de los mecánicos. Todo en la construcción mecánica es rever­
sible. Los cambios estructurales en lo oiganico son irreversibles. En la
practica resulta de ello que en la ingeniería convencional se pueden corre­
gir los eirores en todo momento, tanto en la fase de planificación y prueba
como también después; incluso los productos acabados y comercializados,
por ejemplo automóviles, pueden ser devueltos a la fábrica para la subsa-
nación de defectos. No así en la técnica biológica. Sus actos son irrevoca­
bles en cada uno de sus pasos. Cuando sus resultados se hacen visibles es
demasiado tarde para hacer correcciones. Lo hecho, hecho está. No se pue­
de devolver a personas a la íabnca o llevar al desguace a poblaciones. De
hecho lo que se debe hacer con los inevitables fallos de la intervención
genética, con los deslices, abortos —si se debe introducir el concepto de
«pieza defectuosa» en la ecuación humana, a lo que nos obligarían ciertas
formas en consideración de intervención genética— , son cuestiones éticas que
han de ser vistas y respondidas antes de poder dar tan sólo el primer paso
en esta dirección.
6. La circunstancia de que la manipulación biológica se moverá pre­
dominantemente en el plano genético condiciona otra diferencia de la tecno­
logía normal. En las máquinas no hay nada comparable a la reproducción
y la he rencia. Desde el punto de vista del «fabricante» esto significa la dife­
rencia entre relación causal directa e indirecta con el resultado final. En la
técnica biogenética el camino hacia los objetivos es indirecto, a través de
la inyección del nuevo tactor causal en la serie hereditaria, que sólo mani­
festará sus efectos en la sucesión de las generaciones. «Fabricar» significa
aquí liberar en ¡a corriente del devenir en la que también nada el fabricante.
7. Con esto se plantea la cuestión del poder, tan íntimamente unida a la
técnica. Ciencia y técnica, decía la formula de Bacon aumentan ef poder
del hombre sobre la naturaleza. Desde luego, aumentan también —algo no
previsto en la fórmula— el poder del hombre sobre el hombre, así como el
sometimiento de algunas hombres al poder de otros, por no hablar de su
común sometimiento a las necesidades y dependencias creadas por la téc­
D E LA E U G E N E S I A A I.A T E C N O L O G Í A G E N É T I C A
11 3

nica misma. Pero en conju to es c ¡erta la frase de cjue desde el punto de


vista colectivo el poder de la humanidad ha crecido constantemente gracias
a la técnica, de la manera más indudable en relación con la naturaleza ex-
trahumana.2El inminente conuoi de Sombre sobre la propia naturaleza de
su especie aparece como el triunfo que corona este poder Ahora la natura­
leza incluye de pronto en la condición de dominado por la técnica al hom­
bre, que se había enfrentado a ella como señor. Pero, ¿de quien es el poder
y sobre quién y qué? A todas luces el poder de los actuales sobre los veni­
deros, objetos indefensos de las precedentes decisiones de los planificado-
res de hoy. El reverso del actual poder sera la posterior servidumbre de los
vivos trente a los muertos. El poder que actúa aquí es totalmente unilateral
sin la respuesta de una tuerza que contrapese en los sujetos expuestos a él,
porque estos son (presuntamente) sus criaturas, v hagan lo que hagan (o in­
cluso deseen) no hacen más que ejecutar la iey que les ha impuesto el poder
que mandaba sobre su origen.3 Así al menos lo querría la tesis maestra
del arte genético creadoi. En realidad, como hemos observado antes, el poder,
una vez ejercido, se escapa de la mano maestra y recorre sus propios e in­
calculables caminos-en el laberinto de la rebosante complejidad de lo vivo,
que se resiste al pleno análisis y predicción. Por consiguiente el poder, por
orientado y predeterminado que esté, es esencialmente ciego. Pero ciego o
vidente, capaz o chapucero, plantea la cuestión (de la que está exenta la téc­
nica sobre materia muerta) de qué derecho tiene nadie a predeterminar de
tal modo a futuros hombres; y aunque se supusiera en principio semejante
derecho, qué sabiduría le capacita para ejercerlo. Se, trata pues de dos cla­
ses de derechos, de los que el segundo —el del ejercicio de un derecho abs­
tracto quizá vigente— está ligado a la posesión de sabiduría como su con­
dición necesaria. Precisamente esa posesión, en todo caso, podría llevar a
desechar la suposición del primer derecho junto con los objetivos que per­
sigue. Pero ia arrogación misma de tal sabiduría es casi segura prueba de
su ausencia.
8. Esto nos lleva al último punto de esta comparación entre técnica con­
vencional y biológica, a la cuestión de los objetivos que se persiguen. Para
su valoración y selección e=> precisa ante todo la sabiduría. En la técnica
convencional el objetivo —incluso el mas cuestionahle por la razón que
sea— está definido siempre por algún tipo de utilidad. Ninguna construc­
ción técnica es su propio objetivo. Esto sigue siendo así en la técnica bioló­
gica mientras se refiere a plantas y animales: también ellos, sin perjuicio de

2. Hav que a d m itir que «el ser h um an o » es una dudosa abstracción, y ha de quedar abier­
to si com o individuos los hom bres tienen hoy un m ayor control sobre su entorno (que en su
gran m ayoría es el m u n d o hecho por hom bres de la civilización técnica) del que hom bres ante­
riores tenían sobre el suyo, m ás próxim o a la naturaleza. A ún e« m ás incierto si el control del
sujeto sobre sí m ism o ha au m e ntad o o d ism in uid o ; y totalm ente incierto si v hasta qué punto
los hom bres de hoy somos — individual o colectivamente- - dueños de los im pulsos, la lógica y
la d in ám ic a interna del coloso lécnico. Aun así, la a n im a c ió n anterior sigue siendo cierta en
conjunto para las especies, en tanto que las fuerzas colectivas no discurran con nosotros y arras­
tren a sus propietarios a la ruina.
3. La exposición m ás precisa de las ideas a q u í sólo esbozadas se encuentra en el brillante
librilo de C. S. Lewis, The Abolition of Man, M acm illan. Nueva York. 1947, págs. 69-72.
114 T É C N I CA , M E D I C I N A Y ÉTICA

su condición viva, son en este sentido cosas cuyo ser está subordinado a su
utilidad, cuyo valor de uso puede ser aumentado... y debe serlo, incluso a
costa de su ser. Pero «utilidad» significa «en beneficio del hombre», y ex­
cepto cuando el hombre mismo es entendido como existente para el uso
humano, la determinación utilitaria de toda la técnica fracasa hasta ahora
en un choque tecnológico con la sustancia humano-biológica, por ejemplo
de su reconstrucción genética. ¿Cuáles eran entonces sus objetivos? De he­
cho hay desde antiguo una habilidad, orientada a lo físico del hombre, que
podría decírnoslo: la medicina, el modelo de una técnica que ha alcanzado
a ver el ser y no la utilidad de su objeto. Pero ésta es conservadora y resta-
blecedora, no modificadora c innovadora. Su objetivo es la norma dada de
la naturaleza. ¿Cuál puede ser pues la finalidad de una arquitectura que
se libera de esta norma para inventar sobre sustrato humano? Sin duda no
crear al hombre... él ya está ahí. ¿Quizá crear un hombre mejor (en lo or­
gánico)? Pero, ¿cuál sería la medida de lo mejor? ¿Mejor adaptado, por
ejemplo? ¿Pero mejor adaptado a qué? Tropezamos con preguntas muy
abiertas y enteramente metatécnicas en cuanto osamos poner una mano
«creadora» sobre la constitución física del hombre mismo. Todas ellas cul­
minan en una misma pregunta: ¿conforme a qué modelo?

2. D e LAS FORMAS DE CONTROL GENÉTICO

Tenemos que descender ahora de lo general a lo particular y de la forma


al contenido, y distinguir las distintas formas de tecnología antropobioló-
gica por sus finalidades y procedimientos. Nos limitaremos a los esfuerzos
en el campo genético, es decir, manipulaciones metódicas de la sustancia
humana hereditaria para obtener propiedades deseadas o eliminar propie­
dades indeseadas en la descendencia. Muy bien podría ocurrir que los ob­
jetivos se introdujeran sólo mediante los nuevos caminos abiertos para ello,
es decir, la disponibilidad de recursos que se abre, de forma que el método
sea anterior a su posible finalidad. (En no pocas ocasiones, tanto en la téc­
nica como en el resto de la práctica, los objetivos aparecen sólo cuando son
alcanzables.) Pero incluso entonces los posibles objetivos pueden servir
para clasificar los métodos.
Según sus procedimientos, las técnicas genéticas se pueden clasificar
en tradicionales y de nuevo cuño, o también en practicadas desde hace m u­
cho y principalmente futuristas, lo que coincide con bastante exactitud
con la macrobiología y la biología molecular. La macrobiología tiene que
vérselas con organismos completos, por ejemplo a la hora de elegir pareja
en los emees o seleccionar fetos in ulero, la biología molecular con cromo­
somas en el núcleo celular y sus componentes elementales, las moléculas
del ADN. Su objeto específico es el «gen», el único miembro en la cadena
cromosómica, formado por moléculas de ADN, que determina o codeter-
mina una propiedad hereditaria del organismo. Su modificación, supresión
o sustitución en el germen de un futuro organismo generará, pues, una mo­
dificación genética, es decir, hereditaria, del mismo. La naturaleza provoca
O E LA E U G E N E S I A A LA T E C N O L O G Í A G E N É T I C A ll5

a veces este efecto, por azar y sin planificación, en las mutaciones espontá­
neas, que se someten a la selección natural; el hombre empieza ahora a pro­
ducirlas de forma planificada, o también a poder fijar lo dado. Dado que los
factores hereditarios críticos tienen su sede en el núcleo celular se ha podi­
do hablar recientemente de «biología nuclear», siendo necesario hacer la
observación de que así como la física nuclear ha abierto toda una nueva di­
mensión de la física junto con una técnica que la aprovecha, lo mismo cabe
decir de la más reciente biología nuclear. Ambos territorios vírgenes tienen,
junto al emocionante aspecto teórico, sus aspectos prácticos siniestros. Es
algo que la penetración en el núcleo de las cosas parece llevar consigo.
La clasificación de las biotecnologías por procedimientos se solapa con
su clasificación por objetivos. Conforme a éstos, hay que distinguir entre
arte genético conservador, mejorador y creador... una clasificación que res­
ponde a la osadía de las metas y sin duda también de los métodos. Sólo el
tercer objetivo, el «creador», esta reservado a la tecnología genética futu­
rista. Así que avanzaremos desde formas más débiles a más fuertes de m a­
nipulación, respondiendo a intenciones más modestas o más ambiciosas.

3. E u g e n e s ia n e g a t iv a o p r e v e n t iv a

Empezaremos pues por decir algo sobre el control biológico protector o


preventivo, cuya forma más conocida es la eugenesia negativa: es decir, un
control de apareamiento que intenta evitar la transmisión de genes patóge­
nos o nocivos de cualquier otro modo apartando a sus portadores de la re­
producción. El diabético congènito, por ejemplo, debe evitar tener descen­
dencia. No es asunto nuestro examinar aquí los medios para evitarlo, que
pueden recorrer todo el espectro de normas de conducta hasta la esteriliza­
ción y desde la convicción a la coacción, y que plantean sus propios pro­
blemas éticos y jurídicos, incluso políticos. Nos limitaremos a la idea de fi­
nalidad motivadora, que es doble: humanitaria y evolucionista, según sea
por sí sola o ligada. La fundamentación humanitaria tiene presente el bie­
nestar individual del posible descendiente e impone, «en aras de él», preve­
nir futuro sufrimiento no permitiendo siquiera que se llegue a una existencia
lastrada por ese sufrimiento. Es un caso especial de la ética de la compa­
sión: la compasión anticipada por un sujeto que se imagina en abstracto
decide ahorrarle la existencia para ahorrarle con ello las dolencias que se
imaginan en concreto. La decisión está en este caso libre de la carga de la
consulta y el consentimiento del sujeto y hasta ahí es éticamente impecable
(pero no por eso éticamente impuesta). Ningún derecho de tal potencial
descendiente es infringido por dejar de engendrarlo, porque no hay ningún
derecho a la existencia por parte de individuos hipotéticos que aún no han
sido concebidos. Antes se podría argumentar que su derecho sería lesiona­
do al engendrarlo si previsiblemente (es decir, con probabilidad apreciable)
esto le llevara a una existencia desgraciada. Dejaremos esto en su am bi­
güedad, en todo caso solamente aclarable post factum. Pero aunque el des­
cendiente tan sólo imaginado no tenga derecho a la existencia, sí está en
116 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

cuestión el derecho de aquellos a quienes se impide engendrar descenden­


cia. A ellos se les exige la renuncia a este derecho, y ellos pueden objetar al
llamamiento a su responsabilidad humanitaria, es decir, a su compasión,
que ellos —víctimas de la correspondiente dolencia— son quienes mejor
pueden juzgar si una vida así merece de todos modos ser vivida: que por tan­
to, en caso afirmativo, podrían estar legítimamente dispuestos a correr el
riesgo (normalmente no es más que un riesgo) de la herencia del descen­
diente. El argumento tiene su razón de ser por lo menos en cierta clase de
casos: sin duda, cuando sólo uno de los padres es portador del defecto he­
reditario, y es discutible incluso cuando ambos lo son y el riesgo está pró­
ximo a la certeza. Pero con independencia del riesgo individual, el llama­
miento humanitario se ve reforzado por el evolucionista, muy distinto, que
reclama que hay que proteger no tanto al individuo como a la especie (o po­
blación), concretamente del peligro de que aumente progresivamente el
porcentaje de tactores nocivos en su dotación genética, crecimiento que le
amenaza por la protección —individualmente beneficiosa— que la civiliza­
ción (la medicina, entre otras cosas) da a tales factores hereditarios que de
lo contrario serían mantenidos en jaque por la selección natural. Al dia­
bético se le puede decir que debe su candidatura a la reproducción a una
creación social, el arte médico, único que (mediante la administración de
insulina) le ha permitido alcanzar la edad fértil: como quid pro quo se le
puede exigir el sacrificio de ese derecho en interés de la sociedad y de su fu­
tura integridad biológica. Esto es moralmente correcto en el plano indivi­
dual: el receptor de un gran beneficio paga a la fuente del mismo el precio
que le debe. A nivel poblacional, la eugenesia negativa es, desde un punto
de vista literal, conservadora, orientada a la conservación y no a la mejora de
la herencia biológica, v también eso parece correcto si el temor a una raza
debilitada de lo contrario por efecto de la cultura es realista (lo que yo no
puedo juzgar). Según esto, la eugenesia negativa parece más una extensión
de la medicina preventiva que el comienzo de la manipulación biológica
proyectiva.
Ciertas necesarias cautelas enturbian esta imagen demasiado clara.
Puede ocurrir, fácilmente, por ejemplo, que el celo preventivo a la hora de
decidir qué gen o paquete de genes han de ser excluidos extienda el con­
cepto de «patógeno» a «indeseado» en un sentido más amplio, por ejemplo
social, y pierda entonces la justificación de una mera compensación por la
inhibición de la selección natural. Todo deslizamiento de conceptos distin­
tos de los estrictamente médicos, e incluso su aceptación más allá de la cla­
se más grave, minoradora de la vida, es objetable tanto desde el punto de
vista biológico como ético. Algo parecido rige para la tentación de extender
los controles desde la presencia manifiesta, es decir dominante, del gen a
rechazar, que sólo es la punta del iceberg, al número, mucho mayor, de por­
tadores recesivos, si se pueden determinar. Una sentencia de muerte gené­
tica sobre ellos — mediante la exclusión de la reproducción— ya no puede
afirmar estar en consonancia con la autorregulación de la mecánica de se­
lección natural, que sigue arrastrando genes recesivos y sólo somete a los
dominantes a su tribunal. Quererla superar entra ya en la modificación ma-
D E LA E U G E N E S I A A LA T E C N O L O G Í A G E N É T I C A

nipulaliva del catálogo genético colectivo, biológicamente cuestionable en


su efecto sobre la especie y éticamente intolerable en su exigencia de renuncia
al individuo La filtración y reestructuración del catálogo genético de la po­
blación es distinta de su protección contra el empeoramiento, y no tenemos
ningún mandato evidente para llevarla a cabo. De hecho con esta varian­
te de la eugenesia preventiva, a pesar de su mecánica de exclusion, que sigue
siendo negativa, ya hemos superado el límite del terreno, mucho más deli­
cado, de la eugenesia positiva o meliorista, que pretende mejorar la especie.

4. S e l e c c ió n prenatal

Un paso también insensible de la estrategia hereditaria defensiva a la


meliorista es posible con el naciente diagnóstico prenatal (mediante am ­
niocentesis y otros métodos). Con su objetivo declarado, la exclusión del
embrión dañado, entra en el terreno de la eugenesia de la compasión pre­
ventiva. En su espíritu se aprueba básicamente el aborto y, para ciertos ha­
llazgos, es de hecho el objetivo práctico previsto del procedimiento diag­
nóstico. No nos ocupamos aquí del polémico tema de) aborto en sí. Sin
duda el hallazgo de un daño grave e incorregible, como el mongolismo, es
la mejor de las disculpas para ese acto (naturalmente, el adversario del mis­
mo siempre podrá rehusar el Daso desde la indicación médica a la muerte »;
en lo que a nuestro tema se refiere, un filtro prenatal limitado a tales casos
graves sigue claramente en el campo de la «eugenesia negativa», que sin
duda deja de ser incruenta. Pero el deseo paterno de tener una descenden­
cia -<pcrfecta» puede ir más allá y establecer criterios más ambiciosos para
admitir la vida (por otra parte, también la elección del sexo). Utilizado así,
el diagnóstico prenatal sólo podría contribuir a que la repugnancia a la
muerte del feto siga disminuyendo y se extienda como una costumbre ideo­
lógicamente animada en la sociedad (con un facilitamiento emocional del
paso al infanticidio): el objetivo de la temerosa prevención de un mal ma­
yor Su habría transformado en la insolente persecución del bien mayor... y
nos encontraríamos en mitad de la zona, tan objetable moral como bioló­
gicamente, de la eugenesia positiva, que además se burla de los límites de
nuestro saber.

5. E u g e n e s i a p o s it iv a

Tras la espantosa prueba del reciente pasado aleman. vamos a adoptar


brevemente una posición sobre la eugenesia positiva como selección gené­
tica humana planificada con el objetivo de mejorar la especie. Su descrédi­
to moral y político no necesita ser explicado en este país. Pero hay que de­

4. N aturalm ente, se puede y se debe desaconsejar el apaream iento de portadores ide n tifi­
cados com o recesivos (una tarea legítim a dei asesoram iento conyugal), pero eso es diferente de
elim inarlos del proceso de reproducción.
118 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

cir algunas cosas sobre la esencial ceguera del intento incluso en la más
bondadosa política de selección, no manchada de vanidad, maldad ni arbi­
trariedad axiológica. La elección de los ejemplares de cría de ambos sexos
tendría que apoyarse en su «cartografía» genética completa, pero en reali­
dad sólo puede atenerse a las propiedades manifiestas del fenotipo indivi­
dual: la dotación genética invisible que hav detrás y que podna ser añadida,
como máximo mediante una investigación irrealizable y amplísima de los
antepasados —y ello sólo parcialmente— , al estado de la generación en
cada momento, tendría que ser aceptada en bloque, sin examen. No se sabe
pues en absoluto qué saldrá a la luz en posteriores generaciones y tendrá
que ser sometido a nueva selección en los fenotipos... por no pensar en los
inevitables cambios de gusto producidos entretanto Dado que ninguna
«sección» genética individual en la serie de las generaciones es realmente
cartograliable, el procedimiento tiene que ser subjetivamente ilusorio y ob­
jetivamente ciego. Pero suponiendo que supiéramos más, incluso lo bas­
tante para alcanzar probabilidades a largo plazo; y que tuviéramos a mano
partes suficientemente considerables de la población en cartotecas genéti­
cas de alguna fiabilidad; y que tuviéramos — mediante cría oficial o bancos
de semen y óvulos— los necesarios controles sobre la selección y combina­
ción de los donantes eugenesicamente certificados (desaparece la elección
amorosa aficionada): ¿quien ha de decidir sobre la excelencia de los ejem­
plares y con qué criterios? Recordemos que es mucho mas fácil establecer
lo que no se desea que lo deseado, lo malum que lo bonutn. Es indiscutible
que no deseamos — ni los dolientes ni sus congéneres— la diabetes, la es­
quizofrenia o la hemofilia. Pero, ¿qué es mejor?: ¿una cabeza tría o un co-
razon caliente, una elevada sensibilidad o un cuerpo robusto, un tempera­
mento dócil o rebelde? ¿Y en ésta o mejoren aquella distribución proporcional
entre la población? ¿Quien ha de decidirlo y basándose en qué conoci­
mientos? La afirmación de tal conocimiento debería ser motivo suficiente
para descalificar a quien afirma tenerlo Y si se pudiera llegar a un acuerdo
sobre los estándares de selección que fueran, por las razones que fuera...
¿es deseable la estandarización como tal? Si hacemos abstracción de los va­
lores humanistas, que siempre son discutibles y están más allá de los do­
minios del científico natural, los biólugos están de acuerdo en la clara ven­
taja biológica del exceso de multiplicidad en el fondo genético colectivo,
que con su amplia reserva de propiedades actualmente «inútiles» mantiene
abierta la futura adaptación a nuevas condiciones de selección. Toda estan­
darización estrecharía esta zona de sombra de la indeterminación median­
te las apresuradas determinaciones de efímeras preferencias. A este aspec­
to técnico de la supervivencia, «exento de valores» en sí, se añadiría la
pobreza humana de una cría sobre 'ipos que alcanza su objetivo positivo,
como toda selección, mediante la exclusión de alternativas, es decir, de los
muchos indefinidos a favor de los pocos definidos. El punto biológica vme-
tafísicamente fuerte de la evolución humana era que evitaba de algún modo
las ventajas a corto plazo de la especiaiizacion, que poi lo demás domina la
evolucion de las especies, f 1 hecho de qu e1hombre no esté especializado
—el «animal no determinado», como decía Nietzsche— constituye una vir­
D E LA E U G E N E S I A A LA T E C N O L O G Í A G E N É T I C A

tud esencial de su ser. Así pues, incluso si la selección positiva no fuese cié?
ga, es necesariamente corta de vista. La cortedad de vista es la característi­
ca inapelable de toda intervención consciente en el curso inconsciente de la
naturaleza, y ha de ser aceptada normalmente como precio en riesgo, por­
que tenemos que seguir intervi endo en innumerables aspectos. En el de­
sarrollo, incalculablemente largo, de la genética humana, la cultedad de
vista se elevaría a la enésima potencia sin la disculpa de esta obligación.
Porque el superhombre es un deseo de la insolencia, no de la necesidad,
como puede reclamar la eugenesia negativa. Y la deseada mejora de la es­
pecie humana desconoce que ésta, tal como es, contiene va en sí la dimen­
sión en la que tienen su espacio tanto lo mejor como lo peor, tanto la as­
censión como la caída, sin estar sometidos a ninguna barrera reconocible
ni impulsora hacia arriba ni protectora por debajo. Ningún sueño zoológi­
co, ningún truco de cría, puede ocupar el lugar de esta opción esencial y
su inmenso campo de juego. El intento de hacerlo es desmesurado, necio
e irresponsable al mismo tiempo, y tiene que conducir en el mejor de los
casos a desaires, y en el peor a desgracias. Esto último ya se da, política, hu­
mana y éticamente (y con independencia de que termine bien), en los mé­
todos de gestación asistida, con su despersonalización de la relación sexual-
reproductiva, la separación del amor de la reproducción, del matrimonio
de la paternidad libremente querida, la intervención desacralizadora del
poder público en la secreta dimensión de futuro de la interlocución más ín­
tima concedida por la naturaleza a la constitución humana. Excepto en los
objetos mas inequívocos de la eugenesia negativa, donde e! elevado precio
humano de tal injerencia aún está por justificar, y sin duda en el territorio de
ensueño de la perfectibilidad genética positiva, no adquirimos mayor seguri­
dad con el cambio do lo imprevisto por lo planeado.5Ambas cosas son dile­
tantes... ia una en consonancia, la otra en contradicción consigo misma.
Abandonar el diletantismo de la bendita ignorancia de la elección Je amor
personal por el del conocimiento loco de un arte arrogante es una petulancia
impertinente por la que el mundo y la posteridad tendrán que pagar.

M é t o d o s f u t u r is t a s I

6. C l o n a c ió n

El control genético por selección de la especie, ya sea desde puntos de


vista negativos o nncitivos —es decir, la «eugenesia» en general— tiene des­
de el punto de vista del planificador la falta de belleza de la reproducción

5. El lugar dt la p lanificación con vistas a la perfectibilidad, y con ello a la cortedad de vis­


ta que pende de todos los planes, es la educación. Allí de hecho im ponem os nuestra im agen ine­
vitablem ente m iope al futuro individuo, y com etem os nuestros nccados ju n io con nuestras b o n­
dades conform e a la vigente «verdad» del m om ento. Pero allá donde condicionam os, en parte
correcta, en p a n e erróneam ente, transm itim os al sujeto en el m ism o paquete la posibilidad de
la posterior revisión a cargo de sí m ism o por lo m enos no la bloqueam os, dado que hemos de­
jado inalterada la naturaleza hciedada, la sede originaria de tal posibilidad
120 T É C N I C A , M E D I C I N A Y É TI CA

heterosexual como tal: lo impredecible de sus entrecruzamientos y recom­


binaciones de cromosomas hace que sea siempre una lotería en la que nunca
se puede saber lo que saldrá en cada caso concreto. Es a esa circunstan­
cia a la que debemos que no hava dos individuos genéticamente iguales.
Esta perturbadora injerencia de la naturaleza y el azar se podría evitar me­
diante la intervención artificial de la clonación, por su método la forma más
arbitraria de manipulación genética, y por su objetivo al mismo tiempo la
más esclava: el objetivo no es la modificación arbitraria de la sustancia he­
reditaria, sino precisamente su no menos arbitraria fijación, en contradic­
ción con la estrategia reinante en la naturaleza Elegimos este ejemplo para
discutirlo en detalle porque, debido a su nítida definición del resultado per­
seguido, que no pretende representar un viaje a lo desconocido, sino preci­
samente a lo más conocido, es especialmente adecuado para hacer un ejer­
cicio de fantasía anticipatoria y de reflexión ética a ella referida. Quizá de
él se pueda aprender algo cara a meditar acerca de los sueños más creado­
res de la manipulación genética.

A. ¿Qué es clonar?

La clonación es una forma de reproducción no sexual, que se da en m u­


chas plantas junto a la sexual y, a diferencia de ésta, produce copias genéti­
camente exactas de la plañía originaria. Se basa en la capacidad de germi­
nación de las células diploides normales, que en condiciones adecuadas
empiezan a retoñar. (Son ejemplos conocidos las patatas y las fresas.) A los
animales en general les está vetada esta reproducción alternativa. Con la
excepción de algunos órdenes menores, están limitados a la reproducción
sexual mediante células germinales haploides especiales (gametos), cuyo
núcleo cromosómico dividido en dos se tiene que unir con la mitad cones
pondiente del otro sexo en un conjunto (cigoto) para incoar el proceso de
división en un nuevo individuo. Entretanto, utilizando el hecho de aue to­
das las demás células del organismo poseen un jue^o doble completo de
cromosomas que define la identidad genética del individuo, se ha desarro­
llado un procedimiento de laboratorio mediante el cual se puede llevar a
una célula del cuerpo- adecuadamente seleccionada a empezar «por sí mis­
ma» el mismo proceso que de lo contrario inicia la célula germinal fertili­
zada... es decir, dado que posee toda la «información» genética que ya ha­
bía regido el crecimiento del individuo originario, a producir una copia

6. Tiene que ser u na célula no especializada, es decir, una en la que n ing una de las instruc­
ciones heredita is codificada-« en el ADN nuclear esté bloqueada. Tales bloqueos parciales per­
manentes se producen en la diferencia ontogénica de los tejidos en la evolución fetal. Las células
del cuerpo, no afectadas por esto y por tanto adecuadas para la clonación, sólo pueden obtener­
se hasta ahora de te "‘ lo« em brionales en las especies superiores. Naturalm ente, esto no es lo bas­
tante bueno para las am biciones d o nad o ras de las que queremos hablar, porque éstas exigen pre­
cisamente donantes celulares adultos. Dado que es im probable que células indiferenciadas del
cuerpo (con núcleos «om nipotentes" com o las células germinales) se encuentren en personas
adultas, prim ero habrá que hallar un método de «descspecialización», es decir de inhib ición, de
las células especializadas. Teóricamente esto es posible, ya que el bloqueo está pensado ae tal
m anera que no m oditíca el gen correspondiente, sino que tan sólo inhibe su acción de form a per-
D E LA E U G E N E S I A A I A T E C N O L O G I A G E N É T I C A
121

exacta (un «esqueje») del organismo madre o padre. El procedimiento, lo-


giado primero en algunos anfibios, requiere la introducción del núcleo de la
célula corporal correspondiente en un óvulo previamente desnucleado de
la misma especie, que desde ese momento se comporta como si estuviera
fertilizado. De hecho, se han engendrado ranas (también algunas mons­
truosidades) de esa forma. Este prometedor comienzo vino facilitado por
un sistema sexual que de todos modos prevé la fertilización y desarrollo
del huevo fuera del seno materno. Con la fettilización interna y el desarrollo fe­
tal intrauterino de los mamíferos la cosa se hace más difícil, pero hace poco
que se ha conseguido por vez primera con un ratón. En todo caso, dado que
la fertilización in vitro y el reimplante en una matriz es un hecho clínico in­
cluso en el caso del óvulo humano, parece que la implantación de un óvulo
con un núcleo ajeno diploide en un útero de alojamiento o nodriza —en el
que no se comportaría de distinta manera que uno fecundado (es decir,
como un cigoto)— sólo es un paso más, y el camino hacia la reproducción
asexual en los mamíferos placentarios, incluyendo el ser humano, estaría
despejado. El único resto funcional de la bisexualidad estaría en el doble
hecho de que el núcleo huésped (masculino o femenino) necesita para su
«alojamiento» directo un óvulo femenino de la misma especie sin núcleo
propio, y éste a su vez para su alojamiento durante el desarrollo embrional
una matriz en funcionamiento de la misma especie... en otras palabras: el
embarazo de hecho de un individuo adulto femenino de la misma especie.
Está por ver aún si estas limitaciones son superables y hasta qué punto.
Dado que los óvulos sin fertilizar se pueden obtener más fácilmente y en
mayor número que las nodrizas para embarazo, los ulteriores esfuerzos de
la investigación se concentrarán seguramente en los cultivos embrionales
extrauterinos. Los núcleos celulares diploides dt ambos sexos podrían (una
vez superada la inhibición de los especialistas) ser obtenidos sin esfuerzo y
en el número que se quisiera de los individuos a duplicar, bien directamen­
te o mediante cultivos de tejidos derivados. Pero hay que tener en cuenta el
modificado papel de los sexos. Incluso en la versión «conservadora» de un
embarazo pleno en vientre nodriza, la «madre» es una mera incubadora y
no aporta geneticamente nada de sí al fruto, excepto si aloja a un núcleo ce­
lular a clonar tomado de su propio cuerpo, en cuyo caso lo aporta genéti­
camente todo y se duplica a sí misma; el óvulo privado de núcleo puede
— pero no tiene que— proceder de ella; y el producto final puede repetir a
un individuo conocido o desconocido por ella. Aun asíj el papel femenino
seguirá siendo instrumentalmente necesario mientras no se disponga de

m anente por m edio de un agente específico. Un contraagente adecuado podría en p rincipio


neutralizar este efecto. Así que sólo se trata de liberar al núcleo crom osóm ico, en sf m ism o
siempre intacto, de inhibiciones secundarias: tiene que llegar el príncipe q u ím ico adecuado que
despierte con u n beso a las partes que duerm en el sueño de la bella durm iente, En lo sucesivo
acéptame- (conform e al procedim iento de les biólogos, que ahora ya discuten los Dros y contras
de las futuras clonaciones) que la b io q u ím ica lo lograra finalm ente. Si esta expectativa fuera
errónea los biólogos habrían m algastado saliva, pero los filósofos p odrían de todos m odos ha­
ber obtenido criterios reales e incluso categóricos de la m editación sobre lo hipotético final-
mente irreal.
122 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA

s u s titu to s artificiales de la placenta in vitro. (En ese momento, el ovario


sólo quedaría como proveedor de los óvulos a los que habría que quitar el
núcleo.) Fn cambio, el papel masculino se reduciría biológicamente a la
nada: una ve? rehuida la única necesidad biológica para la existencia de
hombres, la fecundación, la representación masculina en una población
que se rcproduiera clónicamente se habría vuelto prescindible... aunque
quizá siguiera siendo deseable para otros objetivos y placeres no biológi­
cos. La ciencia ficción y el feminismu tienen aquí un vasto campo para di­
vertidas especulaciones.

B. Preguntas sobre la clonación

Las preguntas que queríamos plantear no tienen nada que ver con las
presuntas dimensiones de una práctica que —si es que llega a hacerse rea­
lidad— sin duda nunca alcanzaría valores numéricos con pe*o genético-po-
blacional. Las cuestiones eseni ales de su posible aplicación a los seres
humanos se refieren al caso singular no menos que al plural, y han de ser res­
pondidas antes de poder permitir siquiera el primer caso. Han de ser plan­
teadas por tanto, al principio.
Planteamos tres preguntas: (Qué se consigue con la clonación? t Porqué
hay que conseguirlo, es decir, qué motivos hay para desearlo? ¿Debe ser
conseguido, es decir, ese objetivo es aceptable o rechazable?

1. El resultado físico de la donación. ¿Qué produce la clonación? Res­


puesta un doble genético del donante celular, con el mismo grado de simi­
litud en su aparíencia (en el fenotipo^ que el conocido por el caso de los ge­
melos idénticos. Clon y donante son de hecho gemelos idénticos con una
diferencia temporal: su no simultaneidad será un importante punto de vis­
ta en nuestra posterior valoración. En el caso de gemelos idénticos se pue­
de hablar de imágenes contrapuestas en el espejo; el clon es unilateralmen­
te la copia de un original preexistente. La distancia temporal es a voluntad:
Dado que ios cultivos de tejidos se pueden mantener vivos y regenerativos
duiante un período de tiempo indefinido, el brote clónico puede estar deri­
vado de un donante que ha muerto hace mucho (¿un nuevo sentido de la in­
mortalidad individual?). Asimismo se pueden derivar muchos hermanos
clónicos, simultáneos o sucesivos, de la misma fuente autorregenerada; es­
tas reproducciones datadas a voluntad guardarían entre sí una relación in­
directa de gemelos idénticos, no distintos en cuanto al fondo del individuo
padre/madre común, salvo que su caso admite cualquier dispersión de la
relación temporal... desde la total disjunción hasta la total coincidencia en
el tiempo, pasando p r cualquier coincidencia parcial. Un gemelo así po­
dría encontrarse por la calle a su propia ancianidad, quizá acompañada de
su infancia. En todo caso, dado que ex hyputhesi todos los genotipos multi-
plic dos poseen el mismo potencial hereditario, a lo largo de la carrera de
un fenotipo ya se ha producido al menos una realización del mismo, y even­
tualmente varias, total o parcialmente, antes que cualquier clon comience
la suya.
D E LA E U G E N E S I A A LA T E C N O L O G Í A G E N É T I C A
123

2. Razones para la clonación. La última frase proporciona la respuesta


principal a la pregunta de por qué hay que clonar: un logro vital visible es más
que suficiente en una u otra cualidad para excitar el deseo de tener más de
ello, v lo bastante raro en su (presunta) base genética como para no poder
esperar la deseada frecuencia de su aparición en la población de las posibi­
lidades de la reproducción habitual v a su vez selectiva. De hecho, es lo que
de algún modo es «único» lo que la clonación libera de su unicidad y aque­
llo cuya repetición hay que asegurar. Esto tiene ventajas evidentes para la
cría de ganado. La vaca lechera premiada es reproducible de manera m u­
cho más segura por vía asexual que mediante el apareamiento más cuida­
dosamente escogido, además de en número incomparablemente mayor,
porque no está ligado a la propia maternidad (cualquier otra vaca puede
servir de incubadora de otra vaca de premio). De forma similar el caballo
de carreras escogido, etcétera. Así, la perpetuación y multiplicación de la
excelencia (= logro máximo) sería una de las principales razones para la clo­
nación. Los ejemplares reproducidos, de equipamiento idéntico, aportarían
la base numéricamente ampliada para un nuevo cruce, con la expectativa
de superar incluso el logro precedente, convertido ahora en punto de parti­
da, y así sucesivamente, alternando de manera adecuada ambos métodos
en una curva creciente de perfección genética. De esta forma la clonación, en
sí una fijación de los resultados evolutivos, se convertiría en parte de un
progreso evolutivo. Otro objetivo podría ser también la ventaja de la mera
uniformidad para ciertos fines, otro precisamente el centro bien pondera­
do en contraposición al extremo unilateral. Todo esto dentro del ámbito,
destinado a la utilidad, de la cría de animales, donde el interés propio de la
especie misma no se pregunta y la «excelencia» viene determinada precisa­
mente por el aprovechamiento.
Consideraciones totalmente distintas se plantean en el ámbito humano,
e incluso la situación de los conocimientos es distinta aquí. El criador de
ganado sabe en cada caso qué quiere de los animales. Pero, ¿sabemos no­
sotros lo que queremos de los hombres? ¿Y quiénes somos «nosotros» en
el caso de tal «conocimiento», es decir, de tal capacidad consciente que
toma la palabra? Y quien posea esa capacidad para sí y su partido —y sin
duda otro antes que otro e incluso que él mismo, ayer o mañana— , quien
sepa pues qué quiere y qué se quiere a su alrededor, ¿sabe también qué se
puede y debe querer de las personas? Y si cree saberlo, ¿cómo sabe que sabe
realmente?
Todo lo que se puede querer y que de hecho ha sido puesto ya a debate
lo muestra muy ingeniosamente una enumeración que mi amigo el profe­
sor León Kass ha confeccionado en Chicago. Él la llama una «lista de la­
vandería de posibles aplicaciones, que crece constantemente en espera de
una técnica plenamente formada», y reza:

1. Réplica de individuos de gran genio o gran belleza, para mejorar la es­


pecie o para hacer la vida más agradable.
2. Réplica de sanos para evitar el riesgo de enfermedades hereditarias con­
tenido en la lotería de la recombinación sexual.
124 T È C N I C A , M E D I C I N A Y É TI CA

3. Facilitamiento de grandes series de sujetos de la misma herencia para


estudios científicos sobre la importancia relativa de lo innato y el en­
torno en diversos aspectos de la actividad humana.
4. Proporcional un hijo a un matrimonio estéril.
5. Proporcionar un hijo a alguien con un genotipo de elección propia: de
un famoso admirado, de un tallecido querido del cónyuge o de sí mismo.
6. Control sexual de los futuros hijos: el sexo de un clon es el mismo que el
de la persona de la que procede el núcleo celular implantado.
7. Producción de equipos de sujetes idénticos para utilizaciones especia­
les en la guerra y la paz (espionaje no excluido).
8. Producción de copias embrionales de cada persona, congelación hasta
que sea necesaria como reserva de órganos para transplante a su geme­
lo de idéntica herencia.
9. Batir a los rusos y los chinos, no dejar que se produzcan lagunas en las
clonaciones.7

En el último apartado mencionaré por mi cuenta las Olimpiadas y si­


milares competiciones internacionales. \ añado a la lista, como numero 10:
Curiosidad... vamos a ver que sale.
La lista es menos divertida de lo que parece. Ningún deseo es tan perverso
(como el de la autorrtplica), o tan cínicamente utilitario (como el de los equi­
pos de trabajo homogéneos), o tan científico-fanático (como el de los sujetos
de investigación iguales), como para no encontrar al ser ofrecido peticio­
narios y defensores entre los hijos de Adán > Eva. Pero en conjunto bien po­
demos aceptar que el argumento de una excelencia merecedora de perpe­
tuación y reproducción (el número 1 de la lista) predomina en el contexto
humano y la práctica del método, si es que se llega a ella, se limitara a lo ex­
traordinario. Sin duda es el relativamente más noble de los objetivos pro­
puestos > Dor ello no sólo más seductor que todos los demás, sino también
más adecuado para forzar el examen filosófico de su más radical explica­
ción. Aquí concentraremos poi consiguiente nuestra crítica.

3. Réplica de la excelencia. El argumento de la excelencia, aunque inge­


nuo. no es frívolo, en tanto apela a nuestra reverencia Dor la grandeza y le
rinde el tributo del deseo de que más Mozart, Einstein y Schweitzer adorna­
ran la raza humana. Dicho sea de paso, nadie menciona a Nietzsche o a Kaf­
ka en este contexto, y pocos a Bcethoven o a Miguel Angel... una prueba de
la secreta felicidad de iodo el sueño: uno quiere tener a su genio feliz o al
menos alegre: pero sobre todo: elevador en sus «aportaciones» al bien de la
cultura. Pero esc deseo es ingenuo cuando supone que más de uno de cada
sería realmente bueno para la humanidad, por no hablar de si sería bueno
para los Mozart o Einstein de este mundo... en general cuando supone que,

7. León R. Kass, «New Bcginnings in Life», en The New Genelics a n d the Fmure o f M an (edi­
ción a cargo de M ichael P H am ilto n ), U rand Rapids, M ich., 1972, págs. 14-63. La «lista de la­
vandería» se encuentra en las páginas 44-45. [Todas las referenr ias, a q u í y en adelante, a los es­
critos de L. Kass se pueden encontrar en su brillante libro foward a More N atural Science:
BioloRy a n d H um a n Affairs, Nueva York, The F-ree Press. 1985.]
D E LA E U G E N E S I A A LA T E C N O L O G I A G E N É T I C A 125

si algo es bueno, más de ello sería mejor. Es un descarado argumento de


consumidor, que no pregunta si el genio —suponiendo que sea una bendi­
ción para nosotros— no es para S í mismo una maldición, con frecuencia el
más desgraciado de los hombres, y si tenemos derecho a condenar premedi­
tadamente a alguien a pagar ese horrible precio por nuestro enriquecimien­
to. Por otra parte, si dejamos decidir al propio candidato modelo si en su
caso merecería la pena un da capo, podríamos obtener una selección de va­
nidosos.“Además, nadie puede intuir ni remotamente qué saldrá en realidad
de este genio esperado de segunda v tercera generación una vez pasada la
hora estelar del primero, la constelación única de sujeto y circunstancia.
Tampoco se puede prever cómo reaccionarán los contemporáneos, inclu­
yendo el genio que aparece de novo entre ellos, a la presencia de este precer-
tificado en medio de sus vidas. Podría ser que incluso el antaño venerado ar­
quetipo fuera odiado al final por su codicioso infiltrarse mediante dobles en
el negocio desconocido v abierto, aún sin decidir, del presente.
Pero todo es especulativo, y en su mayor parte externo a la cuestión éti­
ca que queremos plantear, a saber: qué significa ser un clon para el propio
sujeto afectado. Y aquí el caso del donante celular famoso sólo sirve para
ilustrar más nítidamente lo que sería válido para todos los casos, es decir,
para la propuesta de clonación en sí. No vamos a enredarnos aquí en
conjeturas sobre cantidad, dosificación, méritos relativos de la selección,
beneficios y costes para todos nosotros —cuestiones que sólo puede res­
ponder la experiencia— , sino que podemos confiar en aquella certeza tran-
sempírica del criterio que a veces concede la contemplación de la esencia.
El caso X único y no especificado será tan válido como pudiera serlo cual­
quier número de casos de cualquier especificación.

C. Crítica exislencial

1. La simultaneidad de gemelos idénticos. La cuestión esencial central es


la de la mismidad no prejuzgada, y podemos ilustrarla con la supuesta si­
tuación de gemelos que son «idénticos», pero no simultáneos. Situémonos

8. «De hecho», se pregunta León Kass, «¿no deberíam os establecer el principio de que cada
llam ado "gran hom bre" que dé su asentim iento a la clonación debería quedar precisamente por
eso descalificado, al ser alguien que tiene u n a o p in ió n dem asiado elevada de sí m ism o y de sus
genes? ¿Podem os p e rm itim o s u n aum ento de la arrogancia?» C om o es sabido, en N orteam éri­
ca (naturalmente: en C alifornia) hay va u n banco de esperma de Premios Nobel. Varios de ellos,
se dice, no han hecho ascos a co ntrib uir a él... u n reflejo de lo erróneo que es deducir del en­
tendim iento científico la existencia de razón h u m a n a (por no h ablar del pudor). Conform e al
cnterio establecido por Kass, estarían ya descalificados. Los distribuidores de las existencias
congeladas, se dice después, tendrán cuidado de que la preciosa sim ienle no caiga en un suelo
indigno: quienes soliciten ser receptoras de semen (tam b ién hav) verán cuidadosam ente exa­
m inadas su calidad biológica y cultural, ju n to con su prehistoria genética. (La m uchacha de
pueblo que fue m adre soltera de Leonardo hubiera tenido pocas posibilidades: tam poco el p a ­
dre, del q uo pGr |n dem ás apenas sabemos, parece haber llam ado la atención por unas cualid a­
des de Premio Nobel.) Esto entra aú n en la categoría que ya hemos tratado, tradicional por así
d itir lo , de la «eugenesia positiva», y com parte su carácter de lotería bisexual. Pero en p unto a
vanidad, necedad h u m a n a y superstición hereditaria recuerda ya al program a de d uplicación
no scxt<al de genios del que hemos hablado, científicam ente libre del azar.
126 T É C N I C A , M E D I C I N A Y É TI CA

frente a los actuales gemelos, trillizos (etc.) monoovulares. Tienen sus pro­
pios problemas, de los que por regla general no se puede hacer responsable
a ninguna acción humana. La coartada del capricho de la naturaleza desa­
parece en cambio si la formación de gemelos es inducida, como parece ser
el caso como efecto secundario de ciertas drogas fertilizadoras. Pero inclu­
so este resultado semiculposo comparte con el puro azar de la naturaleza el
rasgo principal que lo distingue del resultado de la clonación: los gemelos
(trillizos, etc.) naturales, que tienen que tener ante sus ojos la repetición de
su propio genotipo, son estrictamente simultáneos, ninguno precede al otro,
ninguno tiene que volver a vivir una vida ya vivida, a ninguno se le ha pri­
vado de encontrar su yo y sus posibilidades. A este respecto es indiferente
hasta qué punto el genotipo determina en realidad la historia personal, si la
«identidad» biológica conduce objetivamente, con independencia del cono­
cimiento del sujeto, al mismo resultado biográfico, cosa que no está proba­
da. De lo que se trata es de que el genotipo producido sexualmente es un no-
vum en sí, desconocido para todos en su comienzo, y tiene que revelarse a
su portador, no menos que a sus congéneres, sólo en el curso de su existen­
cia. La total incertidumbre es aquí una condición previa de la libertad: La
nueva tirada del dado, una vez caída, tiene que descubrirse a sí misma en el
esfuerzo sin dirección de vivir su vida por primera y única vez, es decir, lle­
gar a ser él mismo en el encuentro con un mundo que está tan poco prepa­
rado para el recién llegado como éste para sí mismo. Ninguno de los geme­
los, aunque confrontado permanentemente con su similitud con el otro,
sufre por la presencia de uno anterior que habría manifestado ya el poten­
cial de su ser y con ello habría echado a perder al siguiente su condición
propia, que precisa del secreto.
Hemos hablado ex profeso de la situación de gemelos idénticos, no de la
fuerza objetiva de los genotipos idénticos, que en realidad desconocemos.
Así, tenemos la intención de hablar también de la situación del clon hum a­
no, cuestión inmanente a su experiencia y a la de los que le rodean: esto
conduce a una discusión existencial, ni ñ'sica ni metafísica, a una discu­
sión, pues, que puede dejar enteramente al margen la delicada cuestión de
las dimensiones de la predestinación biológica.

2. No simultaneidad y el derecho a la ignorancia. En contraposición a la


simultaneidad de los auténticos gemelos, la copia de un genotipo dado crea
condiciones esencialmente desiguales para los fenotipos correspondien­
tes... desigualdad que va enteramente en perjuicio del clon. Hay que hacer
aquí un inciso. Se podría, si se quiere, introducir en este punto en el dere­
cho natural el concepto de derecho trascendente de cada individuo a un
genotipo único solamente suyo, no compartido con nadie, y deducir de ahí
que un individuo clonado vería lesionado a priori precisamente este dere­
cho fundamental. Al respecto no hago más que esta observación: el hecho
universal de la unicidad individual-física lo atestigua todo sistema policial
de toma de huellas dactilares. El que sea un valor se expresa muy bella­
mente en el siguiente midraS del Talmud: «Un hombre acuña muchas mo­
nedas de una forma, y todas son iguales entre sí; pero el rey que es rey sobre
DE LA E U G E N E S I A A LA T E C N O L O G Í A G E N É T I C A 127

todos los reyes, ha acuñado a cada hombre en la forma del primer hombre,
y sin embargo ninguno es igual a su prójimo».y Dejaremos a un lado si este
regalo de la Creación, sin duda un bien para el conjunto, es también un
derecho para cada individuo, tanto más cuanto que no se sabe en absoluto
cuánto o cuán poco aporta lo genético a la unicidad del individuo. Así pues,
no baso mi argumento en tal derecho oculto, como máximo intuido, y pre­
existente a la diferenciación física, sino sobre un derecho a la ignorancia,
supremamente evidente e intraexistencial, que se niega a aquel que tiene
que saberse copia de otro. Es un derecho de la esfera subjetiva, no de la ob­
jetiva.
La advocación de un derecho a la ignorancia como un bien es, a mi pa­
recer, nueva en la teoría ética, que desde siempre ha lamentado la falta de
conocimiento como un defecto en el estado humano y como impedimento
en la senda de la virtud, en todo caso como algo que hemos de superar en
la medida de nuestras fuerzas. Sobre todo el conocimiento de uno mismo
ha sido ensalzado desde los días délficos como característico de una vida
superior, de lo que sólo se puede tener demasiado poco y nunca demasiado,
ni siquiera bastante. ¿Y nosotros hablamos de un desconocimiento por sí
mismo? En todo caso el conocimiento del futuro, especialmente del propio,
siempre se excluyó tácitamente, y el intento de adquirirlo por cualquier me­
dio (por ejemplo la astrologia) estaba perseguido como vana superstición
por los ilustrados, como pecado por los teólogos, en este último caso con ra­
zones incluso de rango filosófico (y que, lo cual es interesante, son inde­
pendientes de la cuestión del determinismo en sí). Pero desde esa discusión
del derecho o permiso a saber sigue habiendo un paso hasta la afirmación de
un derecho a no saber: y ese paso es el que tenemos que dar ahora en vasta
de una situación totalmente nueva, aún hipotética, que de hecho represen­
ta la primera oportunidad para la activación de un derecho que hasta ahora
había estado latente a falta de aplicabilidad.

3. Saber pernicioso. El hecho sencillo y sin precedentes es que el — hi­


potético— clon sabe (o cree saber) demasiado de sí mismo, y otros saben (o
creen saber) demasiado de él. Ambos hechos, el propio y supuesto ya-saber
y el de los otros, son paralizantes para la espontaneidad de su llegar a ser «él
mismo», y el segundo hecho también para la autenticidad del trato de otros
con él. El ya conocido arquetipo del donante celular, especialmente uno de
prominencia pública, dictará de antemano todas las expectativas, predic­
ciones, esperanzas y temores, objetivos, comparaciones, medidas del éxito
y el fracaso, de la satisfacción y la decepción para lodos los implicados,
para el clon y los espectadores por igual. Todo esto no se toma del conoci­
miento de la persona en su devenir, que se va construyendo gradualmente,
sino del conocimiento acabado del modelo que ha sido. Y este presunto co­
nocimiento tiene que asfixiar en el sujeto por así decirlo cartografiado de
antemano toda inmediatez del experimento tentativo y el hallazgo progre­
sivo de «sí mismo» con el que normalmente una vida esforzada se sorpren­

9. Véase León R. Kass, ibid., págs 46-47.


128 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA

de para bien o para mal. Todo esto es más una cuestión de saber supuesto
que real, de tener por cieno que de verdad. Téngase en cuenta que no im ­
porta nada si realmente el genotipo es por su propio poder el destino de la
persona: es convertido en él por las ideas que apadrinaron la clonación, y a
través de su influencia en todos los implicados se convierte en un poder por
sí mismo. Así que no importa si la réplica del genotipo significa realmente
repetición del esquema vital: el donante fue elegido con tal idea, y esa idea
actúa tiránicamente sobre el sujeto. Tampoco se trata de cuál es la verdade­
ra relación entre naturaleza innata y educación en la formación de una per­
sona y de sus posibilidades: su interrelación está falsificada de antemano
porque el sujeto y el entorno han recibido sus «instrucciones» para la re­
presentación.10Así, el reto de la vida ha sido estafado en su atractiva y tam­
bién atemorizadora sinceridad. Se ha permitido al pasado intervenir en el
futuro a través de un conocimiento no auténtico de él, y ello en la más ínti­
ma de las esferas, en la esfera de la pregunta: «¿Quién soy yo?». Esta pre­
gunta tiene que venir del secreto, y sólo puede hallar su respuesta cuando
la búsqueda de la misma sigue acompañada por el secreto. Sí, el secreto, la
condición misma de la pregunta y de la búsqueda, es para quien busca la res­
puesta incluso la condición de la posibilidad de llegar a ser quizá precisa­
mente aquello que entonces será la respuesta. La revelación inautèntica al
comienzo, la ausencia subjetiva del secreto, destruye la condición de un
crecimiento auténtico. Da igual que el supuesto saber sea verdadero o falso
(y hay buenas razones para suponer que es esencialmente falso per se): es
pernicioso para la obtención de la propia identidad. Porque lo existencial-
mente significativo es que la persona clonada piensa —tiene que pensar—
que no es lo que «es» objetivamente, en el sentido sustancial del ser. En re­
sumen: al producto de la clonación se le ha robado de antemano la libertad,
que sólo puede prosperar bajo la protección de la ignorancia. Robar pre­
meditadamente esta libertad a un futuro ser humano es un crimen inexpia­
ble, que no debe ser cometido ni una sola vez.
Ahora se podría objetar que el clon no tiene por qué conocer su origen.
Pero una conspiración de silencio está casi con seguridad condenada al fra­
caso y aún empeoraría las cosas, porque el secreto quiere salir a la luz. Por
mucho tiempo que se le oculte a la persona principal, el conocimiento de
los iniciados que están al corriente de él es una situación moralmente inso­
portable en sí y además insegura, si se tiene en cuenta el papel de la indis­
creción y la charlatanería; por no hablar de la existencia de archivos, ban­
cos de datos y expedientes secretos con su notoria propensión a las «fugas».
Pero aparte de ser de tal modo objeto de un conocimiento ilegítimo por
parte de otros, que a él le está vetado, y que es tan degradante en el éxito
como en el fracaso de su mantenimiento, es casi inevitable que el clon aca­
be por averiguar la verdad por sí mismo. Porque todo el sentido de la clo­
nación estaba en la prominencia del donante celular, demostrada en sus lo-

10. «Por ejem plo Ip o r volver a citar a Leon Kass], si una pareja decide clonar a u n Rubins-
lein, ¿puede caber d u d a de que el pequeño A rthur será tem pranam ente puesto ante un p iano y
''anim ado" a tocar?»
D E LA E U G E N E S I A A LA T E C N O L O G Í A G E N É T I C A 129

gros inusuales v certificada por la fama pública. Tiene por tanto que llegar
el día en que la copia (que según las premisas no es tonta) establezca la re­
lación entre sí misma y el original altamente visible. Tanto contarlo tem­
pranamente como descubrirlo después por uno mismo son alternativas
enojosas por igual. Contra la segunda sólo existiría seguridad si la clona­
ción se hiciera de donantes anónimos y oscuros... aunque, ¿para qué ha­
cerla entonces?

4. Conocimiento, ignorancia v libertad. Hemos incidido tan por extenso


en la eventualidad, todavía completamente hipotética, de la clonación por­
que su posibilidad ha empezado a fascinar a los biólogos, lo que en sí es
alarmante, porque la capacidad puede estar ahí un día y en esta ocasión,
excepcionalmente, hemos de estar advertidos ante ella para que la capaci­
dad no se transforme automáticamente en acción, como ha ocurrido siem­
pre hasta ahora; y porque su discusión, sacando ventaja de la pureza de un
caso extremo sin analogía en la experiencia de la humanidad, abre un nue­
vo territorio ético que, más allá del ejemplo, puede venir bien a todos los
nuevos problemas planteados por la manipulación genética del ser huma­
no. Incluso quien no coincida con la especial ética de nuestro argumento,
con su acento en el aspecto del conocimiento, tendrá que estar de acuerdo con
el principio sencillo e indiscutible de que no se puede experimentar con no
nacidos, es decir, convertirlos en medios de la propia obtención de conoci­
miento. Este principio por sí solo veta ya el primer intento realmente eje­
cutivo de alquimia humana hereditaria, incluso los experimentos previos
para abrir el camino hacia ello con material hum ano (dejo a un lado los que
se hacen con material animal). Aquellos que están deslumbrados por la vi­
sión del glorioso ejemplar que saldrá de la retorta deberían tener también
en cuenta los inevitables productos fallidos de una técnica aún por desa­
rrollar —embriones malíormados que habría que liquidar, o nacimientos
defectuosos de cuya existencia habría que responsabilizarse— , aunque les
falte fantasía para imaginarse al glorioso engendro mismo (quizá esto an­
tes que todo) como su futuro acusador por abuso de poder.
Pero donde yo veo el principal beneficio de nuestro ejemplo para la teo­
ría ética es en la visualización de un derecho a la ignorancia que se viola
incluso allá donde ningún infortunio físico da motivos para quejas más ex­
ternas, es decir, incluso en los casos técnicamente logrados. Que el conoci­
miento puede ser demasiado poco y la mayoría de las veces lo es lo sabíamos
desde siempre. De repente nos aparece bajo una luz cegadora que también
puede ser demasiado. A todas luces hablamos aquí de dos formas muy dis­
tintas de conocimiento e ignorancia. Cuando discutimos normalmente las
responsabilidades del poder tecnológico, abogamos por la modestia de una
confesada ignorancia sobre las consecuencias de nuestra acción. Ahora abo­
gamos por el respeto del derecho a la necesaria ignorancia por parte de la
posible víctima de nuestra acción. En un caso puede ser que sepamos dema­
siado poco para hacer algo que sólo un pleno conocimiento podría justificar;
en el otro los productos de nuestra acción pueden saber dem asiado como
para hacer cualquier cosa con la adivinadora espontaneidad de un acto au­
130 T É C N I C A , M E D I C I N A Y É TI CA

téntico. El mandato moral que sale aquí a la ensanchada escena del poder
moderno es: nunca se puede negar a una existencia completa el derecho a
aquella ignorancia que es condicion de la posibilidad del acto auténtico, es
decir de la libertad; o bien: respeta el derecho de toda vida humana a encontrar
su propio camino y ser una sorpresa para sí misma. La cuestión de cómn ha­
cer compatible esta defensa de la ignorancia de uno mismo con el viejo m an­
dato «conócete a ti mismo» no es difícil de responder. Sólo hay aue entender
que el autodescubrimiento que nos concede aquel mandato es uno de los ca­
minos del devenir de ese mismo yo: desde lo desconocido dado se hace uno
con el llegar a conocerse que va ocurriendo a través de las prueba» de la vida...
lo que sería bloqueado por el conocimiento previo aquí combatido.

M é t o d o s f u t u r is t a s II. A r q u it e c t u r a del ADN

7. H asta a h o r a n o h ay a n a l o g ía e s t r ic t a e n t r e e l b i ó l o g o y e l i n g e n i e r o

Hasta aquí las similitudes de la técnica biológica con la ingeniería clá­


sica eran débiles. La estricta analogía formal incluiría la plena construc­
ción de entidades biológicas, es decir organismos vivos, a partir de la ma­
teria prima y conforme a un diseño propio, o también la reestructuración
planificada de los tipos ya existentes con fines Je meiora. La primera y ra­
dical modalidad —el verdadero nuevo diseño y síntesis de organismos
avanzados mediante construcción cromosómica de los elementos molecu­
lares— está prácticamente excluida, dado que la enorme complejidad del
sistema supera probablemente la capacidad de cualquier ordenador hum a­
no; además, aunque fuera posible, seria un puro despilfarro en vista de la
superabundante oferta natural de mater il genético ya listo para su modi­
ficación prácticamente infinita mediante intervención del arte. Así que no
es la nueva construcción, sino la reestructuración por intervención, el ca­
mino *-ealista que se abre a las habilidades similares a la ingeniería en el
campo biológico, en especial en el genético. Pero esto puede llevar muy le­
jos y conducimos a analogías más estrechas con una verdaderas «hechu­
ras» al estilo de la construcción mecánica.
Todos los métodos que hemos mencionado hasta ahora —la clonación
no menos que la eugenesia— son conservadores en el sentido de que selec­
cionan genotipos dados tal como aparecen por si mismos en la población,
es decir, que sin duda guian a la naturaleza, pero no introducen en ella ti­
po« de nueva creación. De este modo se puede modificar estadísticamente
la macroe:structura de la especie, pero la microestructura de los individuos
seguirá surgiendo del acontecer biológico y sus «caprichos». De ahí que en
todos estos casos el arte sólo se haga cargo de un factor causal de la evolu­
ción natural, la selección entre la variada oferta, pero no de la producción
misma de las diferencias, los cambios y enriquecimientos germinales que
se producen en esa oferta mediante mutaciones. ¿Se puede arrebatar tam­
bién esto al azar de la naturaleza y «hacerlo» de forma planificada? Sólo
esto aproximaría la biología practica a la ingeniería.
D E LA E U G E N E S I A A LA T E C N O L O G I A G E N É T I C A 131

8. E l p o te n c ia l de in g e n ie ría de la b io lo g ía m o le c u la r

A. El concepto de cirugía genética

El surgimiento de la biología molecular, especialmente la descodifica­


ción del código genético en su escritura de ADN, ha abierto precisamente
esa expectativa y con ello hecho realizables nuevos y más ambiciosos obje­
tivos: intervenciones directas en los genotipos mediante «cirugía genética»,
que tras la selección somete también al arte al otro factor causal mutativo
de la evolución natural. Por ahora pasaremos por alto la aplicac ión de este
nuevo principio a los microbios, que ya se encuentra en marcha y de la que
más adelante hablaremos por separado. De momento, aún es «futurista» su
aplicación a personas. Ésta está pensada en primer térm ino para la m edi­
cina y seguramente será la primara en salir a la palestra (probablemente
pronto): la sustitución de genes patológicos por sanos en el núcleo tromo-
sómicu de las células germinales (gametos o cigotos), una curación pues en
el punto inicial del futuro individuo y de su descendencia. En este caso la
intención es correctiva, aún no creativa. Pero desde ahí se sigue (potencial­
mente) hacia la m odificación del modelo dado del ADN mediante adición,
exclusión y reordenación de elementos... una reescritura por as< decirlo del
texto genético, que hace posible en principio su lectura completa (o incluso
incompleta) con las correspondientes microtécnicas: en últim a instancia,
una especie de arauitectun» dei ADN. Conduce a nuevos tipos de seres vi­
vos, idesviaciones» premeditadas y series enteras de ellas. En microbios,
como hemos dicho, esto ya se ha practicado con éxito. S. se intentara tam ­
bién con una base de partida hum ana, esta aventura degradaría en sus d i­
versos «éxitos» (fenotipos capaces de vivir, sin im portar lo que valgan en
sí) la imagen de la unicidad «del» ser hum ano como objeto de respeto ú lti­
mo y rescindiría la fidelidad a su integridad. Serla una ruptura metafísica
con la «esencia» normativa del ser hum ano y al m ism o tiempo, dada la to­
tal imprevisibilidad de las consecuencias, el mas frívolo de los juegos de
azar... el jugueteo de un demiurgo ciego y arrogante con el corazón más
sensible de la Creación.
Aquí podemos hablar por fin del aspecto de la ingeniería convencional
que hasta ahora le raltaba a la técnica biológica. Aunque siga ligada a las
estructuras dadas como punto de partida puede aplicar en su m a n ip u la ­
ción la libre invención en lugar del mero filtro, y ganar con ello la arbitra­
riedad de la planificación al servicio de unos fines arbitrarios. ¿Cuáles
pueden ser éstos? En el caso de plantas y animales, naturalm ente se pien­
sa en el beneficie en términos de utilidad para el hom bre m ediante cuali­
dades nuevas o incrementadas. Pero, ¿y en el hom bre m ism o? Si hacemos
abstracción del juego de l'art-pour-l'art con posibilidades com o tal (que
hav que confiar a la ardiente curiosidad y pasión por el experimento de ios
»ivestigadores), tam bién aquí el objetivo tendrá que ser en ú ltim a instan-
c,a utilitario, es decir, una proyectada utilidad de la m odificación bio lógi­
ca para ésta o aquella nueva tarea de la sociedad. No puede ser el bien de
° s individuos modificados, porque para nuevas especies de seres no pe
132 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA

demos hacemos idea de su bien o su felicidad (como mucho podemos ha­


cernos idea de la infelicidad de ser diferentes). Pero bien podemos contar
con que el resultado será la atrofia de determinadas cualidades y la hiper­
trofia de otras, la adición en tercer lugar de una elevada habilidad para de­
terminadas tareas especiales de un mundo tecnológico (viaje espacial, por
ejemDlo) para las que la evolución no ha adaptado hasta ahora al hombre.
Me ahorro la mención de los extravagantes sueños que han sido ya maní
festados... no sólo, por lo demás, con la esoeranza casi natural en los pio­
neros de todo progreso, sino a veces también con temor. Bastará con hacer
algunas observaciones de principio.

B. Elementos de una crítica

Primero, el aspecto conciliador de la clonación: el honor que se hace


a la especie existente con el deseo conmovedor, aunque también infantil,
de mantener sus logros más afortunados por encima de la fugacidad, más
allá del paisaje de una vida hum ana, está vetado a los objetivos que aho­
ra estamos ponderando. Al contrario: para ellos la especie humana, tal
como es. es un mero hecho de la naturaleza material, que no tiene ningu­
na sanción superior a la de otros resultados del azar evolutivo, > por tan­
to como todos, es tierra de nadie para el cultivo de alternativas elegibles
a voluntad. Ninguna idea de dignidad trascendente «del» ser humano, y
en consecuencia ninguna idea de obligación moral derivada de ella, pue­
de sobrevivir a esta renuncia a la inviolabilidad de una «imagen» genéri­
ca. Aparte de esta desvalorización interior, también se rompería la unidad
de la especie como tal (que ya ahora no siempre tiene fácil ganarse el res­
peto), e incluso el nombre «hombre» se volvería ambiguo. cQué son las
criaturas «derivadas», cuáles sus derechos, cuál su estatus en la com uni­
dad hum ana? (Se podría formular la pregunta al reves si algún día ellos
pudieran diciar las condiciones).
Más próxima y enteramente no especulativa es la consideración de que
la técnica aquí empleada producirá, además de las desviaciones deseadas,
inevitablemente también otras indeseadas, es decir malformaciones, de ias
que habrá que librarse rutinariamente. Incluso las nuevas formaciones ini-
cialmente deseadas, es decir los éxitos del método, podrían revelarse des­
pués como indeseadas... ¿y por aue no librarse de ellas§ Lo que se creó con
una finalidad puede volver a ser eliminado cuando ya no sirve a esa finali­
dad; o incluso si la finalidad desaparece (quizá gracias a su pleno cum pli­
miento). lina vez adquirida la costumbre de la eliminación utilitaria — la
contrafigura de la adquisición utilitaria— , no ha> que decir dónde y en vir­
tud de qué principio no utilitario ha de detenerse. ¿Qué derecho superior
puede reclamar el producto natural sobre el artificial? Sin duda no el del
mero azar de su origen en el proceso de la evolución, carente de objetivos.
Por definición, ninguno de los productos de la técnica biológica inventora
habrá sido engendrado por sí mismo: la utilidad lúe la única norma poi la que
fueron ideados. A partir de aquí, se extenderá de forma irresistible la
opinion de que las personas están aht sólo para ser útiles a las personas, V
D E LA E U G E N E S I A A LA T E C N O L O G Í A G E N É T I C A 133

nadie seguirá siendo un hr. jn si mismo. Pero si ningún miemhro de la es­


pecie, ¿por qué la especie? La existencia de la humanidad por sí misma
pierde su razón ontològica.
No ignoro que además de la consideración descarada de la utilidad, en
esta zona ae penumbra de la ciencia también se les puede ocurrir a algunos
soñadores el fantasma del superhombre. Como un fin en sí. Pero a diferen­
cia del duro pragmatismo de la primera categoría, esto ha de ser más bien
entendido como un absurdo infantil. Porque habría que preguntar a los au­
tores por su cualificación: y si pudieran demostrar saber lo que hay por en­
cima del hombre (la única cualificación válida), entonces el superhom­
bre, tal como lo podamos desear, ya estaría ahí en su persona, y la especie
que lo hubiese producido en la figura de esc conocimiento se habría de­
mostrado biológicamente adecuada. Pero si sólo se trata de la pretensión
de un conocimiento (como no puede ser de otra manera), quienes de esa
manera se engañan y nos engañan serían los últimos a los que habría que
confiar el destino del ser humano.

9. O b s e r v a c ió n f i n a l : c r e a c ió n y m o r a l

En esta parte «futurista» de nuestras consideraciones nos hemos movi­


do durante largos trechos en el límite de lo humano y de la posible conver­
sación sobre ello. El sentimiento de irrealidad, incluso lo fantasmal de tales
consideraciones acerca de posibilidades todavía presuntas, a las que se po­
drían añadir otras aún más extravagantes, no puede lievar a tenerlas por
ociosas. Existe el riesgo de que nos deslicemos sin darnos cuenta a sinies­
tros comienzos, de manera por así decirlo inocente, bajo el estandarte de la
ciencia pura y la investigación libre. Reprimo el escalofrío metafísico que
me asalta al pensar en el horror de los andróginos humano-animales que, de
forma enteramente consecuente, han surgido ya entre las expectativas
pr ácticas de la biología molecular bajo el signo de la investigación recom-
binaioi ia del ADN. Es imaginable que el modelo genético del imago dei de
una temeraria arquitectura molecular se convierta en obieto de un juego
creador. El objeto no facilita mantener alejada de su discusión la categoría
de lo sagrado. Pero la cientificidad no la tolera, y yo me someto a ella. Así
que para terminar, y refiriéndome a todo el campo de la manipulación bio­
lógica, quiero volver al más sobrio de los argumentos morales: los actos co­
metidos sobre otros por los que no hay que rendirles cuentas son injustos.
El dilema moral de toda manipulación biológico-humana que vaya más
allá de lo puramente negativo de la prevención de defectos hereditarios es
precisamente ése: qufcJa-pesible acusa ;ión d e ja descendencia contra su
creador ya no encuentra a nadie que_pueda-rcspondcr v purpar nnr ella, ni
ningún instrumento de indemnización. Aquí hay un campo para el crimen
con total impunidad, de la que las personas actuales — que serán pasadas—
están seguras frente a sus futuras vícfimas. Sólo esto (nos) obliga a la más
extrema y temerosa cautela en cualquier aplicación del creciente poder del
arte biológico sobre los hombres. Lo único permitido aquí es la prevención
134 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ETICA

de la desgracia, no la prueba de una felicidad de nuevo cuno. El objetivo es


el hombre, no el superhombre. Aunque hava más cosas, y metafísicas, en
juego, basta con la sencilla ética de la decencia de las cosas para prohibir ya
en sus comienzos las libertades artísticas con genotipos humanos... sí, por
mal que suene al oído moderno: ya en la república de la investigación ex­
perimental.
C a p it u l o 9

MICROBIOS GAMF.TOS Y CIGOTOS:


MÁS SOBRE EL NUEVO PAPEL CREADOR DEL SER HUMANO

La técnica biogenètica hoy, al comienzo de su desarrollo, esta última


ampliación del Dodjr humano procedente de la ciencia, será de nuovo nues­
tro tema. No sólo por la novedad excita los ánimos como pocas cosas, y
como ninguna antes promueve el pensamiento filosófico... por su forma de
acción más que por la eventual magnitud de sus electos, que aún no pode­
mos prever. En el capítulo anterior habíamos analizado el aspecto «futuris­
ta» y nos habíamos concentrado en el hombre mi¿>mo, tanto como objeto de
estrategias herecitarias más antiguas (eugenesia; como de posibles futuras
(cirugía genética). En lo sucesivo vamos a incluir lo que va está actualmen­
te en marcha en el terreno de ese «nuevo arte»: el trabajo sobre microbios,
donde al haberse dado los primeros éxitos ya no se puede hablar de mera
música futurista. Pero no podi emos evitar avanzar desde ahí una vez más
al próximo don visible de Pandora, el uso humano de ese mismo arte, en
cuyas proposiciones ya creíbles ív osadas) está su verdadero desafio a la fi­
losofía y a la ética. Pero dado que cada capítulo de este libro debe tener au­
tonomía propia, el lector de lo expuesto anteriormente volverá a encontrar­
se con algunas cosas >a dichas sobre el tema.
Enlazaremos con lo que va dijimos ten ias dos últimas páginas del ca­
pítulo 2) sobre la tendencia de las creaciones técnicas a obtener fuerza
propia y hacerse por así decirlo autónomas respecto de su creador. Esto se
dijo aun de manera gráfica y un tanto hiperbólica. Estrictamente no se re­
fería a las creaciones mismas, las cosas concretas creadas, sino al proceso
de su creación v utilización, un concepto abstracto, pues, que actúa por me­
dio df* los hombres. Porque mientras las creaciones de la tecnica — herra­
mientas en el más amplio de los sentidos— sean cosas inanimadas, como
ha sido el caso hasta la fecha, seguirá siendo «el hombre» el que tendrá que
ponerlas en funcionamiento, el que podrá conectarlas y desconectarlas a
voluntad, el que determinará a su voluntad su ulterior desarrollo, es decii
el progreso técnico, por medio de nuevas invenciones... aunque las men­
cionadas coacciones del uso ya activo arrebaten de fado ampliamente sus
alternativas a esa voluntad y la empujen en una dirección de avance. Sin
duda aquí «el hombre» designa sujetos tan abstractos como «la sociedad»,
«la economía», «la política», «el Estado nacional>, etc. Sin embargo el ar­
che kineseos, la primera causa motriz, sigue estando en el «hombre» y en úl­
tima instancia en los individuos concretos. Por consiguiente, por muy cier­
to que sea que el aprendiz de brujo tecnológico colectivo ya no se libra de
los espíritus que ha invocado, teóricamente el viejo maestro podría venir en
136 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA

c u a lq u ie r momento y
gritar: «A la esquina/ ¡Barred, barred!/ Habéis sido»,
v a q u é llo s volverían a
quedar inmóviles.
Pero incluso el viejo maestro brujo ya no puede gritar esto cuando las
creaciones de la técnica ya no son escobas, sino nuevos seres vivos. Éstos,
como decía Aristóteles, tienen en sí mismos el origen y el principio de su
movimiento, y este movimiento no sólo incluye su continuo funcionamien­
to —su conducta viva— , sino también su multiplicación y, a través de la ca­
dena de la reproducción, incluso su eventual evolución a nuevas formas. En
tales creaciones, ahora verdaderas criaturas, con las que ha superado cua­
litativamente sus anteriores creaciones inanimadas, el Homo faber se en­
trega a su causalidad única. Ya no sólo gráfica, sino literalmente, la obra de
sus manos gana vida propia y fuerza autónoma. En este umbral del nuevo
arte, el posible punto fuente de un amplio devenir, bien le conviene dete­
nerse un momento a pensar a fondo.
De lo que hablamos es de la creación planificada de seres vivos de nue­
vo cuño mediante intervención directa en la estructura molecular cifrada
hereditaria de las especies existentes. Esto ha de distinguirse de la cría,
practicada desde los comienzos de la agricultura, de especies animales y
vegetales útiles. Ésta sigue su camino a través de los fenotipos y se entrega
a los caprichos propios de la sustancia germinal. La variabilidad natural de
la reproducción se utiliza para obtener del genotipo originario las cualida­
des deseadas mediante selección de los fenotipos a través de las generacio­
nes, es decir, para aumentarlas en la dirección correspondiente mediante la
suma de las pequeñas desviaciones «espontáneas». Esto es evolución artifi­
cialmente guiada y acelerada, en la que la elección consciente ocupa el lu­
gar de la mecánica de selección de la naturaleza, que trabaja de forma len­
ta y estadística, y ayuda a existir a formas completamente distintas de las
que la naturaleza admitiría si sólo prosperasen en cultivo (como el maíz
americano, que pronto desaparecería en la naturaleza libre). Sin embargo,
sigue siendo la naturaleza la que facilita el material de selección: lo que
evoluciona bajo la mano del hombre es la misma especie a través de sus
propios mutantes, elegidos por el criador, y por regla general no se rompe
la relación genética con la forma salvaje, la recruzabilidad con ésta. El
hombre maniobra pues con aquello que el espectro de especies existentes le
brinda, con la dispersión de sus existencias de mutantes y ulteriores muta­
ciones.
Muy distinto es el caso en la mencionada técnica recombinatoria del
ADN, que —con una antigüedad de apenas una década— ha completado
con sus primeros éxitos el paso de la investigación a la producción de mer­
cado y promete lo mismo para los nuevos aciertos que con seguridad hay
que esperar de ella. En Norteamérica estos logros son incluso patentables,
cada uno de ellos representa una forma de vida nueva, que se reproduce, v
no una «criada», sino «fabricada». De un golpe, en un único paso, median­
te «trenzado» de un material genético ajeno a la especie en el haz cromosó-
mico de una célula reproductiva, se introduce en el paisaje de la vida toda
una descendencia de organismos modificados, enriquecidos con una nueva
cualidad. Se puede llamar a este procedimiento cirugía genética, manipu­
M IC RO B IO S, GAMETOS Y CIGOTOS
137

lación genética o incluso reestructuración nuclear, todo lo cual expresa el


elemento del arte mecánico, la manipulación externa de lo más íntimo, de
lo parcial con el todo. De todos modos la cosa discurre derechamente, rehu­
yendo el soma, literalmente en el «núcleo», es decir, el núcleo celular, que
en su escritura alfabética molecular contiene la «información» causalmen­
te activa para las prestaciones vitales de la célula y la constitución de su
descendencia. La modificación de una letra, el cambio de una palabra (= gen),
la adición de una nueva modifican el texto y ponen en marcha una nueva
serie hereditaria. Precisamente esta reordenación del ADN en el punto cla­
ve de la vida puede producirse ahora mediante técnica microscópica, pu-
diendo tomarse la «palabra» recién introducida del texto hereditario de un
organismo completamente distinto. Tenemos pues que vérnoslas con biolo­
gía nuclear aplicada. Igual que la física nuclear aplicada, también conduce
a un nuevo e inmenso territorio. Tesoros nunca soñados nos hacen señas
desde allí, y al mismo tiempo riesgos que a su modo apenas serán menores
que en aquélla.
Veamos lo que hay ya, pero más aún lo que puede haber... hacia qué po­
sibilidades apuntan estos comienzos todavía relativamente inocentes. Dado
que ya en éstos el ritmo del progreso ha superado hasta ahora las expecta­
tivas y el más osado talento biológico joven se lanza a esta joven investi­
gación, no es demasiado pronto para pensar en lo que nunca se había pen­
sado antes.
En este momento (si pasamos al trabajo sobre virus) es real la recrea­
ción genética de bacterias: genes animales o humanos para la producción
de determinadas hormonas son implantados en ellas y dan al organismo
huésped esa misma capacidad como posesión hereditaria. Dado que las
bacterias se multiplican con rapidez, pronto se tiene grandes cultivos que
se regeneran a sí mismos, a partir de los cuales se puede cosechar constan­
temente la sustancia médicamente valiosa. La necesaria insulina, la hor­
mona del crecimiento humano, el agente para la coagulación de la sangre,
el raro interferón, utilizado en inmunidad, están disponibles de este modo
en mayor abundancia, de forma más constante y más barata de lo que sería
posible a partir de sus fuentes orgánicas naturales o mediante síntesis. El
inicialmente tan discutido peligro del escape de tales microbios de nuevo
cuño al mundo exterior, con su imprevisible carrera ecológica, no parece
existir aquí, ya que al aire libre los organismos correspondientes perecerían
pronto.
No tenemos la misma tranquilidad con aquellos neomicrobios —aún
por crear— que deben hacer su trabajo bioquímico precisamente en la na­
turaleza abierta, es decir, que tienen que estar preparados para sobrevivir
en ella. Entre las atractivas metas de la investigación tenemos el bacilo que
hace para los cereales lo mismo que la naturaleza hace para las legumino­
sas con un tipo de bacteria simbiótica con su raíz: proporcionarles el nitró­
geno (a partir del aire) para el que, de no ser así, necesitan abono artificial.
O, todavía más esparcidas por el medio ambiente: bacterias que disgregan
el petróleo, con las que se pueden controlar las gigantescas mareas negras
de los accidentes de petroleros. No se puede prever si estos soñados servi­
138 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

dores de los hombres podrán emanciparse de la estrecha delimitación de su


tarea, tomar su propio rumbo medioambiental y mutante y perturbar sen­
siblemente el equilibrio ecológico, que no está preparado para ellos. ¿Se
puede practicar semejante juego de azar con el entorno? El pnmer y más
modesto caso experimental de esta clase de neomicrobios para liberar es el
del bacilo, adaptado a un bajo nivel de temperatura, que provoca la forma­
ción de cristales de hielo en la planta de la patata, es decir, retrasa su mo­
dificación genética... con evidentes ventajas agrícolas. En respuesta al re­
curso de unos ecologistas, un juez americano acaba de promulgar un
interdicto contra la primera prueba en campo abierto, lo que naturalmente
no significa más que un aplazamiento. En cualquier caso, va se ha pisado
un terreno en el que sólo podemos movernos con gran cautela; y no sólo en
manos de los usuarios, sino va de los creadores biológicos, hay aquí una
responsabilidad enteramente nueva.
Por volver una vez más a las bacterias hormonales cautivas ecológica­
mente inobjetables, que sólo hacen llegar al mundo exterior su producto
químico, es indiscutible su utilidad médica a la hora de compensar las de­
ficiencias innatas o adquiridas. No todo lo realizable aquí tiene el mismo
grado de importancia que la insulina, que mantiene vivos a los diabéticos;
y precisamente de lo menos necesario algunas cosas tienen también su re­
verso en el juego de los deseos humanos, no siempre sabios. La hormona
del crecimiento puede prevenir el enanismo en los niños con el correspon­
diente defecto genético, lo que sin duda no salva vidas, pero es sin duda
muy deseable. Pero también se pueden cometer abusos allá donde no hay
ninguna deficiencia, sino, por ejemplo, simple baja estatura familiar o ét­
nica en comparación con la mayoría dominante, o primitiva vanidad pa­
terna — «¡ser alto es bonito!»— y todos los prejuicios raciales, de clase v de
estado posibles. Tales necedades apenas se pueden evitar cuando el asunto
se convierte en una mera cuestión económica, y los eventuales daños orgá­
nicos sólo se revelan con posterioridad. Cualquiera puede imaginar lo que
pasaría en el caso de la producción bacteriana masiva de hormonas sexua­
les de ambos tipos, como por ejemplo la extensión de la capacidad sexual v
reproductora a elevadas edades, para lo que habría especialmente una viva
demanda masculina... y preguntarse si es bueno y sabio, con vistas al bie­
nestar individual o del grupo, chapucear con hedonismo efímero en la sa­
biduría de la naturaleza, que ha marcado sus tiempos durante larga evolu­
ción. Ante tales cuestiones de principio de nuevo cuño (a las que ahora no
intento dar respuesta) nos coloca una capacidad en principio de nuevo cuño.
Se puede responder a todo esto que toda droga, incluso el más benéfico
de los medicamentos, con receta o sin ella, puede ser objeto de abuso y la
responsabilidad no es de los descubridores y fabricantes, sino de los con­
sumidores v los mediadores entre ambos grupos, los médicos. Dejaremos a
un lado el reparto de la responsabilidad... probablemente se extienda, con
diferencias, a todos los que participan de ese síndrome social; lo que a mí
me importaba era mostrar que con el naciente arte biogenètico entramos
en un nuevo territorio ético para cuyas preguntas jamás planteadas carece­
mos por completo de preparación.
M ICRO BIO S, GAMETOS Y CIGOTOS 139
Sin embargo, hay una cuestión que se han ahorrado las formas hasta
ahora mencionadas y provisionalmente también practicadas de ese arte
que trabaja en las raíces de la vida... la cuestión ética principal y funda­
mental: si st: hace justicia o injusticia a sus objetos directos con su recrea­
ción arbitraria; porque ante los microbios nos sentimos libres de tales pre­
guntas. Pero lo que es posible con unicelulares es posible también con
pluricelulares, y básicamente incluso por medio del mismo arte porque
tod<"> pluricelular empieza como unicelular, y la célula germinal que o de­
cide todo con su núcleo cromosómico no es distinta de un microbio para la
técnica recombinaioria del ADN. Así, teóricamente la puerta va está abier­
ta para los animales superiores, hasta llegar al hombre. Ahora queremos
cruzar esta puerta, adelantándonos a la práctica —con un salto quizá pe­
queño— con la idea, para lanzar a) final de nuestro viaje una mirada ética
sobre lo que se nos viene encima a los aprendices de brujos, pero aún de­
pende de nuestra decisión.
Tengo que adelantarme a hablar de los hombres, aunque ya en los ani­
males de nuestro tamaño y vecindad evolutiva la mera idea de crear «qui­
meras): a partir de combinaciones de material genético de distintas espe­
cies nos provoca involuntarios escalofríos Puede que al respecto aún hava
discusión, porque el resDeto al orden de la natural« za se ha vuelto algo bas­
tante ajeno al espíritu occidental. Pero en el caso del ser humano el absolu­
to toma la palabra y pone en juego, más allá de todo cálculo de utilidad y
daño, aspectos últimos morales, existenciales, incluso metafísicos... y con
la categoría de lo sagrado, último resto de la religión que para Occidente
había empezado un día con la frase del sexto día de la Creación: «Y Dios
creó al hombre a su imagen y semejanza, a la imagen de Dios lo creó, y
lo creó como hombre y mujer». Pero escuchemos las palabras de Goethe
acerca de cómo el arte humano puede mejorar la obra del Creador superar
la rorma de su devenir:

Fausto. II, Acto 2o, escena «Laboratorio», versos 6.834 y sigs.


M h f is t ó f e * e s : ¿Qué hay pues?
W agner: Se está formando un ser humano.
M e f is t ó f e l e s : ¿Un ser hum ano? ¿Y qué amorosa pareja habéis encerrado
en el cañón de la chimenea?
W agner: ¡ D io s me Ubre! La manera de procrear al estilo de antes la de­
claramos vana simpleza. El delicado pum o de donde brota la
vida, la deleitosa fuerza que se lanzaba del mteriory recibía
y daba, destinada a darse fonna a si misma y asimilarse pri­
mero lo que tiene más cerca y luego lo extraño, todo eso se
halla ahora destituido de su dignidad. Si el bruto sigue aun
hallando placer en ello, el hombre, con sus nobles facultades,
ha de tener en lo sucesivo un origen más puro, más elevado.
(...)

Lo que se ponderaba como misterioso en la naturaleza, osa­


mos nosotros experimentarlo de un modo racional, y lo que
t éc n ic a , m edicin a y ética
140

ella hasta ahora dejaba organizarse, lo hacemos nosotros


cristalizar. (...)

Un gran proyecto parece insensato al principio, pero de hoy


más nos reiremos del azar, y así, un cerebro que dtba pensar
de un modo perfecto, en lo venidero será también obra de un
pensador. (...)

H om únculo: ¡Hola, querido papá! ¿Cómo va eso? De cierto, no era cosa


de risa. Ven, estrécheme muy tiernamente contra tu corazón.
Pero cuidado con apretar mucho, para que no se quiebre el
vidrio. Ved ahí lo que son las cosas: para lo natural, apenas
basta el universo, mientras que lo artificial sólo requiere un
reducido espacio. *

De este maravilloso texto, que tanto dice, tomo la línea que lo dice casi
todo sobre mi tema: «Pero de hoy más nos reiremos del azar". El azar: ésta
es la fuente productiva de la evolución de las especies. El azar: ésa es en
toda reproducción sexual la garantía de que cada individuo nacido es único
y no es totalmente igual a ningún otro. El azar se encarga de la sorpresa
de lo siempre nuevo, lo que nunca ha sido. Pero hay sorpresas agradables y de­
sagradables, y si ponemos el arte en el lugar del azar bien podríamos aho­
rramos las sorpresas desagradables y crear el regalo de las agradables a vo­
luntad. Sí, podríamos ser dueños de la evolución de nuestra propia especie.
La erradicación del azar al hacer el homúnculo abre dos caminos con-
ti apuestos: técnica recombinatoria del ADN en células germinales huma­
nas, y multiplicación de individuos modelo mediante -«clonac'ón» de células
del cuerpo. Ambos métodos configuran al futuro ser desae la base cromo-
sómica. Uno modifica lo dado por azar mediante manipulación genética
mejoradora, cuando no inventora. El otro f'ija (en palabras d : Goethe, «cris­
taliza») el azar genético logrado, o lo que se tiene por tal —y lo que de lo
contrano, en la lotería de la reproducción sexual, volvena a ser engullido por
la corriente del azar— , para su reproducción fiel con la frecuencia que se
quiera por vía no sexual.
Empecemos por el último procedimiento, que ya se ha logrado experi­
mentalmente en algunos animales que nos quedan muy lejos, pero es ex-
tensible en principie a los mamíferos superiores y al hombre. Se basa en
que en condiciones adecuadas también el doble juego cromosómico (di-
ploide) de una célula corporal puede set movido a comportarse como el
compuesto de dos mitades de origen bisexual del óvulo fecundado, es decir,
a «germinar» y producir el cuerpo completo, del que contiene la «instruc­
ción» genética completa. Dado que ésta es exclusiva y totalmente la del
cuerpo del donante se produce, evitando la aventura de la unión de dos cé­
lulas germinales haploides en la concepción sexual, un duplicado genético

* La traducción del pasaje del Fausto está tom ada de la traducción de José R oviralta Bar ­
celona, O céano, 1982. (N. del t.)
M ICRO BIO S, GAMETOS Y CIGOTOS 141

del organismo padre, por así decirlo un gemelo uniovular del mismo. La cé­
lula originaria precisa se puede tomar con facilidad de un tejido adecuado
del donante, incluso conservarla más allá de su muerte en un cultivo nu­
triente o en congelador, y el resto se hace in vitro y finalmente en un útero
de alquiler.
¿Y eso para qué? Bueno, se puede lamentar la rareza del genio en la po­
blación total, la unicidad de cada uno de ellos, que se extingue en la muerte,
y desear o desear a la humanidad más de ésta o aquella especie: poetas, pen­
sadores, investigadores, líderes, deportistas de alta competición, reinas de la
belleza, santos y héroes. Y ese deseo se puede hacer realidad si, tras una se­
lección valorativa, se clonan series o duplicados individuales de Mozart y
Einstein, Lenin y Hitler, Madre Teresa y Albert Schwcitzer. Tampoco falta­
rán candidaturas hijas de la vanidad o la inmortalidad sucedánea, siempre
que vayan unidas a la necesaria potencia financiera; ni parejas estériles
amantes de la Música que prefieran un brote de rubinstein sin diluir a un
hijo adoptivo genéticamente anónimo. En el punto al que hoy ha llegado la
ciencia esto ya no es un chiste, sino una cuestión del progreso técnico.
En el capítulo anterior he discutido la necedad de este sueño, lo infan­
til de la idea de que aquí vale el «cuanto más mejor», que sería de desear
que hubiera más de un único Mozart, por no hablar de la cuestión (con la
experiencia nazi a nuestras espaldas) de quién debe llevar a cabo la selec­
ción de lo deseable. El azar del acontecer sexual es tanto la insustituible
bendición como la inevitable carga de nuestro destino, y su impredictibili-
dad sigue siendo más digna de confianza que nuestras ponderadas opcio­
nes de un día. Sobre todo, sin embargo, he tratado de mostrar el atentado
que se comete sobre los frutos del arte, los clones mismos. Resumo con ex­
trema brevedad.
Saberse copia de un ser que ya se ha manifestado en una vida tiene que
asfixiar la autenticidad de la identidad, la libertad del descubrimiento, la
sorpresa para sí mismo y para los otros con aquello que uno alberga; y ese
mismo conocimiento ilegítimo ahoga la inocencia del entorno frente al
nuevo y sin embargo no nuevo recién llegado. Se viola aquí anticipada­
mente un derecho fundamental a la ignorancia, imprescindible para la li­
bertad existencial. Todo el conjunto es frívolo en sus motivos y moralmen­
te despreciable en sus consecuencias, y no sólo con vistas a cantidades, a
repercusiones a escala poblacional, como por lo demás ocurre con los de­
safíos biológicos: una sola prueba ya sería criminal.
Dado que en toda esta empresa no apremia urgencia alguna, ningún
mal grita pidiendo ayuda contra él, dado que más bien se trata de una obra
de la arrogancia, la curiosidad y la arbitrariedad, pero por otra parte cada
capacidad adquirida se ha revelado siempre irresistible y por tanto es de­
masiado tarde para el no moral... bien se puede aquí por una vez desacon­
sejar a la ciencia el seguir adelante por ese camino. No se sirve con ello ni a
la verdad ni al bien.
Más serio, y consecuentemente más difícil desde el punto de vista filo­
sófico, es el camino «creador» contrapuesto: la modificación de la sustancia
hereditaria mediante trenzado genético. Aquí se pueden alegar situaciones
TÉCNICA, M E D I C I N A Y É TI CA
142

de emergencia en las que se puede prestar ayuda; por consiguiente razones


legítimas, en todo caso no frívolas, para la evolución del arte. Tanto m a­
y o r es el peligro del error, del abuso, incluso de la osadía necia, porque aquí
él hombre se convierte en dueño de la muestra hereditaria misma, no sólo
de la forma de su transmisión. Veamos brevemente esta posibilidad que se
aproxima.
Comienza, como tantas cosas en la técnica, con objetivos muy elogia­
bles. Si se pregunta al diabético al que las mencionadas bacterias abastecen
de insulina si no hubiera sido mejor llevar a cabo la transferencia genética,
en vez de en las bacterias, en él mismo, que al principio de su existencia se
hubiera sustituido su gen dañino por uno sano, seguro que responderá que
sí. De hecho, ésta parece ser la solución ideal. Para abarcar a todo el orga­
nismo futuro junto a sus glándulas germinales y con ellas también a la des­
cendencia, tendría que llevarse a cabo inmediatamente después de la fe­
cundación, para lo que la prehistoria paterna podría dar ocasión. Quizá
más adelante sería posible hacer correcciones genéticas en el embrión, ya
somáticas y más localizadas, que sirvieran al individuo concreto. Pero que­
démonos en la solución radical y óptima de la modificación hereditaria li­
teralmente ab ovo. Dado que en el ejemplo hipotético se trata de la subsa-
nación de un daño todavía no hablamos de creación, sino más bien de
reparación; y sin duda la idea de curación genética en vez de somática, eli­
minación de las causas en vez de tratamiento sintomático, ayuda heredita­
ria única en vez de siempre repetida, es extremadamente seductora y nada
embarazosa en apariencia. Pero hay graves reparos que pesan en la balan­
za de la decisión:

1. Los experimentos en no nacidos son como tales no éticos. Pero por la


natuialeza del caso toda intervención en el delicado mecanismo de control
de una vida futura es un experimento, y con elevado riesgo de que algo vaya
mal y se produzca una malformación.
2. Destruimos los productos fallidos de la construcción mecánica. ¿Va­
mos a hacer lo mismo con los de la reconstrucción biológica? Toda nuestra
relación con la desgracia humana y los golpeados por ella se modificaría en
un sentido inhumano.
3. Los errores mecánicos son reversibles. Los biogenéticos son irrever­
sibles.
4. Los errores mecánicos se ciñen al objeto directo, los biogenéticos se
extienden a partir de él, tal como se espera de sus beneficios.
5. El órgano trasplantado en cirugía somática está como se sabe en in-
terrelación con el resto del organismo. La forma en que el gen trasplantado
mediante cirugía genética interactuará con los otros miembros del conjun­
to cromosómico es desconocida, imprevisible, y sólo puede verse a lo largo
de generaciones.
6. Con este arte como tal, aplicado a los seres humanos, abriríamos la
caja de Pandora de la aventura meliorista, estocástica. inventora o simple­
mente perverso-curiosa, dejaríamos atrás el espíritu conservador de la repa­
ración genética y recorreríamos la senda de la arrogancia creadora. No es-
M ICRO BIO S, GAMETOS Y CIGOTOS 143

tamos facultados ni equipados para ello —ni con la sabiduría, ni con el co­
nocimiento axiológico, ni con la autodisciplina— , y ningún respeto reve­
rente nos protege, como desmitificadores del mundo, de la magia de la frí­
vola temeridad. Por eso, es mejor que la caja de Pandora continúe cerrada.

No bace falta reseñar todo aquello en lo que se puede pensar y lo que se


ha pensado ya en juguetonas fantasías de biólogo. Tampoco quiero llevar a
nadie al camino de los malos pensamientos. No se retrocede ni ante la idea
del intercambio de material genético entre animal y hombre, andróginos
humano-animales pues... una idea ante la que se agitan conceptos tan olvi­
dados como «blasfemia» y «abominación». Como en el caso de la clona­
ción, lo importante aquí no son las cifras. Ya el primer intento de formar
quimeras con una aportación humana, y poco menos el de la pura modifi­
cación de modelos intrahumanos, cometería la abominación. De ahí que la
investigación, que para averiguar lo que es posible tiene que hacerlo, se
mueva ya en territorio prohibido.
¿Existe la posibilidad de mantener cerrada la caja de Pandora? ¿Es de­
cir, de evitar el paso de la cirugía genética bacteriana a la humana... el u m ­
bral en el que aún podría asentarse el principiis obsta? No lo creo. La medi­
cina, que quiere avudar, no se dejará privar a corto plazo de tan legítimas
posibilidades de «reparación», y por ahí se habrá abierto el resquicio. Sin
duda sería más sensato resistirse aquí incluso a la tentación caritativa, pero
no es esperable bajo la presión del sufrimiento humano. Más allá de ésta ya
arriesgada zona de sombra entre lo aún permitido y lo prohibido hacen gui­
ños los otros dones de Pandora, hacia los que no empuja la necesidad, sino
el instinto prometeico. Contra sus tentaciones, entre ellas la wagneriana del
homúnculo, los hombres emancipados de hoy estamos más desarmados
que todos los anteriores, y sin embargo necesitaríamos más que todos los
anteriores el orgulloso dominio sobre los demonios de nuestro propio po­
der. Nuestro mundo, tan enteramente privado de tabúes, tendrá que alzar
voluntariamente nuevos tabúes en vista de sus nuevas formas de poder.
Tenemos que saber que hemos ido demasiado lejos, y aprender nuevamente
que existe un demasiado lejos. Ese demasiado lejos empieza en la integri­
dad de la imagen del hombre, que para nosotros debería ser inviolable.
Sólo como ignorantes podríamos poner mano sobre ella, y allí no podría­
mos ser maestros. Tenemos que volver a aprender a temer y a temblar e, in­
cluso sin Dios, a respetar lo sagrado. Hay tareas suficientes a este lado del
límite que esto establece.
El estado del hombre clama constantemente por su mejora. Intentemos
ayudar Intentemos prevenir, aliviar y curar. Pero no intentemos ser crea­
dores en la raíz de nuestra existencia, en la sede primigenia de su secreto.
C a p ít u l o 10

MUERTE CEREBRAL Y BANCO DE ÓRGANOS HUMANOS


SOBRE LA DEFINICIÓN PRAGMÁTICA DE LA MUERTE

Lo que sigue es una carta de batalla, y por lo que parece (idea que se re­
fuerza cada vez más desde la primera vez que fue publicado), por una cau­
sa perdida. La expectativa de que éste sería su destino se expresaba ya en el
título originario: «Contra la comente». Dado que las circunstancias de su
origen y publicación forman parte del caso, se me permitirá excepcional­
mente incluir el relato de las mismas en la actual versión del antiguo origi­
nal. Este episodio, que sólo concierne al autor, contribuirá al tema global
del presente libro como un Dequeno ejemplo de la gran cuestión de lo irre­
sistible o resistible del progreso técnico.
En agosto de 1968, una comisión de la Harvard Medical School forma­
da al efecto publicó un informe sobre la definición de la muerte cerebral.1
Al mes siguiente, aproveché la oportunidad de una conferencia sobre «As­
pectos éticos dí; los experimentos humanos»2para añadir a mi contribución
a este tema una primera y dura crítica a la propuesta —más que meramen­
te médica— de la comisión de Harvard, aunque su objeto no formara parte
propiamente del tema de los experimentos en sujetos humanos: pero yo veía
en él el riesgo de un abuso de tales sujetos (pacientes) con fines médicos, no
muy diferente del que había que evitar en las situaciones de experimentación.
Mi artículo, incluyendo esta disgresión, fue publicado junto con las
otras conferencias3y reeditadu con fiecuencia posteriormente. Su versión
alemana aparece como el sexto de los artículos reunidos en este volumen
t,pág. 109), aunque sin la parte especial «On the Redefinition of Death», que
seguía en el original al actual apartado 18 (pag. 142). So reproduce aquí

1. «A D efinition o f Irreversible Com a. Report o f the Ad H oc Com m ittee o f the Harvard M e­


dical School to Exam ine the D efinitio n o f B rain Death». Jo u rn a l o f the American Medical Asso-
cialion 205, n" 6 (5 de agosto de 1968), págs. 337-340.
2. 26-28 de septiembre de 1968 en Boston, organizado en co m ú n por la A m erican Academv
of Arts and Sciences y el N ational Institute o f H ealth.
3. Publicado originalm ente en Daedalus, prim avera de 1969 (= vol. 98, n" 2 de Proceedings
o f the American Academy o f Arts a n d Sciences) bajo el título general «Ethical Aspects of Experi-
m entation w ith H u m a n Subjects». Lina edición de la co m pilación, am p liad a con colaboraciones
adicionales, se p ub licó com o libro con el título E thical Aspects o f Experim entaron with H u m a n
Subjects (edición a cargo de Paul A. Freund), Nueva York, 1969. El título de m i artículo (bajo el
cual volvió a aparecer en volúm enes siguientes de la colección) era «Philosophical Retlcctions
° n E xperim eniing w ith H u m a n Subjects». Esto sucedía en los inicios de la discusión (que dcs-
£ entonces se ha generalizado sobrem anera) de los problem as éticos de los avances m édicos en
Norteamérica. La situación relativamente pionera de este artículo explica su am p lia y extraor­
dinaria repercusión dentro y fuera del ám b ito filosófico.
146 TÉCNI CA, M E D I C I N A Y ÉTI CA

porque pronto levantó las protestas de los médicos y después la discusión


directa con ellos, que halló su plasmación en «Against the Stream», la par­
te principal del presente capítulo.
Para explicar lo que sigue, bastará con decir sobre el contenido del dicta­
men («Report») de Harvard: 1) Definía el coma irreversible como «muerte ce­
rebral» cuando se daban los siguientes caracteres diagnósticos: ausencia de
toda actividad cerebral constatable (electroencefalograma plano) y de toda
actividad física dependiente del cerebro, como respiración espontánea y re­
flejos. 2) Equiparaba la muerte cerebral así delinida con la muerte de todo
el cuerpo, es decir, del paciente, lo que además de la declaración oficial de
fallecimiento permite la interrupción de todas las ayudas funcionales artifi­
ciales mediante respirador y demás medidas de mantenimiento... así como, in­
dependientemente de ello (es decir, con o sin tal interrupción), la extracción
de órganos con fines de trasplante: El estatus de cadáver del cuerpo que per­
mite esto comienza con la determinación de la muerte cerebral como tal. In­
serto en este punto mi primer comentario al respecto de septiembre de 1968:

«La recomendación de la comisión de Harvard de que se reconozca el


"coma irreversible como nueva definición de la muerte” reta a replicar. No
se me malinterprete. Mientras sólo se trate de cuándo debe estar permiii-
do suspender la prolongación artificial de ciertas funciones (como el ritmo
cardíaco) tradicionalmente consideradas signos de vida —y éste es uno de
los dos propositos declarados a los que la comisión quería servir— , no veo
nada ominoso en el concepto de "muerte cerebral". De hecho, no hace falta
una nueva definición de la muerte para legitimar en este punto ese mismo
resultado práctico; si, por ejemplo, se hace propio el punto de vista de la
Iglesia católica, extremadamente razonable en este aspecto: “Cuando se
considera que la inconsciencia profunda es permanente, no son obligato­
rios los medios extraordinarios para mantener la vida. Se puede suspender
su empleo y dejar morir al paciente”.4Es decir: si se da un estado cerebral
negativo claramente definido, el médico puede permitir al paciente morir
su propia muerte conforme a cualquier definición que cubra el espectro de
las definiciones posibles. Pero un objetivo contrapuesto e inquietante se une
a éste en la búsqueda de una nueva definición de la muerte, es decir, en el
objetivo de anticipar el momento de la declaración de defunción: el per-mi­
so no sólo para detener el pulmón artificial, sino para, a elección, volverlo
a conectar (junto con otras "ayudas a la vida”) y mantener así al cuerpo en
un estado que conforme a la antigua definición sería de "vida” (pero con­
forme a la nueva no es más que su apariencia), para poder acceder a sus ór­
ganos y tejidos en las condiciones ideales que antes hubieran constituido
un supuesto de "vivisección”.5

4. Declaración del papa Pío X II en el año 1957.


5. El inform e de H arvard se lim ita a la discreta m ención de esta finalid ad con el segundo
de los dos m otivos «por los que es necesaria una definición»: «2) Los criterios anticuados para
la d efinición de la m uerte pueden llevar a controversias en la obtención de órganos para tras­
plantes». La prim era razón (finalid ad) es liberarse de la carga de un com a que se prolonga in
definidam ente. El inform e lim ita sus recom endaciones a lo que entra en este cam p o — deseo-
S O B R E LA D E F I N I C I Ó N P R A G M Á T I C A D E LA M U E R T E 147
»Esto, ya se haga con fines de investigación o de trasplante, me parece
ir mas allá de lo que una definición (que es nuestro trabajo) puede justifi­
car. Sin duda estamos ante dos cosas: cuándo dejar de aplazar la muerte y
cuándo empezar a hacer violencia al cuerpo; cuándo dejar de alargar el
proceso del morir y cuándo este proceso ha de contemplarse como agotado
en sí mismo y por tanto ha de verse al cuerpo como cadáver, con el que se
puede hacer lo que para cualquier cuerpo viviente seria tortura y muerte.
Para lo primero no necesitamos saber dónde está la delimitación exacta
entre vida y muerte... dejamos a la naturaleza que la cruce allá donde esté,
o que recorra todo el espectro si es que hay más de una línea. Sólo tenemos
que saber, como un hecho, que el coma es irreversible, para decidir ética­
mente dejar de oponer resistencia al morir. Para lo segundo tenemos que
conocer la línea con absoluta seguridad; y emplear una definición de muer­
te menos que máxima para cometer en un estado posiblemente penúltimo
lo que sólo el último permitiría significa arrogarse un conocimiento que
(creo yo), no podemos tener. Como no conocemos la línea exacta que separa
la vida de la muerte, no nos basta con nada que sea menos que la defini­
ción" máxima (o mejor: determinación característica) de la muerte —muerte
cerebral más muerte cardíaca más cualquier otra indicación que pueda ser
de interés— antes de que pueda tener lugar una violencia definitiva.
»De ello se desprende (para mi juicio profano al menos) que el uso de la
definición de Harvard tiene que ser definido por su parte, y ello en un sen­
tido restrictivo. Si mediante el mantenimiento artificial de la respiración,
etc., sólo se puede obtener el coma permanente, deténgase (protegido por
la definición, si la jurisprudencia lo quiere así) el pulm ón artificial y todo
lo demás y déjese morir al paciente: pero déjesele morir en toda su integri­
dad, hasta que se detenga toda función orgánica. No se lleve en vez de eso
(bajo la protección de la misma definición) el proceso a una detención provi­
sional, mediante la prosecución de las avudas artificiales, con un nuevo ob­
jeto, que el cuerpo pueda servir como banco de órganos, mientras precisa­
mente gracias a esas ayudas quizá esté todavía a este lado del en verdad
último límite. ¿Quién puede saber si cuando el bisturí de disección empie­
za a cortar se asesta un shock, un último trauma, a una sensación no cere­
bral, difusamente extendida, que todavía es capaz de sufrir y que nosotros
mismos mantenemos viva con la función orgánica? Ninguna definición por
decreto puede decidir sobre esta cuestión.6Pero recalco que la cuestión del
posible padecimiento (que puede ser fácilmente dejada a un lado por un
consenso especializado lo suficientemente imponente) sólo es una idea se­
cundaria, y en modo alguno el núcleo de nuestro argumento. Éste —digá-

nexión de las m áq uinas auxiliares— y calla acerca del uso posible de la de finición al servicio de
la segunda causa. Pero si «el paciente es declarado m uerto en función de estos criterios» el cá­
ram o hacia el otro uso se abre en teoría... y será recorrido si no se levanta oportunam ente una
especial barrera. Lo anterior es m i débil intento de colaborar en su levantamiento.
6, Sólo una visión cartesiana de la «m áq u in a a n im a l», que veo revolotear a q u í de alguna
manera, podría tranquilizarnos... tal com o lo h izo de hecho en su m o m e nto (siglo xvn), siendo
bienvenida en la cuestión de la vivisección an im al. Pero seguramente su verdad no debe csta-
'uirse m edíante el poder de la definición.
148 t éc n ica , m ed ic in a y ética

moslo una vez más— es la indeterminación del límite entre vida y muerte,
no entre sensación y falta de sensación, y significa tender, en una zona de
esencial incertidumbre, más a una determinación máxima que mínima de la
muerte.
»Además hay que pensar también esto: el paciente tiene que estar segu­
ro a toda costa de que su médico no se convertirá en su verdugo y ninguna
definición le permitirá serlo nunca. Su derecho a esta seguridad es incondi-
cionado; e igualmente incondicionado es su derecho a su propio cuerpo
con todos sus órganos. El respeto a tode costa de este derecho no viola nin­
gún otro derecho. Porque nadie tiene derecho sobre el cuerpo de otro. Para
hablar en otro espíritu, en un espíritu religioso: la defunción de un ser hu­
mano debería estar rodeada de piedad y protegida contra la raí ña.
»Por eso, el entendimiento y el sentimiento me dieen que habría que
aclarar desde el principio que la definición propuesta, si llega a tener fuerza
legal, sólo autoriza una y no la otra de las dos consecuencias contrapues­
tas: sólo interrumpir una intervención de mantenimiento y dejar que las
cosas sigan su curso; no proseguir la intervención de mantenimiento con fi­
nes de otra intervención definitiva de tipo destructivo».

Ésta fue mi reacción inmediata al dictamen de Harvard tras su apari­


ción en el año 1968. Dado el destacado prestigio de sus autores, unido al
creciente interés poi los trasplantes en Norteamérica, no me cabía duda de
que su recomendación, que tamo salía al encuentro de ese interés, hallaría
un amplio consenso médico y finalmente también legislativo, y que mi pro­
testa tenía pocas expectativa« de ser escuchada. Aun así, un grupo de mé­
dicos académicos, entre ellos cirujanos dedicados al trasplante, lo tomaron
lo bastante en serio como para entrar en un diálogo directo conmigo en el
que aprendí algunas cosas y me vi movido a hacer m argumento tanto teó­
ricamente más preciso como también más claro, haciendo un retrato de las
temidas consecuencias. El resultado por mi parte tue el siguiente escrito
del año 1970.

C o n t r a i a c o r r ie n t e 7

El «Report of the Ad Hoc Committee of the Harvard Medical School to


Examine the Definition of Brain Death», que entretanto se ha hecho fa­
moso. patrocina el reconocimiento del «coma irreversible como nueva defi­
nición de la muerte». El informe no deja duda alguna sobre las razones
prácticas (es decir, de finalidad) de «por qué se necesita una [nueva] defini­
ción», v menciona estas dos: liberar a pacientes, allegados y recursos médi­
cos de las cargas de un coma prolongado indefinidamente, y evitar las con­
troversias sobre la obtención de órganos para trasplante. Al servicio de
ambas razones, la nueva definición debe dar al médico el derecho de poner

7. «Against the Stream », p ublicado en 1974 en H. Joñas, Philosophical Essays: From A ndent
Creed lo Technologtcal Man, y desde entonces reimpreso en varias antologías.
S O B R E LA D E F I N I C I Ó N P R A G M A T I C A D E LA M U E R T E 149

fin a i atamiento de un estado que sólo se puede prolongar, pero no mejo­


rar, pero cuya prolongación no tiene sentido ara el paciente mismo. Esta
última circunstancia es, naturalmente, la única Fundamentación válida en úl­
tima instancia para esa terminación (¡y sólo para ella!), y tiene que susten­
tar las otras. Lo hace también respecto a la primera categoría, porque la
descarga del paciente es automáticamente la de la Familia, médicos, enfer­
meros, aparatos, camas hospitalarias, etc. Pero la otra ra zó n __la libertad
para la utilización de órganos— tiene posibles implicaciones que no están
igualmente cubiertas poi la razón primaria, que es el paciente mismo. Por­
que con esta razón primaria —la taita de sentido de una existencia mera
mente vegetativa— el informe estricto sensu no ha definido la muerte, la
circunstancia última misma, sino un criterio para dejar que se produzca sin
obstáculos, por ejemplo mediante desconexión del respirador artificial.
Pero el informe reclama habe- definido con ese criterio a la muerte misma,
y por medio de ese testimonio la declara no sólo admisible en calidad de no
impedida, sino dada. Pero si «en función de esc criterio [la muerte cerebral]
el paciente es declarado muerto», es decir, si :1 comatoso ya no es un pa­
ciente, sino un cadáver, el camino a otros empleos de la definición, tal como
la defiende el segundo motivo, queda abie rto en principio y será recorrido
in praxi si no es cerrado a tiempo. Los siguientes argumentos pretenden re­
forzar desde el punto de vista teórico mi «débil intento» al respecto de en­
tonces (véase nota 5).
Mi objeción originaria al informe de Harvard ha encontrado el rechazo
del lado médico, y ello precisamente en relación con el «segundo motivo»,
el interés por el trasplante, que mis benévolos críticos veían amenazado por
los reparos y lagunas de conocimiento de un prolano. ,-Puedo considerar
esto un reforzamiento de mi sospecha inicial de que precisamente ese inte­
rés. a pesar de su amortiguada voz en el informe de la comisión, era y es un
motor principal del esfuerzo definidor? La razón para esta sospecha la dio
ya el doctor Henrv K Beecher, al asegurar en otro lugar que la sociedad mal
podía permitirse «desechar» (discard) los tejidos y irganos de los pacientes
incurablemente inconscientes, dado que eran necesarios para el estudio y
la experimentación, para poder salvar con ellos a otros enfermos de lo con­
trario carentes de esperanza.8En todu caso, la dirección y ■ pación del de­
bate que ahora se traba por parte de mis expertos retadores (que pronto se
convirtieron en mis amigos personales) no dejaba duda alguna de dónde es­
taba el interés de los cirujanos en la definición. Afirmo ahora: por puro que
este interés, salvar otra vida, sea en sí, su participación menoscaba el in­
tento teórico de una definición de la muerte; y la comisión de Harvard nun­
ca hubiera debido permitirse contaminar la pureza de su hallazgo científi­
co con el cebo de este beneficio —aunque extremadamente respetable—

8. Esto en respuesta a la pregunta retórica, planteada por él m ism o, que he señalado antes.
Conocí personalm ente al doctor Beecher y ledo atestiguar — en contra de la apariencia que
pueda d ar la jerga u tilita ria em pleada por el— su elevada h u m a n id a d y fin u ra m oral. A brió
cam in os en el descubrim iento de abusos en experimentos hum anos. (Por lo dem ás, el doctor
Beecher fue presidente de la co m isión ad hoc de Harvard y redactor de su inform e sobre «m u er­
te cerebral» discutido en todo este capítulo.)
T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA
150

e x te r n o . Pero no es la pureza de la teoría mi pretensión aquí. Lo que me


ocupa son ciertas consecuencias que bajo la presión de este interés externo
pueden extraerse de la definición y que distrutarán de plena sanción una
vez hayan sido reconocidas oficialmente. Los médicos no serían humanos
si ciertas ventajas, importantes para ellos, de tales consecuencias posibles
no influyeran su juicio sobre lo correcto de una definición que las conce­
de... igual que confieso con franqueza que mi e spanto ante algunas de estas
consecuencias lleva mi escepticismo teórico a la máxima alerta.
El intercambio de ideas con el grupo informal que tras una exposición
escrita de sus objeciones, me invitó a ser durante una semana huésped del
Medical Center de la Universidad de California en San Francisco, me forzó
a una elaboración más detallada y conceptualmente más nítida de mi posi­
ción, que hice circular entre los miembros del grupo como documento de
trabajo (titulado ya «Apamst the Stream»).! En él se basa lo demas.
Tenía que responder a tres reproches en relación con mi primera polé­
mica: que mi argumento en cuanto a los «cadáveres donantes» impedía se­
rios esfuerzos médicos por salvar »idas; que salía al paso de hechos cientí­
ficos precisos con vagas consideraciones filosóficas; y que desconocía la
diferencia entre muerte del «organismo como un todo» y muerte de «todo
el organismo», a la vez que la diferencia entre respiración espontánea e in­
ducida desde fuera y resto del movimiento del cuerpo.
Naturalmente, me confieso «culpable» en el sentido de la primera acu
sación, allá donde el estatus de donante del cadáver está en cuestión, que es
precisamente de lo que se trataba en mi argumento. La expresión prerreso-
lutiva «cadaver donante» es aquí simplemente una petición de principio y
rehuve la cuestión que sólo se plantea en el tercer reproche.
En lo que se refiere al reproche de la «vaguedad», podría ser que él mis­
mo refleje de forma vaga la circunstancia de que mi argumento es un argu­
mento —y creo que uno preciso— en el que se trata de la vaguedad, con­
cretamente de la vaguedad de un estado. Aristóteles dijo en una ocasión
que era signo de un espíritu formado no exigir mayor exactitud (akribeia) al
saber de lo que el objeto permite, por ejemplo la misma en la política que
en las matemáticas. Ciertas formas de lo real —de las que el espectro vida-
muerte quizá sea una— pueden ser «imprecisas» en sí mismas, o puede ser­
lo el saber alcanzable con ellas. Pero reconocer tal estado de cosas les hace
más justicia que una definición precisa que les hace violencia. Lo que yo
atacaba era precisamente la inadecuada exactitud de una definición y de su
aplicación práctica en un terreno impreciso en sí.
Verdadera importancia teórica tiene la tercera abjeción, planteada por
el doctor Otto Guttentag, y voy a examinarla paso a paso.

9. M encionaré de entre ellos al cirujano Sam uel K ountz, por entonces el m ás destacado
practicante de trasplantes renales; al psiquiatra Harrison Sadler y al historiador la m edicina
O tto Guttentag, portavoz filosófico del grupo. C o m o testim onio ilustre del esfuerzo de c o m ­
prensión m ostrado m encionaré que durante varios días se me p e rm itió observar desde la inm e ­
d iata proxim idad las realidades del im plante de órganos — las “artificiales" en la sala de opera­
ciones. las hum anas en donantes y receptores— y vivirlas com o asistente a las conferencias
medicas.
S O B R E LA D E F I N I C I Ó N P R A G M Á T I C A D E LA M U E R T E 151

A. «El organismo como un todo», así empieza la objeción, no es nece­


sariamente lo mismo que «todo el organismo», es decir, que el organismo
en todas sus partes. Admitido; y si mis planteamientos anteriores sobre este
punto fueran poco claros, aprovecho la ocasión para explicar que siempre
me he referido a la «muerte del organismo como un todo» y no a «todo el
organismo». Los subsistemas locales —células o tejidos aislados— bien
pueden seguir funcionando localmente durante un tiempo (por ejemplo el
crecimiento de cabellos y uñas) sin que esto afecte a la determinación de la
muerte conforme a los criterios más amplios. Pero la respiración y la cir­
culación sanguínea no entran en esta clase, porque el efecto de su activi­
dad, aunque llevado a cabo por subsistemas, se extiende por todo el siste­
ma y asegura tanto el mantenimiento funcional como el sustancial del resto
de sus partes. ¿Por qué si no mantenerlos artificialmente en marcha en el
caso de los previstos «cadáveres donantes», salvo para mantener a todas las
demás partes, entre ellas los órganos deseados, en «buen estado» —vivos—
para su trasplante final? El sistema global así mantenido en forma puede
incluso, con alimentación artificial, seguir adelante con todo su metabolis­
mo y con otras funciones (por ejemplo glandulares); de hecho, supongo que
con todo lo que no depende del control nervioso central, es decir, la mayo­
ría de los procesos bioquímicos «vegetativos». Éste es precisamente el esta­
do en el que los pacientes comatosos pueden seguir «vegetando» durante
meses y años con esos recursos auxiliares, y poder poner fin a esto era uno
de los objetivos del dictamen de Harvard. La metáfora de los «vegetales hu­
manos» (human vegetable) aparece con frecuencia en la discusión... curio­
samente, a menudo a favor de una redefinición de la muerte (como si «ve­
getal» no fuera también una forma de vida). En pocas palabras, lo que aquí
se mantiene en marcha mediante distintas intervenciones artificiales tiene
que ser equiparado —con la cautela debida en esta zona de sombra— al
«organismo como un todo» objeto de la determinación tradicional de la
muerte, más en todo caso que con cualquier parte aislable del mismo.
B. El viejo criterio tampoco especifica en modo alguno, hasta donde yo
sé, que la actividad orgánica cuyo cese irreversible representa la muerte
tenga que ser espontánea y no se considere vida cuando es inducida y mante­
nida artificialmente (las consecuencias para la terapia serían devastado­
ras). Para ser exactos en este punto; lo «irreversible» de la cesación puede
tener una doble referencia: a la función misma o sólo a su espontaneidad.
Una cesación puede ser irreversible en cuanto a su espontaneidad, pero aún
reversible en cuanto a la actividad misma... en cuyo caso un activador ex­
terno tiene que estar de manera constante en lugar del interno, es decir, tie­
ne que producirse la pérdida de la espontaneidad. Éste es el caso en los mo­
vimientos respiratorios y contracciones cardíacas del paciente comatoso (y
también, recientemente, del corazón artificial). La distinción no carece de
importancia. Porque si pudiéramos hacer por el cerebro —digamos sólo por
el cerebelo— que ha dejado de funcionar lo que ahora podemos hacer por el
corazón y los pulmones, es decir, hacerlo trabajar mediante constante acti­
vación externa (eléctrica, química o cualquier otra), sin duda lo haríamos y
no discutiríamos que la actividad resultante careciera de espontaneidad: lo
152 t éc n ica , m ed ic in a y ética

importante sería la actividad como tal. Entonces se podrían desconectar


respiradores y Jemás simuladores, porque el centro nervioso, la contracción
cardíaca, etc., «rige», vuelve a hacer su trabajo y ha devuelto su esponta­
neidad a los subsistemas... exactamente igual que los sistemas dependien­
tes de la circulación podrían actuar espontáneamente aunque la circulación
misma funcionara no espontáneamente. íL;ta es una especulación puramen­
te hipotética, y sin duda irreal para siempre; pero dudo que un médico se
sintiera capaz de declarar muerto a un paciente por no espontaneidad de la
fuente cerebral si ésta pudiera ser puesta en marcha mediante un recurso
artificial.
La finalidad de este experimento intelectual era poner un tanto en duda
la aparente sencillez del criterio de la espontaneidad. Dada la superposi­
ción y entrelazamiento de funciones del organismo, le parece a m i enten­
dimiento profano, la espontaneidad orgánica se reparte por muchos niveles
y lugares, posibilitando cada nivel superior al inferior a él ser natural y es­
pontáneo, ya sea su propia actividad natural o artificial.
C. En el coma irreversible, tal como lo definía el grupo de Harvard, el
punto de partida es naturalmente el de que es un estado que excluye la reac­
tivación de cualquier parte del cerebro en todos los sentidos. El cerebro, te­
nemos que decir entonces, está muerto. Tenemos entonces a ur_ «organis­
mo como un todo» menos el cerebro, mantenido en un estado de vida
parcial mientras el respirador y otros aux1 iares estén funcionando. Y en mi
opinión aquí la pregunta correcta no es: ¿ha muerto el paciente?, sino: ¿qué
va a pasar con el que sigue siendo un paciente? Ciertamente, esta pregunta
no puede ser respondida mediante una definición de la muerte, sino que
tiene que serlo con una «definición» del ser humano y de lo que es una vida
humana. En otras palabras: no se puede rehuir sencillamente la pregunta
decretando que la muerte se ha producido ya y el cuerpo esta por tanto en
el ámbito de las meras cosas; sino que la respuesta que requiere puede ser,
por ejemplo, que no es humanamente correcto —por no decir obligado—
prolongar artificialmente la vida de un cuerpo sin cerebro. Ésta sería mi
rt spuesta. Si es correcta, también va en beneficio del paciente, que es la pri­
mera obligación del médico. Con este fundamento filosófico, apenas discu­
tible —la falta de sentido de la vegetación inconsciente para un ser hum a­
no— , el médico puede, incluso debe, desconectar el respirador y dejar a la
muerte que se detina por si misma mediante aquello que suceuerá irremi­
siblemente. (La posterior utilización del cadáver es un asunto en sí en el
que no entraré aquí, aunque también se resiste a una postura solamente
utilitaria.) Repito: la decisión a tomar es axiológica y no viene dada por el
hecho clínico de la muerte cerebral. Empieza cuando el diagnóstico del es­
tado ha hablado, pero no es diagnóstica ella misma. Según esto como ya se
ha expuesto, no se necesita una nueva definición de la muerte... sólo quizá
una revisión de ia supuesta obligación del médico de prolongar la vida a
toda costa.
D. Pero, se puede preguntar aquí, ¿no es una definición de muerte an­
clada en la ley el camino más sencillo y claro hacia el mismo objetivo prác­
tico, sin la impugnabilidad de los juicios de valor y los problemas jurídicos
SOBRE LA D E F I N I C I Ó N PRAGMATICA DE LA M U E R T E 153
que podrían derivarse de ellos? Lo sería si realmente sólo sancionara la
mism a consecuencia que el simple principio ético y nada m ás. Poro la defi­
nición de muerte sanciona indeterm inadam ente m ás y distinto: abre la
puerta a todo un haz de otras consecuencias, cuyas dim ensiones a ú n son
imprevisibles, pero de las que algunas de ellas ya están inquietantem ente
próximas. El punto decisivo es éste: si el paciente com atoso está m uerto
conforme a la definición ya no es u n paciente, sino un cadáver, con el que
se puede hacer lo que la ley, la costumbre, el testamento o los allegados per­
m itan hacer con un cadáver y aquello a lo que éstos o aquellos intereses en
particular apremien. Esto incluye — ¿por qué no?— la prolongación del es­
tado intermedio (para el que tendríam os que encontrar un nuevo n om bre
[«¿simulación de vida?»], dado que el de «vida» se ha vuelto inaplicable por
la nueva definición de muerte) para sacar de él las ventajas que podam os.
Hay muchas de ellas. Hasta ahora [¡esto era en 1970!J los i edefinidore sólo
hablan de dejar funcionar el p u lm ó n artificial hasta que se requiera el tras­
plante de órganos (lo que depende de que aparezca un receptor tipo lóg ica­
mente adecuado), desconectarlo entonces y empezar a cortar, con lo que todo
habría terminado... lo que suena bastante inofensivo. Pero, ¿por qué tiene
que haber term inado con eso? ¿Por qué desconectar la m á q u in a ? U na vez
seguros de que tenemos que vérnoslas con un cadáver, no hay m otivos ló g i­
cos en contra y sí fuertes motivos pragm áticos a favor, de proseguir el rie­
go artificial (sim ulación de vida) y m antener disponible el cuerpo del falle­
cido... como banco de órganos frescos, posiblem ente tam b ié n com o u n a
fábrica de horm onas y otras sustancias bioquím icas de las que hay necesi­
dad. No dudo de que un cuerpo así puede m antener tam b ié n la capacidad
natural para la form ación de cicatrices y la curación de he , das de opera­
ciones, así que soportaría más de una intervención. Tam oién es atractiva la
idea de un banco de sansre que se autorregenera. La adm in istrac ión a rtifi­
cial de nutrientes no sería un problem a. Y esto no es todo. No olvidem os la
investigación. ¿Por qué no iban a llevarse a cabo los m as m aravillosos ex­
perimentos de trasplante en ese servicial sujeto-no sujeto, sin poner barre­
ras a la osadía? ¿Por qué no llevar a cabo investigaciones in m u n o ló g ica s y
toxicológicas, infección con enfermedades viejas v nuevas, prueba de d ro ­
gas? Tenemos la cooperación «activa» de u n organism o que funciona, que
ha sido declarado m uertu y por tanto no puede sufrir daño: es decir, tene­
mos las ventajas del donante vivo sin los inconvenientes que im p o n e n sus
derechos e intereses (porque un cadáver no tiene ninguno). ¡Qué b e n d ició n
para la formación médica, para la dem ostración a n a tóm ica y fisiológica y
la práctica sobre un material tan superior al que ofrece la sala de disección!
¡Qué oportunidad para los principiantes aprender a a m p u ta r por asi decir­
lo «en vivo» sin que sus errores tengan consecuencias! (Etcétera... hacia el
ancho campo de las posibilidades...) Lo que se patrocina es «la plena u tiií
zación de medios modernos para m ax im izar el valor de los órganos del ca­
dáver». Bien, ahí tendríamos esa m axim ización.
¡Pero no, protestarán los representantes de la profesión, nadie está pen­
sando en una cosa así! Q u izá no. Pero acabo de dem ostrar que se puede
P€ nsar en ello, y m i argum ento es que la definición propuesta de m uerie eli­
T É C N I C A , M E D I C I N A Y É TI CA
15 4

m in a toda razón ^ara no pensar en ello y, una vez pensado, para no hacer­
lo si es considerado deseable (y los allegados dan su consentimiento). Re­
cordemos que el grupo de Harvard no ha ofrecido en sus resultados una defi­
nición del coma irreversible comc causa para interrumDir las medidas de
mantenimiento, sino una definición de la muerte mediante el criterio del
coma irreversible como causa del desplazamiento conceptual del cuerpo
del paciente a la clase de cosas inanimadas, sin importar si se prosiguen o
interrumpen las medidas de mantenimiento. No seria sincero negar que la
redefimición viene a ser lo mismo que una predatación del hecho consuma­
do, comparada con criterios de signos de vida convencionales, que aún po­
drían durar: que no está motivada por el exclusivo interés del paciente, sino
también por ciertos intereses externos a él (siendo la donación de órganos
el predominante entre ellos): y que precisamente el servir a esos intereses,
es decir, el uso fáctico de la libertad que la definición procura teóricamen­
te, ya estará típicamente previsto en su uso diagnóstico. Esto último sólo ya
oculta en si peligrosas tentaciones para el proceso diagnóstico. Pero por
otra parte, sea cual sea el uso especial previsto, no previsto o incluso puni­
ble actualmente por el gremio, sería ingenuo creer que se puede trazar en
alguna parte una linea entre el uso permii lo y el no permitido cuando es­
tán en juego intereses lo suficientemente fuertes: la definición — que es ab­
soluta, no gradual— veta todo principio para el trazado de una línea seme­
jante. (Dado el ingenio de la ciencia médica, es probable que la «vida
simulada» del cuerpo sin cerebro pueda incluir finalmente toda actividad
extraneural del cuerpo humano, quizá incluso algunas funciones nerviosas
activadas artificialmente.)
E. Conforme a todo esto, mi argumento es muy sencillo. Es éste: la línea
divisoria entre (a vida y la muerte no se conoce con seguridad, y una defini­
ción no puede sustituir al saber. No es infundada la sospecha de que el esta­
do artificialmente sostenido del paciente comatoso sigue siendo un estado
residual de vida (como era generalmente considerado desde el punto de vis­
ta médico hasta hace poco). Es decir, existen razone » para dudar de que in­
cluso sin función cerebral el paciente que respira esté completamente muer­
to. En esta situación de irrevocable ignorancia v duda razonable, la única
máxima correcta de actuación es inclinarse del lado de la vida presumible.
De ello se desDrende que las intervenciones como las que he descrito sean
equiparables a la vivisección y no puedan practicarse baio ninguna circuns­
tancia en un cuerpo humano que se encuentre en ese estado equívoco o um­
bral. Una definición que autoriza tales intervenciones, que estampilla com o
no equívoco lo que en el mejor de los casos es equívoco, ha de ser rechaza­
da. Pero el mero rechazo en la disputa teórica no es suficiente. Dada la pre­
sión de los —muv reales y altamente estimables— intereses médicos que
aquí están en juego, se puede predecir con seguridad que el permiso general
que la teoría otorga será irresistible en la practica si la definición se recono­
ce de manera jurídico-pública. De ahí que haya que impedir con todas nues­
tras fuerzas que se llegue a ello. Es lo único a lo que ahora se puede oponer
resistencia. Una vez abierto el camino hacia las consecuencias practicas será
demasiado tarde. Es un caso claro de principiis obsta.
S O B R E LA D E F I N I C I Ó N P R A G M Á T I C A DF LA M U E R T E 155

La precedente discusión se ha mantenido por entero al nivel del «en­


tendimiento general» y la lógica habitual. Añadiremos, de manera más es­
peculativa, dos observaciones filosóficas.

1. Detrás de la definición propuesta, con su motivación evidentem ente


pragmática, veo u n extraño retomo — la reencarnación naturalista por así
decirlo— del viejo dualismo cuerpo-alma. Su nueva forma es el dualismo
de cuerpo y cerebro. En una cierta analogía con el antiguo dualismo trans­
natural, éste considera que la verdadera persona humana tiene su asiento
en el cerebro (o está representada por él) y el resto del cuerpo sólo guarda
con ella una relación de herramienta útil. Por eso si el cerebro muere es
como si el alma se escapara: lo que queda son los «restos mortales». Nadie
negará que el aspecto cerebral es decisivo para la calidad humana de la vida
de ese organismo llamado «ser humano». Precisamente eso es lo que reco­
noce la postura que defiendo, con la recomendación de que en caso de pér­
dida total e irrevocable de la actividad cerebral no se deterga la subsiguiente
muerte natural del resto del organismo. Pero no es menos una exageración
del aspecto cerebral de lo que lo era la del «alma consciente» el negar al
cigprpo extracerebral su parte esencial en la identidad de la persona. El cuer­
po es tan únicamente el cuerpo de ese cerebro y de i ngún otro como el
cerebro es únicamente el «.erebro de ese cuerpo y de ningún otro. (Lo mismo
se aplicaba también a la relación del alma incorpórea con «su» cuerpo.] Lo
que está bajo el control central del cerebro, el todo corporal es tan indivi­
dual. tan «yo mismo», tan únicamente perteneciente a mi identidad (¡hue­
llas dactilares! ¡reacciones inmunológicas!), tan poco intercambiable, como
el propio cerebro controlador (y recíprocamente controlado por él). Mi
identidad es la identidad de todo el organismo completamente individual,
aunque las funciones superiores de la personalidad tengan su sede en el ce­
rebro. ¿De qué otro modo podría un hombre amar a una mujer, y no sólo a
su cerebro? ¿De qué otro modo podríamos perdemos a la vista de un ros­
tro? ¿Vernos conmovidos por la magia de una figura? Es el rostro, es la fi­
gura de esa persona y de ninguna otra en el mundo. Por eso: mientras el
cuerpo comatoso aún resDire —aunque solo sea con ayuda del «arte»— ,
tenga pulso y trabaje orgánicamente de aigun modo, tendrá que seguir
hiendo contemplado como perduración reatante del suieto, aue ha amado y
sido amado, y como tal sigue teniendo derecho a aquella sacrosantidad que
corresponde a un sujeto así conforme al derecho humano y divino. Esa sa­
crosantidad impone que no se le utilice como mero medio.
2. Mi segunda observación se refiere a la moral de nuestro tiempo en el
punto sangrante de su relación con la muerte. La débil negación de su de­
recho cuando llega su hora se mezcla con la robusta denegación de la piedad
cuando se ha producido. La citada decisión papal no teme decir: en ciertas
circunstancias, dejad morir al paciente; hablaba sólo de pacientes, y no de
intereses externos como los de la sociedad, la medicina u otros. La cobar­
día de la moderna sociedad seculai que retrocede asustada ante la muerte
como el mal incondicionado, necesita la garantía (o la ficción) de que ya se
ha producido cuando hay que tomar la decisión. La responsabilidad di; una
TÉCNICA, M E D I C I N A Y ÉTICA
156

decisión cargada de valores es sustituida por la mecánica de una rutina li-


br; de ellos. En tanto que los redefinidores de la muerte, al decir «ya está
muerto» tratan de superar los escrúpulos vinculados a la desconexión del
respirador, salen al paso de una cobardía contemporánea que ha olvidado
que la muerte puede tener su propia corrección y dignidad y el hombre tie­
ne derecho a que se le deje morir. En tanto que precisamente al decir eso
tratan de crearse buena conciencia al dejar el respirador conectado y utili­
zar sin restricciones al cuerpo así retenido en el umbral de la vida v la
muerte, sirven al pragmatismo reinante en nuestra era. que no opone el
obstáculo del antiguo «temblor y temor» a una expansión cada vez mayor
del reino de la pura cosificación y la utilización ilimitada. El esplendor y la
miseria de nuestro tiempo hablan en esta marea incesante.

POSlSCRIPTUM DE DIC IEM BRE DE 1976

Las predicciones o presentimientos expresadas en 1970 en el capítulo


aquí reproducido han empezado entretanto a convertirse en realidad a la
chillona luz de la sala de operaciones. El 5 de diciembre de 1976, The New
York Times informaba, bajo el titular: «Muchacha con respiración artificial
es declarada muerta»:

l ’na estudiante de 17 años... que había sufrido un grave daño cerebral en un


atraco callejero fue declarada muerta el jueves, mientras aún era mantenida
(susstained) con avuda de un respirador artificial. El certificado de defunción
fue firmado, con el consentimiento de los padres, por el médico de cabecera y el
presidente del colegio de médicos del distrito... En el plazo de una hora los ojos
y riñones de la muchacha fueron extirpados para ser trasplantados. A indicación
de los médicos, el respirador siguió en marcha para mantener la vitalidad de los
órganos, y lúe después [es decir, tras producirse las extirpaciones] desconectado,
suspendiéndose la respiración tOi ¿ada.

Obsérvese que aquí la nueva definición de la muerte se empleo de hecho


para permitir la extirpación de los órganos, mientras la «donante» seguía
encontrándose, gracias al respirador, en el «estado equívoco o umbral»
(como lo llamé antes) del coma. El respirador fue desconectado después,
no antes, de la extirpación ae ojos v riñones; y probablemente sólo porque
casualmente no se había previsto otra utilización de su cuerpo para ahora
o más adelante (o no se podía prever, dado que sin nnones no podía seguir
«vivo»), Pero no se hubiera necesitado ninguna otra legitimación o nueva
decisión de principio para mantener en marcha al cuerpo más allá de las
dos primeras operaciones. Asi se ha abierto (ai menos por medio de un pre­
cedente) la puerta al acto que yo quería ayudar teóricamente a mantener
cerrada... y con ello está ah :rio el camino a una serie indeterminada de po­
sibilidades prácticas que atisbo mi horripilante fantasía y cuya elección
ninguna ley, reparo o principio impide ya. El principio se ha dado: La fíe­

lo. Este texto está contenido en ediciones posteriores de «Against the S tream ».
S O B R E LA D E F I N I C I Ó N P R A G M Á T I C A D E LA M U E R T E 157
ción se aparta de la empresa, y el final de la misma no está a la vista. Todo
lo que mi intento pusdc hacer aun con escasa esperanza de que el y sus
iguales lo hagan— es colaborar a que la «sociedad», el más indeterminado
de los sujetos, cruce esa puerta con los ojos abiertos, y no cerrados. Por in­
consecuente que (.por suerte) sea el hombre, siempre podrá trazar en algu­
na parte una línea de separación sin la asistencia de una regla consecuente.

POST-POSTSCRIPTLM DE 1985

También el epílogo anterior ha quedado largamente superado por el


curso de los acontecimientos. La marcha de la medicina, incesante en este
caso en el que el celo médico (el altruista y otros) la impulsa no menos que
el grito de angustia de tantos dolientes que pid< n los órganos ajenos que sal­
ven sus vidas, ha dejado anticuado el intento —acometido desde el princi­
pio con escasa esperanza— de este texto. Así es por lo menos en los Estados
Unidos, donde conozco en alguna medida la situación: la dciiniciór de
Harvard o derivados de ella han entrado entretanto en la legislación de la
mayoría de los Estados de la Unión. De forma rutinaria, en todas partes se
extirpan órganos para transplante de «cadáveres donantes» (cadavzr do-
nors) que respiran y sangran. Por doquier se relajan los estrictos criterios
de Harvard para la determinación de la «muerte cerebral». El electroence­
falograma, por ejemplo, no tiene que ser enteramente plano, dado que las
irregularidades pueden proceder de fuentes ambientales; a veces es incluso
sustituido por el cuadro neurològico global. Se rebaja el plazo m inim o de
observación y repetición de las pruebas de 24 a 6 horas desde el momento
de producirse el coma. Ya antes de que transcurra, en previsión del papel fi­
nal de donante, el tratamiento (por ejemplo la hidratación) pasa del cere­
bro al cuidado favorable a los órganos. En algunos lugares se levantan dos
certificaciones: la médica, antes de la extracción de órganos, y la legal (vá­
lida para cuestiones de herencia), después de ella. Las listas de espera de
órganos para trasplante, con su presión sobre los médicos en cuanto a las
«fuentes de suministro», son largas; la demanda supera siempre a la oferta;
el abastecimiento (organ procurement) está altamente organizado; el empa­
rejamiento de tipos de donantes y receptores informatizado. Nada de todo
esto parece ser discutible; no sé que haya habido debate público alguno.
Ha ocurrido pues lo que predecía mi análisis como consecuencia de la
nueva definición de muerte en caso de ser aceptada. De cualquier manera
no ha ocurrido la fantasía horrorosa del mantenimiento del cadáver respi­
rante para otros saqueos médicos: probablemente se nos ahorrará, no por
reparos internos, sino porque dado el continuo uso (siempre exclusivo) de
un equipamiento caro y escaso, resultaría demasiado irracional.
Pero en principio la batalla está perdida. En la práctica mi defensa iba
encaminada a que primero se suspendiera la respiración artificial, después
se dejara tiempo para establecer la definitiva ausencia de todo signo de
vida, y sólo después comenzara la extracción de órganos. Dado que el retra­
so es corto, esto aportaría material aún utilizable, pero las condiciones ya
158
T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

no serian las óptimas, y por tanto el saqueo sería menor. Naturalmente,


esto ha sido decisivo en la práctica.
Para concluir: hay facetas del progreso técnico más importantes, mayo­
res, que afectan más al destino general, que este asunto de los al fin y al
cabo relativamente pocos comatosos y de quienes están a la expectativa de
sus órganos para el trasplante. La técnica produce desafíos mucho más ca­
pitales para la ética; y la extensión por consiguiente desproporcionada de
estas consideraciones podría dejar tras de sí la impresión de que el tema
se trata de forma diletante. De hecho, el que no está implicado directamente
no tendría por qué perder el sueño (aunque el médico implicado sí debe­
ría). Pero como ejemplo de un síndrome el caso particular es instructivo.
Ejemplifica la colaboración de todos esos factores que nos inclinan a dejar
seguir su curso a los nuevos logros de la técnica debido a sus beneficios pal­
pables, a doblegamos al dictado tecnológico de la cosificación de nosotros
mismos, incluso a adaptar nuestro sentimiento irracional, nuestras sensi­
bilidades profundas, a lo que en un momento se ha vuelto posible. Por tan­
to el ejemplo ilustra —un ejercicio vano— también el grave estado, deses­
perado a veces, de la objeción ética independiente incluso entre los mejor
intencionados.
CAPÍTl'LO 1 1

TÉCNICAS DE APLAZAMIENTO DE LA MUERTE


Y DERECHO A MORIR

La primera reacción al título de este análisis debería ser la sorpresa. «El


derecho a morir.» ¡Qué extraña combinación de palabras! Qué extraño que
hoy en día debamos hablar del derecho a morir cuando desde siempre todo
discurso referente a derechos se retrotraía al más fundamental de todos los
derechos: el derecho a vivir. En la practica cualquier otro derecho que se
pondera, exige, concede o niega puede ser contemplado como una exten­
sión de este derecno primario, ya que todo derecho especial afecta a algún
patrimonio vital, al acceso a alguna necesidad vital, a la satisfacción de al­
guna aspiración vital.
La vida misma no existe en función de un derecho, sino de una decisión
de la naturaleza: el que vo esté aquí vivo es un puro hecho, cuya única fa­
cultad natural es el equipamiento con las capacidades innatas de la autocon-
servación. Pero entre personas el hecho, una vez existente, requiere la san­
ción de un derecho, porque vivir significa plantear exigencias al entorno y
depende por tanto de que éste las otorgue. En tanto el entorno es el huma­
no v la concesión que otorga incluye un elemento de voluntad, semejante
concesión sumaria como aquella en la que se basa toda vida comunitaria
viene a ser el reconocimiento implícito del derecho a la vida dei individuo
por parte de la colectividad y naturalmente al mismo reconocimiento en lo­
dos los demas por parte suya. Éste es el germen de todo ordenamiento ju ­
rídico. Cualquier otro derecho, ya esté igual o desigualmente repartido, en
el derecho natural o en el positivo, se desprende de este derecho originario
y de su reconocimiento mutuo por sus sujetos. Por eso en la Declaración de
Independencia norteamericana se menciona con razón en primer término
a la «vida» entre los «derechos inalienables». Y en verdad en todo momen­
to (y aun hoy) la humanidad ha tenido bastante que hacer con el descubri­
miento, definición, obtención, defensa y protección de los múltiples dere­
chos en los que se particulariza el derecho a la vida.
¡Que extremadamente curioso es pues que nos encontremos reciente-
me nte ocupándonos de la cuestión de un derecho a morir! Tanto más cu­
rioso cuanto que los derechos se buscan normalmente para el fomento de
un bien, y la muerte pasa por ser un mal o en el mejor de los casos algo a lo
que hay que someterse. Y más curioso aun si se tiene en cuenta que con la
muerte no planteamos al mundo e gencia alguna, en lo que podría caber
la cuestión de un derecho, sino que, al contrario, renunciamos a toda posi­
ble pretensión. ¿Cómo puede aplicarse a eso la idea de «derecho», en la que
siempre tienen que coincidir varios?
160 T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

Pero ¿uué ocurre si por especiales circunstancias mi muerte o no muer­


te entra en el terreno de la elección? ¿Y si aparte de un derecho a vivir fue­
ra estatuible para m í una obligación de vivir? En ese caso otros (en forma
de «sociedad») podrían no sólo tener una obligación trente a mi derecho a
vivir, sino también un derecho a reclamar contra mí mismo mi obligación
de vivir y, por ejemplo, impedirme morir antes de lo que tengo que hacerlo,
aunque yo quiera. En pocas palabras: ¿qué pasa si la muerte de un ser hu­
mano entra bajo control humano y su propia voz (si es la de1deseo de morir)
no es quizá la única que hay que escuchar? Entonces el «derecho a m o­
rir» se convierte en un asunto real digno de examen y de discusión. De he­
cho siempre lo fue para la religión y la moral en el caso del suicidio, en el
que más claramente se ve el elemento de la elección; y en algunos ordena­
mientos jurídicos también para la ley pública, que aprueba una interven­
ción obstaculizadora en ése mas privado de los actos, cuando no incluso la
impone (y prohíbe prestar ayuda a él), e incluso puede ir tan lejos como
para convertir el suicidio en delito penal. Ésta sería la negación mas clara
de un derecho aDelable. Pero el «derecho a morir» que hoy agita los ánimos
no tiene que ver con el suicidio, el acto de un sujeto activo, sino con la si­
tuación del paciente mortalmente enfermo expuesto pasivamente a las
técnicas de retraso de la muerte de la medicina moderna. Aunque ciertos
aspectos de la etica del suicidio también penetran en esta cuestión, la exis­
tencia de la enfermedad mortal como causa de muerte propiamente dicha
nos permite hacer una distinción entre no resistir a la muerte y matarse,
igual que entre dejar morir y causar la muerte.
El nuevo problema es éste: la moderna tecnología médica, incluso si no
puede curar, aliviar o comprar un plazo adicional de vida que merezca la
pena, por corto que sea. sí puede retrasar de múltiples maneras el final más
alia del Dunto en el aue la vida asi D rolongada le merece la pena al pacien­
te mismo, incluso más allá del punto en que él puede valorarla. Esto desig­
na por regla general (aparte del caso de la cirugía) un estadio terapéutico
en el que la línea divisoria entre vida y muerte coincide por entero con la
que hay entre prosecución e interrupción del tratamiento: en otras pala­
bras. donde el tratamiento no hace más que mantener el organismo en
marcha, sin mejorar de ningún modo el estado (por no hablar de curación).
Solamente se aplaza la muerte mediante prolongación del estado de pade­
cimiento o de mínimos existente. Este caso del paciente que sufre sin espe­
ranza sólo es el extremo en un espectro del arte médico que —en unión con
el poder institucional del sanatorio y apoyado por la ley— crea situaciones
en las que se vuelve cuestionable si los derechos propios del paciente (típi­
camente desvalido y de algún rnodo «prisionero») están siendo preservados
o lesionados, y por debajo de ellos habría un derecho a morir. Además,
cuando el tratamiento se vuelve idéntico de forma permanente con el man­
tenimiento vivo, para el médico y el hospital se alza el fantasma de la muerte
por interrupción del tratamiento, para el paciente el del suicidio al exigir
esa interrupción, para otros el de la culpa en una u otra cosa con la legiti­
mación de la compasión. Dejaremos para más adelante este aspecto del
caso, que sobrecarga su pura resolución ética con coacciones y temores ju­
161
A P L A Z A M IE N T O DE LA M U E R T E Y D E R E C H O A MORIR

rídicos. En lo que se refiere a los derechos del paciente, con los desarr ollos
médicos indicados parece haber saltado a la palestra un nuevo «derecho a
morir»; y debido a los nuevos tipos de tratamiento, aue únicamente «man­
tienen en marcha», este derecno subyace a todas luces al derecho £ neral
de aceptar o rechazar el tratamiento. Vamos a tratar primero este otro de­
recho, apenas discutido, que en caso de rechazo siempre incluye, aunque la
mayoría de las veces no en forma tan directa, la muerte como un resultado
posible > quizá seguro de su elección. Aquí, como en toda nuestra conside­
ración, tenemos que distinguir entre derechos legales y morales (y lo mis­
mo con las obligaciones).

E l d e r e c h o a r e c h a z a r e l t r a t a m if n t o

Legalmente, en una sociedad libre no hay duda de que todo el mundo


(excepto los menores de edad y los enfermos mentales) es enteramente li­
bre de buscar o no buscar consejo médico y tratamiento para cualquier en­
fermedad, e igualmente libre de abandonar un tratamiento en todo mo­
mento (excepto en medio de una fase crítica;.1La única excepción es una
enfermedad que represente un peligro para otros, como hacen las enferme­
dades contagiosas y ciertos trastornos mentales: en ese caso tratamiento y
aislamiento, e incluso medidas preventivas como la vacunación pueden
hacerse obligatorias. Sin semejante implicación directa del interés público,
mi enfermedad o salud es enteramente asunto privado mío, y alquilo los
servicios médicos en contrato libre. Ésta es, creo yo, la situación legal aquí
y en general en todo Estado nn totalitario.
Moralmente la cosa no es tan clara. Puedo tener responsabilidad por
otros cuyo bienestar depende del mío, por ejemplo c( rao mantenedor de mi
familia, como madre de niños pequeños, como titular decisivo de una tarea
pública, y tales responsabilidades limitan sin duda no legalmente, pero sí
moralmente, mi libertad de rechazar la avuda médica. Son por su esencia
la» mismas consideraciones que restringen también moralmente mi dere­
cho al suicidio, aunque en esto ya no cuenta para m í prohibición religiosa
alguna. En ciertos tipos de tratamiento, como la máquina de diálisis para
los casos de fallo renal, el rechazo equivale al suicidio en sus resultados. Sin
embargo, hay una importante diferencia con «alzar la mano contra uno
mismo», es decir, matarse violentamente: otros, incluyendo los poderes pú­
blicos, de hecho cualquiera, tienen el derecho (ampliamente contemplado
incluso como obligación) de impedir un intento activo de suicidio median­
te una oportuna intervención, que ni siquiera excluye la violencia. Se ad­
mite que se trata de una injerencia en la libertad más privada del sujeto,

1. Una «fase crítica» sería por ejem plo el intervalo entre dos operaciones planificadam ente
entrelazadas o el tratam iento posoperatorio, o situaciones sim ilares en las que sólo tiene senti­
do m édico la secuencia terapéutica com pleta. En ese caso tiene que ser contem plada co m o u n
todo indivisible, contractualm ente acordado. El m edico y el hospital ni siquiera hubieran dado
el prim er paso si el paciente n o se hubiera vinculado tam bién a los siguientes.
162
T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

pero sólo momentánea y a largo plazo un acto en nombre, precisamente, de


esa libertad. Porque no hace más que restablecer el statu quo de un sujeto
libre al que se da ocasión de volver a pensarlo, de que el o ella puedan rev
sar lo que quizá fue la idea de un momento dt desesperación... o de persis­
tir en ello. La insistencia terminará por lograrlo, y sólo se habrá im p e d id o
la eventual precipitación. La intervención vinculada al tiempo trata el acto
vinculado al tiempo como un accidente, del que se Duede aceptar que ser
salvada, incluso contra su voluntad, es el propio deseo duradero, sólo tem­
poralmente puesto en duda, de la víctima (y se revela a veces como tal pre­
cisamente por guardar mal el secreto del intento, lo que hace posible la in­
tervención). El rescatado tiene en sus manos rebatir esta nputación. El
suicida decidido siempre tiene la última palabra. No discuto aquí la ética
del suicidio mismo, sino sólo los derechos (u obligaciones d t otros de in­
tervenir en él. Y en nuestra presente discusión cuenta precisamente esto,
que la contraviolencia en el momento de la violencia suicida no obliga a la
persona a seguir viviendo, sino aue sólo vuelve a dejar abierta la cuestión
para ella.
Es claramente algo distinto de obligar a un enfermo doliente y sin espe­
ranza a seguir sometiéndose a una terapia de mantenimiento que le consi­
gue ui.a vida que él no considera digna de ser vivida. Nadie tiene el derecho,
y no digamos la obligauon, de imponer esto a alguien en una prolongada
negación de su autodeterminación. Se impone cierta medida de aolaza-
mientu para proteger a lo irrevocable del apresuramiento. Pero más allá de
ese breve retraso, sóio el tirón interno de la responsabilidad — «tengo que
preservarme por éstos y aquellos»— puede apartar al sujeto, por su propia
voluntad de hacer lo que elegiría hacer por sí solo.2 Pero esa misma clase
de consideración, tenemos que añadir, puede conducir también a la con­
clusión opuesia: «El tratamiento (que no «vuda en nada) es económica­
mente ruinoso para mi familia, > por ellos io abandono». .Si se puede afir­
mar la existencia de una obligación — aunque no coactiva— de seguir
viviendo por otros en contra del propio deseo, habrá que conceder por lo
menos también el derecho a morir por ellos. ¡Pero no la obligación! Ambas
direcciones contrapuestas de la responsabilidad no tienen el mismo peso
moral, como podríamos aclarar si nos preguntamos por qué puede abogar
decentemente alguien que tiene derechos sobre la persona: sin duda sólo
por su seguir-viva, nunca por su consentimiento a morir. La muerte tiene
que ser la menos influible de las opciones; la vida puede tener sus defenso­
res, incluso desde el egoísmo y sin duda desde el amor. Pero incluso la cau­
sa de la vida no puede ser defendida con demasiada dureza en un alegato
así. Piecisamente el amor tiene que reconocer, en contra de la voz del inte­
rés, que ninguna obligación de vivir puede superar en m í al deseo de morir
de forma que me prohíba, que realmente revoque mi derecho a optar por la

2. Por razones de su fe religiosa, el paciente puede desechar «por sí solo» la opción de la


muerte, por constituir pecado de suicidio. Yo discutiría que lo constituya, porque someterse a
la sentencia ya dictada poi la incurabilidad es tan poco suicidio co m o que un c o n d e n jd o a
muerte deje de pedir aplazam ien tos e indultos. Pero aq u í sólo tenemos en cuenta la ética tem ­
poral de estas cuestiones, y dejam os abiertos sus posibles aspectos teológicos.
A P L A Z A M I E N T O DF. LA M U E R T E Y DERECHO A MORIR 16 3

muerte en las circunstancias aquí asumidas. Sean cuales sean las preten­
siones del mundo sobre la persona, este derecho es (aparte de la religión)
moral y jurídicamente tan inalienable como el derecho a vivir, aunque la
percepción de uno como de otro derecho pueda ser sacrificada por propia
elección —y sólo por libre elección— a otras consideraciones. El emnareja-
miento de ambos derechos contrapuestos asegura a ambos que ninguno de
ellos puede convertirse en obligación incondicional: ni en la de vivir ni en
la de morir.3
¿Tiene el derecho publico un lugar en todo esto? Sí, y ello en dos senti­
dos que se apoyan primero, como parte de su misión de proteger el dere­
cho a la vida, la ley tiene que sancionar también el derecho a recibir trata­
miento médico, en tanto que da básicamente a todos igual acceso a él; y en
segundo lugar, en vista de la limitación fáctica de los recursos médicos, tie­
ne que elaborar criterios equitativos de preferencia para este acceso. Esta
última función de control público puede, como se sabe por el ejemplo de la
diálisis, equivaler a la decisión de quién debe vivir y quién morir; y entre las
prioridades que rigen esta decisión pueden estar las responsabilidades y
papeles de un individuo frente a otros que dependen de él, que ceteris pan-
bus pueden darle un empujón en el orden de prelación frente al individuo
solo. Lo mismo pues que antes nos encontrábamos como contrapartida
desde dentro al deseo y el derecho de una persona a rechazar la ayuda mé­
dica, es decir, la dependencia de otros de ella, aparece ahora desde fuera como
aumento de las exigencias al tratamiento... a costa del derecho a la vida de
una tercera parte. Pero lo que la autoridad pública puede dar, puede tam­
bién retirarlo posteriormente a favor de una pretensión mejor, conforme al
mismo principio de equidad o «justicia distributiva». Volveremos sobre ello
como recurso legal indirecto que sirva de avuda ai derechu a morir.
El ejemplo de la diálisis es extremo. Habitualmente el derecho a re­
chazar el tratamiento o ignorar el consejo médico involucra no el derecho
a morir (salvo en un sentido altamente abstracto y remoto), sino el derecho a
correr riesgos a jugar un poco un juego de azar con la salud, a confiar en
la naturaleza y desconfiar del arte médico, o simplemente la disponibi'idad a
aceptar daños posteriores o incluso una menor expectativa de vida a cambio
de la libertad frente a un régimen de vida limitativo; o tan sólo el derecho a
no ser molestado. El ejemplo de la diálisis tue elegido porque en él el trata­
miento continuado equivale al mantenimiento con vida y su interrupción sig­
nifica la muerte segura, y la opción en su contra no representa pues «correr
un riesgo», sino una intquívoca decisión de morir, de eficacia inmediata.
Aun así, no es completamente el tipo de caso en el que el «derecho a mo­
rir» se presenta como el problema agobiante en que se ha convertido re­
cientemente. Porque aquí lo normal es que el paciente no sufra menoscabo
alguno de su capacidad intelectual para decidir por sí mismo, y esté física­

3. La ética tem poral y la relipiosa coinciden aquí. N in guna religión, por estrictamente que
prohíba el suicidio co m o pecado por considerar la vida un a obligación p ara con Dios, convier­
te con ello la autoconservación en obligación incondicional, lo que de hecho llevaría a espanto­
sas consecuencias morales.
164
T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI C A

mente lo bastante capacitado para actuar como para desconectarse de la


máquina, sin que nadie pueda obligarle a volver a conectarse. Su derecho a
morir no arrastra pues consigo la colaboración de otros, y puede ser ejerci­
do por él mismo. Lo mismo vale para otras terapias de mantenimiento de
la vida, como el uso de insulina para los diabéticos. En tales casos existe la
capacidad tanto de tomar la decisión como de ejecutarla, y el derecho a mo­
rir no está ni seriamente puesto en duda ni eficazmente impedido desde
fuera, sea cual sea su ética interna. Los casos «agobiantes» son los del pa­
ciente más o menos «prisionero» (por ejemplo en el hospital), en estadio
terminal de una enfermedad mortal, cuyo desvalimiento tísico pone a otros
en el papel de ayudante en la realización de su opción por la muerte, en
caso extremo incluso en el de su representante a la hora de adoptar la opción.
Vamos a discutir dos ejemplos: el del paciente consciente en el estadio
terminal de una enfermedad como el cáncer y el del paciente irrecupera­
blemente inconsciente en coma irreversible. El segundo ejemplo ha llegado
repetidamente a los titulares de la prensa diaria debido al dramatismo legal
a él vinculado, y ha dado quehacer a la imaginación pública; pero el prime­
ro es, por su asunto más esencial, más frecuente y más problemático.

E l PACIENTE CONSCIENTE E INCURABLE EN ESTADIO TERMINAL

Imagínese la siguiente escena. El médico dice, quizá tras una primera o


segunda operación: «Tenemos que volver a operar». El paciente dice: «No».
El médico: «Entonces morirás sin duda alguna». El paciente: «Que así sea».
Dado que una operación requiere el consentimiento del paciente, esto pa­
rece poner fin al caso y no plantear problemas ni éticos ni legales. Pero la
realidad no es tan sencilla. La negativa del paciente tiene que basarse, ante
todo, en la misma condición capacitadora que su consentimiento: tiene que
estar bien informado para que sea válida. De hecho su consentimiento
sólo será bien informado cuando el que se decide conoce, además del «pro»,
también el «contra», los aspectos desfavorables y arriesgados en los que
podría basarse un «no». Así que el derecho a morir (cuando ha de ser ejer­
cido por el propio sujeto competente y no por un representante en su lugar)
se vuelve inseparable de un derecho a la verdad y queda efectivamente anu­
lado por el engaño. Pero tal engaño es casi una parte de la práctica médica,
y no sólo por motivos humanos, sino también directamente terapéuticos.
Pensemos en el diálogo anterior ampliado por las siguientes preguntas
del paciente, una vez que el doctor ha declarado que es necesaria una nue­
va operación: «¿Qué conseguiré en caso de éxito? ¿Cuánto más viviré y qué
clase de vida tendré? ¿Como paciente permanente o volviendo a una vida
normal? ¿Con dolores o sin ellos? ¿Cuánto tiempo transcurrirá hasta el pró­
ximo ataque de la dolencia, volviendo a la actual situación de emergencia?»
(Téngase en cuenta que hablamos de un estado incurable, «terminal» por
su fondo y sólo variable aun en sus plazos). Todas estas preguntas pueden
referirse naturalmente sólo a expectativas fundadas conforme al estado del
conocimiento médico... nada más, pero nada menos.
APLA7 A M I E N T O DE I.A M U E R T E Y DERECHO A MORIR 16 5

Es obvio que el paciente tiene derecho a una respuesta sincera. Pero


igual de obvio que el médico está en una situación intrincada cuando la sin­
ceridad significa espanto. ¿Quiere realmente el paciente la verdad sin ma
quillaje? ¿Podrá soportarla? ¿Qué le hará a su estado anímico para el valio­
so resto de sus contados días, si ahora se decide a favor o en contra de un
aplazamiento? ¿Desea incluso en lo más íntimo el piadoso engaño? Y aún
más torturante: ¿no podría quizá la terrible verdad autocump r la estima­
ción médica, al socavar las reservas espirituales, la famosa «voluntad de vi­
vir» con la que el paciente podría venir en auxilio de las medidas terapéu­
ticas, de forma que su <me rindo» empeore realmente el pronóstico? Al fin
y al cabo la esperanza es una fuerza en sí misma, y poner más énfasis en
ella que en su contraria no sólo sirve para convencer de la teraj .a, sino tam­
bién a la mejora real de las expectativas del paciente. En resumen: ¿no po­
dría la verdad ser ae hecho nociva para el paciente y el engaño serle útil en
algún sentido, subjetivo y objetivo? Así que al meditar sobre el derecho a
morir nos encontramos confrontados con la pregunta, mucho más antigua
y bien conocida: ¿debe «decírselo» el médica? La pregunta se plantea de he­
cho ya antes de la situación, imaginada aquí, de las resoluciones prácticas.
¿Hubiera debido decir el médico al paciente desde el principio que su esta­
do es clínicamente incurable e incluso «final» en el sentida de que en el me­
jor de los casos sólo admite breves aplazamientos?
Las respuestas rapidas a estas cuestiones demostrarían insensiblidad
ante su complejidad y la falta de nitidez de sus zonas de sombra. Para mi
propia persona, arriesgo esta tesis básica: en última instancia habría que
honrar la autonomía del paciente, es decir, no llevarlo mediante engaños a
tomar su propia decisión informada cuando se trata de la pregunta últi­
ma... a no ser que quiera ser engañado. Averiguares/o es una parte del arte
del verdadero medico que no se aprende en la foimación académica. El
médico tiene que apreciar correctamente la persona de su paciente, lo que
requ re un no pequeño esluerzo de intuición. Una vez convencido de que el
paciente quiere realmente la verdad —su así-decirlo por sí solo aún no lo
demuestra— , el medico está moral y contractualmente obligado a dársela.
El engaño consolador, cuando se desea perceptiblemente, es limpio; igual
que el engaño para dar ánimos con interés terapéutico directo, que presu­
pone de todos modos una situación en la que no se trate de la suprema elec­
ción Pero por lo demás, y especialmente cuando hay que elegir, el derecho
de la persona madura a la plena revelación debería tener —cuando es exigi­
do sena y creíblemente— la últim a palabra in extrenus frente a la mise­
ricordia y toda clase de autoridad tutelar que el médico pueda tener en
nombre del presunto bien de su paciente.
Este derecho a la revelación se extiende, más alia de los requisitos de la
decisión informada, a una situación en la que no hay que decidir nada. Lo
que está en cuestión entonces no es el «derecho a morir», una ocasión del
campo práctico, sino el derecho contemplativo que corresponde a la digni­
dad humana sobre la propia muerte, una ocasión reservada no al c a m p o
del hacer, sino al del ser. Esto requiere alguna aclaración. Incluso en au­
sencia de opciones terapéuticas que puedan hacer entrar en juego un dere-
té c n ic a , m e d ic in a y ética
16 6

, , morir, el derecho a la verdad del paciente consagrado a la muerte es


un dl’rec^ ° por S1 mismo, Y sin duda un derecho sagrado en sí y completa-
menie aparte de su importancia práctica para las disposiciones extramédi-
cas óc
'a Persona Para las que la verdad daría ocasión. Algo del espíritu del
sacn’mento católico de Ia extremaunción es trasladable aquí a la ética mé­
dica. e* médico debería estar dispuesto a honrar el sentido esencial de la
muei'le Para ^a v^ a finita (en contra de su moderna degradación a un des­
tino innombrable) y no negar a un mortal como él su privilegio de entablar
una i¿lación con su próximo fin... de apropiárselo a su
manera, ya sea con
entre?3, reconciliación o rechazo, pero con la dignidad del saber. Al con-
trarí'1que sacerdote que actúa en lugar de Dios, el médico, en su papel
pura'nente mundano, no está facultado para imponer este saber al pacien­
te pt-ro tiene que escuchar su verdadera voluntad en tanto pueda oírla tras
las palabras. La verdad, y así lo tiene que reconocer el filántropo, no es aquí
(más Que en cualquier otro caso) cosa de cualquiera. La misericordia pue­
de permitir la indignidad del no saber. Pero no puede imponerla por su
cuen<a- otras palabras, aparte del «derecho a morir» está también el de­
recha a «poseer» la propia muerte en la conciencia concreta de su inm i­
nencia* (no sólo en el saber abstracto sobre la mortalidad en general): de he­
cho í’n esto se perfecciona el derecho a la propia vida, ya que incluye el
derecho a rnuerte como «propia». Este derecho es verdaderamente ina­
lienable, aunque a menudo la debilidad humana prefiera renunciar a él... lo
que su vez es un derecho que merece respeto y concesión mediante enga­
ño compasivo. Pero la misericordia no puede convertirse en arrogancia.
Eng ',iar moribundo sin respetar su voluntad manifestada de manera
cre(ble significa estafarle en la posibilidad distintiva de su ser, estar cara a
cara ¿on su mortalidad cuando está a punto de hacerse real para él. Mi pre-
suput'sto aclul es Que la mortalidad es una condición integral de la vida y no
una t,fensa externa y casual a la misma.4
pero volvamos al derecho a morir. Aceptamos pues que el paciente sabe
y ha i>Ptado en contra de la prolongación terapéutica de su estado consa­
grado a ^a muerte v a favor de dejar que las cosas sigan su curso. En tanto
se ie lia puesto con sinceridad en condiciones de tomar la decisión y se le
ha clincedido, su derecho a morir ha sido respetado. Pero entonces se plan­
tea un nuevo problema. La elección del enfermo contra la prolongación de
su esfa^ ° era cnUe otras cosas también una opción contra el padecimiento;

4 Para la fu n d a m cn tac ió n ontológica de este presupuesto, me perm ito rem itir a lo que he
d ic h o ;1 nlenuc*° s°b re filosofía de lo orgánico, en ale m án por ve/ prim era en Organismo y Li­
bertad 0 ^7 3 ): «Pero téngase en cuenta que ju n to con la vida vino la muerte, y que la m ortalidad
cs c| p,-ecio que tuvo que pagar la nueva posibilidad del ser... Es un ser esencialmente revocable
v desl,u’ ^ e' u n a aventura de la m ortalidad, que a partir de u n a m ateria perm anente y en sus
condi> i° nes —611 *a cond ic ió n a corto plazo del organism o m etabólico— , consigue en préstam o
¡as c r1'eras f*n *las m ism idades individuales» \EI principio de responsabilidad (1979), y por
últim i’ «E v o lu ción y libertad», en: Encrucijadas 13 (1983/1984)1: «Q ue la vida es m ortal es sin
dud-i ul co ntrad icción fundam en tal, pero form a parte inseparablemente de su esencia.y no se
'ni •d<’ Pensar sePara<J a de ell°- La vida es m ortal no aunque, sin aporque cs vida, p or su consti­
tución m ás p rim ig e nia, porque ese m o d o irrevocable y garantizado es la relación de contenido
y forn,¡i en la que se basa».
A P L A Z A M I E N T O D E LA M U E R T E Y D E R E C H O A M O R I K 167

incluye pues el deseo de que se le ahorren sufrimientos --bien mediante


aceleración del fin o mediante minimización de los dolores durante el tiem­
po que le quede, con lo que lo último a veces repercute sobre lo primero a
consecuencia d e la tuerte administración de drogas que exige__ A c e p t a r ta­
les deseos parece estar incluido en lo que ya se concedió al paciente con el
«derecho a morir» como tal y la aceptación de su decisión. La misericordia
apremia a igual concesión en la medida en que el sufrimiento del paciente
es agudo. Pero el cumplimiento de estos deseos requiere l a colaboración,
quiza incluso la acción exclusiva de otro, y en este punto la institucionali-
zacion general de la muerte mediante hospitalización en unión del estado
de desvalimiento del paciente crea problemas del tipo más grave. Descar­
garlos en el cuidado doméstico es la mavoría de las veces inviable, y no
hace falta discutir lo que se podría hacer o soportar privadamente en la in­
timidad sin vigilancia del amor compasivo... incluso éste no está exento de
poderosas inhibiciones externas e internas. Pero el hospital en iodo caso si­
túa al paciente directamente en el ámbito publico y sometido a sus normas
y controles.
En lo que se refiere a la directa e intencionada aceleración del fin, por
ejemplo mediante drogas mortales, no se puede exigir al medico que tome
ninguna de sus medidas positivas con este fin, ni al personal del hospital
que colabore «mirando para otro lado» cuando algún otro facilita los me­
dios al paciente. No sólo lo prohíbe la ley (que puede ser modificada), sino
más aún el sentido más intimo de la profesión médica, que nunca puede
atribuir al médico el papel de dador de la muerte, aunque sea a petición del
sujeto. La «eutanasia» como acto medico es discutible sólo en los casos de
un resto de vida que se prolonga de forma inconsciente y mantenida artifi­
cialmente, y en el que la persona del paciente ya se ha extinguido. Pero si
por lo demás excluimos la eutanasia ejercida por mano del médico para sal­
vaguardar la integridad de su profesión incluso contra el derecho a morir
de un paciente, tenemos que añadir que poner al paciente en posesión del
medicamento mortal queda muy poco por detrás de su administración di
recta a petición suya. Si no otra cosa, esto contradina la condición previa
del acceso médico privilegiado a tales medios... urt privilegio puesto en ries­
go por e! mejor intencionado de los abusos.
Sin embargo, hay una diferencia entre matar y permitir morir (hemos
visto que respecto a lo primero la voluntad del paciente tiene que quedar
desactivada, pero respecto a lo último tiene una pretensión que seguir), y a
su vez una diferencia entre permitir morir y ayudar al suicidio. En el caso
del paciente consciente que sufre, del que hablábamos, ese permiso debería
estar exento del temor de represalias tanto legales (civiles y penales) como
profesionales en caso de ceder al firme deseo del paciente (no al ruego de
un momento de desesperación) de que, por ejemplo, se le desconecte del res­
pirador, que le mantiene vivo sin otra expectativa que la perduración de ese
mismo estado. Formalmente, esa exigencia es un derecho suyo y solamen­
te suyo, en virtud de su posición como mandante en una relación contrac­
tual de servicios; y la problemática jurídica surge solamente de la cuasice-
sión de derechos a un administrador fiduciario institucional que aparece
T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA
Jí>8

dado con la hospitalización. Pero tal tr a n s m is ió n en un asunto de rutina


medica sigue ligada a la persistente intención primaria del sujeto y no se ex­
tiende a su derecho a volver a pensarlo y adoptar otra opción: no puede
conducir a su incapacitación de facto.
Pero en lo que respecta (más allá de
la situación legal) a la ética
de la suspensión del procedimiento de mante­
nimiento por deseo del paciente, sólo un sofista puede equiparar en este
caso la cesación de la ulterior acción con la acción, es decir, el dejar morir
con matar. Al fin y al cabo el desvalimiento que hace depender al paciente
de la concesión del médico no hace peor su derecho que el del paciente m ó­
vil que puede simplemente levantarse y andar sin impedimentos. Tampoco
a éste se le reprochará el suicidio (la enfermedad es el asesino) ni se le obli­
gará a vivir; y nadie condenará ese no o b lig a r como ayuda al suicid’o (ni si­
quiera quien considere erróneamente la conducta del paciente al res-pecto).
Sena pues tan falto de equidad como ilógico castigar al paciente «preso»
por su impotencia física con la pérdida de derechos. Cuando dice «basta»
ha de ser atendido; y hay que superar los obstáculos sociales que se opon­
gan a esto.5
Pero, ¿qué ocurre cuando en lugar de una «cesación» tenemos que juz­
gar una «acción», como por ejemplo la administración de drogas analgési­
cas, que representan una acción positiva del médico? Cuando se hacen pre­
cisas dosis nocivas para erradicar un dolor constante y torturador, la
obligación de aliviar puede entrai en conflicto con el juramento hipocráti-
co de «no dañar». ¿Qué obligación tiene prioridad? En el paciente curable
o siquiera terapéuticamente influible de forma positiva, sin duda la última:
el médico tiene que evitar las dosis peligrosas. Pero en un estado terminal
que ya no es accesible a un tratamiento curativo —eso me parece intuitiva­
mente claro— el grito que pide alivio supera la prohibición del daño e in­
cluso la del acortamiento de la vida y debería ser escuchado. En todo caso,
el precio del alivio ha de ser comunicado al doliente y que él dé su consen­
timiento. El daño puede repercutir, como hemos dicho, sobre la expectati­
va de vida, el alivio del dolor acortar pues el margen dado: pero lo haría al
servicio del margen mismo, que gana más calidad que la cantidad que pier­
de. Acelerar de esle modo el final, como efecto secundario del objetivo, en­
teramente distinto, de hacer soportable el resto de una vida insalvable y en
este sentido hacerla aún «digna de ser vivida» es moralmente correcto y
debería ser considerado igualmente irreprochable por la ley y la ética pro-
lesional, aunque añada otro componente mortal a la mortal situación dada.
A parí ir de un momento determinado, el medico deja de ser sanador y se
convierte en auxiliar a la muerte del paciente. La libertad de actuación que
le incumbe, tan cuidadosamente circunscrita, no abre la puerta a la «muer­

5 La actual situación ju ríd ic a en los EE.U U . parece ser que semejante «basta» del pacien­
te (intelectualm ente competente) no se le Ducde negar sin duda, o cio que el m édico, bajo la ju s ­
ticia del «fallo artificial» im peiante, estaría obligado a deponer el tratam iento, con lo que el pa-
cienre ya no tendría que quedarse en el hospital. Dado que esto le privaría de la asistencia
m édica y hospitalaria que sigue necesitando para m o rir de fo im a soportable, esta elección de la
interrupción del tratam iento, existente de form a abstracta, se ve bloqueada de hecho por esa
am enaza.
A P L A Z A M I E N T O 0 E LA M U E R T E Y D E R E C H O A M O R I R 169

te por compasión» y me parece requerir una legislación sobre la eutanasia,


no un refinamiento del concepto de «error médico» en la jurisprudencia
que extraiga de su ámbito de aplicación semejante alivio prestado a peti­
ción. Ni moral ni conceptualmente se puede confundir con «matar» este in­
tercambio entre soportabilidad y duración del proceso de la muerte lleva­
do a cabo con el consentimiento del paciente.

E l p a c ie n t e e n c o m a i r r e v e r s i b l e

Consideremos por último al paciente en coma irreversible, el caso, pues,


de un resto de vida prolongado mediante asistencia artificial en el que ni
siquiera queda la ficción de un sujeto decisor cuya presunta voluntad pu­
diera ejecutar un representante. A falta de tal sujeto virtual dotado con la
posibilidad de elegir en su propio caso, no se puede hablar en sentido es­
tricto de un derecho
a morir, porque de todos los derechos éste presupone
un poseedor que lo reclama eventualmente aunaue él no pueda ejercerlo
por sí mismo. No se podría indicar propiamente qué
derecho se preserva o
lesiona con cualquier decisión: el de la antigua persona o eJ. del actual res­
to impersonal. (Dado que sólo una persona puede ser sujeto de derechos,
tendría que ser la antigua persona aquella cuyos derechos por así decirlo
•«postumos» pudieran invocarse realmente. Una declaración de voluntad
previamente redactada para un caso asi apoyaría moralmente — si es que
no también, en este momento, jurídicamente— semejante apelación.) Más
bien está en cuestión la obligación o incluso el derecho de otros a perpe­
tuar el estado dado, y alternativamente su derecho o incluso su obligación
de ponerle ñ n mediante retirada del apoyo aríificial. Razón y humanidad,
se puede afirmar como consuelo, favorecen abrumadoramente la segunda
alternativa, ya sea como derecho o como obligación: dejad morir a esa po­
bre sombra de lo que antaño fue una persona tal como su cuerpo está dis­
puesto a hacer, y poned fin a la degradación ae su forzada existencia. Pero
poderosas resistencias, tanto internas corno externas, se oponen a este con­
sejo de la razón. Esta el espanto humano ante el acto de matar, que es
como —sin duda erróneamente— puede ser interpretado el dejar morir en
este caso, dado que la suspensión de su impedimento activo implica de to­
dos modos un acto por m i parte. Luego está el criterio profesional de que
el medico tiene que estar de parte de la vida en cualquier circunstancia. Y
luego está la ley, que prohíbe causar intencionadamente la muerte e inclu­
so inculpa por causarla mediante cesación de su cuidado. Aunque todo
esto no afecta propiamente al derecho a morir y en el mejor de los casos a
un derecho a vivir expandido de forma problemática — dado que ya no hay
ningún sujeto que reclame siquiera implícitamente uno u otro derecho y lo
vea violado por una negativa— , de todos modos en el debate público el
caso del paciente en coma permanente se enreda con el «derecho a morir»,
y se puede oír citar este derecho en apoyo de la exigencia de no oponerse
a la muerte. Por esta razón hemos incluido el problema en nuestras consi­
deraciones.
T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA
170

Hav dos escapatorias del callejón sin salida ético-legal que hemos des­
crito. Una es una redefinición de la «muerte» y su sintomatologia, según la
cual un coma ae determinado grado significa muerte: la llamada «definición
de muerte cerebral» ,6que (dado que la muerte es ya un hecho consumado)
saca todo el asunto del ámbito de la decisión y lo convierte en mero asunto
de constatación de si se cumplen los criterios de la definición. Si se cum­
plen, la interrupción de las ayudas funcionales artificiales es no sólo per­
mitida, sino obvia e incluso obligatoria, dado que el despilfarro de costosos
recursos médicos en un cadáver no sería justificable. ¿0 quizá sí? ¿No po­
dría la interrupción —es decir: hacer aún más plenamente cadáver al cadá­
ver— significar un derroche en otra dirección? ¿No es el cuerpo del talleci­
do, si la circulación se sigue manteniendo en marcha, un valioso recurso
médico por sí mismo, como banco de órganos para posibles trasplantes? La
continuación del riego mantiene los órganos en estado vivo y asegura al de­
finitivo receptor un trasplante de pleno valor, igual al de un donante vivo.
En relación a ese valor de uso, la declaración de muerte conforme a crite­
rios cerebrales y la prosecución de la vida vegetativa del resto del organis­
mo (mediante respirador, etc., en caso de larga duración también med;an-
te alimentación artificial) no estarían en modo alguno en contradicción,
mas bien serian partes acordadas de una acción global con fines fuera del
paciente: en favor de otro paciente o incluso de la investigación médica.
Precisamente ese beneficio de uso externo ha sido alegado desde el princi­
pio por los patrocinadores del «coma irreversible como nueva definición
de la muerte». Sin embargo, debería resultar evidente que la intervención de
un interés, y mas aun el del Ínteres de otro paciente, no sólo roba a la defi­
nición su pureza teórica, sino que también sitúa su aplicación en una pe­
ligrosa zona d t sombra de tentación bienintencionada. He expuesto en el
capítulo anterior mis graves reparos contra este tipo de «solución» del pro­
blema del coma, es decir, contra su dituminación en una cuestión semánti
ca decidida mediante la definición: una definición ad hoc, es decir, cortada
a la medida de la situación especial y su contusión practica, cargada con la
sosDecha de un motivo de uso y dando así motivo a temores referentes al uso
ajeno al sujeto al que la definición se presta, y de los que la obtención de
material fresco para el trasplante de organos sólo es el más evidente. No
hace falta decir que mis advertencias —muy concretas— fueron vanas
(aunque «Against the Stream» se reedita una y otra vez en las antologías de
ética médica). Algunos de esos temores, precisamente los más obvios, se
han vuelto ya práctica general en medio del progreso irresistible: «Extrac­
ción de órganos de «cadáveres donantes» bajo respiración artificial, prose­
guida tras la declaración de defunción con este fin. En un caso notorio algo
distinto, el caso Quinlan,7 la definición misma se reveló insuficiente para

6 . «M uerte cerebral» y las cuestiones vinculadas a ella son el tema del capítulo precedente.
Para d lector de este capítulo se recuerdan brevemente las consecuencias pertienentes de la «re-
definicion de la m uertes, extensamente discutida allí.
7. El fam oso caso de K aren Q u in la n , que se arrastra ya desde hace años: la m uchacha, en
com a profundo, fue m antenida en vida orgànico-vegetativa m ediante respiración, alim entación
y otros servicios auxiliares artificiales. A petición de los padres, el trib unal au to rizó (por lo de-
aplazam ien to de la muerte y d erec h o a MORIR 171

salir a] paso del reto del coma irreversible: porque cuando se suspendió la
respiración artificial con permiso judicial, comenzó sorprendentemente
la respiración espontánea, de manera que según los criterios de muerte ce­
rebral de la «definición de Harvard» (ampliamente aceptada en Norteamé­
rica) la paciente no estaba muerta, pero aun así seguía en coma profundo...
y la cuestión del mantenimiento artificial de las funciones (por ejemplo la
introducción de líquidos nutrientes) volvió a plantearse con su dur< za ori­
ginaria, sin poderse decidir ahora recurriendo a la definición ad hoc. El
desplazamiento del plano moral al técnico disminuye nuestra capacidad de
dar respuesta a la pregunta en su contenido existencial.
Pero hay otra escapatoria del callejón sin salida que no es la semánti­
ca definitoria sobre vida y muerte, y es abordar directamente la cuestión
de si es justo prolongar tan sólo mediante nuestra intervención artificial
!o que quizá —en el estado actual de nuestros conocimientos o de nuestra
ignorancia— pueda llamarse aún «vida», pero sólo es ese tipo de vida, y
ello enteramente gracias a nuestro arte. Aquí estoy de acuerdo con la ya ci­
tada decisión papal, que reza: «Cuando se considera que la inconsciencia
profunda es permanente, no son obligatorios los medios extraordinarios
para mantener la vida. Se puede suspender su empleo y dejar morir al pa­
ciente». La sencilla posibilidad de morir en tales circunstancias límite no
necesita una redefinición de la muerte y del momento de producirse.
Avanzo un paso más y digo: no sólo se pueden suspender tales medios ex­
traordinarios, se deben suspender, en aras del paciente, al que se debe per­
mitir morir; la suspensión del mantenimiento artificial no es facultativa,
sino obligatoria. Porque al fin y al cabo algo como un «derecho a morir»
se construye en nombre y para la protección de la persona que el pacien­
te fue un día, y cuya memoria se ve disminuida por la degradación de tal
«pervivencia». Este derecho «postumo» al recuerdo (por extralegal que
sea) se convierte en un mandamiento para nosotros, que por un dominio
unilateral y total sobre este bien jurídico nos hemos convertido en guar­
dianes de su integridad y mandatarios de su pretensión. Pero si esto es de­
masiado «metafísico» como para convencer a nuestra conciencia positi­
vista de cuál es nuestra obligación, un sobrio principio de justicia social
—sin duda externo al paciente, pero ilustrativo para el legislador— hace
que esta razón íntima venga en ayuda de la obligación de desconectar: el re­
parto lim pio de los escasos recursos médicos (¡sin contar al paciente mis­
mo entre ellos!).

m ás sin invocar la d efinición de la m uerte y la defunción) la interrupción de la respiración arti­


ficial. Se p ro du jo respiración espontánea. Los padres insistieron entonces en que se prosiguie­
ra con la alim e ntación artificial, cuya interrupción h ubiera requerido u n nuevo fallo iudicial. Es
cuestionable que los padres h ubieran pod id o conseguirlo. E n cualquier caso, sin él había que
proseguir, conform e al derecho vigente, con la alim e ntación artificial y dem ás servicios auxilia­
res mientras el organism o, que respiraba por sí m ism o, m antuviera en m archa gracias a ellos su
m etabolism o y dem ás actividad vital. Hasta la fecha, el cuerpo de la m u ch ac ha vegeta en ese es­
tado inconsciente. Sin em bargo, están en curso m odificaciones de la situación jurídica inde­
pendientes de la defunción, co nfo im e a las i.uales en casos similares, con el consentim iento de
los parientes próximos, se puede suspender el m an te nim ie n to sin especial decisión judicial. [En
ju n io de 1985, Karen Ann O u in la n falleció tras diez años de com a. H.J.]
T É C N I C A , M E D I C I N A Y É TI CA
172

Hemos hablado antes de las penosas decisiones sobre la vida y la


muerte a las que nos obliga la escasez de medios. Esto se dará con espe­
cial probabilidad en los caros aparatos (más el espacio hospitalario y el
persona) sanitario) cuya aplicación mantenedora tiene que ser perma­
nente. Nuestra anterior consideración se refería a la inicial adm isión a es­
tas instalaciones cuando la demanda de ellas supera la oferta (nuestro
ejemplo era la máquina de diálisis). Para las decisiones que sean precisas,
las normas de prioridad tienen que ser tan « justas» como podamos esca­
lonarlas. Incluso las mejor ideadas tendrán siempre que ser imperfectas,
dada la naturaleza del caso. El primer ejemplo histórico de tal regla de se­
lección fue el sumario sistema de ayuda de emergencia del triage que los
hospitales de campaña franceses siguieron en la carnicería masiva de la
Primera Guerra Mundial. En condiciones no catastróficas, la gradación
de exigencias más fuertes y más débiles será una cuestión compleja y
siempre discutible, que a menudo —dados los muchos imponderables—
sólo se podrá decidir con una cierta arbitrariedad en el extremo superior
de la escala. Pero aunque tenga que seguir siendo discutible qué caso me­
rece más consideración en un espectro de competidores, no es discutible
cuál merece la m ínim a consideración en su extremo inferior y simplifica-
dor: aquel que menos pueda beneficiarse de los escasos recursos existen­
tes, es decir, el que tenga menos expectativas de éxito. Una vez admitido
esto, queda la cuestión de si tal principio de selección se extiende, más
allá de la admisión, al curso restante de las cosas y posteriormente se aplica
también al mantenimiento del paciente en el tratamiento si aparece un
candidato «mejor». En general hay que decir que no, reconociendo aquí
un derecho de prelación al que primero lo recibió. Una vez en marcha el
tratamiento, sería una innombrable monstruosidad revocar la ayuda otor­
gada en favor de cualesquiera intereses externos, mientras el paciente
siga deseándola. Igual que el lugar en el mundo del individuo no es inter­
cambiable una vez nacido, la plaza otorgada al paciente no está disponi­
ble para ser subastada al mejor postor. Pero al comatoso irreversible ya
no le alcanza monstruosidad alguna, como tampoco beneficio alguno, y
«su» provecho del tratamiento es literalmente cero si «su» se refiere a un
sujeto que pueda cosechar un beneficio. Ninguna voluntad por su parte
desea la prosecución, como ya la admisión originaria tuvo lugar sin el
concurso de su voluntad. En este caso límite único el criterio del «menor
provecho» puede ganar fuerza fáctica y disponer éticamente la interrup­
ción de lo que se inició para no negar a otros un mantenimiento en vida
del que podrían sacar provecho. Para mí, como he dejado claro, esta consi­
deración es secundaria frente a los méritos internos del caso, que con­
templo como razón suficiente y obligatoria para la terminación del pro­
cedimiento, incluso como la auténtica razón. Pero como es notorio que
este aspecto interno no está por encima de las opiniones en disputa, la
justicia social distributiva —un principio más pragmático y por ello con
un más amplio asentimiento asegurado— puede ser invocada con el mis-
mo efecto. A mis ojos esto es lo que Platón llamaba «segunda vía» (dente-
ros plous): el segundo mejor camino.
A P L A Z A M I E N T O D E LA M U E R T E Y D E R E C H O A MORIR 173

LA TAREA DE LA MEDICINA

Una reflexión sobre el «derecho a morir» no debe concluir con este caso
especial, que en el mejor de los casos pertenece de manera marginal al
tema. El caso del paciente en coma es raro y demasiado extremo en sí mis­
mo como para servir de paradigma, incluso si el dejar morir se puede con­
templar aquí como un —al menos latente— interés jurídico de la persona.
(Habíamos aceptado esto en sentido «retrospectivo».) El verdadero y actual
lugar de tal derecho, y el escenario de los conflictos y luchas espirituales
que da a luz, es la mucho más frecuente y escurridiza zona de penumbra
del paciente terminal plenamente consciente que reclama la muerte, pero
no puede dársela él mismo. Es él —no el cuerpo privado de toda concien­
cia— aquel cuya necesidad plantea los agobiantes problemas éticos. Aun
así, a ambos les es común que más allá del espacio de los «derechos» plan­
tean la cuestión de la tarea última del arte medico. Nos fuerzan a preguntar:
¿está la mera contención postergadora ante el umbral de la muerte entre
los auténticos objetivos u obligaciones de la medicina? En lo que con­
cierne a los objetivos servidos de hecho por el complaciente arte, hay que
constatar que en un extremo del espectro la antaño estricta definición de
los objetivos médicos se ha relajado mucho, y hoy en día incluye servicios
(especialmente Quirúrgicos, pero también farmacéuticos) que no están :<mé-
dicamentc indicados», como la contraconcepción, el aborto, la esteriliza­
ción por motivos no médicos o el cambio de sexo, por no hablar de la cirugía
plástica al servicio de la vanidad o las ventajas profesionales. Aquí el «ser­
vicio a la vida» se ha extendido, más allá de las viejas tareas de curar y aliviar,
al papel de un «técnico de cabecera» general para variados fines de elección
social o personal. Sin existir un estado patológico, hoy es suficiente para el
médico que el cliente (= paciente) exija los servicios correspondientes y la
ley los permita. Nuestro juicio al respecto no viene a cuento aquí.
Pero en el extremo superior, patológicamente crítico, del espectro, que
es donde tiene su lugar nuestro «derecho a morir», la tarea del médico si­
gue estando sometida a las augustas obligaciones tradicionales. Por eso, es
importante definir uno mismo la «obligación para con la vida» que subya-
ce a ellas y determinar desde ahí hasta qué punto puede o debe llegar el arte
medico en su entendimiento de las mismas. Ya hemos establecido la regla
de que incluso una obligación trascendente de vivir por parte del paciente
no justifica ser forzado a vivir por parte del médico. Pero actualmente el
médico mismo está forzado a tal coacción, en parte por la etica de la profe­
sión y en parte por la ley vigente y la jurisprudencia predominante. A con­
secuencia de la hospitalización del enfermo (especialmente del enfermo de
muerte), que se ha convertido en regla, también el médico — una vez ha
conectado al paciente a los aparatos de mantenimiento de la vida del hos­
pital— está por así decirlo enjaulado con él y ya no es alguien que opera li­
bremente desde fuera. Es notoriamente más fácil conseguir un auto judicial
que fuerce al tratamiento (ejemplo: los hijos de «Testigos de Jehová») que
uno para interrumpir el proceso de mantenimiento (ejemplo: caso Quin­
tan). Por eso, en defensa del derecho a morir hav que afum ar de nuevo la
T É C NI C A, M E D I C I N A Y ÉTICA
174

v e rd ad e ra vocacion de la medicina para liberar tanto al médico como al pa­


cien te de su actual servidumbre. El fenómeno, de nuevo cuño, de la im p o ­
tencia del paciente conectado al poder de técnicas que retrasan la muerte bajo
tutela pública exige semejante reafirmación. Yo creo que se puede alcanzar
la unanimidad en torno a que la administración fiduciaria que hace la me­
dicina tiene que ver con la totalidad de la vida o, en la mayor aproximación
posible a ella, con su condición de aún-deseable. Mantener su llama ar­
diendo, no sus brasas encendidas, es su verdadero mandato, por mucho
que tenga que proteger también las brasas. Lo que menos puede hacer es
causar dolor y humillación que sólo sirvan para el indeseado retraso de su
extinción. Se traduzca como se traduzca tal confesión de principios en la
práctica legal, sera sin duda un d ifíc il capítulo de por sí; y por bien que ha­
gamos nuestra tarca, no discurrirá por su naturaleza sin zonas de sombra
en las que en el caso concreto habrá que tomar apremiantes decisiones.8
Pero una vez afirmado el principio existirá mayor esperanza de que el mé­
dico vuelva a ser un servidor humano en vez de un señor tiránico del pa­
ciente, tiranizado a su vez por él.
Así pues, es en última instancia el concepto de vida, no el de muerte, el
que rige la cuestión del «derecho a morir». Hemos vuelto al comienzo, don­
de hallamos el derecho a vivir como fuente de todos los derechos. Correcta
y plenamente entendido, incluye también el derecho a morir.

8. La historia alem ana hace que no sea superfluo decir aquí expresamente que ni el asesi­
nato de enfermos mentales ni cualquier otra erradicación de la «vida indigna» entra ni de lejos
en las posibles zonas de p e num b ra de esa confesión de principio: son inequívocam ente crím e­
nes, y si algo com o la «u tilid ad p úb lica» tiene alg ú n derecho en esta esfera, sólo lo tiene en el
sentido de que estam pilla su com isión com o digna de la pena capital.
C apít u lo 12

DE CONVERSACIONES PÚBLICAS
SOBRE EL PRINCIPIO DE RESPONSABILIDAD

Desde la aparición de su libro El principio de responsabilidad (1979), el


autor fue puesto a menudo, tanto en simposiums como en entrevistas en
prensa, radio y televisión, en situación de seguir desarrollando en la con­
versación aspectos del tema general «Técnica y ética» o aclararlos nueva­
mente en respuestas a preguntas directas. Algunas de estas ocasiones fue­
ron publicadas con posterioridad. Junto a sus conocidas desventajas (el
azar, la suerte, la falta de sistemática y la expresión relajada), el diálogo
(si hay suerte) tiene también las ventajas de la réplica retadora y el estímu­
lo al otro v de la ocurrencia —a menudo insospechada para la propia per­
sona que habla— en respuesta a ellos. A veces he deseado que tal o cual idea
se me hubiese ocurrido antes. En cualquier caso, al revisar el material me
ha parecido que parte de él merecía, para poner fin a este libro, ser someti­
do al juicio del lector, en el que siempre (de manera invisible, como inter­
locutor) se ha pensado.

A. M esa r e d o n d a (1981):
« P o s ib il id a d e s y l ím it e s d e la c u l t u r a t é c n ic a » 1

R ó s s l e r : El principio de responsabilidad es una ética para la era técnica,


o en todo caso este libro se puede leer así. ¿Qué, y ésta es la primera pre­
gunta al autor, es lo peculiar de esta era técnica? ¿Qué es lo verdaderamen­
te especial y distintivo en ella, aquello que exige una nueva ética? ¿Por qué
la ética tradicional no basta? ¿qué impide su función o la hace pasada de
moda? O en general: ¿qué es lo nuevo en la nueva era?
La segunda pregunta no puedo esbozarla más que de manera un tanto
vaga. ¿En qué sentido es la «responsabilidad» el concepto que responde a
los retos de la nueva era, y en qué sentido puede ser la «responsabilidad» el

1. Sim posio en el H otel Schloss Fuschl, Austria, 7-10 de m ayo de 1981. Publicado com o
Müglichkeiten und Gremen der technischen K ultur (edición a cargo de D. Rossler y E. Linden-
lonb), Stultgart. Nueva York, Schattauer, 1982 (Sym posia M edica Hoecbst, 17); la «Mesa re­
do nd a con Hans Joñas» se encuentra en las páginas 265-296. E n los extractos ofrecidos aquí to ­
m an la palabra los siguientes participantes: Prof. doctor W. H ennis (ciencias políticas). Prof.
doctor G, Jakobs (derecho penal), R. K au fm an n (periodista), Prof. doctor H. Maier-Leibnitz (fí­
sica), Prof. d o cto rC . R a z im (tecnología de materiales), Prof. doctor G. Rohrm oser (filosofía so­
cial), Prof. doctor D. Rossler (teología), Prof. doctor E. Sam son (jurisprudencia), Prof. doctor
W. W ild (física), Prof. doctor H.-L. W innacker (bioquím ica).
T E CN I C A , M E D I C I N A Y ÉTI CA
176

fu n d am e n to de esa ética que el presente requiere? ¿Qué quiere decirse con


esta responsabilidad, si no se trata de repetir simplemente un concepto tra­
dicio nal? ¿Que, se podría decir también aquí, es lo nuevo en un concepto
contem p oráneo de la responsabilidad? Quizá esias indicaciones le basten
para adoptar una posición.
J o ñ a s : Muchas gracias, sí, me basta y me sobra. Es aproximadamente
todo lo que se puede preguntar al respecto. La pr mera pregunta es algo
mas fácil de responder que la segunda. La primera es: «¿Qué es lo peculiar
de nuestra era o de nuestra civilización?». Hablamos siempre de la civiliza­
ción occidental, que en todo caso desde hace algunos siglos, en su crecien­
te expansión tanto en cuanto a recepción como a repercusiones, comienza
a convertirse en global... pero naturalmente sigue sin ser total, porque sigue
habiendo grandes partes del mundo que no están del todo afectadas por
ella. Pero hoy se puede hablar más que en épocas anteriores de que es la ci­
vilización técnica, una creación del espíritu occidental, en realidad de un
pequeño rincón del mundo, la Europa occidental y central, la que repre­
senta hoy día el destino mundial: en su faceta activa, en lo que los hombres
pueden hacer y de hecho hacen, en lo que sucede de hecho bajo el signo de
esta civilización, y en su faceta pasiva, en el volumen de aquellos que tienen
que sufrir las repercusiones de esta acción, beneficiarse de su bendición o
padecer su maldición. En otras palabras: una peculiaridad de la era técni­
ca es el puro volumen como tal. Esto tiene ciertas consecuencias también
para las consideraciones acerca de qué se puede y debe hacer. De lo que la
técnica produce no sólo son característicos el equipo técnico, los aparatos,
la maquinaria, los medios de intervención en el mundo, sino también los
objetos del poder, es decir, aquello a lo que el poder se puede extender o aque­
llo que el poder puede producir: esto ha añadido a la acción humana provin­
cias enteramente nuevas, que antes ni siquiera estaban en el círculo del
poder humano y en gran parte ni siquiera en el círculo de los deseos huma­
nos. En otras palabras: no sólo las dimensiones del poder humano frente a
la naturaleza y también dentro del mundo humano han aumentado de for­
ma cuantitativamente enorme, también su contenido ha cambiado cualita-
tivamente. Esto se puede ilustrar del modo más sencillo señalando ciertos
actos o proceso.,-, de actividad de la moderna civil 1zación técnica con los que
antes nadie había soñado nunca. Por ejemplo todo el sistema de comunica­
ciones, ei sistema de información e informatización microelectrónica, ha
añadido a la acción humana una dimensión verdaderamente nueva. No bas­
ta con decir que ahora se pueden hacer ciertas cosas mejor o con menos tra­
bajo o más deprisa, sino que se pueden hacer cosas completamente distintas.
Quizá una ilustración aun más eficaz sea aquella de la que esta m aña­
na se habló por vez primera: la manipulación genética mediante operacio­
nes microbiológicas. La biología molecular ha abierto realmente una nueva
dimensión al control humano. Tampoco aquí el asunto es tan sencillo
como que ahora se puedan hacer ciertas cosas mejor y más eficazmente o
en mayor cantidad o con menos trabajo, sino que se trata en parte de co­
sas enteramente distintas. Pero sobre todo su alcance hacia el futuro se ha
prolongado enormemente. A paitir de ciertos procesos iniciados bajo el es-
CONV ERSACIONES P 0 BT J C A S 177

tandartc de nuestra economía técnico-industrial, a h o ra se puede piever—no


exactamente predecir, pero sí prever en su orientación g e n e ra l __que in­
fluirán en su efecto a cadenas enteras de generaciones y que a la conside­
ración de lo que hacemos, a los efectos próximos, que en gran parte cono­
cemos (naturalmente, tampoco nunca por completo, pero sí lo suficiente
como para fundar decisiones acerca de qué se puede y debe hacer o no ha­
cer), se añadirá ahora en muchas de las cosas que acometemos un aspec­
to completamente nuevo, a saber: ¿cómo repercutirá esto acumulativa­
mente en el futuro lejano? Éstas son algunas de las peculiaridades de la
era o de lo nuevo en la nueva era en la que vivimos. La nueva era misma ya
no es tan enormemente joven, ha necesitado su propio tiempo para crecer.
Pero sus períodos de crecimiento fueron bastante inofensivos y provincia­
nos e inocentes en su conocimiento de sí mismos comparados con lo que
hoy se nos viene encima como producLo de nuestra propia acción. Lo que
se nos viene encima es el futuro. Se puede decir, muy en general, que se
trata de un fenómeno del poder, de la magnitud del poder y de las cualida
des del poder, es decir, de a qué se refiere, qué clase de cosas puede hacer
y en qué medida. Ahora, para pasar a la segunda pregunta se puede esta
blecer la sencilla frase —en todo caso yo he partido de ella como una hi­
pótesis de trabajo en mi libro— de que la responsabilidad es una función
del poder. Quien no tiene poder no tiene responsabilidad. Se tiene respon­
sabilidad por lo que se hace. Quien no puede hacer nada, no tiene que res­
ponsabilizarse de nada; en cierto modo se puede decir núes que aquel que
sólo tiene una muy escasa influencia en el mundo está en la feliz situación
de poder tener una buena conciencia. No tiene que estar dispuesto a res­
ponder ante ninguna instancia, ni la de su propia conciencia ni la de la his­
toria universal o el Juicio Final, a la pregunta: «¿Qué has hecho?». Res­
puesta: «Casi nada, porque, ¿quién soy yo?». Esto es válido para la mavoria
de nosotros aún hoy en día. Creo que cada uno de nosotros puede permitir­
se tener una conciencia buena y pura, porque lo que cada uno de nosotros
hace es casi igual a cero en la cuenta global de la inmensa suma de acto­
res, de fuerzas actuantes. Se nos puede eliminar a cada uno de nosotros y
—les ruego me disculpen— creo que ninguno de nosotros puede decir que
eso cambiaría sustancialmente algo en el curso de las cosas. Pero en con­
junto todos actuamos, incluso por mero desgaste, incluso sin hacer nada.
Ya con participar en los frutos de este sistema somos íuerzas causales en
la configuración del mundo y del futuro; y lo que he dicho del ampliado
poder de la gran técnica, es decir, que la humanidad como tal —el «ser hu­
mano» como especie— tiene enorme influencia en el mundo, significa
que todos somos sin que tenga que sei'lo un individuo. Para volver al sen­
cillo principio fundamental: la responsabilidad es conmensurable al po­
der: mensurable por tanto. Pero ademas está codeierminada por las cuali­
dades del poder, por el tipo de cosas que entran en el círculo de la acción
humana y le están sometidas. Y esto determina también la eventual res­
puesta a la pregunta: ¿necesitamos, aparte de la magnitud de nuestras ac
ciones. una nueva ética debido a la novedad de sus objetos y de nuestra si­
tuación por ellos condicionada, o esto es simplemente una magnificación
T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA
178

je lo que siempre ha tenido validez, solo que por así decirlo ahora ha de
ser observado con mayor urgencia?
yo creo que si se plantea el argumento de que nuevas formas de poder
exigen también nuevas normas éticas ello no priva de validez a nada que
siempre haya tenido vigencia ética, por ejemplo en las categorías del amor
al prójimo o de las relaciones interpersonales, en las que la lista de las vie­
jas virtudes ha sido válida y sigue siéndolo: que uno se comporte decente­
mente, honradamente, con justicia, limpieza, sin crueldad, etc. En resu­
men: no habría nada que cambiar ni en la lista de las cuatro «virtudes
cardinales» ni en lo expresado en los diez mandamientos. No se trata pues
de que una ética haya de reemplazar a otra, sino que hay que añadir al catá­
logo de obligaciones y a la forma de las mismas otras nuevas, que nunca
han sido tomadas en consideración porque no ha habido ocasión para ello.
Porque nadie tenía que romperse la cabeza sobre si está permitido o no, si
es deseable o no, por ejemplo, modificar algo en la composición genética
del hombre. No veo cómo podría responder a esto la ética tradicional. En
todo caso, si puede hacerlo es eventualmente con ayuda de la religión, y en­
tonces estamos con toda certeza ante otro planteamiento. De esos nuevos
planteamientos tenemos sin duda un gran número, y por eso es preciso re­
considerar las obligaciones y llegar quizá a que a nuestro catálogo de obli­
gaciones o a las tablas de los mandamientos y prohibiciones haya que aña­
dir otros nuevos sin que ello derogue los antiguos. Es una respuesta muy
provisional, pero me gustaría decir algo mas al respecto. He mencionado
antes que el poder de cada uno de nosotros, es decir, lo que concierne a su
parte en la determinación de las cosas y del destino de su entorno, no ha au­
mentado ni siquiera relativamente. Dada la enorme masificación de la so­
ciedad, casi se puede afirmar lo contrario: quizá el poder del individuo ha
disminuido incluso proporcionalmente. Pero lo que ha crecido sin duda al­
guna es el poder relativo del colectivo, es decir, de los sujetos colectivos de
actuación, como por ejemplo «la industria»: se trata de un cuerpo colectivo
que integra innumerables actantes individuales en su actuación global. Di­
gamos, por ejemplo, Hoechst AG o la industria farmacéutica, la industria
química, pero también la moderna agricultura con sus métodos, el moder­
no urbanismo. A donde quiero ir a parar es a esto: el tipo de obligaciones
que el principio de responsabilidad estimula a descubrir (y ésta es ya la pri­
mera obligación del principio de responsabilidad) es el de la responsabili­
dad de instancias de actuación que ya no son las personas concretas, sino
nuestro edificio político-social, una oscura y vaga palabra, pero que desig­
na algo que se puede concretar más. Esto significa, pues, que la mayoría de
los grandes problemas éticos que plantea la moderna civilización técnica
se han vuelto cosa de la política colectiva. En parte son claros problemas de
supervivencia, pero en parte también problemas mucho más sutiles, porque
la supervivencia de la humanidad no está en cuestión cuando, por ejemplo,
se llevan a cabo experimentos genéticos aislados en personas que numéri­
camente no representan nada para la especie. El tipo de cosas que entran
bajo el control de las nuevas obligaciones a formular, tarcas, no sólo man­
datos, sino también prohibiciones, es un tipo tal que la decisión está más en
C O N V E R S A C IO N E S PÚBLICAS 179

la esfera pública que en Ja privada. En otras palabras: la mayoría de las ve­


ces la pregunta m o r a l que tenemos que plantearnos no es tanto: ¿cómo
guiar m i vida de m a n e r a sensata y decente? (esto seguirá existiendo siem­
pre) cuanto: ¿qué podemos hacer — «nosotros», es decir, todo este gran su-
per-sujeto que actúa como un todo, la actual humanidad técnico-civilizada—
qué podemos hacer para que no se comporte de tal modo que las futuras
posibilidades de seres humanos como nosotros, o como sean en un supues­
to mundo, sean puestas en cuestión de antemano? ¿Para que siga habiendo
estas posibilidades de existencia, en el doble sentido de permitir la supervi­
vencia como tal y de una existencia humanamente digna y sana? Y de esto
se d e sp re n d e ya que en este momento lo apremiante no es la idea de un
gran logro, sino más bien la preocupación de qué hay que preservar y qué
mantener.
W i l d : Estoy de acuerdo con usted en que el concepto de poder tiene una
importancia central, en que el poder ha ganado una dimensión cualitativa­
mente nueva y también en que nuestra responsabilidad es una función de
ese poder. Ahora me parece bastante importante que pensemos si hay lím i­
tes a ese poder, si se pueden prever algún tipo de limitaciones. Que hay cier­
tas limitaciones es algo que como científico me parece evidente, por lo me­
nos desde el punto de vista de nuestras actuales teorías. Por ejemplo, no
podemos enviar ninguna señal con más rapidez que la velocidad de la luz.
Conforme a nuestra comprensión, la velocidad de la luz parece ser un límite
absoluto. Esto tiene notables consecuencias: así, por ejemplo, es muy pro­
bable que siempre estemos solos en el Cosmos, que nunca podamos esta­
blecer una comunicación interestelar. A todas luces, en nuestro sistema so­
lar sólo hay vida en la tierra. Además, la finitud de la velocidad de la luz
limita las posibilidades de nuestros ordenadores. Si queremos desarrollar
un proceso en una fracción de segundo, una señal sólo puede avanzar un
fragmento de un milímetro. Aquí existen a todas luces límites objetivos.
Otro punto es la relación de desenfoque de Heisenberg. También aquí exis­
te un límite objetivo: no podemos desconectar la observación del proceso
mismo, y por eso sólo tenemos la posibilidad de influir sistemas físicos den­
tro de una cierta banda de oscilación. Quizá haya un tercer límite de una
importancia casi tan fundamental, sólo que no lo sabemos con tanta certe­
za. Y es el de que en los sistemas complejos pequeñas causas pueden tener
grandes efectos. Esto se demuestra por ejemplo en el juego de los dados o
en la máquina extractora de las cifras de la loto; la mejor reproducción po­
sible que pudiéramos conseguir llevaría de todas formas a resultados com­
pletamente distintos. Manfred Eigen ha dicho que sin duda hoy creemos
entender qué condiciones previas físicas y químicas tendrían que cumplir­
se para poner en marcha un proceso evolutivo, y creemos entender cómo
en un sistema se pueden producir reproducciones e incluso perfecciona­
mientos sin influencias externas, pero no entendemos en absoluto —por­
que depende de a c o n te c im ie n to s azarosos, imprevisibles y no manipula-
bles— cómo ha sido la marcha concreta de la evolución. Bien podría ser
que los resultados de la tecnología genética converjan en cero, que aquí
haya también un límite objetivo de lo factible dado por la naturaleza.
T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA
180

Un último punto: creo que nuestro poder también tiene un cierto límite
fijado por los puros costes. Si se miran los gastos en inves Ligación y el pro­
ducto interior bruio de la era Kennedy y se extrapolan linealmente sus ten­
dencias, antes del año 2000 todo el producto interior bruto se habna con­
s u m id o en gastos de investigación. En la inediaa en que entramos en
dimensiones cada vez más exóticas aumentan también los medios que te­
nemos que aportar para poder investigar experimentalmenie con éxito.
Esto es muy evidente en la ¡física de partículas elementales y en la asti ot'ísi-
ca, donde los equipamientos resultan extremadamente caros. Por otra par­
te, es completamente seguro que la sociedad, mucho antes de emplear todo
el producto interior bruto en investigación, pondrá un punto final. Creo
pues que hay límites a nuestro poder, y que deberíamos determinar esos lí­
mites con algo más de precisión.
H e n n i s : Me parece enormemente fascinante que el señor Wild, a todas
luces inLentando una cierta desdramarizacion de nuestra situación, remita
como físico a los hmites puestos a los hombres, a las leyes de la naturaleza.
Las leyes de la naturaleza no han impedido que en las últimas décadas el
hombre haya exterminado innumerables especies animales y vegetales.
¿Qué consuelo pueden otrecernos las leyes de la naturaleza para la conser­
vación de nuestra propia especie? Nuestro poder, basado en la aplicación
de las leyes de la naturaleza, es ya hoy tan grande que apretando un par de
botones estamos en condiciones de aniquilar a nuestra especie. Sencilla­
mente. no entiendo cómo se pueden alegar las leyes naturales como con­
sueto tn una situación asi.
W i n n a c k f r : Y o quisiera decir algo más respecto a su planteamiento, se­
ñor Joñas, de qué es lo nuevo en la nueva era. y también respecto a los
ejemplos que ha puesto, y quizá también sobre la tecnología genética y la
cuestión de si sus posibilidades no se sobrevaloran hoy en general. El gran
temor existente se refiere a la modificación del material genético del hom­
bre, la pretendida modificación del pool genético humano. Hay que distin­
guir aquí entre una sencilla corrección de un defecto genético y la correc­
ción (genética) de un defecto, y que sea de tal modo que se transfiera a la
descendencia. Porque primero es conceptualmente difícil, después se ob­
tiene realmente influencia, y solo después entra en juego ese largo brazo,
ese nuevo poder de las ciencias naturales del que se habló ayer. Aquí me
gustaría hacer la reflexión de que algo similar ha ocurrido siempre como
efecto secundario de la medicina. Quizá lo hemos pasado por alto durante
mucho tiempo. Así por ejemplo se expresó ayer que hoy los diabéticos con
una predisposición genética a su enfermedad alcanzan una edad en la que
son capaces de reproducirse. También de este modo se lleva a cabo mani-
pulacic i genética, y con ello se modifica a largo plazo toda la estructura ge­
nética de la población. En este sentido quizá los métodos actuales, que son
más específicos y orientados, estén sobrevalorados.
R o h r m o s e r : Señor Joñas, quisiera plantearle algunas cuestiones de com­
prensión. Las posibilidades de acción técnica de que hoy día disponen los
hombres han crecido de forma inimaginable cuantitativa y cualitativamen­
te. Hay a disposición del hombre un poder como nunca hubo antes. ¿Qué sig­
C O N V E R S A C IO N E S PÚBLICAS 181

nifica poder en este contexto? La expansión de las posibilidades de influir y


modificar está vinculada a lo que usted llama sistema. ¿Quién es el sujeto
concreto al que podría dirigirse? Ha hablado usted de magnitudes colecti­
vas, de política, y por tanto de Estado. Pero, ¿el proceso de posibilidades ex­
pansivas no va acompañado del ejercicio del poder precisamente de una de­
cadencia de la capacidad de actuación de las estructuras institucionales
que lo hacen posible? Finalmente, planteaba usted en este contexto la exi­
gencia de una nueva ética, o más exactamente de la ética en general.
J o ñ a s : En la discusión entre Hennis y Wild, el diálogo planteado en for­
ma de preguntas dirigidas a m í ha dado ya en el fondo una respuesta. Des­
de luego que hay límites dados por la naturaleza. El poder del ser humano
no sólo está limitado por toda una serie de motivos evidentes, sino también
por la vigencia de las leyes de la naturaleza. En cualquier caso, tenemos
asegurado que los árboles no crezcan en el cieio. Pero eso no es motivo para
la tranquilidad, porque hasta que se alcancen esos límites pueden haber
sido largamente rebasados otros, que es de los que se trata realmente y al
respecto de los cuales ya no merece la pena preguntar si mas allá hay lí­
mites que hubieran podido frenar el asunto, suponiendo que hubiera ido
más lejos. Naturalmente, al hacer referencia a la muerte atómica el señor
Hennis ha invocado un caso extremo en el que la cosa, mucho antes de que
se alcance límite natural alguno, podría aniquilarse a sí misma. Pero inclu­
so si dejamos a un lado esta perspectiva dramático-apocalíptica, digamos
que si confiamos en que no ocurrirá, que con una mezcla de cautela, temor
y disuasión mutua no se producirá (y lodos tenemos que esperarlo así), en
la dinámica del progreso de nuestro poder y su choque con todas las con­
diciones y la sustancia de nuestro ser siguen quedando longitudes, tiempos,
dentro de los cuales pueden ocurrir cosas que desde el punto de vista de la
naturaleza sean absolutamente digeribles y supongan poca diferencia, pero
desde el punto de vista del destino humano signifiquen quiza catástrofes o
empeoramientos decisivos. Aun así, la cuestión de los límites de la natura­
leza sigue siendo relevante para la perspectiva humana. En mis propias
consideraciones me he encontrado, al pensar en las posibilidades de la uto­
pía, con la simple consideración de qué podemos esperar de este planeia en
cuanto a abastecimiento de una humanidad muy, muy numerosa, en cons­
tante crecimiento, con todos los bienes vitales que hoy consideramos parte
de una existencia satisfactoria, y de los que el Tercer Mundo debe recibir su
parte. Y en el que todos podríamos vivir no sólo suficientemente, sino en
plenitud. E incluso sin trabajar, dada la creciente exención de los seres hu­
manos de la plaga del trabajo, aquella maldición de los expulsados del Pa­
raíso de tenerse que ganar el pan con el sudoi de su trente. De ello nos li­
bera la máquina, primero del trabajo físico pesado, después incluso del
ligero. La plena automatización crearía pues toda una humanidad de pen­
sionistas del Estado dedicados a consumir, a devorar lo que produce la eco­
nomía automatizada. Entonces se presentan dos limites, y dos límites muy
distintos:
Uno se desprende de la pregunta: ¿es esto físicamente alcanzable, es de­
cir, se le puede exigir «físicamente» al planeta? Y ahora es cuando yo creo
T É C N I C 4 , M E D I C I N A Y ÉTI CA
182

aue lo q u l usted ha dicho, señor Wild, entra realmente en vigor. Probable­


mente hay límites puramente físicos, biologicos, atmosféricos y químicos a
Ti que se puede exigir al agua, al aire, etc. de este planeta, que dirán alto con
mucha antelación y condenarán de antemano a esta visión paradisíaca a
seguir siendo un sueño infantil. Ahora se podría decir: entonces podemos
confiar en esos límites. Pero entonces se añade otra consideración muy dis­
tinta: ¿cuánto sería deseable incluso ae aquello que es alcanzable? ¿Es la as­
piración a ese ideal —hasta donde es realizable— lo correcto, aquello en lo
que debemos emplear nuestras fuerzas sin rn&s reserva, confiando precisa­
mente en que los límites se pondrán por sí mismos? Y en este punto yo ten­
go la convicción de que una determinada imagen —que ahora no vamos a
definir— del hombre y de la dignidad del hombre y de lo que es el conteni­
do de una vida humana que merezca el nombra dt «vida humana» nos pro­
híbe mantener y fomentar este tipo de visión. Pero puede haber opiniones
muy diversas al respecto, y la medida del esfuerzo y el trabajo humano que
es posible y soportable liberar puede ser evaluada de forma muy distinta.
Entonces se plantea una cuestión que ya no tiene nada que ver con los lí­
mites de la naturaleza, a no ser que se m duya en la naturaleza humana, y
es la cuestión, totalmente distinta: ¿qué es conveniente para el hombre? Ésa
ya no es la pregunta: ¿qué se puede hacer eventualmente?, sino: ¿qué se debe
hacer realmente dentro de lo factible? Y ahí tengo que confesar —y supon­
go que muchos tienen parecida sensación— que la mera idea de un ocio ge­
neral, que en principio tiene sus aspectos atractivos —todo el mundo se
puede dedicar a sus aficiones, el uno hace maquetas, el oiro pinta, el terce­
ro compone, el cuarto escribe libros, el de más allá los lee— , que esa visión
en su conjunto conduce a algo totalmente grotesco, a un absurdo. Pero si esto
es así no nace falta ir hasta el estado utópico. Hay que preguntarse: ¿hasta
donde hay que impulsar entonces la automatización? En ultima instancia eso
está en nuestra mano. No poder ios decir simplemente: la cosa está en mar­
cha, no hay nada que hacer, hay que seguir adelante porque lo que no haga­
mos nosotros lo harán otros, por ejemplo los rusos o los chinos; al que no lo
haga lo devorarán los lobos, así qi le estamos obligados a seguir avanzando. Si
decimos eso va hemos capitulado. En última instancia estas cosas son obra
nuestra. Es un puñado de hombres el que trabaja en estos límites, en los pues­
tos de cabeza de las técnicas de automatización e información. Que eso no se
pueda poner bajo control sólo porque hav una dinámica en marcha, que en
pane estamos viendo... de lo que primero deberíamos guardamos es de esa
declaración determinista de renuncia.
Y ahora voy a las preguntas del señor Winnacker y el señor Rohrmoser.
Hay entre estos nuevos tipos de poder y de factibilidad algunos tales como
la manipulación genética de la sustancia humana hereditaria, por ejemplo
mediante recombiración del ADN: esto abre posibilidades completamente
propias, de las que el señor Winnacker decía que en el fondo llevaban pro­
duciéndose todo el tiempo. Ya el arte médico como tal propicia uní. modifi­
cación del pool genético de la población al mantener por ejemplo geno­
tipos que en la selección natural o fuera de una sociedad con estado del
bienestar, altamente desarrollada desde el punto de vista médico., y sin duda
C O N V E R S A C IO N E S PÚBLICAS 183

alguna en condiciones naturales, desaparecerían, y cuya protección y man-


tenin ento tienen pues influencia en la composición genética de la pobla­
ción. Y eso se puede ver como un cambio a largo plazo. Pero hay una dife­
rencia importante entre este tipo de influencia genética sobre el futuro
humano, que resulta sin planificación alguna del principio de la protección
de los individuos, y las modificaciones planificadas del tipo b” mano me­
diante técnicas microbiológicas como la recombinación del ADN, demos­
trables primero en ejemplos concretos experimentales y elegidas conforme
a ciertos criterios de curiosidad o incluso a ciertos intereses pragmáticos de
uso: por ejemplo, para el viaje espacial necesitaríamos quizá un organismo
humano dispuesto de manera algo distinta, con cualidades algo diferentes
de las que la evolución ha producido para la vida en la tierra. Si se empieza
con eso, se pueden por lo menos considerar intervenciones completamente
distintas que no son del mismo tipo que las que usted ha caracterizado.
Aquí se trata de algo que se hará caprichosamente. Nada ni nadie obliga a
hacerlo, tampoco el mandato de mantener vivos y por tanto capaces de re­
producirse a individuos con ciertos defectos hereditarios. Este imperativo,
que deriva de toda nuestra cultura, de que hay que compensar las desven­
tajas de la naturaleza y dar a cada cual su oportunidad en la vida, es un ar­
gumento que no tiene efectos cuando nos entregamos a experimentos ca­
prichosos. En vista de la osadía de ciertos sueños de nuestros pioneros
biológicos, que ya están a la espera con ideas de qué se podría hacer con los
hombres y de lo grandioso que sena que pudiéramos probar, en mi opinión
se desprende para la ética una especie de derecho de veto. Esto no tiene
nada que ver con ei miedo a las consecuencias p<*ra la especie humana en
su conjunto y para su supervivencia, sino que lleva a dimensiones esencia­
les en las que incluso el caso concreto sería una monstruosidad tan grande
como un experimento masivo, y por eso recalco también la noveaad ae
nuestro poder. Esto significa que no sólo cuantitativamente tenemos una
influencia tan grande en el curso de las cosas a escaia planetaria; también
cualitativamente adquirimos posibilidades que podemos y tenemos que m i­
rar con lupa. Y aquí viene la pregunta final del señor Rohrmoser: ¿qué es
poder y quien es su sujeto? Las posibilidades de actuac ión han crecido
enormemente. Este poder hacer es transfoimado en hacer por... sí, ¿por
quién? ¿No está una parte del poder que tenemos basada precisamente, y
caracterizada por ello, en que los órganos del poder propiamente dicho ya
no se conocen? ¿Que este se ejerce en un anonimato que para el individuo
—y para aquellos que plantean consideraciones al respecto— es ya algo así
como un destino, de forma que por así decirlo puede desarrollarse a partir
de él una especie de ciencia determinista si sólo vemos suficientemente cla­
ra la mecánica de cómo seguirán avanzando las cosas? A esto sólo puedo
contraponer lo que tiene que replicar cada uno de nosotros: tua res agitur, y
no sólo tua res agitur, sino también: tu agis, tú también actúas. Este asunto
ha de ser controlado, hay que tomar sus riendas. Es cierto que las institu­
ciones del poder que habría que movilizar ya contra el automatismo de éste
aún no son visibles. Pero si hay algo de visionario o utóp'co en el principio
de responsabilidad es precisamente eso: hacer visibles tales instituciones.
T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA
184

quizá contemplarlas en sus contornos y colaborar en su realización, de for­


ma que se supere esa separación entre un ejercicio del poder que se auto-
rreproduce automáticamente y los verdaderos titulares del poder, que en
última instancia hemos de ser nosotros. Y es cosa de fe o de temperamento
personal el creer que se llegará o no a hacerlo. Si se piensa que no se con­
seguirá se es un pesimista, y si se cree que podemos hacerlo se es un opti­
mista. Pero con independencia de si se es optimista o pesimista: ni siquie­
ra el pesimista puede estar tan seguro de su pesimismo como para decir:
«No hay ni que intentarlo».
W i l d : Sin duda las posibilidades de destrucción, de autociestrucción,
que tenemos son inmensas, y han adoptado una dimensión cualitativa­
mente nueva: la bomba atómica es un ejemplo de esto. Y es segurísimo que
para este brazo enormemente prolongado de que hoy disponemos necesi­
tamos un nuevo tipo de ética que va más allá de lo que nos ha sido legado.
Pero, ¿cuáles podrían ser los componentes de esta nueva ética? Tengo que
decir que en primer término he venido aquí para aprender quizá algo sobre
tales componentes de una nueva ética. Yo mismo opino que un componen­
te podría ser la obligación de hacer con absoluta rectitud estimaciones de
consecuencias paralelas al desarrollo de tecnologías; así por ejemplo en la
tecnología de reactores, tomar las estimaciones de consecuencias tan en se­
rio como las evoluciones mismas de esta tecnología. Éste es un componen­
te que tenemos que insertar en una nueva ética. Y esto implica natural­
mente la limitación de aquello que podemos hacer, de manera inequívoca;
porque tenemos que poder evaluar exactamente que se van a producir éstas
y aquellas consecuencias; pero que con toda probabilidad éstas y estas otras
no se producirán, por lo que podemos dejarlas a un lado en un análisis pro­
visional. Y a ese respecto pienso que de hecho debemos tener siempre en
cuenta las limitaciones de nuestro poder. Si tenemos claros los límites de lo
factible, de lo factible en el marco de las leyes de la naturaleza, podremos
tener menos escrúpulos de lo que hoy es el caso en algunos problemas, qui­
zá también en el de la tecnología genética.
H e n n i s : Lo que acaba de decir el señor Wild se limita a la problemática
cognitiva, es decir, a la pregunta: «¿Qué puedo hacer realmente?». Pero en­
tonces es cuando empieza el problema ético. Sé que puedo hacer esto y
aquello, pero no lo hago. Sólo aquí se plantea la cuestión ética. Evaluar si
el hombre será capaz en el futuro de no hacer lo que podría hacer no me pa­
rece una cuestión de optimismo o pesimismo. Primero tendríamos que
analizar los factores que quizá podrían ayudarnos a no hacer lo que podría­
mos hacer. Toda la ética anterior presuponía esas limitaciones fácticas. ¡La
ética del «corto brazo» bastaba porque el brazo era corto, pero eso estaba
incluido en el razonamiento! Creo que en esta situación tendríamos que
pensar en todo ello de manera apremiante, y volver a traer a nuestra con­
ciencia, lo que quizá podría impedirnos hacer lo que podríamos hacer.
¿Quedan hechos que pongan límites a la autonomía del ser humano si quie­
re seguir siendo humano? En su gran libro, el señor Joñas habla una y otra
vez de la eventual irrenunciabilidad de la religión y el «respeto reverente».
Cuando hayan caído todos los límites externos, heterónomos, me cuesta
C O N V E R S A C IO N E S P Ú B I.IC A S 185

trabajo pensar que la ética, abandonada a sus propias fuerzas, esté en con­
diciones de trazar otros nuevos.
R o h r m o s e r : Se puede discutir el problema de la ética tal como usted,
señor Wild, lo ha hecho. Pero la exigencia de una ética de la prohibición y
de la limitación de lo factible a la medida conveniente para el hombre plan­
tea también cuestiones fundamentales, por filosóficas. ¿Cuáles son los cri­
terios o medidas en función de las cuales puedo decidir lo que es favorable
o conveniente para el hombre? Esta es una pregunta que se tiene que plan­
tear todo aquel que no haya olvidado a Platón. Si no hay consenso en los va­
lores básicos, no quedará más que el interés por la supervivencia. Pero, ¿es
obvio este interés p o r la supervivencia? ¿Puede servir como fundamento
para la ética o requiere a su ve/ un fundamento ético? Esto no suena muy
pragmático a los oídos de los científicos naturales pero tiene una enorme
importancia práctica y política si logramos hacer éticamente resistentes a
la decepción a los hombres. Así pues: ¿podemos desarrollar una ética que
renuncie a la cuestión de la buena vida, movilice al mismo tiempo el inte­
rés por la supervivencia y haga posible el sacrificio sin el que no podremos
sobrevivir? No me parece evidente que sea posible.
Kaufmann: Mi pregunta, y especialmente para el señor Joñas, es ésta:
¿no es cierto que todo lo que ocurre en el ámbito de las ciencias naturales
ocurre públicamente? ¿No es la propia opinión pública una parte del con­
trol del poder? El colectivo delega una de las más difíciles tarcas de la épo­
ca, la investigación científico-natural, en los eruditos concretos o en insti­
tutos. Lo que hace el erudito es conocido y discutido constantemente,
también en sus posibilidades; y yo veo en esto —por lo demás también, por
ejemplo, para la fabricación industrial de recursos que se aplican en perso­
nas— el verdadero control de la época: que los emditos saben entre sí lo
que hace el oiro. y a une de ellos se le tiene que ocurrir que algo podría ser
nocivo y que tendría que advertir frente a determinados desarrollos. Creo
que no es un problema de prescribir «qué se puede hacer, qué no se puede
hacer», sino de la constanie discusión tanto entre los propios eruditos
como entre los eruditos y la opinión pública.
Maier-Leibnjtz: Lo que acaba de decir me ha suscitado muchas pre­
guntas. Señor Joñas, he leído su libro con gran aprobación por mi parte, y
opino también que somos responsables de las futuras generaciones, igual
que los padres son responsables de sus hijos. Me gustaría volver sobre este
punto. De él se deriva la primera pregunta: ¿quién puede ostentar hoy esa
responsabilidad, quién tiene que ostentarla? Después se plantean cuestio­
nes que afectan a la responsabilidad del propio científico. Antes ha dicho
usted, y lo siento, algo que viene a ser como la renuncia a la investigación.
Renuncia a la investigación... Creo que usted se refería, naturalmente, a
una investigación o aplicación de la investigación muy determinada. Usted
dijo: no debemos hacerlo, aunque digamos que entonces los rusos «lo» ha­
rán. Y por ese «lo» he e n te n d id o la investigación. Y con esto hemos llegado
a un terreno terriblemente diiicil, porque la investigación penetra en el
campo de lo d e s c o n o c id o y porque hay razones para creer que necesitamos
la investigación para super arlo todo mejor y sin grandes problemas. Hasta
186 T ÉC N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA

ahí la primera pregunta. La segunda pregunta se refiere a cómo podemos


conseguir algo de lo que pensamos que podría ser bueno para nuestro fu­
turo. Podría haber por ejemplo un movimiento de un sólo hombre... y se­
guro que habría adeptos a ese hombre que dice: ahora tenemos que hacer
algo muy concreto para no gastar las reservas que tenemos en el mundo,
por ejemplo de energía o materias primas, en las próximas dos generacio­
nes, porque con eso estamos robando su existencia a las generaciones que
vengan tras ellas. Y yo me he preguntado: ¿qué puede hacer alguien así y, si
simpatizo con él, qué puedo hacer yo? Puede fundar un club de gentes que
no consuman energía, o consuman poca. Lo he llamado el club 109, porque
cada uno de sus miembros aplaza en un 109 de su vida la catástrofe de la
que hablan, es decir, la desaparición de las materias primas o energías. Esto
representa un segundo, si no recuerdo mal. Si hablamos de países en desa­
rrollo, un 10 l0. No me parece un buen método.
Lo segundo que pueden hacer es multiplicar este efecto intentando ejer­
cer influencia en la política. Y esto lo intentan hoy las minorías con un éxi­
to que no hay que subestimar. Seguro que el retraso que se consigue es su­
perior al 10'9, y puede pues entrar en la magnitud de porcentajes de la vida
de un movimiento así. Tampoco esto es decisivo. Y luego hay una gran difi­
cultad: ¿qué se puede exigir a un político, a un Statcsmanship, para un fu­
turo lejano? Yo estaba presente cuando Helmut Schmidt declaró: Tenemos
que tener la energía atómica porque la acumulación de CO, en la atmósfe­
ra puede conducir a un calentamiento del mundo. Pero si se analiza no era
más que una forma de decir: «Estoy a favor de la energía atómica». No sé si
sabe exactamente que la cuestión aún está en debate, pero sabe muy bien
que el argumento llega en su momento a la opinión pública y que por eso
es útil decir algo así. Luego hay otro camino: la creación de hechos consu­
mados por medio de líneas laterales. Así que tomamos ese movimiento, ex­
traordinariamente simpático, que dice: tenemos que llevar una vida más
tranquila. Tenemos que hacer más confortable el progreso. Estos, natural­
mente, pueden fundar también un club 1O'9, y lo harán. Pero por esta vía
tratarán de crear hechos consumados, es decir, si en algún sitio se constru­
ye una central nuclear, intentarán impedirlo todo el tiempo que puedan o
conseguir que en su lugar se construya una más pequeña, por ejemplo una
central hidroeléctrica. O intentarán crear una ingobernabilidad en alguna
parte; si no ocurre nada, eso también retrasará el progreso. Lo mismo pasa
con ese movimiento tan encantador del small is beautiful, que tiene cierta
difusión. Confieso mi simpatía por ellos, y me alegraría de que una cosa así
fuera más eficaz. Sólo que aún no veo el camino. Y vuelvo a la investiga­
ción: la renuncia a hacer cosas que pueden tener consecuencias para el fu­
turo es una declaración vaga, a menudo demasiado vaga. Creo que en su li­
bro —que también me ha gustado mucho— decía usted que de las cosas que
pueden pasar en el futuro teníamos que prestar especial atención a las
que pueden tener una repercusión negativa. No podemos, por las buenas
repercusiones que esperamos, correr riesgos que puedan conducir a algo
negativo. Ésta es en mi opinión una pauta de actuación de la que un nu­
mero relativamente alto de personas deberla tomar nota. Pero los límites de
C O N V E R S A C IO N E S PÚBLICAS 187
la posible renuncia son tan m últiples y tan estrechos que me siento algo
contuso.
J o ñ a s : Esp e ro que nadie crea que tengo una respuesta para todas estas
preguntas.
J a k o b s : Tengo dos observaciones que hacer a lo expuesto p or el señor
Joñas respecto a la responsabilidad. No sólo existe responsabilidad en tan­
to que determ inadas personas tengan que g a ra n tiza r que no se p ro d u cirá n
determ inados conflictos; la responsabilidad existe más bien cuando a pesar
de eso se produce u n conflicto: entonces la persona com petente se hace res­
ponsable de él.
Ahora bien, el señor Joñas ha dicho que la responsabilidad está relacio­
nada con el poder. Esto se puede formular, yendo más lejos, diciendo que la
responsabilidad está relacionada con la libertad, en el sentido de un mar­
gen libre, un ámbito en el que el responsable decide y otras personas no in­
terfieren. Referido al tema de estas jomadas, esto significa: ¿debe cargar la
propia «técnica» con la responsabilidad de que no haya determinados con­
flictos? Si en caso necesario, cuando de todas formas se produce un conflic­
to, se le quiere cargar con la responsabilidad, hay que darle también el po­
der, el margen de libertad, que corresponde a la responsabilidad. Si es
deseable conceder este poder, este margen de libertad, y si no es preferible
una técnica esencialmente determina'da desde fuera, es algo que aún habría
que decidir.
La segunda observación está relacionada con las dificultades que se deri­
van del hacer-responsable tras un conflicto. La responsabilización tiene que
producirse con una claridad adecuada a la medida del conflicto, de lo contra­
rio es superflua. Un ejemplo trivial: si alguien mata a otra persona, este con­
flicto no se puede despachar con la o b se rv ac ión de que el autor es un gambe­
rro; el autor tiene que ser responsabilizado de manera mucho más fuerte.
Hoy existe el problema de que el poder, que el señor Joñas ha señalado
acertadamente como presupuesto de la responsabilidad, no está deposita­
do en personas concretas, sino en instituciones. Así que no se puede res­
ponsabilizar adecuadamente de un conflicto a personas concretas. Pero
hasta ahora no hay ni siquiera modelos de cómo hacer responsables a las
instituciones y especialmente cómo hacerlo con la fuerza requerida, excep­
ción hecha de las formas, no trasladables, del derecho internacional (güe­
ñ a de represalia). La situación se vuelve aún más difícil si se incluye en ella
que las instituciones posiblemente ya no tienen su forma originaria cuando
se produce el caso conflictivo. Por ejemplo, un Parlamento responsable
sólo estará a mano con otra composición. Aunque la institución esté a
mano, una adecuada reacción se verá impedida porque la institución —al
contrario que una persona concreta responsable— es constitutiva en toda
regla de todo el sistema y es por tanto irrenunciable. En esta situación so­
lamente podemos sacarnos el ojo que nos ha indignado, pero el daño cau­
sado por un acto semejante puede ser mayor que sus beneficios.
En resumen, hay pues un triple problema: no se ha puesto a prueba la
responsabilidad de las instituciones por los conflictos; las instituciones no
suelen ser accesibles tras un conflicto en la forma en que habrían de res-
T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA
188

onsabilizarse de él; finalmente, a pesar de su responsabilidad suelen ser


ftrenunciables.

^ J o ñ a s : Quisiera empezar por la situación jurídica que ha dibujado el se­


ñor Jakobs. Cuando se produce la responsabilizacion por ciertas cosas el
responsable que ha de responder, que debe rendir cuentas, ya no está even­
tualmente ahí. E incluso si se le pudiera nominar, no es una persona o un
sujeto determinado, sino una institución, y en cierto modo se encuentra
uno pedaleando en vacío cuando se habla aquí de responsabilidad. Ahora
bien, he dedicado algún esfuerzo para distinguir entre dos conceptos com­
pletamente distintos de responsabilidad; el concepto puramente lormal,
por asi decirlo jurídico de la responsabilidad: que cada uno es responsable
de lo que hace y se le puede responsabilizar de lo que ha hecho si se le tie­
ne a mano. Esto mismo no es un principio de la acción moral, sino sólo de
la responsabilizacion moral Dosterior por lo hecho. Cuando el sujeto de la
responsabilizacion ya no está ahí, no hay por así decirlo nada que hacer.
Pero hay que distinguir de esto un concepto completamente distinto de la
responsabilidad, el que acabo de ilustrar en particular en la relación padre-
hijo, y es la responsabilidad por lo que hay que hacer: no pues la responsa­
bilidad por los actos cometidos, sino estar obligado por la responsabilidad
a hacer algo, porque se es responsable de una cosa. Pero se es responsable
de la cosa porque la cosa está en el ámbito del propio poder, es decir, de­
pende de la propia acción. Si esta cosa, por ciertas razones que en todo caso
han de ser indicadas, tiene un especial derecho a mi acción o al menos a mi
omisión en el curso de lo que hago, me vuelvo responsable de hacer o no
hacer ciertas cosas en aras de ella. Ahora bien, si tal cosa fuera la supervi­
vencia de la humanidad, y se ha planteado la pregunta: ¿podemos estar tan
seguros del Ínteres de la humanidad en su supervivencia.'', habrá que dis­
tinguir de antemano entre la cuestión de si tal interés existe de facto en los
sujetos y la de si debe existir. ¿Debemos sentirnos responsables por el futu­
ro de la humanidad, por lo que será cuando llevemos mucho, mucho tiem­
po muertos? Y en caso afirmativo: ¿se puede construir este deber sobre una
sensación dada.'' Dejemos a un lado la delicadísima cuestión de lo que se
debe o no hacer. Yo creo en todo caso —y he hecho el intento correspon­
diente de sentar una especie de fundamento teórico para ello con los des­
validos medios que ofrece el actual filosofar, que ha abjurado de la metafí­
sica— que la humanidad, y por tanto cada miembro de la humanidad, cada
individuo concreto, tiene de hecho una obligación trascendente o metafísi­
ca de que también en el futuro haya en la fierra hombres, encarnaciones de
este género humano —y en condiciones de existir—, que aún permitan ha­
cer realidad la idea de) ser humano. Pero dejémoslo a un lado, es un Terre­
no en el que yo mismo no tengo de mi parte actualmente a mis colegas fi­
lósofos y aún menos puedo esperar convencer a científicos positivos de que
se puede construir un argumento semejante. El creyente, quiero decir,
aquel para el que, por ejemplo, significa algo que Dios creaia el cielo y la
tierra y dijera de la Creación al sexto día: «Es buena» y con ello confirmara
lo que había creado, lo que incluye la creación del hombre corno un espe­
C O N V E R S A C I O N E S PÚBLICAS 189

cial punto final de la Creación... para este creyente, decía, la respuesta es fácil,
su fe le dice que sería un grave pecado contra el orden de la Creación ser,
por ejemplo, curresponsable de que esta «imagen de Dios» (se le llame
como se quiera) desaparezca o sea menoscabada, amputada, desgarrada, se
convierta en una caricatura de sí misma. Considero posibíc que también
desde el punto de vista estrictamente filosófico —cuando la filosofía se
haya liberado del pensamiento puramente analítico-positivista— se pueda
desarrollar un argumento que vaya en una dirección similar. Pero, como
hemos dicho, quizá esto sea música futurista. Aún así, podemos decir algo
respecto a si existe tal sentimiento de responsabilidad con el futuro, si se
constata un interés de este tipo como hecho de la existencia humana sobre
el que se pudiera construir. Bien, para establecerlo quizá sea bueno hacer
un cierto experimento intelectual. Supongamos que la reproducción hu­
mana trabajara como en ciertas especies de insectos en las que siempre
existe una población de la misma edad, es decir que simultáneo = contem­
poráneo, cada generación existe por sí misma, no se solapa con ninguna
otra, ninguno de sus miembr os tiene al próximo como contemporáneo. Na­
cen en primavera, tienen su margen de vida durante el verano, ponen sus
huevos, y en la próxima estación todo empieza de nuevo. Supongamos aue
la humanidad estuviera formada por personas de la misma edad... y enton­
ces se produce una cesura, y entonces viene la próxima generación, de la
que no sabemos absolutamente nada. Sólo sabemos que habrá una. Pode­
mos dejarle ciertos documentos para ilustrarla sobre lo que pensábamos.
Pero la vinculación no está más que en que nosotros, los antepasados, la
hemos engendrado, y no hay solaDamiento. Entonces se podr ía preguntar
seriamente: ¿se puede contar, en el hombre pensante, si no está condicio­
nado por el puro instinto, con que tendrá un interés abrumador en que
haya esta próxima generación? La medida de ello sería que sacrificio está
dispuesto a hacer a cambio. Y entonces tenemos la famosa frase cínica, no
sé si se conoce aquí, en inglés dice: What has the future ever done for me?
(¿Qué ha hecho el futuro por mí?). Como todas las obligaciones de actuar
son recíprocas, una especie de do ut des, no veo por qué tengo que sacrifi­
carme para que el año o el siglo que viene haya el mismo tipo de escara­
bajo que yo soy. Pero de hecho las cosas son muy distintas. La humanidad
no consiste en personas de la misma edad, sino en cada momento en
miembros de todas las edades, todas las edades están representadas, están
todas al tiempo en este instante, desde el anciano balbuceante hasta el chi­
llón recién nacido. Esto significa que en cada momento tenemos ya una
parte del futuro ahí y una parte del futuro con nosotros (¡así que ya ha he­
cho algo por mí!). No sé cómo se plantearía todo el concepto y el hecho de
la responsabilidad como experiencia de la responsabilidad si no hubiera
esta relación padre-hijo o generacional en la que de hecho se nos ha im ­
puesto el deber de proteger a la generación venidera y prepararla para ocu­
par nuestro lugar. Creo, pues, que la cuestión del interés por la superviven­
cia de la humanidad no tiene por qué empezar con la pregunta: ¿está
realmente interesado todo el mundo en que siga habiendo seres humanos
dentro de mil años? Cada uno de nosotros (exceptuando siempre las excep­
T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA
190

ciones) tiene: normalmente una vaga idea de que el futuro ya está perma­
n e n t e m c o n nosotros, ya vive con nosotros, crece lentamente, y de que
e n t e

la c o n t in u id a d de la existencia humana se expresa ya en la presencia de re­


p rese ntantes de todas las edades en cada presente humano. E n eso tengo de
h e c h o cierta esperanza, en eso se basa en parte mi confianza de que la ape­
lación a un sentido de la responsabilidad para con el futuro no caiga en el
vacío, sino en algo muy concreto, que se muestra en la simple protección
con que la madre toma en sus brazos al recién nacido y el padre les acom­
paña. Creo que en esto se manifiesta algo en lo que por así decirlo el orden
de la Creación nos ha quitado una parte de la motivación ética y también
de la carga especulativa, a saber: fundamentar por qué hay que responsabi­
lizarse del futuro. Algo de esto está continuamente activo, y sin ello proba­
blemente no tendríamos gran parte de la preocupación que tanto nos ocu­
pa y quizá quita el sueño a alguno. Porque si en la hora de la muerte
realmente se acabara todo con cada individuo, cada uno podría sencilla­
mente: a) aceptarla para sí y b) multiplicado por algunos miles de millones
—tantos como personas hay— extenderlo a los actualmente vivos. Y esto
significaría el final de toda vida. Pero nadie que esté inmerso en el proceso
en el que ve crecer a los niños y tiene algo que hacer al respecto querrá re­
almente que tal fantasía se haga realidad. E s to es para m í una razón para
suponer que incluso sin la prueba de que el hombre tiene una obligación
trascendente de seguir en la tierra (como especie, como género), de esta vi­
vencia cardinal de la «no simultaneidad» de la contemporaneidad humana
sobre la tierra se desprende por así decirlo por sí misma una continuidad y
un impulso de continuidad en el que ya está incluida la responsabilidad
sentida.
S a m s o n : Me gustaría plantearle la pregunta de cómo decidir éticamen­
te en el siguiente caso extremo: sentado el valor de que la pervivencia de la
especie sólo podrá mantenerse si esta pervivencia, la pura existencia física,
es posible a un nivel fuertemente reducido. ¿Podría estar permitida en una
situación así la postura que dice: yo no acepto la aniquilación, pero sí la
amenaza a la pervivencia de la especie, en aras de otros determinados valo­
res? Como tales valores se podría pensar en la cultura tecnológica, la civili­
zación, la libertad del pensamiento. ¿Hay que calificar de no ético que al­
guien diga que la reglamentación del pensamiento, de la investigación, del
libre trato con la naturaleza le resulta más objetable que el riesgo de exis­
tencia física de la especie? ¿Es ésta una postura posible, o es no ética desde
su mismo origen?
[■••]
R a z i m : Debo decir que también yo estoy muy impresionado por lo que
acaba de exponer usted, señor Joñas. Sólo que no puedo seguir el camino
que usted-ha recorrido para llegar hasta aquí sin hacer una objeción o al
menos plantear una pregunta. Es la siguiente: ha expuesto de forma clara y
penetrante que el poder hoy en día corresponde menos, o no corresponde
en absoluto, al individuo, sino más bien al colectivo. Ha elegido conceptos
como «comunidad», «la farmacia», y otros, y después ha dado un salto y ha
dirigido su apelación al individuo. Yo veo aquí una dificultad, casi diría que
C O N V E R S A C IO N E S PÚBLICAS 191

un callejón sin salida. Ha reconocido usted que el poder es un monstruo,


pero ha hecho la propuesta de que el individuo se apoye en él.
Cuando miro a esta mesa redonda, parto de la base de que de hecho
aquí sólo se sientan individuos, estoy convencido de ello, de que en relación
a la cuestión que llevamos discutiendo aquí dos días y medio sin duda al­
guna no se puede hablar de un colectivo. Por eso tengo dificultades cuando
me pregunto: ¿cómo va a ser posible querer influir desde ia reacción indi­
vidual sobre el monstruo de la masa, del colectivo?
J o ñ a s : Puedo intentar responder a eso en pocas palabras. Quizá me lleve
a entrar en otros dos o tres puntos. El monstruo o, como decía Hobbes, el
Leviatán, es decir, el colectivo organizado, es una realidad innegable. Man­
tengo enteramente lo que he dicho: que las acciones sobre cuyo control nos
rompemos la cabeza parten esencialmente de ese Leviatán y no de los indi­
viduos. Pero aún así no se debe perder de vista que ese Leviatán está com­
puesto por todos nosotros, y que cada uno de nosotros despliega de uno u
otro modo su propia acción en formas institucionales. Creo que es muy raro
que hoy en día alguien no sea más que persona privada. En muchas accio­
nes, por lo menos en los momentos en que se emite el voto, pero también en
muchos otros contextos vitales mucho más continuados, se es miembro
de colectivos institucionalizados, y en modo alguno existe una absoluta dico­
tomía. El Leviatán no es simplemente un monstruo que está ahí, mientras
nosotros estamos al otro lado y vemos cómo se comporta, sino que nosotros
mismos somos factores suyos. Y entonces hay dos problemas. El uno es la
maximización de la posible influencia del criterio correcto, que siempre está
presente en los individuos, sobre la reacción de este organismo colosal del
que parten los actos de poder. Y el otro problema es ver que este abrirse paso
de la voluntad y de los deseos del individuo que está en los puestos clave del
poder recaiga en el individuo correcto, y no en el equivocado.

En otras palabras: surge la cuestión de las élites de poder y como han


de ser educadas para que puedan guiar correctamente este monstruo o Le­
viatán o, dicho de manera simple y neutral, el colectivo. Es decir, hay que
empezar por que estén animadas por el criterio correcto y la buena volun­
tad. Así que volvemos al viejo problema de Platón respecto a quién ejerce el
poder en el Estado. Y su solución utópica se mantiene como regulador, a pe­
sar del utopismo que el propio Platón admitía. El lo expresaba así: si los fi­
lósofos fueran reyes o los reyes filósofos, quizá se pudiera confiar en que se
guiara correctamente la colectividad. Pero el hecho de que tales élites sur­
jan y empiecen por ser el tipo correcto de élites, es decir, no simples polit-
burús que lleguen a esas posiciones clave a través de un mecanismo de po­
der, sino seleccionadas por cualificaciones en las que la calidad del criterio
represente un papel, es uno de los problemas de la política, problema que
tiene que abordar muy, muy en serio e incluso sin miedo a un eventual me­
noscabo de los métodos democrático-parlamentarios puramente igualita­
rios. No tengo absolutamente ninguna respuesta a la pregunta de cómo se
podría hacer. Pero una cosa está clara: que la división entre el individuo y
las grandes o r g a n iz a c io n e s de masas e n modo alguno significa que el in d i­
té c n ic a, m e d ic in a y ética
192

viduo no pueda alcanzar una influencia enorme. A veces demasiada, quizá


con decisiones fatales y erróneas. En otras palabras: en ultima instancia el
camino hacia la salvación, o digamos por lo menos hacia la seguridad rela­
tiva, el aseguramiento de nuestro futuro, pasa por el individuo. Y no veo
contradicción, o en todo caso enormes cuestiones y dificultades, en ver
como se podría organizar eso. Pero diré una cosa más: encuentro muy
atractivo el ejemplo del «diluvio». Veamos el texto un momento. Primero
dice Dios, según el texto, que se arrepiente de haber creado a los hombres.
Dios se arrepiente de haber creado a los hombres, porque ve las maldades
que comete sobre la tierra. Y decretó el diluvio, etc., y después dice Dios, y
esto precede justo al arco iris, a la nueva alianza con Noé: «Los deseos del
C o r a z ó n humano, desde la adolescencia, tienden al mal». Hay que confor­
marse con eso, y con ello tiene que persistir el mundo. Hay que hacer lo me­
jor que se pueda. Y en esta nueva alianza Dios promete: «No volveré ya más
a maldecir la tierra por el hombre». Es decir, Dios mismo ha aceptado un
objetivo más modesto que el del hombre perfecto, y creo que también no­
sotros tenemos que aceptarlo. Y esto significa para la ética por la que me
esfuerzo, de la que en modo alguno digo que la poseo, sino sólo que traba­
jo en dirección a ella, un cierto rechazo de la ética de la perfectibilidad, que
de alguna manera tiene sus especiales riesgos en las actuales relaciones de
poder del hombre y puede conducirlo a lo que durante un momento antes
del diluvio Dios mismo puso en vigor: Fiat justitia et pereat mundus. Una
ética del temor a nuestro propio poder sería en vez de esto más bien una éti­
ca de la modestia, de una cierta modestia. Ésta me parece una de las ense­
ñanzas que quiza se puedan sacar de este ejemplo del diluvio. Naturalmen­
te, l a palabra «modestia» no inspira. «El hombre perfecto» o « e l hombre
nuevo» sí que inspiran, y han llevado a las personas a una entrega absolu­
tamente extraordinaria y al m a y o r sacrifìcio propio, mientras que es m u y
difícil despertar entusiasmo por un objetivo de humildad que incluye y a la
falibilidad y los límites del ser humano. Y aun así, ésta es una posibilidad
de ser adultos surgida de la cuasi utópica, peligrosa plenitud del poder de
la humanidad actual: que quizá renunciemos a ciertos sueños del «bien su­
premo», del supremo bien realizable sobre la tierra, nos libremos de ellos y
apostemos por lo alcanzable para el hombre falible. Esto presupone en
todo caso — no sé quién h a planteado el asunto, en todo caso estoy total­
mente de acuerdo— que hay que comprender en lo más íntimo que el hom­
bre merece la pena tal comoes, no como podría ser conforme a una concep­
ción ideal libre de escorias, sino que merece la pena continuar con el
constante experimento humano. Esto no es demostrable. Pero creo que ten­
dría que subyacer, como una especie de premisa, a Lodos los esfuerzos que
aun dejan mucho margen para la mejora del destino humano y también
para la mejora del hombre, sin que nadie espere que se pueda alcanzar la
absoluta justicia, l a absoluta i g u a l d a d , la parte igual de todos los miembros
de la íamilia h u m a n a en la felicidad, pero no sólo en la felicidad, sino tam­
bién en la posible perfección del hombre, la elevación de sus miras, la pro­
fundidad de su experiencia... que todo esto es alcanzable al mismo tiempo
y de forma permanente.
C O N V E R S A C IO N E S PÚBLICAS 193

En lo que concierne a la novedad de la ética que daría respuesta a la no­


vedad de nuestros actos, el señor Schwan ha lanzado aquí, con razón, la
pregunta: ¿no nos bastaría con la vieja ética, si nos la tomáramos en serio?
Quizá, pero no estoy del todo seguro de si bastará con apelar a las catego­
rías del juego limpio, de la justicia y de la bondad, del amor, del compro­
miso, del respeto, etc., sino que creo que probablemente se necesite algo
más, que naturalmente contenga ya en su germen todos esos conceptos, a
saber: que además de para con los congéneres se tienen obligaciones para
con la humanidad. Y entonces podría ser que se planteen tales alternativas
como las suscitadas por el señor Samson: ¿qué ocurriría si la supervivencia
de la humanidad sólo fuera posible en condiciones que violen en lo más
sensible los derechos o incluso la dignidad del ser humano? No tengo claro
si dentro de la ética que conocemos hay prescripciones que den respuesta a
esta cuestión. No es en modo alguno un asunto artificial y lejano, un asun­
to ideado. El ejemplo clásico en la ética tradicional es la situación del bote
salvavidas. Creo que todo el que se dedique a la casuística ética, es decir a
la filosofía moral, ha topado ya con él. ¿Qué pasa cuando en un bote salva­
vidas que sólo tiene capacidad para x personas no queda sitio para otras
que aún están en el agua y que tienen el mismo derecho a salvar su vida? Si
se les acoge a bordo, el bote se hundirá. Así que no queda más remedio que
rechazarlas. En nuestra situación actual, la respuesta sólo puede ser: ¡No
podemos permitir que la humanidad llegue a una situación de bote salvavi­
das! Si se llega a ella, dejarán de regir toda una serie de determinaciones
morales que nos parecen obvias. Recuerdo un caso espantoso, que se co­
noció también aquí en Europa, en el que en una cordillera de alta montaña
—creo que en Chile— un avión sufrió un accidente y un grupo de personas
quedó aislado entre los hielos durante semanas y llegó finalmente al cani­
balismo. Creo que incluso desde el lado católico se les otorgó posterior­
mente la absolución. No se puede crear una moral para situaciones extre­
mas. Sólo se puede, en todo caso desde principios éticos muy fundamentales,
convertir en suprema obligación que la humanidad nunca llegue a una si­
tuación de bote salvavidas que, al contrario que en los casos del barco o el
avión, no sería consecuencia de un accidente repentino, sino de un largo
proceso de acción propia. Con esto confieso en todo caso cierto desvali­
miento, un desvalimiento ante las situaciones extremas que eventualmen­
te podrían sernos deparadas. Pase lo que pase, no se puede preguntar a na­
die qué debe o puede ocurrir. No debemos llegar a ello; sí se puede para eso
hacer algo, v ha de ser hecho hoy, mañana y una y otra vez.

B. E n t r e v is t a (1 9 8 1 ):
«¿ E n ca so de d u d a , a fa v o r de la lib e r ta d ? » 2

R e d a c c ió n : Desde su último libro, El principio de responsabilidad,


aboga
usted por una ética de la responsabilidad; y desde la Segunda Guerra M un­

2 Nachrichten aus Cheniie, Technik u n d Laboratorium . 29 (1981), n“ 1, págs. 434-439.


TÉCNICA, M E D I C I N A Y É TI CA
194

d ia l l a r e s p o n s a b ilid a d s e h a c o n v e r t i d o e n u n t é r m i n o m u y p o p u l a r entre
lo s c ie n tífic o s n a t u r a l e s . L a é t i c a e s p r o p i a m e n t e u n a c i e n c i a a t e m p o r a l .
■Hasta q u é p u n t o lo s a c o n t e c i m i e n t o s e s p e c í f ic o s d e l s i g l o x x h a n re p re ­
se n ta d o u n p a p e l e n q u e u s t e d a b o r d e e s te c o n c e p to p r e c i s a m e n t e a h o r a ?
¿ S e h a d e ja d o el f iló s o f o d ic t a r e l t e m a p o r la s p r e s io n e s f á c t ic a s ?
J o ñ a s : Decididamente sí. La evolución del poder humano ha planteado
a la ética tareas enteramente nuevas y le ha proporcionado objetos comple­
tamente nuevos a los que dedicarse. ¿A qué se dedica la ética? Puede decir­
se que a regular nuestra actuación. Nuestra acción es una función de nues­
tro poder, de aquello que podemos
hacer. A partir de su enorme desarrollo
con ayuda de la ciencia, la técnica ha llevado al hombre moderno a una am ­
pliación del ámbito de las capacidades humanas. El hombre hacer puede
muchísimo más, en sentido positivo y negativo, de lo que nunca pudo. El
campo de influencia de su actuación se extiende por todo el globo terrá­
queo, tiene quizá importancia para futuras generaciones. Puede modificar
de forma decisiva, y eventualmente dañar, el estado de la tierra, de la vida
en la tierra, del hombre, de la atmósfera. Antes incluso de entrar en cues­
tiones concretas y decidir qué es útil, qué nocivo, qué es deseable e indesea­
ble, queda claro que se abren dimensiones de la responsabilidad que antes
no se daban en absoluto. Antes el hombre, y también el ético, no tenia que
romperse la cabeza por muchas cosas porque ni siquiera estaban dentro del
ámbito de la capacidad humana. Piense usted por ejemplo en el campo de
la manipulación genética: como antes no la había, no había ni que pensar
en la ética de una modificación de las cualidades hereditarias humanas me­
diante intervención artificial ■ —en inglés se dice, y es muy bonito, genetic
engineering, «ingeniería genética»— , ergo
quizá ni siquiera existan las cate­
gorías éticas con las que valorar una cosa así. Y esto vale para muchas oirás
cosas, por ejemplo también para un campo que sólo indirectamente tiene
que ver con el biológico: la creciente automatización aleja cada vez más al
hombre de los procesos de trabajo que hasta ahora habían salisfecho su ne­
cesidad de actividad, habían estructurado su vida y le habían dado un con­
tenido, y que naturalmente también representaban ciertas coacciones. Aho­
ra hay que imaginarse una sociedad del ocio eventualmente traída por una
automatización que vaya muy lejos. En la antigua ética de la virtud el tra­
bajo era naturalmente una virtud, y la pereza un vicio. Pero no se plantea­
ba la cuestión de qué se le hace al ser humano cuando se le permite o in­
cluso obliga a estar inactivo o tener que inventarse actividades para tener
algo que hacer. Así que a todas luces la evolución de la técnica en este siglo
ha marcado nuevas tareas a la ética. Ésta es de hecho una situación ente­
ramente nueva para la humanidad, que plantea a la ética —y dicho sea de
paso también a la psicología y la antropología— cuestiones enteramente
nuevas y muy serias.
R e d a c c ió n : ¿Vale esto solamente para la técnica y la investigación apli­
cadas o surgen tales problemas ya en la investigación básica?
J o m a s : Lo que he dicho hasta ahora se refiere a la aplicación de los co­
nocimientos científicos, su transformación en posibilidades de poder hu­
mano, en capacidad humana. La experiencia habida hasta la fecha muestra
C O N V E R S A C IO N E S PÚBLICAS 195

que parece casi una ley forzosa el que todo lo que se puede hacer se hace, que
los objetivos en los que antes ni siquiera se había pensado se transforman de
pronto en necesidades vitales extraordinariamente fuertes en cuanto se
da la posibilidad de llevarlos a cabo. Antes la gente podía vivir muy feliz sin
televisión; hoy ya no pueden hacerlo, y no porque se haya trabajado en con­
seguirla a partir de una fuerte necesidad. No: cuando se desarrolló la capa­
cidad se desarrolló una especie de necesidad —por razones comerciales,
pero no sólo por ellas— de llevarla a la práctica. Con ello se crearon formas
de vida y costumbres enteramente nuevas. Por tanto, cuando se sabe que el
conocimiento conduce a la capacidad y la capacidad a la acción y esta acción
a un tener que hacer, y cuando se prevé que ciertas consecuencias de esta
cadena son ominosas, se plantea la cuestión de donde habría que parar. Su
pregunta era si esto se debería hacer ya en la fuente, en la investigación bá­
sica. Naturalmente, ahí es donde la resistencia es mayor.
R e d a c c ió n : Normalmente dentro de las ciencias naturales hay una ética
propia, marcada por conceptos como veracidad, seriedad metodológica,
quizá también comunicación abierta. Ahí el científico natural pone punto
final. Todo lo que sobrepasa esto es su vida privada y ya no tiene nada que
ver con su profesión.
J o ñ a s : Sí, y se dice que los cientíñcos no son responsables de lo que
otros hacen con los resultados de su investigación. Si la investigación fuera
en realidad puramente contemplativa, puramente intelectual, este punto de
vista se podría defender en su caso. Incluso entonces sería problemático,
pero aún así se podría defender. Pero de hecho la investigación básica ya es
en gran medida una acción. Piénsese en los enormes equipamientos que se
aportan para ella, y en la colaboración de la sociedad en ellos. Piense usted
simplemente en un ciclotrón. Ningún investigador aislado puede hacer in­
vestigación nuclear en su cuarto de estudio, sino que esta investigación es
ya una empresa en la que también se crea o al menos se prepara la tecno­
logía que lleva de lo puramente teórico y gnoseológico a la acción. Es decir,
que la acción es ya en sí misma una parte de la moderna investigación. No
es así como Aristóteles veía la naturaleza, ni tampoco Copérnico y Kepler,
que contemplaban el universo y la marcha de las estrellas, en la que no po­
dían interferir, y que sólo querían conocer. Hoy, todo conocimiento y pene­
tración en los secretos de la naturaleza es ya una manipulación de la natu­
raleza. Hay pues que decir al investigador básico que siempre hace algo. A
esto se puede objetar que esta acción ocurre en un ámbito delimitado, en
un laboratorio, en un equipamiento científico, y que sólo se trata del au­
mento del saber y del conocimiento. Pero una vez que se han invertido m i­
llones y miles de millones en estos procesos de investigación no se puede
esperar que aquellos que los han hecho posibles, es decir, en última instan­
cia los contribuyentes, se conformen con que todo sirva tan sólo para satis­
facer el ansia de saber y de conocer del científico. Siempre se preguntará:
¿qué se puede hacer con esto? ¿Qué saldrá de ello? Es algo plenamente jus­
tificado, al fin y al cabo todos lo hemos pagado de nuestro bolsillo. Aun asi,
mi respuesta seguiría siendo que el proceso de conocimiento como tal debe
seguir adelante hasta que la obtención de conocimientos exija que la cosa
T É C N I C A , M E D I C I N A Y ÉTICA
196

se aplique a *a Práctica en tQd ° su alcance. I.os investigadores atómicos son


un ejem plo excelente. Lo descubierto por Otto Hahn condujo a ciertas afir­
m aciones acerca de que el átomo se podía fisionar y eso liberaba energía.
P e ro lo que sabemos hoy, y va mucho más lejos, sólo se ha obtenido al pro­
bar realmente la cosa en toda su furia, ya sea en Hiroshima o en algún lu­
gar del desierto. Esto también es conocimiento: saber cómo el organismo
humano y otros organismos reaccionan de inmediato o —si sobreviven—
en una o dos generaciones a la influencia de la radiación. Hay que decir que
sería mucho mejor que no tuviéramos estos conocimientos si sólo se podían
adquirir a ese precio. Es realmente difícil decidir si se deben detener hoy
ciertos tipos de investigación básica. Me inclino a decir que no, si se pue­
den establecer medidas de seguridad que impidan que los resultados de la
investigación se vean arrastrados por intereses totalmente distintos —m ili­
tares, políticos, económicos— a la esfera práctica, que los convertiría en­
tonces en destino general. Pero no se puede establecer con seguridad, me­
diante una proposición general, dónde está el límite.
R e d a c c ió n : Sin duda la cuestión de la pronosticabilidad es difícil, pero
decisiva. En los casos de Otto Hahn, Strassmann y Meitner, se puede decir
que la evolución no llegó al pecado original. En una visita a Estocolmo a prin­
cipios de los años cuarenta Otto Hahn declaró: «Nos hemos cuidado de que
los árboles no crezcan demasiado». Es una cita literal. Durante ese período,
en los Estados Unidos ya se impulsaba con mucha fuerza el desarrollo de la
bomba atómica. Pero en las prácticas de la ingeniería genética se puede pro­
nosticar ya hoy que podrían conducir a desarrollos que ninguno de nosotros
quiere. Quizá se pueda aprender de la historia que en algunos puntos decisi­
vos hay encarrilamientos que se pueden adivinar lo bastante a tiempo.
J o ñ a s : Estoy de acuerdo con usted. También yo lo creo. Se puede espe­
cialmente cuando la investigación no está impulsada por intereses teóricos
últimos, sino que interviene un cierto afán de juego. No hay duda de que a
la hora de probar todas las recombinaciones posibles del ADN no sólo se
trata de acrecentar el saber y de entender mejor la vida, sino que también
está en juego la pulsión o el gusto por probar las posibilidades. Las posibi­
lidades de combinación que hay son enormemente atractivas: vamos a ver
qué sale de ahí. Yo ya no considero esto una auténtica empresa teórica. Veo
en ello una especie de sentimiento diabólico-fáustico que conjuga Fausto y
Mefisto: la Creación entera a nuestro alcance. Todo está permitido... o en
lodo caso podemos probarlo todo. Sólo que algunas experiencias de este si­
glo han enturbiado un tanto la buena conciencia de la mera aspiración
fáustica. Yo también opino que hay puntos en los que hay que decir hasta
aquí y no más allá. No hay ningún auténtico interés científico legítimo en
seguir adelante en este punto.
R e d a c c ió n : ¿Con cuánta exactitud se pueden indicar estos límites?
J o ñ a s : Con ninguna exactitud. En lo que respecta a la clonación, se me
ha preguntado si hay reparos éticos a llevarla a cabo en animales. Yo no veo
especiales reparos éticos, pero puedo imaginar que los protectores de los
animales sientan un escalofrío al pensarlo. Para los animales la reproduc­
ción sexual está en cierto modo prevista por la naturaleza, y crear duplica­
C O N V E R S A C I O N E S PÚBLICAS 197

dos no sexuales de animales concretos es en sí mismo una intervención que


no se justifica en el orden de la Creación o en el derecho autónomo del ani­
mal a reproducirse a su modo. Ya que es cuestionable que los animales sean
seres personales, es difícil responder a la pregunta de si un animal resulta
dañado porque haya un duplicado de otro individuo ya existente. Habría
que empezar a hablar del alma de los animales, y ahí se aventura uno en te­
rritorios muy oscuros. Pero en los hombres se puede decir de manera evi­
dente: un hombre clonado de un individuo ya existente ha visto vulnerado
sus derechos existenciales fundamentales, concretamente el derecho a no
saber de sí mismo, sino encontrarse, abrirse su propio camino, probar sus
posibilidades y sorprenderse a sí mismo, etc., en vez de saberse copia de un
ser que ya ha vivido, en el que han sido ya demostradas todas las posibilida­
des. Aquí se puede decir con absoluta evidencia —con independencia de si
se hace una o cien veces, de si es socialmente relevante para la población o
para el caso concreto— que ya en el caso concreto es un crimen injustifica­
ble contra un derecho existencial básico del individuo. Hay un pasaje del
Talmud que dice: «Un hombre acuña muchas monedas de una forma, y to­
das son iguales entre sí; pero el rey que es re> sobre todos los reyes, ha acu­
ñado a cada hombre en la forma del primer hombre, y sin embargo ningu­
no es igual a su prójimo». Ahí está expresado que es un privilegio especial
del hombre que cada uno sea su propia personalidad y no una repetida. Na­
turalmente que hay gemelos monoovulares que son en cierto modo idénti­
cos, lo que sin duda tiene sus problemas, pero normalmente nadie es res­
ponsable de ello. Recientemente en todo caso el asunto parece haber sido
estimulado por el empleo de ciertas drogas fertilizantes, y ahí hay ya una
responsabilidad que quizá habría que evitar. Pero en cualquier caso, incluso
en un juego así de la naturaleza que produce gemelos y trillizos, las personas
viven simultáneamente. Ninguna precede a la otra, ninguna le ha quitado
por así decirlo de antemano a la otra lo que podría ser. El genotipo produci­
do sexualmente es en cada caso un novum del que nadie sabe: ni su propie­
tario, el portador del genotipo, ni el entorno. Nadie sabe y todo tiene que
producirse, incluso en los gemelos, incluso en los trillizos. Pero en los clones
seria distinto... y aquí tenemos una aplicación de la reflexión ética a una po­
sible tecnología, e incluso de antemano, antes de que la tecnología haya lle­
gado. Quizá no llegue a hacerse realidad. La cuestión es si se logrará revocar
la inactivación de los genes en las células especializadas para hacer posible
algo así en personas adultas. Ya se ha conseguido en anfibios, en ranas. Con
ratones se han hecho experimentos, pero en ellos se han utilizado células de
embriones y no de un ratón adulto. La cuestión es: ¿se debe seguir experi­
mentando? En mi opinión, esto ya no corresponde a la investigación básica.
R e d a c c ió n : Se fundamentan los experimentos en que de este modo se
pueden estudiar de forma óptima determinados procesos de diferenciación
celular que hasta ahora sólo se podían estudiar muy mal o no se podían es­
tudiar en absoluto.
J o ñ a s : Bueno, siempre hay una superestructura teórica.
R e d a c c ió n : Quizá podríamos ir ahora a algo más fundamental: lo que
usted decía antes de la libertad de poder hacerlo todo, por así decirlo in du-
t éc n ica , m edicin a y ética
198

bio pro libertare, ha sido desde hace tres o cuatro siglos un principio de la
m que quizá ahora esté siendo puesto en cuestión.
o d e r n id a d

j o ñ a s : Me hace dudar. El miedo, un temor muy real quizá le lleve a uno

a p o n e r en duda todo el principio... es una expresión muy bella esa de in du-


bio pro libertate.
R e d a c c ió n : L a e x p r e s i ó n e s d e S p a m a n n .
J o ñ a s : Magnífica... Uno quisiera evitarlo todo lo posible, porque pon­
dría en riesgo algo muy preciado: la libertad de investigación teórica. Pero
veo que hay límites trazados; a veces — como en el último ejemplo— será
una cuestión por una parte de lo amenazador de las consecuencias, pero
por otra de la importancia para lo teórico mismo. Si uno ha averiguado
cómo encontrar en las células desarrolladas especializadas del cuerpo al
príncipe químico correcto que despierte con un beso a los genes de su sue­
ño de bella durmiente —y así naturalmente se despeja el camino para la
clonación de individuos humanos adultos— , ¿sigue siendo éste un objetivo
o interés científico legítimo? Quizá habría que llegar a una redefinición de
qué es lo que importa en la gran aspiración humana al conocimiento, al sa­
ber. Qué forma parte de la dignidad y de la nobleza del ser humano y qué
parte de ello es mera, realmente mera curiosidad. Si se puede hacer tal dis­
tinción entre aquello que uno dice que mantiene la cohesión íntima del
mundo, lo que es la esencia de las cosas, lo que es la vida, con qué meca­
nismos funciona... y todo aquello que aún se podría hacer. Si esto último es
aún un legítimo interés del conocimiento, si forma parte de aquello de lo
que se dice que pertenece propiamente al oficio del hombre de avanzar
desde la ignorancia al conocimiento. Como verá, le devuelvo la pregunta.
¿Diría usted que se pueden hacer distinciones?
R e d a c c ió n : Sin duda hay que hacer distinciones, pero la dificultad es,
naturalmente, encontrar los criterios para ellas. Es una dificultad entera­
mente práctica del investigador de la naturaleza. Es bueno formular prin­
cipios éticos; es bueno también verificarlos con ejemplos extremos, como
usted ha hecho con el ejemplo de la clonación humana, pero el científico
normal, profesionalmente curioso, preferiría probablemente tener una es­
pecie de lista de control, una lista de control ético en la que poder poner
cruces en esto y aquello... es decir: puedo hacer el experimento, o no puedo
hacerlo.
J o ñ a s : Pero también hay siempre una justificación práctica, aparte de la
teórica. Por ejemplo en la investigación sobre recombinación del ADN se ha
dicho una y otra vez que podía ser útil para el conocimiento de los procesos
cancerosos, y eso es ya un cebo... que de ello podría salir algo magnífico.
R e d a c c ió n : Hasta ahora había consenso en la sociedad en que si los in­
vestigadores tienen nuevos conocimientos es obvio que pueden aplicarlos.
J o ñ a s : E r a u n d o b l e c o n s e n s o : a ) t o d o c o n o c i m i e n t o es b u e n o , y b ) d e
t o d o c o n o c im ie n t o se p u e d e n d e r iv a r b u e n o s fr u t o s p a r a la p r á c t ic a y p a r a
e l b ie n c o m ú n .
R e d a c c ió n : Pero, para volver a la pregunta, ¿sería practicable formular
una lista de control así? ¿Podría usted imaginar qué puntos debería conte­
ner esa lista?
C O N V E R S A C IO N E S PÚBLICAS 199

J o ñ a s : Sí, puedo imaginar varios. Naturalmente, no se puede hablar de una


lista de control completa. Pero al menos tengo algunos ejemplos de aquello
que sé que sería mejor detener. La «libertad» de investigación depende m u­
cho de todos modos de las dotaciones de la caja pública; aSí que se puede
ejercer una fuerte influencia simplemente por la vía del reparto de recur­
sos. Un punto en mi lista es que ni siquiera se produzcan las pruebas de clo­
nación en personas. Éste es un punto completamente claro para mí. Hay
otros, por ejemplo la prolongación de la vida. Supongamos que los recursos
biotécnicos van camino de detener el proceso de envejecimiento, que es un
proceso intracelular hasta donde sabemos, o de intervenir de algún modo
regenerador, de forma que se pueda prolongar indefinidamente la vida hu­
mana. No quiero decir eternamente pero, por ejemplo, duplicar la vida me­
dia del ser humano. No es una idea imposible. Creo que muy bien se puede
meditar con antelación hasta qué punto es deseable que los hombres vivan
mucho más — no me refiero a vegetar, sino a vivir activamente— y si la lon­
gitud natural de la vida humana no es una medida correcta. Esto lleva a
consideraciones muy interesantes, no sólo sobre lo que es bueno para el in­
dividuo, sino también sobre lo que es bueno para la humanidad. No sé si
conoce usted Relomo a Matusalén, de Bernard Shaw, un drama futurista.
Esta prolongación de la vida lleva, entre otras cosas, a que el acceso a la ju ­
ventud tenga que reducirse proporcionalmente. Así que lo que afluya como
fresco y renovador será cada vez menos. Si se consigue que todos los seres
humanos que ahora viven no mueran, no podría nacer ninguno más. Esta­
ríamos ante una humanidad formada solamente por viejos. Es fácil imagi­
nar lo que se pierde con eso, y que no es nada deseable. Hubo otro pensa­
dor anglosajón mucho antes que Shaw, y al contrario del optimista Shaw
muy pesimista: Jonathan Swift, que en Los viajes de Gulliver habla de un
pueblo en el que a veces nacen personas que sufren la maldición de no po­
der morir. Esto tiene espantosas consecuencias y está considerado una gran
desgracia. Gulliver los encuentra ridículos: cualquiera de nosotros conside­
raría que semejante cosa es la máxima felicidad. Y entonces se nos pinta la
clase de vida que lleva esa gente, que ya lo saben todo y lo tienen todo a sus
espaldas, que ya no se soportan mutuamente, que cada vez tienen que vivir
más aislados y son un tormento para sí y para los demás. El ejemplo suena
muy fantasioso, pero quizá no lo sea en absoluto. Aquí yo también diría que
una investigación que persiga hacer realidad el viejo sueño del hombre de
no morir o no tener que morir tan pronto es una dirección de la investigación
que habría que detener. Naturalmente, habrá que orientar la investigación a
cómo se puede hacer la vida dentro de sus limites tan buen y quizá tan libre
de enfermedades como sea posible. Pero la investigación con el objetivo de
prolongar la vida es también un punto de la lista de control en el que habría
que decir: no. Y dado que tampoco es obligatoria, dado que no es necesario
perseguir esa meta, no sucedería ninguna desgracia si no lo hiciéramos,
ya que en última instancia es —en inglés se dice a gratuitous goal
— un «ob­
jetivo gratuito», así que se puede renunciar a él. Distinto es el caso, por
ejemplo, del aumento del rendimiento de nuestras plantas útiles. ¿Hav que
seguir im p u ls á n d o lo siempre? Se conocen lambién inconvenientes muy
T ÉC N I C A , M E D I C I N A y ÉTICA
200

ej- r o s o s , que llevan, entre otras cosas, a que los aditivos químicos que
c o n d u c e n a los elevados resultados obtenidos sean cada vez mayores, y ade­
más las plantas criadas de este modo sean cada vez más trágiles. En todo
caso aquí se podrá fijar un límite si se limita la reproducción humana. Si al
tratar de ciertos desarrollos se dice que no se deberían proseguir, se asume
al mismo tiempo el hacer algo para que desaparezcan las presiones que
fuerzan a semejante progreso. Pero mientras haya tanta hambre sobre la
tierra y tanta infraproducción de alimentos en ciertas regiones, habrá que
empezar por impulsar una evolución de la que ya ahora se sabe que tam­
bién tiene sus riesgos. No siempre se está libre de ellos. Quién va a decir a
las gentes del Tercer Mundo: no podéis practicar este tipo de irrigación in
tensiva y cultivo del suelo, la energía no es suficiente, ciertas relaciones de
equilibrio en el mundo vegetal van a verse tan trastornadas que a la larga el
asunto va a ser una catástrofe para la humanidad. La gente diría: ¡qué nos
importan los que vengan detrás de nosotros; tenemos hambre!
R e d a c c ió n : Hasta ahora ha mencionado usted casos de los que la cien­
cia debería en lo posible quitar las manos. Pero también se puede pregun­
tar a la inversa: ¿puede usted, como filósofo, dar a los científicos ciertas in­
dicaciones de en qué campo habría que comprometerse más de lo que lo
han hecho hasta ahora? Es decir: ¿una ética positiva?
J o ñ a s : Confieso que no estoy preparado para esa pregunta. Tendré que
pensarlo. Tiene usted razón, hasta ahora todo se dirige a rastrear dónde ha­
bría eventualmente que decir no o llamar a la cautela. Pero, ¿no hay quizá,
a partir de los mismos principios de la élica de la responsabilidad, una asig­
nación de direcciones de investigación positivas? Esto incluye sin duda
todo lo que se dedica —pero no sé si esto es una ciencia— a lo referente a
la naturaleza moral del hombre, es decir, a averiguar en qué condiciones el
hombre prospera mejor como hombre. Se trata de un objeto de investiga­
ción enormemente importante, en el que estoy convencido de que nuestra
actual psicología no está en el camino correcto. Tiene una idea de una exis­
tencia sin tensiones o gratificada por el placer que tiene muy poco que ver
con la verdadera felicidad y la verdadera plenitud del ser humano. Puedo
imaginar ciertas direcciones de la investigación que se dedican a la natura­
leza del ser humano. No me refiero tanto en este momento a la naturaleza
biológica, sino más bien a la naturaleza espiritual o psicológica del ser hu­
mano. Quizá habría que reanimar ciertas direcciones de la investigación
que hoy han caído un tanto en el descrédito por culpa de la preferencia de
las ciencias naturales analíticas.
R e d a c c ió n : ¿De dónde salen pues estas dificultades que tenemos hoy, y
las en parte aun más espantosas que vemos ante nosotros? A todas luces
esto tiene algo que ver con las ciencias naturales analíticas, que eran un
método muy eficaz para examinar segmentos simplificados de la naturale­
za y del ser humano de forma que la mente humana pudiera entenderlos, y
con las que ha llegado al punto de poder intervenir en ellos. Pero posterior­
mente nunca ha tenido claro que sólo eran segmentos. Lo otro —el todo
complejo— se ha quedado, como usted dice, en algún lugar del camino.
J o ñ a s : Bravo, no puedo sino aplaudir a lo que dice. La cuestión es si no
C O N V E R S A C IO N E S PÚBLICAS 201

volverá a ser necesaria una especie ele visión de conjunto que nos lleve fue­
ra de la intervención aisladora y analítica. Existe la expresión totalidad. Por
desgracia es un concepto vago, pero quisiera decir que expresa un instinto
una intuición, de que con el conocimiento de las interacciones de las partes
y partículas o de las partículas de las partículas quizá no registramos lo
real, sino que éste es más de naturaleza i esumidora, es decir integral, lo que
en rigor sólo es registrable mediante otra forma de acceso al conocimiento.
Cuando uno se mueve en esta dirección siempre corre el riesgo de caer en
especulaciones un tanto místicas. Pero hay que guardarse de ello, porque
entonces se vuelve a abrir un margen para la arbitrariedad que tampoco
queremos. No sé cómo será esto posible como ciencia, como saber real­
mente disciplinado. Si lo supiera sería uno de los grandes de la historia de
la filosofía. Pero me atrevo a decir que ha existido algo así en la antigua for­
ma de filosofar, que en modo alguno era indisciplinada, sino que tenía su
propia severidad. Por lo menos como posibilidad no se debería perder de
vista. No puedo decir más que eso.
R e d a c c ió n : ¿ N o sería tarea de los filósofos, de los científicos —cuya
comprensión de la propia historia de las ciencias de la naturaleza siempre
es tal que todo lo contemplan como prehistoria de la ciencia actual— , mos­
trar que la filosofía natural aristotélica no ha sido, como a menudo se pien­
sa hoy, mera especulación, sino que se desarrolló a partir de la normalidad
y no tenía esa forma idealizadora y abstracta? Puede haber imágenes del
mundo igualmente correctas, de manera que por lo menos hoy siempre vi­
bra en el aire la idea de que junto a esa imagen del mundo de nuestras cien­
cias naturales también podría haber otra. No se puede formular, como us­
ted dice, pero quizá habría que reforzar la conciencia de ello.
J o ñ a s : Estoy de acuerdo. Pero lo curioso es que la filosolía que hoy do­
mina el escenario representa precisamente una total cap'tuiación ante los
criterios del conocimiento científico-natural. Puede usted ver una autocas-
tración de la filosofía, que se ha negado por completo no solo el valor, sino
incluso el derecho a manifestarse como antes se manifestaba la filosofía.
Quiere ser todo lo analítica posible. En consecuencia, en este momento hay
que esperar muy poca ayuda de la filosofía en este sentido. Las dos cultu­
ras, tal como las ha entendido C P. Snow, son hoy de un lado las ciencias na­
turales y las matemáticas más la filosofía analítica y, de otro, la literatura,
las bellas artes, la música, la filología, la historia, etc. Pero naturalmente
la filosofía debería estar justo encima de ambas direcciones. Cuando digo la
filosofía es como cuando se habla de la investigación, pero la investigación
la hacen los investigadores y la filosofía los filosofos. Para muchos de mis
colegas, lo que yo hago es pura especulación -y|no filosofar científico. El fi­
losofar científico analiza las estructuras del saber y el decir humanos, la
semántica, las manifestaciones verbales y los presupuestos lógicos de las
afirmaciones con sentido o veri'icables. Las afirmaciones son verificables
cuando son justificables mediante datos sensoriales. Los datos sensoriales se
consiguen, consisten en última instancia en lectura* de indicadores. Son
proporcionados por experimentos científicos; en otras palabras: se ha alza­
do uno ley como máximo juez sobre la verdad o lo que es sensato: los re­
t ecnica , m edicina y ética
202

s u lta d o s y experiencias de la ciencia natural. Naturalmente, con esto la fi­


lo so fía ha renunciado a la posibilidad de plantearse por su parte la cuestión
de si esto agota el universo del registro intelectual de la realidad por parte del
h o m b re . Yo creo que decididamente no. Se ha limitado por completo a una
cosa. E s to es lo que vo llamo la miseria de la filosofía actual, que no sólo no
c u m p le la tarea que acaba usted de apuntar — lo que no se le podría repro­
char, porque quizá sea enormemente difícil cumplirla, si es aue es posible
hacerlo- , sino que h a apartado de sí enteramente esa tarea como tal. Pero
siempre h a y reaccionarios como vo aue insisten en que lo que hay que
aprender de la filosofía clásica es como preguntar y pensar.
R e d a c c ió n : No sólo aquí, en Alemania, sino igualmente en Norteaméri­
ca, entre el estrato dirigente de los científicos naturales se extiende el mie­
do a una gran hostilidad contra la ciencia. Se podría imaginar que algunos
de los miedos de los que se desprende esa hostilidad van en la misma di­
rección que usted, aunque quizá no se reflejen así. ¿Podría usted decir algo
al respecto?
J o ñ a s : Considero peligrosa la propia hostilidad a la ciencia. Es muy
comprensible, y a veces entre la juventud va unida a un gran énfasis moral.
Es muy seria, poro sin duda la huida hacia los gurus p la astrología no es el
c'imino correcto. Creo que hay que conseguir el control sobre la caja de
Pandora del conocimiento científico que hemos abierto sin volverse hostil
a la ciencia.
R e d a c c ió n : La cuestión uuclear es si podemos aesarrollar métodos sufi­
cientes para ello. Sin duda esta hostilidad a la ciencia es comprensible, pero
no correcta, porque es un legitimo objetivo del conocimiento humano pro­
ceder de una manera racional y científica. Pero si la ciencia —quizá sólo en
unos pocos puntos— está hoy desacreditada, ¿cómo quiere usted contrapo­
nerle un ideal positivo?
J o ñ a s : Sí a veces me pregunto qué pensaba Oppenheimer en los últi­
mos años de su vida. Realmente a él le acometió el espanto ante la propia
obra de su vida y ante la propia entrega de su vida a la descodificación de
la naturaleza hasta las esferas nucleares subatómicas. No se Diiede imagi­
nar que jamás haya estado a favor de suspender por completo la empresa
científica. El matrimonio entre ciencia y tecnología se ha vuelto de tal
modo indisoluble que la marcha de la ciencia significa también forzosa­
mente que la tecnología siga proliferando. La pregunta me excede. Quizá
habría que hacer una pausa v pensar realmente dónde estamos, y entonces
decidir con ayuda de la sabiduría en qué dirección se debe continuar, qué
clase de ciencia hay que seguir impulsando v en qué punto se puede decir:
ya sabemos bastante, no hace taita seguir investigando aquí.
R e d a c c ió n : ¿Cree usted que sería posible, para poder salir al paso a la
hostilidad a la ciencia, desarrollar un método científico racional que n o lle­
ve a cabo ese registro reduccionista de la naturaleza sino uno que en lo po­
sible vea el conjunto y al mismo tiempo no sea explotable en forma técni­
ca? Usted mismo dice que sería una tarea para un rey. Precisamente hoy, la
filosotia es también en gran medida historia de la filosofía: ¿no se puede, en
analogía con los modelos premodemos, fortalecer al menos la conciencia
C O N V E R S A C IO N E S PÚBLICAS 203
de que hay una imagen del mundo distinta a nuestra imagen científico-téc­
nica? ¿Hay determinadas ciencias que no se orienten a la explotación sino
que procedan más bien fenomenológicamente? y si es así, ¿no habría que
fomentarlas?
J o ñ a s : Estoy de acuerdo, sólo que con una limitación. Algo así ha de ser
animado, fomentado y quizá renovado. Pero nuestro mundo es plural, y to­
das las cosas avanzan juntas. Las unas no disminuyen a las otras. Siempre
encontrará mentes que vayan en esa dirección... pero no serán las mismas
personas, los científicos en el sentido actual. Hay gente suficiente para ocu­
par todas las posiciones. Y nosotros aún no nos hemos desprendido de la
carrera de la ciencia en sus propias direcciones. Sólo hemos añadido un
complemento. Quizá sea así: filosofía significa amor a la sabiduría: sabidu
ría no es lo mismo que saber. La sabiduría juzga, entre otras cosas, lo que
se debe hacer con el saber. Ahora bien, desde Bacon tenemos la fórmula de
que saber es poder. Esto se ha convertido en realidad en una forma que su­
pera con mucho todas las expectativas de Bacon. El conocimiento de la na­
turaleza da realmente poder al hombre, y este poder se ejerce. Pero la cues­
tión de si se debe ejercer el poder que se tiene está en otro plano que la
obtención de esa posibilidad. La ciencia que se necesita es la de la eventual
contención, la de renunciar por tanto conscientemente y por inteligencia a
ciertas posibilidades de ejercicio del poder. La cuestión sólo es si se debe
llegar a obtener el poder, y entonces si se puede lograr controlar qué se ejer­
ce de ese poder y qué no. Pero lo verdaderamente demoníaco en la tecnolo­
gía almacenada por la ciencia es que conduce de poder a poder, y el poder
sólo está en el ejercicio. El verdadero poder sólo se realiza cuando se apli­
ca realmente la posibilidad abstracta. Tenemos que volver a un concepto de
contemplación, de teoría, que esté separado de la orientación hacia el po­
der y lo que se puede hacer con él. Necesitamos un restablecimiento del
concepto clásico originario de teoría, de la visión que no hace nada a sus
objetos de conocimiento, sino que los observa y los deja ser lo que son. El
fomento de la actitud reverentemente contemplativa del ser humano es una
de las tareas de la filosofía, de la ética, que podría repercutir en el trabajo de
la ciencia. Pero quizá éste sea uno de los sueños de un fantasioso.
R e d a c c ió n : ...especialmente tres o cuatro siglos después de que el otro
modelo haya tenido tanto éxito.
J o ñ a s : Superando todas las expectativas. Ninguno de los filósofos de en­
tonces podía soñarlo, ni Bacon ni Descartes. Sin duda Descartes habló,
cuando por primera vez se traslució realmente la mecánica de la naturaleza
—-yél opinaba que en una generación se sabría todo sobre la naturaleza— ,
de que se podría hacer todo y sólo entonces el hombre seria señor de todas
las cosas. Pero ninguno de ellos podía soñar lo que vino. Hoy estamos ante la
pregunta: ¿es compatible la ciencia con el respeto y el aprecio por lo sagra­
do? Aparentemente la ciencia es algo que en principio tiene que dejar a un
lado un cierto respeto por lo dado, porque quiere penetrar en todo. Hay un
triunfo en este tipo de desnudamiento... se cree que el emperador está des­
nudo, y e fe c tiv a m e n te está desnudo, todos lo vemos. Eso se puede averi­
guar también, por ejemplo, con un proceso mental —estamos en ello— con
t éc n ica , m edicin a y ética
204

ciertos m o d e l o s , modelos electrónicos. Pero creo que se llega a un punto


en el q u e quizá se ve que hay vestidos a través de los cuales hay que ver sin
a r r a n c a r l o s . No puedo imaginar que la forma científica de ver la realidad

lo sea todo. Porque nuestra vida se desarrolla al margen de la ciencia; de


ella vienen las cosas importantes, los entusiasmos y las desesperaciones.
Que esto se pretenda ver como una realidad de menor rango frente a lo que
es «realmente», es decir, los quarks, los electrones y los agujeros negros, es
una injusticia contra el dominio humano y es en última instancia absurdo.
Cuando se tope con la desnudez última quedará claro que eso no puede ser
todo.
R r.D A C crú N : Un campo actual de investigación de las ciencias naturales
se ocupa del origen de la vida. ¿Cree usted que se puede investigar sensata­
mente algo así con métodos científicos?
J o ñ a s : El último hallazgo es que las formas preliminares a las molécu­
las orgánicas se forman ya en los espacios interestelares. Se han constata­
do ya precursores de los aminoácidos en la materia interestelar. Se podría
decir pues que el mundo, que la materia tienden hacia la vida, que se mue­
ven hacia eÚa. Con esto, en realidad, Aristóteles se vuelve cada vez más ac­
tual. Si es cierto que estos compuestos moleculares surgen espontánea­
mente en ciertas condiciones, es muy difícil seguir diciendo que no hay ahí
ninguna tendencia. Pero si se admite una tendencia, se tiene lo que Aristó­
teles tenía siempre presente, que hay principios teleológicos en la naturale­
za; y el hecho de que la vida es muv rara en el universo, que por ejemplo en
nuestro sistema solar sólo existe, aparentemente, aquí en la tierra, no hace
más que mostrar que tiene que haber condiciones muy favorables para al­
canzar este nivel. Pero si se dan las condiciones, parece ser en cierto modo
irresistible llegar a él, y en algún punto de este proceso aparece la concien­
cia o el sentimiento, el deseo, la aspiración, etc. Esto forma parte de la na­
turaleza. Esto tiene que ser atribuido a la esencia de la materia igual que la
fuerza de gravedad y las fuerzas eléctricas o las energías débiles y fuertes en
el ámbito atómico. Sin embargo, volver a hacer a partir de esto una verda­
dera imagen del mundo, no como el «azar y la necesidad» de Jacques Mo-
nod, tiene que ser algo enteramente distinto: volver a integrarlo en nuestro
esquema, en nuestra idea categorial-conceptual de la realidad, es realmen­
te una tarea que se está abriendo paso poco a poco. La hemos suspendido
durante algunos siglos, pero vuelve a llamar a la puerta.
NOTA BIBLIOGRAFICA

Publicaciones originales de los artículos en inglés y en alemán.

1. «Toward a Philosophy of Technology», The Hastings Center Report 9/1,


1979.
«Philosophisches zur modernen Technik», en Reinhard Löw y otros
Fortschritt ohne Maß?
(.edición a cargo de), (Civitas Resultate), Munich,
R. Piper, 1981.
2. «Technology as a Subject for Ethics», Social Research 49/4, 1982.
«Technik, Ethik und biogenetische Kunst. Betrachtungen zur neuen
Schöpferrolle des Menschen» (I), Die Pharmazeutische Industrie 46/47,
1984.
3. «Auf der Schewelle der Zukunft: Werte von gestern und die Welt von
morgen», en Hans Jonas/Dietmar Mieth, Was für morgen lebenswichtig
ist, Friburgo, Herder, 1983.
4. «Forschung und Verantwortung», Aulavorträge 21, Hochschule St. Ga­
llen, 1983.
5. «Freedom of Scientific Inquiry and the Public Interest», The Hastings
Center Report 6/4, 1976; y «Straddling the Boundaries of Theory and
Practice», en John Richards (edición a cargo de), Recombinant DNA:
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«Freiheit der Forschung und öffentliches Wohl», Scheidewege 11/12,
1981.
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«Philosophische Betrachtungen über Versuche an menschlichen Sub­
jekten», en W. Doerr y otros (edición a cargo de), Recht und Ethik inder
Medizin, Berlin, Springer, 1982.
7. «Ärtzliche Kunst und menschliche Verantwortung», Renovado 39/4,
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8. «Biological Engineering—A Preview'», en Hans Jonas, Philosophical Es­
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tice Hall, 1974 (University of Chicago Press, 1980).
«Laßt uns einen Menschen Klonieren. Betrachtungen zur Aussicht ge­
netischer Versuche mit uns selbst», Scheidewege 12/3-4, 1982.
9. «Technik, Ethik und biogenetische Kunst. Betrachtungen zur neuen
Schöpferrolle des Menschen» (II), Die Pharmazeutische Industrie, 46/47,
1984.
TÉCNICA, M E D I C I N A Y ÉTICA
206

10. «On the Redefinition of Deaht»; apartado especial del artículo citado en
Daedalus,
el n . 6 en 1969; y «Against the Stream: Comments on the De­
finition and Redefinition of Death», Jonas, Philosophical Essays,
1974 y
1980 (véase n. 8).
1 \. «The Right to Die», Hastings Center Report8/4, 1978.
«Das Recht zu sterben», Scheidewege 14, 1984/1985.
12. a. «Podiumsgerpräch mit Hans Jonas», Möglichkeiten und Grenzen der
technischen Kultur,en D. Rössler y otros (edición a cargo de), Stuttgart,
schattauer, 1982 (Symposia Medica Hoechst 17).
b. «Im Zweifel für die Freiheit?», Nachritchten aus Chemie, Technik und
Laboratorium 29/1, 1981.

Con las referencias previas se agradece la autorización de la impresión


de los artículos citados.

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