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CAPÍTULO 1

La bruja y su gata
negra

Era la última semana, del último mes, del último año, del último siglo, del últi-
mo milenio... a última hora, ya que curraba desde las ocho de la noche, hasta
las seis de la mañana, aunque el horario no era cerrado y podíamos comenzar
algo antes y terminar después de la, en principio, hora pactada. Por aquellas
fechas, trabajaba de vigilante de seguridad en una pequeña localidad del norte
de España, capital de provincia para más señas. Me hallaba junto a unos com-
pañeros, con los que compartíamos la misma afición por pasar el rato perdien-
do partidas de ajedrez, enfrentándonos contra la cutre y destrozada máquina
portátil de Jesús, uno di noi, el mafioso del grupo. Aunque en realidad era un
tipo genial, de indudable calidad humana, pese a tener pinta de napolitano
con pocos amigos, la verdad.

El trabajo consistía en vigilar distintas zonas sensibles de la localidad, pa-


ra de esta forma, asegurarnos de que nadie destrozaba mobiliario urbano, fue-
se desnudo por el parque municipal dando el cante, o impedir que robasen de
distintas instalaciones y empresas. La tarea, aunque aparentemente sencilla,
era un muermo descomunal. Eso de aguantar durante largas horas estoicamen-
te la decena, a veces larga, de grados negativos que marcaba por aquel enton-
ces el mercurio del termómetro, no molaba. Unos, con más ingenio que otros,

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se marcaban un ‘Epic Win’, una solución perfecta para soportar el intenso frío
durante diez interminables horas.

Como digo, durante la última semana del año me aburría cosa mala. De
vez en cuando, alguna señora mayor requería de nuestra ayuda, para así sentir-
se más cómoda y segura a la hora de cruzar el parque, que dicho sea de paso,
era espectacular en la más amplia acepción de la palabra. Pasaban las horas y
nos teníamos que calentar de alguna manera. Del grupo, un par o tres tenían
las manos llenas de callos, con lo que me hago una idea de cómo se calenta-
ban los brazos. Otros, básicamente Jesús y yo, nos conformábamos con hablar-
les a los patos del estanque, pero el éxito que obteníamos era muy escaso, co-
mo mucho una mirada indiferente de las paticortas aves, cuya graciosa forma
de andar en tierra firme, moviendo el culo de derecha a izquierda como una
barca inestable o un coche alemán, nos alegraba la gélida noche.

Conforme se acercaba el día de fin de año, cada compañero explicaba qué


es lo que tenía pensado hacer. Esencialmente eran todo fantasías, porque esta-
rían trabajando mientras la ciudad se emborrachaba de buenos deseos, mira-
das lascivas y ganas por conocer a alguien con quien pasar el rato, cuando los
instintos más básicos se apoderan de cada uno en busca de mover el cuerpo
con más pena que gracia, vomitando litros de alcohol y hablando por los co-
dos, a esas horas donde los vampiros se sentirían en su salsa. Servidor, no te-
nía claro si dejar el trabajo el día de nochevieja y largarme a hacer puñetas lo
más lejos posible, en busca de nuevas desventuras que me hicieran olvidar los
malos ratos vividos en las guardias, o quedarme haciendo el primo, cobrando
el doble ése día, eso sí. Mi indecisión me estaba matando y requería de un pe-
queño impulso que me animase a huir. Lo necesitaba.

Llevaba gran parte del mes hablando con distintas personas por teléfono
mientras trabajaba, porque daba tiempo de todo. De entre ése grupo de gente,
apenas intercambiamos durante un par de semanas una joven que encontré

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por Internet y yo, un puñado de minutos diarios. Palabras en ocasiones forza-
das, las cuales componían las distintas oraciones que, incongruentes o no, ser-
vían para por un momento, despejar la cabeza de tanto agobio debido al frío,
cansancio y aburrimiento supino, abriendo de esta manera la puerta a la son-
risa.

Finalmente, el veintinueve de diciembre, vigilando una carpa donde una


horrorosa exposición de fotografías inundaba el recinto cubierto, mirando fija-
mente a la gruesa e hipnótica lengua de una vaca fotografiada en primer plano,
me decidí. Fue la gota que hizo rebosar el vaso. Me juré que a la tarde cambia-
ría mi hábito e intentaría que algún alma, caritativa o no, me invitase a pasar
en su pueblo el ya cuasi odiado último día del milenio. Dicho y hecho. Una
vez en casa, harto de compartir mis conocimientos informáticos logrados de
forma autodidacta, leyendo libro tras libro y exprimiendo mi cerebro, me pre-
guntaba si sería buena idea el dejar de entrar a las salas de chat relacionadas
con la programación en una nada desdeñable colección de lenguajes y en su lu-
gar, acceder a las típicas salas de amistad, ligue y degeneración sexual en gene-
ral. Me decidí por ésta última opción. El prospecto sonaba demasiado bien co-
mo para ignorar tal oportunidad de huir, poniendo tierra de por medio entre la
alegría y el jolgorio de unos y los juramentos poco variados de los pringados
que se quedarían a dos velas viéndolas venir.

Día treinta de diciembre. Lo más destacable del curro, además del intenso
frío, para variar, fue el comprobar que hay gente demasiado rara. Un tipo grue-
so, rondaría los cuarenta y algo años, con espeso bigote y vestido con una ca-
miseta de manga corta, no sé si de rayas azules horizontales sobre fondo blan-
co o al revés, conjuntado con unos pantalones de pinzas azul marino. En todo
caso, parecía salido de una canción dedicada a Venezia. La cosa no sería extra-
ña si no hubiera llevado el personaje en cuestión un paraguas abierto en una
noche fría y seca, paseándolo con pericia. Nos miraba con sonrisa pícara no

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muy lejos del mentado estanque de patos, mientras hacia él se acercaba un
apuesto varón, el cual aparentaba la mitad de años que su, en principio, su-
puesto amigo sonado. Si hasta el gordito liga con un chaval musculoso, yo pue-
do hacerlo, pero con una mujer, ya que mi orientación sexual difiere, presunta-
mente, de la del bigotudo, me repetía una y otra vez.

Finalizada la jornada laboral, tras relajarme un par de horas en casa, con


los ojos colgando, asemejándome al peor zombie de todos los tiempos, necesi-
taba confirmar que no trabajaría al día siguiente. La bombilla cerebral se ilumi-
nó y fijé la mirada en la agenda telefónica, concretamente en el número de la
mujer que se definía como: una joven, vieja, gorda y bruja. Me daba igual ocho
que ochenta, la cosa era huir. Bueno, lo intentaré con ella, a ver qué tal, quién
sabe, me dije. Todo sea por no soportar el careto del todavía jefe ni de la gente
tocando la moral. Así pues, retorcí los tobillos cual obseso con prisa, encarán-
dolos apuntando a las oficinas para comunicar que no curraría más con ellos,
que se buscasen a otro pringado al que engañar con frases vacías y promesas
falsas.

Treinta y uno de diciembre de mil novecientos noventa y nueve. En Inter-


net, la localidad de la bruja aparecía en a tomar viento Marianico. Se hallaba
demasiado lejos de mi domicilio, a unos trescientos ochenta kilómetros nada
menos. Debía de darme prisa o el tren del siglo cuarto antes de Cristo no llega-
ría a tiempo y no quería comprobar si ella realmente era lo que afirmaba ser.
Sólo faltaría que me lanzase un conjuro y crecieran ancas, porque mi amigo
Nacho sería capaz de meterme en una de las múltiples ollas que posee en su
restaurante, pasando de ésta manera a formar parte de un glamuroso menú.

En la estación, el tren me esperaba impaciente. Tras sacar el correspon-


diente billete, me iba a santiguar, pero como no recordaba con qué mano se ha-
cía, preferí no tentar a la suerte, estas cosas no suelen acabar bien y el efecto
podría ser indeseado si erraba y no estaba dispuesto a arriesgarme. Cerca de

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seis horas me separaban de aquella señorita tan simpática, que se ofreció a lle-
varme por las localidades costeras de su provincia en busca de fiesta. Expectan-
te, desconfiado e ilusionado, me dirigí en busca de un golpe de aire fresco, por-
que, aunque todavía permanecía congelado del puñetero mesecito de guardias
que llevaba, parecía que todo llegaba a su fin, que la suerte iba a cambiar y en
principio, para mejor... o eso deseaba con todas mis fuerzas.

Algo más de trescientos cincuenta minutos después, el tren se quedó sin


vía para circular. Tras coger la ligera bolsa de deporte multicolor que llevaba
conmigo y antes de darme cuenta, un joven me guiñó el ojo. ¿Eh?, ¡qué raro!,
he creído ver como me guiñaba el ojo aquel tipo del fondo, me dije interior-
mente. Segundos después, otro hombre repitió el gesto. ¡Pero qué coño...!,
aquí la gente tiene unas costumbres un tanto raritas, espero que no estén to-
dos cortados por el mismo patrón, murmuré. Una vez fuera de la estación no
tardé en localizar el vehículo de mi intrigante nueva amiga. Ella, según me co-
mentó por IRC era gorda, vieja, fea y bruja. Yo me topé con una maciza, rubia,
delgada y simpática, aunque confieso que la imaginaba pelirroja y muy muy ra-
ra. No le pregunté si era la misma persona, porque el miedo a una respuesta
negativa era bastante potente. Así pues, si la otra mujer había sido sustituida
por ésta, mejor, para qué mentir. No tenía pensado hacer nada con ella, pero
como nunca se sabe, si puedo elegir, mejor que tenga un bonito cuerpo a que
sea la representante de los trolls, ¿no?.

Tras los besos y saludos de rigor, comenzamos una amena conversación


acerca de su capacidad de convertir a la gente en ranas, ya que era algo que me
preocupaba. En el transcurso del recorrido hasta su vivienda, me comentaba
que era bruja y tenía bola y gata negra. Me dedicaba a asentir con la cabeza,
mientras escuchaba atónito su extraño discurso. Por un momento creí que el
tipo del paraguas iba a ser bastante más normal de lo que en un principio juz-
gué. Por lo menos, la joven no parecía formar parte de una banda que se dedi-

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caba a extraer los órganos de incautos como yo. Algo es algo. Ya en casa, la ga-
ta negra me miró como si me conociera de algo, parecía bastante mimosa y pe-
se a tenerle alergia a los gatos, para quedar bien, me dediqué a manosear a di-
cha cosa peluda, esperando que no se me hincharan los ojos como ocurre cada
vez que me acerco a los felinos.

Ella me confesó que no creyó que yo acudiese a la cita, por eso no compró
uvas, pero sacó unas olivas. Son parecidas, sí, le espeté, si me da lo mismo, to-
tal, el acto simbólico de atiborrarse como locos en esos doce segundos que
dan paso al nuevo año, nos atragantaremos igual, le comenté para quitarle hie-
rro al asunto. No se habló más, no me iba a enfadar por unas uvas y menos
con la anfitriona. El hecho de ver la típica escoba voladora colgada de la pared
de una habitación, tampoco ayudaba a desafiarla. Así pues, aguantaría el fin de
semana sin dar mucho mal, eso lo tenía meridianamente claro.

Una vez tomadas las preceptivas uvas, perdón, olivas, mientras intentaba
digerir las doce anchoas del interior, me puse en sus manos y acepté de buen
grado el lugar escogido para desvariar y pasarlo genial. El problema surgió de
inmediato. De entre los dos, ella quería empinar el codo y a mí, aunque en me-
nor medida, también me apetecía hacerlo. Mira que nunca he fumado ni bebi-
do y para un día que me apetece, me voy a quedar con las ganas, me dije. Mi
sentido de la responsabilidad impedía que ninguno de los dos condujese borra-
cho, me negaba en rotundo a ello. Así que me tocó nuevamente pedir zumitos
de piña en las discotecas, para variar, pues es mi bebida fetiche, con la que ten-
go una relación obsesiva. En fin, salimos de casa dirección a unos antros con-
vertidos en macro-tugurios plagados de gente. El personal era para alucinar pe-
pinillos. Ellos, casi todos iban trajeados. Ellas, prácticamente todas enseñaban
más carne de la que cubrían sus harapos ultra caros. Curiosa estampa cuando
menos. Al acceder al interior de un local, quedé ojiplático, comencé a flipar
con la fauna que allí pululaba. Daba la impresión de que en cualquier momen-

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to aquello podía convertirse en una enorme orgía, llena de babosos por un la-
do y de salidas de emergencia por el otro.

La carretera de ida a las discotecas me pareció sublime, llena de curvas en-


trelazadas en las que cabía un coche por sentido cuasi rozándose. Me encanta
conducir y agradecí el diseño del tramo entre localidades. Pasamos varias ho-
ras muy bien, pero decidí cortar por lo sano cuando bailando cual peonza, tro-
pezó y casi se abrió la cabeza contra el suelo. Tocó disimular y no quedó otra
que dar por finalizada la sesión de baile. La vuelta que nos esperaba sería terro-
rífica, esquivando borrachos al volante constantemente, gente ofreciéndose al
mejor postor y vehículos parados en el minúsculo arcén, imagino que sus ocu-
pantes estarían dando rienda suelta a sus más retorcidas obsesiones erótico-
suicidas. No me hacía gracia alguna el conducir con semejante nivel de dificul-
tad, tan sólo lo hice porque la amiga bruja se estaba quedando frita en el asien-
to del copiloto y de un momento a otro potaría hasta la primera papilla, de eso
no cabía duda alguna. Milagrosamente aguantó el medio centenar de kilóme-
tros que separaban las lujuriosas discotecas, de la vivienda, donde media hora
después de haber partido, llegamos sanos y salvos. Eso había que celebrarlo...
¡vaya si lo celebramos!... luego me fui a dormir a la habitación de invitados, to-
do sea dicho.

Con el reflejo de los primeros rayos solares, desperté. La gatita negra si-
tuada a mi vera, me miraba con ojitos de enamorada. La madre que la parió,
no logro dar con nadie normal, incluso a los felinos se les va la perola. Produz-
co un efecto en animales y personas bastante desconcertante... o quizá sea yo
demasiado raro, vaya usted a saber, renegaba para mis adentros. Cuando va-
rias horas después, la anfitriona logró abrir sus ojos azules, no se le ocurrió
otra cosa que teñirse el pelo de color naranja fosforito. Bonita forma de echar-
me de casa. Se lo volvió a teñir, ahora de rubio, cosa que agradecí. El resto del
día transcurrió con normalidad.

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Pasaron las fechas y seguimos celebrando fiestas, porque si algo hay en el
calendario son días festivos. Carnavales, San Valentín, Semana Santa... poco
importaba que creyésemos o no en la, en éste caso, religión cristiana, la cosa
consistía en divertirse. Como digo, una retahíla de fechas marcadas en rojo en
el calendario se sucedían, pero algo extraño comenzó a cambiar. Conforme de-
vorábamos las distintas series de éxito del momento siendo visualizadas en la
caja tonta, le comencé a decir sin aparente motivo, que si algún día caía en co-
ma, que no me desconectasen. La primera vez no hizo caso, pero cuando ya se
lo dije una veintena de veces en el periodo de tres o cuatro años, su mirada se
tornó preocupada. Éste me está diciendo que no le desconecten del coma y es-
tá en plena forma y sano, pensó. La mosca se le apalancó detrás de la oreja. Yo
era incapaz de responderle nada coherente a su pregunta del porqué le estaba
poniendo sobre aviso de algo que no es tan fácil lograr. La carrera por salvar-
me la vida había dado el pistoletazo de salida.

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CAPÍTULO 2

El comienzo de la
odisea

Empezó el año dos mil cinco con los típicos deseos que todo el mundo tiene,
desde vecinos nonagenarios a imberbes chavales en plena edad del pavo, es de-
cir, apuntarse al gimnasio, aprender inglés y perder peso. El típico mantra des-
gastado de tanto usarlo, pero que nadie, a excepción de una raquítica minoría
cumple. En realidad, servidor ni tenía ganas de ver mujeres con tetas más du-
ras que una piedra, las cuales dependiendo de la postura desafiarían a la grave-
dad, ni iba a perder el tiempo en levantar hierros, donde las ilusiones y fanta-
sías del usuario anterior quedarían plasmadas en forma de sudor. Preferí hacer
algo útil y deseché la tentadora oferta recibida en el buzón, para que esculpie-
se mi cuerpo por un módico precio mensual en el gym más pijo de la zona. Co-
mo si no tuviera nada mejor que hacer. Decidí pasar.

Mes tras mes, el año iba avanzando con total normalidad. En el trabajo
moldeaba mi figura durante diez horas diarias, cinco días a la semana. Pese a
que pudiera parecer lo contrario, se me hacían cortas las jornadas por estar
acompañado de un par de ‘artistas’, ambos del sur, familiares y éticamente he-
chos polvo, pero bueno, era su decisión comportarse como gañanes, luego lle-
garían sus lloros. En verano la bruja y yo decidimos ir a darnos una vuelta por
Europa. Suiza, Luxemburgo, Alemania y Liechtenstein fueron los destinos es-

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cogidos. Disfrutamos las dos semanas largas y seguíamos sin tener ninguna
pista de la trágica situación que se avecinaba.

Tan tranquilos, retomamos en septiembre cada uno su puesto de trabajo.


Ella en la capital de la provincia, mientras que servidor, en un pueblo con po-
quito glamour, las cosas como son. Poco antes de concluir el mes fue la última
vez que le mencioné que no me desconectasen si caía en coma. Llevaba como
un año, quizá algo más sin recordárselo. Su reacción, lejos de expresar hartaz-
go por volver de nuevo dando la matraca con la misma historia, provocó una
intensa mirada la cual clavó en lo más profundo de mis ojos, intentando ver
más allá, porque tantas veces repitiendo lo mismo estaba claro que no era ca-
sualidad. Ya para finales de octubre, mi salud empezó a resentirse, algo hacía
que un hilo de debilidad tuviera acceso a mi sistema inmunológico. Fueron
unos días en los que no me acababa de encontrar fino del todo, aunque tampo-
co le di mayor importancia. La ‘diversión’ entre comillas, claro, estaba por lle-
gar...

A principios de noviembre, concretamente el viernes cuatro, en el trabajo


viendo lo bien que respondía, decidieron hacerme indefinido. Llevaba todo el
año con ellos y les costó decidirse, pero bueno, teniendo en cuenta que el en-
cargado no sabía distinguir entre Austria y Australia, no se puede uno quejar,
esencialmente por la cifra que reflejaba mi nómina mensual. El lunes siete del
mismo mes, ya empecé a notar una ligera molestia, no sabría muy bien definir-
la, sentía el abdomen como revuelto, una sensación muy desagradable. Lo
achaqué a algunas de mis múltiples alergias que colecciono, ya sea al olivo, pe-
los de gato, polen, humo del tabaco, fotofobia, etcétera.

Transcurrió la semana desde el mencionado lunes siete, sin pena ni gloria,


pero el domingo día trece, una minúscula gota de sangre apareció en el cuarto
de baño. De inmediato todas las alarmas se dispararon, no sabía de dónde ca-
yó ésa mancha roja brillante. Con la cara hecha un ocho, fui a comentárselo a

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la bruja, cuyo gesto de incredulidad no era muy distinto al mío. Al no tener
asignado ningún doctor, porque desde el uno de enero del dos mil, no había
acudido jamás a consulta en mil ochocientos días, aproximadamente, tuve que
pedirle a ella que llamase pidiendo hora en el médico de cabecera que creyera
conveniente. Dicho y hecho. Descolgó el teléfono y ante el ofrecimiento de ir
de urgencias, decidimos que no, porque si todo el mundo por una minúscula
gota de sangre acudiese a urgencias, estarían colapsadas y podríamos retrasar
a cualquiera que estuviera grave de verdad, inclusive pudiendo acabar en fatali-
dad. Así pues, nos citaron para el día siguiente a la tarde.

Llegó el momento del chupinazo, el punto de inflexión que cambiaría pa-


ra siempre mi vida. Nadie en su sano juicio hubiera imaginado algo semejante
ni en la peor de sus pesadillas. Como digo, tras finalizar la jornada laboral, sin
pasar por casa decidí acercarme a la cita con la doctora, creyendo que sería po-
co menos que un mero trámite. Me presenté en el centro médico con varios
minutos de antelación, cogí sitio en los bancos existentes frente a la consulta
y esperé pacientemente a ser llamado. La moral se me iba minando, pues en-
tre el cansancio acumulado del curro y el previsible rato que debería soportar
todavía, mi paciencia había llegado al límite. En un momento dado, alcé la mi-
rada al frente y observé como un bonito número trece lucía desafiante a la par
que reluciente en el centro de aquella puerta. No pude sino soltar una sonrisa
irónica acompañada por un juramento ininteligible.

Cuando menos lo esperaba, se abrió dicha puerta de sopetón, dejando la


delgada figura de la médica al descubierto. ¿Eh?, me quedé patidifuso. Iba con
una minifalda realmente corta, su blusa ceñida, marcaba algo más que el con-
torno dorsal. De rostro resplandeciente, con unos andares mezcla de sexis y
chulescos y como no, portaba unas gafas de niña pija que no podía con ellas...
aún siendo más feas un frigorífico por detrás, tanto las gafas, como la doctora.

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Luego del tradicional saludo protocolario, entré de lleno en el asunto. La con-
versación fue así:

- [Ella] A ver, cuéntame qué te pasa.

- [ Yo ] Verá, ayer al acudir al servicio me cercioré de que solté una peque-


ña gota de sangre. Tengo malestar general y dolor abdominal. Hoy también
he sangrado, pero lo raro es que me siento bien.

- [Ella] Colócate junto a la camilla y desnúdate, que voy a examinarte.

- [ Yo ] Es que acabo de llegar de trabajar y estoy sudado, no creo que sea


el mejor momento. Si quiere, mañana vuelvo duchado.

- [Ella] Bueno, ve abajo y pide cita sin falta para mañana o pasado como
muy tarde. Seguramente serán hemorroides, no te preocupes.

Tras el corto diálogo entablado, me dirigí a la planta inferior, donde, si-


guiendo sus indicaciones, pedí cita, la cual era para un par de días después. A
continuación, algo más relajado recorrí con el coche los escasos kilómetros
que separaban el centro de salud, de la vivienda, sita en una urbanización a las
afueras de la localidad. Mientras cenaba, le explicaba a la bruja -y a la gata- có-
mo transcurrió el encuentro con la facultativo. Más tarde, pasé un breve lapso
de tiempo viendo la televisión y aquello era insufrible. La basura de programa-
ción, sin duda, fue la excusa perfecta para, decantarme por ir a dormir, porque
al ser noche cerrada, como que no apetecía otra cosa.

Pasaron cuarenta y ocho horas y allí me hallaba yo, sentado frente a ella
en consulta, flipando por su vestimenta, todavía más sexy que en la primera
ocasión. Imaginaba que lograr superar aquella erótica ropa era una cuestión
harto difícil... iluso de mí. En ese preciso instante, a mi derecha se abrió una

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puerta, accediendo a la consulta una enfermera más ancha que alta, que para
rizar el rizo, su cara dejaba bien a las claras que tenía menos luces que una pie-
dra, como así confirmó instantes después. Ambas comenzaron un diálogo su-
rrealista, salido de mentes calenturientas siendo suave, ¡madre del amor her-
moso!, menudo nivel. Lo peor de todo, es que ellas además de español, tam-
bién hablan otro idioma existente en su región y creyendo que no las enten-
día, dieron rienda suelta a sus majaderías. Mis conocimientos de ése otro idio-
ma cuasi seguro son más amplios en todo sentido que el de ellas, cosas de ser
políglota convencido.

La sarta de paridas e impertinencias -traducidas- varias fue tal que así:

- [Enf.] ¡Hola, qué tal!. ¿Has visto qué culo tiene el chileno que está fue-
ra?.

- [Dra.] Sí, ¡no está nada mal!.

- [Enf.] Lo tiene perfecto. ¡Acuéstate con él!.

- [Dra.] Creo que está casado, ¿no?.

- [Enf.] ¡Qué más da!. -dicho con entonación muy exagerada-

- [Dra.] Pues sí. -asintiendo con la cabeza a la vez-

- [Enf.] Voy a ver si sigue ahí.

Para que usted vea qué tipo de gente eran esas dos mujeres, el señor chile-
no al que hacían referencia, estaba con su hijo esperando a entrar en la consul-
ta del pedíatra. Resulta asqueroso el comprobar como unas personas se anima-
ban entre sí a mantener relaciones sexuales con alguien casado, sin importar,
ni saber a ciencia cierta si él quería. En todo caso, aunque no lograran su obje-

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tivo, la falta de respeto mostrada para con la pareja del aludido era alucinante.
Simplemente vomitivo. Menuda profesionalidad de mierda, dicho con toda la
acritud posible, evidentemente.

Cuando el par de minutos de sonrisas estúpidas y lenguaje soez finalizó,


llevándose la enfermera su mala educación consigo, pude expresarme con cier-
ta tranquilidad. Le comenté a la doctora, que el sangrado había aumentado li-
geramente, pero seguía siendo irrisoria la cantidad de la misma. Tal y como
quedamos dos días antes, ella a fin de lograr un certero diagnóstico, me explo-
raría la zona afectada. Sabedor de dónde fijaría el punto de mira la erótica doc-
tora, los nervios comenzaron a aflorar. Era lo que tocaba, no podía negarme, la
salud es lo primero.

Me siento incómodo con sólo recordar la situación vivida. Servidor com-


prende que ella necesitaba realizar las comprobaciones necesarias palpando
donde creyese oportuno. También puedo llegar a entender que cada uno se vis-
te como le da la gana, sin necesidad de darle explicaciones al prójimo, pero cla-
ro, una cosa no quita la otra y sangrando o no, seguía -y sigo- siendo un varón
heterosexual con reacciones involuntarias. Si por el motivo que fuere sintiere
excitación, cosa que deseaba no se produjera, obviamente, se iba a notar sí o
sí. En fin. Se puso en pie tras su mesa y me lanzó una mirada con mueca de
mujer fatal, para, con atrevida pose decirme: ‘quítate los pantalones y déjalos
sobre la camilla’. ¿Eh?, quedé confundido, ya que creí que me exploraría a fon-
do estando yo boca abajo sobre la mencionada camilla. No entendí nada, por
aquél entonces, mi cociente intelectual de ciento cuarenta y tres puntos no sir-
vieron de nada, quedé descolocado, pero le hice caso, temiéndome lo peor, cla-
ro.

Mido metro setenta y ocho de altura, espalda ancha, de complexión fuerte


y sin apenas grasa debido a fundirme en el trabajo. Me encontraba desnudo de
cintura para abajo cuando a ella no se le ocurre nada mejor que ponerse, pri-

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mero de cuclillas, para posteriormente proseguir de rodillas. Pegó su rostro a
mis glúteos y los separó con las manos, -sin guantes- introduciendo la nariz
en diagonal por el escaso hueco y rozándome con la misma los testículos se-
gún se iba moviendo. Por la parte delantera comenzó a despertarse el miem-
bro viril, que visto desde arriba parecía desbocado debido a la sobreexcitación.
No me lo puedo creer... por favor, que acabe ya, que acabe ya, me repetía una y
otra vez para mis adentros. Si en ese preciso instante hubiere entrado alguien,
más que una exploración rectal a un paciente enfermo, parecía el rodaje de
una película porno en plena actuación estelar de la protagonista femenina. Im-
presionante.

Una vez finalizó el examen de la zona anal, un alivio recorrió de pies a ca-
beza mi cuerpo mientras me vestía. Lo pasé realmente mal, no me creía aque-
llo, pero claro, de entre los dos, la que estudió años medicina fue ella. Expec-
tante ante lo que pudiere haber visto, posé mi duro -y manoseado- trasero en
la silla y escuché atentamente su diagnóstico. Mira, comenzó a explicarme, no
he visto nada reseñable, quizá un principio de hemorroides, pero no tiene im-
portancia. No obstante, para que te acabes de recuperar del sangrado, te doy
la baja laboral por diez días. En recepción pide hora para la semana entrante,
sentenció. ¡Pero qué coño!, me dije. Cómo me va a dar la baja diez días si es-
toy bien. Ahora ve a contárselo al lerdo del encargado, aunque seguramente
no se entere una mierda de nada, murmuré.

El lunes de la semana siguiente vuelta a ir a consulta. Ahora mi estado fí-


sico era algo peor, sangraba más y el color de las gotas era de un rojo más oscu-
ro. Se sumó un dolor abdominal en ocasiones muy intenso, aunque todavía le-
jos de provocarme una sonora queja, ya que soy bastante duro, modestia apar-
te. La doctora, nada más verme entrar a su despacho me dijo que no iba a ex-
plorarme, pues en tan pocos días no habría suficiente alteración como para
que requiriese de su experta nariz, perdón, vista y manos palpando ahí abajo.

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Le pedí que me recetase antibiótico, porque parecía ida, como fantaseando
con vaya usted a saber qué parida. Ni me tomó la tensión, temperatura, peso,
etc. Sentí que molestaba, ya que repito, ella parecía estar en otra galaxia men-
talmente. Me dirigí a casa cariacontecido, creyendo que mis dolores no eran
reales, pero ¡vaya si lo eran!... posteriormente, en la habitación de la vivienda,
pude comprobar que prácticamente la fiebre alcanzaba los cuarenta grados, es-
taba sudando con dos bajo cero y el apetito desapareció de mi diccionario.

El miércoles veintitrés de noviembre me presenté de nuevo en su bonita


consulta. Nada más verme, de su cara se borró la estúpida sonrisa que tan
bien dominaba y se dibujó una mueca de incredulidad. Comenzaba a tenerme
tirria porque imagino que pensaría que le estaba vacilando y exagerando los
síntomas, nada más lejos. La puñetera realidad es que el sudor de mi frente co-
menzó a adornar su elegante mesa en forma de gotas caídas desde la frente,
haciendo en la calle un par de grados negativos. Ella sonreía y sonreía, mos-
trando sus dientes de color blanco nuclear, a la par que se empeñó involunta-
riamente -o eso quiero creer- en enseñarme su minúscula ropa interior de en-
caje que llevaba entre sus depiladas piernas, visible según estaba sentada, ya
que no había nada que tapase la visión directa. Cuando daba todo por perdido
e iba a largarme a casa, se le encendió la bombilla en su raquítico cerebro y
me recetó algo a ciegas, afirmando que tomando una pastilla de ésas cada
ocho horas, mejoraría, para acabar curándome a causa de sus efectos sobre mi
organismo. Esperanzado con el medicamento recetado, volví a casa hecho pol-
vo, eso sí. La cuenta atrás había comenzado. Esas malditas pastillas iban a
cambiar mi vida para siempre y todo por la asquerosa doctora y su falta de ce-
lo.

En la primera farmacia que me topé, adquirí las jodidas pastillas asesinas.


Fue comenzar a tomarlas y agujerearme el intestino grueso de una forma bru-
tal, como si una ráfaga de ametralladora impactara en él. Perdí el poco apetito

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que me quedaba, del malestar, no hacía otra cosa que estar todo el santo día
metido debajo del edredón, tiritando bestialmente de frío y muriéndome de ca-
lor. La mujer lloraba desconsolada desde la puerta de la habitación viendo co-
mo se consumía mi vida. Empecé a bajar de peso de forma escalonada al princi-
pio, posteriormente se fue acelerando la autopista hacia la muerte. Me estaba
quedando anémico a marchas forzadas. No era capaz ni de comer una mini-tor-
tilla de patata de escasos diez centímetros de diámetro. Tal cual. A lo sumo,
muy de vez en cuando, mi cuerpo aceptaba una sopa, únicamente el caldo ca-
liente, sin fideos, ni nada de nada.

El doce de diciembre, por enésima vez acudí a consulta. La doctora ya ni


disimulaba. Me miraba como perdonándome la vida, daba asco y pena la podri-
da forma de ser que gastaba. Su puto recibimiento fue: ¿otra vez aquí?, ¡qué
quieres ahora!, daban buena fe de su nula empatía, porque conocimientos de
medicina estaba claro desde hacía días que no tenía ninguno. Lo mejor que sa-
bía hacer era ponerse de rodillas frente al paciente desnudo. Me hago una lige-
ra idea de cómo aprobó los distintos exámenes. Le comenté que la última se-
mana larga, bajaba unos ochocientos gramos al día, cosa que por un oído le en-
traba y por el otro le salía. Me volvió a repetir que no tenía nada y amplió la
baja por quince días más, cosa que aproveché para largarme a otro lugar en
busca de una segunda opinión.

Llegado a este punto, hago un inciso. En veintiocho días acudí unas dieci-
séis veces a consulta. En el juicio que hubo años después, pude demostrar que
fui una decena de veces, que quede claro. Podrá sonar raro, pero todo lo que
narro con este tono tan personal, es cierto. Si contase de otra forma mi expe-
riencia, tenga en cuenta que usted no podría leer más allá de la primera página
de éste increíble y clarificador libro, a poco empático que usted fuere.

Viendo que era inútil acudir al médico, decidí cambiar de aires aprove-
chando la renovada baja médica. Ni de coña pensé que era normal adelgazar

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trece kilos en veintiocho días, tal como afirmaba la imbécil -por echarle un pi-
ropo- de la doctora. Decidí dar un giro a la situación y si quería un resultado
distinto, estaba meridianamente claro que algo tendría que cambiar, sino en
unos poquitos días pasaría a formar parte de un bonito campo lleno de paz.

Martes trece de diciembre de dos mil cinco. Me dolía todo de una manera
que no se hace usted una idea ni de lejos... y que así siga. Estaba peor que
ayer, pero presumiblemente mejor que mañana, como se suele decir. Comenté
con la pareja que no podía más, que me dejase en la estación, situada a unos
ciento veinte kilómetros de casa. Sin pensárselo dos veces, metimos la bolsa
de deporte en el maletero y decididos marchamos. Miré su rostro preocupado
y la vi conducir bastante regular siendo generoso, pues ella por la noche ape-
nas distingue las cosas, su visión disminuye hasta impedirle conducir por ries-
go de sufrir un accidente. Poquitos minutos después de salir, un pensamiento
alertó mi cerebro...

“Has adelgazado trece kilos en menos de un mes, su número de consulta


es el trece, te pusiste enfermo el día trece y... adivina a qué día estamos”, me
recordó el flashback.

Mmm, mira, será mejor que demos media vuelta y ya mañana, con más
tiempo y despejados, nos acercamos tranquilamente a la estación, ¿te parece?,
le propuse. A la bruja -buena- se le abrió el cielo, pilló el primer desvío y volvi-
mos lentamente, pero seguros a casa. Quizá pueda juzgar usted mi comporta-
miento con respecto al número trece como algo irracional, pero qué quiere
que le diga, me pasaron tantas cosas absurdas, inesperadas, estrambóticas e
inclusive eróticas, que ya no me sorprendería nada. Así que entre unas cosas y

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otras, sumadas al tremendo dolor, fatiga y demás sensaciones negativas, pasé
de todo y por la mañana sería otro día.

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CAPÍTULO 3

Vámonos, que te vas

Miércoles, catorce de diciembre de dos mil cinco. Pasé la noche notablemente


peor que la jornada anterior, yendo y viniendo al y del cuarto de baño de for-
ma constante, descargando una considerable cantidad de sangre cada vez. El
significado de la palabra dormir lo había perdido hace ya alrededor de un par
de semanas, pero lo sucedido la madrugada del trece al catorce fue brutal. Sin
opción a descansar ni un cuarto de hora tranquilo transcurrieron las escasas
ocho horas desde que me metí en el sobre, bueno, en realidad debajo del edre-
dón, como de costumbre, temblando de frío y achicharrándome de calor. Sin
llegar a tomarme la temperatura, calculo que no bajaría de los treinta y nueve
ni de broma.

Ahora sí, que sí. Llegó el turno de escapar para no volver en un tiempo
prudencial, como mínimo hasta estar bastante recuperado de la incansable en-
fermedad que padecía. Necesitaba imperiosamente curarme de aquello que
me estaba consumiendo como un maldito cigarrillo encendido. Mi pareja, visi-
blemente preocupada, con la cara notablemente seria, se armó de valor y puso
rumbo hacia la estación intermodal situada a ciento veinte kilómetros de dis-
tancia aproximadamente, en una ciudad con bastante más empaque y reconoci-
miento a todos los niveles, tanto dentro como fuera de España. Eso de subir-
me en el tren cutre y más lento que una tortuga coja colindante a la localidad
adyacente a casa, la misma que me quería matar, no lo contemplaba, no era
una opción viable, simplemente.

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Me despedí de la bruja -buena- confirmando que le pegaría un toque por
teléfono nada más llegar. El jodido problema es que mi intestino grueso esta-
ba agujereado en gran parte del mismo, cosa que desconocía por completo.

Como se retrasase el viaje, moriría de camino sentado junto a una joven


pareja italiana. Tan sólo pedía que por favor, por una vez y sin que sirviese de
precedente, el tren llegase puntual. Sin saberlo, mi vida dependía en gran par-
te de ello, jamás hubiera imaginado que me quedaban unas pocas horas de vi-
da, ya que la innombrable de hasta entonces médico de cabecera, juraba y per-
juraba una y otra vez que me encontraba bien, que no me preocupase. Cada
vez que me acuerdo de ella, aflora lo peor de mí, me siento extraño, nada habi-
tuado a compadrear con tan primitivos sentimientos, pero como soy una per-
sona educada, prudente y para nada violenta, a lo máximo que llego es a man-
darla a tomar por culo, cosa que no dudo que dicha facultativo haga, haya he-
cho o hará con alguno de sus pacientes, visto lo visto en primera persona.

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Arribé a la ciudad puente, donde básicamente lo único que haría sería co-
ger un taxi que me llevase a la localidad donde vivían mis padres, al norte de
donde me hallaba, a unos ochenta kilómetros de distancia. El dolor abdominal
había desaparecido, la fiebre bajado y por un momento, aunque todavía ma-
reado y con mal cuerpo, pude intuir un rayo de esperanza. La disyuntiva pre-
sentada fue resuelta con solvencia, pues no podía avisar a un familiar que vi-
niera a recogerme, ya que teóricamente me encontraba sano y trabajando en
otra región. Tampoco había servicio de autobús a esas horas, pues serían so-
bre las dos de la madrugada tranquilamente. Poca ilusión me hacía viajar en
un vehículo llevado por alguien que por estas tierras conducen como si tuvie-
ran un cohete metido allá donde amargan los pepinos.

Le pregunté al taxista que cuanto costaba el viaje. Con un escueto: ‘sesen-


ta y seis euros’ dio por finalizada su respuesta. Me acerqué al cajero y saqué el
dinero, debí tardar un par de minutos. Ayudado a dejar la bolsa en el malete-
ro, monté detrás. El dolor regresó de donde quiera que se hubiere ido, me que-
dé sin voz, literalmente, durante el viaje y para colmo, me tocó el conductor
más lento posible. No recordaba que por una amplia alfombra bautizada como
autovía, los taxis fueran tan despacio. A aquél buen hombre no le apetecería
nada recorrer ciento sesenta kilómetros de madrugada, pero qué quiere que le
diga, es su trabajo, no hay más. Casi una hora después llegamos a la pequeña
localidad. La cara del taxista era todo un poema, al comprobar que ni podía ha-
blar, ni tan siquiera descargar la bolsa del maletero del coche. Tras pagarle por
su inestimable servicio, me deseó de corazón que mejorase pronto de mi enfer-
medad. Todo un gesto.

Estaba a cincuenta metros escasos del edificio donde mis padres dormían
plácidamente, ajenos a mi estado de salud. En ése corto trayecto, todavía a día
de hoy, no me explico cómo recuperé la voz. Llamé al timbre de la puerta y ex-
trañados comprobaron que era su hijo pequeño. Tras una breve charla, con

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mentiras en forma de excusa de por medio, para no intranquilizarles, claro es-
tá, fui a mi antigua habitación, aquella que me vio crecer. Todo seguía práctica-
mente igual que cuando la dejé, con muy ligeros cambios.

No quería bajo ningún concepto preocuparles, pero claro, me estaba de-


sangrando, literalmente. A la quinta o sexta vez que acudí del cuarto, al baño
en apenas quince minutos, comenzaron a hacer preguntas incómodas. Hasta
aquí hemos llegado, me dije. Volví a vestirme y decidido acudí a urgencias,
que pese a marcar el termómetro una cifra rondando los cero grados, yo iba en
manga corta por la calle, recorriendo los escasos cuatrocientos metros o así
existentes desde el piso hasta el hospital, vamos, un pequeño paseo. La enor-
me cantidad de desventuras que iba a vivir en primerísima persona, en breve
comenzarían.

Madrugada del catorce al quince de diciembre de dos mil cinco. Aparecí


en urgencias e inmediatamente acudió a recibirme una enfermera llamativa-
mente baja respecto a su altura. Con tan sólo decirle: ‘me encuentro mal’ le
bastó. Rápidamente un par de doctores jóvenes me atendieron y mientras me
preguntaban sobre mi orientación sexual, alimentación y preguntas del estilo,
todas necesarias para ir descartando o no, las enfermeras comenzaron a sacar-
me sangre, tomarme la temperatura, tensión y pulsaciones. Entré en urgencias
con treinta y nueve grados y medio de fiebre, acompañada por una hermosa ta-
quicardia, palidez y frialdad cutánea según el informe médico. Ése día, en el
transcurso de las veinticuatro horas, me extrajeron sangre nada menos que
veintitrés veces, todo ello demostrable mediante el preceptivo informe médico
firmado y sellado. Lo digo por si alguien dudase de que fuere real.

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Los médicos, con cara de incredulidad fueron un momento a llamar a un
tercer doctor, no les gustaba nada lo que estaban intuyendo. Por su parte, las
enfermeras seguían sacándome sangre, mientras se decían la una a la otra fra-
ses de tipo: ‘mira, si las venas parecen túneles’ y majaderías del estilo, provoca-
do por el poco frecuente grosor de las mismas, luciendo como si de un cultu-
rista en plena tensión se tratase... más o menos.

El periplo por distintas secciones del centro de salud no había hecho más
que comenzar. Recuerdo nítidamente cuasi todo, pero en especial, cuando me
llevaban a toda velocidad sobre una camilla por los pasillos del hospital de día,
dándose prisa pues el frágil hilo de vida que me quedaba daba señales de rom-
perse en cualquier instante. En un momento dado, recuperé sin motivo bastan-
te fuerza, con lo que aprovecharon para hacerme una radiografía del torso. Sa-
lió mal porque me moví, con lo que al repetirla, mis brazos no pudieron se-
guir agarrando aquella máquina y caí semi inconsciente. El doctor corriendo,
salió a pedir auxilio a gritos. No tardarían nada en llegar un buen puñado de
colegas, enfermeras y hasta algún celador. Todos eran válidos en ése momen-
to. Me levantaron, tumbaron en una camilla metálica y bajaron una máquina
para radiografiarme, ésta vez sí, el torso. En esos momentos recuerdo que aca-
bé perdiendo la conciencia y no la recuperaría hasta los momentos finales de

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una colonoscopia que me estaban practicando para asegurarse de que el diag-
nóstico fuere correcto.

Reunidos varios doctores, deliberaron sobre los resultados recién obteni-


dos de las distintas pruebas realizadas. Indudablemente deberían operarme de
urgencia, porque la otra opción era dejarme fallecer, ya que mi cuerpo destro-
zado por la negligencia de la doctora que me atendió en noviembre no podía
hacer nada. Dicha operación no era sencilla, al contrario, tenía un noventa y
cinco por ciento de posibilidades de morir en quirófano. Como quien no quie-
re la cosa, el momento cumbre hizo acto de presencia. Le dicté el número de
teléfono de mis padres al cirujano, tomando buena nota. Ya era quince de di-
ciembre, alrededor de las seis de la mañana. Mientras preparaban el quirófa-
no, llegaban doctores que estaban de fiesta y demás. Pasé unos interminables
minutos a base de suero, acompañado por mis padres, que raudos se persona-
ron al ser llamados. La sed minaba mi moral, necesitaba beber agua y lo más
parecido fue enjuagarme con un poquito la boca, pero sin tragar absolutamen-
te ni una gota.

Sin recordar nada desde que estaba esperando a ser operado, puesto que
la fiesta había dado comienzo, un indeterminado rato después, nuevamente
volví a ver. La imagen era dantesca, no es que no entendiese nada, es que ni
me planteaba qué estaba sucediendo, siendo sincero. Yo seguía vivo, era mi
cuerpo el que la había cascado. Permanecía en el quirófano destripado, con to-
dos los órganos que hay bajo la zona abdominal fuera del cuerpo, colocados en
unas bandejas similares a las de una carnicería, conectados a mi cuádriceps iz-
quierdo que hacía de toma de tierra. Todo ello lo visualizaba desde la parte su-
perior del quirófano. El cirujano jefe no estaba, ya que salió a notificarles a
mis padres que yacía muerto en el interior. Se puede usted imaginar la reac-
ción que dicha noticia causó. Lloros de mis padres, hermanos e inclusive de
mi seca cuñada. Dicha escena duraría poco, porque avisaron al artista del bis-

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turí que entrase... mi cuerpo volvió a darles trabajo al excelente grupo de médi-
cos y enfermeras. ¿Qué?, respondieron cuasi todos al unísono. Desde enton-
ces dejé de ver nada. Para evitar un dolor inhumano e innecesario, decidieron
dejarme en coma inducido, cosa que agradezco doblemente, por el dolor evita-
do y por permitirme ver ‘el otro lado’, aunque los doctores no se crean nada.

Si entré en urgencias con treinta y nueve grados y medio, unido a una ta-
quicardia, sin saber especificar la cifra, pero se considera taquicardia desde las
cien pulsaciones por minuto, añadan que me amputaron un gigantesco trozo
de intestino grueso, el cual realiza cinco mil funciones en el cuerpo humano.
Con él, se fueron el ochenta por ciento de mis defensas, por ello, la fiebre me
subió hasta los cuarenta y dos grados, con picos de cuarenta y cinco y ciento
noventa pulsaciones durante cuarenta y ocho horas consecutivas.

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