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de su actividad literaria, etapa de “Los desterrados”, “Decálogo del perfecto cuentista”. El hijo se
publica por primera vez en 1928, bajo el nombre El padre. Recién en 1935, será publicado con el
nombre El hijo. Cabe destacar que es un momento de gran desarrollo de los periódicos, por lo
cual, desde el punto de vista de la recepción, el cuento tendrá un público especializado.
Podemos afirmar que el estilo de Quiroga en sus cuentos puede ser definido con la objetividad.
Según Rodríguez Monegal “la objetividad es la condición primera de todo arte clásico. Significa
para el artista el manejo de sus materiales con absoluto dominio; significa la superación de la
adolescencia emocional (tanto más persistente que la otra), el abandono de toda subjetividad”. No
es objetivo quien no haya sufrido, afirma Monegal; quien no se haya vencido a sí mismo. La
objetividad del que no fue probado, no es tal, sino inocencia de la pasión, ignorancia ,
insensibilidad. Quiroga alcanzó estéticamente la objetividad después de dura prueba.
Estamos aún en el plano de la producción.
En el plano de la ficción, el cuento se constituye en primer lugar, por un título que en la clásica
clasificación de Umberto Eco, se conoce como simbólico. En este caso, se universaliza al personaje,
se lo presenta abstracto, es “el hijo” no “un hijo”. Este aspecto universalizante del personaje, se
refleja en el hecho de que no posee un nombre. Lo mismo sucede con el padre. Los personajes son
“el padre” y “el hijo”. El hijo es una historia en el que el centro es el hombre, un ser que tiene
conciencia de sí mismo y de la existencia universal.
Los personajes están en armonía con la naturaleza hasta el momento en que el hijo sale
a cazar. El narrador da lugar al estilo directo. Existe un diálogo breve entre el padre y el
hijo, que se caracteriza también por la concisión, desde un punto de vista constutivo. Este
dialogo, aunque breve, sintetiza datos que serán importantes para el desarrollo de la
historia; como por ejemplo: “ten cuidado, chiquito”, “sí, papá”, “vuelve a la hora de
almorzar”, “sí papá”. El vínculo entre el padre y el hijo, la confianza que tiene el primero en
su hijo y la obediencia de este, en conjunto con el tiempo acordado para que el hijo vuelva
. A medida que transcurre la historia y que el hijo no vuelve, comienza a especularse el
irremendiable final.
El narrador insiste en la acción, luego del diálogo, lo que hace es describir las actividades
de los personajes: “equilibra..., sonríe..., lo besa... y parte”, en relación al hijo. El padre ve
a su hijo partir y en seguida vuelve a su propia actividad, a su quehacer, se enccuentra
“feliz con la alegría de su pequeño”. Esta felicidad, que más tarde se convertirá en
“alucinada felicidad”, se encuentra en relación a ese día poderoso en el escenario
misionero; con toda la intensidad del sol.
La acción narrativa posee una dirección ascendente, tiende hacia un clímax, hacia el
punto más intenso de la narración, desde el momento en que se expresa: “Ha cruzado la
picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo”, haciendo
referencia al accionar del hijo. Este ha cruzado la línea, el color rojo simbólicamente
sanguíneo y la rectitud de su camino, lo conducen inexorablemente a la fatalidad.
El hijo tiene un estado de inmadurez animal; a pesar de haber sido educado “desde su
más tierna infancia en el hábito y precaución del peligro”, como afirma el narrador, no
tiene sino trece años, explicita. Posee cierta inocencia “a juzgar por la pureza de sus ojos
azules, frescos aún de sorpresa infantil”. El estado de inmadurez animal se vuelve mucho
más explícito cuando se compara al hijo con un cachorro; un cachorro que aún no ha
terminado de madurar y desarrollarse en todas sus facultades.
Hay mucha familiaridad con las armas, la relación entre la infancia del hijo y la del padre,
brindan anticipan ironicamente el desenlace: “A los trece años hubiera dado la vida por
poseer una escopeta”. El hijo da la vida, a causa de la escopeta.
El tiempo está marcado por la naturaleza: “El sol ya muy alto, continua ascendiendo”. El
cenit se corresponde con el ascenso de la acción. La naturaleza se encuentra en
equilibrio desde un comienzo, pero comienza a alterarse, al igual que se ha alterado el
accionar de los personajes: “el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor”, se
altera el ambiente a medida que transcurre el tiempo hacia ese final inamovible.
Comienza la preocupación del padre. El tiempo se explicita: “El padre echa una ojeada a
su muñeca: las doce”. Su hijo debería estar de vuelta, si tenemos en cuenta la mutua
confianza que hay entre los personajes y la promesa de su hijo de volver a la hora de
almorzar. Sin embargo, luego de mirar hacia el monte, vuelve a su actividad.
Con el transcurso del tiempo, la preocupación aumenta y consigue que el padre salga a la
búsqueda de su hijo. La preocupación es ahora un dato más para la conclusión final. El
padre no ha oido ningún ruido desde el estampido, deja sus quehaceres y sale a buscar al
hijo. La naturaleza se encuentra detenida, al igual que la actividad del hijo. La inmovilidad
se corresponde con la muerte.
Hay un grado alto de desesperación por parte del padre: “La cabeza al aire y sin machete,
el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus...”, se
percibe el nivel de desprotección en que se encuentra el padre, desprovisto de todo.
El desvío que realiza el narrador al mencionar la muerte del hijo, produce mayor intriga.
Este no termina sus oraciones, es la estrategia que tiene para sugerir, para que el relato
se mantenga en el plano de lo objetivo.
Se fusionan las historias: “Ahora, en cada rincón sombrío del bosque, ve centellos de
alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...”. El padre se
encuentra ya inmerso en su alucinada realidad, que se expresa en el diálogo que tiene
con su hijo. La atención pasa ahora al hijo, el diálogo existe en la mente del padre. Un
padre que sonríe de “alucinada felicidad... pues ese padre va solo”.
Brevedad, concentración