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La bruja y su gata
negra
Era la última semana, del último mes, del último año, del último siglo, del últi-
mo milenio... a última hora, ya que curraba desde las ocho de la noche, hasta
las seis de la mañana, aunque el horario no era cerrado y podíamos comenzar
algo antes y terminar después de la, en principio, hora pactada. Por aquellas
fechas, trabajaba de vigilante de seguridad en una pequeña localidad del norte
de España, capital de provincia para más señas. Me hallaba junto a unos com-
pañeros, con los que compartíamos la misma afición por pasar el rato perdien-
do partidas de ajedrez, enfrentándonos contra la cutre y destrozada máquina
portátil de Jesús, uno di noi, el mafioso del grupo. Aunque en realidad era un
tipo genial, de indudable calidad humana, pese a tener pinta de napolitano
con pocos amigos, la verdad.
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se marcaban un ‘Epic Win’, una solución perfecta para soportar el intenso frío
durante diez interminables horas.
Como digo, durante la última semana del año me aburría cosa mala. De
vez en cuando, alguna señora mayor requería de nuestra ayuda, para así sentir-
se más cómoda y segura a la hora de cruzar el parque, que dicho sea de paso,
era espectacular en la más amplia acepción de la palabra. Pasaban las horas y
nos teníamos que calentar de alguna manera. Del grupo, un par o tres tenían
las manos llenas de callos, con lo que me hago una idea de cómo se calenta-
ban los brazos. Otros, básicamente Jesús y yo, nos conformábamos con hablar-
les a los patos del estanque, pero el éxito que obteníamos era muy escaso, co-
mo mucho una mirada indiferente de las paticortas aves, cuya graciosa forma
de andar en tierra firme, moviendo el culo de derecha a izquierda como una
barca inestable o un coche alemán, nos alegraba la gélida noche.
Llevaba gran parte del mes hablando con distintas personas por teléfono
mientras trabajaba, porque daba tiempo de todo. De entre ése grupo de gente,
apenas intercambiamos durante un par de semanas una joven que encontré
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por Internet y yo, un puñado de minutos diarios. Palabras en ocasiones forza-
das, las cuales componían las distintas oraciones que, incongruentes o no, ser-
vían para por un momento, despejar la cabeza de tanto agobio debido al frío,
cansancio y aburrimiento supino, abriendo de esta manera la puerta a la son-
risa.
Día treinta de diciembre. Lo más destacable del curro, además del intenso
frío, para variar, fue el comprobar que hay gente demasiado rara. Un tipo grue-
so, rondaría los cuarenta y algo años, con espeso bigote y vestido con una ca-
miseta de manga corta, no sé si de rayas azules horizontales sobre fondo blan-
co o al revés, conjuntado con unos pantalones de pinzas azul marino. En todo
caso, parecía salido de una canción dedicada a Venezia. La cosa no sería extra-
ña si no hubiera llevado el personaje en cuestión un paraguas abierto en una
noche fría y seca, paseándolo con pericia. Nos miraba con sonrisa pícara no
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muy lejos del mentado estanque de patos, mientras hacia él se acercaba un
apuesto varón, el cual aparentaba la mitad de años que su, en principio, su-
puesto amigo sonado. Si hasta el gordito liga con un chaval musculoso, yo pue-
do hacerlo, pero con una mujer, ya que mi orientación sexual difiere, presunta-
mente, de la del bigotudo, me repetía una y otra vez.
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seis horas me separaban de aquella señorita tan simpática, que se ofreció a lle-
varme por las localidades costeras de su provincia en busca de fiesta. Expectan-
te, desconfiado e ilusionado, me dirigí en busca de un golpe de aire fresco, por-
que, aunque todavía permanecía congelado del puñetero mesecito de guardias
que llevaba, parecía que todo llegaba a su fin, que la suerte iba a cambiar y en
principio, para mejor... o eso deseaba con todas mis fuerzas.
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caba a extraer los órganos de incautos como yo. Algo es algo. Ya en casa, la ga-
ta negra me miró como si me conociera de algo, parecía bastante mimosa y pe-
se a tenerle alergia a los gatos, para quedar bien, me dediqué a manosear a di-
cha cosa peluda, esperando que no se me hincharan los ojos como ocurre cada
vez que me acerco a los felinos.
Ella me confesó que no creyó que yo acudiese a la cita, por eso no compró
uvas, pero sacó unas olivas. Son parecidas, sí, le espeté, si me da lo mismo, to-
tal, el acto simbólico de atiborrarse como locos en esos doce segundos que
dan paso al nuevo año, nos atragantaremos igual, le comenté para quitarle hie-
rro al asunto. No se habló más, no me iba a enfadar por unas uvas y menos
con la anfitriona. El hecho de ver la típica escoba voladora colgada de la pared
de una habitación, tampoco ayudaba a desafiarla. Así pues, aguantaría el fin de
semana sin dar mucho mal, eso lo tenía meridianamente claro.
Una vez tomadas las preceptivas uvas, perdón, olivas, mientras intentaba
digerir las doce anchoas del interior, me puse en sus manos y acepté de buen
grado el lugar escogido para desvariar y pasarlo genial. El problema surgió de
inmediato. De entre los dos, ella quería empinar el codo y a mí, aunque en me-
nor medida, también me apetecía hacerlo. Mira que nunca he fumado ni bebi-
do y para un día que me apetece, me voy a quedar con las ganas, me dije. Mi
sentido de la responsabilidad impedía que ninguno de los dos condujese borra-
cho, me negaba en rotundo a ello. Así que me tocó nuevamente pedir zumitos
de piña en las discotecas, para variar, pues es mi bebida fetiche, con la que ten-
go una relación obsesiva. En fin, salimos de casa dirección a unos antros con-
vertidos en macro-tugurios plagados de gente. El personal era para alucinar pe-
pinillos. Ellos, casi todos iban trajeados. Ellas, prácticamente todas enseñaban
más carne de la que cubrían sus harapos ultra caros. Curiosa estampa cuando
menos. Al acceder al interior de un local, quedé ojiplático, comencé a flipar
con la fauna que allí pululaba. Daba la impresión de que en cualquier momen-
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to aquello podía convertirse en una enorme orgía, llena de babosos por un la-
do y de salidas de emergencia por el otro.
Con el reflejo de los primeros rayos solares, desperté. La gatita negra si-
tuada a mi vera, me miraba con ojitos de enamorada. La madre que la parió,
no logro dar con nadie normal, incluso a los felinos se les va la perola. Produz-
co un efecto en animales y personas bastante desconcertante... o quizá sea yo
demasiado raro, vaya usted a saber, renegaba para mis adentros. Cuando va-
rias horas después, la anfitriona logró abrir sus ojos azules, no se le ocurrió
otra cosa que teñirse el pelo de color naranja fosforito. Bonita forma de echar-
me de casa. Se lo volvió a teñir, ahora de rubio, cosa que agradecí. El resto del
día transcurrió con normalidad.
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Pasaron las fechas y seguimos celebrando fiestas, porque si algo hay en el
calendario son días festivos. Carnavales, San Valentín, Semana Santa... poco
importaba que creyésemos o no en la, en éste caso, religión cristiana, la cosa
consistía en divertirse. Como digo, una retahíla de fechas marcadas en rojo en
el calendario se sucedían, pero algo extraño comenzó a cambiar. Conforme de-
vorábamos las distintas series de éxito del momento siendo visualizadas en la
caja tonta, le comencé a decir sin aparente motivo, que si algún día caía en co-
ma, que no me desconectasen. La primera vez no hizo caso, pero cuando ya se
lo dije una veintena de veces en el periodo de tres o cuatro años, su mirada se
tornó preocupada. Éste me está diciendo que no le desconecten del coma y es-
tá en plena forma y sano, pensó. La mosca se le apalancó detrás de la oreja. Yo
era incapaz de responderle nada coherente a su pregunta del porqué le estaba
poniendo sobre aviso de algo que no es tan fácil lograr. La carrera por salvar-
me la vida había dado el pistoletazo de salida.
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CAPÍTULO 2
El comienzo de la
odisea
Empezó el año dos mil cinco con los típicos deseos que todo el mundo tiene,
desde vecinos nonagenarios a imberbes chavales en plena edad del pavo, es de-
cir, apuntarse al gimnasio, aprender inglés y perder peso. El típico mantra des-
gastado de tanto usarlo, pero que nadie, a excepción de una raquítica minoría
cumple. En realidad, servidor ni tenía ganas de ver mujeres con tetas más du-
ras que una piedra, las cuales dependiendo de la postura desafiarían a la grave-
dad, ni iba a perder el tiempo en levantar hierros, donde las ilusiones y fanta-
sías del usuario anterior quedarían plasmadas en forma de sudor. Preferí hacer
algo útil y deseché la tentadora oferta recibida en el buzón, para que esculpie-
se mi cuerpo por un módico precio mensual en el gym más pijo de la zona. Co-
mo si no tuviera nada mejor que hacer. Decidí pasar.
Mes tras mes, el año iba avanzando con total normalidad. En el trabajo
moldeaba mi figura durante diez horas diarias, cinco días a la semana. Pese a
que pudiera parecer lo contrario, se me hacían cortas las jornadas por estar
acompañado de un par de ‘artistas’, ambos del sur, familiares y éticamente he-
chos polvo, pero bueno, era su decisión comportarse como gañanes, luego lle-
garían sus lloros. En verano la bruja y yo decidimos ir a darnos una vuelta por
Europa. Suiza, Luxemburgo, Alemania y Liechtenstein fueron los destinos es-
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cogidos. Disfrutamos las dos semanas largas y seguíamos sin tener ninguna
pista de la trágica situación que se avecinaba.
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la bruja, cuyo gesto de incredulidad no era muy distinto al mío. Al no tener
asignado ningún doctor, porque desde el uno de enero del dos mil, no había
acudido jamás a consulta en mil ochocientos días, aproximadamente, tuve que
pedirle a ella que llamase pidiendo hora en el médico de cabecera que creyera
conveniente. Dicho y hecho. Descolgó el teléfono y ante el ofrecimiento de ir
de urgencias, decidimos que no, porque si todo el mundo por una minúscula
gota de sangre acudiese a urgencias, estarían colapsadas y podríamos retrasar
a cualquiera que estuviera grave de verdad, inclusive pudiendo acabar en fatali-
dad. Así pues, nos citaron para el día siguiente a la tarde.
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Luego del tradicional saludo protocolario, entré de lleno en el asunto. La con-
versación fue así:
- [Ella] Bueno, ve abajo y pide cita sin falta para mañana o pasado como
muy tarde. Seguramente serán hemorroides, no te preocupes.
Pasaron cuarenta y ocho horas y allí me hallaba yo, sentado frente a ella
en consulta, flipando por su vestimenta, todavía más sexy que en la primera
ocasión. Imaginaba que lograr superar aquella erótica ropa era una cuestión
harto difícil... iluso de mí. En ese preciso instante, a mi derecha se abrió una
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puerta, accediendo a la consulta una enfermera más ancha que alta, que para
rizar el rizo, su cara dejaba bien a las claras que tenía menos luces que una pie-
dra, como así confirmó instantes después. Ambas comenzaron un diálogo su-
rrealista, salido de mentes calenturientas siendo suave, ¡madre del amor her-
moso!, menudo nivel. Lo peor de todo, es que ellas además de español, tam-
bién hablan otro idioma existente en su región y creyendo que no las enten-
día, dieron rienda suelta a sus majaderías. Mis conocimientos de ése otro idio-
ma cuasi seguro son más amplios en todo sentido que el de ellas, cosas de ser
políglota convencido.
- [Enf.] ¡Hola, qué tal!. ¿Has visto qué culo tiene el chileno que está fue-
ra?.
Para que usted vea qué tipo de gente eran esas dos mujeres, el señor chile-
no al que hacían referencia, estaba con su hijo esperando a entrar en la consul-
ta del pedíatra. Resulta asqueroso el comprobar como unas personas se anima-
ban entre sí a mantener relaciones sexuales con alguien casado, sin importar,
ni saber a ciencia cierta si él quería. En todo caso, aunque no lograran su obje-
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tivo, la falta de respeto mostrada para con la pareja del aludido era alucinante.
Simplemente vomitivo. Menuda profesionalidad de mierda, dicho con toda la
acritud posible, evidentemente.
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mero de cuclillas, para posteriormente proseguir de rodillas. Pegó su rostro a
mis glúteos y los separó con las manos, -sin guantes- introduciendo la nariz
en diagonal por el escaso hueco y rozándome con la misma los testículos se-
gún se iba moviendo. Por la parte delantera comenzó a despertarse el miem-
bro viril, que visto desde arriba parecía desbocado debido a la sobreexcitación.
No me lo puedo creer... por favor, que acabe ya, que acabe ya, me repetía una y
otra vez para mis adentros. Si en ese preciso instante hubiere entrado alguien,
más que una exploración rectal a un paciente enfermo, parecía el rodaje de
una película porno en plena actuación estelar de la protagonista femenina. Im-
presionante.
Una vez finalizó el examen de la zona anal, un alivio recorrió de pies a ca-
beza mi cuerpo mientras me vestía. Lo pasé realmente mal, no me creía aque-
llo, pero claro, de entre los dos, la que estudió años medicina fue ella. Expec-
tante ante lo que pudiere haber visto, posé mi duro -y manoseado- trasero en
la silla y escuché atentamente su diagnóstico. Mira, comenzó a explicarme, no
he visto nada reseñable, quizá un principio de hemorroides, pero no tiene im-
portancia. No obstante, para que te acabes de recuperar del sangrado, te doy
la baja laboral por diez días. En recepción pide hora para la semana entrante,
sentenció. ¡Pero qué coño!, me dije. Cómo me va a dar la baja diez días si es-
toy bien. Ahora ve a contárselo al lerdo del encargado, aunque seguramente
no se entere una mierda de nada, murmuré.
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Le pedí que me recetase antibiótico, porque parecía ida, como fantaseando
con vaya usted a saber qué parida. Ni me tomó la tensión, temperatura, peso,
etc. Sentí que molestaba, ya que repito, ella parecía estar en otra galaxia men-
talmente. Me dirigí a casa cariacontecido, creyendo que mis dolores no eran
reales, pero ¡vaya si lo eran!... posteriormente, en la habitación de la vivienda,
pude comprobar que prácticamente la fiebre alcanzaba los cuarenta grados, es-
taba sudando con dos bajo cero y el apetito desapareció de mi diccionario.
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que me quedaba, del malestar, no hacía otra cosa que estar todo el santo día
metido debajo del edredón, tiritando bestialmente de frío y muriéndome de ca-
lor. La mujer lloraba desconsolada desde la puerta de la habitación viendo co-
mo se consumía mi vida. Empecé a bajar de peso de forma escalonada al princi-
pio, posteriormente se fue acelerando la autopista hacia la muerte. Me estaba
quedando anémico a marchas forzadas. No era capaz ni de comer una mini-tor-
tilla de patata de escasos diez centímetros de diámetro. Tal cual. A lo sumo,
muy de vez en cuando, mi cuerpo aceptaba una sopa, únicamente el caldo ca-
liente, sin fideos, ni nada de nada.
Llegado a este punto, hago un inciso. En veintiocho días acudí unas dieci-
séis veces a consulta. En el juicio que hubo años después, pude demostrar que
fui una decena de veces, que quede claro. Podrá sonar raro, pero todo lo que
narro con este tono tan personal, es cierto. Si contase de otra forma mi expe-
riencia, tenga en cuenta que usted no podría leer más allá de la primera página
de éste increíble y clarificador libro, a poco empático que usted fuere.
Viendo que era inútil acudir al médico, decidí cambiar de aires aprove-
chando la renovada baja médica. Ni de coña pensé que era normal adelgazar
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trece kilos en veintiocho días, tal como afirmaba la imbécil -por echarle un pi-
ropo- de la doctora. Decidí dar un giro a la situación y si quería un resultado
distinto, estaba meridianamente claro que algo tendría que cambiar, sino en
unos poquitos días pasaría a formar parte de un bonito campo lleno de paz.
Martes trece de diciembre de dos mil cinco. Me dolía todo de una manera
que no se hace usted una idea ni de lejos... y que así siga. Estaba peor que
ayer, pero presumiblemente mejor que mañana, como se suele decir. Comenté
con la pareja que no podía más, que me dejase en la estación, situada a unos
ciento veinte kilómetros de casa. Sin pensárselo dos veces, metimos la bolsa
de deporte en el maletero y decididos marchamos. Miré su rostro preocupado
y la vi conducir bastante regular siendo generoso, pues ella por la noche ape-
nas distingue las cosas, su visión disminuye hasta impedirle conducir por ries-
go de sufrir un accidente. Poquitos minutos después de salir, un pensamiento
alertó mi cerebro...
Mmm, mira, será mejor que demos media vuelta y ya mañana, con más
tiempo y despejados, nos acercamos tranquilamente a la estación, ¿te parece?,
le propuse. A la bruja -buena- se le abrió el cielo, pilló el primer desvío y volvi-
mos lentamente, pero seguros a casa. Quizá pueda juzgar usted mi comporta-
miento con respecto al número trece como algo irracional, pero qué quiere
que le diga, me pasaron tantas cosas absurdas, inesperadas, estrambóticas e
inclusive eróticas, que ya no me sorprendería nada. Así que entre unas cosas y
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otras, sumadas al tremendo dolor, fatiga y demás sensaciones negativas, pasé
de todo y por la mañana sería otro día.
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CAPÍTULO 3
Ahora sí, que sí. Llegó el turno de escapar para no volver en un tiempo
prudencial, como mínimo hasta estar bastante recuperado de la incansable en-
fermedad que padecía. Necesitaba imperiosamente curarme de aquello que
me estaba consumiendo como un maldito cigarrillo encendido. Mi pareja, visi-
blemente preocupada, con la cara notablemente seria, se armó de valor y puso
rumbo hacia la estación intermodal situada a ciento veinte kilómetros de dis-
tancia aproximadamente, en una ciudad con bastante más empaque y reconoci-
miento a todos los niveles, tanto dentro como fuera de España. Eso de subir-
me en el tren cutre y más lento que una tortuga coja colindante a la localidad
adyacente a casa, la misma que me quería matar, no lo contemplaba, no era
una opción viable, simplemente.
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Me despedí de la bruja -buena- confirmando que le pegaría un toque por
teléfono nada más llegar. El jodido problema es que mi intestino grueso esta-
ba agujereado en gran parte del mismo, cosa que desconocía por completo.
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Arribé a la ciudad puente, donde básicamente lo único que haría sería co-
ger un taxi que me llevase a la localidad donde vivían mis padres, al norte de
donde me hallaba, a unos ochenta kilómetros de distancia. El dolor abdominal
había desaparecido, la fiebre bajado y por un momento, aunque todavía ma-
reado y con mal cuerpo, pude intuir un rayo de esperanza. La disyuntiva pre-
sentada fue resuelta con solvencia, pues no podía avisar a un familiar que vi-
niera a recogerme, ya que teóricamente me encontraba sano y trabajando en
otra región. Tampoco había servicio de autobús a esas horas, pues serían so-
bre las dos de la madrugada tranquilamente. Poca ilusión me hacía viajar en
un vehículo llevado por alguien que por estas tierras conducen como si tuvie-
ran un cohete metido allá donde amargan los pepinos.
Estaba a cincuenta metros escasos del edificio donde mis padres dormían
plácidamente, ajenos a mi estado de salud. En ése corto trayecto, todavía a día
de hoy, no me explico cómo recuperé la voz. Llamé al timbre de la puerta y ex-
trañados comprobaron que era su hijo pequeño. Tras una breve charla, con
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mentiras en forma de excusa de por medio, para no intranquilizarles, claro es-
tá, fui a mi antigua habitación, aquella que me vio crecer. Todo seguía práctica-
mente igual que cuando la dejé, con muy ligeros cambios.
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Los médicos, con cara de incredulidad fueron un momento a llamar a un
tercer doctor, no les gustaba nada lo que estaban intuyendo. Por su parte, las
enfermeras seguían sacándome sangre, mientras se decían la una a la otra fra-
ses de tipo: ‘mira, si las venas parecen túneles’ y majaderías del estilo, provoca-
do por el poco frecuente grosor de las mismas, luciendo como si de un cultu-
rista en plena tensión se tratase... más o menos.
El periplo por distintas secciones del centro de salud no había hecho más
que comenzar. Recuerdo nítidamente cuasi todo, pero en especial, cuando me
llevaban a toda velocidad sobre una camilla por los pasillos del hospital de día,
dándose prisa pues el frágil hilo de vida que me quedaba daba señales de rom-
perse en cualquier instante. En un momento dado, recuperé sin motivo bastan-
te fuerza, con lo que aprovecharon para hacerme una radiografía del torso. Sa-
lió mal porque me moví, con lo que al repetirla, mis brazos no pudieron se-
guir agarrando aquella máquina y caí semi inconsciente. El doctor corriendo,
salió a pedir auxilio a gritos. No tardarían nada en llegar un buen puñado de
colegas, enfermeras y hasta algún celador. Todos eran válidos en ése momen-
to. Me levantaron, tumbaron en una camilla metálica y bajaron una máquina
para radiografiarme, ésta vez sí, el torso. En esos momentos recuerdo que aca-
bé perdiendo la conciencia y no la recuperaría hasta los momentos finales de
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una colonoscopia que me estaban practicando para asegurarse de que el diag-
nóstico fuere correcto.
Sin recordar nada desde que estaba esperando a ser operado, puesto que
la fiesta había dado comienzo, un indeterminado rato después, nuevamente
volví a ver. La imagen era dantesca, no es que no entendiese nada, es que ni
me planteaba qué estaba sucediendo, siendo sincero. Yo seguía vivo, era mi
cuerpo el que la había cascado. Permanecía en el quirófano destripado, con to-
dos los órganos que hay bajo la zona abdominal fuera del cuerpo, colocados en
unas bandejas similares a las de una carnicería, conectados a mi cuádriceps iz-
quierdo que hacía de toma de tierra. Todo ello lo visualizaba desde la parte su-
perior del quirófano. El cirujano jefe no estaba, ya que salió a notificarles a
mis padres que yacía muerto en el interior. Se puede usted imaginar la reac-
ción que dicha noticia causó. Lloros de mis padres, hermanos e inclusive de
mi seca cuñada. Dicha escena duraría poco, porque avisaron al artista del bis-
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turí que entrase... mi cuerpo volvió a darles trabajo al excelente grupo de médi-
cos y enfermeras. ¿Qué?, respondieron cuasi todos al unísono. Desde enton-
ces dejé de ver nada. Para evitar un dolor inhumano e innecesario, decidieron
dejarme en coma inducido, cosa que agradezco doblemente, por el dolor evita-
do y por permitirme ver ‘el otro lado’, aunque los doctores no se crean nada.
Si entré en urgencias con treinta y nueve grados y medio, unido a una ta-
quicardia, sin saber especificar la cifra, pero se considera taquicardia desde las
cien pulsaciones por minuto, añadan que me amputaron un gigantesco trozo
de intestino grueso, el cual realiza cinco mil funciones en el cuerpo humano.
Con él, se fueron el ochenta por ciento de mis defensas, por ello, la fiebre me
subió hasta los cuarenta y dos grados, con picos de cuarenta y cinco y ciento
noventa pulsaciones durante cuarenta y ocho horas consecutivas.
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