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HISTORIA DE ISRAEL

Los orígenes del hombre

Los antepasados del hombre

Los primeros pasos del hombre, o ¿cómo sobrevivir?

Los primates

Cuando el hombre esperaba el espíritu

¿A partir de qué momento el hombre tuvo “alma”?

El misterio del hombre

Enderezado, erecto, liberado, despierto, resucitado

La prehistoria en Palestina

La época mousteriana

Ubeidiyeh

Fin del Paleolítico y Neolítico

Una religión matriarcal

Últimas etapas antes de la historia

El tiempo de los patriarcas

Palestina en el tercer milenio

La presión irresistible de los nómadas

Una edad de oro en Palestina

Los Hicsos

Una relectura

La promesa que juró a nuestros Padres

Éxodo y tierra prometida

Un silencio de varios siglos

El Éxodo de Moisés

La elección de Israel
El Horeb

El encuentro en Cadés-Barne

Josué

Jefes carismáticos

El silencio de las grandes potencias

El tiempo de los reyes

Los ancianos piden un rey

David

Un cisma religioso

El reino de Israel

Siquem, Tirsa, Samaria

Las últimas horas

El reino de Judá

Judá, el reino de la promesa

Judá en los arcanos de la política internacional

Ezequías

Los profetas

La gran Pascua

La reforma de Josías

La muerte del justo y la vuelta de los reyes impíos

La ruina del reino de Judá

Dispersos entre las naciones

La cautividad y el regreso

Toma e incendio de Jerusalén

Babilonia la Grande

Una prueba y un desafío

La comunidad judía se organiza

La salvación viene de los persas


Ciro adopta una nueva política

Ciro ordena la reconstrucción del templo

En tiempos de los persas y de los macedonios.

El retorno y sus desilusiones

La reconstrucción del templo

Los “habitantes del país”

El templo y los sacerdotes

La oración de los Salmos

Nehemías levanta las murallas de Jerusalén

Persia cuenta con Esdras

La solemne lectura de la Ley

El caso de las extranjeras

El libro de Rut

Los Doctores de la Ley

Los comienzos de la helenización

La Macedonia hace noticia

Las campañas de Alejandro

La victoria y la muerte

El imperio desgarrado

Seléucidas y romanos

Antíoco IV Epífanes

El sacrilegio

Los asmoneos. Helenismo y judaísmo

Los sumos sacerdotes divididos

Judas Macabeo (166-160)

La resistencia toma auge

Jonatán (160-143)

El doble juego
Los asmoneos. El nacimiento de una dinastía

Las gusano en el fruto

Las primeras disensiones

Juan Hircano (134-104)

Entre Fariseos y Saduceos

Aristóbulo el Terrible (104-103)

Alejandro Janneo (103-76)

En conflicto con los Fariseos

Alejandra (76-67)

Los hermanos enemigos

El imperio romano

Pompeyo en Oriente

Una redistribución de las cartas

Entre Pompeyo y César, Antonio y Octavio

Un nuevo cambio de frente

Roma: hacia el poder absoluto

La reforma de Augusto

Herodes magno

Un personaje complejo

El modelo grecorromano

La herencia repartida

La repartición y sus consecuencias

Judea sometida a los procuradores

Filipo

Herodes Antipas

Agripa

Crecimiento de la Iglesia

Las rebeliones judías


La tensión aumenta

La “Primera Rebelión”

Vespasiano emperador

La toma de Jerusalén

El fin de la rebelión

Agitación bajo Trajano

Bar Kochba

Los judíos se organizan

Cristianos en Palestina

Los orígenes del hombre

Jesús ya había pasado los treinta años de edad cuando


comenzó. Para todos era el hijo de José, hijo de Helí, hijo
de Matat,… hijo de Enós, hijo de Set, hijo de Adán, que
venía de Dios.” (Luc 3, 23…38.)

Lucas arraiga el misterio de Cristo en los orígenes de la


aventura humana. Las 77 generaciones son évidentemente
simbólicas, pero el último de la lista – que es de hecho el
primero – es Adán. Lucas nos dice en dos palabras su
eminente dignidad: venía de Dios. El paciente trabajo de los paleontólogos y de los
historiadores ha desvelado en parte los orígenes del hombre: durante centenas de
miels de años el hombre ha recorrido silenciosamente el largo camino de la vida,
preparando de generación en generación a la humanidad en la cual el Verbo habría
de encarnarse.

Los antepasados del hombre


La especie humana se presenta como una última rama del árbol de la vida, y nunca
se debe olvidar que la cadena de sus antepasados remonta a la primera materia
viva de la que salieron todas las especies. Pero todos sabemos que los monos, o
simios, son los animales más parecidos a nosotros. De ahí las preguntas:

 Si descendemos de alguno de ellos, ¿de cuál será?


 Y si no son más que primos nuestros, ¿cómo y cuándo nuestros
antepasados se apartaron de ellos?

Para empezar, es totalmente seguro que los grandes primates actuales, el gorila y
el chimpancé, no son más que primos nuestros. Y no representan al antepasado
común, porque mientras el hombre se iba transformando en todo su cuerpo,
también los primates, de los que se había separado para empezar esta evolución
original, se especializaron en una dirección diferente, caracterizada por el desarrollo
de los dientes, de la mandíbula y de los brazos. Los más inteligentes de los
actuales primates son más “bestiales” que sus antepasados del tiempo en que nos
apartamos.

¿Cuándo se hizo la separación? La ciencia actual no puede precisar la fecha entre


dos extremos que serían unos diez o quince millones de años atrás.

¿En qué lugar sucedió ? Hace unos años atrás, todos habrían contestado: en la
parte oriental de África, de Etiopía a Tanzania, pues es ahí donde se sitúa la
evolución posterior de la rama en la que se origina el hombre. Ahora, a raíz de
nuevos descubrimientos en China, parece que la separación se hizo en Asia del
este, y que nuestra rama se desplazó posteriormente hacia África donde se
humanizó.

¿Cómo sucedió?

Los primeros pasos del hombre, o ¿cómo sobrevivir?


Hace unos diecisiete millones de años, toda la parte oriental de Africa, de Etiopía a
Tanzania, estaba cubierta de selvas ecuatoriales donde prosperaban gran cantidad
de primates (los primates son el grupo zoológico que abarca a los monos más
cercanos a nosotros). Esos vivían en los árboles y saltaban de rama en rama, con
su larga cola que les hacía de balancín. Eran de tamaño pequeño y se alimentaban
de frutas y hojas.

Fue entonces cuando la deriva de los continentes y el choque de la placa “Africa-


Arabia” con la placa asiática anteriormente separada, produjo un cataclismo
geológico. Se hundió una larga falla norte-sur, desde Palestina (con la depresión
del Jordán y del mar Muerto) hasta los grandes lagos africanos de Kenya. Tal vez
fue ésta la razón por la cual se inició un cambio climático. La humedad disminuyó
paulatinamente y las selvas se hicieron menos espesas, dejando lugar poco a poco
a la sabana, interrumpida por bosques cada vez más reducidos.

Una parte de los primates se replegaron hacia el oeste, donde todavía subsisten las
inmensas selvas. Su evolución los llevó a producir especies más grandes y fuertes,
como son el chimpancé y el gorila, que se desplazan preferentemente sujetándose
de las ramas con sus brazos largos y atléticos.

En cuanto a los de la parte oriental, tuvieron que adaptarse a una tierra donde por
falta de árboles era más difícil defenderse de los carnívoros y donde ya escaseaban
las frutas. Para alimentarse de semillas, de raíces y otras fibras vegetales duras,
que desgastaban sus dientes, se reforzaron las mandíbulas, el esmalte de los
dientes se hizo muy espeso. Para disuadir a los enemigos tuvieron que vivir en
sociedades y crecieron en tamaño y fuerza. Ya eran capaces de mantenerse casi en
postura erecta. Se afianzaron en esta manera de caminar, valiéndose de sus manos
para agarrar la comida que llevaban a su boca y también para defenderse usando
bastones y tirando piedras. Es probable que esos antepasados supieron labrar
piedras en forma muy rudimentaria para hacerlas cortantes.

Lo que acabamos de exponer no es más que una visión global, un panorama del
sector de Africa en que se han encontrado los más numerosos testigos de las
especies en que ya se notan las dos alternativas de la vida: desarrollar las
herramientas de que ya se dispone para sobrevivir, o superar un desafío creando
algo nuevo. Durante los últimos años el examen de algunos esqueletos muy bien
conservados tanto en Etiopía y Tanzania al este, como en el Chad al oeste de la
gran falla africana han confirmado que durante un tiempo relativamente corto –
unos pocos millones de años – las especies de los primates han demostrado una
creatividad continua, como si estuvieran en busca de una superación.

Los primates
Se debe mencionar, en especial, un grupo de estos primates conocidos como
los Australopítecos (monos del sur), que tenían la misma capacidad cerebral que
los actuales gorilas, a pesar de ser mucho más pequeños. Los más antiguos eran
más pequeños (como 1,20 m) y delgados, pero posteriormente aparecieron
australopítecos “robustos” que alcanzaban 1,50 m y pesaban unos 50 kg, con unos
músculos masticadores impresionantes.

Nuestros antepasados escogieron otra solución para superar el desafío de su


supervivencia: en vez de reforzar los dientes y la musculatura, se enderezaron,
desarrollaron el cerebro y aceptaron cambiar su menú. Esta familia, que los
científicos incluyen en el mismo género que los hombres actuales al
llamarlos Homo habilis, o sea el hombre artesano fue la primera en tallar piedras.
Y es clasificado homo por su semejanza con nosotros. Pero precisemos que esta
calificación de “hombre” sólo tiene valor biológico, o sea que se refiere a su cuerpo,
y deja entera la cuestión de saber si tenía personalidad y espíritu como tenemos
nosotros.

Mientras su primo australopíteco masticaba concienzudamente sus raíces, él,


menos atlético pero más pillo, aprovechaba de toda ocasión para hurtar y poner
trampas. Comía caracoles, ratones e insectos, pero también atacaba en bandas la
caza mayor: antílopes, bovinos, jabalíes y hasta elefantes. Labraba piedras y
construía refugios con postes y ramas de árboles.

Cuando el hombre esperaba el espíritu


Homo habilis había aparecido hace unos cuatro millones de años. Se quedó largo
tiempo en Africa oriental y luego caminó hacia tierras desconocidas. A los dos
millones de años había alcanzado Indonesia y sus familias se desplazaban por toda
África, Asia y Europa, menos en las partes septentrionales, cubiertas por inmensos
témpanos.

Entonces empezó a modificarse su apariencia: crecimiento en tamaño y peso,


alargamiento de la cabeza y desarrollo del cerebro. Hace un millón y seiscientos mil
años atrás, toda la especie había progresado, alcanzando una nueva forma,
llamada Homo erectus (el hombre enderezado) que quedó bastante estable, así
se mantuvo durante más de un millón de años.

Entre los años doscientos mil y cien mil antes de nosotros empezó una nueva
evolución, afectando principalmente la cabeza, con nuevo aumento de la capacidad
del cerebro, que llevó la especie a la forma Homo sapiens. En África del Norte, Asia
y Medio Oriente, este Homo sapiens era casi idéntico a las razas actuales. En
Europa en cambio, Homo sapiens adquirió caracteres más rústicos y bestiales,
aunque su capacidad cerebral fuera la misma que la nuestra: éste fue el hombre
de Neandertal , el que duró hasta los años treinta mil antes de Cristo, siendo
sustituido lentamente por un Homo sapiens de la otra clase venido de Oriente, el
llamadohombre de Cro-Magnon .

Con esto se termina la evolución biológica del hombre, teniendo presente que su
evolución seguiría en adelante en el plan social y cultural. En el lapso que va de los
primates arborícolas hasta el hombre, o sea, durante los últimos treinta millones de
años, lo que llama más la atención es el crecimiento del cerebro. Pero la correlación
entre las diversas funciones del cuerpo es tal que este crecimiento exigía una
reordenación de todo el equilibrio y la estructura del individuo. Cuatro factores
fueron igualmente necesarios para la hominización de los primates:

1. Desarrollo del cerebro. No puede haber pensamiento y decisiones libres


si la mente no dispone de una computadora de primera clase, con millones
de millones de circuitos. Los especialistas consideran que no puede haber
lenguaje mientras el cerebro no alcanza los 600 cm3 de capacidad. Pero no
se trata solamente de un crecimiento cuantitativo. En el cerebro humano se
ha desarrollado en forma privilegiada el cortex, o sustancia gris, y se han
multiplicado las circunvoluciones. Las áreas laterales, responsables del
lenguaje, de los movimientos de la mano, de la faringe y de los músculos
de la cara, crecen y se organizan.
2. Reducción de la mandíbula. El hombre tiene manos para defenderse y
desgarrar las presas; la mandíbula ya no tiene tanto que hacer para
masticar y morder. La estructura de la cabeza ya no está calculada
primeramente para soportar los músculos poderosos de la masticación y, al
reducirse la mandíbula, el cerebro puede enrollarse y aumentar de
volumen. La reducción de dichos músculos permite que se desarrollen los
numerosos músculos superficiales de la cara que reflejan las emociones y
permiten la comunicación.
3. Perfeccionamiento de la mano. Anteriormente, los animales
transformaban partes de su cuerpo para que se adaptaran mejor a tal o
cual función: patas para correr, o para cavar el suelo, o para agarrar las
presas ; dientes para masticar, para morder, para roer. Ahora la mano
fabrica instrumentos distintos del cuerpo, el cual no necesitará alienarse en
forma irreversible a tal o cual trabajo, sino que estará siempre disponible
para nuevas tareas. La mano, con sus herramientas, alivia los trabajos de
la mandíbula, permitiendo que se reduzca ésta y se desarrolle el cerebro.
4. La postura erecta. Al enderezarse totalmente el hombre, los miembros
anteriores dejan de ser motores y la mano puede formarse. El
desplazamiento del punto de articulación de la cabeza sobre la columna
vertebral favorece el enrollamiento del cerebro. La postura vertical cambia
totalmente la manera de relacionarse entre individuos y, en especial, las
relaciones sexuales: juegos de la cara, intercambio de las emociones y
caricias. La unión sexual cara a cara permitirá que surja el amor. El
desplazamiento de los senos del vientre al pecho, consecutivo a la postura
erecta, transforma la relación de la madre al niño durante el período de
lactancia, haciendo que el despertar de su espíritu se haga a partir de la
mirada y la sonrisa de la madre.

El desarrollo de la capacidad cerebral ha permitido la emergencia del espíritu, pero


hacía falta mucho más que un cerebro de calidad superior para que se diera el salto
de la inteligencia animal al espíritu. El mismo crecimiento del cerebro respondía a
una exigencia profunda de su ser mientras progresaban sus actividades, su vida
social y su lenguaje. En ese sentido, el paso de Homo habilis a Homo erectus y
de éste a Homo sapiens , con un aumento considerable de la capacidad cerebral,
se debe en primer lugar a su promoción cultural mediante la vida en sociedad. El
desarrollo psicológico es el que arrastra el progreso biológico.

¿A partir de qué momento el hombre tuvo “alma”?


Respecto a eso de tener alma, o espíritu, debemos precisar tres cosas:

 Según la fe cristiana – y la mayoría de los científicos y filósofos consienten


en este punto – el espíritu del hombre no es solamente una forma superior
de la inteligencia animal, sino que es diferente de cualquier alma o principio
de vida que estén en los animales. La Biblia lo dice a su manera al expresar
que el hombre fue hecho a imagen de Dios (Gén 1,26) y, por tanto,
participa de todo lo que hay en Dios. El hombre es capaz de reflexión y de
amor ; el hombre es capaz de ver la belleza y de crear arte. Es capaz de
descubrir el orden del mundo y de reconstruirlo a su manera. Una inquietud
en él, nunca satisfecha, hace que constantemente vuelve en sí, mide sus
alienaciones y trata de superarse.
 Damos por entendido que el espíritu no viene poco a poco. Hay o no hay
espíritu, y uno no puede estar a medio camino entre la inteligencia animal y
el espíritu reflexivo y libre. Solamente se dan etapas intermedias en el
desarrollo psicológico que, en el animal, pudo preparar la llegada del
espíritu. Y luego, también hay progreso en la capacidad del espíritu para
renovar las reacciones psicológicas, la manera de pensar, los proyectos y
los actos. Un hombre determinado, o toda una sociedad, puede evolucionar
lentamente por tener el espíritu dormido, Pero el espíritu está o no está.
 En el mundo animal o vegetal no cuenta el individuo, sino la especie que
vive y crece a través de los individuos. Ahora bien, si unos de ellos llegan a
“tener alma” (la palabra espíritu convendría mucho más), se puede hablar
de una nueva creación. Esta vez el individuo existe y vale para sí mismo y
para Dios: es persona. Y la persona empieza a existir por don de Dios. Es
falsa en todo sentido la expresión: el hombre desciende del mono. En
especial da a pensar que el hombre llega un poco por casualidad. En
cambio, para el cristiano, desde el principio de la creación, Dios la ha
ordenado para que de ella surgieran personas humanas, y dispuso que el
universo tendría finalmente por centro y cabeza a uno de esta raza: el
Verbo de Dios hecho hombre (Ef 1; Jn 1,1-14).

Las ciencias naturales no pueden fijar la frontera entre el animal y el hombre, pues
solamente los observan desde lo exterior. Pero los científicos, usando como
nosotros los criterios de la sabiduría común, se fijan en esas adquisiciones del
hombre: la fabricación y el uso de las herramientas, la aparición del lenguaje y las
manifestaciones del sentimiento religioso y artístico.

El misterio del hombre


Durante muchos años el uso de herramientas fue considerado como algo propio del
hombre. Pero ahora la observación de los primates ha mostrado que usan palos
como verdaderas herramientas, y es casi seguro que los australopítecos tallaban
piedras en una forma rudimentaria. Homo habilis tallaba piedras y además
conservaba la piedra para golpear y dirigía el impacto mediante un percusor. Pero
también debemos considerar que no progresó en sus técnicas durante dos millones
de años. No veinte siglos, ni diez veces veinte siglos, ni cien veces, sino mil veces
veinte siglos… ¿Puede el espíritu ser tan lento?

También muchos pensaron que era propio del hombre no temer el fuego y saber
producirlo y conservarlo. En ese caso habría habido hombres verdaderos desde los
comienzos de Homo erectus , el que usó el fuego, o sea, un millón y medio de
años atrás. También muchos piensan que Homo erectus fue el primero en tener
desarrollada la parte del cerebro que contiene el centro del lenguaje, y eso sería
una prueba de que hablaba. Se ha notado que Homo erectus escogía sus piedras
por sus calidades no solamente técnicas, sino también estéticas. Más todavía, el
examen de los cráneos del sinantropo (o sea: hombre de China), que era un homo
erectus , restos que datan de unos cuatrocientos mil años, hace sospechar a
algunos que hayan sido sometidos a ritos religiosos.

Estos últimos hechos, si se confirmaran, serían una prueba de que ya en esos


tiempos lejanos hubo hombres verdaderos. Pues las manifestaciones del
sentimiento religioso, habitualmente en la sepultura de los muertos, son
consideradas por todos como una prueba inequívoca de que se ha despertado el
espíritu. En realidad, los testimonios más antiguos de este sentimiento que están
seguros son las sepulturas del hombre de Neandertal, un Homo sapiens, en los
años treinta mil a cuarenta mil antes de Cristo. Y luego se fueron multiplicando las
manifestaciones del arte. Esta es, pues, la fecha más tardía en que se pueda ubicar
la aparición del hombre verdadero.

Pero, tal vez la aparición del hombre verdadero, dotado de espíritu, no coincida con
tal o cual etapa de la clasificación en homo habilis, homo erectus, homo sapiens.
Estas denominaciones se fundamentan en las características de los esqueletos que
se han encontrado y no son más que etapas aproximadas dentro de la evolución
biológica. Mientras tanto el progreso real de nuestra raza era de orden cultural y
psicológico.

El despertar del espíritu puede haber tenido lugar dentro de una de estas especies
sin afectar a todos los individuos de esta especie. Posiblemente se produjo dentro
de grupos prehumanos a raíz de crisis que conmovieron profundamente a varios
individuos, y posteriormente la propagación de esta chispa pudo asemejarse a la de
ciertas tomas de conciencia dentro de la historia. ¿Quién sabe, y cuál fue la
intervención del Dios que hace milagros y resucita a los muertos? Si, como lo
observa la Biblia, no sabemos por qué camino la persona humana se introduce en
la mujer embarazada (Pr 30,19), menos todavía sabemos por qué caminos vino a
alojarse en los primeros seres humanos.

Enderezado, erecto, liberado, despierto, resucitado


En tiempos pasados se ha dado mucho énfasis al desarrollo del cerebro como factor esencial
de la evolución humana: teniendo cada día más inteligencia y capacidad cerebral, el animal
habría llegado naturalmente al espíritu. El hombre, en fin de cuentas, sería solamente el más
dotado de los animales. Otra es la conclusión que se saca ahora de los datos paleontológicos
y arqueológicos. El factor que separó los antepasados del hombre de sus hermanos animales
fue la postura erecta, es decir, una manera de pararse, de vivir y de caminar que
transformaba las relaciones entre individuos y les permitía levantar la mirada. Luego empezó
el progreso cultural, fruto de la vida comunitaria, y la transmisión a los jóvenes de las
experiencias del pasado. El crecimiento del cerebro acompañó la promoción del hombre sin
ser la causa verdadera.

El enderezamiento ha dado la pauta del proceso; ha sido el primer gesto liberador, fuente
lejana de actitudes libres y de relaciones personales. Como tal se ubica perfectamente dentro
de la gran revelación bíblica que presenta la historia divina del hombre como hecha de
liberaciones y rupturas, mediante las cuales el hombre se salva , o sea conquista
plenamente su persona - aunque nunca sin una mirada ajena en la que descubrió el amor.

La prehistoria en Palestina

La época mousteriana
La mayor parte de la evolución que permitió a la raza humana liberarse de sus
antepasados animales se produjo en ambas orillas del Ghor, la gran depresión
que se extiende desde Siria hasta los Grandes Lagos africanos. Las excavaciones
efectuadas en Palestina, y más precisamente en Galilea, han llevado al
descubrimiento de restos humanos que constituyen eslabones muy importantes
en la génesis de nuestra raza.

Establecimientos humanos han sido encontrados en Galilea, revelando la


presencia de los antepasados del hombre durante centenas de miles de años. En
las laderas del Carmelo que dominan la planicie costera, una gruta entrega restos
humanos de tipo neandertal poco acusado. Otra gruta cerca de la primera
guardaba esqueletos emparentados con el hombre moderno. En las laderas que
bajan de Nazaret a la planicie de Yizreel, la gruta de Qafzeh contenía otros
esqueletos igualmente emparentados con el hombre moderno. Otros
descubrimientos imponen esta conclusión: que los individuos de esos dos tipos
( neandertal y homo sapiens sapiens ) tuvieron un origen común.

La comparación con los esqueletos hallados en Europa ha hecho avanzar


considerablemente el problema de las relaciones entre esas dos razas del homo
sapiens.Parece que una parte de los primeros grupos neandertalenses (o
preneandertalenses) vivieron en el Cercano Oriente, hace unos 100.000 años.
Durante todo el período musteriense permanecieron con sus mismas
características, mientras que sus parientes que se extendieron desde Italia a
Europa fueron adquiriendo poco a poco esos rasgos más “bestiales”, que le han
valido a la palabra neandertal un sentido bastante negativo. Los neandertalenses
de Palestina y de las regiones vecinas, en cambio, representaban con toda
probabilidad una etapa hacia el hombre de Cro-Magnon, un homo sapiens
sapiens que se encontrará más tarde en Francia.

Ubeidiyeh
Importantes informaciones sobre la evolución
del Homo erectus han sido proporcionadas por los
trabajos arqueológicos de Oubeidiyeh en Palestina.
Varias excavaciones realizadas a algunos kilómetros al
sur del lago Tiberíades, han revelado una presencia
humana que duró aproximadamente de 1.300.000 a 700.000 años.

Por consiguiente, hace unos 850.000 años, algunos hombres comenzaron a tallar
la piedra propia del lugar (basalto, caliza y silex) para hacer utensilios. Vivían al
borde de un lago de agua dulce en zonas pantanosas cuyos contornos variaban
según las fluctuaciones de la temperatura y de la pluviosidad. Las laderas de las
mesetas que lo dominaban estaban cubiertas de bosques, más allá prevalecía la
sabana. Su alimentación provenía esencialmente de los venados, caballos,
gacelas, e hipopótamos que cazaban en dicha zona. Y ésto duró unos 600.000
años.

Este descubrimiento iba a añadirse al del famoso “hombre de Galilea”, conocido


por un fragmente de cráneo encontrado algunos años antes en el norte del Lago
Tiberíades, y que muy probablemente vivió hace 200.000 años.

Fin del Paleolítico y Neolítico


Se sabe que la prehistoria se divide en dos períodos de duración muy diferente,
el Paleolítico o (o edad de la piedra antigua), la edad de la piedra tallada, y
el Neolítico(o edad de la piedra nueva), la edad de la piedra pulida. El primer
período comenzó hace dos millones de años, el segundo tuvo solamente ocho a
diez mil años. El primero es el del primate, y luego del hombre depredador, que
vivía de la caza y de la recolección de alimentos, el segundo es el del hombre
sedentario que empezó a vivir de la agricultura y de la ganadería. Entre esos dos
períodos aparece en Palestina la cultura Natufiana, que duró cerca de 2.000 años
(de 10.500 a 8.500). Fue entonces cuando el hombre se estableció en un lugar y
cuando aparecieron las primeras casas en el curso superior del Jordán.

Una religión matriarcal


A veces uno se sorprende al comprobar el carácter feminista de los primeros
cultos rendidos a la divinidad por los hombres de la prehistoria. Quizás olvidamos
que el hombre en espera de la Revelación no tiene otra alternativa en su
búsqueda religiosa que la de proyectar en el mundo divino las realidades que
presencia diariamente.

En el Cercano Oriente al igual que en Europa las figuras femeninas ocupan el


primer lugar entre las representaciones humanas, y todas ponen de manifiesto los
atributos de la maternidad. En una sociedad en que el porvenir de los grupos
humanos, poco numerosos y a menudo alejados unos de otros, depende
esencialmente de la fecundidad de la madre y, por extensión, de toda fertilidad, el
hombre expresará su creencia religiosa por el culto a la diosa madre. La famosa
estatua conocida como la “Venus de Brassempouy”, como asimismo las
divinidades en marfil de Berseba del cuarto milenio, o las estatuas de las islas
Cíclades estilizadas como un violín expresan, hasta la entrada del hombre en el
período histórico, una misma visión del mundo de los dioses.

Pero cuando la expansión demográfica obliga a las poblaciones de la cuenca


oriental del Mediterráneo a la civilización urbana, la organización social, la
conquista de nuevos territorios o a la defensa del patrimonio adquirido, el rostro
de la divinidad cambiará también: la sobrevivencia del grupo depende ahora en
gran parte de la fuerza y la valentía del hombre; de golpe las divinidades
masculinas ocupan los lugares de privilegio en el club de los dioses… mientras las
ciudades se protegen de murallas cuyos defensores o asaltantes serán hombres.
Aun cuando se encuentren todavía aquí y acullá, y hasta los días de Alejandro,
algunas divinidades femeninas en el mundo de los dioses, como Cibeles, la Gran
Madre llamada también la Artemisa de Efeso (He 19,28), o la Diosa Madre de los
Frigios…, Egipto, Grecia y Roma impondrán en el mundo mediterráneo a Amón,
Zeus y Júpiter como padres de los dioses y de los hombres.

Últimas etapas antes de la historia

Casi la totalidad de los grandes sitios palestinos fueron


abandonados entre 6600 y 5500. Una nueva población
ocupó luego el país, su origen habrá que buscarlo en el
norte. En el curso del 4° milenio aparecieron los
primeros objetos de cobre. El pico de los mineros se
escuchó en el sitio de Timna en el norte de Eilat y el fuego del crisol en donde se
separa el cobre de su ganga se enciendió en la región de Beershéva: un tesoro
encontrado en los bordes del mar Muerto, un poco al norte de Massada manifiesta
la destreza de esos artesanos.

Al mismo tiempo, se trabaja el marfil, se teje el lino, se domestica el buey y el


cerdo. Los ritos funerarios se diversifican según los lugares y es así como en Azor,
cerca de Tel Aviv, se colocan los huesos, después de una primera sepultura
funeraria, en casitas de barro, en lo alto de cuyas puerta domina una nariz,
acompañada a menudo por dos ojos pintados o por dos senos. A finales del 4°
milenario, la viña, desconocida hasta entonces, fue introducida en Palestina y el
olivo cubrió de un color de plata las colinas; el uso del torno del alfarero se
generalizó; la vida urbana se organizó y las ciudades se rodearon de murallas. Es
entonces cuando el Egipto Faraóonico nació, y las ciudades independientes de
Sumeria, inventaron la escritura; los papiros del borde del Nilo se cubrieron de
jeroglíficos, y la arcilla de Mesopotamia, cinselada de cuneiformes por los estiletes
de los escribas nos ofreció sus primeros textos. Con este importante invento, El
Oriente Medio abrió las puertas de la historia.

El tiempo de los patriarcas

Palestina en el tercer milenio

El desarrollo de la agricultura y la domesticación de


animales que había comenzado a fines del cuarto
milenio trajo consigo un aumento de la población. Se
multiplican las ciudades en Palestina central y Palestina
del norte; en el sur, en el Negueb, encontramos en Tel
Arad, al norte de Berseba, una ciudad que tuvo entre 2.900 y 2.650 a.C. dos
fases de ocupación brillantes.

Las relaciones comerciales se extienden fuera del país, las minas de la Araba de
las cuales se extraía el cobre en los siglos anteriores son abandonadas porque ese
metal es ahora importado. En cambio, el aceite de oliva de Palestina se vende en
Egipto. Dentro de las ciudades la vida se organiza, y se produce una
diferenciación de labores: las ciudades tienen sus templos y sus palacios. Si bien
se ha logrado la unidad étnica y lingüística de Siria meridional y de Palestina, esa
región continúa sin embargo parcelada en numerosos pequeños estados que se
enfrentan con frecuencia.

Parece que a partir de la tercera dinastía egipcia (hacia el 2.700), los faraones
tuvieron que actuar con autoridad con aquellos a los que los textos egipcios
llamaban los “asiáticos”. Y así es como el Antiguo Imperio de Egipto, en un último
esfuerzo antes de su derrumbamiento, lanzó bajo el reinado de Pepi I varias
expediciones punitivas a Palestina que tuvieron como resultados el
desmantelamiento y la ruina de numerosas ciudades fortalezas cuyo creciente
poder inquietaba a Egipto; eso ocurría alrededor del 2.250 a.C.

La presión irresistible de los nómadas

Las intervenciones de Egipto en Palestina no bastan


para explicar la ruina de la civilización que se había allí
desarrollado durante la mayor parte del tercer milenio,
sino que además todo el Cercano Oriente experimentó
un período de graves convulsiones entre el 2.200 y
1.900 a.C. Tanto en Mesopotamia como en Egipto, el poder y sus instituciones
son barridos: en realidad diferentes son las causas según los países, pero el
origen común de esas crisis políticas se debe a la presión irresistible de los
nómadas del desierto sirio, conocidos bajo el nombre de mar'tu en las epopeyas
sumerias, y de amurru en los textos acadios: son los amorreos. Vilipendiados por
los escritos de esa época como seres incultos y despreciables, que desconocían la
agricultura y la vida urbana, lograron sin embargo imponerse a los viejos estados
del Cercano Oriente. Poco a poco fueron ocupando sus lugares; adoptaron sus
formas de vida ciudadana y, algunos siglos después, ascendieron a los tronos de
varios reinos de Mesopotamia.

Es dentro de este marco de movimientos de los nómadas hacia la franja de


territorios cultivables donde hay que situar la migración de Abram llegado de
Harrán, o quizás de más lejos aún, de Ur, a la Tierra prometida. Estudios muy
precisos demuestran que los nombres de Abram, Isaac y Jacob eran de origen
amorreo, y permiten ubicarlos aproximadamente a comienzos del segundo milenio
a.C. El texto del Deuteronomio (26,5) que habla de Abram como de un “arameo
vagabundo” es un anacronismo, al menos en su formulación. El redactor, que
vivió en el primer milenio a. C., recibió sin duda la tradición referente al origen
sirio y nómada de esos grandes antepasados, pero en los momentos en que
escribía, los nómadas que recorrían esa región del Cercano Oriente eran llamados
en los textos con el nombre de arameos; por eso adoptó la expresión que estaba
en uso. Pero los mismos textos bíblicos atestiguan que durante más de un milenio
se ejerció de manera permanente sobre las fronteras de los estados de la Fértil
Medialuna el embate de los nómadas del desierto sirio. Sólo tuvo consecuencias
allí donde el poder en ejercicio era demasiado débil para resistirle.
Una edad de oro en Palestina
Mientras Mesopotamia y Siria del norte se veían
afectadas por movimientos de poblaciones que venían
de regiones de más al norte, Palestina en cambio, en
donde los amorreos se habían ya integrado al viejo
fondo de población local, conoció una era de gran
prosperidad. Después de un eclipse de dos a tres siglos,
las ciudades fueron reconstruidas, y se levantaron
nuevas fortificaciones. Desde la antigua Ugarit en Siria
hasta el sur de Palestina central se desarrolló entonces una notable civilización de
la cual dan testimonio la calidad excepcional de su cerámica y los progresos de la
metalurgia del bronce. Se trabaja el oro y la piedra con una gran habilidad, pero
tanto en eso como en la ebanistería se hace evidente la influencia de los modelos
egipcios.

Los Hicsos
Según toda probabilidad esta región en pleno desarrollo fue el lugar del que
salieron los Hicsos, unos jefes militares que se abalanzaron sobre Egipto durante
el siglo 18 a.C., fundando allí dinastías extranjeras en el delta y en el curso medio
del Nilo. En los textos egipcios el vocabulario empleado para referirse a esos
invasores era el que se utilizaba desde hacía siglos para designar a los habitantes
de Siria y Palestina.

Pero el nombre que llegó hasta nosotros es el de Hicsos. Nos ha sido legado por
Manetón, un sacerdote del santuario de Heliópolis, que escribió las Crónicas de los
Faraones alrededor del año 300.

Durante los dos siglos en que los Hicsos se sentaron en el trono del Bajo Egipto,
los movimientos de los nómadas de Palestina hacia el delta del Nilo se vieron
probablemente facilitados: “los habitantes de las arenas”, la “gente del Retenu”,
para usar las expresiones egipcias, aparecían como menos sospechosos a una
administración faraónica al servicio de extranjeros. La migración de Abrahán a
Egipto y la promoción de José en el país del Nilo guardan de alguna manera el
recuerdo de esos acontecimientos. En esos relatos populares, leídos y releídos a
lo largo de los siglos, en contextos culturales a veces muy distintos, la Biblia nos
transmite un eco de la situación de los nómadas del Cercano Oriente durante el
segundo milenio, y es allí donde tiene sus orígenes el Pueblo que Dios llamó a la
Alianza.

Una relectura
Sólo en el curso del primer milenio a.C. fueron puestas por escrito las tradiciones
relativas a los Patriarcas. Pero para ese entonces la experiencia espiritual de
Israel había ya progresado: el tiempo en el desierto, las hostilidades con Canaán,
los comienzos de la monarquía fueron otros tantos lugares donde Dios hablaba
por sus Profetas. La mirada, pues, que se dio a los patriarcas, su historia y su
vocación, durante este período real, estuvo profundamente influenciada por ese
enriquecimiento espiritual. Es lo que se llama el
fenómeno de “relectura”.

La promesa que juró a nuestros Padres

En esos relatos aparecen los Patriarcas en primer lugar


como hombres llamados por Dios. En efecto, al llamado
de Dios Abram deja su país; por una intervención divina
Isaac ve el día, y en un sueño el Eterno le renueva a
Jacob la promesa. Una certeza se advierte a lo largo de
todos los relatos populares del Génesis: Dios eligió a nuestros padres y, en ese
llamado, estaba prefigurado el llamado de todo el Pueblo. Los hizo depositarios y
testigos de una promesa que sobrepasaba el tiempo y que hallaría su
cumplimiento en la Encarnación del Hijo de Dios.

El pueblo de Israel proyecta sobre los Patriarcas la experiencia de la protección


divina que ha experimentado a lo largo de su historia: Abrahán, Isaac y Jacob
pasarán por muchas pruebas que parecerán obstaculizar el cumplimiento de la
Promesa, pero en cada oportunidad Dios intervendrá en favor de sus fieles. Desde
entonces se concretará entre Dios y los padres una relación privilegiada: fidelidad
de Dios a su palabra y, de parte de los Patriarcas, confianza inquebrantable.
Israel será invitado a ver en ellos, a lo largo de su camino, tanto las maravillas de
Dios en favor de los que se ha elegido como el ejemplo de una fe indefectible.

Éxodo y tierra prometida

Un silencio de varios siglos


En el último capítulo del Génesis, asistimos a los funerales de José, al que la Biblia
presenta como uno de los doce hijos de Jacob. No hay que ver allí un informe de
una situación familiar precisa y de los doce hijos reunidos bajo la autoridad del
viejo patriarca. Al presentar esa imagen de los orígenes comunes de las doce
tribus, el autor sagrado procuraba más bien fortalecer su unidad siempre
tambaleante. Ese escritor del tiempo de Salomón no tenía los medios para
reconstituir el contexto exacto dentro del cual había evolucionado José, su héroe,
e incluso, hay muchos anacronismos en su relato, como por ejemplo los nombres
egipcios que cita (Sophnat-Panéah, Asnat, Poti-Phéra), que son del siglo 11. Sin
embargo, la imagen que presenta de las relaciones entre el faraón, José y los
hijos de Jacob corresponde con bastante exactitud a la situación que había vivido
Egipto en el siglo 17, la probable época en que vivió el patriarca, cuando Egipto
acababa de caer bajo el dominio de príncipes extranjeros venidos de Palestina.

La historia de José conserva el recuerdo de frecuentes incursiones de nómadas


impulsados por el hambre a las tierras de cultivo del delta. Deja también traslucir
cómo algunos “asiáticos” de origen tal vez muy modesto, llegaron a ocupar
puestos de alta responsabilidad durante el período de los Hicsos.

El Éxodo de Moisés

Grandes faraones, Tutmosis I y Tutmosis II devuelven


al Egipto reunificado la gloria y la autoridad perdidas.
Pero Aknatón, el singular Faraón místico, deja sumido
al país del Nilo en una crisis terrible; el clero de Amón
se opone ferozmente al culto de Atón impuesto por el
soberano, en el mismo momento en que las provincias exteriores se rebelan. Es
necesaria toda la energía de Horemheb, general en jefe de los ejércitos de
Tutankamón, y el apoyo incondicional del clero de Tebas para arrancar a Egipto
del abismo y devolverle con la 19ª dinastía una nueva y última hora de gloria.
Sethi y su hijo Ramsés II construyen fortificaciones en la frontera oriental y en la
ruta del mar, y la capital se desplaza al delta. Todas esas construcciones
requieren de mano de obra numerosa, la que se recluta de buen o mal grado
entre los nómadas que se habían quedado después de la expulsión de los Hicsos o
que habían vuelto aprovechando el debilitamiento de Egipto en el siglo anterior.

Fue entonces cuando algunos de esos clanes salieron al desierto bajo el pretexto
de ofrecer un sacrificio conforme a sus costumbres ancestrales, y se fugaron. Bajo
la conducción de Moisés, evitando el camino más directo pero también más
controlado por Egipto, el camino del mar, se sumergen en las sendas utilizadas
por los convoyes de prisioneros condenados al trabajo de las minas de turquesa
de Serabit-el-Khadim, y llegan hasta el macizo granítico del sur de la península.
Fue en el transcurso de ese largo camino cuando Dios multiplicó para ellos las
señales de su fidelidad. Los libros del Éxodo y de los Salmos nos cuentan bajo
diferentes formas las maravillas de Dios a orillas del Mar al que el texto bíblico
llama Mar de las Cañas.

La elección de Israel

Los textos bíblicos otorgan a la salida de Egipto una i


mportancia capital, que es expresada así por el
Deuteronomio: “Nunca hubo un Dios que fuera a
buscarse un pueblo y lo sacara de en medio de otro
pueblo, a fuerza de pruebas y de señales” (Dt 4,34). Se
trata en ese momento de un verdadero alumbramiento. Dios hace nacer un
pueblo nuevo e Israel recordará en adelante la salida de Egipto como el día de su
nacimiento como pueblo de Dios.

La salida de Egipto irá ligada a la revelación del Horeb, la que dará a ese pueblo
recién nacido su verdadera identidad: Yavé se ha ligado a ti, y te ha elegido… por
el amor que te tiene y para cumplir el juramento hecho a tus padres. Por eso,
Yavé, con mano firme, te sacó de la esclavitud y del poder de Faraón, rey de
Egipto (Dt 7,7).

El Horeb

El número de años en que Israel vaga por el desierto del Sinaí es de


cuarenta según el texto bíblico; pero esa cifra es simbólica. Corresponde al
número de semanas en que la mujer lleva al hijo en su seno: es pues a la vez
tiempo de prueba y tiempo de esperanza. El Horeb será la etapa capital de ese
largo caminar: allí será donde la tradición establecerá igualmente el episodio de la
zarza ardiente.

En el Horeb Dios se manifiesta, Dios habla, y Moisés, descalzo y el pueblo


purificado, escuchan la voz de su Dios sin morir: ¿Ha quedado con vida algún
pueblo después de haber oído, como tú, la voz de Dios vivo? (Dt 4,32).

En el Horeb Dios se revela: “Yo soy Yavé, Yo soy: YO-SOY” (Ex 3,15)

En el Horeb Dios da la Ley al pueblo que se ha elegido. Observar esa ley será para
él la manera de expresar su fidelidad al llamado único que ha oído al pie de la
Montaña Santa.

El encuentro en Cadés-Barne

El testimonio de la experiencia que habían vivido los clanes salidos de la


“casa de la esclavitud” guiados por Moisés se difundió en los siguientes decenios
entre las demás tribus que habían permanecido en Palestina, o que habían vuelto
en el siglo 16 a raíz del movimiento xenófobo que acompañó a la victoria de
Ahmosis sobre los Hicsos. Ese compartir experiencias se efectuó especialmente en
Cadés-Barne, cuyo nombre significa el (lugar) santo de Barné. Ese oasis de
manantiales abundantes donde se cruzan las rutas que llevan a Egipto, a Berseba
y al golfo de Eilat, fue un lugar de encuentro privilegiado entre los clanes
conducidos por Moisés y las tribus que estaban en Palestina.

Debido a la celosa independencia de los nómadas, las tradiciones orales


evolucionaron en uno y otro lado de manera original y diversa, pero en el
siguiente período la voluntad de unificación del poder real produjo fusiones,
agrupamientos a veces inadecuados de esas mismas tradiciones. Por lo tanto es
muy difícil hoy en día decir más sobre esa experiencia espiritual compartida. Pero
es evidente que fue una cosa decisiva para el porvenir: la salida de Egipto y el
ascenso a la Tierra Prometida permanecieron, a lo largo de toda la tradición
judíocristiana, como la experiencia inicial y fundadora de todas las liberaciones
que Dios ha realizado en favor de su pueblo, y que encontrará su plenitud en
Jesucristo en el Misterio Pascual.

Josué
Será Josué quien hará cruzar el Jordán al pueblo de
inmigrantes que Moisés condujo desde Egipto hasta el
Monte Nebo. Él lo introducirá en la Tierra Prometida.

Hablar de pueblo es mucho decir. En realidad no se


trata todavía más que de algunos clanes, a los que se agregaron nuevos
elementos durante el alto en el lugar santo de Cadés-Barné. Por pocos que sean
esos nómadas confiados ahora a Josué, llevan consigo una experiencia tan
enriquecedora que será pronto la herencia espiritual de todos. Frente a los
cananeos que viven en las ciudades y cultivan los campos de los alrededores,
esos nómadas van tomando poco a poco conciencia de su originalidad y de su
identidad. Durante este período de Josué y de los Jueces se constituye realmente
el pueblo de Israel.

El libro de Josué nos presenta una conquista sistemática del país llevada a cabo
por Josué a la cabeza de las tribus; pero de hecho las cosas pasaron de manera
muy diferente debido a dos razones. En primer lugar, como lo confirman las
excavaciones arqueológicas, sólo algunas tribus del sur se vieron afectadas por el
exilio a Egipto y los posteriores retornos a la tierra de Canaán. Por otra parte, los
clanes nómadas estaban en situación de inferioridad frente a los ocupantes de las
ciudades; al abrigo de sus fortificaciones, los cananeos, poseían armas de guerra
y carros terribles; en cuanto a los filisteos eran expertos en la metalurgia y sus
ciudades portuarias les permitían el comercio de los metales.

Jefes carismáticos
La obligación impuesta a unos y a otros de vivir juntos en una misma tierra
produjo ciertamente muchos choques. Lo que va a salvar el porvenir de las tribus
de Israel será tanto la agresividad de unas de ellas (pensemos en la tribu de
Efraím cuyas hazañas son contadas en el libro de Josué) como, y sobre todo, su
confianza en la ayuda de Dios que experimentaron muchas veces.

Después de Josué los israelitas, desorganizados y divididos, se reagruparon en los


momentos difíciles alrededor de jueces de tribus o de jefes innatos surgidos del
pueblo, como Débora o Gedeón. El profeta Samuel era uno de ellos, y fue el
último. Sus hijos eran mediocres y corrompidos; eso, más la edad avanzada de
Samuel, fue un buen pretexto para el pueblo para pedirle un rey como lo tenían
las demás naciones. De hecho, se había acabado el tiempo del nomadismo y las
tribus, establecidas ahora en la tierra, deseaban nuevas instituciones.

El silencio de las grandes potencias


Puede uno extrañarse de que ese pequeño mundo, cananeos, israelitas y filisteos,
sin contar a los amalecitas, madianitas y otras tribus más o menos nómadas,
hayan podido, durante ese tiempo, aliarse, enfrentarse y arreglar sus problemas
sin suscitar la menor reacción de las grandes potencias de la época. Es que
estaban muy debilitadas. La vigésima dinastía termina lamentablemente en Egipto
con el reino de Ramsés XI, quien ve a su primer ministro, el sumo sacerdote de
Amón, arrebatarle el trono y gobernar en el Alto Egipto, mientras que en el Bajo
Egipto un hijo del vencido faraón, Smendes, hace de Tanis su capital. En
Mesopotamia, las cosas no van mucho mejor. Desde comienzos del siglo
undécimo, asirios, babilonios y elamitas han ido agotando sus fuerzas por
imponer su supremacía. Estando fuera de carrera Egipto y Mesopotamia ¿podía
todavía esperarse alguna intervención venida del norte?

El imperio hitita, que en el siglo 13 había inquietado un tiempo al gran Ramsés,


había sufrido en el siglo siguiente incursiones extranjeras, y ahora tracios, frigios
y armenios se empeñaban en despedazarlo. En tales circunstancias los pequeños
estados del Cercano Oriente podían llevar a cabo sus proyectos sin verse
molestados por los grandes.

El tiempo de los reyes

Los ancianos piden un rey

Hacia los años 1050, el crecimiento demográfico de los


antiguos nómadas preocupa a los pequeños reinos de
Palestina y estalla el conflicto entre la federación filistea
y las tribus de Israel. El libro de Samuel comienza con
el relato de un enfrentamiento desastroso con la
federación filistea en esa época: “Los filisteos se lanzaron al ataque y derrotaron a
Israel… el Arca de Dios fue capturada…” (1Sam 4,1).

Los filisteos, establecidos hacía ya dos siglos en la costa sur, representaban en


ese momento el principal peligro. En el combate de Eben-Ha-Ezer los filisteos
mostraron la superioridad de su armamento y la fuerza de su unión. Para los
nómadas, tan celosos de su independencia, la centralización del poder se volvió
una necesidad y resolvieron seguir el camino de la sabiduría. Ocurre entonces la
elección de Saúl.

David
Saúl fue un rey de transición, pero la elección de David
por Dios y su consagración por Samuel marcan un giro
decisivo en la historia de Israel. Apenas ascendido al
trono, David se esfuerza por restaurar la unidad de las
tribus que acaba de volar en pedazos después de la
muerte de Saúl. Para evitar cualquier favoritismo, conquista su capital, que no
figuraba en el catastro de ninguna tribu. La ciudad había permanecido hasta esos
días en manos de los jebuseos, una rama de la gran familia cananea. David se
apodera de ella, y será Jerusalén. La ciudad será tanto la Ciudad de David como
la Ciudad de Dios: de ahí que el primer acto del rey es ordenar que ascienda el
arca de la Alianza a su nueva capital.

Los primeros años de David están consagrados a las guerras que le permiten
imponerse primero como único soberano de Israel y luego como líder de Siria y
Palestina. Por algunos años impone la “paz israelita” a todos sus vecinos. La
población israelita domina pues el país, mezclada con los pueblos más antiguos,
filisteos y sobre todo cananeos, los que no desaparecerán y que recuperarán el
poder en cuanto se lo permita la ocasión. Si bien Israel impone en adelante su
ley, la cultura cananea persiste y las denuncias de los profetas son testigos del
importante papel que desempeñaban las culturas cananeas hasta mucho después
del Exilio en la vida cotidiana del pueblo elegido.

Entre los hijos de David, nacidos de diferentes mujeres, se desata la lucha por el
poder, hasta que Salomón se queda con él, gracias al apoyo del profeta Natán
que ve en él el amado de Yavé. Pero su ambición y su ansia de aparentar lo
empujan a una política de prestigio: se casa con mujeres extranjeras, hasta una
hija del Faraón entra al harén real. Acoge a la reina de Saba, establece alianzas,
comercia con el Asia Menor. Esta política en la que el gusto por el lujo va unido a
los compromisos atrae tanto los reproches de Dios como la cólera del pueblo.

El pueblo está cansado de los trabajos forzados cada vez más numerosos, del
látigo de los capataces de obras; por eso a la muerte de Salomón estalla el
conflicto. Ante las reclamaciones de los jefes de tribus, que fueron a Siquem a
exponer la causa del pueblo, el joven rey, Roboam, endurece su postura; la
reacción es inmediata, se produce la secesión de todas las tribus del norte. Se
unen a Jeroboam que hace de Siquem su capital.

Un cisma religioso
La ruptura política que acababa de suceder iba a
producir también un cisma religioso: Jeroboam
construyó santuarios… también decretó una fiesta que
se celebraba el 15 del octavo mes, semejante a la que
se celebraba en Judá (1Re 12,26).

En efecto, es verdad que el templo de Jerusalén edificado por Salomón


representaba para los israelitas, ya fueran del norte o del sur, un verdadero polo
de atracción, y por lo tanto un real peligro para la autoridad de los reyes de
Israel.

El reino de Israel

Arrastrando tras de sí a diez de las tribus de Israel, Jeroboam pasó a ser el


soberano de un reino mucho más importante que el del sur, reagrupado alrededor
de Jerusalén. En adelante, el reino del norte será designado en los textos de
diversas maneras:

 Reino de Israel o simplemente Israel porque agrupaba los territorios de


Palestina central, que guardaban celosamente el recuerdo de su patriarca
Jacob-Israel.
 Efraím, debido a la importancia de esa tribu.
 Reino de Samaria o Samaria por el nombre de la capital que pronto le
daría el rey Omri.

Siquem, Tirsa, Samaria

En un comienzo Jeroboam conservó a Siquem como


capital de su reino, pero ya en los primeros años de su
reinado el peligro egipcio lo obligó a abandonar la
antigua ciudad en donde por primera vez Abrahán
había levantado un altar a Yavé (Gén 12,7). El faraón
Sesonq, después de haberse apoderado de varias plazas fuertes del reino de
Judá, le había impuesto a Roboam un pesado tributo; sus tropas atravesaban
ahora las tierras de Israel; Jeroboam, entonces, cruzó el Jordán y se puso a
resguardo detrás del río, instalándose en Penuel. Pasado el peligro, volvió a la
Cisjordania, pero no regresó a Siquem, sino que escogió a Tirsa como su capital
en la montaña de Efraím.

Un golpe de estado y el incendio del palacio real llevaron a un nuevo cambio de


capital: Omri… reinó doce años, seis de ellos en Tirsa. Luego compró a Semer el
cerro de Samaria por dos talentos de plata. Construyó sobre el cerro (1Re 16,8).
La elección de Omri era calculada: Tirsa, construida sobre el brote de uno de los
torrentes que descienden del macizo central al Jordán, no tenía más salida que
hacia los territorios seminómadas de Transjordania: había que salir de su
aislamiento y apuntar a otros horizontes.
Más poderoso y más rico que el reino de Judá, Israel habría podido tener una
mejor suerte; pero a pesar de algunos grandes monarcas como Omri, Ajab, y en
los últimos decenios, Jeroboam II, las intrigas y los numerosos golpes de estado
(nueve en poco más de dos siglos) hicieron imposible una política coherente.
Fuera de eso el reino de Israel debió repeler en varias oportunidades los ataques
de los arameos de Damasco que representaban una amenaza terrible a su
frontera noreste.

Los libros de la Biblia, escritos o revisados totalmente en el reino rival de Judá,


son muy parciales cuando hablan de los reyes de Israel. No traicionan sin
embargo la verdad cuando muestran la influencia preponderante de la cultura
cananea y de los cultos locales con los Baales y las Astartés aunque dan la
impresión de mirar en menos a sus hermanos separados, los israelitas del norte.
A pesar de todo atribuyeron un lugar destacado a las tradiciones y a los
documentos que se referían a los dos profetas excepcionales que hubo en ese
país: Elías y Eliseo.

Las últimas horas


Al final, el despertar de Asiria acarreó la ruina del reino
de Israel. Con Asurbanipal II el armamento había hecho
progresos considerables, se poseían maquinarias
capaces de conquistar las ciudades mejor fortificadas,
la caballería había reemplazado a los carros, y los
destacamentos de arqueros y de lanceros constituían la
fuerza de la infantería. Pecaj, que reinaba entonces en
el reino del norte fue lo bastante inconsciente como
para armar con Damasco una coalición contra Teglat-falazar: eso le costó la mitad
de su reino. Oseas, algunos años más tarde, cometió el mismo error. El asirio
Salmanasar V lo hizo arrestar, invadió todo el país y sitió Samaria. En el noveno
año de Oseas, el rey de Asiria tomó Samaria, desterró a los israelitas a Asur (2Re
17,5). El año 721 el reino de Israel había dejado de existir, su territorio pasó a
constituir en adelante cuatro provincias asirias: Meguido, Dor, Galaad y Samaria.

El reino de Judá

Cuando Roboam regresó a Jerusalén, huyendo de las tribus rebeldes, se encontró


a la cabeza de un reino muy amputado, que iba a seguir su propio camino, ya
como aliado o ya como enemigo de su vecino del norte, Israel. A diferencia de
este último, no cambió nunca su capital, conservando la ciudad que David le había
dado. Ese reino aparecerá en el texto con los nombres de Reino de Judá o Judá, y
a veces Jerusalén, designando en esos casos la capital a todo el reino.

Judá, el reino de la promesa


Igual que cualquier linaje real, el de David tendrá sus grandes soberanos y sus
monarcas lastimosos, vivirá horas de gloria y momentos de miseria y humillación,
pero a diferencia de cualquier otro llevará consigo una promesa divina que
perdurará a través de los siglos y que hallará su coronación en el reinado
universal de Jesús. Por medio del profeta Natán, Dios se había comprometido con
la familia de David, y Dios es fiel a sus promesas: la estabilidad dinástica fue la
primera señal de ello. Una prueba fehaciente de esa fidelidad tuvo lugar con
motivo del golpe de estado contra la reina Atalía (841-835).

Hija de Ajab, rey de Israel, de origen fenicio por su madre Jezabel, Atalía pensó
que había masacrado a todos los descendientes del rey, pero el más joven se
salvó (2Re 11,1). Cuando el principito tuvo siete años, el sumo sacerdote
organizó un complot. El niño fue coronado y la abuela ejecutada: la dinastía de
David recuperaba sus derechos.

Judá en los arcanos de la política internacional


La promesa de Dios no impidió que Jerusalén conociera
todos los vaivenes de la historia. De regreso en
Jerusalén, luego del cisma de Siquem, Roboam preparó
una expedición contra las tribus del norte con el fin de
ponerlas de nuevo bajo su autoridad, pero el profeta
Semaya lo hizo entrar en razón: el rey renunció a su
proyecto. Poco después los egipcios, encabezados por
el faraón Sesonq I (950-929) emprendieron una
campaña contra Judá durante la cual el Templo y el palacio real fueron
despojados de sus riquezas; así quedó al descubierto la fragilidad del reino.
Cuando, dos siglos más tarde, los reyes de Samaria y de Damasco quisieron
comprometer a Jerusalén en una coalición contra Asiria
(734), Ajaz, que reinaba entonces en Judá, siguiendo los
sabios consejos del profeta Isaías, se negó; suerte para
él, se libró del problema pagando un fuerte tributo, pero
los aliados perdieron sus reinos.

Ezequías

Pero le llegó su hora a Asiria: mientras por un lado las


amenazas exteriores cada vez más numerosas
mantenían en jaque a los ejércitos de Nínive, por otro,
las crisis de palacio hacían tambalear el poder con cada
cambio de rey. Los reinos sometidos y reducidos a
provincias del imperio asirio se aprovecharon de esa coyuntura para sacudir el
yugo de la opresión: los más activos en la rebelión fueron evidentemente Egipto y
Babilonia. Ezequías creyó oportuno aliarse a los rebeldes, contando sobre todo
con el apoyo del faraón; pero le fue mal. Senaquerib, rey de Asur, invadió Judá,
sitió todas las ciudades fortificadas y se apoderó de todas ellas… Ezequías, pues,
le entregó todo el dinero que se hallaban en la Casa de Yavé y en los tesoros de la
casa real (2Re 18,13).

Senaquerib (705-681) volvió de nuevo con la intención, al parecer, de acabar con


Jerusalén; el rey, aconsejado por el profeta Isaías, se negó a rendirse y, Dios,
respondiendo a su plegaria, intervino milagrosamente. Teniendo que acudir a
sofocar la rebelión de Egipto, Senaquerib levantó precipitadamente el sitio de la
Ciudad Santa. Pero ya no iba a volver más al reino de Judá; diez años más tarde,
sus dos hijos lo degollaron en Nínive en el templo de su dios Nisrok.

Los profetas
La historia del reino de Judá no habría tenido una tal significación si los cuatro
siglos de su historia, desde el rey David hacia el año 1000 hasta el Exilio el año
587, no hubiesen sido el tiempo de los profetas, o al menos, de los más grandes
de ellos. Y fueron los libros proféticos de la Biblia los que nos guardaron lo más
significativo de esa historia. Aun cuando su testimonio y sus llamados no lograron
detener la lenta pero inevitable decadencia del pequeño reino de Jerusalén,
hicieron de la alianza sellada en el Sinaí y de las promesas de Dios una fuerza
espiritual definitivamente enraizada en el pueblo de Israel. Sin ellos no podrían
comprenderse los continuos regresos de Israel a la Alianza que Dios le había a la
vez ofrecido e impuesto.

Las primeras manifestaciones de esa llama que permaneció viva en los peores
momentos fueron la gran Pascua de Ezequías y la reforma de Josías. Luego, será
la hazaña extraordinaria de la vuelta del Exilio. Por último será el apostolado
entre los paganos, que preparó la evangelización del mundo. Pero aquí nada
mejor que leer los libros sagrados.

La gran Pascua

Era el tiempo, antes o después del año 700, en que el


profeta Isaías pronunciaba sus oráculos y no vacilaba
en intervenir directamente en la política real. Aun
cuando pueda parecer que los profetas hablaban a
menudo sin ser escuchados, éstos y sus cofradías
ejercían una poderosa influencia. El segundo libro de las Crónicas atribuye al rey
Ezequías una obra de reforma muy importante en el plano religioso. Y la
manifestación más importante de esa renovación fue la gran Pascua que celebró
en Jerusalén hacia el año 700. El pueblo de Judá, a sabiendas de los desastres
que habían llevado a la ruina al reino de Samaria, comprendió que era necesario
volver a sus orígenes. Muchos sacerdotes del reino del norte se habían refugiado
en Jerusalén y tomaron parte en ese esfuerzo que trataba de regular toda la vida
del pueblo conforme a la ley de Moisés, adaptada a las circunstancias de esa
época. Fue entonces, probablemente, cuando comenzó a ser redactado el
Deuteronomio, cuyo descubrimiento ochenta años después sería el origen de la
Reforma de Josías.

Pero ese despertar religioso no duró más que algunos años. Luego vino el muy
largo reinado de Manasés, quien sólo quiso seguir la pendiente más fácil. La
preponderancia de Asiria se dejó sentir hasta en los asuntos religiosos y una vez
más las religiones importadas suplantaron el culto de Yavé hasta en su mismo
templo. Después de él vino su hijo Amón, quien siguió sus pasos y acabó siendo
asesinado por los militares. Pero entonces, igual que en los días de Atalía, los
elementos más sanos del “pueblo del país”, es decir, los burgueses de Jerusalén,
pusieron en jaque a los conjurados y sentaron en el trono a un hijo del difunto, un
niño llamado Josías.

La reforma de Josías
Después de la muerte de los reyes perseguidores, los fieles despertaron
lentamente. A lo mejor habían olvidado o escondido los libros sagrados. Un
acontecimiento fortuito contribuyó a estimular este despertar aún tímido: fue el
descubrimiento en un rincón del Templo del Libro de la Ley, que era, en realidad,
la primera edición del Deuteronomio. En el libro de los Reyes se lee el relato de
este acontecimiento que iba a ser decisivo. Era el año 622.

Aprovechándose de la decadencia del imperio asirio, Josías emprende la


reconquista del territorio de Israel que había pasado a ser una provincia asiria
hacía ya cien años. Allí destruyó los santuarios provinciales más o menos
sospechosos de sincretismo y derribó los ídolos. Josías reforzó la preponderancia
del clero de Jerusalén. Antes, todos los levitas participaban del sacerdocio, pero
en adelante solamente los levitas de Jerusalén serían considerados como
descendientes de Aarón y sacerdotes como él. Los otros, que fueron reinsertados
después de la eliminación de los santuarios de provincias, serían simplemente
levitas, al servicio del Templo.

La muerte del justo y la vuelta de los reyes impíos

Josías, el santo rey de la reforma, murió víctima de un


error político. Desde hacía mucho tiempo Israel hacía
de tapón entre Egipto y Asiria. Cuando Babilonia
comenzó a amenazar seriamente el poderío asirio, el
Faraón, preocupado por el dinamismo de esa nueva
“gran potencia” quiso ir en auxilio de la Asiria debilitada, olvidándose de su
hostilidad de ayer. Josías no quiso que realizara su plan porque sólo aguardaba la
ruina definitiva de Asiria para llevar a cabo su proyecto de reunificar el antiguo
reino de David. No veía con buenos ojos una intervención de Egipto como árbitro
de los conflictos del Cercano Oriente. El encuentro entre Necao II y Josías tuvo
lugar en Meguido, donde Josías fue herido de muerte (2Re 23,29). Corría el año
609.

¿Cómo había Dios podido permitir que muriera Josías, el santo rey que había
llevado a cabo tales reformas? Ese escándalo marcó profundamente la reflexión
judía posterior y también el anuncio del Evangelio.

Muerto Josías, el reino no tuvo más orientación. Su hijo Joacaz sólo subió al trono
para ser encadenado por el faraón quien lo reemplazó por uno de sus hermanos,
Joaquim.

La ruina del reino de Judá


Debido a su demora en Judea, el auxilio del Faraón le llegó al asirio demasiado
tarde. Asur Ubalit, el último soberano de Asiria, se había replegado no lejos de
Carquemís para juntar los restos de su reino; cuando, un día del año 605, el
faraón se presentó ante la ciudad, fue barrido por los hombres del joven
Nabucodonosor, que acababa de reemplazar a su padre Nabopolasar en el trono
de Babilonia. A pesar de esa humillante derrota, ni los príncipes de Egipto ni los
reyezuelos que acababan de pasar del yugo de Nínive al de Babilonia aceptaban
que el prestigioso país del Nilo hubiese perdido su gloria pasada. En Jerusalén el
partido pro-egipcio se impone en la familia real y entre los jefes del ejército, y los
más prudentes, como Jeremías, son sospechosos de complicidad con los caldeos.

El inevitable drama se consumó diez años después. Cuando el faraón Samético II


subió al trono (593) se atrajo a los pequeños estados que soportaban mal el yugo
de Babilonia: Judá, sometido ya a un pesado tributo, formó parte de los
conjurados.

Dispersos entre las naciones


Ante la inminencia del peligro caldeo, muchos optaron por abandonar el país e
irse a Egipto, reforzando así un movimiento de diáspora que había comenzado con
la invasión del reino del norte por los asirios a fines del siglo octavo. Estos
sucumbieron rápidamente a la tentación de asimilación y de sincretismo; un buen
ejemplo de ello fue la comunidad de Elefantina en el Alto Egipto. Según los
manuscritos encontrados en la isla, se trataba de una colonia militar puesta allí
por los faraones para defender la frontera sur del imperio. Desechando las
prescripciones del Deuteronomio que hacían del Templo de Jerusalén el único
lugar de culto de Israel, esos judíos refugiados en Egipto edificaron un templo
donde veneraban además de Yavé a otras divinidades como Eschem-Betel,
Herem-Betel, o Anat-Betel. Pero eso nos les impidió seguir celebrando las grandes
fiestas tradicionales de Israel. Desarraigados de su pueblo, desprovistos de un
verdadero apoyo para su fe, esos colonos fueron absorbidos por el paganismo que
los rodeaba y sus huellas desaparecen en los primeros
años del cuarto siglo a.C.

La cautividad y el regreso

Toma e incendio de Jerusalén

Las intrigas de los príncipes de Jerusalén sólo


contribuyeron a atraer dos veces en diez años a los
ejércitos caldeos: en 596 y en 587. La segunda vez la
ciudad fue tomada, sus palacios arrasados y el Templo
incendiado.

Los babilonios prosiguieron con la política asiria con respecto a los países
vencidos: se trasladaban la flor y nata a otras provincias y se las reemplazaba por
extranjeros para así hacer imposible una revuelta. Junto con las clases dirigentes
fueron deportados los artesanos metalúrgicos. Las incesantes campañas de los
reyes de Babilonia para mantener a raya a Egipto, someter a los fenicios de Tiro,
controlar el corredor siriopalestino, contener a los Medos y los Persas en la
meseta iraní, y castigar cualquier intento de rebelión, precisaban de un
armamento renovado continuamente, en cuya fabricación participaban los
artesanos deportados.

De ahí que la población campesina y el pueblo de las ciudades quedaran sin


estructuras y desorientados. La eliminación de las elites judías le permitió a la
fracción cananea del país levantar cabeza.

Babilonia la Grande
Retomando el proyecto de su padre Nabopolasar, Nabucodonosor quiso hacer de
Babilonia la reina de las ciudades. El desarrollo económico fruto de una mejor
administración y el aporte de las riquezas expoliadas dotaron a Nabucodonosor de
los recursos necesarios. Trajeron cedros del Líbano para el nuevo palacio real; se
prosiguió con el arreglo y la decoración de la vía sagrada; los templos restaurados
fueron adornados con ladrillos barnizados y su mobiliario enriquecido con oro y
piedras preciosas; una de las siete maravillas del mundo registradas por
Estrabón, los famosos jardines colgantes, fueron diseñados y ejecutados por amor
a la reina. Todos los talentos fueron movilizados para gloria de Babilonia, y
muchos de los hijos de Israel aportaron sin duda, de buen o mal talante, su
concurso a esa gigantesca empresa.

Muchos de ellos habían emigrado al extranjero antes del Exilio. Se quedaron en


los países a donde habían llegado: Egipto o Persia. Otros que habían sido
desterrados, lograron ayudándose entre sí salir de su situación miserable: algunos
llegaron a ocupar los puestos más importantes de la administración real, mientras
que otros, como la familia de los Egibi, contribuyeron al desarrollo del sistema
bancario desde el reinado de Nabónida. Los libros atribuidos ficticiamente a
Daniel, Tobías y a Ester, aunque escritos algunos siglos más tarde, no nos
engañan cuando describen esa ascensión.

Una prueba y un desafío


El cautiverio debió durar oficialmente alrededor de cincuenta y seis años. Fue un
tiempo privilegiado para la maduración de la fe de Israel. Entre los deportados en
Babilonia se encontraba el profeta Ezequiel, quien anunció que los cautivos
convertidos por la prueba volverían al país y reconstruirían la nación en la justicia.
Una carta dirigida por Jeremías a los judíos desterrados en Caldea indica tanto la
duración de la prueba como la salida que Dios le iba a dar.

Así habla Yavé, Dios de Israel, a todos los judíos que ha desterrado de Jerusalén a
Babilonia:

“Edifiquen casas y habítenlas; planten árboles y coman sus frutos; cásense y


tengan hijos e hijas. Casen a sus hijos y a sus hijas para que se multipliquen y no
disminuyan. Preocúpense por la prosperidad del país donde los he desterrado y
rueguen por él a Yavé; porque la prosperidad de este país será la de
ustedes.” (Jer 29,4-9).

La comunidad judía se organiza

Al revés de los que habían sido deportados por los


asirios después de la caída de Samaria, en 721, o de
los que se habían refugiado en Egipto ante la amenaza
caldea, los israelitas que habían sido llevados a
Babilonia supieron conservar y profundizar su
patrimonio espiritual y su originalidad en medio de las naciones paganas; varias
razones se pueden esgrimir para explicar esa fidelidad.

Hoy día parece evidente que cuando partieron a Babilonia, ya habían sido
redactados una parte de la Torá y los oráculos proféticos; los exiliados no se
fueron pues con las manos vacías y los escritos que llevaban les sirvieron para
estructurar su fe. Por otra parte, quienes encabezaban a los desterrados eran la
flor y nata del país; más instruidos, mejor preparados para organizarse. Esos
judíos, privados del templo y su culto, supieron cerrar filas en torno a la Ley y los
escritos proféticos, dando así inicio a un movimiento que iba a expandirse
después del regreso, cuando la sinagoga pasara a ser la célula básica de la
sociedad judía. Por último, los animaba una profunda convicción: ¿no eran ellos
acaso el pequeño Resto que había sobrevivido al desastre y al que Dios confiaba
ahora la responsabilidad de mantener contra viento y marea la esperanza de
Israel?

La salvación viene de los persas

El rey Nabónida, hijo de Nabudoconosor, se dejó llevar


por sus caprichos de coleccionista, llegando hasta
saquear los templos malquistándose así con su propio
pueblo. Tuvo sin embargo la suficiente lucidez para
captar el peligro que representaba a sus espaldas el
imperio de los medos. No dudó pues en favorecer la rebelión de Ciro, rey de los
Persas y vasallo de los medos. Al cabo de varios años de rebelión (556-550), el
joven príncipe venció a Astiages, rey de los medos. Preocupado por su éxito,
Creso rey de Lidia, célebre por su fabulosa riqueza, cometió el error de atacar a
Ciro. Sufrió una gran derrota y tuvo que entregar su reino al persa. Con algunas
nuevas victorias al este de su reino, Ciro tuvo en su mano el Asia Menor y la
totalidad de la meseta iraní. Los judíos desterrados en Babilonia percibieron en
esos trastornos políticos una señal anticipada de su liberación: el fin del imperio
babilonio estaba próximo.

Uno de los generales de Ciro venció a los ejércitos de Nabónida el año 539 (el rey
mismo pereció en la batalla) y el nuevo amo del Cercano Oriente hizo su entrada
victoriosa en Babilonia, siendo aclamado por el clero de Marduk y los babilonios
que habían soportado hasta entonces el yugo del vencido.

Ciro adopta una nueva política


Ciro se negó a continuar con la política asiria y babilonia de desplazamientos de
población: comprendía que para mantener la paz en su vasto imperio, era
importante respetar la lengua, la religión y las tradiciones de los pueblos
vencidos. Los textos oficiales fueron a partir de entonces trilingües y una de las
lenguas era la de los habitantes de la provincia; para los antiguos reinos de Siria-
Palestina, el arameo fue rápidamente oficializado por la administración, lo que le
valió una atención completamente nueva: se definieron las formas gramaticales y
la ortografía y así pasó a ser lo que después debía llamarse “el arameo del
Imperio”.

Ciro ordena la reconstrucción del templo


En el terreno religioso, la política de Ciro fue
diametralmente opuesta a la de los babilonios, cuyas
destrucciones de templos y profanaciones habían
despertado la cólera de los pueblos sometidos. Ya en el
primer año de su reinado, el Gran Rey ordenó, por el
edicto de Ecbatana, la reconstrucción del templo de
Jerusalén (Esd 6,3).
En tiempos de los persas y de los macedonios.

El retorno y sus desilusiones


Los que regresaban de Babilonia dirigidos por Zorobabel, veían en este regreso a
la tierra Prometida los primeros signos del cumplimiento de las palabras de los
Profetas que habían anunciado el castigo de la deportación, pero también el juicio
final de las naciones, instrumento de la cólera divina:

Así se ha expresado Yavé:


Por tu enorme culpa,
por tus numerosos pecados te he hecho esto.
Sin embargo, todos los que te devoran serán devorados,
todos tus opresores irán al destierro,
todos tus saqueadores serán saqueados,
y los que te desprecian pasarán a ser despreciados. (Jer 30,12…16)

¿Por fin, habría llegado el tiempo de la restauración de Israel y de la conversión


de todas las naciones de la tierra al Dios de Israel ? Sin embargo, he aquí que los
hechos parecían desmentir todas las expectativas.

La reconstrucción del templo


Sesbasar había regresado con los repatriados, llevando los objetos de culto que
habían sido robados antes por Nabucodonosor; también quiso reconstruir la Santa
Morada (Esd 3,7). En ese momento los “habitantes del país”, aquellos que no
habían conocido el exilio, se ofrecieron para cooperar con los repatriados. Pero
éstos se negaron, manifestando claramente que se consideraban como los únicos
herederos de las promesas divinas y de la tierra de Israel (Esd 4,1).

Los “habitantes del país”


Esa gente del país se había constituido a lo largo del tiempo a partir de las
poblaciones vencidas por los asirios y babilonios, y que habían sido deportadas a
Palestina. Seguramente comprendía una buena parte de la población judía que se
había quedado en el país en el momento del destierro y se había mezclado con los
recién llegados.

Entonces los espíritus y los corazones se cierran. Por todos los medios los
“habitantes del país” tratan de poner obstáculos a la reconstrucción de un templo
que, junto con ser signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo, también
es el instrumento de una política sectaria. Durante muchos años las quejas ante
las autoridades persas y las interminables discusiones con los judíos retardaron
los trabajos; sin embargo, bajo el impulso de los profetas Ageo y Zacarías, se
reanudaron los trabajos y el Templo fue consagrado el 1º de abril de 515.

No por eso terminaron las dificultades. Éste fue el comienzo de relaciones cada
vez más violentas entre los judíos que habían vuelto del exilio y los que pasarán a
ser los “samaritanos”. En esos años un tránsfuga de la familia del sumo sacerdote
de Jerusalén se establece en Samaria y levanta en el monte sagrado de aquella
ciudad, el Garizim, un templo rival del de Jerusalén (Jn 4,20) del que será el
sumo sacerdote.

El templo y los sacerdotes


Los judíos que habían vuelto de la cautividad siguiendo
el edicto de Ciro se encontraron con que su tierra
formaba ahora parte del imperio persa. La única
autoridad existente era la del Gran Rey y desde ningún
punto de vista era posible recuperar su identidad y su
originalidad alrededor de algún poder político
independiente. Desde entonces el templo pasó a ser
mucho más que un símbolo de restauración; se
convirtió en el centro y el corazón de la vida judía, y los sacerdotes que
aseguraban y garantizaban el culto del Dios Unico comenzaron a ocupar un lugar
prominente en la nación. El primer sacerdote del templo pasó a ser el personaje
principal de la Comunidad y tomó el título de Sumo Sacerdote, mientras que el
ritual del templo, la celebración de las fiestas y el estricto respeto por el
calendario litúrgico constituían el marco fundamental que iba a preservar la
originalidad de Israel en medio de las provincias del imperio. Fue entonces, con
toda probabilidad, cuando el Libro del Levítico obtuvo su redacción definitiva,
mientras que los Salmos, que estaban en el corazón de la liturgia de Israel, se
hallaban agrupados, quizás a semejanza de los cinco libros de la Ley
(Pentateuco), en cinco libros.

La oración de los Salmos


Los poemas y los cánticos religiosos no son una originalidad del pueblo de Israel,
y las literaturas contemporáneas del Antiguo Testamento nos han dejado
numerosos ejemplos de ellos tanto en Egipto como en Canaán e incluso
Mesopotamia. No se puede dudar que desde la época de Salomón el salmo haya
tenido un lugar privilegiado en la liturgia del templo, y la tradición quería que
haya sido el mismo rey David quien fijó las reglas. Sin embargo, el trabajo que se
realizaba en esos momentos bajo el impulso de los sacerdotes alrededor del
templo reconstruido, iba a dar un nuevo desarrollo a esa forma de poesía. Es
probable que los levitas encargados del canto y de la sinfonía, “hijos de Asaf” o
“hijos de Yedutún”, tuvieron que ver mucho en su composición o en su selección.
Con el tiempo, las recopilaciones se fueron llenando de oraciones personales o de
lamentaciones colectivas, que se referían a tal o cual acontecimiento del pasado o
a las pruebas por las que había pasado la comunidad de Jerusalén; los salmos
alimentaban la fe y la piedad de Israel y tenían un lugar de privilegio en el ritual
cotidiano del templo y en las celebraciones de las grandes fiestas anuales.

Nehemías levanta las murallas de Jerusalén

La reconstrucción del templo no se habría podido hacer


sin la ayuda de los judíos que ocupaban en Babilonia
altos puestos en la administración imperial; pero
concluida esta primera obra, quedaba todavía mucho
por hacer: la comunidad de los repatriados vivía en una
gran decadencia. El peso de las dificultades cotidianas, la hostilidad de los
“habitantes del país” hacia esa gente que había llegado recientemente y que
parecía querer acaparar los puestos de mando en Judea, y a lo mejor también el
sentimiento de sentirse abandonados por los que habían preferido quedarse en
Babilonia, todo eso extinguió la llama que Ageo y Zacarías habían encendido: el
libro de Malaquías es un buen ejemplo de la desidia general que se instaló en el
país.

Ante este descalabro, Nehemías, copero en la corte de Artajerjes I, se pone en


camino. Llegando a Jerusalén, decide reconstruir las murallas de la Ciudad Santa
a pesar de las risas burlonas de sus opositores. El trabajo se efectúa en cincuenta
y dos días, pero la recuperación moral es otro problema. Nehemías, como jefe, da
el ejemplo de desinterés en el ejercicio de sus responsabilidades; exhorta a los
ricos a condonar las deudas que contrajeron los pobres con ellos y a devolver lo
que habían tomado en prenda, y por último amenaza severamente a los que
contravengan esas sugerencias.

Persia cuenta con Esdras


La obra de Nehemías fue continuada en la generación siguiente por un sacerdote
de nombre Esdras, que también había llegado de Babilonia. Su misión había sido
respaldada por un decreto del rey: “Irás como delegado del rey y de sus siete
consejeros para cuidar de que se observe en Judá y Jerusalén la Ley de Dios que
está en tus manos… Cualquiera que no cumpla puntualmente la Ley de tu Dios y
la Ley del rey será castigado severamente con muerte, expulsión, multa o cárcel”
(Esd 7,6).

Las dificultades con que se topaba entonces Persia explican la extrema


benevolencia del poder central para con aquella pobre provincia; pero la rebelión
del sátrapa de Transeufratania (la provincia al oeste del Éufrates que incluía a la
Palestina) por una parte y las incesantes tentativas de rebelión de Egipto por otra,
exigían que se pudiese contar sin reserva con la fidelidad de la Judea, situada
entre esos dos focos de insurrección.

La solemne lectura de la Ley


Seguro del apoyo real, Esdras trató de reorganizar la vida de la Comunidad
alrededor de la Ley de Yavé. Entonces tiene lugar la gran celebración que se lee
en Nehemías 8.

Para restablecer la pureza del “pueblo de Dios” en medio de un mosaico de


pueblos transplantados venidos de los más diversos horizontes del Cercano
Oriente y apegados, cada cual, a sus propias costumbres religiosas, se puso en
vigor la antigua legislación mediante la cual los responsables del pueblo habían
protegido anteriormente a Israel de la contaminación de los cananeos: No te
emparentarás con esas naciones dando tus hijas a sus hijos, ni tomando sus hijas
para tus hijos (Dt 7,3-4).

Con las invasiones y la cautividad se había dejado de lado esa prescripción, y los
matrimonios con extranjeros habían pasado a ser una cosa corriente; esa
negligencia alcanzaba a todas las clases sociales. Esdras establece que la familia
será necesariamente judía (Esd 9,1—10,5).

El caso de las extranjeras


Para restablecer la pureza del “pueblo de Dios” en medio de un mosaico de
pueblos transplantados venidos de los más diversos horizontes del Cercano
Oriente y apegados, cada cual, a sus propias costumbres religiosas, se puso en
vigor la antigua legislación mediante la cual los responsables del pueblo habían
protegido anteriormente a Israel de la contaminación de los cananeos: No te
emparentarás con esas naciones dando tus hijas a sus hijos, ni tomando sus hijas
para tus hijos (Dt 7,3-4).

Con las invasiones y la cautividad se había dejado de lado esa prescripción, y los
matrimonios con extranjeros habían pasado a ser una cosa corriente; esa
negligencia alcanzaba a todas las clases sociales. Esdras establece que la familia
será necesariamente judía (Esd 9,1—10,5).

El libro de Rut
Esta intrensigencia de la Ley no impedía, sin embargo, los contactos diarios con
los extranjeros: los diferentes intercambios de poblaciones que habían
acompañado las grandes invasiones habían hecho de la Palestina una verdadero
mosaico de pueblos. Por supuesto, el tiempo del Cautividad no había favorecido la
estima de los extranjeros en los que regresaban por fin a la tierra de sus
antepasados después de tantos años de servidumbre. Las dificultades
encontradas con los “habitantes del país” durante la reconstrucción del templo
habían exacerbado las reacciones hostiles; pero con el tiempo, el rencor
desaparecía poco a poco y la estima reemplazaba el desprecio. Un eco de ello se
encuentra en el libro de Rut escrito en dicha época.

Los Doctores de la Ley

Nehemías y Esdras desempeñaron un papel decisivo en


la comunidad de los repatriados de Babilonia. Hicieron
de Jerusalén y de sus alrededores, en donde se habían
reagrupado, un estado sacerdotal centrado en el
Templo. Lo que pasó a ser poco a poco por el trabajo
de los escribas la Tora de los judíos, nuestro Pentateuco, se impuso como ley. Las
nuevas circunstancias nacidas de las conmociones políticas y sociales de hacía
más de un siglo exigían adaptación o modificación de las leyes, pero siempre con
el debido respeto a la tradición mosaica: Israel era el pueblo que Dios se había
escogido entre todos, un pueblo del cual Yavé era el Dios “único y celoso”.

Al lado de los sacerdotes que regentaban el templo, los escribas, especialistas en


la Ley, pasaron a ocupar un puesto cada vez más importante: solamente la
estricta observancia de las mil y una prescripciones religiosas podía poner a
Israel, que había regresado a su tierra, a resguardo de los castigos divinos.

De ese modo la comunidad de Jerusalén, aunque sometida a la autoridad persa,


se había ido enriqueciendo de instituciones y de una legislación que hacían de ella
el centro y el faro de Israel; instituciones y legislación que debían asegurar la
cohesión de un pueblo expandido, debido a las vicisitudes de la historia, en los
cuatro rincones del imperio persa y a veces más allá de sus fronteras. Por eso,
cuando Alejandro unos diez años después, trastornó el mapa geopolítico del
Cercano Oriente, las cosas no cambiaron sustancialmente para los judíos, al
menos en un primer momento.

Los comienzos de la helenización

Sin embargo se preparaba una crisis que iba a socavar


los mismos fundamentos de la conciencia religiosa: la
invasión progresiva del helenismo o, en otras palabras,
de la cultura griega injertada sobre la cultura local. En
el siglo que sigue a la misión de Nehemías, la cultura
griega había entrado con el mundo del comercio; buena
parte de las grandes familias judías se habían puesto al
servicio de los príncipes, y sin renegar de la fe yavista, habían perdido en parte la
conciencia de su identidad como pueblo de Dios. Se habían dejado asimilar pura y
simplemente por el mundo de los negocios, bien con los soberanos egipcios, bien
con los grupos árabes de Palestina, o bien con los Nabateos, paladines del tráfico
internacional. Una de estas familias, la de “Tobías”, se había opuesto firmemente
a Nehemías, y se había emparentado con los grandes sacerdotes. Dos siglos más
tarde, en el tiempo de los Macabeos, estas grandes familias, siempre ligadas al
sacerdocio, estarán al lado del opresor, dispuestas a liquidar la fe y las prácticas,
alardeando de progresistas frente a los tradicionalistas.

La Macedonia hace noticia


Grecia no había olvidado las dos invasiones persas producidas bajo los reinos de
Dario en 490, y de Xerxés diez años más tarde. El siglo que acababa de terminar
había modificado el equilibrio entre las diferentes tendencias. Filipo II, rey de
Macedonia, se había impuesto a las demás provincias; los instrumentos de guerra
para sitiar y la eficacia de la Falange garantizaban la superioridad del ejército
macedonio, las minas de oro del monte Pangée aseguraban el financiamiento de
las operaciones militares. En 337 se decidió combatir a Persia. Pero ese año Filipo
II fue asesinado y los confederados se rebelaron contre su hijo Alejandro: ¿Cómo
hubieran podido aceptar plegarse a la autoridad de un joven príncipe que acababa
de cumplir sus veinte años? La respuesta fue inmediata: el “joven” demostró a las
viejas ciudades de Atenas, Tebas y del Peloponeso de lo que era capaz.

Las campañas de Alejandro


Fue en el 334 cuando Alejandro, hijo de Filipo II rey de Macedonia, pasó los
Dardanelos (334) con un ejército de 30.000 hombres de infantería y 5.000
de caballería y se encontró con los sátrapas de Asia Menor coaligados para
impedirle el paso. La victoria quedó en sus manos. Aplastó de nuevo al ejército de
Darío III Codomán en Issos, se apoderó de Tiro al cabo de un sitio de siete meses
y llegó hasta Egipto donde se hizo reconocer como el legítimo heredero de los
Faraones e hijo del dios Zeus-Amón. Durante el camino, había dejado a uno de
sus generales, Parmenión, encargado de ocupar Palestina; únicamente Samaria,
residencia del sátrapa gobernador de la provincia, opuso una verdadera
resistencia.

La victoria y la muerte
Siempre en persecución de Darío, el conquistador atravesó las llanuras del
Éufrates y del Tigris. Entró victorioso en Babilonia, ascendió las pendientes de la
meseta iraní… Su cabalgata iba a conducirlo a las fuentes del Indo. Cansados de
tantas campañas, los hombres de Alejandro lo obligaron a retornar a las llanuras
de Mesopotamia. Mientras comenzaba a organizar ese imperio y trataba de
realizar la simbiosis de macedonios y persas, la fiebre lo derribó en Babilonia: era
el 323, y el príncipe no había todavía celebrado su trigésimo tercer
cumpleaños.

El imperio desgarrado
Apenas muerto Alejandro, sus amigos de infancia y compañeros de armas se
repartieron el imperio y comenzaron a desgarrarse entre sí. Cuando al final se
restableció la paz, tres dinastías se repartían el antiguo imperio de Alejandro: los
Antigónidas se quedaron con Macedonia, los Seléucidas se encontraban al frente
de un imperio que iba desde el Asia Menor a la Mesopotamia; Egipto, Palestina y
Fenicia formaban el reino de los Lágidas.

La comunidad de Jerusalén dependía pues de la autoridad egipcia. Se entiende


entonces que la colonia judía de Alejandría, primitivamente formada por judíos
que habían huido de la invasión caldea, haya aumentado con numerosos
elementos nuevos atraídos por la prosperidad económica de una ciudad
promovida al rango de capital real. Muchos de esos judíos habían perdido el uso
del hebreo y habían adoptado la lengua de Alejandro que se había impuesto poco
a poco después del paso del conquistador. Por esos días se comenzó a traducir al
griego el texto de la Ley, y luego otros textos del Antiguo Testamento. El
resultado de ese trabajo considerable realizado por los escribas alejandrinos pasó
a la posteridad con el nombre de la traducción de los Setenta. Esa versión en la
lengua corriente de aquel tiempo ponía en evidencia una nueva realidad: los
judíos de la Diáspora se abrían a la cultura helenística y adquirían cada vez más
peso en el judaísmo.
Seléucidas y romanos

Por ese entonces, en Siria, Antíoco III inauguraba una


política agresiva después de haberse aliado con Filipo V
de Macedonia,. Los países amenazados pidieron el
apoyo de Roma y fueron inmediatamente atendidos.
Tito Quinctio llevó a cabo una expedición contra Filipo V
y lo venció en Cinoscéfalos (197). Los seléucidas no habían sido tocados
directamente: Antíoco III se había permitido aún quitarles Palestina a los Lágidas
(o Tolomeos) en el 198. Al comienzo, el nuevo amo se mostró tolerante con la
comunidad judía y le concedió incluso algunos privilegios.

La tregua que les concedió Roma a los seléucidas fue de corta duración; dos
derrotas sucesivas, en las Termópilas en 191 y en Magnesio al año siguiente,
obligaron a Antíoco III a firmar la humillante paz de Apameo. Le fueron quitadas
sus posesiones de Asia Menor y entregadas a Rodas y Pérgamo, aliados de Roma.
Roma entraba pues en el Medio Oriente; luego de haber reducido el poderío
seléucida, iba a organizar en su beneficio toda el Asia Menor.

Antíoco IV Epífanes
Antíoco III murió dejando el trono a su hijo, Seleuco IV Filopator. El nuevo rey
reinó una docena de años al cabo de los cuales fue asesinado. Su hermano
Antíoco se hizo entronizar bajo el nombre de Antíoco IV Epífanes. A las divisiones
internas se agregaba la presencia cada vez más pesada de Roma: por el tratado
de Apamea, los seléucidas habían perdido la parte occidental de su imperio, y si
bien se habían anexado Palestina, tenían que tomar en cuenta a Egipto, al que
apoyaban los romanos.

El sacrilegio
En 168 Antíoco se dirigió hacia Egipto y triunfó sin
problemas de Tolomeo VI Filometor. Pero
inmediatamente un emisario del Senado romano le dio
un ultimatum: tenía que abandonar Egipto. Como
Antíoco volvía a sus tierras y le faltaba el dinero para
pagar sus tropas, recurrió a un método conocido: como
todos los templos poseían un tesoro, metió sus manos
en el del templo de Jerusalén. La cólera de los judíos no
tardó en manifestarse. Antíoco respondió con una violenta persecución contra
todos los que seguían apegados a la Ley: profanó el Lugar Santo, prohibió el culto
israelita, sustituyéndolo por el de Zeus Olimpo, y despachó a sus soldados a los
campos para imponer sus decretos. Fue entonces cuando se formó un grupo de
resistencia en torno al sacerdote Matatías y pronto la rebelión tomó el aspecto de
una guerra de independencia.

Los asmoneos. Helenismo y judaísmo

La provincia judía estaba dividida frente a las presiones extranjeras. La


implantación de las colonias macedonias, y la fundación de los reinos helenísticos
(es decir, herederos de Alejandro y de cultura helénica o griega) no dejaron de
tener su influencia en las comunidades de la Diáspora (es decir, de las
comunidades judías dispersas entre las demás naciones). Dispersos en el Cercano
Oriente, los judíos descubrieron una cultura que no dejaba de seducirlos. En
Palestina, los Tolomeos habían multiplicado las creaciones de ciudades según el
modelo griego. Hasta en Jerusalén, el sumo sacerdote Jasón daba pruebas de su
admiración por el helenismo, (2Ma 4,9), favoreciendo instituciones que
repugnaban a la conciencia judía. Un foso cada vez más profundo separaba a los
que rechazaban cualquier evolución, queriendo mantenerse fieles a las tradiciones
ancestrales, y los que, atraídos por el modernismo, corrían el peligro de renunciar
a todo el patrimonio de Israel.

Los sumos sacerdotes divididos


La querella había alcanzado a las grandes familias sacerdotales. Esas rivalidades
llevaron al poder político a inmiscuirse en la atribución del soberano pontificado.
Antíoco, cuya situación financiera era difícil, pasó pronto de su papel de árbitro al
de rector y fue así como comenzó el cambio de los sumos sacerdotes. Onías, que
tenía fama de piedad y de fidelidad a la Ley, estaba en el cargo, cuando un cierto
Jasón que quería el puesto lo desacreditó ante el rey, al que propuso una buena
suma de dinero. El rey depuso a Onías y lo sustituyó por Jasón; tres años más
tarde se presentó Menelao, quien ofreció más y obtuvo el cargo. Tales prácticas
sólo podían acarrear el descrédito de Antíoco y de los partidarios de los griegos.

Judas Macabeo (166-160)


Entonces tuvo lugar la rebelión del sacerdote Matatías. Organizó una expedición
con sus primeros partidarios para destruir los altares paganos y circuncidar por la
fuerza a todos los niños incircuncisos (1Ma 2,45). Algunos meses después murió
(166). Le sucedió su hijo Judas, el Macabeo. Sus hermanos y todos los que habían
seguido a su padre le ofrecieron su apoyo y continuaron con entusiasmo la guerra
(1Ma 3,1). Antíoco no tomó en serio ese levantamiento; después de una primera
victoria de los insurgentes, el gobernador Lisias, que tenía a su cargo el reino en
ausencia del rey, despachó a Gorgías con un ejército mucho más importante; fue
una nueva derrota. Lisias se decidió entonces a asumir la dirección de las
operaciones, pero la derrota de sus tropas lo obligó también a huir a Antioquía.

La resistencia toma auge

Estos éxitos inesperados reforzaron la confianza de los


judíos y llevaron a Judas a los que por miedo se habían
mantenido al margen del conflicto. Era para todos
evidente que Dios manifestaba de nuevo su protección
para con su pueblo. Ya que el enemigo había sido
rechazado lejos de Jerusalén, era el momento de recuperar el Templo: la
purificación del Lugar Santo profanado hacía ya tres años por los griegos era el
principal objetivo del proyecto de Judas. La consagración del nuevo altar y del
santuario se celebró el 25 del noveno mes (1Ma 4,54). La fiesta de Janukka iba a
conmemorar en los siglos posteriores esa Dedicación del Templo que tuvo lugar el
año 164 a.C.

El santuario purificado, era necesario ir a socorrer a los hermanos más alejados y


más aislados, pues las victorias de Judas habían exacerbado el odio de los
“griegos” contra los judíos. Judas y su hermano Jonatán se dirigieron a Galaad
para llevar allí represalias sangrientas y repatriar a Jerusalén a las comunidades
amenazadas; Simón, un tercer hijo de Matatías llegó hasta Galilea para una
misión semejante.

Mientras tanto había muerto Antíoco IV, dejando un hijo de tan solo ocho años.
Lisias, que entre tanto se había proclamado regente del reino, decidió asestar un
golpe definitivo. Judas y los suyos fueron derrotados y Jerusalén quedó en una
muy mala situación. Afortunadamente las disensiones entre Lisias y Filipo, a quien
Antíoco IV en su lecho de muerte había confiado el reino, salvaron a la Ciudad
Santa.

Lisias entonces propuso a su rey que firmara la paz con Judas para tener las
manos libres de ese lado y se llegó a un acuerdo. Es muy probable que ese año
haya sido publicado el libro de Daniel, obra de uno de los maestros de la Ley que
habían sufrido la persecución. Los acontecimientos más recientes y el fin de la
persecución eran para él nada más que el preludio de una justicia de Dios que iba
a dejarse caer sobre el perseguidor y poner a su pueblo por encima de todas las
naciones.

Nada sin embargo se había arreglado de manera definitiva. Las hostilidades se


reiniciaron a la brevedad. Judas tuvo aún tiempo de firmar un pacto de alianza
con Roma, pero sus días estaban contados: murió en un desigual combate en el
año 160 a.C.

Jonatán (160-143)
Las intrigas de palacio y los asesinatos llevaron al trono al hijo de Seleucos IV
quien reinó con el nombre de Demetrio I Soter; con él los partidarios de los
“griegos” acorralaron al partido de la resistencia. Fue entonces cuando Jonatán
aceptó asumir el la sucesión de Judas (1Ma 9,23).

El doble juego

En Antioquía se alzó un rival frente a Demetrio,


Alejandro Balas, quien se hacía pasar por hijo de
Antíoco Epífanes. Demetrio trató de ganarse a Jonatán
por toda clase de promesas: en adelante tendría
derecho a formar un ejércitos. Confiado en esas
autorizaciones, Jonatán se instaló en Jerusalén y se puso a reconstruir la ciudad
(1Ma 10,10).

Inmediatamente Alejandro (Balas) hizo una contraoferta: le confirió a Jonatán el


cargo de sumo sacerdote y el codiciado título de “amigo del rey”. Jonatán aceptó
esas prerrogativas de manos del usurpador: en 153, con ocasión de la fiesta de
las Tiendas, hizo su entrada solemne en el Templo, revestido con los ornamentos
de sumo sacerdote.

Demetrio quiso ofrecerle más aún, pero Jonatán no le hizo caso. Un tiempo
después moría ese rey en un combate con Alejandro Balas; este último murió a su
vez en 145 y Demetrio II, hijo de Demetrio, reinó sin oposición. En Jerusalén
Jonatán continuó con su doble juego entre los diferentes pretendientes al trono;
terminó cayendo víctima de una celada en Tolemaida y fue ejecutado poco
después (143).

Los asmoneos. El nacimiento de una dinastía

Simón, otro hijo de Matatías continuó la lucha contra los Seléucidas, expulsó
definitivamente a la guarnición griega que ocupaba todavía la ciudadela de
Jerusalén, y al apoderarse del territorio de Jope, consiguió una importante
entrada al Mediterráneo; obtuvo de Antioquía la exención de todos los impuestos,
y fue el primero en acuñar su propia moneda.

Simón recibió el título de Príncipe y Sumo Sacerdote de los Judíos por un decreto
que emanaba de los judíos y los sacerdotes, datado en 140. De ese modo, la
comunidad judía recuperó bajo la autoridad de Simón una total autonomía tanto
en el plano religioso como en el político.

La familia de Matatías estaba pues instalada a la cabeza de la comunidad de


Jerusalén o más exactamente del estado de Israel; porque ya se trataba de un
estado, y en esa familia el poder iba a transmitirse de manera hereditaria, como
ya se vio a la muerte de Simón; sus descendientes pasaron a la historia con el
nombre de Asmoneos.

Las gusano en el fruto


Si debemos creer 1·Macabeos, mientras vivió Simón la Judea tuvo paz: Los
habitantes cultivaban en paz sus campos… todos conversaban sobre el bienestar…
Israel experimentó tiempos felices (1Ma 14,4).

Tal elogio del gobierno de Simón quisiera hacernos olvidar que muchos judíos
veían con malos ojos que el poder militar, político y religioso estuviera todo
reunido en las manos de un soberano extraño a la dinastía de David como a la de
Sadoc.

Las primeras disensiones

En efecto Simón, como su hermano Jonatán, era sacerdote, pero no era del
linaje de Sadoc, el único habilitado por una tradición ancestral a dar un sumo
sacerdote a Israel: por eso pasaba a los ojos de los elementos más religiosos de
la comunidad, los Hassidim , por un sumo sacerdote ilegítimo. A eso se agregaba
su condición de comandante en jefe que lo hacía contraer numerosas impurezas
rituales incompatibles con la dignidad sacerdotal. Las ambiciones políticas y el
declive moral de la dinastía real bajo los siguientes reinados hicieron el resto:
esos Hassidim se distanciaron desde entonces cada vez más del poder político y
formaron el movimiento fariseo (losseparados ).

Por las mismas razones, un cierto número de laicos y sacerdotes se alejaron del
templo de Jerusalén y se instalaron a orillas del Mar Muerto para llevar allí una
vida de fidelidad total a la Ley de la Alianza, dando así origen a la Comunidad de
la Alianza, más conocida con el nombre de Comunidad de Qumrán.

Juan Hircano (134-104)

Habiendo sido asesinado Simón por su yerno, y con él dos de sus hijos, el
tercero, Juan, logró escapar a los asesinos (1Mac 16,21) y el sistema dinástico
funcionó: Juan subió al trono bajo el nombre de Juan Hircano I.

En 138, un nuevo soberano, Antíoco VII Evergetes, subió al trono de Siria. A


pesar de los tratados y garantías firmados por sus predecesores, invadió Judea y
puso sitio a Jerusalén donde se había refugiado Hircano. Como Antíoco no estaba
en condiciones de apoderarse de la ciudad, se llegó a un acuerdo. Poco después,
Antíoco moría en una expedición contra los partos (128) y Juan Hircano pudo
continuar con la política de conquistas.

El hijo de Simón se volvió primero a la Transjordania en donde se apoderó de


varias ciudades; atravesando de nuevo el Jordán, aniquiló a Siquem; el templo de
Garizim fue arrasado y el país puesto a la fuerza en el camino de la observancia
de la Ley. La oposición sin embargo continuó, por lo que Samaria, la capital de la
región, fue devastada en 107. Durante ese tiempo, al sur de Palestina, la Idumea,
fue también conquistado y sus habitantes obligados a circuncidarse. Juan Hircano
se apoderó también de Jamnia, Azotos, y sus alrededores, ensanchando así su
ventana al Mediterráneo. La ayuda de Roma le permitió mantener conquistas e
independencia.

Entre Fariseos y Saduceos


Juan Hircano, que tenía simpatías marcadas por el helenismo, encontró sus
mejores aliados en los Saduceos.

Los Saduceos , que deben probablemente su nombre a Sadoc, el sumo sacerdote


que consagró a Salomón, habían manifestado su inclinación por el helenismo
antes de la rebelión macabea. Paradójicamente se mostraban conservadores en
materia religiosa, para ellos lo único que valía era la Ley; rechazaban pues la
tradición oral al contrario de los fariseos que le atribuían una importancia igual a
la de la Torá. Por eso, los saduceos no creían en la resurrección de los muertos,
que les parecía una novedad, mientras que los fariseos adherían a ella en nombre
de la tradición oral. Este tradicionalismo de los saduceos no les impedía demostrar
una real apertura en los demás campos: se mostraban realistas tanto en los
asuntos políticos como en el plano cultural.

Puesto que el cargo de sumo sacerdote había sido asumido por el soberano, la
aristocracia sacerdotal se veía obligada a entrar en componendas con el poder
político que se apoyaba cada vez más para la administración del país en notables
abiertos al helenismo.

Aristóbulo el Terrible (104-103)


A la muerte de su padre, Aristóbulo, el mayor de sus
hijos, tomó oficialmente el título de rey; hizo encarcelar
a su madre, ordenando que la dejaran morir de
hambre. Tres de sus hermanos fueron también
encarcelados. El menor, Antígono, no tardó en ser
asesinado. Aunque su reinado duró sólo dos años,
Aristóbulo tuvo tiempo para conquistar Galilea. A su
muerte, el año 103, la viuda, Salomé Alejandra, libera
a los tres hermanos prisioneros e instala al mayor, con quien se casa, en el trono.
Desde el comienzo el nuevo rey hace alarde de sus simpatías por la cultura griega
helenizando su nombre; en adelante será Alejandro Janneo.
Alejandro Janneo (103-76)
Alejandro continuó con la política expansionista de sus antecesores. Se apoderó
del Carmelo y de la llanura de Sarón, y en el sur, de Gaza y los territorios que se
extienden hasta Egipto (96). El mismo año, se apoderó de Gadara y Amathonte,
en Transjordania. Como luego sufriera una derrota ante al rey de los Nabateos,
un complot se armó contra él; en estas circunstancias, un levantamiento nacional
salvó a la dinastía y los descontentos fueron exterminados. En 83, Alejandro
termina la conquista de la Transjordania con la toma de Gerasa, Pella y Dión. En
todas las ciudades reconquistadas, Alejandro impuso por la fuerza el judaísmo.

En conflicto con los Fariseos


Alejandro Janneo impuso su autoridad por el terror y redujo al silencio cualquier
oposición mediante represalias de una tal crueldad que los éxitos militares con los
que devolvió a Israel sus fronteras del tiempo de Salomón, no las hicieron olvidar
por sus contemporáneos. Así fue como mandó masacrar a 6.000 fariseos para
vengar la afrenta de que fue objeto en una celebración de la fiesta de las Tiendas
mientras oficiaba como sumo sacerdote en el Templo. Poco después mandó
crucificar a 800 de sus opositores, haciendo degollar a la vista de los ajusticiados
a sus mujeres e hijos, mientras se banqueteaba junto con sus concubinas y
cortesanos al pie de las cruces.

Alejandra (76-67)
Al morir Alejandro Janneo, su viuda, Salomé Alejandra, ejerció el poder según él
mismo lo había decidido. Pero como ella no podía ser “el” sumo sacerdote, confió
ese cargo al mayor de sus hijos, Juan Hircano II. Durante los nueve años que
reinó su reinado, Alejandra condujo con habilidad los asuntos del reino.

Con el apoyo de la reina los fariseos habían entrado en el gran Consejo del
Sanedrín, que hasta entonces estaba sólo abierto a los Ancianos y a la aristocracia
sacerdotal (los saduceos). Su acceso al poder se realizó a costa de los saduceos.
Un grupo de descontentos encontró un líder en la persona de Aristóbulo II, el
hermano del sumo sacerdote. Se puso al frente de la oposición al gobierno de su
madre, impugnando la creciente influencia de los fariseos en los asuntos del país.
Salomé Alejandra supo todavía evitar lo peor, pero cuando murió en 67 las
diferencias llevaron a la guerra civil.

Los hermanos enemigos

Como Juan Hircano era el mayor, le correspondía por


derecho el trono, pero Aristóbulo, su hermano, tenía
mucho más personalidad. El mismo día en que su
madre caía víctima de la enfermedad que la llevaría a la
muerte, se había apoderado de veintidós plazas fuertes
del reino, asegurándose así el dominio de las operaciones. Se impuso pues poco a
poco en esta guerra civil. Obligado a capitular, Juan Hircano tuvo que traspasar la
corona a su hermano y contentarse con el cargo de sumo sacerdote.

Pero fue entonces cuando cierto Antipater, padre del futuro rey Herodes Magno,
se puso de parte de Juan Hircano; como conocía el poco ingenio de ese príncipe,
vio allí la oportunidad de satisfacer sus propias ambiciones. Conocía bien la
Nabatea; convino pues con el rey Aretas de Nabatea que entregaría a éste las
ciudades que le habían sido arrebatadas por Alejandro Janneo a cambio de la
ayuda armada que aportaría a Juan Hircano. Aristóbulo debió replegarse a
Jerusalén donde se encerró, asediado por las tropas de Aretas y de Hircano.
El imperio romano

Desde hacía algunos años el imperio romano en plena expansión había puesto su
pie en el Medio Oriente. Pero en ese momento, en Roma, se manifestaban
rivalidades de poder que iban a llevar a la República a su fin (88-82).

De nuevo el Oriente amenazaba a Roma: los bárbaros tracios se infiltraban en


Macedonia; en las fronteras de Bitinia, Mitrídates se agitaba nuevamente con
ayuda de su yerno, el rey de Armenia; por último los piratas instalados en la
costa sur del Asia Menor interceptaban los navíos cargados de trigo de Egipto
para el aprovisionamiento de la capital. Pompeyo, un general ambicioso, era el
más indicado para hacer frente a ese triple peligro, pero reclamaba el alto mando
de la marina y de las tropas de tierra hasta 70 kms. al interior de la costa. Al fin
tuvieron que ceder a sus exigencias y Pompeyo partió con 500 navíos y con 20
legiones bajo su mando.

Pompeyo en Oriente

En menos de tres meses Pompeyo acabó con las


correrías de los piratas y destruyó sus ciudades de
refugio; reorganizó luego esa región de la cual hizo la
provincia de Cilicia (67). Luego venció a Mitrídates y
transformó su reino en provincia romana del Ponto. El
imperio seléucida en decadencia era una presa fácil para los partos; si lograban
adueñarse del corredor sirio-palestino, esos enemigos tradicionales de Roma
tendrían una puerta abierta al Mediterráneo y cortarían la ruta terrestre que unía
el Egipto con las provincias romanas de Asia Menor.

Pompeyo, pues, se dirigió a Siria y la convirtió en una provincia romana. Prosiguió


luego su camino a Jerusalén: Antipater, Hircano II y Aretas de Nabatea por un
lado, y Aristóbulo por otro, llegaron a pedirle su arbitraje. Como Pompeyo tardase
en pronunciarse, Aristóbulo se le adelantó y se apoderó de Jerusalén, en donde se
encerró. Inmediatamente Pompeyo ordenó a Aretas que regresara a su Nabatea,
luego marchó a Jerusalén donde estaban atrincherados Aristóbulo y sus hombres.
Al cabo de tres meses de sitio se apoderó de la ciudad; eso fue una carnicería.
Pompeyo se paseó por el templo como un turista y hasta se permitió entrar en el
Santo de los Santos. Al igual que, en los días de Nabucodonosor, la destrucción
del santuario había sido vista como el castigo por las infidelidades de Israel, esta
vez también los hombres piadosos de Jerusalén pensaron en un castigo divino que
sancionaba el comportamiento escandaloso de los sumos sacerdotes asmoneos.

Una redistribución de las cartas

Pompeyo reorganizó la región: confirmó a Hircano en


su cargo de sumo sacerdote, pero limitó su autoridad
a Judea, Galilea, y Perea en la Transjordania. Le quitó
las ciudades de la llanura costera que fueron puestas
en adelante bajo la autoridad directa del poder
provincial, le concedió la autonomía jurídica a Samaria , y reunió en una misma
confederación a las ciudades de Abila, Kanata, Hipos, Gadara, Dión, Pella,
Amatonte, Gerasa, Filadelfia y Escitópolis (la única situada en Cisjordania): esa
confederación de diez ciudades libres tomó el nombre de Decápolis (Mc 5,20).
Pompeyo regresó a Roma el año 61, precedido por Aristóbulo y sus dos hijos a los
que había enviado como rehenes.

Cuatro años más tarde, Gabinio, procurador de Siria, dividió los territorios
confiados a Hircano en cinco distritos que puso bajo la autoridad directa de la
provincia. Seforis fue entonces erigida como la ciudad principal del distrito de
Galilea.

Entre Pompeyo y César, Antonio y Octavio


De regreso del Oriente en Roma, Pompeyo celebró su triunfo con un esplendor
nunca visto. Fue entonces cuando César regresó de España. Como los conflictos
no cesaban y la ciudad estaba al borde de una guerra civil, los dos hombres se
aliaron a Creso, un hombre muy rico, para formar el primer triunvirato y salvar
así a la República. Mientras Pompeyo restablecía el orden en la capital, César fue
llamado a Galia; permaneció allí ocho años. Cuando regresó a Roma, el triunvirato
saltó hecho pedazos y la guerra civil se reinició, esta vez entre él y Pompeyo. Este
último trató de buscar refugio en Oriente donde tenía sus partidarios. Hircano y su
fiel Antipater se mantuvieron de su parte, pero al día siguiente de la batalla de
Farsalia (48), cuando Pompeyo vencido huyó a Egipto donde por último fue
asesinado, supieron cambiarse de campo y entregaron su apoyo a César en su
campaña de Egipto.

César se mostró reconocido; le concedió importantes privilegios a la comunidad


judía, dio a Hircano el título de etnarca y aliado de los romanos, y nombró a
Antipater procurador de Judea. Este dejó el gobierno a su hijo Fasael, mientras
que a su otro hijo, el futuro Herodes Magno se le confió Galilea.

Un nuevo cambio de frente

El asesinato de César el año 44 cambió la coyuntura. En


un primer momento Antonio y Octavio se unieron para
quitarle el Oriente a los asesinos de César.

Luego de la batalla de Filipos en donde Antonio y


Octavio habían sido victoriosos se habían repartido el mundo romano: Octavio
tomó Italia y España; Antonio recibió toda Galia y se adjudicó el Oriente. Pero
entonces los Partos invadieron la provincia de Siria (40); Antígono, hijo de
Aristóbulo II, abrazó su causa, pues quería vengar a su padre y tomarse su
revancha de Hircano II. Los partos hicieron prisionero a Hircano y se lo
entregaron a Antígono quien le cortó las orejas; la mutilación le hizo perder su
cargo de su sumo sacerdote (Lev 21,21) Antígono se lo atribuyó y lo conservó
hasta el año 37.

Ante la invasión parta, Herodes buscó refugio en Roma. Pronto se ganó allí la
estima de Antonio y de Octavio, y maniobró con tal habilidad que fue nombrado
por el senado rey de los judíos; pero por ese entonces tal reino estaba en manos
de los partos. Con el apoyo de Antonio, Herodes logró reconquistar su reino. Pero,
mientras tanto, Octavio y Antonio se habían convertido en enemigos. La derrota
de Antonio y de Cleaopatra en la batalla de Actium (31) dejó a Octavio dueño de
la situación.

Deseoso de restablecer el orden y la paz, Octavio aceptó la sumisión de los


partidarios de Antonio que volvieron donde él: Herodes fue uno de ellos y en una
escena grandilocuente fue a pedir perdón públicamente, tirando al suelo una
corona que, según él, ya no era digno de llevar. Al final regresó coronado por el
mismo Octavio. Herodes recibió además Jericó y las ciudades de la llanura
costera, que Antonio había cedido a la reina de Egipto.
Roma: hacia el poder absoluto

La sociedad romana estaba cansada de la crisis política


y social que la minaba y la mayoría aguardaba que
surgiera por fin el hombre que pusiera término al caos.
Octavio no descuidó nada para asumir tal
responsabilidad; pero avanzó con pasos felinos, casi
haciéndose de rogar para aceptar honores y poderes que se le conferían.

En el 43 Octavio es proclamado Imperator por sus legiones después de su victoria


sobre Antonio; el 29 es proclamado Salvador del estado ; el 28 se le concede el
título de Princeps senatus lo que le otorga el derecho de ser el primero en tomar
la palabra en el Senado; el 16 de enero del 27 un decreto le confiere el título
de Augusto (es decir, Divino ), que llevará en adelante como apellido.

Octavio se siente predestinado: es sobrino del Divino Julio (Julio César) y su


madre, según algunos, desciende de la diosa Venus por el lado de su padre. Está,
pues, capacitado para recibir dignidades sacerdotales y es elegido Pontifex
Maximus el 12 a.C.

La reforma de Augusto
Antes que efectuar nuevas conquistas Augusto prefirió fortalecer las fronteras y
pacificar las provincias. En el marco de una amplia reforma, retiró de la autoridad
del Senado a las provincias difíciles de gobernar o de anexión más reciente; éstas
serían gobernadas por un legado que dependería del emperador. Ese sería un día
el caso de Siria-Judea. El legado era asistido por un procurador para los asuntos
financieros y fiscales.

Además de las provincias, Roma controla “reinos aliados”, en los cuales el


emperador pone y depone a los reyes según su talante y se reserva el derecho de
intervenir cuando los intereses o la seguridad del imperio lo requieren. El reino de
Herodes Magno goza de este último status.

Herodes magno

Herodes no pertenecía a la dinastía asmonea. Para remediar esa falla tomó su


segunda esposa de ese linaje real; era Mariamne, nieta tanto de Hircano como de
Aristóbulo. Como no pertenecía a la descendencia de Aarón, no podía pretender el
soberano pontificado. Confió pues ese cargo a un tal Ananel, pero luego se lo
quitó y se lo entregó a su joven cuñado Aristóbulo III.

Un personaje complejo

Víctima de celos enfermizos, Herodes diezmó la


descendencia asmonea; a un año tan sólo de haber
nombrado al sumo sacerdote, lo hizo ahogar en la
piscina del palacio de Jericó; seis años después eliminó
a su esposa Mariamne y su suegra Alejandra, era el año
29. Cuando ya estaba viejo, mandó matar a los dos hijos que había tenido con
Mariamne, y poco antes de su muerte suprimió además a otro hijo que había
tenido de su primera esposa Doris.

A pesar de los crímenes en serie y los comprometimientos de toda clase, el reino


de Herodes tuvo una cierta grandeza. Supo apartar a los Partos y a los Arabes,
pacificó Judea después de los disturbios que habían ensangrentado el país. Su
obra arquitectural imprime la huella del personaje. Traduce su apetito de poder y
de dominación, su locura de grandezas, su angustia enfermiza de morir asesinado
a su vez, lo llevaron a la locura.

El modelo grecorromano

A diferencia de los Asmoneos el rey Herodes no obligó a circuncidarse a la


importante población no judía de su reino. Sus preferencias iban más bien a la
cultura helenística a la que admiraba y a cuyos representantes más eminentes
acogía con gusto.

Esa admiración le inspiró todo un programa de construcciones que sorprenden


aún hoy por su grandeza y por su calidad. En menos de treinta años hizo surgir
de las dunas a Cesarea marítima, su puerto y su ciudad principesca; reconstruyó
Samaria a la que dio el nombre de Sebasta (en honor a Augusto) y reforzó la
ciudadela de Jerusalén; renovó totalmente el edificio y las dependencias del
Templo, en cuyo lado norte implantó la fortaleza Antonia; construyó o restauró
seis fortalezas cerca del Mar Muerto (entre las cuales hay que mencionar el
Herodium, Massada y el Maqueronte) sin contar los palacios de Jericó y muchos
otros edificios tanto dentro como fuera de su reino.

Esas obras le suscitaron la estima de la población griega del reino, pero


escandalizaban a los judíos piadosos. Al igual que en tiempos de Antíoco IV, esos
teatros, gimnasios, hipódromos y otros edificios públicos, eran, a sus ojos, otros
tantos trampolines para el ascenso de un paganismo al que hacían cada vez más
patente los diversos templos construidos aquí y acullá por Herodes.

En este reino de Herodes Magno se ubica, dos años antes más o menos de su
muerte, un acontecimiento del cual no habló ningún medio publicitario de la
época, tan insignificante era a los ojos de los hombres: en un humilde pueblecito
de Judea, María dio a luz al que había concebido del Espíritu Santo, Jesús, Hijo de
Dios, Salvador. Así se cumplía plenamente la promesa hecha a Abrahán,
recordada por los Profetas y conservada por los humildes de Israel a lo largo de
una historia a la vez rica y dramática.

En menos de diez años, Augusto había hecho pasar el mundo romano de la


república al imperio. Toda la cuenca del Mediterráneo y numerosos territorios más
alejados de sus costas se encontraban desde entonces sometidos a la autoridad
de Roma: la Palestina no escapó a este destino.

La comunidad judía había visto sus privilegios en materia religiosa confirmados


por César: Roma garantizaba a los judíos la libertad de culto en el Templo de
Jerusalén; de igual modo extendía esa tolerancia a la liturgia sinagogal para toda
la diáspora. Pero se había acentuado la separación entre los judíos que, como los
fariseos y esenios, sólo reclamaban la libertad de culto - lo que Roma les había
concedido - y los que no cesaban de reivindicar igualmente la independencia
política.

La herencia repartida
Poco antes de su muerte, Herodes dividió su reino entre los dos hijos de Maltaqué
y Filipo, nacido de una quinta esposa. En cuanto murió, Arquelao, hijo de
Maltaqué, se creyó en posesión de la corona antes incluso de que el testamento
de su padre fuese ratificado por Roma; por eso mismo desencadenó una reacción
de increíble violencia. Palestina se vio sumida en la confusión más espantosa y
presa de bandas rivales.

Ya que todo dependía de la buena voluntad de Augusto, los presuntos herederos


se embarcaron, cada uno por su lado, para ir a pleitear su causa en Roma. Pero
los judíos piadosos, entre los cuales los fariseos ejercían una gran influencia, no
querían ya más esa dinastía real con una conducta tan escandalosa; anhelaban
reponer un estado sacerdotal bajo la autoridad de un sumo sacerdote digno de
ese nombre; esos judíos se embarcaron también para hacerse oír de Augusto,
después de haber solicitado el apoyo de la importante colonia judía de Roma.

La repartición y sus consecuencias


Privado de repente de sus autoridades políticas y de sus sabios, el país
experimentó tales perturbaciones que Quintilio Varo, legado de Siria tuvo que
intervenir con las tropas de Antioquía. La represión exacerbó los ánimos de la
población judía en contra de los Romanos y fue entonces cuando el ala dura del
partido de los fariseos, los Zelotes, eligió el camino de la violencia.

Los tres hermanos regresaron; Augusto ratificó las disposiciones del padre, pero
con algún descuento. Le negó a Arquelao el título de rey, sólo sería etnarca de
Judea, de Samaria y de Idumea; Herodes Antipas pasaba a ser tetrarca de Galilea
y Perea; y Filipo, tetrarca de Gaulanítides, de Batanea y de Traconítides,
territorios situados al este del Jordán.

Judea sometida a los procuradores

Digno heredero de su padre, Arquelao gobernó con


tanta brutalidad que se echó encima a una gran parte
de la población. De nuevo acudieron a Roma para
librarse del déspota; Augusto depuso a Arquelao que
fue desterrado a Galia. Su territorio perdió el rango de
reino aliado y fue anexado a la provincia de Siria, administrado sin embargo de
manera autónoma por un prefecto puesto bajo el control del legado de provincia,
que tenía su sede en Antioquía de Siria. El prefecto percibía los impuestos y
comandaba las tropas auxiliares reclutadas en el lugar; sólo él tenía la facultad de
mandar ejecutar las sentencias capitales, incluso las pronunciadas por el sanedrín.
Porque el sanedrín continuaba administrando justicia según su derecho particular,
y dirigiendo los asuntos religiosos; la única ingerencia de Roma en este terreno
consistía en la nominación del sumo sacerdote por el prefecto. La comunidad de
Jerusalén conservaba su libertad de culto bajo la vigilancia de la guarnición
romana instalada en la fortaleza Antonia. Por un privilegio insigne, se hallaba
exenta de participar en el culto imperial y de hacer el servicio militar.

Durante los años que siguieron a la deposición de Arquelao, la población judía de


Judea tuvo motivos de más para quejarse del gobierno de Roma. Poncio Pilato en
particular, que se hizo cargo de Judea del 26 al 36, dio muchos ejemplos de
brutalidad y de menosprecio. Igualmente brutal con los samaritanos, fue llamado
a Roma para dar cuentas de su gestión y no reapareció más; parece que se
suicidó… o lo invitaron a hacerlo.

Filipo

El tetrarca Filipo (que no debe confundirse con el Filipo, o Herodes-Filipo de


Mt 14,3 y Mc 6,7: véase el párrafo siguiente) construyó en el curso superior del
Jordán una ciudad a la que dio el nombre de Cesarea (es la Cesarea de Filipo), y
otra en Gaulanítides a la que llamó Tiberíades, así como tercera en Perea, a la
que nominó Julíada; así honraba simultáneamente a Tiberio y a Julia, hija de
Augusto, con la que se había casado Tiberio. El mismo se casó con Salomé, hija
de Herodíades, y dejó el recuerdo de un reinado apacible. Murió sin herederos el
34, y su tetrarcado fue anexado a la provincia de Siria.

Aunque, durante el período real varios de esos territorios estuvieron sometidos a


Salomón y luego a los reyes de Samaria, la mayoría de sus habitantes eran
paganos. Seguían pues de lejos los acontecimientos de Palestina.

Herodes Antipas
El tetrarca se instaló en un primer momento en Séforis, la capital de Galilea. El
estado en que la represión de Varo había dejado a la ciudad, después de la
rebelión que siguió a la muerte de Herodes Magno, lo movió a darse una nueva
capital. Mandó edificar en la ribera occidental del lago un palacio en cuyo derredor
iba a construirse Tiberíades, nombre elegido en homenaje al nuevo emperador.

Todo parecía augurarle a Antipas un reinado sin historia. Pero tenía un medio
hermano, Herodes-Filipo, que se había casado con su prima Herodíades. Prudente
en esos tiempos difíciles, ese Filipo permanecía al margen de la vida política. Pero
la mujer, ambiciosa intrigante, no aceptaba vivir con un hombre sin ambiciones.
Actuó pues tan bien que Antipas, que también era su primo, repudió a su mujer
para casarse con ella. La princesa desposeída era hija del rey Aretas de Nabatea;
furioso, el suegro se puso en campaña e infligió a su yerno una derrota que se
habría transformado en catástrofe sin la intervención de Vitelio, legado de Siria
(36).

La nueva reina, descontenta de ver a Herodes sólo como tetrarca, quería para él
la corona real. Intrigó por eso ante el emperador Calígula (37-41), pero el romano
tenía reservado ese honor para un amigo más querido, Herodes Agripa I; irritado
Calígula, depuso a Antipas (39) y lo mandó desterrado junto con Herodíades.

Agripa
El emperador Calígula había ya manifestado sus favores a Herodes Agripa, nieto
de Herodes Magno y de Mariamne, nombrándolo rey de la antigua tetrarquía de
Filipo (37). El 39, agregó a su reino la tetrarquía de Galilea quitada a Antipas, y
cuando el 41 Claudio sucedió a Calígula que acababa de ser asesinado, Agripa
recibió además del nuevo emperador el antiguo territorio de Arquelao, es decir,
Judea, Samaria e Idumea. Durante su breve reinado, próspero y sereno, supo
aliar su gusto por el helenismo con el respeto por el judaísmo.

De ese modo el reino de Herodes Magno se había reunificado bajo la corona de


uno d e sus nietos; pero sólo fue por un corto período. Cuando murió Agripa en el
44, Claudio puso como pretexto que su hijo era muy joven para quitarle el reino y
ponerlo bajo la autoridad de los procuradores.

Crecimiento de la Iglesia
El libro de los Hechos de los apóstoles atribuye la dispersión de los cristianos en
Judea y en Samaria a la persecución y al martirio de Esteban. La nueva
persecución, que estalla más o menos diez años después y de la cual Santiago
será la primera víctima, da un nuevo empuje al movimiento misionero de la
Iglesia primitiva, la que descubre, a lo largo de la persecución, la originalidad y la
riqueza de su fe en Jesucristo Hijo de Dios Salvador.

Durante esos años, Saulo, discípulo del gran rabino Gamaliel, descubre, a la luz
del Resucitado que se le revela en el “camino de Damasco”, el sentido último de
la vocación de Israel, la que expresa fuertemente en la carta a los Efesios: “En él
fuimos elegidos; Aquél que actúa en todo según su libre voluntad había decidido
en efecto ponernos aparte. Nosotros debíamos llevar esa espera del Mesías, para
que de allí resultara al final la alabanza de su gloria” (Ef 1,11-12).

Desde entonces, Pablo lleva ese mensaje de salvación “hasta los confines de la
tierra”. Sube a Antioquía de Siria, capital entonces de la provincia romana de
Asia, una ciudad muy populosa – tenía alrededor de 500.000 habitantes –, una
ciudad cosmopolita donde había surgido muy pronto una comunidad cristiana, en
la que los creyentes de origen pagano eran más numerosos que los provenientes
del judaísmo. La presencia de Bernabé, enviado por la iglesia de Jerusalén,
confiere a la comunidad de Antioquía su autenticidad. Luego de pasar un año en
Antioquía, Pablo junto con Bernabé parte rumbo a Chipre y de allí se dirige a Asia
– es decir a Asia Menor con sus diversas provincias.

Pablo recorre el territorio de este a oeste en tres ocasiones, prolongando dos


veces su viaje misionero hasta Grecia.

Todo eso se lleva a cabo entre los años 46 y 58, bajo los reinados de Claudio y de
Nerón.

Detenido en Jerusalén, Pablo es conducido ante el procurador romano en Cesarea


marítima, y después de haber apelado al emperador, en virtud de su calidad de
ciudadano romano, llega a Roma, como prisionero, en el año 63.

A lo largo de esta larga ruta que lo conduce hasta Roma, Pablo evangeliza y funda
comunidades cristianas con las cuales mantiene el contacto pastoral mediante
notables escritos de fe, de rigor de pensamiento y de presencia en sus problemas
cotidianos; estas son las “epístolas de Pablo”.

Conscientes de la importancia del testimonio de Jesús de Nazaret, que es el único


que puede revelar al Padre de verdad, los responsables de la Iglesia van a fijar,
probablemente por etapas, ese “testimonio”. Cuatro autores, de los cuales dos
son apóstoles, Mateo y Juan, y dos discípulos, Marcos y Lucas, dejarán a la Iglesia
cuatro evangelios que antes de fines del primer siglo serán reunidos junto con las
cartas de Pablo y otros escritos apostólicos, entre los cuales el Apocalipsis, para
constituir lo que más tarde se llamará el Nuevo Testamento.

Las rebeliones judías


Los enfrentamientos entre una población que soportaba cada vez menos las
actuaciones torpes o vejatorias de los representantes de Roma, y la
administración imperial, condujeron a tres rebeliones judías en menos de setenta
años, a represalias salvajes y a una dispersión sin precedentes de la comunidad
judía.

La tensión aumenta

Durante su corto reinado, Calígula había ordenado


erigir su estatua en el templo de Jerusalén como
represalia contra los judíos que habían destruido en
Jamnia un altar levantado en su honor. El legado tuvo
la sabiduría de diferir la ejecución de la orden imperial,
mientras Agripa en Roma usaba todas sus relaciones para hacer revocar esa
orden. Calígula fue asesinado en buen momento por el legado al que se le había
intimado que se suicidara por insubordinación, y la paz pareció volver. Se
prolongó bajo el gobierno de dos procuradores sucesivos. Pero bajo su sucesor
Cumanus, dos veces la arrogancia de un soldado romano provocó motines,
represión brutal y reclamos ante el gobernador que finalmente cedió a las
instancias de los judíos.

Habiéndose producido un nuevo incidente entre samaritanos y judíos, esta vez


Cumanus se negó a satisfacer las demandas de los últimos; dos instigadores
arrastraron a las turbas judías a masacrar e incendiar las ciudades de Samaria.
Cuando los samaritanos presentaron sus reclamos ante el legado de Siria, los
envió a Roma donde la intercesión de Agripa ante Claudio, quien le tenía amistad,
consiguió una vez más que se diera la razón a los judíos. Cumanus fue exiliado y
reemplazado por Félix, conocido por su arbitrariedad y por notoria mala conducta.
Por esos días murió Claudio, dejando el imperio a Nerón, el hijo que había tenido
de Agripina.

Jerusalén había caído en manos de los facciosos: los asesinatos no terminaban y


la represión de los procuradores exacerbaba más aún la agresividad de los
zelotes. Estalló una revuelta en Cesarea, en la misma ciudad donde tenía su sede
Félix. Su sucesor Festus – que es mencionado en He 25 a propósito del proceso
de Pablo – se empeñó en acabar con bandidaje y violencia; pero con los
procuradores corrompidos que le sucedieron, la situación no hizo más que
empeorar.

La “Primera Rebelión”
Una gresca entre griegos y judíos cerca de la sinagoga prendió la mecha. El
conflicto se extendió rápidamente a las ciudades y a Jerusalén; en noviembre del
66 el país soliviantado contaba con más de 50.000 combatientes. Cestius Gallus,
legado de Siria, vino a retomar Cesarea. Pronto dio la impresión de que la calma
había vuelto al norte del país; los romanos subieron entonces a Jerusalén a la que
pusieron cerco. Mal informado, Cestius levantó el sitio, y los judíos se
aprovecharon para lanzarse sobre el enemigo en retirada y hacerlo pedazos. El
emperador Nerón reaccionó inmediatamente y despachó a Vespasiano, “ese
guerrero infatigable” de que habla Tácito. Con la legión que comandaba
personalmente, las dos legiones que su hijo Tito le trajo de Egipto y la que ya
estaba en el lugar, disponía de 60.000 hombres.

Vespasiano sitió sucesivamente Jotapata, Tiberíades y Gamla; al final de la


estación era dueño de Galilea. En la primavera siguiente, limpió las orillas del
Jordán, y pudo dominar la mayor parte de Judea. Las legiones se instalaron en
Emaús.
Vespasiano emperador
Pero mientras tanto, en Roma, Nerón se había echado todo el mundo encima; los
generales se sublevaron y Nerón se suicidó para escapar al suplicio. Su muerte
dio inicio a un desorden general y la vuelta a las guerras civiles. Finalmente las
provincias del Oriente proclamaron a Vespasiano emperador. Antes de
embarcarse le confió a su hijo Tito la misión de aplastar definitivamente la
rebelión judía, pues los últimos trastornos habían dado a los insurgentes tiempo
para rehacerse.

La toma de Jerusalén
Tito estableció su campamento en Guibea, a 5 kilómetros de Jerusalén. A
pesar de que disponía de un formidable ejército, la ciudad era difícil de
tomar y sus defensores estaban resueltos a todo. Pero la concordia no
reinaba entre los insurgentes. Cansados del despotismo de Juan de Gischala que
ocupaba Jerusalén desde el año 67, los habitantes acogieron con alegría a un
nuevo jefe, Simón bar Giora. Juan y sus zelotes se refugiaron entonces en el patio
del Templo. Se asaltaban y se mataban entre judíos; traiciones, incendios…
Después del fracaso de un ataque por la fuerza, Tito pone sitio a la ciudad. A fines
de mayo del 70, el muro noroeste que circundaba la ciudad cede; luego es
conquistado el terreno hasta el segundo muro que también cede. La fortaleza
Antonia es finalmente conquistada en julio y el 29 (era el mismo mes de Ab, en
que Nabucodonosor se había apoderado de Jerusalén) el Templo es tomado por
asalto e incendiado. En septiembre los últimos insurgentes, diezmados por el
hambre, fueron arrojados fuera de la ciudad alta donde se habían reagrupado.

El fin de la rebelión

Los que escaparon a la muerte fueron a juntarse, en los


mercados de esclavos, con sus compatriotas que habían
caído prisioneros en los combates de Galilea y Judea.
Algunos grupos de zelotes atrincherados en las
antiguas fortalezas de Herodes prosiguieron una guerra
de hostigamiento. Los romanos acabaron con esos núcleos de resistencia: el
Herodión y Maqueronte cayeron primero, y al último Masada: era la primavera del
73.

El emperador Vespasiano convirtió a Palestina en una provincia imperial que tomó


el nombre de Judea. Como el templo estaba en ruinas, el impuesto del Templo era
pagado ahora al tesoro de Júpiter Capitolino, pero el judaísmo conservaba su
status de religión reconocida.

Con la pérdida de la independencia y la destrucción del Templo, la composición


del Sanedrín se transformó a favor de los Doctores de la Ley del partido de los
fariseos que se reagruparon en Jamnia en torno a Yohanán ben Zakkai. Muy
rápidamente el Sanedrín se impuso en Palestina y en la Diáspora como la
autoridad religiosa del judaísmo: su presidente fue honrado con el título de
“Príncipe”, Ha Nasi.

Agitación bajo Trajano


Se entiende que Vespasiano y su hijo Tito hayan tenido poca simpatía por los
judíos. En cuanto al tercero de la dinastía, Domiciano, su carácter tiránico no lo
disponía a respetar una religión que sobresalía por su diferencia; así pues, luego
de la gran persecución del 95 contra los cristianos, fueron también ultimados
numerosos judíos y, entre ellos, incluso miembros de la familia imperial que se
habían convertido al judaísmo.
Trajano llegó al poder el 98. Soñando con renovar las hazañas de Alejandro en
Oriente, decidió abatir a los partos. Como sus campañas vaciaran las arcas del
estado, aumentó los impuestos. Las comunidades judías del imperio ya no
aguantaron una presión fiscal cada día creciente, y pronto, en Cirenaica, Egipto y
Chipre se desencadenaron movimientos de revuelta a los que se juntaron las ricas
comunidades de Mesopotamia.

Bar Kochba

Cuando, el año 117, murió súbitamente Trajano, la agitación


de las comunidades judías parecía haberse apaciguado.
Adriano, que acababa de llegar al poder, visitó Jerusalén el
130 y la encontró más o menos en el mismo estado en que la
había dejado la primera rebelión y su aniquilamiento por
Roma. Decidió entonces edificar allí una nueva ciudad, Aelia
Capitolina, en la que se construiría en el mismo sitio del
Templo un santuario en honor a Júpiter Capitolino. También
parece que la circuncisión, que para los romanos era igual
que una castración, fue prohibida por ese mismo tiempo. Lo cierto es que el 132,
apenas el emperador abandona el Oriente, un tal Simón Kosiba, por sobrenombre
Bar Kochba, el Hijo de la Estrella, se pone a la cabeza de la insurrección.

Reconocido como Mesías por el ilustre rabino Rabbi Aquiba, y apoyado por el
sacerdote Eleazar, Simón extendió su movimiento por todo el país. Sorprendidos,
los romanos se replegaron tras las fronteras, dejando el campo libre a los
revoltosos. Jerusalén fue liberada, se acuñó moneda, se restableció el culto; pero
no fue más que una ilusión. Las legiones contraatacaron y el levantamiento fue
aplastado más terriblemente aún que en los días de Tito. A comienzos del 134
cayó Jerusalén y los romanos no tardaron en desalojar y masacrar los grupos de
resistencia que habían buscado refugio en las grutas excavadas en las quebradas
que descienden del desierto de Judá al Mar Muerto.; Bar Kochba murió en un
último combate, y Roma tomó el país en sus manos, borrando incluso el recuerdo
del pasado: Judaea sería en adelante Palestina .

Los judíos se organizan

La población judía de Palestina no era más que la


sombra de lo que había sido: el número de víctimas era
considerable y más aún el de los cautivos vendidos
como esclavos. Ese “pequeño resto” sin embargo
llevará a cabo el trabajo considerable esbozado en
Jamnia entre ambas rebeliones, el que prosiguió en las escuelas rabínicas de
Palestina. Las sinagogas experimentarán un gran desarrollo, muy especialmente
en Galilea en donde residirá en adelante el Sanedrín.

El emperador Antonio “pío” (138-161) era un hombre recto y concienzudo.


Respetuoso de la diversidad de sus súbditos, concedió nuevamente a los judíos el
derecho a practicar la circuncisión, pero sólo a las personas nacidas de padres
judíos. Los favores de Roma no eran desinteresados: el peligro parto estaba
siempre latente en la frontera oriental del imperio; las comunidades judías de
Mesopotamia eran poderosas y se podía siempre temer que siguieran el partido
del enemigo. Roma no vaciló, pues, en reforzar los poderes del Sanedrín,
confiriendo a su presidente el título de Patriarca de los judíos

Cristianos en Palestina
En un comienzo, la comunidad cristiana de Jerusalén
estuvo compuesta por judíos de Palestina; formados en
la escuela de los profetas, alimentados por las palabras
de los profetas, habían reconocido en Jesús de Nazaret
el Mesías anunciado a sus padres. Para esos “cristianos
de la circuncisión” – como a menudo se los designará para distinguirlos de los
cristianos de origen pagano – la Ley no ha sido abrogada sino transfigurada. No
descuidan nada de las observancias prescritas por la Tora, pero su fe en Cristo los
hace sospechosos a los ojos de los demás judíos, y los conflictos son entonces
frecuentes. Se sabe que, al estallar la primera rebelión judía, los judío-cristianos
de Judea buscaron refugio en Samaria, y luego en Pella en Transjordania (Mc
13,14), manteniéndose así al margen de las hostilidades.

Las dos revueltas judías acrecentaron la diversidad de la población en Palestina:


griegos, sirios y gente que había llegado de todos los países de Oriente se
codeaban con los judíos que sobrevivieron a las masacres y a los destierros. Los
judío-cristianos se veían, pues, entre los judíos que desconfiaban de ellos y los
cristianos salidos de otros pueblos. Esa situación contribuyó al rompimiento del
grupo.

Unos reconocían en Jesús de Nazaret al Mesías Hijo de Dios hecho hombre,


mientras que otros se limitaban a confesar su carácter mesiánico: entre ambos
hubo muchas variantes. Ya a mediados del siglo segundo, Hegesipo, un cronista
de la Iglesia de Palestina, nombra una docena de sectas judío-cristianas, sin
ningún lazo con la gran Iglesia en la que los fieles de origen pagano son la gran
mayoría. Esas pequeñas comunidades privadas de cualquier apoyo y divididas se
fueron extinguiendo. Cuando, en el concilio de Nicea, el 325, se hizo el censo de
los obispos asistentes que representaban a las comunidades de Palestina, ninguno
de ellos llevaba un nombre judío.

Antes de desaparecer, las comunidades judío-cristianas dejaron una literatura


abundante. Esas obras bastante desiguales, entre las cuales se pueden mencionar
el Evangelio según los Hebreos, el Evangelio de Pedro, la Historia de la Dormición
de la Santa Madre de Dios y la Historia del carpintero José, no han sido recibidas
por la Iglesia en el Canon de las Escrituras.

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