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En 1956, grabó en Nueva York su emblemática I put a spell on you, en una sesión
memorable por la cantidad de alcohol ingerido para perder inhibiciones. A pesar de que
la discográfica envió el disco en versión depurada de gemidos y aullidos, el obsesivo
tena fue vetado por casi todas las emisoras. Aunque, a la larga, se convertiría en un tema
clásico, con versiones de Creedence Clearwater Revival, Animals, Them, Manfred
Mann y otros rostros pálidos.
Por indicación del locutor Alan Freed, pionero del rock and roll en Cleveland, Hawkins
desarrolló un show macabro: llegaba al escenario entre llamas y en un ataúd, portaba
una calavera —bautizada como Henry— y una lanza de mau mau, se arropaba con
(falsas) serpientes y una capa de vampiro. Utilizaba una máquina de humo primitiva y
explosiones de pólvora. Sin saberlo, estaba poniendo los cimientos del rock teatral y
truculento, que se convertiría en espectáculo de masas con Alice Cooper o Marilyn
Manson.
Como ocurrió a muchos pioneros negros, su humor histriónico fue mejor entendido en
Europa y en el Reino Unido. En Inglaterra tuvo un pintoresco imitador, Screaming Lord
Sutch, y discípulos tan variados como Arthur Brown o Black Sabbath. También contó
con el apoyo de los Rolling Stones, que le contrataron ocasionalmente como telonero;
Keith Richards incluso tocó en alguno de sus discos, en el mismo espíritu que la
colaboración de Mick Jagger con el Dr. John de la época vudú.
La escasez de éxitos le obligó a actuar sin descanso por los antros del rock underground
y allí fue descubierto por cineastas que apreciaban su aspecto imponente, su presencia
impasible: se le puede ver en Mistery train (Jim Jarmusch, 1989) o en Perdita Durango
(Álex de la Iglesia, 1997); también aportó alguna canción a un disco inspirado por
Expediente X. Volvió a grabar con regularidad en sellos europeos pero lo mejor de su
obra, incluyendo sus incursiones en lo escatológico, está recogido en recopilaciones
como Portrait of a man o Voodoo jive: best of Screamin' Jay Hawkins.
Fuente: El País.