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La clavícula de Ada

Sobre nínfulas, muchachitas, cazadores y viejos verdes

IVAN THAYS

No se trata siempre de viejos verdes. No todos son ancianos


buscando en el sexo con adolescentes una imposible imitación de
la fuente de la juventud. Ni siquiera se trata de sexo. La literatura
que enfrenta a hombres mayores con niñas púberes es, en
realidad, el hallazgo de una felicidad clandestina, una aventura
sentimental que se encuentra en las márgenes de la sociedad y la
razón occidental, pero que siempre ha existido como una realidad
apabullante en cualquier época, en cualquier lugar del mundo y en
distintas formas.

Nínfula: «Entre los límites temporales de los 9 y 14 años surgen


doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o más
veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana
sino de ninfas (o sea demoníaca); propongo llamar nínfulas a
estas criaturas escogidas». (Definición de Vladímir Nabokov)

El principio es el olor. La piel de durazno, la firmeza del


cuerpo, la inocencia interrumpida, el camelo de la virginidad. Nada
de eso moviliza al adulto seducido por las nínfulas más que el olor.
La cirugía plástica puede ofrecer cualquier estafa para aquella
mujer que decide estirar su juventud, apretar los labios vaginales,
adelgazar la cintura de sílfide estropeada por el embarazo o los
años. Pero jamás podrá devolver el olor de la pubertad. El que
sabe de nínfulas sabe eso. Vladímir Nabokov publicó una novela,
Lolita, con la que hizo célebre la seducción de una menor de edad
sobre adultos. Pero su obra está llena de otras nínfulas, y no todas
terminan enredándose con hombres mayores. La nínfula más
extraordinaria de Nabokov, creo yo, es Ada Veen, de Ada o el
ardor. En las primeras páginas de esa novela, Nabokov persigue a
Ada por el extenso jardín de Ardis —a través de su primo
hermano, Van Veen— y por la casa campestre. La ve ascender y
descender de árboles, perseguir pecas de luz, cruzarse de piernas
sobre un tronco, tenderse sobre la hierba y describir las flores y


Escritor. Su última novela es La disciplina de la vanidad.
plantas por su nombre científico. En un momento dado, los primos
terminan enlazados y él se fija en cómo le cae el pelo largo y en
desorden sobre la delgada clavícula. Y la olfatea.

¿A qué puede oler una nínfula? Sin duda, el olor penetrante


debe quedar impregnado en lugares ocultos: detrás de las orejas,
en la clavícula, entre las piernas. Por ello, solo el que tiene acceso
a las nínfulas puede contestar esa pregunta. En La casa de las
bellas durmientes, Yasunari Kawabata encontró la metáfora
perfecta. Un hombre, a punto de ingresar a la tercera edad
(aunque aún se resiste a admitirlo) asiste a un prostíbulo
destinado a ancianos con poder económico. Ahí, los ancianos
pueden tenderse al lado de unas muchachas profundamente
dormidas por un sedante. Son niñas o casi niñas, rigurosamente
vírgenes y probablemente nínfulas. Los ancianos están prohibidos
de tocarlas. A ellos también se les ofrece sedantes, previendo que
la perturbación no los deje descansar (o sabiendo que la vejez es
insomne). ¿Qué puede hacer un anciano con una bella durmiente
acostada sobre su cama, a la que se le ha prohibido tocar?
Mirarla. Olerla.

El remake que de esta novela hace García Márquez (insisto


en calificarla así a pesar de que algunas personas se han ofendido
por ello, pues considero que decir que un autor hizo un remake no
es acusarlo de deshonestidad o fracaso literario) en Memoria de
mis putas tristes tiene su mayor debilidad en recoger la historia a
pie juntillas, pero desestimar los por qué del argumento. El
protagonista no es un hombre que debe asumir su edad, sino un
anciano de más de 90 años y absolutamente lúcido y aún en oficio
(salvo que se apellide Buendía, es para un récord de Guiness).
Con ello, la novela pierde dramatismo. Luego, como el título lo
indica, lo que busca él es una puta y eso es lo que se le consigue.
Es menor de edad, cierto, pero esa es su exigencia, como algunos
las prefieren rubias y otros gordas. El único interés de este
anciano es averiguar si todavía puede tener una erección, sentirse
vivo en el borde de la muerte, y en el colmo del machismo tropical
piensa que la prueba de fuego sería comprobar su virilidad con
una virgen. Dudo que la haya olido mientras la muchacha duerme
más por aburrimiento que por pastillas. El anciano se enamora y
ese amor lo convierte en crónicas periodísticas, que lo hacen
famoso a su edad (otra fábula macondiana). Eso confirma que, a
diferencia del protagonista de La casa de las bellas durmientes, el
de la novela de García Márquez no es un cazador de nínfulas sino,
simplemente, un viejo verde.

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Atrapar nínfulas en la literatura, el cine, la fotografía o la
pintura es un ejercicio tan placentero —aunque menos
perturbador— como puede ser atraparlas en la vida real. El mismo
Nabokov era experto en eso. Humbert Humbert, el protagonista de
Lolita y un exegeta en nínfulas, comenta que además de un amor
trunco en la playa, fue la lectura de un poema perturbador de
Edgard Allan Poe («Anabell Lee», en cuya primera estrofa se
habla de una niña junto al mar) lo que lo condujo al ninfulismo.
Como se sabe, Poe se casó con una prima suya cuando esta era
aún una niña de 13 años. Asimismo, aunque no lo dice
expresamente, insinúa la presencia de una nínfula en la
insospechada hermana de Gregorio Samsa. Tiene todas las
características de crueldad y belleza que debe tener una nínfula.
En la escena final, cuando todos viajan en un tren luego de la
muerte de Samsa, ella, que se ha quedado dormida, se despierta
súbitamente, se pone de pie y se despereza. Entonces, su cuerpo
aligerado del peso de la culpa deja asomar al fin, triunfantes, el
respingo de dos nacientes tetitas que buscan estallar.

En la literatura peruana también hemos tenido nuestras


nínfulas. En La casa de cartón, por ejemplo, aparece Catita y su
seriedad sentimental, sus 14 años llenos de dolor y amor, su
manera honesta de introducir a sus novios púberes en el sexo, sus
trémulas cartas de amor con frases sacadas de películas de cine.
Recientemente, la novela Casa de Enrique Prochazka presenta a
una nínfula llamada Linne Dubeyfield (el apellido remite a Tess, la
película de Roman Polanski que presenta célebremente la mirada
de soslayo de Natassia Kinski, nínfula indudable), la que está a
punto convertirse en víctima de un rito iniciático que implica el
incesto. Sin embargo, si queremos hablar de ninfulismos en la
literatura peruana, ningún autor puede ser comparado con uno de
los artistas más calificados en este tema en cualquier idioma y
cualquier época: José María Eguren. El poema «La niña de la
lámpara azul» es un arte poética del ninfulismo. Lo explica todo.
Ahí aparece ella de perfil, por un pasadizo, en medio de la neblina,
con el pelo en el que tiembla la garúa de la playa de la maravilla.
Es ágil y risueña, como se espera de una niña, pero su llama
seductora brilla con intensidad, como se espera de una nínfula. La
penúltima estrofa es aún más precisa:

Con cálidos ojos de dulzura

y besos de amor matutino,

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me ofrece la bella criatura

un mágico y celeste camino.

Aquellos «besos de amor matutino» se entienden no como


los primeros besos de una joven, sino besos no contaminados,
simples, inaugurales de un amor distinto. Llamarla criatura es
tremendamente significativo: una calificación absolutamente
ninfulesca. Pero lo que es más importante: el beso de esa niña, y
su belleza fuera de lo común, no ofrecen al poeta el camino del
sexo ordinario —no se trata de un viejo verde— sino un «mágico y
celeste camino», es decir un camino distinto, donde la sensualidad
de esta niña tiene sentido. Los cazadores de nínfulas no buscan el
sexo, no son turistas que viajan a zonas exóticas para conseguir
prostitutas menores de edad, sino el misterio, o el hallazgo de ese
mágico camino tan distinto a lo que ofrece la monótona vida
sexual de Occidente, donde los hombres califican a sus mujeres
de santas o putas. Tampoco tiene que ver con las ensoñaciones
pornográficas de niñas vestidas con minifalda escolar y medias
con ligueros, más propias de adolescentes que leen mangas o
adultos inmaduros. El camino de las nínfulas conduce por un
sendero distinto, donde las cosas no son explícitas y el placer no
es exteriorizado. Es un lugar de olores, de sensaciones, de largas
miradas. De tacto sutil.

En medio de esa sutileza, el sexo no se convierte en la


meta sino en el impedimento principal, el gran peligro. El mismo
Eguren lo define en poemas como «Blasón», donde el poeta,
convertido en una nana, se ve obligado a defender a una niña de
la curiosidad que le da un ave de rapiña (símbolo sexual evidente).
En otro poema, «Antigua», una niña muere al ser mordida por una
aspid (otro símbolo sexual) al borde mismo de un jardín que
representa su pubertad. En el caso de «Antigua» queda la
ambigüedad de si esta niña muere para ser salvada del sexo, y
mantenerse pura, o si muere su pureza al ser alcanzada por los
dientes del reptil. Como sea, no cabe duda de que Eguren es un
espíritu afín, un alma gemela, de un autor como Lewis Carroll,
quien compuso con Alicia en el país de las niñas el más célebre
homenaje a una nínfula real, como fue Alicia Lidell, la muchacha
de la que él era preceptor. La fotografía de la pequeña Alicia,
vestida con harapos y puesta de pie contra un tronco, no dejan
duda de su ninfulismo así como de la fascinación que esta le
causaba a su preceptor, autor de esa foto y otras por el estilo. (Me

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parece divertido anotar que Nabokov, en una conocida entrevista
de Opiniones contundentes, declaró sus diferencias entre sus
nínfulas y las de Carroll: «pequeñas nínfulas tristes y flacuchas,
arrastradas por el suelo y medio desvestidas, o más bien
semidespojadas de colgaduras, como si participaran en un juego
de adivinanzas polvoriento y terrible».) Al igual que las niñas
egurenianas, la Alicia de Carroll es risueña y feliz, traviesa,
curiosa, perturbadora y ligeramente cruel (esta descripción, por
cierto, la hago observando además un cuadro de Balthus, otro
insigne cazador de nínfulas, las que en sus cuadros estiran sus
piernas, se arrullan con gatos, se resbalan de sillones con flojera
envidiable y son acosadas por nanas retorcidas). Y, desde luego,
inocente. Una inocencia no exenta de cierta malicia, de sabiduría
que se pierde con el paso de los años. Porque el ninfulismo solo
perdura hasta los 14 años como fecha límite. Las hormonas y la
sociedad terminan exterminando a las nínfulas. Así termina Lolita,
embarazada y ambiciosa, un guiñapo promiscuo y convenido en
que quedó convertida al pasar por las manos y orgías del némesis
de Humbert Humbert, el viejo verde Quilty. Así también quedó
Alicia Lidell, abotagada y de mirada dura en las fotografías que
quedan de ella a los 18 años (hechas por una cazadora de
nínfulas femenina, la fotógrafa Margaret Cameron y sus niñas de
cabello enredado y mirada tan sosegada que parece triste).

Aunque tampoco seamos ingenuos o pacatos. Se trata


también de sexo. Un sexo ambiguo, peligroso, complicado.
Muchas nínfulas, como la Justine del Marqués de Sade, son
prostitutas halladas en lupanares como una exquisitez en medio
del fango corriente (la imagen pictórica se desplaza del
refinamiento de Balthus hacia el expresionismo de Egon Schiele y
sus niñas flacuchentas y despeinadas, de medias caídas y piernas
abiertas). Otras, como Lolita, asumen conciencia de su ninfulismo
(y el poder de seducción que tienen entre manos) después de
haber tenido relaciones antes de los 12 años con torpes escolares
como instrumento. Estas nínfulas casquivanas pueden ser presa
para viejos verdes como cazadores. La diferencia está, quizá, en
lo que queda después del sexo. El viejo verde se sentirá
satisfecho y tal vez le regalé una joya o un televisor. El cazador de
nínfulas quedará profundamente agradecido, y al mismo tiempo,
sin duda, herido de muerte.

Otra vez Nabokov se convierte en el gran iluminador de


esta diferencia, colocando a Lolita entre dos fuegos: el del cazador
(Humbert Humbert), quien disfruta incluso con la pronunciación de
su nombre, y el del viejo verde (Claire Quilty) que tiene una corte

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de prostitutas dentro de las cuales Lolita es solo una pieza
intercambiable y de poca duración. Siempre he querido ver en
Humbert Humbert y en Quilty dos álter ego, las dos caras de una
misma moneda. Porque ambos quedan decepcionados, al fin de la
novela, de la Lolita adulta y envilecida. Solo que uno asume esa
decepción como natural, mientras el otro siente una culpabilidad
que lo arroja al crimen. Porque el verdadero drama de Lolita es
ese: las nínfulas envejecen.

En ese sentido, la imagen más dolorosa es la del personaje


de El Astillero, una mujer adulta cuya enfermedad mental y la
protección de su padre la han convertido en una niña-adulta
groseramente absurda, entregada a un amor infantil nada menos
que por Larsen, un cínico alguna vez llamado juntacadáveres por
haberse especializado en la recolección de prostitutas acabadas,
quien siente por ella una lástima mezclada con asco. No es ella,
sin embargo, la única nínfula —si se le puede llamar así a esa
caricatura tristísima— de Juan Carlos Onetti. En su obra aparecen
muchas, todas provocadoras, todas perversas y manipuladoras,
todas finalmente castigadas, como la muchacha de la bicicleta en
«La cara de la desgracia» o la niña que se monta sobre las
piernas del protagonista de su última novela Cuando ya no
importe. Onetti no las llamaba nínfulas sino «muchachitas» y
cuando, en una pregunta hecha en una entrevista televisada, se le
preguntó si le gustaban las muchachitas, miró el cielo raso de su
habitación, luego dirigió la mirada con desprecio hacia el
entrevistador, soltó el humo que tenía apretado entre los dientes y
gritó: «¡Pero querido…!»

No me imagino un mejor modo de terminar esta crónica.

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