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Capítulo I

Modernidad latinoamericana

Aunque alguna información nueva agregaré en las páginas que vienen a continuación,
debo advertir desde la partida ése no fue el objetivo principal de mi libro. En cambio, traté de
reunir en él un conocimiento que se encontraba ya disponible para el uso de aquellos que
sienten que aprender acerca de la historia de la cultura de América Latina constituye una
necesidad a la cual no les es posible sustraerse, con el que he tenido que entenderme en más de
una ocasión, a profundizar y cuestionar dicho conocimiento hasta donde mis limitaciones me
lo permitieron y a formular a su respecto una hipótesis de trabajo que fuese capaz de
reconfigurarlo y reinterpretarlo de una manera deseablemente más persuasiva, por ser (ojalá)
más consistente. Postulo, en efecto, que durante el tramo de la historia cultural latinoamericana
que aquí me interesa estudiar, que es el que va de 1870 a 1920 y que coincide con el que Ángel
Rama deslindó en el capítulo quinto de La ciudad letrada como el del “segundo nacimiento”
de nuestra historia decimonónica y en el prólogo al segundo volumen de sus Clásicos
hispanoamericanos como la “base engendradora de la modernidad” regional4, es el primero de
los tres a lo largo de los cuales el fenómeno moderno se despliega entre nosotros y donde se
alojan numerosas de las claves que explican los derroteros que había de seguir en su
trayectoria posterior. Esto al punto de que su gravitación no es ni siquiera hoy, en agosto de
2012, cuando redacto la versión final de este capítulo, por completo descartable. El
contemporáneo retorno de nuestras economías a un modelo globalizado, que de acuerdo con el
lugar común tecnocrático de las ventajas comparativas y competitivas cifra su eficacia casi
exclusivamente en la exportación de productos primarios, en vez de promover el
fortalecimiento de un mercado interno de productores y consumidores y, por consiguiente, un
desarrollo vigoroso y armónico de los distintos sectores sociales que integran la comunidad
nacional, es, ni qué decirse tiene, el indicador por indecencia de que, pese a los esfuerzos
industrializadores y democratizadores que se hicieron a mediados del siglo XX y hasta los
años sesenta, los latinoamericanos no nos hemos librado (¿estuvimos libres de verdad alguna
vez?) de la maldición del origen.

Pero para que los lectores me acompañen de una mejor manera en esta propuesta
historiográfica lo primero en que yo tengo que insistirles es que estaré exponiendo en lo que
sigue sobre el campo intelectual latinoamericano durante un período de modernización.
Enunciar mi asunto de este modo me compromete a dar respuesta a cuatro preguntas. De ellas,
contestaré rápidamente a las dos que me parecen de más fácil despacho y que son la relativa a
la posibilidad de hablar acerca de América Latina como de una totalidad supranacional
unificada y la de utilizar la noción espacializadora de “campo”, una noción que pertenece a
Pierre Bourdieu, como se sabe (aunque yo no me abstenga de introducirle algunas precisiones
adicionales), para cualquiera de los segmentos en que es posible dividir la historia de su

44 Ángel Rama. La ciudad letrada. Santiago de Chile. Tajamar, 2004, p. 131. Lo de “base engendradora de la
modernidad regional” en el prólogo a Clásicos hispanoamericanos: Modernismo. Vol. II. Barcelona. Círculo de
Lectores, 1983, que se titula “La modernización literaria latinoamericana (1870-1910)”. Reproducido
posteriormente en La crítica de la cultura en América Latina, eds. Saúl Sosnowski y Tomás Eloy Martínez.
Caracas. Ayacucho, 1985, pp. 82-96.
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cultura. Son temas que han sido objeto de debate en otras circunstancias y no creo que necesite
mucho tiempo para volver sobre ellos ahora.

En lo que respecta al primero, estimo que el conocido dictamen de Ángel Rama, en


Transculturación narrativa en América Latina, me exime de extenuarme ofreciendo mayores
detalles. Escribe éste ahí:

La unidad de América Latina ha sido y sigue siendo un proyecto del equipo intelectual
propio, reconocida por un consenso internacional. Está fundada en persuasivas razones
y cuenta a su favor con reales y poderosas fuerzas unificadoras. La mayoría de ellas
radican en el pasado, habiendo modelado hondamente la vida de los pueblos: van desde
una historia común a una común lengua y a similares modelos de comportamiento. Las
otras son contemporáneas y compensan su minoridad con una alta potencialidad:
responden a las pulsiones económicas y políticas universales que acarrean la expansión
de las civilizaciones dominantes del planeta. Por debajo de esa unidad, real en cuanto
proyecto, real en cuanto a bases de sustentación, se despliega una interior diversidad
que es definición más precisa del continente5.

En consecuencia: la unidad de América Latina se constituye, según el estudioso


uruguayo, a partir de una reunión de índole programática, la de los elementos pasados y
presentes que componen un todo cuya existencia a él no le parece susceptible de
cuestionamiento, pero que en realidad es heterogéneo (su alegato de una “lengua común”
nosotros podemos dejarlo de lado sin más trámite: las lenguas mayores son en América Latina
por lo menos tres y las menores una infinidad difícilmente calculable. Leo que sólo en el
Brasil, junto con el portugués oficial, existen doscientas lenguas más), lo que no es óbice para
que dé origen a un proyecto colectivo, permanente y factible. Se subentiende además que el
objeto de ese proyecto no es una criatura de Dios ni de la naturaleza sino una construcción del
proyecto mismo, obra de un “equipo intelectual propio”, como con elocuencia escribe Rama,
que ha estado en actividad desde fines del siglo XVIII, al que en la era republicana Miranda y
Bolívar conciben por primera vez desde el punto de vista político y Bello por primera vez
desde el punto de vista cultural, y que, sin perjuicio de una larga seguidilla de altibajos, se
prolonga hasta hoy.

En cuanto a la posibilidad de ocuparnos de dicho objeto para el período que yo me


propongo cubrir en este libro, o para cualquiera de los dos que vienen después, echando mano
de la noción de “campo intelectual”, lo que necesito es traer a colación la macrohipótesis del
propio Bourdieu, cuya intuición básica es que las prácticas que conforman la totalidad social
moderna se desenvuelven en espacios diferenciados, complejos y relativamente autónomos
(relativamente a las determinaciones de la historia general, se entiende), delimitables en el
tiempo con cierta precisión, en el interior de los cuales los modernos hacemos todo cuanto
hacemos. Piensa Bourdieu --y pienso yo-- que éste es también un punto de arranque apropiado
para un programa de investigación que se haya puesto como meta alcanzar un conocimiento
claro y distinto acerca de cualquiera de las prácticas simbólicas que en la mitad occidental del
mundo se han estado generando desde hace cinco o más siglos. Sabemos que durante este
55 Ángel Rama. Transculturación narrativa en América Latina. México. Siglo XXI, 1982, p. 84.
3

lapso los dominios que albergan a esas prácticas han sido blanco de un esfuerzo constante de
autonomización6, el que en la segunda mitad del siglo XIX se acelera a un ritmo hasta entonces
jamás visto, lo que el sociólogo francés nos recomienda percibir. Sólo así, piensa Bourdieu,
podremos hacernos cargo competentemente del dónde se encuentran situados “los que
producen las obras y su valor”7. Mi tarea en este libro consistirá, por lo tanto, en identificar a
los agentes que intervienen en el campo intelectual latinoamericano que en él estudio (o en
cualquiera de los subcampos en los cuales éste se divide), en caracterizar las acciones de las
cuales ellos/ellas son protagonistas, así como también en evaluar los resultados de tales
acciones en las obras concretas. Agentes, acciones y obras que se relacionan con, pero que
también difieren de los que se observan en los campos de la producción material, de la misma
manera en que se relacionan con y difieren de los que se observan en el espacio que a ellos les
es privativo, forzando a los sujetos involucrados y a sus productos a entrar en una competencia
que posee reglas y protocolos propios y que puede ser más y menos belicosa. Advierto, sin
embargo, junto con Bourdieu, que ésta no es tanto una guerra de individualidades como de
“posiciones”, las que se habrán establecido de antemano, aunque también sea cierto que eso no
excluye el surgimiento del “genio” creador y la generación consecuente de lo nuevo (no sé si
Bourdieu hubiese estado de acuerdo conmigo en esta proposición y creo que no, pero a mí ella
me resulta indispensable porque si no dispongo de un horizonte para el genio individual no
tengo cómo pensar a personajes de la talla de José Martí, Rubén Darío o Joaquim Maria
Machado de Assis). Para los que triunfan en la guerra de marras, el premio consiste en el logro
de la “legitimidad” y el “reconocimiento” o, puesto en términos más crudos, en un control
hegemónico al interior de la esfera en que ellos desenvuelven sus actividades.

Creo, en tercer lugar, que es de buena crianza alertar también al lector de este volumen
acerca de sus carencias, pues él se limita a dar cuenta de los productos de la cultura regional
letrada. Estaré hablando, por lo tanto, en las páginas que siguen, de unos individuos cuyo
estatuto contemporáneo es precario, pero cuya contribución a nuestra vida en común ha sido y
es, en mi opinión, insustituible.

Me refiero con esto a “los intelectuales”, entendidos estos como unos personajes cuya
“ocupación distintiva es producir y transmitir mensajes relativos a lo verdadero (si se prefiere:
a lo que ellos creen verdadero), se trate de los valores centrales de la sociedad o del significado

66 En lo que toca a la práctica política, el punto de partida suele retrotraerse a Maquiavelo, cuando en 1532 éste
le advierte al príncipe que lo que él debe hacer, para asegurarse de que tiene a sus enemigos bajo control, es
“ganar amigos, vencer o con la fuerza o con el fraude, hacerse amar y temer por los pueblos, hacerse seguir y
reverenciar por los soldados, eliminar a quienes pueden o deben ofenderte, innovar el antiguo orden, ser severo y
agradable, generoso y liberal, eliminar la milicia desleal, crear otra nueva, conservar las amistades de reyes y
príncipes de manera que tengan que favorecerte con cortesía o atacarte con respeto”. He ahí el acta de nacimiento
de la politología moderna como un “campo” simbólico diferenciado de los de la religión y la ética. Nicolás
Maquiavelo. El príncipe, tr. Francisco Moglia. Obras selectas. Buenos Aires. Distal, 2003, p. 51.

77 Pierre Bourdieu. “El campo literario. Prerrequisitos críticos y principio de método”, tr. Desiderio Navarro.
Criterios, 25-28 (1989-1990), 20 et sqq. El libro fundamental es, por supuesto, Les Règles de lárt. Genèse et
structure du champ littéraire. Paris. Seuil, 1992. Una buena compilación de las diferentes publicaciones de
Bourdieu sobre el tema en: Campo de poder, campo intelectual. Itinerario de un concepto, trs. Alberto de
Ezcurdia, Ramiro Gual, Violeta Guyot, Jorge Dotti y Néstor García Canclini. Buenos Aires. Montressor, 2002.
4

de su historia, de la legitimidad o la injusticia del orden político, del mundo natural o de la


realidad trascendente”, que usan como medio predilecto de comunicación la “publicación
impresa” y que finalmente “suelen buscar que sus enunciados resuenen más allá del ámbito de
la vida intelectual, en la arena política” 8. Quisiera agregar a esta sencilla pero muy
aprovechable definición del sociólogo argentino Carlos Altamirano que los “mensajes” a los
que en ella se alude pueden ser o no referenciales o, dicho esto con el lenguaje de la teoría
aristotélica, que pueden ser o bien “verdaderos” o bien “verosímiles”, y sin que eso importe
mayormente para los fines de una exposición como la mía. En definitiva, no es del “campo
cultural” en un sentido amplio, ni menos todavía con el significado que los antropólogos
reservan para el vocablo “cultura” --el que de adoptarlo me hubiese obligado a profundizar en
y a pronunciarme pormenorizadamente sobre lo que acontece en el dominio de la experiencia
común, cosa que aquí hago pero sólo en la medida de la utilidad que ello me presta para un
mejor cumplimiento de mi objetivo primario--, sino del “campo intelectual” del que hablaré en
lo sucesivo.

Los capítulos que siguen se distribuyen de esta manera en un segundo y un tercero


dedicados a las perspectivas ideológica y estética hegemónicas durante el período en cuestión,
cuyas epistemologías modernizadoras son, por lo menos hasta los primeros años del siglo XX,
el positivismo, el darwinismo social (sobre todo en la versión de Herbert Spencer), y con un
impacto menor, pero no insignificante, el neokantismo de Karl Christian Krause y el
utilitarismo neopositivista a la manera de John Stuart Mill, ello desde el punto de vista
filosófico, y el realismo-naturalismo, de preferencia el de Émile Zola y sus seguidores, desde
el punto de vista estético (lo nombro “realismo-naturalismo” para reconocer su compromiso
con la reproducción literaria de “lo dado” a/en la experiencia humana ordinaria, pero también
diferenciándolo por su afán cientificista del realismo anterior, vivo todavía durante este
período, aunque grávido con toda clase de residuos románticos, especialmente a través del
denominado “cuadro de costumbres”). No sin dificultades, sin embargo, lo que me ha llevado
hasta la escritura de un cuarto capítulo sobre los positivistas, los neodarwinianos y los
naturalistas “incómodos”, y de un quinto sobre los “retrógrados” y los “residuales”. El capítulo
sexto se ocupa del “modernismo”, contrapunto del realismo-naturalismo y de tratamiento
insoslayable en una síntesis como la que a continuación presento, el séptimo de la “ciudad
nueva”, el octavo del “teatro”, el noveno de las “mujeres” y el décimo de la figura epónima de
José Enrique Rodó. El décimo primero avanza hacia el conocimiento de una forma de
contrahegemonía a la cual, al contrario de la reformista de los “incómodos” y los
“modernistas” y de la meramente reiterativa de los “retrógrados” y “residuales”, mueve una
voluntad de cambio revolucionario y por ende, una visión política y cultural de futuro, me
refiero a los “anarquistas y socialistas”. El décimo segundo y final se detiene en la otra gran
figura de la época, vigente hasta hoy, José Martí.

Con lo que se me queda afuera, y esta es la cuarta de mis advertencias al lector, tanto la
cultura “no letrada”, importantísima cuando se trata de América Latina y todavía más en el
período que ahora me he propuesto discutir, como mucho de la cultura musical y visual, si se
exceptúa el teatro, un asunto acerca del cual he escrito en otras ocasiones y para el que ahora
he reservado, como ya lo dije, el octavo capítulo del libro. Respecto de lo que pienso acerca de
88 Carlos Altamirano. “Introducción general” a Carlos Altamirano, ed. Historia de los intelectuales en América
Latina. Vol. I. La ciudad letrada, de la conquista al modernismo. Buenos Aires. Katz Editores, 2008, pp. 14-15.
5

la cultura no letrada de la región, abundaré en el epílogo refiriéndome a algunos de sus


posibles alcances, los que a mi juicio no se agotan en lo que al respecto es obra de la
creatividad (enorme, sin duda) de los pueblos originarios (ver, para mayor precisión, la nota
308 en el capítulo XI), así como a las causas que explican su ausencia en mi trabajo.
Reconozco, desde ya, como quiera que sea, que esas son prácticas que debieran incluirse en la
construcción de un mapa exhaustivo del campo intelectual latinoamericano durante la época
que aquí me he propuesto abordar, porque, como lo planteó con su acostumbrada lucidez
Arturo Andrés Roig hace más de dos décadas, la sola expresión “pensamiento de América
Latina tiene el inconveniente de no señalar la existencia de otros desarrollos del pensamiento
que no quedan así comprendidos terminológicamente”9. Careciendo sin embargo de los
conocimientos necesarios para pronunciarme idóneamente acerca de ello y no queriendo
incurrir en frivolidades inanes, prefiero dejarles esa doble tarea a quienes estoy seguro de que
pueden asumirla con más autoridad que yo.

Pero por sobre todo me parece conveniente insistirle al lector de estas páginas que una
maciza bibliografía historiográfica, aparecida con posterioridad a 1970 y que comprende
saberes diversos, nos demuestra que en América Latina el tiempo que yo recorto en mi ensayo
es un tiempo modernizador en efecto. Por lo menos en principio, coincido en este aspecto con
el historiador chileno Julio Pinto V., quien no sólo postula la existencia de una modernidad
latinoamericana sino que intenta periodizarla haciendo uso para ello de un encuadre
cronológico cuyo antecedente es la noción de “siglo XIX largo” de Eric Hobsbawm, es decir,
en lo que concierne a Latinoamérica, el lapso que se extiende desde 1770 hasta 1914. Cito a
Pinto:

lo que este trabajo postula es que, dentro de ciertos parámetros que se definen a
continuación, América Latina por lo menos inició su “experiencia de la modernidad”
durante el período indicado [hacia 1770]. Propone adicionalmente que para algunos
actores sociales, los menos, esta experiencia cobró la forma de un proyecto, mientras
que para otros, los más, se trató más bien de una ruptura impuesta en contra de su
voluntad. Concluye postulando que para el término de este primer contacto profundo
con la modernidad, el sentido asimétrico de su valoración inicial tendió a revertirse,
atemorizando a sus partidarios originales y ganando la adhesión de segmentos
importantes de quienes hasta entonces habían sido sus víctimas o detractores. Como
corolario final se sugiere que tal vez esa misma “conversión”, habida cuenta de la
pasividad y el sentimiento de insatisfacción de quienes la protagonizaron, fue la que
engendró en la sociedad del siglo XX la percepción de que la modernización quedaba
como una tarea pendiente para el nuevo siglo […] Situándonos en un especie de “siglo
XIX largo” análogo al definido por Eric Hobsbawm para su historia centrada en el eje
nor-atlántico propone [propongo] que entre las Reformas Borbónicas de fines del siglo
XVIII y la cuestión social de comienzos del XX se desenvuelve un proceso de
modernización que no dejó intactas las sociedades del continente, y cuyo efecto cobró
un alcance cada vez más generalizado10.

99 Arturo Andrés Roig. “Interrogaciones sobre el pensamiento filosófico” en Leopoldo Zea, ed. América Latina
en sus ideas. México. UNESCO. Siglo XXI, 1986, p. 47.
6

Por mi parte, de una manera menos ambiciosa que la que Pinto escoge, aceptando su
tesis de que hubo efectivamente en América Latina una “experiencia” temprana de
“modernidad”, pero relativizando la correspondencia europea a partir de la cual él da forma a
su periodización, correspondencia que a mí no me parece utilizable a menos que se le hayan
introducido algunos distingos importantes, diré que, localizándolo entre 1870
aproximadamente y el fin de la Primera Guerra Mundial, también aproximadamente, la
bibliografía aludida me demuestra la realidad de un ciclo de cambios cuya arista política más
visible y también la más comentada por los especialistas, es el reemplazo de las dicotomías
entre liberales y conservadores (e incluidos dentro de este grupo los conservadores
monárquicos, como en los casos de México y Brasil) y entre centralistas y federalistas (o
regionalistas), que eran las que les habían impuesto su carácter a las primeras seis décadas del
siglo, por un consenso de corte liberal-oligárquico cuya impronta deviene simultáneamente
rastreable en todos los ámbitos de la práctica social y cultural y cuyos datos pueden
organizarse e interpretarse recurriendo a la hipótesis modernizadora que ahora propongo.

Por ejemplo, Rama publica en 1970 Rubén Darío y el modernismo. Circunstancia


socioeconómica de un arte americano, un libro con el que revoluciona la visión que teníamos
hasta entonces sobre esa tendencia decisiva para la historia de la literatura de Hispanoamérica
(y para la historia de la literatura de España igualmente), a la que los críticos socialistas habían
repudiado por evasiva, exótica y afrancesada11 y los vanguardistas y postvanguardistas por
arcaica12. Escribe Rama:

Cuando Darío ingresa a la literatura, el liberalismo se ha impuesto en tierras


americanas y su funcionamiento en el plano literario establece esta única ley de oro:
‘Sé tú mismo’. Si esa es la clave del sistema, y si éste no ha dejado de regir la historia

1010 Julio Pinto V. “De proyectos y desarraigos: la sociedad latinoamericana frente a la experiencia de la
modernidad (1870-1914)”. Contribuciones científicas y tecnológicas. Área Ciencias Sociales, 130 (2002), 96 y
99-100.

1111 "ningún primate del Modernismo nos deja una obra que traduzca con eficacia y hondura la realidad trágica y
promisoria de nuestro continente" y "lírica de exquisiteces, con acento francés e inclinación por las innovaciones
formales métricas y estróficas. Y que, por su interés prendido en los hallazgos expresivos, centra, embrida sus
temas en el individualismo, el preciosismo y la sensualidad...". Juan Marinello. Sobre el modernismo. Polémica y
definición. México. Universidad Nacional Autónoma de México, 1959, pp. 17 y 46; y González: “Por esos días
ya la prosa del elegíaco poeta [Manuel Gutiérrez Nájera] había alcanzado madurez dentro del marco afrancesado
que él había elegido. La que por entonces escribía era alada y poética, llena de ligereza y gracia, pero demasiado
tributaria y deslumbrada ante los adornos de la francesa”. Manuel Pedro González. “En torno a la iniciación del
modernismo” en Estudios críticos sobre el modernismo, ed. Homero Castillo. Madrid. Gredos, 1974, p. 236.

1212 “¿Qué pasaba en el mundo en los años 1918-1920? […] La tendencia hasta entonces dominante –el
rubendarismo--, ya estaba agotada”. Guillermo de Torre. Historia de las literaturas de vanguardia. Madrid.
Guadarrama, 1965, p. 519; [Darío es] "el menos actual de los grandes modernistas" y "no es una influencia viva
sino un término de referencia". Octavio Paz. "El caracol y la sirena (Rubén Darío)" en Cuadrivio. Darío, López
Velarde, Pessoa, Cernuda. México. Joaquín Mortiz, 1965, p. 13; y [Darío] “tiene todo el aspecto demodé propio
de la última moda para el uso de los nuevos ricos de las colonias culturales”. Enrique Lihn. “El lugar de
Huidobro” en El circo en llamas. Una crítica de la vida. Germán Marín, ed. Santiago de Chile. LOM, 1996, p. 85.
7

de las sociedades latinoamericanas hasta nuestros días, no debe sorprendernos la


permanencia de la lección dariana13.

Esta intervención de Rama en una controversia que había inaugurado Rodó en 1899 no
sólo refuta los prejuicios “vanguardistas” (cualesquiera sean las diferencias ideológicas que
existen entre ellos) de Juan Marinello, Guillermo de Torre, Octavio Paz, Enrique Lihn y varios
más, sino que retoma la tesis central rodoniana y recupera para el modernismo una posición de
primera fila en la literatura moderna de la región y para Rubén Darío el liderazgo de la misma.
El individualismo estético de los modernistas, que Rama lee en esta cita correctamente como
la cara cultural del liberalismo político que la fracción plutocrática de la oligarquía venía
haciendo suyo desde mediados del siglo XIX y sobre el que está poniendo un sello propio,
constituye a su modo de ver el rasgo clave. En posiciones que para confirmarla o negarla no
esquivan la influencia del uruguayo, otros estudiosos continúan pisando en el territorio que él
abrió hasta el día de hoy: Françoise Perus, en Literatura y sociedad en América Latina: el
modernismo (1976); Saúl Yurkievich, en Celebración del modernismo (1976); Noé Jitrik, en
Las contradicciones del modernismo. Productividad poética y situación sociológica (1978);
Rafael Gutiérrez Girardot, en Modernismo (1983); Iris Zavala, en Colonialism and Culture.
Hispanic Modernisms and the Social Imaginary (1992); y Susana Zanetti, en su compilación
Rubén Darío en La Nación de Buenos Aires (2004) y en “El modernismo y el intelectual como
artista: Rubén Darío” (2008), son algunos de los más destacados.

El problema no estriba, por consiguiente, sólo en detectar la existencia de una marejada


modernizadora durante este período de la historia de América Latina, lo que como se ha visto
no requiere de grandes trabajos, sino en descubrir el concepto de modernidad desde donde ella
extrae su fuerza, por un lado, y las estrategias epistemológicas y los dispositivos
modernizantes con que se procura implementarla, por otro. Eso es lo yo me he propuesto hacer
en los doce capítulos y el epílogo de este volumen, y voy a dar comienzo a mi labor definiendo
al período en cuestión como el de nuestra primera modernidad y acotándolo en principio como
uno que en su conjunto, es decir en términos de la historia general, es de re-ajuste o de re-
inserción de nuestras naciones, de sus economías, de sus sociedades, de sus culturas, en la
modernidad de Occidente y, más precisamente, en el proyecto de desarrollo histórico que se
pone en marcha en Europa durante el Renacimiento y que, sin perjuicio de perfeccionamientos
posteriores, se consolida entre los siglos XVII (en Inglaterra) y XVIII (en Estados Unidos y en
Francia).

Pero reinserción no significa aquí reproducción, me interesa expulsar este


malentendido del análisis sin mayor demora. El espíritu europeo moderno aporta el marco de
referencia o el telón de fondo contra el cual entre 1870 y el 2000 se proyectan en
Latinoamérica al menos tres lecturas de y para la modernidad, cada una de ellas completa en sí
misma y con sus correspondientes visiones respecto de qué es lo que se va a modernizar y qué
no y cómo se va a hacerlo. De ellas, sólo la primera ha sido objeto de mi atención en este libro,

1313 Ángel Rama. Rubén Darío y el modernismo. Caracas y Barcelona. Alfadil, 1985, p. 17. Debo observar que
Rama siguió trabajando sobre el modernismo hasta su muerte. Prueba de ellos son el extenso “Prólogo” a la
edición Ayacucho de la Poesía de Rubén Darío (1977) y el libro póstumo Las máscaras democráticas del
modernismo (1985).
8

aunque abrigo la esperanza de abocarme a las que la siguen en algún tiempo futuro. Tampoco
me estoy atrincherando, como el lector habrá podido apreciarlo, nada más que en la dimensión
económica del problema, donde el estrechamiento que hacia la última parte del siglo XIX
experimentan los lazos entre el centro y la periferia del mundo ha sido investigado y
comentado suficientemente y es atribuible a un nuevo capítulo en la vocación expansiva del
capitalismo, lo que Marx detectó con claridad 14. Según la periodización que ha propuesto
Immanuel Wallerstein para la historia del “sistema-mundo” moderno, estaríamos aquí frente al
tercer desplazamiento en lo que va transcurrido de esa historia y que se alarga desde 1850 a
1900:

La tercera y última expansión se produjo en el período 1850-1900, cuando


principalmente Asia oriental, pero también varias zonas más de África, el resto de Asia
sudoriental y Oceanía fueron incorporadas a la división internacional del trabajo. En
este punto la economía-mundo capitalista llegó a ser verdaderamente global. Fue el
primer sistema histórico cuya geografía abarcó el globo entero15.

En esta coyuntura histórica se produce también un cambio en las relaciones que la (o


las) metrópoli/s central/es había/n tenido hasta entonces con las sociedades latinoamericanas,
lo que incide en el despliegue de un abanico de transformaciones en nuestro espacio
geográfico, transformaciones que así como pueden verificarse en el plano de la economía,
también son registrables en las demás esferas en que la práctica social se realiza. Por cierto, no
era la primera vez que una mudanza de este tipo ocurría en América Latina, ni iba a ser la
última tampoco. Las reformas borbónicas del siglo XVIII, como correctamente observa Pinto,
tienen un alcance que excede asimismo el marco de lo puramente económico e igual cosa
podría argumentarse acerca de la (contra) revolución neoliberal de nuestro propio tiempo.

No es superfluo recordar en este instante que los cuatro pilares conceptuales sobre los
que la modernidad europea descansa son el capitalismo y el liberalismo, desde el punto de
vista económico y político respectivamente, y el igualitarismo y la solidaridad, desde los
puntos de vista social y moral. Esto es lo que los teóricos socialistas acostumbran describir
apelando a la oposición entre el valor de cambio y el valor de uso, entre los bienes en su
calidad de mercancías y los bienes en su calidad de insumos necesarios (y de ahí, “derechos”)
para la preservación de la vida de los seres humanos. Pero, para ponerlo en el lenguaje de Max
1414 “El descubrimiento de América y la circunnavegación de África ofrecieron a la burguesía en ascenso un
nuevo campo de actividad. Los mercados de la India y de China, la colonización de América, el intercambio con
la colonias, la multiplicación de los medios de cambio y de las mercancías en general imprimieron al comercio, a
la navegación y a la industria un impulso hasta entonces desconocido y aceleraron, con ello, el desarrollo del
elemento revolucionario de la sociedad feudal en descomposición […] La gran industria ha creado el mercado
mundial, ya preparado por el descubrimiento de América”. C. Marx y F. Engels. “Manifiesto del Partido
Comunista” en Obras escogidas en tres tomos, I. Moscú. Progreso, 1973, p. 112.

1515 Immanuel Wallerstein. “¿Estados? ¿Soberanía? Los dilemas de los capitalistas en una época de transición”
en Conocer el mundo, saber el mundo: el fin de lo aprendido. Una ciencia social para el siglo XXI, tr. Stella
Mastrangelo. México. Siglo XXI, 2001, p. 68. Wallerstein desarrolla este esquema in extenso en los tres
volúmenes de El moderno sistema mundial, trs. Antonio Resines, Pilar López Mañez y Jesús Albores. México y
Madrid. Siglo XXI, 1979, 1984 y 1998.
9

Horkheimer, diré que el capitalismo y el liberalismo son los que dan origen al proyecto de la
modernidad (sinónimo de “racionalidad”, es lo que Horkheimer escribe, apropiándose para
ello del lenguaje de Weber) instrumental y el igualitarismo y la solidaridad al proyecto de la
modernidad (racionalidad) emancipadora16.

Ahora bien, todos sabemos que en la historia europea va a ser la dimensión


instrumental del concepto moderno la que acabará por imponerse relegando a las otras dos a
una existencia desmedrada y, a menudo, conflictiva. La Europa moderna se construye al cabo
sobre la base de economías capitalistas, y por lo tanto de sociedades de clase o, en otras
palabras, de sociedades que son desiguales e insolidarias por definición, aunque esta vez
hegemonizadas por la burguesía por oposición a la hegemonía aristocrática del Antiguo
Régimen. El cariz peculiar que en esa Europa moderna puede adoptar el orden hegemónico
burgués, al establecerse dentro de espacios con tradiciones nacionales y culturales diversas, y
que abrupta o gradualmente adopta por fin, difiere, como es de presumirse (Francia e
Inglaterra podrían ofrecerse como ejemplos de países con tradiciones culturales burguesas que
no sólo son diversas sino en muchos aspectos contrapuestas), pero sin que dicha diferencia (o
contraposición) involucre un desacuerdo estructural profundo. El capitalismo y la burguesía
son allí una sola y misma cosa, aunque sus apariencias, comprensiblemente, sean muchas.

En América Latina, sin embargo, desde los años setenta del siglo XIX más o menos, en
algunos países con más rapidez y en otros con menos, dependiendo de la variabilidad de
factores cuyo origen debe ser pesquisado en las particularidades y circunstancias de cada
medio nacional concreto, y sin omitir el hecho de que también hubo zonas de la región que no
se modificaron o si es que lo hicieron fue mínimamente, se pone en marcha un proceso de
transformaciones que se asemeja al europeo en algunos de sus rasgos pero no lo sigue en otros.
Esto obliga a mi análisis a considerar ambos costados.

Pienso que ese proceso se asemeja al de Europa, porque desde las últimas décadas del
siglo XIX también en nuestras economías empieza a imponerse un modelo de desarrollo
capitalista. En los términos de Marx y de quienes han recurrido al concepto posteriormente, de
Lenin y otros, mi tesis acerca de este problema es que las que se constituyen definitivamente
en aquel entonces sobre suelo latinoamericano son unas formaciones económico-sociales cuyo
carácter y evolución cronológica los fija el funcionamiento del modo de producción capitalista,
pero sin que ello las convierta (me apresuro a adelantarlo) en totalidades completa y
homogéneamente capitalistas y, por lo tanto, completa y homogéneamente burguesas. Cuando
José Carlos Mariátegui describió la matriz económica del Perú de su tiempo y explicó que ella
estaba compuesta aun entonces por un “régimen de economía feudal nacido de la Conquista”,
por “residuos vivos todavía de la economía comunista indígena” y por una “economía
burguesa que, por lo menos en su desarrollo mental, da la impresión de una economía
retardada” nos estaba llamando la atención sobre la falta de homogeneidad a la que aquí me
refiero17, la misma en la que su coterráneo Antonio Cornejo Polar insistiría años después

1616 En Eclipse de la razón (1947), primero, y luego en su versión ampliada, Crítica de la razón instrumental
(1967).

1717 José Carlos Mariátegui. “Esquema de la evolución económica” en Siete ensayos de interpretación de la
realidad peruana. Aníbal Quijano y Elizabeth Garrels, eds. Caracas. Ayacucho, 2007, p. 20.
10

dándole un giro nuevo y significaciones que tienen en cuenta los hallazgos de la semiótica
contemporánea18. El atributo clave de nuestro llegar a ser “modernos” es, ha sido, sin la menor
duda, la incongruencia estructural, o sea el dato simple e incontrovertible de que la mayoría de
los latinoamericanos no fueron invitados a la fiesta moderna y que incluso aquellos que sí lo
fueron no la aprovecharon (o la sufrieron) de la misma manera.

En consecuencia, yo debo complementar mi planteamiento de arriba con uno más, este


otro acerca de las particularidades que entre nosotros afectan al fenómeno que estoy tratando
de describir, porque el capitalismo latinoamericano del que aquí hablo es un capitalismo
severamente recortado, de vocación primario-exportadora, que produce lo suyo en condiciones
a menudo de una espectacular sofisticación tecnológica, pero sin mostrar la misma
sofisticación en lo concerniente a las relaciones laborales o, lo que es lo mismo, cuidándose de
no crearle conflictos a los regímenes de trabajo de la economía tradicional. Emplazado algunas
veces en enclaves mineros, como ocurre en las salitreras de Chile, en las minas de plata
mexicanas, peruanas y bolivianas, o en empresas análogas --con el adjetivo “análogas” remito
ahora al lector a las guaneras peruanas, a las bananeras centroamericanas, a los ingenios
azucareros de México, Cuba, Puerto Rico y Perú, a los frigoríficos argentinos y uruguayos, a la
explotación del caucho en el Brasil por lo menos hasta 1913 y al inicio de la explotación
petrolera en Venezuela--, y otras veces valiéndose de la producción agropecuaria que genera la
gran propiedad --como ocurre en las haciendas mexicanas, las cafetaleras de Brasil, Colombia,
Venezuela, América Central y México, y las estancias argentinas y uruguayas--, ese
capitalismo puede ser visto como tal en lo que concierne a las relaciones técnicas de
producción pero no, o no siempre, en lo que toca a las relaciones sociales.

La gran propiedad y el trabajo esclavo, servil o en el mejor de los casos pagado


miserablemente, con frecuencia con un salario que al trabajador esta obligado a gastar en su
lugar de trabajo, cancelando su “enganche” o comprando sus alimentos en las “pulperías” o en
las “tiendas a raya”, y no es raro que haciendo uso para eso de “fichas salario” u otras formas
parecidas de reemplazo del dinero, son los elementos que suelen tecnificarse al interior de esos
enclaves “modernos” --no hay tecnificación en los demás, los que Celso Furtado relegó a la
posición del “atraso”, que mantuvieron su carácter arcaico y cuya función primordial era surtir
a los primeros de alimentos--, pero sin que los tales dejen por eso de ser lo que son, y así es
como en América Latina se produce para el consumo de los mercados metropolitanos. Cito
esta vez a Tulio Halperin Donghi en su comentario sobre las características de la
“modernización agraria”:

Los sectores que dirigen la modernización agraria, escasos de capitales, no encaran sino
cuando no les queda otra salida la constitución de una mano de obra realmente pagada
en dinero; encuentran que los peones asalariados son no sólo demasiado costosos sino
también demasiado independientes: un campesino con dinero suele, en efecto, creerse
más libre de lo que efectivamente está, y abandonar la hacienda. El sistema de

1818 Véase, a propósito, mi “Extensión, expansión y fronteras en la propuesta teórica de Antonio Cornejo Polar”
en De las más altas cumbres. Teoría crítica latinoamericana moderna (1876-2006). Santiago de Chile. LOM, pp.
219-259.
11

endeudamiento, facilitado porque el hacendado ha heredado del antiguo corregidor un


derecho no escrito de repartimiento que le permite fijar precios y cantidades de
artículos consumidos por sus peones, se revela más eficaz para disciplinar a la mano de
obra; lo es aún más porque el hacendado tiene el poder político, administrativo y
militar a su servicio19.

Uno de los historiadores que han patrocinado esta explicación, con una tesis que a mí
me parece suscribible en líneas generales, pero que no por eso deja de estar requerida de
especificaciones caso a caso, es Marcello Carmagnani. Escribe éste:

El proyecto de las oligarquías significa una respuesta positiva a las solicitaciones


surgidas a escala internacional, que les ofrecían nuevas posibilidades no sólo de
acrecentar sus rentas, su prestigio y su poder, sino también de reabsorber las
contradicciones desarrolladas en el curso de los treinta primeros años de vida política
independiente. De tal manera, las oligarquías recorrían de nuevo el camino que no
habían cesado de trillar desde sus comienzos en el siglo XVIII, demostrando esta vez
una mayor conciencia de sí mismas y una seguridad hasta entonces desconocida,
resultante de la convicción de ser la única clase capacitada para administrar los asuntos
públicos.

Sin embargo, la oligarquía, pese a la capacidad y la conciencia mencionadas


--demostración inequívoca de que, en tanto que clase dominante, dista mucho de
hallarse en fase de descenso--, no está en condiciones de desplegar una actitud nueva y
distinta respecto a las estructuras económicas, sociales, políticas y culturales
preexistentes.

Los oligarcas intentarán escapar a esta contradicción fundamental con una huida hacia
delante: en lugar de renovar las viejas estructuras, tratarán de potenciarlas y darles una
nueva orientación. Este esfuerzo por conciliar los nuevos elementos con los viejos
aparecerá tiempo después como fuente de contradicciones tales y tan grandes que
provocará el fracaso del proyecto oligárquico en un plazo relativamente breve. Tres
lustros de estancamiento económico, de tensiones sociales y de desarrollo político de
las clases media y obrera bastarán para destruir la obra de medio siglo20.

No estoy yo tan seguro como el optimista Carmagnani de que el proyecto oligárquico


latinoamericano del tercer tercio del siglo XIX se haya ido por fin tan al tacho y tan por
completo. Más bien, sospecho que, con la sola excepción de México, donde la Revolución que
estalló en 1910 acabó de una vez por todas con ese sector de la población, en el siglo XX las
oligarquías tradicionales de América Latina se resignaron a un repliegue negociado que les
asegurara, como en realidad sucedió, tanto su existencia presente como su resurrección

1919 Tulio Halperin Donghi. Historia contemporánea de América Latina. Madrid. Alianza, 1972, pp. 218-219.

2020 Marcello Carmagnani. Estado y sociedad en América Latina, 1850-1930, tr. P. R. Ferrer. Barcelona. Crítica,
1984, pp. 9-10.
12

eventual. Teniendo eso en cuenta, uno de los retratos más coloridos que conozco del oligarca
finisecular de la primera modernidad latinoamericana es este que ofrece el profesor Luis
González al referirse a los hacendados del porfiriato:

Los nuevos hacendados provistos de mentalidad capitalista, los Terrazas en el corazón


del norte, Olegario Molina en Yucatán, los Garza en Durango, Lorenzo Torres en
Sonora, los García Pimentel en Morelos, Íñigo Noriega en México y Michoacán, los
Madero en Coahuila, José Escandón en Hidalgo, los Cedros en Zacatecas, Dante Cursi
en la tierra caliente de Michoacán, los Martínez del Río en Durango, Justino Ramírez
en Puebla, fueron quienes crearon la hacienda productora, que producía para vender,
que sustituía el cultivo extensivo por el intensivo y practicaba la rotación de cultivos y
abonaba y aun irrigaba sus tierras. Los nuevos latifundistas dejaron de ser señores de
seres humanos y se convirtieron en explotadores de gañanes, y se hicieron muy ricos;
construyeron palacios en sus fundos y en la ciudad y habitaron muchas veces en ésta en
una atmósfera de ocio; fueron al Viejo Mundo y se colgaron y untaron todo lo prescrito
por los modistos de París. Los terratenientes dotados de espíritu de empresa gozaron
ampliamente de la prosperidad porfírica21.

Mi impresión es que el retrato que nos entrega González de los hacendados porfiristas,
los “dotados de espíritu de empresa”, junto con el de los “gañanes” que ellos tenían bajo su
férula, es válido y no sólo en lo que toca a las actividades rurales que entonces se estaban
desarrollando en territorio mexicano, ya que un espectáculo similar a ese de México es el que
simultáneamente se registra en otras zonas de la región, donde este mismo y peculiar
“capitalismo agrario” constituyó la norma y donde también produjo efectos (por lo pronto,
conductas) muy similares. Para México, me ayuda a precisar sus dichos John Womack Jr, en su
conocido estudio sobre el zapatismo y las conexiones que éste tiene con la modernización
oligárquica en las haciendas azucareras del estado de Morelos:

Las presiones crecientes llevaron a los hacendados a realizar inversiones mayores, ya


sea para diversificar los grados de refinamiento del azúcar o para producir más ron. La
familia Araoz, por ejemplo, importó maquinaria nueva por un valor de 350.000 dólares
para su hacienda de Cuahuixtla. Para mantener trabajando sus máquinas caras, los
hacendados tenían que cultivar todavía más caña, lo cual los obligó a ampliar todavía
más sus propiedades. Esa expansión acelerada estaba convirtiendo rápidamente a
Morelos en una red de fábricas rurales. Hacia 1908, los diecisiete dueños de las 36
haciendas principales del estado eran dueños de más del 25% de su superficie total, de
la mayor parte de sus tierras cultivables y de casi todas sus tierras buenas […] las
haciendas de Morelos cobraron fama de ser las más modernas de México. Se merecían
esta reputación. En 1908 los 24 ingenios del estado llevaban a cabo más de una tercera
parte de la producción azucarera total del país. Después de Hawaii y Puerto Rico,
Morelos era la región más productora de caña de azúcar del mundo22.

2121 Luis González. “El liberalismo triunfante” en El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos. Historia
general de México. Versión 2000. México. El Colegio de México, 2000, p. 682.

2222 John Womack Jr. Zapata y la revolución mexicana, tr. Francisco González Aramburo. México. Siglo XXI,
1969, p. 48.
13

Para que los hacendados de Morelos se modernizaran con ese grado de eficacia, fue
preciso que ellos les arrebataran sus tierras comunales a los campesinos y que éstos se vieran
reducidos de ese modo no a la condición contractual del obrero sino a la semiesclavizada del
siervo. Que esto haya ocurrido en Morelos, y no en otra parte, donde Emiliano Zapata va a
encabezar poco después la fracción más radical de la Revolución Mexicana, no es, por
supuesto, una casualidad.

En conclusión: la modernización decimonónica de Latinoamérica existe y se asemeja a


la europea, pero no es conmutable sin más con ella, porque no se hace sobre la base de una
hegemonía social e ideológica burguesa, como sucediera en el viejo continente (y aún más en
Estados Unidos), sino oligárquica (los oligarcas mismos y/o sus intelectuales orgánicos dirán
“aristocráticas” o de la “élite”, pero esas son delicadezas retóricas de las que se puede
prescindir sin que la explicación que aquí entrego pierda con ello su rigor). Esa hegemonía
oligárquica es la que frenó la entronización plena del capitalismo en la región o, mejor dicho,
es la que discriminó qué del capitalismo era aceptable y qué no, conteniendo las
potencialidades transformadoras del sistema en el nivel de sus aplicaciones técnicas
predominantemente. Así, por más que algunos críticos culturales euroobnubilados, como el
colombiano Rafael Gutiérrez Girardot, se empeñen en pasar las diferencias entre el centro y la
periferia por alto y en proclamar la completa “manifestación” entonces de “un doble proceso
de transformación social, política y cultural del llamado Occidente que consiste en la
integración de las Españas y en el mundo de la sociedad burguesa” 23, la realidad (también la
española) lo/s desmiente. No obstante la existencia e inclusive el predominio de la economía
capitalista en América Latina desde las últimas décadas del siglo XIX, el factor cultural
hegemónico no fueron las formas de la conciencia burguesa sino las formas de la conciencia
oligárquica, las de los “dueños de tierras y señores de vasallos”, he ahí un dato que no sólo no
es obviable sino que ha de tenerse muy presente en un mapeo solvente del proceso de nuestra
modernización decimonónica. Esa hegemonía se establece recurriendo o bien al uso de la
fuerza bruta o por medio de aquello que nombra la extensión que Cornelius Castoradis le
introdujo al concepto de ideología hace cuarenta años cuando habló de un “imaginario”, esto
es, de un presupuesto simbólico a partir del cual, consciente o inconscientemente, la sociedad
en su conjunto asume (imaginario “instituido”) o construye (imaginario “instituyente”) las
“figuras/formas/imágenes con las cuales puede tratar de “alguna cosa” 24 y que está, como es

2323 Rafael Gutiérrez Girardot. “La literatura hispanoamericana de fin de siglo” en Luis Iñigo Madrigal, ed.
Historia de la literatura hispanoamericana. Tomo II. Del neoclasicismos al modernismo. Madrid. Cátedra, 1987,
p. 495.

2424 Cornelius Castoriadis. La institución imaginaria de la sociedad, I. Marxismo y teoría revolucionaria, tr.
Antoni Vicens. Barcelona. Tusquets, 2003, p. 10. Agrega Castoriadis: “Lo que llamamos ‘realidad’ y
‘racionalidad’ son obras de ello [de lo imaginario]. Y en otra parte: “La institución es una red simbólica
socialmente sancionada, en la que se combinan, en proporción y relación variables, un componente funcional y un
componente imaginario. La alienación, es la autonomización y el predominio del momento imaginario en la
institución, que implica la autonomización y el predominio de la institución relativamente a la sociedad. Esta
autonomización de la institución se expresa y se encarna en la materialidad de la vida social, pero siempre supone
también que la sociedad vive sus relaciones con sus instituciones a la manera de lo imaginario, dicho de otra
forma, no reconoce en el imaginario de las instituciones su propio producto”. La institución…”, I, 227-228.
14

lógico, en relación directa con las peculiaridades (con los “recortes”) que tiene la aclimatación
del capitalismo en la región.

El resultado será la mantención en América Latina de sociedades de clase, desiguales e


insolidarias, como las europeas, pero, a diferencia de las europeas, antiburguesas o burguesas a
medias y a regañadientes.

La periódica discusión en torno al significado de las independencias y a los defectos de


las posteriores construcciones nacionales, de todas maneras aquellos que son la causa de
nuestro “desarrollo frustrado”, como sentenció Aníbal Pinto en 1953, es menester situarla aquí,
en mi opinión. Los que dicen que con o después de la independencia no hubo en América
Latina cambios que sean merecedores de memoria, como el Manoel Bomfim de 1905, el que
escribió que “de tudo isto, só quem nada lucrou foi la nação --o povo, que é hoje tão pouco
feliz, tão desprezado e nulo como era ontem…” 25, o como el Luis Emilio Recabarren de Ricos
y pobres a través de un siglo de vida republicana, donde ese líder obrero chileno denunció que
la clase trabajadora de nuestro país “nada, pero absolutamente nada gana ni ha ganado con la
independencia de este suelo”, ya que “la fecha gloriosa de la emancipación del pueblo aún no
ha sonado”, por lo que sería a su juicio insensata “la acción del proletariado que quiere
participar en las festividades de homenaje a ese progreso que le ha producido solamente
miserias y corrupciones”26, están pensando en la supervivencia, después de 1810 y de 1824,
hasta llegar al Centenario, que es cuando Recabarren pronuncia su discurso, de la hegemonía
oligárquica. Y, correlativa a ella, una pauperización y a un deterioro generalizado de las
condiciones de vida imperantes en los sectores populares, que no sólo no termina con la
República sino que en los últimos años del siglo, en medio de la riqueza y dispendio
ostentosos de la oligarquía, se agrava y alcanza cifras obscenas 27. Los que por el contrario
afirman que algo cambió, están poniendo el ojo en la apertura por aquel entonces de un camino
hacia, y de la subsecuente instalación y consolidación de una burguesía regional, por
“retardada” que ésta haya sido (recordemos que el peyorativo es de Mariátegui), de algunas de
sus instituciones, de sus conocimientos, de su disciplina laboral, de sus instrumentos, de sus
técnicas de producción e incluso de su retórica.

2525 Manoel Bomfim. A América Latina. Males de origem. Rio de Janeiro. Topbooks, 1993, p. 279.

2626 Luis Emilio Recabarren. Ricos y pobres a través de un siglo de vida republicana. Santiago de Chile. LOM,
2010, pp. 10, 38 y 60.

2727 Compulsando fuentes diversas, Gabriel Salazar concluye que en Chile, por ejemplo, “la tasa de crecimiento
de la población bajó desde 2 por ciento a mediados de siglo a 1,3 por ciento en 1875 y luego al 0,7 por ciento en
1895. Hacia 1900, el 40 por ciento de la población de Santiago vivía en conventillos, sin considerar los que vivían
en cuartos y rancheríos. De lejos, la mortalidad infantil de la capital de Chile era la más alta de América Latina,
mientras que el 49,5 por ciento de los niños bautizados eran ilegítimos. Además, el 10 por ciento de las mujeres
de más de 15 años que vivían en Santiago eran oficialmente consideradas prostitutas”. Gabriel Salazar.
Labradores, peones y campesinos. Formación y crisis de la sociedad popular chilena del siglo XIX. 3ª ed.
Santiago de Chile. LOM, 2000, p. 259.
15

El caso más pintoresco de todos es, en este último sentido, aquel del que dan testimonio
las pretensiones de construcción de una sociedad moderna, liberal y burguesa, en el Brasil,
edificándola sobre la base de una economía que sin embargo era esclavista hacia adentro e
imperializada desde afuera. En un país segregado entre amos blancos y esclavos negros, con
un sector medio blanco irrelevante en la práctica y que se hallaba compuesto sobre todo por
profesionales, artesanos y gente de oficina, subsistiendo gracias a la costumbre del “favor”,
esto es, a la relación de servicio que esas personas mantenían con los poderosos fazendeiros y
con los comerciantes a gran escala, ése es el mismo prurito contradictorio que en Estados
Unidos no logra prosperar y da origen a la guerra civil de 1861-65, pero que en Brasil
sobrevivió hasta 1888. A ello se debe que Roberto Schwarz haya propuesto su provocativo
dictamen sobre las “ideas” modernas (“liberales”, dice él) que en el Brasil estaban entonces
“fuera de lugar”: la soberanía popular, el derecho al libre pensamiento y la libre expresión, el
respeto por la verdad científica vis-à-vis la verdad revelada, el deseo de una ordenación
política e instituciones republicanas, etc.28. Tan grande era el estado de alienación en que se
debatían los brasileños del siglo XIX que incluso hizo posible que José Inácio de Abreu e
Lima publicara su libro O socialismo en 1855, es decir mucho antes de que en el horizonte de
la economía de ese país asomaran aunque no hubiesen sido más que los primeros brotes de un
capitalismo y una burguesía con los cuales pelearse realmente y profetizando por eso el futuro
socialista brasileño como un místico “designo de la Providencia”, como “la tendencia del
género humano a formar una sola e inmensa familia”29.

2828 Roberto Schwarz. “I. As idéias fora do lugar” en Ao vencedor as batatas. Forma literaria e processo social
nos inícios do romance brasileiro. São Paulo. Duas Cidades, 1992, p. 13 et sqq.

2929 José Inácio de Abreu e Lima. El socialismo, trs. Luis Carlos Neves y Milton Morales, pr. Michel Mujica.
Caracas. Ayacucho, 2010, p. 9.
16

Capítulo II

La cultura hegemónica (1)

El perfil social y cultural de las sociedades latinoamericanas constituidas a fines del


siglo XIX es éste:

Primero, en la cúspide de la pirámide social lo que al estudiar la época el investigador


de la historia de América Latina percibe es un proceso de creciente unificación de la
oligarquía. “Los años que siguen a 1870 son los años del consenso político”, ha sido la tesis de
Charles A. Hale para un bien documentado artículo en The Cambridge History of Latin
America30. “Las disidencias se hacen cada vez menos significativas”, es la frase con que Tulio
Halperin Donghi participa de esa misma certidumbre31. La querella que los hacendados
conservadores y partidarios del federalismo habían venido manteniendo hasta entonces con los
comerciantes liberales y centralistas llega a su término o se debilita ante la expectativa de las
pingües ganancias que a unos y a otros les promete una producción de materias primas y
alimentos orientada hacia los mercados externos y, cosa de suma importancia, una producción
que, como ya lo hemos visto, no tiene por qué cambiar y no cambia en efecto el orden social
interno. Es “el esfuerzo por conciliar los nuevos elementos con los viejos”, de que habla
Carmagnani.

Además, esto pone fin al “caudillaje” y a la “anarquía”, esos dos padecimientos acerca
de los que con tanta indignación se expresaban los historiadores orgánicos de la élite dirigente
y que todavía constituyen un paradero favorito incluso entre los que no son o no se consideran
a sí mismos como tales. No faltan entre esa gente aquellos que presumen que los pueblos
latinoamericanos carecen, por sus condicionamientos atávicos, de la capacidad para el orden,
que su genética indócil no tiene más remedio que el uso de políticas de fuerza. Para otros,
como Richard Morse y Enrique Krauze, el caudillismo y la anarquía son influjos ibéricos
inerradicables de la cultura profunda de los pobladores de estas tierras, resabios de la tradición
filosófica irracionalista, “tomista” algunas veces y “maquiavélica” en otras, heredada de los
colonizadores32. Pero yo prefiero atenerme a lo que me enseñaron José Carlos Mariátegui y
Agustín Cueva hace ya mucho tiempo, que esos dos capítulos, que como digo constituyen
estacionamientos designados en los relatos que acerca de la historia latinoamericana del siglo

3030 Charles A. Hale. “Political Ideas and Ideologies in Twentieth Century Latin America” en Ideas and
Ideologies in Twentieth Century Latin America. Leslie Bethell, ed. Cambridge, New York, Melbourne. Cambridge
University Press, 1996, pp. 134-135.

3131 Halperin Donghi. Historia…, 216.

3232 El libro que más frecuentemente se cita a este respecto es Prospero’s Mirror. A Study in New World
Dialectics, de Richard M. Morse. Hay traducción al español: El espejo de Próspero. Un estudio de la dialéctica
del Nuevo Mundo, tr. Stella Mastrangelo. México. Siglo XXI, 1982.
17

XIX suelen componerse para beneficio de lectores incautos, se entienden muchísimo mejor
cuando se los refiere a la falta aún, en el período postindependentista, de una clase social
habilitada para ejercer hegemonía sobre la totalidad del espacio geográfico y el espectro
societario, lo que, dicho sea de paso, es una circunstancia que no tiene nada de inaudita puesto
que en ella coinciden todas las comunidades que recién se liberan de las restricciones y
humillaciones que les impusiera el coloniaje. Escribe Mariátegui:

El caudillaje militar era el producto natural de un período revolucionario que no había


podido crear una nueva clase dirigente33.

Cueva, por su parte, define el período de anarquía diciendo que él no fue más que:

el tormentoso camino que nuestras formaciones sociales tienen que recorrer hasta
constituir sus estados nacionales34.

Esto, y no otra cosa, es lo que hacia 1870 ó 1880 llega al principio de su fin. “Poca
política y mucha administración”, “Orden y progreso”, “Paz y administración”, “Paz verdadera
y científica” serán por ende los lemas distintivos de los gobernantes de la época. Invocando
tales lemas es que sobreviene la Paz de Neerlandia, la que en Colombia sucede a la guerra
finisecular “de los mil días”. Cesan, igualmente, a causa de ello, las treinta y tantas guerras del
coronel Aureliano Buendía, en la posterior y magnífica saga de Gabriel García Márquez
(recordemos que el coronel se retira, y no por casualidad, a hacer y rehacer pescaditos de oro
durante el resto de su vida). Es un mundo feliz, al menos eso es lo que uno descubre en las
nostálgicas memorias de sus beneficiarios. Es la belle époque latinoamericana con cuya
magnificencia se refocilan hasta la fecha los portavoces de las élites. Los empresarios poseen
las minas y los hacendados las tierras; los mineros y los campesinos las trabajan; los
comerciantes, a menudo en sociedad con inversionistas extranjeros (los que como quiera que
sea controlan desde temprano las finanzas [los banqueros de Londres] y el transporte [el
marítimo y muchas de las redes ferroviarias], habiendo dado ya para entonces un primer paso
en el recorrido que los llevará finalmente hasta el control de los medios de producción),
venden los productos. Y estoy pensando ahora en la (buena) suerte que corren los comerciantes
británicos de Valparaíso, varios de los cuales se quedaron en Chile y pasaron a formar parte de
los rangos de la oligarquía local, como John Sewell, George Edwards, los hermanos Walker,
Josué Waddington, James Cameron, Alexander Walter, Edward Millar, Thomas Chadwick, etc.

Claro está, el que los productos que salen desde los puertos de América Latina tengan
como destino final las sociedades capitalistas avanzadas no transforma ni tiene por qué
transformar el rígido ordenamiento doméstico. Más acertado sería afirmar lo opuesto: que una
economía basada esencialmente en la exportación de materias primas y alimentos podía
prescindir de la demanda interna y no generaba así, no tenía por qué generar, condiciones para
la constitución de una fuerza de trabajo asalariada abundante y, en consecuencia, de mercados

3333 José Carlos Mariátegui. “El problema de la tierra” en Siete ensayos…, 56.

3434 Agustín Cueva. El desarrollo del capitalismo en América Latina. México. Siglo XXI, 1976, p. 41.
18

nacionales homogéneos y vigorosos, capaces de constituirse en el motor de un progreso


genuino en el orden político y social. Hobsbawm:

esas economías no estaban interesadas en otras posibilidades alternativas de desarrollo,


pues les era rentable convertirse en productoras especializadas de materias primas para
un mercado mundial formado por los estados metropolitanos. En la periferia del mundo
la ‘economía nacional’, en la medida que existía, tenía funciones distintas35.

Creer entonces que porque se estaban enviando mercancías a las metrópolis capitalistas
avanzadas se estaba siendo tan capitalista como ellas o, peor aún, tan “burgués” como ellas
(hoy se diría tan “desarrollado” como ellas), es un error pueril, en el que incurren los voceros
del statu quo comprensiblemente, pero también algunos marxistas más apegados al
significante que al significado de las teorías que absorben. Fantasean éstos con una América
Latina que habría sido capitalista y burguesa desde el 12 de octubre de 1492, confundiendo de
ese modo el proceso globalizador moderno, el que sí comienza en el siglo XV, con el de la
implantación exitosa de un capitalismo regional. No es lo mismo el habernos integrado en el
siglo XV a la “economía-mundo” capitalista que tan bien han descrito Hobsbawm y
Wallerstein que el haber empezado entonces a participar con iguales derechos en su
funcionamiento o, para decirlo más políticamente, en condiciones que pudieran considerarse
intercambiables con las de que quienes profitaban con ella en las metrópolis.

Por el contrario, no sólo es el capitalismo en el subcontinente un visitante posterior,


sino que cuando por fin deviene en economía hegemónica su campaña modernizadora se
concentra en las relaciones técnicas de producción o, según nos lo aclara Carmagnani, en “la
gestión de las unidades productivas, dedicadas a suministrar la máxima cantidad de bienes
susceptibles de comercialización sin alterar por ello su propio equilibrio interno”, pues en rigor
a lo que el proyecto estaba amagando era al “establecimiento de un orden económico, social y
político que fuera otro pero que, al mismo tiempo, no alterase en exceso ningún mecanismo
fundamental del ya existente”36.

Por otra parte, los adversarios de antaño se han unido a esas alturas de hecho. Sin que
yo tenga que ir mucho más lejos, en Chile los comerciantes “vascos” se han travestido en
hacendados “castellanos” y los hacendados castellanos en comerciantes vascos 37, sin perjuicio
de y antes bien facilitado todo ello por la inclinación (¿o debiera escribir la perversión?)
endogámica de la oligarquía chilena.

3535 Eric Hobsbawm. La era del imperio, 1875-1914, tr. Juan Faci Lacasta. Buenos Aires. Crítica, 2010, p. 50.

3636 Carmagnani. Estado y sociedad…, 27 y 12. El subrayado es mío, G. R.

3737 “A consecuencia del estímulo al comercio colonial originado en las reformas económicas y administrativas
de los Borbones, miles de españoles --muchos de ellos vascos-- emigraron e Chile entre 1700 y 1810. Aquéllos
con buena fortuna pronto adquirieron una posición de privilegio entre las antiguas familias de renombre, en su
mayoría descendientes de conquistadores y encomenderos castellanos”. Manuel Vicuña. La belle époque chilena.
Alta sociedad y mujeres de elite en el cambio de siglo. Santiago de Chile. Sudamericana, 2001, p. 24.
19

En el campo cultural, el eje hegemónico es el que forman los intelectuales que no sólo
le dan su visto bueno al proyecto modernizador en los términos en que yo acabo de describirlo
sino que también se echan encima la responsabilidad de argumentarlo, de propagandizarlo y no
infrecuentemente de imponerlo por su propia mano. Esto significa que ésos son intelectuales
modernizadores, pero modernizadores oligárquicos, que no cuestionan los fundamentos
materiales del modelo económico, político y social que simultáneamente se está echando a
andar.

Para hacer que ellos desfilen aquí en un orden cronológico, hacia la década del setenta
nadie en Chile es más liberal que Benjamín Vicuña Mackenna (1831-1886), enemigo de los
conservadores, encarcelado, condenado a muerte, prófugo, perseguido y exiliado por el
“peluconismo monttvarista”, y nadie en Chile es más reaccionario que él, más racista, más
clasista, más sexista, más patriotero, más militarista, etc. Viajó por los Estados Unidos,
Inglaterra y Europa continental e insular, a veces en el destierro y en otras por gusto,
recopilando documentos de diversa índole donde fuese que lo llevaron sus pies, pero además
sacándoles provecho a esos viajes para ponerse al día sobre los adelantos técnicos más
recientes y ver la manera de traerlos a Chile: las novedades arquitectónicas y urbanísticas que
iban a servirle después para la remodelación haussmanniana de Santiago, la que realiza durante
su gestión en la intendencia de la ciudad en el primer lustro de los años setenta y cuyo modelo
recogió en su tercera pasada por París, la última información acerca del funcionamiento de la
industria de la prensa, las nuevas tecnologías de explotación agrícola y minera, etc. Pero nada
de esa novelería tecnológica constituyó un obstáculo para que el progresista, el “infatigable”,
el “hiperquinético”, el “eufórico” (los adjetivos pertenecen a Cristián Gazmuri) don Benjamín
siguiera siendo un oligarca chileno de corazón, rendido apologista del autoritario Diego
Portales y detractor de los comuneros de París a los cuales, adelantándose a una jerga que iba a
ser popular en el futuro, acusó de “comunistas”. Forjador, con la historia de Los Lisperguer y
La Quintrala (1877), de la mitología chilena de la femme fatale criolla, cruel, lasciva,
sacrílega, diabólica y sobre todo mestiza (y, por contraste implícito, el de la matrona
republicana caritativa, recatada, angelical e inmaculadamente blanca), en sus discursos
parlamentarios sobre la “pacificación de la Araucanía” esgrimió la tesis de la “conquista”
necesaria del “bárbaro indomable”, del “enemigo de la civilización”, una conquista que esta
vez debía ejecutarse a fondo, reprimiendo a los “salvajes” sin temor de llegar a su exterminio
total. La siguiente cita proviene de uno de esos discursos, de agosto de 1868:

El indio (no el de Ercilla, sino el que ha venido a degollar a nuestros labradores del
Malleco y a mutilar con horrible infamia a nuestros nobles soldados) no es sino un
bruto indomable, enemigo de la civilización porque sólo adora todos los vicios en que
vive sumergido, la ociosidad, la embriaguez, la mentira, la traición y todo ese conjunto
de abominaciones que constituye la vida del salvaje. Se invoca la civilización a favor
del indio y ¡qué le debe nuestro progreso, la civilización misma! Nada, a no ser el
contagio de barbarie con que se han inficionado nuestras poblaciones fronterizas, por lo
que la conquista del indio es esencialmente, como lo ha sido en Estados Unidos, la
conquista de la civilización. El indio ha hecho esclava a la mujer. Ella trabaja, ella
siembra, ella ensilla aun el caballo en que el indio, convertido en salteador, sale a sus
malones. Basta ya de novelas y de poemas, señores. El bárbaro vende a sus hijas y
vende también su propia patria. ¿Cómo se han adquirido los terrenos situados entre el
20

Bío Bío y el Malleco? Muchas veces el precio de una heredad no ha pasado de un


cántaro de aguardiente. Es cierto que el bárbaro es valiente, pero ¿qué salvaje no lo es?
Es cierto que el indio defiende su suelo; pero lo defiende porque odia la civilización,
odia la ley, el sacerdocio, la enseñanza. La patria que él defiende es la de su libre y
sanguinaria holgazanería, no la santa patria del corazón, herencia de nuestros mayores,
santificada por sus leyes, sus tradiciones y sus tumbas. Es una cosa probada que el
indio no sabe nada de ese poderoso heroísmo de sus abuelos, que nosotros por moda lo
atribuimos. A buen seguro que ni Melín ni Quilapán han visto jamás un ejemplar de La
Araucana ni saben quiénes fueron Rengo y Galvarino38.

¿Cómo pega Vicuña Mackenna su reconocimiento explícito de la depredación de los


indios, a quienes los latifundistas huincas chilenos despojaban de sus tierras con no más que un
“cántaro de aguardiente”, según sus propias palabras, con un ataque furibundo no contra los
victimarios sino contra las víctimas? Ni siquiera Manuel Vicuña, autor de una biografía
cariñosa de su pariente, puede evitar reconocer tales rasgos encontrados de su personalidad:

[su] vocación democrática, que lo hizo popular entre el mundo obrero, no lo eximió, sin
embargo, de los prejuicios de género comunes en la época; tampoco lo inmunizó contra
el antiindigenismo de las élites criollas, que practicó con particular vehemencia. Sobre
las diferencias étnicas, en efecto, Vicuña Mackenna trazó una frontera sociocultural
casi impermeable entre civilización y barbarie, ambicionando la consolidación del
Estado-nación mediante la apabullante derrota militar de los mapuches. Ejercitó el
americanismo, y no sólo de palabra, pero al final -la Guerra del Pacífico de por medio--
acabó convertido en el gran líder de opinión del victorioso nacionalismo chileno39.

No muy diferente es lo que puede verificarse en la trayectoria intelectual y política de


un amigo-enemigo peruano de Vicuña Mackenna. Liberal “aristócrata”, tanto o más
“progresista” que el chileno, educado en Chile, en el Perú y en París (nada menos que en el
Collège de France), Manuel Pardo (1834-1878) fue periodista, empresario, filántropo, alcalde
de Lima y uno de los fundadores del Partido Civil, con cuyo respaldo ocupó la primera
magistratura de su país entre 1872 y 1876. Reformador social y educacional (era partidario de
la educación de las mujeres, por ejemplo) y creyente fervoroso en los beneficios de la
“locomotiva”, tendió vías férreas entre la sierra y la costa, llevado por el convencimiento de
que “el aumento de la riqueza material que los ferrocarriles producen se traduce también en un
verdadero aumento de la civilización”40, pero con la advertencia de que ese progreso material y

3838 Benjamín Vicuña Mackenna. Obras completas de Benjamín Vicuña Mackenna, Vol. XII. Discursos
Parlamentarios I. Cámara de Diputados. Santiago de Chile. Universidad de Chile, 1939, pp. 407-408.

3939 Manuel Vicuña. Un juez en los infiernos. Benjamín Vicuña Mackenna. Santiago de Chile. Ediciones
Universidad Diego Portales, 2009, pp. 13-14.

4040 En sus “Estudios sobre la provincia de Jauja”. La huella republicana liberal en el Perú. Manuel Pardo.
Escritos fundamentales. Lima. Congreso de la República del Perú, 2004, pp. 156-174. Citado por Julio Pinto
Vallejos. “Las paradojas del proyecto civilizador: Manuel Pardo entre la república y la nación” en La república
peregrina. Hombres de armas y letras en América del Sur, 1800-1884. Carmen Mc Evoy y Ana María Stuven,
eds. Arequipa y Lima. Instituto Francés de Estudios Andinos e Instituto de Estudios Peruanos, 2007, p. 470.
21

civilizatorio era cosa de criollos y de extranjeros blancos y de que en él nada tenían que hacer
ni los chinos ni los indios. Sobre su actitud respecto de los chinos, su todavía amigo Vicuña
Mackena escribió:

Manuel Pardo miraba con horror el desarrollo de la “raza amarilla” que los hacendados
del Perú traen por barcadas a sus valles […] y de aquí sus esfuerzos inteligentes para
centralizar los efectos de esas corrientes degeneradas y degeneradoras que son una seria
amenaza para el desarrollo social y etnográfico del Perú41.

Para saber sobre su opinión de los indios, oigamos al propio Pardo:

Pueblos sin instrucción, sin más principio religioso que un culto externo grosero, sin
amor al trabajo, sin medios de comunicación fácil e inmediata con sus semejantes,
gobernados por una raza superior a ellos es cierto, pero educada en la misma localidad
o mejor dicho, experimentando ella misma los resultados del atraso moral y material de
la localidad en que vive […] ¿qué resultados pueden dar para el adelanto general de la
nación, para el aumento del capital nacional y de la pública prosperidad, ¡qué decimos,
para el engrandecimiento general!, siquiera para la marcha regular del país, para la
conservación de una paz a cuyo amparo se ejercite el esfuerzo individual?42.

Si nos movemos ahora hacia el norte de Sudamérica, daremos con otros dos
“mandatarios” de parecidas inclinaciones. Son esta vez un par de “déspotas ilustrados”, el
abogado Antonio Guzmán Blanco (1829-1899), el “hombre fuerte” de Venezuela a partir de los
setenta, y el periodista Rafael Núñez (1825-1894), su colega colombiano desde los ochenta,
quienes dan inicio a sus carreras políticas respectivas como publicistas liberales, pero cuando
finalmente les cae el poder en las manos no vacilan en emprender el viraje que mejores réditos
les genera y en adoptar posiciones liberal-conservadoras más a tono con las demandas de los
tiempos. Guzmán Blanco se transforma de ese modo en el gran unificador y modernizador de
Venezuela a lo largo de los veinte años en que gobernó el país directa o indirectamente.
Desarrolló su economía, mejoró su educación, construyó caminos y ferrocarriles, extendió el
correo, fomentó el cultivo del pensamiento científico, promulgó un nuevo código de derecho,
fundó escuelas e institutos e instaló el cable submarino que conectaba por primera vez a los
venezolanos con la red telegráfica internacional, pero sin renunciar por ello a la persuasividad
del garrote, desplegando un poder omnímodo para cuyo afianzamiento no se privó de hacer
uso de la prisión, la tortura y la muerte de sus opositores. Núñez fue menos rudo que su vecino
quizás, pero combinando como lo hiciera el otro la eficacia administrativa con el autoritarismo
político. Periodista primero y ensayista y pergeñador de versos románticos después, terminó
poniendo a Dios como el origen del poder político, en la constitución colombiana de 1886, y

4141 De “Don Manuel Pardo (apuntes y revelaciones íntimas sobre su vida)”, un artículo de 1878, en Pinto
Vallejos. “Las paradojas…”, 475.

4242 De “Estudios sobre la provincia de Jauja”, en Pinto Vallejos. “Las paradojas…”, 479.
22

entregándole a la Iglesia (muy consecuentemente, por lo demás) la educación de sus


conciudadanos.

El viraje hacia el conservadurismo de Guzmán Blanco y de Núñez no constituye una


excepción. Un liberal colombiano de mediados de siglo, no del todo desestimable, como José
María Samper (1828-1888), acabó dándose cuenta, según nos lo refiere en su autobiográfica
Historia de un alma (1881), “que era imposible el buen gobierno, ni, como consecuencia de
éste, la estabilidad y prosperidad de ningún pueblo, sin una sabia combinación de liberalismo y
conservantismo”. Y explica su descubrimiento de la siguiente manera: “Yo había aquilatado en
gran parte mis ideas liberales, y al purificarlas o corregirlas les daba más consistencia en mi
mente con una considerable infusión de ideas conservadoras. Yo era científicamente liberal,
como lo exigían mis convicciones, en armonía con mi temperamento; pero también comenzaba
a ser científicamente conservador, no obstante el cúmulo de recuerdos y afectos que me
alejaban del partido conservador de mi país”43. Así, acusando la influencia del positivismo en
sus últimos escritos, se puso Samper a las órdenes de Rafael Núñez, colaboró en la redacción
de la carta constitucional del 86 y completó al cabo una carrera con significación
paradigmática. Fueron muchos, en efecto, los intelectuales latinoamericanos del período que
pudieron haber descrito las suyas en términos semejantes.

Progresismo autoritario es ése de Guzmán Blanco, Núñez y sus respectivos


colaboradores que no se halla muy a trasmano del de un Porfirio Díaz (1830-1915) en México
o del de los diz que presidentes, también “liberales” y también “reformadores”, de las cinco
repúblicas centroamericanas. Por ejemplo, Justo Rufino Barrios (1835-1885) en Guatemala,
Santiago González (1818-1887) en El Salvador, Marco Aurelio Soto (1846-1908) en
Honduras, Tomás Guardia (1831-1882) en Costa Rica y José Santos Zelaya (1853-1919) en
Nicaragua. Protagonistas fueron todos ellos de un ciclo histórico que duró casi cuarenta años,
desde que en 1873 lo inaugura Justo Rufino Barrios. Barrios pone ese año en marcha en
Guatemala un programa de reformas estructurales, que los demás imitan (algunos no sin
solvencia, como el nicaragüense Zelaya, que va a entrar en escena un poco más tarde, en los
noventa, y que entre otras iniciativas impulsó la creación de la República Mayor de
Centroamérica) y que se prolonga hasta 1909 ó 1910 cuando, principalmente debido a las
intervenciones estadounidenses, el ímpetu reformista del comienzo degenera en caudillismo,
inoperancia y corrupción. En la otra punta del hemisferio, progresismo liberal y autoritario es
el de un José Manuel Balmaceda (1840-1891) en Chile y el de los “hombres del 80” en la
Argentina.

Como vimos en el caso de Núñez, el entusiasmo reformista de estos gobernantes


“liberales” suele combinarse con un gesto de abuenamiento con la Iglesia. En su muerte,
después de que su “barca negra” ha dejado atrás los muros de la “ciudad teológica”, en la cual
residió en una “sempiterna Paz”, el cadáver de Núñez vio a “la cruz erguirse”, es lo que nos

4343 José María Samper. Historia de un alma 1834 a 1881. Vol. II. Bogotá. Publicaciones del Ministerio de
Educación de Colombia. Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, 1948, p. 331. El subrayado es suyo. Sobre el
tema, ver: Eduardo Posada Carbó. “Capítulo 6. La tradición liberal colombiana del siglo XIX: de Francisco de
Paula Santander a Carlos A. Torres” en Liberalismo y poder. Latinoamérica en el siglo XIX. Iván Jaksic, Eduardo
Posada Carbó, eds. Santiago de Chile. Fondo de Cultura Económica, 2011, p 166.
23

informa Darío en la elegía que en su homenaje incluyó en Cantos de vida y esperanza44. Pero
Núñez no fue el único entre ellos que vio erguirse la cruz, haciendo las paces con los ministros
de Dios en la tierra. Dejando de lado la reculada bochornosa del colombiano, otro buen
ejemplo es el de Díaz, quien desactivó las disposiciones anticlericales de la Reforma, que
según los sacerdotes afectados los perjudicaban, y obteniendo a cambio de ello su neutralidad
y aun su cooperación en los asuntos de la vida civil. Guzmán Blanco tuvo más problemas en
ese departamento, pero fue debido a su arrogancia sin frenos (su héroe era Napoleón III y
acabó en un exilio dorado en París…). Después de todo, si a la Iglesia se le reconocían su
patrimonio espiritual y por lo menos una porción razonable del material, ella podía convertirse,
y se convirtió a la postre, que es lo que Guzmán Blanco no entendió o no quiso entender, en
una aliada eficaz de cualesquiera fuesen los gobernantes de turno. “No es extraño”, observa
por eso Tulio Halperin Donghi, “que la resistencia eclesiástica sea un episodio relativamente
pasajero en la adaptación de la institución al nuevo orden”. A lo que agrega: “en algunos
decenios la iglesia latinoamericana aprende a vivir dentro de él, y para volver a usar su influjo
sobre los sectores altos, que está lejos de haber desaparecido, debe presentarse como dispuesta
a aceptar lo esencial del cambio ocurrido y a desempeñar dentro del orden nuevo papel
análogo al que fue el suyo en el viejo”45.

También se encuentra este progresismo autoritario por detrás de las actuaciones de los
“científicos” porfiristas, quienes no cabe duda de que formaron el grupo de tecnócratas más
nutrido y de más alto vuelo que conoció América Latina en aquel fin de siglo, entre los que se
cuentan José Yves Limantour (1854-1935), Francisco Bulnes (1847-1924) y una veintena de
otros, incluido el digno y por muchos motivos apreciable Justo Sierra (1848-1912).

Modernizadores como los anteriores, los científicos mexicanos fueron al mismo tiempo
intelectuales orgánicos o semiorgánicos de la dictadura, de aquéllos que según concluyó
Leopoldo Zea pensaban que del “orden” que le había impuesto a México el general Díaz “se
originaría después la anhelada libertad”46. El mismo Zea los estudió con detención en dos de
sus libros tempranos, en los que supo aquilatar informadamente su comportamiento político e
inclusive, a ratos, elogiarlos. Empezaron sus carreras como positivistas ortodoxos, según la
cita de arriba, es decir invirtiendo la secuencia del viejo liberalismo, la que ponía a la libertad
en primer término, hacía luego de ella el origen del progreso y al progreso lo convertía en el
fundamento del orden47. En la nueva coyuntura, entre principios de los ochenta y principios de
4444 Rubén Darío. “En la muerte de Rafael Núñez” en Cantos de vida y esperanza, los cisnes y otros poemas.
Mejía Sánchez, ed. Poesía, p. 264.

4545 Halperin Donghi. Historia…, 232-233.

4646 Leopoldo Zea. “El positivismo”, prólogo a Pensamiento positivista latinoamericano, Vol. I. Leopoldo Zea,
ed. Caracas. Ayacucho, 1980, pp. XXVIII-XXIX.

4747 Entre los sintetizadores de este primer liberalismo, es insuperable el argentino Esteban Echeverría: “El
problema fundamental de la nación argentina fue puesto por Mayo: la condición para resolverlo en tiempo es el
progreso: los medios están en la Democracia […] La fórmula única, definitiva, fundamental de nuestra existencia
como pueblo libre, es: Mayo, Progreso, Democracia […] ¿Qué quiere decir Mayo? Emancipación, ejercicio de la
actividad libre del pueblo argentino, progreso: ¿por qué medio? Por medio de la organización de la libertad, la
24

los noventa, para estos “científicos” de México la cosa había que plantearla al revés: primero
el orden, en seguida el progreso y después y a lo mejor, pero siempre que fuera para su peculio
y para el peculio de su clase social, la libertad. En 1893, Limantour es designado ministro de
hacienda por Díaz e inicia una gestión durante la cual las sutilezas filosóficas pasan
rápidamente al segundo plano y son sustituidas por el llamado a una libertad que, como acusa
Zea, “nada tenía que ver con la libertad política sostenida por los liberales o jacobinos
mexicanos. La que ahora piden se puede resumir en la siguiente frase: libertad para
enriquecerse. Orden político y libertad económica, fue el ideal de este grupo, y a este ideal fue
muy útil un positivismo como el de Mill y Spencer, que justificaba los intereses de la
burguesía inglesa”48. Zea cita en este contexto los testimonios de Manuel Calero y José López
Portillo y Rojas, y esto es lo que ellos tienen que decir. Calero:

Vimos, de esta suerte, cómo los que de entre ellos constituían la fracción profesional,
reforzados con algunos hombres nuevos, fueron poco a poco adueñándose de los más
pingües negocios del país hasta convertirse, prácticamente, en árbitros de la
prosperidad de los mexicanos. Esto último llegó a realizarse cuando, por medio del
sistema bancario que los mismos científicos organizaron bajo la suprema dirección de
Limantour, dominaron por completo las fuentes interiores del dinero y el crédito.

Y López-Portillo:

Estrechamente ligados a Limantour, que tenía las llaves del tesoro, y que dominaba
prácticamente a los demás ministros, por medio de una ley que él inventó para tener
injerencia en los gastos y proyectos de las demás Secretarías, eran los hombres de la
situación, y en sus manos estaba la suerte de casi todas las empresas. El mayor número
de ellos fue de abogados; tenían bufete abierto, hablaban inglés y francés; eran
instruidos; se valían de numerosos ayudantes y disponían de todo género de facilidades
para arreglar sus asuntos; en el Palacio, en los tribunales, en el Ayuntamiento, y, en
general, en todas las oficinas públicas. Los abogados y hombres activos que querían
competir con ellos se hallaban en condiciones de absoluta inferioridad a su respecto, y
no podían llevar a cabo las grandes combinaciones que los científicos tejían y destejían
a su arbitrio, ni organizar las gigantescas empresas que, por la atracción del influjo
político, iban a parar a manos de los amigos y favoritos del Ministro de Hacienda. Eran
apoderados de fuertes compañías extranjeras, principalmente inglesas, americanas y
francesas; arreglaban concesiones de Bancos locales, de minas ricas, de explotaciones
petrolíferas y de todo género de empresas opulentas49.

fraternidad y la igualdad, por medio de la Democracia”. Esteban Echeverría. “Ojeada retrospectiva sobre el
movimiento intelectual en el Plata desde el año 37” en Obras completas de Esteban Echeverría. Juan María
Gutiérrez, ed. Buenos Aires. Ediciones Antonio Zamora, 1951, p. 89.

4848 Leopoldo Zea. El positivismo en México. Nacimiento, apogeo y decadencia. México. Fondo de Cultura
Económica, 1968, pp. 403 y 404. Este libro de Zea reúne en uno solo los dos de 1942 y 1943.

4949 Ibid., 428-429.


25

Puede que ellos mismos no se percataran de la trascendencia que iban a tener sus
actuaciones en el futuro, pero no cabe duda de que estos “científicos” porfiristas estaban
inaugurando una tradición de contubernios latinoamericanos en los que la “expertise” ha ido
siempre de la mano con el agio, tradición que no ha parado hasta el día de hoy y que es válida
no sólo para México sino también para otros de nuestros países.

Conviene eximir a Sierra de estas impugnaciones, sin embargo, no obstante (o acaso


debido a) su haberse aferrado honestamente a la ética liberal primigenia, misma que con el
tiempo adoptaría en él la forma de un constitucionalismo liberal, influido por el francés
Edouard Laboulaye, lo que es notorio en la etapa de su carrera que se abre con “México social
y político (apuntes para un libro)”, de 1899. En ese ensayo Sierra insiste en que un gobierno
fuerte no es sinónimo de una “tiranía”, que para impedir que eso suceda está el Poder
Legislativo, que tiene como precondición de su existencia la “instrucción obligatoria” y el
“voto obligatorio”. Y concluye: “todo adulto debe saber leer y escribir, todo ciudadano que
sepa leer y escribir debe votar”50. Continuó Sierra siendo un intelectual orgánico del régimen a
pesar de todo, porque no creía que su país pudiera prescindir de una mano dura estabilizadora
y homogenizadora, la que debía anteceder a (y preparar el advenimiento de) la demasiado
blanda de la libertad, constituyéndose, entonces, sin que hubiera en ello mayor contradicción
con el organicismo evolucionista de Spencer ni con el utilitarismo positivista de Mill, en su
precondición o su piso.

Un caso límite, habiendo llegado el período que estoy revisando casi hasta su punto de
clausura, es el de un admirador de Porfirio Díaz cuando éste ya hacía rato que gozaba de una
tumba en el cementerio de Montparnasse. Me refiero al venezolano Laureano Vallenilla Lanz
(1870-1936), quien en 1919 publica su Cesarismo democrático. Estudios sobre las bases
sociológicas de la constitución efectiva de Venezuela, libro en el que produce un “estudio”
taineano de la que para él era la “constitución sociológica” de su país y desarrolla, como
corolario del mismo, la tesis del “gendarme necesario”. Justificaba con esa tesis las políticas
represivas de su empleador, el tirano Juan Vicente Gómez, haciendo así de su obra, en la
oximorónica descripción que ha hecho de ella Javier Lasarte Valcárcel, una “suerte de clásico
indeseable de la historia de las ideas”51. Helo aquí de su puño y letra:

Si en todos los países y en todos los tiempos --aun en estos modernísimos en que tanto
nos ufanamos de haber conquistado para la razón humana una vasta porción del terreno
en que antes imperaban en absoluto los instintos-- se ha comprobado que por encima de
cuantos mecanismos institucionales se hallan hoy establecidos, existe siempre, como
una necesidad fatal, el gendarme electivo o hereditario de ojo avizor, de mano dura, que
por las vías de hecho inspira el temor y que por el temor mantiene la paz, es evidente

5050 Justo Sierra. “México social y político (apuntes para un libro)” en Evolución política del pueblo mexicano.
Abelardo Villegas, ed. Caracas. Ayacucho, 1985, p. 327.

5151 Javier Lasarte Valcárcel. “’República sin ciudadanos’: historia y barbaries en Cesarismo democrático” en
Altamirano, ed. Historia de los intelectuales en América Latina, Vol I, 335.
26

que en casi todas estas naciones de Hispanoamérica, condenadas por causas complejas
a una vida turbulenta, el Caudillo ha constituido la única fuerza de conservación social,
realizándose aún el fenómeno que los hombres de ciencia señalan en las primeras
páginas de integración de las sociedades: los jefes no se eligen sino se imponen. La
elección y la herencia, aun en la forma irregular en que comienzan, constituyen un
proceso posterior52.

El insumo filosófico mayor de estos “estadistas-intelectuales” es, como queda dicho, el


“positivismo” y a ello se debe que no falta quien afirme hoy, mezclando descuidadamente los
planos ideológico y político, que el liberalismo de la primera hora “se perdió, o transformó, en
una doctrina política y social distinta: el positivismo” 53. Pero el positivismo no era sino la cara
filosófica del nuevo liberalismo, un liberalismo político de signo oligárquico y autoritario cuya
fundamentación teórica era de procedencia positivista, digámoslo así, y que en esta
oportunidad se presentaba, si es que ha de dársele algún crédito a la desdeñosa descripción que
entrega Hale, como “un conjunto de ideas políticas y sociales que proclamaban el triunfo de la
ciencia”54. Como quiera que sea, ese conjunto de ideas tiene un faro principal hacia cuya luz se
elevan todas las miradas. Estoy aludiendo a Auguste Comte, sobre todo en su Cours de
philosophie positive (1830-1842), además de la responsabilidad que también les cupo en la
diseminación de la doctrina a dos de sus discípulos predilectos: Pierre Lafitte, el ortodoxo, y
Emile Littré, el heterodoxo.

Desde fines de la década del sesenta del siglo XIX aproximadamente, para la
intelligentsia latinoamericana Mr. Comte y los filósofos de su escuela suministran el ejemplo
que se ha de seguir; se los ve como los redactores de los catecismos en los cuales se atesoran
verdades irrefutables no sólo para ese tiempo y para ese lugar sino para todos los tiempos y
para todos los lugares. Con el arribo de la era positiva habría concluido para la especie humana
su búsqueda de la felicidad; se habría llegado hasta el máximo posible de la perfección
individual y social. Por cierto que no escasearon los latinoamericanos que se pagaron el pasaje
a París con el propósito de escuchar de viva voz tan reconfortantes noticias, en las palabras del
maestro o, en su defecto, en las de alguno de los discípulos, como el mexicano Gabino Barreda
(1818-1881) y el chileno Jorge Lagarrigue (1854-1894). Ni tampoco los que tuvieron el honor
(Jorge Lagarrigue otra vez y en un francés perfecto) de ver sus colaboraciones impresas en La
Philosophie Positive, la revista oficial de la secta.

A ello se suma, por nombrarlo de alguna manera, el “cientificismo biomédico”, desde


el viejo, pero revitalizado racismo del conde Joseph Arthur de Gobineau (su Essai sur

5252 Laureano Vallenilla Lanz. “Cesarismo democrático. Estudios sobre las bases sociológicas de la constitución
efectiva de Venezuela” en Cesarismo democrático y otros textos. Nikita Harwich Vallenilla, ed. Caracas.
Ayacucho, 1991, p. 131.

5353 José Antonio Aguilar Rivera. “Tres momentos liberales en México (1820-1890)” en Jaksic y Posada Carbó,
eds. Liberalismo y poder…, 142.

5454 Hale. “Political Ideas…”, 148.


27

l'Inegalité des races humaines es de 1853-55, pero hay una segunda edición, que nada
casualmente aparece en 1884, en medio de la euforia desatada por la “conquista” del África.
La Conferencia de Berlín, en que las potencias occidentales se repartieron el continente negro,
tuvo lugar entre 1884 y 1885) al evolucionismo de Charles Darwin y a su tesis estrella sobre la
“selección natural”, convertida sin dilación por los darwinistas sociales en la “ley del más
apto” o, lo que es lo mismo, en la ley “del más fuerte”, así como a su mejor subproducto, el
organicismo evolucionista de Herbert Spencer. Combinados, procesados y aplicados aquellos
ingredientes de base por “criminalistas” como Cesare Lombroso, “sociólogos” como Ludwig
Gumplowicz, “antropólogos” como Georges Lapouge, “eugenetistas” y “genetistas”, como
Karl Pearson y Gregor Mendel, “estetas” como Max Nordau (el autor del famoso Entartung,
[Degeneración], un libro de 1893 respecto de cuyas faltas de respeto por los literati Darío se
quejó amargamente en Los raros, cuando observó que “no deja un solo nombre, entre todos los
escritores y artistas contemporáneos de la aristocracia intelectual, al lado del cual no escriba la
correspondiente clasificación diagnóstica: ‘imbécil’, ‘idiota’, ‘degenerado’, ‘loco
peligroso’”55) y “psicólogos sociales” como Gustave le Bon. Este último sobre todo es quien
contribuye con la doxa irredargüible, la que hace estragos en los círculos “cultos” de
Latinoamérica, paseándose por un sin número de publicaciones, todas ellas muy à la page,
parecido a lo que ocurre con la doxa de Foucault en nuestro tiempo.

Así, en el arco de casi cincuenta años que nos conduce desde el madrugador Gabino
Barreda, que como lo indiqué más arriba tuvo el honor y el privilegio de conocer a Augusto
Comte personalmente, ya que fue su alumno en París entre 1849 y 185156, y que es quien
pronuncia en Guanajuato en 1867 la Oración cívica que tanto impresionó a Benito Juárez, la
que parte diciendo que a México le ha llegado la hora de asumir su historia científicamente,
“como un conjunto compacto y homogéneo, como el desarrollo necesario y fatal de un
programa latente”57, lo que lo transformó en el líder educacional instantáneo de su país,
ministro de Instrucción Pública, fundador de la Escuela Nacional Preparatoria y cabeza de
serie de la armée positivista mexicana, hasta el no menos escuchado peruano Francisco García
Calderón (1883-1953), el autor de Les démocraties latines de L’Amérique (así, en francés), un
volumen de 1912, las señas europeas son las mismas y reaparecen una y otra vez.

Calderón fue, desde luego, quizás el mejor heredero y divulgador finisecular del
“latinoamericanismo” a la francesa. En su libro del 12, influido por el elitismo de Renan y que
según Luis Alberto Sánchez fue “pensado en castellano y escrito en francés por un autor
peruano”, donde por consiguiente “las anfibologías propias de nuestro idioma chocan con la

5555 Rubén Darío. “Max Nordau” en Los raros. La Plata. Colomino, 1943, p. 167.

5656 No en la École Polytechnique de París, donde Comte enseñó entre 1832 y 1842, sino que más probablemente
en las charlas públicas que éste daba con posterioridad a su alejamiento del medio universitario, ésas sobre las
que José Ferrater Mora ironizó denominándolas sus “famosos cursos dominicales”. Diccionario de filosofía. 5ª
ed. Tomo I. Buenos Aires. Sudamericana, 1965, p. 183.

5757 Gabino Barreda. “Oración cívica” en Zea ed. Pensamiento positivista…, I, 277.
28

transparencia lógica del francés”58, aboga por el mismo latinoamericanismo que ya a mediados
del siglo XIX hiciera suyo el colombiano José María Torres Caicedo (1830-1889), siguiéndole
en eso los pasos al político francés Michel Chevalier (debo decir a propósito que esta ha sido
la aspiración permanente de los políticos e intelectuales de ese país, desde Napoleón III a
Charles de Gaulle y François Mitterrand).

Residente en París desde 1906, junto con su hermano Ventura (1886-1959), ambos
animadores entusiastas en el mundillo de los intelectuales latinoamericanos exiliados o
autoexiliados en esa ciudad, cuyas andanzas narraron con ingenio y no sin su resto de sorna
Alberto Blest Gana (en Los trasplantados, de 1904) y Joaquín Edwards Bello (en Chilenos en
París, de 1933) y que la profesora argentina Beatriz Colombi procuró reconstruir no hace
mucho académicamente, el latinoamericanismo de los García Calderon era más bien un
“panlatinismo”, el que, aun cuando por un lado admitiera que los habitantes de este continente
éramos la prolongación en América de la “raza española”, como habían sostenido hasta
entonces los tradicionalistas, descendientes o no de los conquistadores, por el otro opinaba que
mucho más provechoso nos resultaba asociarnos ahora a una cantera mayor y mejor, la de la
“raza latina” y sintiéndonos al cabo tan franceses como los vecinos del Faubourg de Saint
Germain:

se ha formado en el continente americano una corriente general de pensamiento que no


es sólo ibérica, sino francesa y romana. Francia ha realizado la conquista espiritual de
nuestras democracias y ha creado en ellas una variedad del espíritu latino. Esta alma
latina no es una realidad aparte: está formada de caracteres comunes a todos los
pueblos mediterráneos. Los franceses, los griegos, los italianos, los portugueses y los
españoles encuentran en ella los elementos fundamentales de su genio nacional59.

Después del colonialismo español y ante la inminencia de los neocolonialismos


británico y estadounidense --y estoy aludiendo en este último caso a la tesis del
“panamericanismo” que desde Washington trataba de vendernos por esos mismos años el
Secretario de Estado James Blaine y que Martí combatió con todas su fuerzas--, vemos como
los hermanos García Calderón optaban por el “alma latina” y por la sociedad gala que Torres
Caicedo y los demás les habían propuesto unas décadas antes. Su mimetización eurocéntrica
fue completa y exitosa desde su punto de vista, por lo que tampoco es de admirarse que les
hayan salido emuladores por las docenas y en varias de las latitudes del mapa continental. Una
muestra de galicismo que los antecede sin embargo es la de nuestro José Victorino Lastarria
(1817-1888), quien publica sus Lecciones de filosofía positiva en 1875, para posteriormente,
en sus Recuerdos literarios de 1878 y habiendo tomado en esta ocasión como fuente de sus
informaciones a Littré, declararse comteano parapsicológicamente, hermano gemelo de Comte
aun antes de saber de su existencia:

5858 Luis Alberto Sánchez. “Prólogo” a Francisco García Calderón. Las democracias latinas de América y La
creación de un continente, tr. Ana María Julliand. Caracas. Ayacucho, 1987, p. XIX.

5959 Francisco García Calderón. Las democracias…, 156.


29

¿No habíamos partido nosotros, precisamente en los mismos momentos en que Augusto
Comte hacía su curso, cuando apenas empezaba la prensa a publicar su obra inmortal,
que no ha llegado a Chile sino largos años después, no habíamos partido de idénticas
concepciones para fundar en América la filosofía de la historia?60.

Para alivio del sincronismo voluntarista de Lastarria, habría que decir que el filósofo
Alejandro Korn hablaba en este mismo sentido de un “positivismo autóctono” argentino.

O como en el de algunos de los compatriotas de Lastarria, entre ellos los hermanos


Jorge, Juan Enrique (1852-1927) y Luis Lagarrigue (1864-1949), quienes junto con los
brasileños Miguel Lemos (1854-1917) y Raimundo Teixeira Mendes (1855-1927) rompen
lanzas defendiendo la pureza de su propia ortodoxia, vgr.: su apego a la letra a la política
comteana y su aceptación sin objeciones de los mandamientos de la Religión de la Humanidad,
frente al desviacionismo desconsiderado e ingrato de los positivistas desleales, no sólo los
latinoamericanos, como Juan B. Justo o Valentín Letelier, sino también los europeos, como
Mill o Littré. Fiel hasta la muerte a las enseñanzas de su pater filosófico, evidenciando un
mismo aprecio por el Curso de filosofía positiva que por el posterior y bastante afiebrado
Sistema de política positiva, Lagarrigue le reprocha a Littré la osadía de haber puesto en duda
la “unidad mental” de Comte:

Que Mr. Littré haya aceptado solamente concepciones fundamentales del curso de
filosofía positiva, y que rechace las concepciones políticas de Comte, por creerlas
contrarias a las primeras, está muy bien, pues es el derecho de todo pensador; pero que
contra el mismo Comte sostenga que no hay completa unidad en su vida mental, he ahí
una afirmación verdaderamente insostenible y atrevida, y tanto más peligrosa cuanto
que es sostenida por uno que se dice partidario abnegado de Augusto Comte

Es fácil hacer ver la inexactitud de esta afirmación. Desde sus primeros trabajos Comte
ha demostrado la necesidad de la formación de un nuevo poder espiritual, lo que
envuelve necesariamente la formación de una nueva doctrina equivalente a las
religiones que habían sido el sostén de los antiguos poderes espirituales. Un poco más
lejos te mostraré [se dirige a su hermano Juan Enrique] que la gran conclusión de la
parte social del Curso de filosofía positiva, es la formación de un poder espiritual, y
que en ella se encuentran también los gérmenes de la religión y culto positivistas.

Pero ante todo es necesario que escuchemos a Augusto Comte defendiendo la unidad
de su sistema. Lee para eso sus primeros trabajos reproducidos en el apéndice del
Sistema de política y el prefacio que los precede61.

6060 José Victorino Lastarria. Recuerdos literarios. Santiago de Chile. Zig-Zag, 1968, p. 229.

6161 Jorge Lagarrigue. “Trozos del diario íntimo” en Zea, ed. Pensamiento positivista…I, 149. La anotación que
cito está fechada en París, el 31 de julio de 1877.
30

En los narradores de la época, el mayor impacto es el que produce el realismo-


naturalismo, el de Émile Zola y su escuela, los Goncourt, Maupassant, Huysmans, Daudet y
algunos otros de nombres y obras olvidables. Habiéndoseles por lo general limado el filo
crítico que su autor les imprimiera, las veinte novelas de la serie de Los Rougon-Macquart.
Historia natural y social de una familia durante el Segundo Imperio, que como es sabido van
desde La fortuna de los Rougon, de 1871, hasta El doctor Pascal, que es de 1893, y con las
que Zola se propuso reflotar y superar durante la segunda mitad del siglo XIX el proyecto de
Balzac en la primera, fueron leídas con el lápiz en la mano e imitadas con devoción
catecúmena por los cultivadores del género en América Latina. Y lo mismo puede verificarse
respecto de las teorizaciones zolescas en La novela experimental (1880) y Los novelistas
naturalistas (1881)62.

Impresionó a los literatos latinoamericanos la acogida que les estaban dando los
naturalistas franceses a los sectores subalternos de la sociedad, los mismos que en América
Latina, con unas economías que poco y nada era lo que tenían que ver con las del
industrialismo europeo, se asociaron por default con el “mundo bajo de bandoleros, gauchos
matreros, prostitutas y cortesanas, rotos e indios”, según precisa con el pañuelo en la nariz
Cedomil Goic63. Es decir que a esos literatos los impresionó la posibilidad de la incorporación
al universo de las narraciones que ellos estaban confeccionando de quienes hasta el día de ayer
les habían parecido invisibles: los grupos sociales excluidos y, por detrás de esta ya no tan
insólita preferencia, considerando que la autorizaba la práctica de los colegas franceses, la
predilección por lo que el mismo Goic identifica como una “antropología del hombre
bestial”64. Se les había abierto de este modo una puerta para enriquecer el elenco de sus obras
con la figura del “otro”, pero habiendo hecho de ese otro un ente animalesco, bruto, ciego y
genéticamente condicionado para ser ese que era y nada más, puesto que la doctrina en uso
estipulaba que el novelista trabaja con “personajes sometidos por completo a la soberanía de
los nervios y la sangre, privados de libre arbitrio, a quienes las fatalidades de la carne
conducen a rastras a cada uno de los trances de su existencia”65.

A partir de premisas tan estrepitosas como éstas, un complemento necesario de las


caracterizaciones que esos autores elaboraron fueron las “clasificaciones propuestas por la

6262 Obsérvese la rapidez con que se expande el nuevo mensaje. Zola escribe su serie entre 1871 y 1893 y teoriza
sobre ella en 1880 y 1881. En América Latina, en 1881 Aluísio Azevedo está publicando la primera de sus
novelas “naturalistas”, O mulato, y en 1882 Eugenio Cambecares la primera de las suyas, Potpourri. Silbidos de
un vago.

6363 Cedomil Goic. Brevísima relación de la historia de la novela hispanoamericana. Madrid. Biblioteca Nueva,
2009, p. 60.

6464 Cedomil Goic. Historia de la novela hispanoamericana. Valparaíso. Ediciones Universitarias de Valparaíso,
1972, p. 108.

6565 Émile Zola. “Thérese Raquin: Prólogo a la segunda edición”. Véase en: http://www.ciudad
seva.como/textos/teoría/opin/zola 01
31

teoría de los “temperamentos” [sucesora de la especulación griega y medieval acerca de los


cuatro “humores”, sangre, bilis amarilla, bilis negra y flema, y de los “tipos” correspondientes,
el sanguíneo, el colérico, el melancólico y el flemático, a la que se atuvo la medicina hasta la
época moderna y que en el siglo XIX actualizan cientifizándola Littré y Lattorneau: los
“sanguíneos” y los “linfáticos”, ex-flemáticos, fueron los que se llevaron las palmas], por las
leyes de la herencia natural (formuladas por Prosper Lucas), las de la herencia sicológica (de
Théodule Robot) y las nociones en boga sobre los ‘atavismos’ raciales (en especial las
difundidas por Gustave Le Bon)”66. A lo que se unían, para darle más contundencia aún a la
inspiración determinista, las influencias del “medio” y el “momento histórico”, extraídas esas
otras condicionantes de la que bien pudiera ser la obra más difundida de Hipólito Taine, su
Introducción a la historia de la literatura inglesa.

También atrae a los novelistas latinoamericanos de la época la excesivamente fácil


aplicación de la metodología científica de Claude Bernard al despliegue de sus narraciones,
ateniéndose para esto a una receta cuyo mejor resumen quedó expuesto para siempre en las
páginas de La novela experimental, el breviario teórico del autor de Los Rougon-Macquart. En
esas páginas Zola había exhortado profesorilmente a sus discípulos a que ellos adoptaran la
postura del investigador científico y a que fueran así, además de “observadores”,
“experimentadores”, haciéndoles ver que “el observador ofrece los hechos tal como los ha
observado, plantea el punto de partida, establece la prueba sólida sobre la que van a tener lugar
los personajes y desarrollarse los fenómenos. Luego, el experimentador aparece e instituye la
experiencia, quiero decir que hace mover a los personajes en una historia particular, para
mostrar allí que la sucesión de los hechos será tal como la exige el determinismo de los
fenómenos estudiados”67. Más aún: para cumplir con estos preceptos, el desarrollo de la novela
ha de ceñirse, según él, a los cinco “pasos” del “experimento científico” conforme a la receta
del doctor Bernard. Recurro de nuevo a la sabiduría de Goic:

La lógica de la disposición y la imitación de los pasos o fases experimentales se hacen


presentes también desde esta primera generación naturalista. Un primer momento de
observación e hipótesis precede, de modo bien diferenciado, al experimento, a la
verificación de la hipótesis y al enunciado o proclamación de la ley68.

Nada les importó a esos narradores-experimentadores que debido a su peculiaridad


artística la significación de las obras de literatura, y más aún en las mejores de ellas, fuese por
necesidad menos unívoca de lo que el mecanicismo y el experimentalismo biologicista les
hacían suponer. Al fin y al cabo, era Zola quien había expresado sus reservas acerca del

6666 Juan Armando Epple. “Naturalismo” en Diccionario enciclopédico de las letras de América Latina. Nelson
Osorio Tejeda, ed. Caracas. Ayacucho y Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1995, p. 3345.

6767 Emilio Zola. “La novela experimental” en Emilio Zola. La novela experimental. Mercedes Cabello de
Carbonera. La novela moderna (Estudio filosófico). José Promis Ojeda, ed. Santiago de Chile. Nascimento, 1975,
p. 25 et sqq.

6868 Goic. Brevísima relación…, 59


32

porvenir de la novela como obra de arte, pensando que ella iba a cambiar más temprano que
tarde de domicilio gremial al ser sustituida por el experimento. Pero Zola era, al mismo
tiempo, y esto es algo en lo que se manifiestan de acuerdo casi todos sus críticos, harto mejor
novelista que teórico literario, por lo que su talento narrativo, a lo mejor a pesar suyo, se olvida
a menudo de la camisa de fuerza en que la teoría lo mete.

El hecho es que el discipulado latinoamericano de Zola existe, es más y es menos


profundo y es más y es menos original, y ha sido materia de estudios conocedores y
escrupulosos por parte de críticos de fuste, como el citado Goic.

La huella del escritor francés deviene así espigable en un grupo de novelas a las que
hoy solemos asignarles el estatuto de piezas canónicas de nuestra historia literaria, como las
argentinas de Eugenio Cambaceres (1843-1888), Potpourri. Silbidos de un vago (1882),
Música sentimental. [también] Silbidos de un vago (1884), Sin rumbo (1885) y En la sangre
(1887), las varias del llamado “ciclo de la Bolsa”, a propósito de la crisis económica de los
noventa, entre ellas La Bolsa (1891) de Julian Martel (José María Miró, 1867-1896), Quilito
(1891), de Carlos María Ocantos (1860-1949), y Horas de fiebre (1891), de Segundo I.
Villafañe (1860-1937), hasta desembocar en Libro extraño (1894-1902), la larguísima saga
(son cinco volúmenes) de Francisco A. Sicardi (1856-1927), con la que éste se propuso poner
en escena el abigarrado y peligroso (“enfermo”, es claro) multietnicismo de la ciudad de
Buenos Aires en el proceso de su apertura a la inmigración europea y de su consecuente
metamorfosis moderna; en el Brasil, cabe citar O mulato (1881) y O cortiço (1890), esta
segunda un eco de L’Assommoir de Zola, de Aluísio Azevedo (1857-1913), a la que el maestro
Antonio Candido dedicó tres de sus mejores artículos para demostrar la “diferencia” de la obra
de su compatriota respecto de su correlato en el naturalismo europeo, argumento ése que
Rebeca Errázuriz retoma y profundiza en un trabajo aún inédito cuando redacto esta página
(hay en el Brasil también un temprano regionalismo naturalista, el que capitanea Adolfo
Caminha [1867-1897]. Más tarde, en la tercera década del siglo XX, va a ser ese mismo
regionalismo naturalista el que se torne en la estrategia interpretativa por excelencia del ciclo
de novelas que parte con Zurzulita (1920), de Mariano Latorre (1886-1955), y que se continúa
con las que a Juan Marinello se le ocurrió que eran las “novelas ejemplares” de América: La
vorágine (1924), Don Segundo sombra (1926) y Doña Bárbara (1929); en el Uruguay, las
primeras de Carlos Reyles (1868-1938), por ejemplo Por la vida (1888), Beba (1894) y La
raza de Caín (1900); en Chile, El ideal de una esposa (1887), de Vicente Grez (1847-1909), y
Un idilio nuevo (1900) y Casa grande. Escenas de la vida en Chile (1908), de Luis Orrego
Luco (1866-1948); en Puerto Rico, La charca (1895), sin duda que la mejor novela de Manuel
Zeno Gandía (1855-1930); en México, las de Federico Gamboa (1864-1939), Suprema ley
(1896) y Santa (1903), entre otras; y en Venezuela, La tristeza voluptuosa (1899), de Pedro
César Dominici (1872-1954), e Ídolos rotos (1901) y Sangre patricia (1902), de Manuel Díaz
Rodríguez (1871-1927).

Por cierto, esta notable floración del género novela en el mundo latinoamericano
finisecular no tiene nada de fortuita. No obstante los retoques que tenemos que hacerles a los
alegatos latinoamericanos de modernidad durante esos años, aquel era un mundo en trance de
modernización, según ya lo he dicho, y la novela, aunque se especule a veces con la existencia
de novelas premodernas, “protonovelas”, novelas “griegas”, “sofísticas”, “bizantinas” y
demás, es un género moderno y cuya primera manifestación en Latinoamérica es El periquillo
33

sarniento (1816), de José Joaquín Fernández de Lizardi. Su “tema radical” lo distinguió bien
Ortega al afirmar que la novela “rinde su gracia específica” no más allá sino más acá del
cotidiano, “en la hora simple y sin leyenda”69. Como lo confirmarían después muchos otros,
muy en especial los estudiosos de la narrativa inglesa del siglo XVIII (Ian Watt), con eso
Ortega estaba afirmando que no otra que la experiencia incolora de la vida burguesa y las
ansiedades por escaparse de ella fantaseando con las efusiones de un mundo más elevado es la
que nutre a esta clase de obras, lo que resultaba válido por igual allá, en Europa, que acá, en
América, y eso aun cuando en nuestros pagos tal experiencia y tales efusiones hayan sido
derivativas, circunscritas y deformes. En cuanto a la estructura de la novela, sabemos que esta
se ordena invariablemente en torno a la figura y trayectoria de un héroe (o de una heroína:
piénsese en la galería de las “adúlteras que se ilusionan”, la Bovary de Flaubert, la Ana Ozores
de Clarín, la Ana Karenina de Tolstoi e inclusive la muy aproblemada Faustina del chileno
Vicente Grez) mediocre, de sus concepciones y acciones equivocadas, de sus grandes
expectativas y sus inevitables desengaños, y de un narrador que nos cuenta todo eso con la risa
escéptica bailándole en la comisura de los labios. Esto es lo que se instala entonces en tierra
americana con alguna dosis de legitimidad.

Y, a propósito de las obras de los escritores venezolanos que yo nombré arriba, cabe
hacerles aquí un lugar también a las que Klaus Meyer-Minnemann denominó novelas
modernistas o de fin de siècle y, entre ellas, las que Gutiérrez Girardot clasifica como “novelas
de artista”. Además de las de Dominici y Díaz Rodríguez que ya mencioné, las que más
frecuentemente se aducen en este renglón son Amistad funesta (1882), de José Martí (1853-
1895), De sobremesa, la novela “perdida” de José Asunción Silva (1865-1896), que se publicó
por primera vez en 1925, Resurrección (1901), de José María Rivas Groot (1863-1923) y
Redención (1905), de Ángel de Estrada (1872-1923).

Por lo común, los críticos buscan contraponer estas novelas latinoamericanas fin de
siècle a las del naturalismo, el mismo que a juicio de Meyer-Minnemann sería conmutable sin
más con el francés. Por lo que a mí respecta, sin hacer mucho caudal por ahora con el hábito
latinoamericano que consiste en fusionar sin miramiento corrientes intelectuales y estéticas
que en Europa se dan separadas y en guerra (es lo que hacen los modernistas con los discursos
en conflicto de los parnasianos y los simbolistas franceses, por dar un ejemplo entre mil), debo
decir que no creo para nada en la reproducción de un divorcio de ese tipo entre nosotros y que
en la mayoría de los casos lo que sí percibo son manifestaciones de una diferencia finisecular
de carácter específico, “decadente”, si es que se le quiere pegar esta otra etiqueta (la más
favorecida por el rupturismo europeo que le es contemporáneo y cuyo traslado a
Latinoamérica nos obligaría a un nuevo deslinde discriminador), pero dentro del espacio de un
género próximo de común adscripción “naturalista”.

En los cincuenta años que separan a O mulato de Azevedo o a Potpourri, de


Cambaceres, que como he dicho son de 1881 y 1882 respectivamente, de las novelas

6969 José Ortega y Gasset. “Ideas sobre la novela” en Meditaciones del Quijote e Ideas sobre la novela. Madrid.
Revista de Occidente, 1956, p. 175. Agrega Ortega en una nota a pie de página: “Esta afirmación estética de lo
cuotidiano y la exclusión rigorosa de todo lo maravilloso es la nota más esencial que define el género ‘novela’ en
el sentido de esta palabra que importa para el presente ensayo”. Ibid.
34

regionalistas de la tercera década del siglo XX, el código estético dominante es, entonces, el
naturalismo. Goic acierta por eso cuando sostiene que “el Naturalismo en la novela
hispanoamericana se prolonga en su madura vigencia literaria entre 1890 y 1930” y que “Sólo
a la luz de la nueva comprensión de los términos es posible entender las modificaciones que
experimenta el americanismo literario del período naturalista y los conceptos variables que lo
significan”70. Es pues a los protocolos naturalistas que se apegan obras con espacios, asuntos y
grados de contaminación diversos y en la mayoría de los casos dándole al material importado
el twist doméstico que yo señalé más arriba. Casa grande, de Orrego Luco, es un ejemplo que
a los chilenos nos resulta conocido. Su protagonista, el aristocrático Ángel Heredia, es
poseedor de un “temperamento sanguíneo, carácter resuelto y violento”, aunque en su alma
“existía, también, por un rasgo de atavismo, su veta mística, exaltaciones religiosas de ensueño
que lo sobrecogían de repente, luchando con sus tendencias sensuales, venciéndolas, o
cambiándose con ellas en un estado nervioso de sensibilidad suma, en el cual se alternaban las
grandes depresiones morales con las exaltaciones incontenibles de los temperamentos
impulsivos”71. ¿Qué tal?

7070 Cedomil Goic. Historia de la novela hispanoamericana…,105.

7171 Luis Orrego Luco. Casa grande. Escenas de la vida en Chile. Lucía Guerra-Cunningham, ed. Caracas.
Ayacucho, 2005, pp. 106 y 107.
35

Capítulo III

La cultura hegemónica (2)

Más ceñidamente, puedo concluir que:

El positivismo y el social darwinismo evolucionista europeos pusieron a disposición de


los pensadores y los literatos latinoamericanos de fines del siglo XIX una filosofía materialista,
que fue menos científica que científicoide y que por ser cientificoide fue también tecnocrática,
factualista, mecanicista, biologicista, antimetafísica y, de refilón, laica. Conviene no perder de
vista, a propósito de esto que acabo de escribir, que el proceso de secularización de nuestras
sociedades se intensifica durante aquellos años, que los nuevos gobiernos liberales promueven
la separación entre la Iglesia y el Estado, junto con el desarrollo de la educación pública, la
libertad de cultos y la reducción del poder económico de que hasta entonces gozaba la Iglesia
debido a la riqueza enorme de sus latifundios (y sin desdecirme por eso de las “conciliaciones”
y los “compromisos” a los que eventualmente llegaron esos mismos gobiernos liberales, que
acusé oportunamente, que responden a la naturaleza bastarda de su perspectiva económica y
social y que se prolongan hasta hoy). A lo que se añaden los alcances políticos del discurso
positivista, que eran los que les dispensaban a los oligarcas latinoamericanos licencia filosófica
para su ejercicio autoritario del poder, o sea la licencia filosófica que poseen los gobernantes
que “saben” lo que es bueno para el pueblo, justificadora incluso de las dictaduras más
abyectas, como la de Manuel Estrada Cabrera, en Guatemala, de la que Gómez Carrillo, Darío
y varios otros profitaron abundantemente, y un esquema teórico-historiográfico dentro del cual
ellos podían encajar cualquier trayectoria colectiva, no importa dónde ella estuviese
localizada, en París o en la Tierra del Fuego, con su “ley de los tres estados”: teológico,
metafísico y positivo.

Las sudorosas elucubraciones del brasileño Luís Pereira Barreto (1840-1923),


estudioso de Comte en Bélgica, autor de Filosofía Teológica (1874) y Filosofía Metafísica
(1876), quien argumentó que el tiempo que el Brasil estaba viviendo a la sazón era uno en que
“la sociedad brasileña deja de ser oficialmente teóloga, para entrar en pleno régimen legal de la
metafísica”, antesala éste de un tercer tiempo que se encargaría de “substituir el empirismo y el
racionalismo por el punto de vista puramente naturalista, tal como lo está haciendo con buenos
resultados la medicina moderna o científica”72, son así menos inverosímiles de lo que pueden
parecernos si es que las leemos fuera del contexto en que ellas fueron pergeñadas. Con más
información y de todas maneras con mejor prosa que Pereira Barreto, el doctor Gabino
Barreda había dicho acerca de su propio país siete años antes lo mismo que Pereira Barreto
estaba diciendo entonces acerca del suyo. Como nos lo explicó Leopoldo Zea, cuando al final
de su Oración cívica Barreda “cambia la divisa Amor, Orden y Progreso, por la de Libertad,
Orden y Progreso, hace una concesión al liberalismo triunfante encabezado por Benito Juárez,
pero en la aplicación que hace de la historia comteana a la historia mexicana, el liberalismo es

7272 Luís Pereira Barreto. “Las tres filosofías” en Zea, ed. Pensamiento positivista…I, 299.
36

presentado como una etapa, necesaria, aunque circunstancial de esta historia, lo cual ha de
culminar en el estadio llamado positivo”73.

No es raro por lo tanto que llegado el momento aun los más liberales de estos escritores
se encaramen en el chemin de fer positivista con desabotonado entusiasmo y sin que los
amedrenten las contradicciones. Me refiero a las contradicciones liberales del ya comentado
Benjamín Vicuña Mackenna, a las de Lastarria o a las de Valentín Letelier en Chile; o a las
análogas de algunos de los “cientificos” probos del porfiriato, como vimos que ocurría con
Sierra en el 99, mucho más en su Evolución política del pueblo mexicano (1900-1902) y,
definitiva y aun sorprendentemente, en su discurso de presentación de la “Iniciativa para crear
la Universidad Nacional de México”, de 1910. Reconociéndole en aquel discurso a la nueva
institución de educación superior su carácter estatal, se pronunciaba Sierra sin embargo a favor
de su autonomía, por su laicismo y por (horror de horrores) ¡la participación de los alumnos en
el consejo universitario! Como vemos, se estaba anticipando con estos planteamientos, en casi
una década, a uno de los temas centrales de la Reforma de Córdoba:

El Estado tiene una alta misión política, administrativa y social; pero en esa misión
misma hay límites, y si algo no puede ni debe estar a su alcance, es la enseñanza
superior, la enseñanza más alta […] Una universidad es un centro de donde se propaga
la ciencia, en que se va a crear la ciencia; ahora bien, señores diputados, la ciencia es
laica […] Nosotros damos cabida dentro del Consejo Universitario a los alumnos de las
escuelas universitarias […] El ministro de Instrucción Pública [es decir, él mismo
hablándoles a los miembros del Parlamento], señores diputados, puede dar testimonio
ante vosotros de que en muchas de las cuestiones más complejas y difíciles que ha
tenido que resolver o de las que ha tenido que tomar conocimiento íntimo, la
intervención, cuando ha sido racional, serena, y lo ha sido algunas veces, del elemento
“alumno” de las escuelas, ha sido de tal manera poderosa para hacerle cambiar ciertas
determinaciones gubernativas, que no era posible que, al tratarse de organizar el
cerebro, por decirlo así, de la nueva universidad, no contase con ese elemento74.

¿Cómo le cayó al general Díaz este discurso de su ministro de Instrucción Pública? ¿Lo
habrá leído? No tengo respuestas para estas preguntas.

Parecido es lo que puede argüirse acerca de los fundadores de la república brasileña,


los que como se sabe se lanzaron en su propia batalla ideológica y política haciendo
invocación expresa de la filosofía del positivismo, algo que quedó estampado por los siglos de
los siglos en la nueva enseña nacional, que homenajeaba al maestro repitiendo verbatim uno de
sus aforismos predilectos: “el amor por principio, el orden por base y el progreso por fin”.
Provenían esos rebeldes brasileños o de unos sectores medios sin muchas posibilidades de
acenso social o eran hijos de pequeños propietarios rurales, condenados en uno y otro caso a
un futuro mediocre, pero que habían encontrado en el saber científico un vademécum para la

7373 Leopoldo Zea. “El positivismo” en Pensamiento positivista…, I, XXVIII-XXIX.

7474 Justo Sierra. “Iniciativa para crear la universidad” en Zea, ed. Pensamiento positivista…, II, 80-83.
37

solución de sus carencias. De la mano del pensamiento positivo, no sin haberle rebanado el
capítulo del “amor”, el Brasil acabó así haciendo suyo el mismo republicanismo en el que los
demás países de la región estaban ya embarcados, es decir, un republicanismo de corte liberal-
autoritario. Figura representativa entre los gestores del nuevo orden de cosas es el matemático
Benjamín Constant Botelho de Magalhaes (1836-1891), positivista como el que más, pero
también profesor de los cadetes en el semillero de los disconformes que era a la sazón la
Escuela Militar de Rio y uno de los complotados en el levantamiento que el 15 de noviembre
de 1889 derrocó a Pedro II e inició la Primera República o República Vieja. Fue, además,
como para disipar cualquier duda que pudiera abrigarse acerca de sus preferencias filosóficas,
uno de los creadores de la nueva bandera nacional y muy posiblemente quien junto con
Teixeira Mendes inscribió en ella el lema positivo.

Otra inteligencia sutil, dentro de las que formaron parte de la facción menos rígida en
el equipo positivista latinoamericano, es la del académico chileno Valentín Letelier (1852-
1919). Profesor y rector de la Universidad de Chile, además de militante en las filas del
radicalismo, se identificó con el ala más avanzada de su partido, con el ala social. Respetuoso
de la libertad de pensamiento, de la democracia política y defensor de la educación pública,
estatal y laica, así como sensible a los infortunios de aquellos en los cuales reconoció a los
“desvalidos” --los trabajadores y las mujeres, por ejemplo, se diría que coqueteando a ratos
con el socialismo y el feminismo--, nada de eso fue suficiente para que Letelier perdiera su
confianza en las enseñanzas de Comte. Como lo había leído en los libros de su guía espiritual,
creyó Letelier en la necesidad de “la convergencia de todos los corazones a un mismo
propósito y de todos los entendimientos a una misma fe, con el deliberado intento de producir
el desarrollo armónico de todas las fuerzas activas de la sociedad”75, y que eso era algo que
sólo podía obtenerse recurriendo a la ciencia y, aún más precisamente, a la ciencia comteana.
En cuanto a su pensamiento social, éste es un pasaje en el que estruja su radicalismo hasta el
máximo de lo que él puede entregarle:

el legislador burgués de nuestros tiempos ha procedido esencialmente como el


legislador plebeyo de Roma; ha precautelado muy bien los intereses de su clase; aun se
ha empeñado en impulsar el desenvolvimiento de la cultura general; pero no ha
estudiado las necesidades de las clases desvalidas, no ha instituido garantías que
amparen a los pobres contra los ricos, mira impasible que se aplique al orden social la
ley materialista de la selección de las especies, propia del orden biológico, y deja
subsistente el derecho plebeyo, el derecho oligárquico o de clase en perjuicio del
derecho social, que es el derecho humano por excelencia [pero] un hombre cuya
perfección moral no ha sido jamás superada y cuya impertérrita valentía ejemplarizará
a los grandes luchadores de la humanidad, un hombre a quien se empequeñece cuando
se diviniza, hizo suya la causa de los menesterosos […] Augusto Comte puede enseñar
que ser rico es desempeñar una verdadera función social, la de creador y administrador
de la riqueza en beneficio común76.

7575 Valentín Letelier. “El Estado y la educación nacional. Discurso pronunciado por Valentín Letelier en la sesión
solemne celebrada por la Universidad el 16 de septiembre de 1888”. Anales de la Universidad de Chile, 105
(1957), 127.
38

Para las mujeres, exigió Letelier una educación igual a la de los hombres y una
educación “científica”:

Más, si una de las causas fundamentales de la armonía social es la conformidad de


doctrinas y opiniones, no vemos nosotros por qué la mujer ha de ser mejor esposa
recibiendo una instrucción diferente de la del hombre, que recibiendo ambos una
misma.

Y si a la madre incumbe el deber sagrado e instransferible de abrir el espíritu del niño a


las primeras verdades que han de nutrirle, no comprendemos cómo se puede sostener
razonablemente que ignorando ella la ciencia, donde todas se contienen, ha de dirigir
mejor la educación intelectual de sus hijos77.

También hace suya Letelier la ley de los tres estados, abogando junto con ello por la
adopción en Chile de una ciencia determinista de la política:

Todo aquel que se proponga estudiar un fenómeno cualquiera puede explicárselo de


tres maneras diferentes, atribuyéndolo bien a una causa sobrenatural, esto es, a uno o
muchos dioses; bien a entidades abstractas, al destino, al acaso, a la fatalidad; bien a
una propiedad de la materia, a una lei de la naturaleza […] Estas tres maneras
fundamentales de explicar los fenómenos se pueden estender al orden entero de la
naturaleza, constituyendo así tres filosofías jenerales i antagónicas que en la historia del
humano entendimiento han tomado respectivamente los nombres de teolojía,
metafísica y ciencia […] nosotros nos proponemos estudiar los fenómenos sociales en
cuanto se relacionan con el gobierno de los pueblos, i averiguar en seguida, con esta
preparación, cuál es el estado de la Ciencia Política en Chile78.

¿Cómo se las arregla el profesor Letelier para hacerle el quite a la contradicción entre
el autoritarismo (y el fatalismo) determinista de la ciencia política comteana y los atributos de
un sujeto de derechos, no sólo libre para pensar, decidir y actuar, sino también de espíritu
igualitario y de cuya necesidad él también está convencido? ¿Cómo se las arregla para ser un
radical, y hasta un radical democrático, con un pensamiento social de avanzada, pero apelando
al mismo tiempo a la “unidad de las creencias” y a una “filosofía general” organicista, de
intención claramente homogenizadora? Con un juego de piernas que se manifiesta opuesto a

7676 Valentín Letelier. “Los pobres”. Publicado por primera vez en La Ley, órgano del Partido Radical, en el Nº
483 de enero de 1896. Yo lo cito por su reproducción en Estructura social de Chile. Estudio, selección de textos y
bibliografía. Hernán Godoy, ed. Santiago de Chile. Universitaria, 1971, pp. 277-278.

7777 Valentín Letelier. “La instrucción de la mujer” en Escritos republicanos. Selección de escritos políticos del
siglo XIX. María José López M. y José Santos Herceg, eds. Santiago de Chile. LOM, 2011, p. 319. El artículo de
Letelier apareció en La Libertad Electoral, en agosto de 1887, cuando se fundó el Liceo de Niñas de Santiago.

7878 Valentín Letelier. De la ciencia política en Chile. Santiago de Chile. Imprenta Gutenberg, 1886, pp. 7-8, 9 y
12.
39

“la preocupación anticientífica que los supone [a los fenómenos sociales] obra exclusiva de la
voluntad humana”, pero siempre que con eso se acepte que “las leyes sociales, si existen, han
de ser por naturaleza tan modificables que sin dejar ellas de cumplirse ha de poder la voluntad
de cada cual concurrir o nó activamente a su cumplimiento, retardarlo con los conservadores,
apresurarlo con los liberales, perturbarlo con los reaccionarios i revolucionarios” 79. ¿Adónde
va a parar con todo ello la férrea legalidad positiva? A mí me cuesta imaginarlo. No por nada
Hale ha clasificado a Letelier como un “autoritario responsable”, anotando de paso a la
admiración que sentía por Bismarck80.

El cientificismo constituye, por otra parte, la base del racismo, que es la inferiorización
racial del otro por razones ideológicas y/o político-económicas (lo habitual es que aquellas
disimulen a éstas), y del racialismo, que es la utilización de la raza como una categoría
científica válida con cuya mediación se presume que es posible dar cuenta de la verdad de ese
otro, los que al fin y al cabo no son sino una sola y la misma cosa, es decir, un par de
estrategias tecnocráticas, la primera de ellas flagrante y la segunda encubierta, para el
afianzamiento del poder. O sea, para que aquellos que se han hecho con él no se vean en la
obligación de recurrir a la fuerza bruta para seguirlo detentando y se sientan de ese modo (y
hagan sentir a los demás) “visible” y “científicamente” seguros de que es a ellos a quienes les
corresponde arrogarse el liderazgo. Es por obra y gracia de su constitución anatómica
(epidérmica, más bien) que “la ciencia” los ha elegido a ellos para dirigir, mientras que al
mismo tiempo les proporciona las justificaciones adecuadas cuando el empleo de dicho poder
deja, y eso es lo que sucede con frecuencia, más de algo que desear.

A escala doméstica, poco cuesta comprobar que el racismo y el racialismo les permiten
a los oligarcas latinoamericanos de esta época explicar y explicarse las innumerables
deficiencias de su trámite en la construcción y conducción de la nación decimonónica. Es la
mala calidad de los recursos humanos y no su culpa; los malos resultados históricos no se
deben a la hibridez de la base productiva sobre la que ellos tienes asentadas sus aristocráticas
posaderas, ni menos aún a sus reticencias para cambiarla por otra que fuese plenamente
moderna, sino a la miseria atávica de la turbamulta no blanca que les tocó en (mala) suerte
conducir: a la flojera, a la inconstancia, al vicio, a la ferocidad, a la innata afición al robo de
los “bárbaros”. En este sentido, la profundización que en Conflictos y armonías de razas en
América (1883) le introduce el viejo Sarmiento a su tesis del Facundo es esclarecedora. Como
lo ha observado Carlos Altamirano, cuando en su libro del 83 Sarmiento “trata de ‘explicar el
mal éxito parcial de las instituciones republicanas en tan grande extensión y en tan distintos
ensayos’, sus claves no serán ya, como en el Facundo, el desierto, la campaña pastora o el
dislocamiento social que produjo la revolución de la independencia, sino la constitución racial
de los pueblos hispanoamericanos”81.
7979 Ibid., 59-60.

8080 Hale. “Political Ideas…”, 156.

8181 Carlos Altamirano. “América Latina en espejos argentinos” en Para un programa de historia intelectual y
otros ensayos. Buenos Aires. Siglo XXI, 2005, p.109.
40

Haciéndose eco de ese Sarmiento desembozadamente racista --que la realidad es que


venía de atrás, que ya estaba instalado en el Facundo, en los Viajes…, en De la educación
popular y en otros de sus textos tempranos, y que en el 83 sólo ha recargado las tintas de su
pluma con nuevas y delirantes lecturas neodarwinianas--, casi treinta años después, en 1911, el
influyente historiador chileno don Francisco Antonio Encina (1874-1965) escribirá en
Santiago (¿o habrá sido en las casas patronales de su fundo de El Durazno?) que los mapuche
“no han traspasado la Edad de Piedra” y que aunque “generosa”, su sangre “no puede salvar en
tres siglos la distancia que los pueblos europeos han recorrido en cerca de dos mil años”.
Basándose en este axioma, para él indiscutible, Encina entiende que la “inferioridad”
económica chilena (y, por extensión, podría pensarse que la latinoamericana) obedece a dos
factores encontrados: el “territorio” y la “raza”. Textualmente:

Nuestra raza, en parte por herencia, en parte por el grado relativamente atrasado de su
evolución y en parte por la detestable e inadecuada enseñanza que recibe, vigorosa en
la guerra y medianamente apta en las faenas agrícolas, carece de todas las condiciones
que exige la vida industrial. Nace de aquí una antinomia entre los elementos físicos tan
inadecuados para una vigorosa expansión agrícola, como admirablemente adecuados
para la etapa industrial, y las aptitudes de la raza, apta para la agricultura e inepta para
la actividad manufacturera.

Y en otro pasaje:

No pueden ser medidos con el mismo cartabón los pueblos europeos de hoy día y el
pueblo chileno, mestizo, una de cuyas razas, la más civilizada, la española,
experimentó por el hecho de la emigración una selección moral regresiva
[¿Gobineau?]; y la otra, la araucana, no había traspasado la Edad de Piedra ni salido del
fraccionamiento tribal […] Circula abundante por las venas de nuestro pueblo la sangre
del aborigen araucano; y aunque esta sangre es generosa, no puede salvar en tres siglos
la distancia que los pueblos europeos han recorrido en cerca de dos mil años. Nuestra
evolución ha sido más rápida que la germana, a su turno casi vertiginosa con relación a
las precedentes; pero, así y todo, no ha podido llenar lagunas que, desde el punto de
vista económico, tienen trascendencia considerable82.

Entre Sarmiento y Encina, la lista de los racistas y los racialistas latinoamericanos es


larga y daría para un rastreo demoroso y probablemente cansador. Un documento en el que
tales creencias se sintetizan con cándida franqueza pudiera ser, sin embargo, la tesis que para
la obtención de su licenciatura presentó el veinteañero Clemente Palma (1872-1946) en Lima,
en la Universidad de San Marcos, en 1897, y que se titula El porvenir de las razas en el Perú.
Presumiendo de un dominio académico de la batería conceptual europea acerca de su tema,
ofrece el joven Palma ahí la siguiente clasificación:

8282 Francisco A. Encina. Nuestra inferioridad económica. Sus causas y sus consecuencias. Santiago de Chile.
Universitaria, 1955, pp. 73, 27, 85 y 32.
41

En el Perú, las principales razas han constituido el alma del pueblo, han sido y son: 1º
la india, raza inferior, sorprendida en los albores de su vida intelectual por la conquista;
raza que representaba probablemente la ancianidad de las razas orientales, que era, por
decirlo así, el desecho de civilizaciones antiquísimas, que pugnaban por reflorecer
nuevamente en un ricorsi lento y sin energía, propio de una decrepitud conducida
inconscientemente en las venas; 2º la raza española, raza nerviosa, que vino
precisamente en una época de crisis, de sobreexitación en su sangre, de actividad
desmesurada, y que por lo tanto tenía que obrar más tarde con las energías gastadas,
con el cansancio nervioso y la debilidad moral que sucede a los períodos de mayor
gasto; raza superior relativamente a la raza indígena, pero raza de efervescencias y
decaimientos, raza idealista y poco práctica, raza turbulenta y agitada, raza más
artística que intelectual, de carácter vehemente pero no de carácter enérgico, voluble e
inestable; 3º la raza negra, raza inferior, importada para los trabajos de la costa desde
las selvas feraces del África, incapaz de asimilarse a la vida civilizada, trayendo tan
cercanos los atavismos de la tribu y la vida salvaje; 4º la raza china. Raza inferior y
gastadísima, importada para la agricultura cuando la República abolió la trata de
negros, raza viciosa en su vida mental, completamente abotagada la vida nerviosa por
acción del opio, raza sin juventud, sin entusiasmos, de un intelectualismo pueril a causa
de su misma decrepitud; y en la que el carácter de raza por el régimen despótico se ha
hecho servil y cobarde y 5º las razas mestizas que han provenido del cruzamiento de las
tres primeras razas, que si bien representan desde el punto de vista intelectual una
superioridad sobre el indio y el negro, son insuficientemente dotadas del carácter y del
espíritu homogéneo que necesitan los pueblos para formar una civilización progresiva:
les falta esa fuerza de unidad que es necesaria para constituir el alma de una
nacionalidad83.

Cuesta creer que patrañas como éstas, que con la confianza de un colegial aplicado
expone el joven Palma, hayan sido aceptadas y acatadas mayoritariamente por la opinión
pública del período, que hayan podido llenarle la cabeza a tantísima gente e inclusive más allá
de los confines del reducto oligárquico que era donde tenían su locus natural. No pocos de los
discursos de la clase media en ascenso e inclusive los de algunos de los representantes de los
grupos subalternos, anarquistas y socialistas, participaron de tales prejuicios, sin que se les
haya ocurrido ponerlos a prueba, a veces a impulsos de un patriotismo de dudosas
calificaciones y en otras haciendo suyo el imaginario construido por los intelectuales que
pusieron sus talentos al servicio de la oligarquía. La “barbarie” indígena, percibida en esos
términos en tiempos de la construcción nacional y no antes, ya que en la época de la
independencia la figura ideológica con que se le leyó al indio fue la del “buen salvaje”
rousseauniano, se incrementó y fortaleció en el último tercio del siglo con la ayuda del racismo
y el racialismo europeos y ello hasta el punto de trocarse en un dictum acatado si es que no por
todo el mundo (hay excepciones, y me referiré a ellas cuando llegue el momento), en cualquier
caso por personalidades que no siempre son repudiables y entre las que uno piensa que no se
va a topar con él. Un capítulo casi cómico es, en medio de este desatino ideológico, el de la

8383 Clemente Palma. El porvenir de las razas en el Perú. Tesis para optar al grado de bachiller. Lima.
Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1897. Disponible en internet, en las páginas 6 y 7 de:
http://www.cybertesis.edu.pe/sisib/1897/palma_c/pdf/pal
42

valoración del mestizaje. Si para los discípulos de Gobineau y de Spencer era una verdadera
desgracia, un “salto atrás”, para algunos cristianos y neocristianos constituía la oportunidad
para una “síntesis espiritual”, para un impulso hacia adelante, un suceder positivo por cierto en
la consecución del anhelado blanqueamiento de la población.

Para lo otro que a los oligarcas latinoamericanos les resultan de sumo provecho las
lecciones de ese racismo y ese racialismo europeos es para factibilizar (no puedo escribir
legitimar, porque la verdad es que no hay nada que pueda legitimar un genocidio) el nuevo
plan maestro que consiste en el abatimiento a balazos de las comunidades nativas, en su
exterminio o, si es que no se las puede exterminar, en su “reducción”, y en la consecuente
apertura de sus tierras a la explotación “productiva”, como ocurrió en la Argentina con las
“campañas del desierto”, desde la de Rosas, en 1833, hasta la de Roca en 1878-79, y en Chile
con la “pacificación de la Araucanía”. Esta última fue uno de los “emprendimientos” modernos
que en Chile se inauguraron durante el gobierno de José Joaquín Pérez, en la década del
sesenta (el emprendimiento que lo antecede, pero respondiendo a la misma perspectiva
ideológica, es el que promueve la inmigración europea, a partir de la “ley de inmigración
selectiva” de 1845), que se reforzó en los setenta y que llegó a su culminación apoteósica bajo
el gobierno de Domingo Santa María, a principios de los ochenta. Esta vez con una operación
que no estuvo a cargo, como las anteriores, del prócer de la pacificación, el benemérito coronel
Cornelio Saavedra, sino del no menos benemérito general Gregorio Urrutia, y cuyo saldo
fueron treinta mil indios muertos más el confinamiento de los que quedaron en un seis por
ciento de las tierras de que habían sido dueños previamente, y las que en años posteriores
fueron perdiendo asimismo debido a los “progresos” del avance colonizador. El proceso de la
“chilenización” mapuche, el que sigue a su “pacificación”, ha sido descrito por José Bengoa en
estos términos:

a partir de la derrota militar de 1881 y la ocupación militar de Villarrica en 1883,


cambió la sociedad mapuche internamente, como también su relación con el Estado y
la sociedad chilena. La reducción territorial fue el elemento central y evidente del
cambio ocurrido. Se decretó a la Araucanía como propiedad fiscal y se procedió a
colonizar las tierras para así ponerlas en producción, esto es, en relación a la
producción del centro del país. A los mapuches se los sometió al rigor de la
civilización; se les entregaron pequeñas mercedes de tierras, se los encerró en sus
reducciones, se los obligó a transformarse en agricultores. El guerrero debió
transformarse en ciudadano y el pastor de ganados en campesino, productor de
subsistencia. Este paso fue drásticamente dirigido por el ejército chileno. Fueron años
de temor, de pestes, de hambre, de pérdida de una identidad y reformulación de una
nueva cultura como minoría étnica enclavada en la sociedad rural chilena84.

Muy poco después la furia exterminadora se extenderá hacia la Patagonia y rematará en


el fin del mundo, en el archipiélago de Tierra del Fuego, con el genocidio de los selk’nam u
onas de la Isla Grande, donde los estancieros solían pagar una libra esterlina por cada indio
asesinado siempre y cuando se hubiese dejado constancia de ello mediante la presentación de
las manos u orejas de la víctima.
8484 José Bengoa. Historia del pueblo mapuche. Siglos XIX y XX. Santiago de Chile. LOM, 2000, p. 327.
43

Y para no hacer de esta práctica antiindígena una actividad que acaparan sus cultores
de la Argentina y de Chile, debo dejar constancia que en el Uruguay Fructuoso Rivera y
Manuel Oribe ordenan la primera matanza de charrúas en 1831, que los “modernizadores”
centroamericanos privatizan los “baldíos” (de propiedad estatal), los “ejidos” (de propiedad
municipal) y las tierras comunales (de propiedad indígena) a toda velocidad a partir de 1880,
en tanto que Porfirio Díaz perseguía a la etnia yaqui durante los treinta años que se mantuvo en
el poder, lo que culminó a principios del siglo XX con el robo de sus tierras y el destierro
obligado de miles de aborígenes desde su nativa Sonora a las plantaciones henequeneras de
Oaxaca y Yucatán.

A escala supranacional, el racialismo y el racismo autorizan el diseño y la


implementación de una geopolítica del despojo. Ejemplos infames de esto son la carga del
ejército estadounidenses sobre México, que le significó a los mexicanos la pérdida de más de
la mitad de su territorio (la primera porción fue la pérdida de Texas en 1836 y el resto se les
esfumó a los mexicanos con la guerra que va desde 1846 a 1848); la de los ejércitos argentino,
brasileño y uruguayo sobre el Paraguay (1865-1870), que casi borró de la faz de la tierra al
“enemigo” masculino (no importa a quién se consulte, no se encontrará a nadie que refute con
seriedad que durante esa guerra fueron masacrados el noventa por ciento de los hombres
paraguayos y que después de ella quedaban en el país no más de treinta mil); y la del ejército
chileno sobre Perú y Bolivia, a raíz de la Guerra del Pacífico (1879-1883), que puso al suyo de
rodillas después de saquearle la casa.

Repetían esas viriles proezas castrenses la política de derrame de los grandes


imperialismos sobre los pueblos “débiles” (es decir, sobre los pueblos “no aptos”), durante “la
tercera gran expansión del sistema mundial” (Wallerstein), y no tengo que añadir que
utilizando los mismos argumentos. No era la codicia de lo ajeno la que motivaba los
latrocinios y los crímenes, sino que ésas eran conquistas necesarias, obligaciones que quienes
se las echaban a la espalda asumían en nombre de la civilización y el progreso, lo que
constituye el “burden” moral de los hombres blancos, como tan bellamente lo puso Kipling en
su poema de 1899. Respecto de las guerras de la Triple Alianza y del Pacífico, ha escrito un
enfurecido David Viñas que ellas fueron “verdaderas razzias en las que se ensayaron frente a
los indios ‘extranjeros’ los mismos procedimientos que luego, agravados, se aplicaron contra
los indios ‘compatriotas’”85. Si se piensa que el ejército chileno, el que logró la victoria sobre
el pueblo mapuche, era el mismo que había obtenido otros triunfos no menos resonantes en la
Guerra del Pacífico, las palabras de Viñas se confirman letra por letra.

En América Latina, los más de cuarenta libros de los que es perpetrador el empeñoso
Le Bon suministran la biblioteca de preferencia para los delirios racistas, y lectores aplicados
suyos son el último Sarmiento, en el ya citado Conflictos y armonías de razas en América,
Carlos Octavio Bunge (1875-1918), en Nuestra América, de 1903, y Alcides Arguedas (1879-
1946), en Pueblo enfermo, de 1909, quien además de citar a Le Bon cita también a Bunge
admirativamente.

8585 David Viñas. Indios, ejército y frontera. México. Siglo XXI, 1982, pp. 28-29.
44

Fueron los libros de cabecera para dos o tres generaciones de intelectuales


latinoamericanos y su gravitación, como se puede comprobar a la vuelta de la esquina, no ha
desaparecido por completo de nuestra conducta de “sentido común”. La “psicología social”,
según la difundía Le Bon, era la disciplina “científica” por excelencia a cuyos descubrimientos
los adeptos debían ajustarse. En la introducción de su libro de 1903, su discípulo argentino,
Bunge, la define con claridad meridiana a la vez que explicita el objeto que él ha elegido para
su propia investigación:

La organización política de un pueblo es producto de su psicología. Su psicología


resulta de los factores étnicos y del ambiente físico y económico.

El objeto que diría práctico de esta obra es describir, con todos sus vicios y
modalidades, la política de los pueblos hispanoamericanos. Para comprenderla, debo
antes penetrarme de la psicología colectiva que la engendra. Y para conocer esta
psicología analizo previamente las razas que componen al criollo.

Principio, pues, por estudiar la psicología de españoles, indios y negros, teniendo en


cuenta, mientras pueda [sic], los respectivos medios geográficos en que se formaron
esas razas. Estudiados los componentes étnicos, paso a analizar sus mezclas y
transformaciones en América, y esbozo, tal cual la entiendo [sic], la psicología del
hispanoamericano. Conocido el sujeto, expongo ya la política criolla, la enfermedad
objeto de este tratado de clínica social, tratado que, como sus semejantes en medicina,
concluye con la presentación de algunos ejemplos o casos clínicos: tres grandes
políticos [los políticos son Juan Manuel de Rosas, Gabriel García Moreno y Porfirio
Díaz]86.

Como puede apreciarse, la psicología social leboniana a cuyos principios Bunge


adhiere, así como su aplicación a Hispanoamérica, no tiene un fundamento más poderoso que
el determinismo racialista, cosa que él reconoce con letras mayúsculas y no sin una dosis de
jactancia entre mitológica y detectivesca:

La herencia, la Raza, resulta, en inducción final, la clave del Enigma, así como el calor
es la última base cognoscible de la vida.

La vida es la objetivación del calor, la herencia lo es de la vida, la raza lo es de la


herencia. Estudiemos, pues, a los hombres y a los pueblos según la raza, si queremos
arrancar a la Esfinge de la Vida su secreto87.

Más precisamente, en lo que toca a los resultados de la investigación que él tiene entre
manos, a los frutos de su riguroso proceder científico, Bunge los presenta de la siguiente

8686 C. O. Bunge. Nuestra América (Ensayo de psicología social). Madrid. Espasa-Calpe, 1926, p. 51. El
subrayado es suyo.

8787 Ibid., 124.


45

manera:

La composición psíquica de sus ingredientes [de los ingredientes del mélange


hispanoamericano, según dice] puede representarse así: los españoles nos dan
arrogancia, indolencia, uniformidad teológica, decoro; los indios, fatalismo y ferocidad;
los negros, servilismo, maleabilidad, y, cuando entroncan con los blancos, cierta
sobreexcitación de la facultad de aspirar que podría bien llamarse hiperestesia de la
ambición88.

Como lo indiqué más arriba, un secuaz de Le Bon y de Bunge es el boliviano Alcides


Arguedas. He aquí el “perfil psicológico” que éste traza del indio de su país:

De regular estatura, quizás más alto que bajo, de color cobrizo pronunciado, de greña
áspera y larga, de ojos de mirar esquivo y huraño, labios gruesos, el conjunto de su
rostro, en general, es poco atrayente y no acusa ni inteligencia, ni bondad; al contrario,
aunque por lo común el rostro del indio es impasible y mudo, no revela todo lo que en
el interior de su alma se agita. En ese conjunto de líneas ásperas, de angulosidades
chocantes, encuéntrase algunas veces, y en ciertos sitios, líneas más suaves, más puras
y tez más clara conforme se va saliendo de estas regiones altas y entrando a climas
mejores y más clementes. Ya en los valles, la misma raza adquiere aspecto simpático;
se ven rostros graciosos y hasta bonitos en las mujeres.

Su carácter tiene la dureza y la aridez del yermo. Es duro, rencoroso, egoísta, cruel,
vengativo y desconfiado. Le falta voluntad, persistencia de ánimo, y siente profundo
aborrecimiento por todo lo que se le diferencia. De ahí su odio al blanco89.

Hablo aquí, en definitiva, de por lo menos uno de los estratos que componen la “gran
nebulosa neodarwinista” a la que se refiere Eve Marie Fell en sus “Primeras reformulaciones:
del pensamiento racista al despertar de la conciencia revolucionaria”, un trabajo de los años
noventa. Escribe Fell:

Para el darwinismo social, así como para el organicismo spenceriano, el subcontinente


ofrece el ejemplo de un espacio abandonado a la lucha desenfrenada por la coexistencia
y afectado por numerosas enfermedades orgánicas. Para Gobineau, el mestizaje
derivado de la conquista ha sido motivo de degeneración de la raza blanca y América,
“corrompida en su sangre”, está destinada a una bárbara anarquía. Si el propio Darwin
manifiesta cierta prudencia en cuanto al porvenir de las naciones mezcladas como las
de América, Spencer no vacila en renegar del tipo inestable del mestizo
latinoamericano, tipo muy alejado del necesario para fundar civilizaciones firmes y
creativas. Más allá del enfrentamiento de las tesis que agitan a la Europa de la segunda

8888 Ibid., 127. El subrayado es suyo.

8989 Alcides Arguedas. Pueblo enfermo. Contribución a la psicología de los pueblos Hispano-americanos. 2ª. ed.
corregida y aumentada. Barcelona. Casa Editorial de Vda. de Luis Tasso, 1910, p.47.
46

mitad del XIX, destaca un hecho irrebatible: la omnipresencia del enfoque racial en el
estudio de las colectividades humanas, ya se trate de disciplinas en vías de formación
como la sociología, antropología o psicología social, o de nuevas interpretaciones
insertadas en el viejo marco de la historiografía90.

Psicólogos sociales… y “doctores”. Un ciclo completo de novelas tiene a estos otros


por protagonistas y a la evolución de la “enfermedad” (es decir el desgaste progresivo del
cuerpo “enfermo”, del cuerpo in firmus, “no firme”, el que se irá degenerando hasta
desembocar en la piltrafa) como el eje a través del cual evolucionan sus acciones. Como de
costumbre, los brasileños nos llevan en esto la delantera a los hispanoamericanos. Nombro
sólo a algunos de ellos: Júlio Ribeiro (1845-1890), autor de A carne (1888), un “minitratado de
fisiologia romanceada”, en el despectivo decir de Alfredo Bosi91; Raúl Pompéia (1863-1995),
más talentoso que el anterior, pero que en O Ateneu (1888) obliga a su doctor Claudio a
pronunciar tres conferencias: sobre cultura brasileña, sobre arte y sobre darwinismo
pedagógico; y Aluísio Acevedo en una obra secundaria, O homem (1887), donde se detiene en
un caso de sexualidad “histérica” femenina. Unos pocos años antes, a lo mejor previendo la
avalancha de pedantería seudocientífica que empezaba a descargarse sobre su país, no debe
extrañarnos que Joaquim Maria Machado de Assis (1839-1908), cuyo genio estaba a años luz
del de sus compatriotas y colegas, se burlara de la moda médica (y de la médico-psiquiátrica,
además) en su obra maestra O alienista (1881-82).

Puedo resumir, entonces, lo que llevo caminado hasta ahora ratificando que el
pensamiento hegemónico de la modernización que se halla en curso en América Latina durante
las últimas décadas del siglo XIX se asocia prácticamente sin mediaciones al proyecto
histórico de la oligarquía liberal-conservadora, la misma que necesitaba poner la casa en orden
y eficientizarla al más breve plazo porque estaba reamarrando las economías, las sociedades y
las culturas de nuestros países a las transformaciones del capitalismo a escala planetaria.
Debutábamos, de ese modo y no sin las limitaciones consabidas, en “la confiada conquista del
mundo por la economía capitalista conducida por su clase característica, ‘la burguesía’, y bajo
la bandera de su expresión intelectual característica, la ideología del liberalismo”, según
escribe Eric Hobsbawm, advirtiéndonos de paso que “el término imperialismo se incorporó al
vocabulario político y periodístico durante los años 1890 en el curso de los debates que se
desarrollaron sobre la conquista colonial. Además, fue entonces cuando adquirió, en cuanto
concepto, la dimensión económica que no ha perdido desde entonces”92.

No había muerto el liberalismo, por lo tanto, como piensan aquellos a quienes les
parece inconcebible que cohabitaran, que hayan cohabitado alguna vez, el respeto por las
libertades individuales con la política autoritaria; lo que el liberalismo latinoamericano había
9090 Eve-Marie Fell. “Primeras reformulaciones: del pensamiento racista al despertar de la conciencia
revolucionaria” en Palabra, Literatura, Cultura, II. Ana Pizarro, ed. São Paulo. Editora da Unicamp y Fundação
Memorial da América Latina, 1994, p. 579.

9191 Alfredo Bosi. História concisa da literatura brasileira. São Paulo. Cultrix, 1994, p. 194.

9292 Hobsbawm. La era del imperio…, 16-17 y 69.


47

hecho era acomodarse al nuevo escenario mundial, sacudiéndose, aun a riesgo de pisarse la
cola, de las ilusiones “utópicas” de otrora, las de su infancia dieciochesca y su adolescencia
romántica, y reinventándose “científicamente” para las necesidades de un mejor desempeño
contemporáneo y futuro vis-à-vis las demandas que llegaban a América Latina desde los
centros metropolitanos. El sector más despierto de la oligarquía captó esta necesidad de
reinventarse de inmediato. Y sus pensadores orgánicos contribuyeron a ese esfuerzo de
reinvención con una sociología y una antropología deterministas (de ordinario cientifizando el
prejuicio racial, lo que a su vez justificaba el ejercicio de una geopolítica supremacista y
expansionista interna y externa, como se ha visto), con los fundamentos filosóficos para el
ejercicio de una conducción autoritaria, con un esquema para la interpretación del desarrollo
histórico donde quiera que fuese y, en general, con la exhortación a un mejor aprovechamiento
de la ciencia y la técnica modernas, pero siempre que ese aprovechamiento no trajera consigo
desestabilizaciones ingratas de las que hubiese que lamentarse después.

Con resultados que no siempre son los óptimos, sin embargo. M’hijo el dotor (1903),
La Gringa (1904) y Barranca abajo (1905), las tres piezas que componen el “ciclo rural” del
uruguayo Florencio Sánchez (1875-1910), piezas justificadamente canónicas y no sólo para la
dramaturgia latinoamericana de principios del siglo XX, son ilustrativas respecto de los “daños
colaterales” que dicho proceso acarrea. Suben esas piezas al escenario la figura del “estanciero
viejo” con los múltiples problemas que éste experimenta al darse de narices contra los
progresos que trae consigo la nueva circunstancia histórica. Don Zoilo Carabajal, el
protagonista de Barranca abajo (no muy diferente del don Olegario de M’hijo el dotor y del
don Cantalicio de La Gringa. Uno podría especular que Sánchez fue decantando los rasgos del
tipo al pasar de una pieza a la otra), ve que el cimiento de certidumbres sobre el que ha
edificado su vida individual y social se desintegra en mil pedazos y sin que él nada pueda
hacer para impedirlo. Por el contrario, colabora activamente en la precipitación de su
desgracia. Entre otras de sus inhabilidades graves, como podría ser la que le impide detectar
qué es lo que efectivamente causa la pérdida de su autoridad paterna, la más onerosa de todas
es sin duda su incultura científica. No vacuna a sus vacas, como lo hacen los estancieros
modernos, y las pierde por consiguiente junto con su estancia:

Aniceto.-- Tres… y dos por morir (A Robustiana). Buenos días… (A Zoilo) ¡Hay que
mandar la rastra pa juntar los cueros! (Sentándose en cualquier parte). Dicen que don
Juan Luis tiene un remedio bueno allá en la estancia.

Zoilo.-- Sí, una vacuna… Pero eso debe ser para animales finos.

Batará.-- ¡Güena vacuna! Cuando vino el ingeniero ese pa probar el remedio, se murió
medio rodeo de mestizas en la estancia grande; ¡bah!... Ese franchute no más ha de
haber sido el que trujo la epidemia.

Aniceto.-- Grano malo no es.

Zoilo.-- Últimamente, sea lo que sea … que se muera todo de una vez93.
9393 Florencio Sánchez. Barranca abajo en Los clásicos del teatro hispanoamericano. Gerardo Luzuriaga y
Richard Reeve eds. México. Fondo de Cultura Económica, 1975, pp. 452-453.
48

La pieza de Sánchez, que tiene más de un punto de contacto con King Lear de
Shakespeare y con Père Goriot de Balzac y que a mi juicio es una tragedia no sólo convincente
sino la mejor en el repertorio de la literatura dramática de América Latina, termina así con el
suicidio de su protagonista. Que los críticos contemporáneos de Sánchez hayan objetado la
credibilidad de su verismo, porque “los gauchos nos se suicidan”, sólo sirve para poner en
descubierto la estulticia notable de los mismos. Sánchez entendió mejor que ellos en qué
consistía una tragedia moderna. El dios castigador, el que victimiza al estanciero viejo y lo
empuja luego hacia la autoinmolación y cuya identidad se encuentra más allá de cualquier
posibilidad de reconocimiento que él pudiera tener (atribuye lo que le pasa a su “suerte perra”),
no es, por supuesto, la vejez, como en Lear y en Goriot, sino las fuerzas modernizadoras:

Zoilo.-- …Agarran a un hombre, sano, güeno, honrao, trabajador, servicial, lo despojan


de todo lo que tiene, de sus bienes amontonados a juerza de sudor, del cariño de su
familia, que es su mejor consuelo, de su honra … ¡canejo!... que es su reliquia; lo
agarran, le retiran la consideración, le pierden el respeto, lo manosean, lo pisotean, lo
soban, le quitan hasta el apellido… y cuando ese desgraciao, cuando ese viejo Zoilo,
cansao, deshecho, inútil para todo, sin una esperanza, loco de vergüenza y de
sufrimientos resuelve acabar de una vez con tanta inmundicia de vida, todos corren a
atajarlo. “¡No se mate, que la vida es güena!” ¿Güena pa qué?94.

Cerraré este capítulo de mi libro refiriéndome al papel que les correspondió


desempeñar a los positivistas brasileños durante el Segundo Reinado y en la Primera
República, porque estimo que a quien me esté leyendo esta breve noticia sobre sus
proposiciones y acciones le entregará un paradigma en el que se estampa didácticamente
cuanto acabo de exponer.

Con el doctor Luis Pereira Barreto a la cabeza, hijo y hermano de fazendeiros y


fazendeiro él mismo, de origen paulista y miembro por lo tanto de la emergente oligarquía
cafetalera, los positivistas brasileños del Segundo Reinado critican a los bachilleres liberales y
a los literatos indianistas de la primera hora, a los primeros por su abominable metaficismo y a
los segundos por su idealización chateaubrianesca del indio, y ofreciéndoles en cambio un
mejor cobijo al alero de las algo frías pero más macizas verdades de la ciencia experimental.
Algunos son ortodoxos, como Miguel Lemos y Raimundo Teixeira Mendes, y otros
heterodoxos, como Pereira Barreto, pero todos concuerdan en la necesidad de avanzar en pos
de un conocimiento “científico” de la realidad de su país, esto es, de avanzar en la producción
de un conocimiento positivo que se halle en condiciones de movilizar un proyecto civilizatorio
que eduque a la población debidamente y genere así la unión de la civilización (o de la “falta
de civilización”) brasileña con la civilización occidental. En la camada que sigue a ésa, que es
la de los intelectuales de la que los brasileños denominan Primera República o República
Vieja, empapados estos otros de darwinismo social, el proyecto magnifica el componente
racializador. Como en Raimundo Nina Rodrigues (1862-1906), lombrosiano y arianista sin
eufemismos, en Francisco José de Oliveira Viana (1883-1951), que también predicó sin

9494 Ibid., 474-475.


49

melindres la necesidad del “mejoramiento” genético de sus compatriotas, y en João Capistrano


de Abreu (1853-1927) y José Veríssimo (1857-1916), buenos historiadores de la literatura
brasileña los dos, pero a la que desde la partida ellos aliviaron de cualquier influencia
proveniente del indio y del negro.

El progresismo “científico” de estos intelectuales no supone ni de lejos una vocación


democrática, como vemos. Por el contrario, son pensadores autoritarios y aun los cambios más
profundos que avizoran (el fin de la esclavitud, desde luego, que en el Brasil se obtuvo
completa y definitivamente recién en 1888) los desean graduales. Era menester de este modo,
en la correcta formulación e instalación del nuevo orden, según lo estableció con todas sus
letras una “circular” difundida pocos meses después del derrocamiento de Pedro II, atenerse “a
las concepciones que nuestro Maestro propuso en sustitución de las fantasías y errores de las
teorías democráticas”95.

9595 “Sobre la república en el Brasil y el positivismo. Circular dirigida a los cooperadores del subsidio positivista
brasileño”. Rio de Janeiro, 23 de Cezar de 102 (15 de mayo de 1890). En Zea, ed. Pensamiento postivista…, II,
281.
50

Capítulo VI

El modernismo

Más relevante sin embargo me parece que es introducir en esta esquina del mapa que
he venido borroneando en mi libro el debate acerca del modernismo hispanoamericano. Y si
contra mi costumbre en esta ocasión he escrito hispanoamericano y no latinoamericano es
porque, aun cuando el Brasil posee una literatura a la que podría considerarse homóloga,
parnasiana y simbolista, con o sin el flirt “decadente”, las relaciones que ella tiene con las
matrices europeas son más directas y miméticas que las que tiene nuestro modernismo. Por eso
acusa Alfredo Bosi que “o Simbolismo nao exerceu no Brasil a função relevante que o
distinguiu na literatura européia […] Aquí, encravado no longo período realista que o viu nacer
e lhe sobreviveu, teve algo de surto epidêmico e não pôde romper a crosta da literatura
oficial”164. De ahí también que a mí no me resulte por entero asimilable a lo que en una
dirección similar se escribió en este lado del mapa. Los libros de los parnasianos Antônio
Mariano Alberto de Oliveira (1859-1937), Raimundo da Mota Azevedo Correia (1859-1911) y
Olavo Brás Martins dos Guimarães Bilac (1865-1918), y los de los simbolistas João da Cruz e
Sousa (1861-1898) y Alphonsus Henriques da Costa Guimaraens (1870-1921), hasta llegar a
Graça Aranha (1868-1931), el novelista y teórico cuya obra cumple las funciones de hilo
conector entre el simbolismo y la vanguardia del Brasil (para ellos, “su” modernismo), se
parecen, de acuerdo, pero no se intercambian sin forzamiento con las de Rubén Darío (1867-
1916), Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895), Julián del Casal (1863-1893), José Asunción
Silva o Julio Herrera y Reissig (1875-1910). Mi impresión es que un estudio que ponga a estas
dos tradiciones literarias la una al lado de la otra y sea capaz de dar cuenta por consiguiente de
las similitudes y diferencias que entre ellas existen, constituye un desafío abierto para los
comparatistas y que asumirlo pudiera ser de provecho, pero ése es un proyecto que yo no he
visto que se haya anunciado hasta la fecha.

Daré entonces comienzo a mi comentario acerca del modernismo hispanoamericano


reproduciendo una afirmación que la distinguida estudiosa francomexicana Françoise Perus
formuló en 1976, cuando en polémica con Ángel Rama asoció la afición de estos escritores por
lo que Pedro Salinas llamó los “paisajes de cultura” a “una visión aristocratizante y pasatista,
arraigada en los valores señoriales todavía vigentes en los sectores ‘rezagados’ de la clase
dominante”165. Es claro que el nudo que estaba amarrando Françoise Perus con aquella frase
era “de contenido”, o sea que era el nudo de las objetividades “aristocráticas” que los
escritores modernistas privilegian en sus obras con las no menos aristocráticas cuya posesión
les quita el sueño a los miembros del sector oligárquico en repliegue, “rezagado”, lo llama ella.

164164 Bosi. História concisa…, 269.

165165 Françoise Perus. Literatura y sociedad en América Latina: el modernismo. La Habana. Casa de Las
Américas, 1976, p. 89.
51

Y esto, justamente, era lo que Rama había contradicho seis años antes, convirtiendo ese
rechazo en la tesis principal de su libro. Esa tesis de Rama, que no era ya “contenidista” sino
“productivista”, vinculaba el modernismo de Hispanoamérica no con la oligarquía pasatista
sino con la modernizante. Tan alejado como Perus de una concepción recalcitrantemente
autonómica de los objetos literarios, no obstante ello y al contrario de lo que Perus sostiene,
para el crítico uruguayo los escritores modernistas de Hispanoamérica asimilan el espíritu
modernizador, pero no tanto en lo que dicen --aunque haya algo de eso también, y no otra será
su preocupación en un libro suyo posterior y de publicación póstuma, Las máscaras
democráticas del modernismo--, sino en el cómo lo dicen. Pueden que abominen del ideal del
progreso, pero de todos modos actúan de conformidad con sus pulsiones y están al tanto de y
se aprovechan de sus dispositivos. Y es en ese doblez de su práctica en donde Rama nos invita
a los estudiosos a ubicar el foco de nuestras pesquisas. Porque sería así como esos escritores
“transmutan” (uno de sus verbos favoritos) el liberalismo económico y político en
“subjetivismo” estético, con “sus dos grandes demonios […] originalidad y novedad”, y lo
transforman en literatura166.

Precisaré yo ahora el galicismo “subjetivista” de Rama, advirtiendo que él no es más


que un pudoroso rodeo de su parte. Porque lo que Rama tiene en la cabeza al emplearlo no es
otra cosa que la cultura individualista del liberalismo y el capitalismo, que entonces brega por
imponerse en la región (“mi literatura es mía en mí”, dirá Darío en una frase célebre y
subrayada de las “Palabras liminares” a Prosas profanas…167).

¿Qué pienso yo de eso? Pienso que en efecto los modernistas hispanoamericanos


fueron escritores “modernos”, en lo que Rama lleva razón, que sus aspiraciones y
procedimientos técnicos lo fueron y que el aristocratismo de su parafernalia escenográfica no
constituye causa suficiente para estigmatizarlos, haciendo de ellos unos tributarios obedientes
de lo más rancio y retrógrado de la sensibilidad oligárquica, pero también pienso que el
“modo” como ellos desempeñaron esa función de escritores “modernos” en el campo literario
hispanoamericano de fines del siglo XIX fue menos inambiguo de lo que puede y suele
pensarse. Si es cierto que no era el que privilegiaban los intelectuales orgánicos de la
oligarquía tradicional, tampoco se puede decir que haya sido el que detectamos entre los
intelectuales orgánicos de la modernizadora, ni siquiera entre aquéllos cuya adhesión al
proyecto hegemónico era de los dientes para afuera. Basta leer “El rey burgués” de Darío para
darse cuenta de que sus relaciones con la oligarquía modernizadora no son las mejores. Su rey
es “rey”, pero un rey de segunda: un rey “burgués”.

Me explico: si decimos que el Rubén Darío de Azul… (1888) es efectivamente el


“padre” del modernismo hispánico, para lo cual habría que restarle importancia a la carrera de
postas con que Manuel Pedro González, Iván Schulman y otros pretenden redefinir la
iniciación de la corriente, cuando invocan para tales efectos el Ismaelillo (1882) de José Martí

166166 Ángel Rama. Rubén Darío y el modernismo, 15. Para una discusión más amplia del tema, véase el capítulo
VI, “Los dos pisos de una casa que en realidad tiene tres: la teoría crítica de Ángel Rama”, en mi De las más
altas cumbres. Teoría crítica latinoamericana moderna. Santiago de Chile. LOM, 2012, p. 181 et sqq.

167167 Rubén Darío. “Palabras liminares” a Prosas profanas y otros poemas en Poesía, 179.
52

y algunos textos sueltos de Manuel Gutiérrez Nájera y Julián del Casal, los que, inspirándose
en la poesía postromántica francesa, esos escritores publicaron antes del 88, ello nos obligará a
tomar en serio y a sacarle la punta debida al dictamen que afirma que lo que Rubén Darío
estaba haciendo en y con ese libro era un ejercicio metapoético de bastante más envergadura
que los cambios de código artístico que tanto preocupan a los dos profesores que yo acabo de
nombrar.

Las consecuencias se sintieron y se sienten todavía. No sólo se imprimió el Ismaelillo


de Martí en Nueva York, en una edición que ni se vendió ni se recepcionó públicamente, sino
que tampoco importa demasiado que Darío hubiese descubierto a Baudelaire y sus
descendientes dos o tres años antes de que los descubrieran Gutiérrez Nájera y Casal o que
Gutiérrez Nájera y Casal los hubiesen descubierto dos o tres años antes que Darío. Esas son
anécdotas de no demasiada sustancia, aunque el propio Darío les haya otorgado una
significación a mi modo de ver excesiva en varios sitios, como en “Los colores del estandarte”,
donde dio la impresión de no haberse dado cuenta del reproche de “galicismo mental” que le
propinó Juan Valera en las cartas sobre Azul…, leyéndolo a su favor y alegando que “al
penetrar en ciertos secretos de armonía, de matiz, de sugestión, que hay en la lengua de
Francia, fue mi pensamiento descubrirlos en español, o aplicarlos 168. Y años después, en
Historia de mis libros, en esta otra circunstancia para argumentar que la “novedad” de su obra
de 1888 “estuvo en mi reciente conocimiento de los autores franceses del Parnaso, pues a la
sazón la lucha simbolista apenas comenzaba en Francia y no era conocida en el extranjero, y
menos aún en nuestra América”169.

Más interesante que ese rastreo de “fuentes”, sin embargo, me parece a mí comprobar
que él y los demás de su pandilla fueron testigos y pacientes de culturas hispanoamericanas
similares, para las que tales preferencias constituían el pan de cada día, y ante cuyas presiones
ni quisieron ni pudieron ponerse en el margen. El afrancesado México porfírico y el no menos
afrancesado Chile de don José Manuel Balmaceda eran realidades paralelas cuyas
predilecciones compartían artistas y oligarcas por igual. En el D. F. y en Santiago de Chile el
“mito de París” les sorbía el seso “no sólo a los millonarios latinoamericanos que cada año
visitaban la capital francesa”, según ha escrito el sabio Noël Salomon, “sino también a los
artistas pobres y bohemios (en cierto sentido hermanos del Garcín de ‘El pájaro azul’, de
Rubén Darío), quienes cruzaban el Atlántico para buscar la consagración y el éxito a orillas del
Sena”170.

168168 Rubén Darío. “Los colores del estandarte”, respuesta a la crítica negativa que Paul Groussac le hizo a Los
raros. Se publicó por primera vez en La Nación de Buenos Aires (27 de noviembre de 1896). Yo cito por su
reproducción en E. K. Mapes. Escritos inéditos de Rubén Darío, recogidos en periódicos de Buenos Aires y
anotados. New York. Instituto de las Españas en los Estados Unidos, 1938, p. 121.

169169 Rubén Darío. “Historia de mis libros” en Obras completas, I. Madrid. Afrodisio Aguado, 1953, p. 197.

170170 Noël Salomón. “Cosmopolitismo e internacionalismo (desde 1880 hasta 1940)” en América Latina en sus
ideas. Lepoldo Zea, ed. México. UNESCO y Siglo XXI, 1993, p. 185.
53

El punto es otro entonces. Consiste en percatarse que con Azul… Rubén Darío le
introduce al sistema de la literatura de Hispanoamérica (uso aquí la noción de “sistema” en el
sentido que le dieron Candido y Rama) una cierta concepción de la poesía y el poeta dentro del
espacio social que la modernidad había traído consigo, el mismo que en el entorno
hispanoamericano se extendía cada vez con mayor avidez y potencia. Para demostrarlo, es
indispensable prestar atención al contacto entre la práctica literaria dariana y las demás
prácticas sociales, aquéllas con un prestigio ya consolidado dentro del contexto epocal, y no
perder de vista el hecho de que éste al que ahora me estoy refiriendo es el Darío de los veinte
años, el de la etapa chilena, juvenil y sediento de consideración y renombre, codeándose con
“lo mejor” del Chile rico y presuntuoso posterior a la Guerra del Pacífico y en ocasiones
incluso (¡pobre de él!) imitando sus maneras. Por escandaloso que pueda parecérnoslo, resulta
entonces que si alguna comparación pudiéramos hacer entre la ambivalencia de su gesto
“moderno” en Azul… y el de los escritores cuya primacía defienden González, Schulman et al,
tendría que ser con la actitud de Martí en el “Prólogo” que éste dedicó a Poema del Niágara, el
libro del venezolano José Antonio Pérez Bonalde, que es del 82 y que, como muy bien lo ha
descrito Julio Ramos, es “una meditación sobre el lugar impreciso de la literatura en un mundo
orientado a la productividad, dominado por los discursos de la modernización y el
progreso”171. Persiste una distinción irreductible, sin embargo. No sólo porque el prólogo
martiano es un texto ensayístico vis-à-vis el literario, y más aún, el metaliterario, de Darío, y
porque el de Darío se difundió y el de Martí no, sino porque el de Martí responde
ambivalentemente a la experiencia que quien lo escribe ha tenido de la vida en la metrópoli
estadounidense, ya que él viene llegando de Nueva York y la modernidad acerca de la cual
habla no es, no podía ser, la de Venezuela a principios de los años ochenta. Como la respuesta
de Darío a la modernización de Santiago de Chile, la de Martí a la de Nueva York es
apreciativa y es crítica a la vez. Pero en su caso es la crítica de la modernidad más avanzada de
aquel tiempo y que tardaría mucho en llegar (si es que nos llegó de verdad alguna vez) a
nuestras costas. Testigo privilegiado de las transformaciones que estaban ocurriendo en la urbe
por excelencia de la modernidad capitalista, Martí las admira pero sin que eso lo ciegue para
descubrirle y censurarle sus rebordes inhumanos.

Con el tic eurocentrado de una crítica ante cuya erudición yo me saco el sombrero, pero
sin que ello me inhiba para dejar aquí constancia de sus insuficiencias, Raimundo Lida
retrotrajo la perspectiva que acerca de su persona y su obra Darío desarrolla en los cuentos de
Azul… a la correspondiente de los poetas metropolitanos del siglo XIX, los que hacen su
“camino fatal” entre “el desdén y las injurias de la multitud”, genios a quienes “el mundo
condena a la soledad o martirio”. A lo que agrega que ese camino fatal es el que “recorre las
letras europeas a lo largo del siglo XIX --de Hölderlin y Pushkin a Ibsen, de Hugo y Catulle
Mendès a Zorrilla y Bécquer, de Musset y Vigny a Verlaine, Corbière y Mallarmé-- y va
trasladándose lentamente a las hispanoamericanas”172. Como me suele suceder en estos casos,

171171 Julio Ramos. Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo XIX.
México. Fondo de Cultura Económica, 1989, p. 7.

172172 Raimundo Lida. “Los cuentos de Rubén Darío. Estudio preliminar” en Rubén Darío. Cuentos completos.
Ernesto Mejía Sánchez, ed. México. Fondo de Cultura Económica, 1995, pp. 24 y 25.
54

a mí semejantes filiaciones me resultan aceptables, porque al igual que Lida no puedo menos
que verificarlas en los hechos, pero sin que por eso esté dispuesto a entregarle un cheque en
blanco a su virtud hermenéutica o, dicho de otra manera, sin que por eso esté dispuesto a
fundar en ellas, y nada más que en ellas, mi comprensión del significado, forma y valor de las
obras producidas en nuestra esquina del mundo.

Como Lida, yo estoy consciente de que el joven Darío escuchó las voces de sus colegas
del otro lado del Atlántico, sobre todo la de su idolatrado Verlaine (es sabido que a Mallarmé
no lo entendió o que lo entendió apenas), y también las que provenían de Estados Unidos, la de
Poe principalmente, poetas esos dos con los que se sentía hermano de sangre, por su desgarro,
por el sí y el no con que ambos se enfrentaron con las demandas del espíritu moderno, tanto
como por los desbordes de la fantasía y por la verlaineana musique avant tout chose, para no
majaderear otra vez con el apego compartido a la boheme y al high de los alcoholes y los
estupefacientes. Pero que acabó siendo moderno más bien en el sentido latinoamericano que
Rama intuyó, es decir que este es un escritor que no sólo no le da la espalda a la lógica
capitalista algunos de cuyos elementos advierte que se están aquerenciando en nuestras tierras,
sino que la asimila, pero para sus propios fines, y hasta donde ello le fue posible cuidándose de
que su gesto no lo convirtiese en un adorador del entorno societario que la misma le propone,
un entorno societario, y los cuentos de Azul… no pueden ser más explícitos a este respecto, que
carece de un lugar para él como el que él es o piensa que debe ser.

Tiene el nuevo mundo social latinoamericano de la época un lugar para los escritores,
eso es cierto, e incluso para los escritores “artistas” como es Darío, pero ése es un lugar que
difiere diametralmente de aquel del cual habían podido disfrutar los plumíferos viejos, los
literatos de los dos primeros tercios del siglo XIX, convencidos, con verdad o sin ella, de que
con su trabajo estaban fundando la nación y el Estado. Al contrario de aquéllos, que en su gran
mayoría fueron líderes políticos y que escribieron sobre todo para legitimar y divulgar sus
opiniones sociales, pedagógicas o científicas, la cultura hegemónica de las últimas décadas del
siglo se encargará de disuadir a los jóvenes aspirantes a la letra de la vanidad de una pretensión
de tal carácter, de lo inoportunas que habían acabado por ser, en el nuevo escenario histórico,
las aspiraciones de “trascendencia” y, en cambio, de lo oportunas que eran o podían ser las de
un “arte del arte”. Promueve y auspicia en ellos por eso la turbia y, en definitiva, degradante
función del entertainer o, como escribió Jaime Concha con despiadada dureza, la de “un
criado más, que sirve sólo para el ornamento y el decoro de las clases poderosas” 173.
Cristalizaba pues, con Darío y con este Darío, que es el de Chile, por primera vez en la historia
intelectual de Hispanoamérica (quizás con la sola salvedad del precedente de Martí, que ya
señalé, y que no obstante su enorme penetración tiene un impacto menor por las razones que
también dejé anotadas ahí mismo), el divorcio y el conflicto entre arte y sociedad, en el marco
de un cotidiano que había dejado de ser el fundador de treinta o cuarenta años antes y que si
bien es cierto que no era moderno completamente, estaba ya haciendo de la posesión del
dinero uno de los signos que determinan el lugar de las personas en la pirámide social. El
cultivo del arte no era ya objeto, en este otro tinglado histórico, del tipo de consideración que
sus cultores creían, que aún y a pesar de todo creían, que le era debida.

173173 Jaime Concha. Rubén Darío. Madrid. Júcar, 1975, pp. 30-31.
55

En Azul…, si se exceptúa “El fardo”, los demás cuentos inciden todos en esa premisa
metapoética, que es casi una obsesión. “El velo de la reina Mab”, donde cuatro artistas se
conduelen de la circunstancia desmedrada en que los ha puesto la suerte, hasta que el hada
shakespereana los libera de esa condición en la que penan cubriéndolos con el “velo de los
sueños, de los dulces sueños que hacen ver la vida color de rosa” 174, y demostrándoles de ese
modo que es ahí, debajo de la cortina de tul con que ella los cobija y no en el “mundo real”,
donde se ubica el único reducto en el que les va a ser posible hacer lo que saben, o “El pájaro
azul”, donde otro artista se mete un tiro en la cabeza para que el pájaro de sus propios sueños
pueda huir de su encierro en la prisión de lo real cotidiano encumbrándose hacia el ámbito
celeste donde podrá soltar las alas en plenitud, son un par de pruebas al canto. Con una lucidez
que sobrecoge y conmueve, el Darío veinteañero ha salido en esos cuentos en busca de su
lugar y del lugar de su métier en un medio que él sospecha o bien indiferente o bien dispuesto
a contentarse con las externalidades del arte, las de unos juguetes que apenas son aptos para el
adorno y el ocio, y en el que lo que encuentra no hace sino confirmar sus sospechas. La escena
en que le llevan el protagonista al rey burgués y le dicen que es un “poeta”, a lo que el rey
contesta preguntando “¿Qué es eso?”, pone en marcha una dinámica de degradación que sólo
termina con el bardo muerto en el jardín, aterido en el invierno del mundo, “con una sonrisa
amarga en los labios, y todavía con la mano en el manubrio” de la caja de música que el poder
le ha asignado como su única, inútil y mecánica tarea175.

Darío se da pues cuenta de cuán profundo e incontrarrestable es su desajuste en ese


nuevo universo social, y lo resiente, con el significado que Nietzsche le daba al vocablo, como
el sentimiento (como la sublimación positiva, diríamos) de un sentimiento (negativo) de
humillación e impotencia; pero que sin embargo llega a ser creador, dando origen de ese modo
a los valores, tanto a los éticos como a los estéticos. Como cualquier aficionado al
psicoanálisis podrá descubrirlo, esto no estaba a trasmano de la no muy posterior tesis de
Freud acerca de los mecanismos sublimantes de la creatividad, la que según el doctor de Viena
se despliega a partir de la secuencia represión>dessexualización>sublimación>creación. En
ambos, en Nietzsche y en Freud, la represión rencorosa es el primer motor, el que pone en
movimiento el numen del artista. Nietzsche, más desenfadadamente que Freud, lo había
precisado en 1887, en su ensayo Sobre la genealogía de la moral, cuando afirmó que “el
ressentiment” era propio de “naturalezas a las que se les niega la reacción verdadera, la de las
hazañas”, y así dan nacimiento a los valores, al compensarse a sí mismas “con una venganza
imaginaria”176.

No otra que ésa es la llave maestra que nos abre la puerta de los cuentos de Azul…, la
que llega a su desiderata en la actitud de los modernistas ante el poder y la riqueza, algo que

174174 Darío. “El velo de la reina Mab” en Cuentos completos, 126.

175175 Darío. “El rey burgués (cuento alegre)” en Ibid., 131.

176176 Friedrich Nietzsche. "On the Genealogy of Morals" en On the Genealogy of Morals. Ecce Homo, trs.
Walter Kaufmann y R. J. Hollingdale. New York. Vintage Books, 1969, p. 36. Para Freud, ver: “El ego y el id”, de
1923.
56

Rama captó bien en Las máscaras democráticas del modernismo, y que la irónica “La canción
del oro” dariana exhibe con desnudez y hasta la náusea:

¡Cantemos el oro!

Cantemos el oro, rey del mundo, que lleva dicha y luz por donde va, como los
fragmentos de un sol despedazado.

Cantemos el oro, que nace del vientre fecundo de la madre tierra; inmenso tesoro, leche
rubia de esa ubre gigantesca.

Cantemos el oro, río caudaloso, fuente de la vida, que hace jóvenes y bellos a los que
se bañan en sus corrientes maravillosas, y envejece a aquellos que no gozan de sus
raudales.

Cantemos el oro, porque de él se hacen las tiaras de los pontífices, las coronas de los
reyes y los cetros imperiales; porque se derrama por los mantos como un fuego sólido,
e inunda las capas de los arzobispos y refulge en los altares y sostiene al Dios eterno en
las custodias radiantes.

Cantemos el oro, porque podemos ser unos perdidos, y él nos pone mamparas para
cubrir las locuras abyectas de la taberna y las vergüenzas de las alcobas adúlteras.

Cantemos el oro, porque al saltar del cuño lleva en su disco el perfil soberbio de los
césares, y va a repletar las cajas de sus vastos templos, los bancos, y mueve las
máquinas y da la vida, y hace engordar los tocinos privilegiados.

Cantemos el oro, porque él da los palacios y los carruajes, los vestidos a la moda, y los
frescos senos de las mujeres garridas, y las genuflexiones de espinazos aduladores y las
muecas de los labios eternamente sonrientes177.

Etc.

Luis Íñigo Madrigal, que ha escrito uno de los mejores comentarios que yo conozco
sobre esta composición dariana, observa que su “motivo fundamental” es el “rechazo de la
codicia” y que ese motivo es “tan viejo como la literatura misma”, además de poseer, en el
caso de Darío, antecedentes en los poetas europeos que son contemporáneos al nicaragüense y
que Íñigo se encarga de precisar. No obstante, es este mismo crítico quien da un paso más allá
e insiste en que en “La canción del oro” se plasma también un “tema” que desborda a esa pieza
y que atañe a la obra entera de Darío y al modernismo en general: “la autocomprensión de la
situación del poeta y del artista en la época de institucionalización de la burguesía en América
Hispánica”, lo que, por cierto, genera en quien la escribe sentimientos encontrados de

177177 Rubén Darío. “La canción del oro” en Azul… México. Espasa-Calpe, 1991, pp. 59-61.
57

emulación y de agravio: “Hay suficientes testimonios para creer que, durante largo tiempo,
Darío mereció el aristocrático desdén de algunos ‘intelectuales jóvenes’ chilenos”178.

Y con esta llave Darío le abre también la puerta a la actitud doble llamada a propagarse
y a prevalecer en la literatura latinoamericana del siglo XX, la de unos escritores que son
modernos y contramodernos a la vez. Son éstos unos escritores que integran en sí mismos y en
su trabajo aspectos sustanciales del programa cultural moderno, pero no sin resentir y
denunciar el menoscabo que a ello se asocia.

Que la contramodernidad aparece en Darío con el amoblado oligárquico antiguo, el


“aristocratizante y pasatista” que vilipendia Perus, constituye entonces un dato incontrovertible
de la causa, pero también constituye un dato incontrovertible de la causa que eso no implica
una adhesión de Darío a “lo antiguo” per se, sino al prestigio “tradicional” que lo acompaña y
con el que él despectiva o furiosamente puede vestir el costado más reticente de su relación
con lo moderno. La metáfora del “reino interior” y el decorado exótico (pájaros heráldicos, el
cisne en primer término, junto a motivos seudohistóricos, orientalistas, fantásticos, de
elegancia contemporánea e incluso algunos de un americanismo previamente pasado por la
peluquería), responden a las exigencias de ese mismo prurito. Son los alimentos de una
alternatividad ansiada y buscada, deseo de un mundo paralelo al mundo burgués, pero no
necesariamente dichoso, como cuando su trasfondo es la alcohólica marginalidad de la
“inquerida bohemia”.

En el mismo sentido me parece que habría que abordar la búsqueda modernista de un


lenguaje otro que el del habla cotidiana, surgido del magín del poeta demiurgo, aunque no por
eso menos consciente él de que ese lenguaje es el producto de un hábil ejercicio de su destreza
técnica “moderna”. Recuérdese, a propósito de esto que ahora señalo, la amonestación del
Darío de las “Palabras liminares” de Prosas profanas a los jóvenes poetas por su
“desconocimiento del Arte al que se consagran”179.

Finalmente, como lo mencioné en un capítulo anterior, la actitud antiburguesa


modernista se puso también de manifiesto en la convivencia, difícil, pero convivencia al fin, de
los “nuevos” con los “viejos” en ciertos espacios públicos, por ejemplo en el Ateneo de
Buenos Aires, donde, enemigos los unos de los otros, pero sentados en sillones contiguos,
repudiaban a coro las groseras motivaciones del “presente plutocrático”.

Por lo tanto, estamos frente a una estrategia en apariencia “tradicional”, pero sólo “en
apariencia”, porque en los poetas modernistas ella es tradicional en tanto que profesional,
porque está destinada, deliberadamente o no, a inyectarle contenido a la “diferencia”, a la que
Darío procura introducir entre el discurso de Azul… y Prosas profanas (1896) y el de los
dueños contemporáneos del poder y la riqueza, la primera dentro de una serie que tendrá
continuidad y que Darío comparte entonces con los demás bardos de su generación. Estoy
pensando en el mexicano Salvador Díaz Mirón (1858-1928), autor de Poesías (1886) y Lascas

178178 Luis Íñigo Madrigal. “Darío en Chile: “La canción del oro”. Anales de Literatura Hispanoamericana, 28
(1999), 795 y 799.

179179 Darío. “Palabras liminares”, 179.


58

(1901); en el también mexicano Manuel Gutiérrez Nájera, en Poesías (1896), una recopilación
póstuma de poemas publicados sueltos durante su vida, desde los ochenta; en el cubano Julián
del Casal, en Hojas al viento (1890), también autor de poemas sueltos que son anteriores; y en
el colombiano José Asunción Silva, en Poesías (1886). No mucho después se agregarán a esa
lista el boliviano Ricardo Jaimes Freyre (1868-1933), con Castalia Bárbara (1899); el
mexicano Amado Nervo (1870-1919), con Místicas (1898); el colombiano Guillermo Valencia
(1873-1943), con Ritos (1898); y el argentino Leopoldo Lugones (1874-1938), al menos en la
primera de sus muchas volteretas, con Las montañas de oro (1897).

Todos ellos, y entre ellos Darío, tuvieron sus ojos puestos en los poetas postrománticos
franceses, principalmente en los del Parnaso, en Leconte de Lisle, en José María Heredia y en
otros, un poco menos en los simbolistas, si se exceptúa a Verlaine (también habría que agregar
a esta lista algunos de los soles más refulgentes en el firmamento literario europeo de aquella
época, que son los “raros de Francia, de Italia, de Inglaterra, de Rusia, de Escandinavia, de
Bélgica y aun de Portugal” de cuyo conocimiento se ufanó Rubén en sus memorias). Negar
esas influencias sería deshonesto de mi parte, aunque no por eso dejaré de señalar que sus
receptores criollos no se igualaban, porque no podían hacerlo, con sus colegas del otro lado
del Atlántico. El dandy Gutiérrez Nájera, que amaba París como ninguno, pero que conjeturaba
que el París que él tenía en su imaginación era preferible y con mucho al de la realidad, estaba
revelando con esa sola conjetura más de lo que probablemente hubiera podido decir con mil
palabras:

En dulce charla de sobremesa,


mientras devoro fresa tras fresa
y abajo ronca tu perro Bob,
te haré el retrato de la duquesa
que adora a veces el duque Job.

No es la condesa de Villasana
caricatura, ni la poblana
de enagua roja, que Prieto amó;
no es la criadita de pies nudosos,
ni la que sueña con los gomosos
y con los gallos de Micoló.

Mi duquesita, la que me adora,


no tiene humos de gran señora:
es la griseta de Paul de Kock.
No baila boston y desconoce
de las carreras el alto goce,
y los placeres del five o’clock.

[…]

Si pisa alfombras no es en su casa,


si por Plateros alegre pasa
y la saluda Madame Marnat,
59

no es, sin disputa, porque la vista;


sí porque a casa de otra modista
desde temprano rápida va.

[…]

Toco; se viste; me abre; almorzamos;


con apetito los dos tomamos
un par de huevos y un buen bistec,
media botella de rico vino,
y en coche juntos, vamos camino
del pintoresco Chapultepec180.

¿Cómo no ver, en la grisette de “El duque Job”, una evocación no de las grisettes de
París sino de las “grisetas” del México porfiriano de la década del ochenta, unas muchachas
cuya aparición en el mapa societario era consecuencia del movimiento de modernización que
el país y la ciudad capital estaban experimentando a esas alturas? La modernidad mexicana (y
la latinoamericanana) había empezado a necesitar a esas jóvenes y a integrarlas en la fuerza de
trabajo, haciendo de ellas, o al menos de algunas de ellas, “mujeres libres”, lo que atraía a los
petimetres porfiristas como la miel a las moscas. Gutiérrez Nájera es uno de esos petimetres y
no quiere que su lector lo malentienda, por lo que es meticuloso para describir a su amante,
determinando, con una minuciosidad que a primera vista parece no tener justificación, tanto su
locus social como su picante atractivo: no es ni una condesa, ni una campesina, ni una criada,
ni una jovenzuela soñadora, ni una burguesa ricachona y un tanto ligera de cascos. Es un
nuevo “tipo”, vgr.: una nueva “clase”, de mujer. De ahí que en un lúcido y bello artículo sobre
este poema, José Emilio Pacheco no sólo haya puesto énfasis en el “método librecambista y
expropiador” del autor, cuando “a partir de dos textos de Musset y una traducción de Agustín
F. Cuenca pone de cabeza el exotismo”, el de procedencia francesa, sino que también
identificó a la joven y su oficio: “Marie Rose Alphonsine Remy, diseñadora de sombreros en el
almacén de Madame Anciaux” de la Ciudad de México181.

¿Y Casal? ¿Y su “desencanto de la vida”, su “tedio incurable”, su “mortal pesimismo”,


su “implacable neurosis”? Si es cierto que esos sentimientos pesarosos del cubano eran rebotes
de su severa adicción a la poesía francesa, que por lo demás él consideraba atributos esenciales
de la personalidad del poeta, como también parece haber sentido que lo era su devoción
parnasiana por el color y la forma, no es menos cierto que, según lo establece Ángel Augier, no
pueden desvincularse del desengaño profundo que le produjeron su “desventura” personal y el
“fracaso” de sus compatriotas en la primera guerra de independencia 182. Augier, que le ha
180180 Manuel Gutiérrez Nájera. “El duque Job” en Poesías completas, ed. Francisco González Guerrero, II.
México. Porrúa, 1978, pp. 18-21.

181181 José Emilio Pacheco. “El sueño de una noche porfioriana”. En internet: http://www.
letraslibres.com/revista/convivio/manuel-gutierrez-najera-el-sueño-de-una-noche-porfiriana

182182 “De 1868 a 1878, la primera guerra de independencia de los cubanos, culminó en fracaso precisamente el
mismo año en que cumplía Casal los quince de su edad. A sus desventuras personales y familiares, pues la ruina
60

seguido la pista a ambos desengaños, tanto en los poemas como en la prosa de Casal, no cree
que sea posible entenderlo con prescindencia de tales factores. Un ejemplo fácil lo
encontramos en el primer poema de Hojas al viento, su “Autobiografía” (1890):

Nací en Cuba. El sendero de la vida


firme atravieso, con ligero paso,
sin que encorve mi espalda vigorosa
la cara abrumadora de los años.

Al pasar por las verdes alamedas,


cogido tiernamente de la mano,
mientras cortaba las fragantes flores
o bebía la lumbre de los astros,
vi la Muerte, cual pérfido bandido,
abalanzarse rauda ante mi paso
y herir a mis amantes compañeros,
dejándome, en el mundo, solitario183.

Una demostración adicional, que yo pienso que contribuye a dilucidar a mayor


abundamiento la variante latinoamericana de los “francesismos” modernistas se obtiene
cuando los careamos con los no menos siúticos pero en cierto sentido más verosímiles del
guatemalteco Enrique Gómez Carrillo (1873-1927). Francófilo a rabiar, Gómez Carrillo hizo
aquello con lo cual muchos de sus colegas coquetearon, pero que finalmente no pudieron o no
se atrevieron a hacer. Viajó a Europa a los diecinueve años de edad y ahí se quedó hasta su
muerte, a los cincuenta y cuatro, actuando como “puente de acceso a las editoriales y al
periodismo, y también como intermediario en la sociabilidad de café, lugar donde introduce a
los hispanoamericanos recién llegados ante los escritores de fama” 184. Ése es el ángulo de su
carrera que lo retrata con mayor exactitud, el de “traductor”, en el significado que Beatriz
Sarlo le dio a este vocablo cuando especuló sobre las proclividades, posteriores pero no menos
europeístas, de la gran dama Victoria Ocampo. Traductor en un sentido amplio, por lo tanto: de
la literatura y los literatos europeos para el mundo hispánico y de la literatura y los literatos
hispánicos (menos, pero también lo hizo) para el mundo europeo. Llevado por esa vocación
divulgadora, que era el placebo que aplacaba el deseo de una inserción imposible, Gómez
Carrillo dirigió en París El Nuevo Mercurio, una revista con la que más aspaventosa que
realmente pretendía hacerle la competencia a sus antiguos patrones del Mercure de France.
Escribió novelas, poemas, crítica periodística y crónicas, éstas las únicas que todavía

financiera del padre ocurrió en ese lapso, se agregaron las desventuras de su pueblo”. Ángel Augier. “Prólogo.
Julián del Casal en el contexto del modernismo hispanoamericano” en Julián del Casal. Páginas de vida, poesía y
prosa. Ángel Augier, ed. Caracas. Ayacucho, 2007, p. XXIII.

183183 Ibid., 6.

184184 Beatriz Colombi. “Camino a la Meca: escritores hispanoamericanos en París (1900-1920)” en Altamirano,
ed. Historia de los intelectuales…, 550.
61

conservan algún interés. Tanto o más conocido en aquel tiempo que el taciturno Darío, con un
talento social envidiable y del que el nicaragüense carecía por completo, se satisfizo con este
camino in beteween de legitimación. Hoy es una figura curiosa, un personaje respecto del cual
interesan más los chismes sobre su vida privada que los veintisiete tomos de sus obras
completas. Y no es el único. Los peruanos García Calderón, a quienes me referí en el capítulo
segundo de este escrito, y el chileno Francisco Contreras (1877-1933), autor de Les écrivains
contemporains de l’Amérique espagnole (1920), desarrollaron en París una labor de
características similares.

En el siglo XX, la diferencia esteticista que introduce el Darío de Azul... experimenta


dos o tres metamorfosis, que cristalizan primeramente en ciertas vanguardias. No en todas, por
lo tanto, y cuando eso llega a ocurrir no es sino el resultado de un esfuerzo por marcar la
alternatividad autosuficiente de “lo estético”. Es ésa la distancia que distinguirá a la política
“artística” del creacionismo huidobriano o a la de los Contemporáneos en México (“el poeta es
un pequeño dios”, a lo Huidobro185, o “Lleno de mí, sitiado en mi epidermis”, a lo José
Gorostiza186) respecto de la que, también en México, proclamaron por ejemplo los muralistas,
Rivera, Orozco y compañía (“soldado de la revolución”, es como se autodefine Rivera187).

Ostensible ya en el último modernismo, el del uruguayo Julio Herrera y Reissig, desde


Las pascuas del tiempo, de 1900, a Las clepsidras, de 1910, y en el del argentino Leopoldo
Lugones, el de Lunario sentimental, de 1909, en el esteticismo de esa vanguardia yo no veo
una ruptura con el esteticismo previo de Darío durante los años del apogeo modernista. No es
muy diferente el Huidobro que, por boca del barón Gilles de Raiz, proclama su odio hasta del
polvo que pisan sus zapatos, del Darío que en las “Palabras liminares” de Prosas profanas se
jacta de sus “manos de marqués”. Con todo, y esto es lo que verdaderamente importa, en el
caso del vanguardismo de Huidobro se trataba de una continuidad contrahegémonica
remaquillada, puesta à la mode de acuerdo a los experimentos del arte europeo de comienzos
de siglo, algunas de cuyas muestras viajaban regular y raudamente desde París a Santiago para
aterrizar en las mesas del “salón” literario que en su aristocrática “casa de Alameda y San
Martín” comandaba su madre, doña Luisa Fernández Bascuñán de García Huidobro 188. Como

185185 Vicente Huidobro. “Arte poética”. El espejo de agua en Obras completas de Vicente Huidobro, I. Braulio
Arenas, ed. Santiago de Chile. Zig-Zag, 1963, p. 255.

186186 José Gorostiza. Muerte sin fin en Poesía y poética. Edelmira Ramírez, ed. Santiago de Chile. ALLCA
XX/Editorial Universitaria, 1997, p. 65.

187187 La cita proviene de un texto que reivindica el mural que John D. Rockefeller le encargó para su Rockefeller
Center y que hizo destruir después, “The Radio City Mural”. Apareció en un suplemento de Workers Age (15 June
1933); lo reproduce Irene Herner de Larrea et al en Diego Rivera, Paraíso Perdido en Rockefeller Center.
México. EDICUPES, 1986.

188188 Cedomil Goic. “Cronología bio-bibliográfica” en Vicente Huidobro. Vida y obra. Las variedades del
creacionismo. Santiago de Chile. LOM, 2012, p. 239. Para una biografía completa, véase en el mismo libro el
capítulo “Biografía de Vicente Huidobro”, pp. 11-33.
62

lo expliqué en otra parte, con los modernistas se había escrito el primer capítulo de una historia
que iba a tener otros, los de las ofensivas periódicas que se han hecho, se siguen y es casi
seguro que se van a seguir haciendo para confundir la moderna búsqueda de un espacio propio
para la práctica de la literatura con la habilitación de un programa autonómico tout court, el de
un quehacer imporoso absolutamente, poniendo así en circulación, en América Latina, con una
energía digna de mejor causa, condenada a desbaratarse siempre, una idea del arte como “la
promesa de un universo otro, a cubierto de los conflictos de la historia y, en especial, a
cubierto de las condiciones que posibilitan la propia escritura, de su ser ésta la hija deficitaria
de un padre rencoroso”189. Me estoy refiriendo, es claro, muy concretamente, a las que Julio
Ramos ha identificado como las “condiciones de imposibilidad de la autonomización”, cuyo
rastreo constituye uno de los objetivos de su libro de 1989: al deseo de autonomización, que
diagnosticó Henríquez Ureña por primera vez y en el que Rama insistió posteriormente, se
oponía, quizás más de lo que Ramos cree, el sino de una imposibilidad que no era sólo
personal, ni tampoco sólo histórica, sino que venía ya inscrita en la naturaleza misma de la
práctica190.

Por lo mismo, intentar sortearla era y es un gesto vano. Un gesto vano “allá” y, con
mayor razón, “acá”. Hasta podemos darle al comienzo de la frustración del esteticismo
modernista una fecha precisa, la del Tratado de París, el que puso fin a la guerra entre España y
Estados Unidos, el 10 de diciembre de 1898. Todos los críticos se manifiestan de acuerdo en
que, al menos desde el punto de vista de los contenidos de su escritura, hay un Darío anterior y
otro posterior al 98. Que uno es el Darío de Azul… y Prosas profanas, el de las fiestas galantes,
las marquesas pizpiretas, las ninfas saltarinas, las flores de lis y los pájaros heráldicos, y que
otro es el de Cantos de vida y esperanza, el decaído, el desilusionado, el triste, el que le canta a
la “juventud” que se le ha ido “para no volver” y a la ”tumba” que lo aguarda “con sus
fúnebres ramos”191. Para no distraernos con las salidas de madre del Darío antiimperialista, que
también existen y cuyas huellas persiguió Jorge Eduardo Arellano, primero en su recopilación
Tantos vigores dispersos. Ideas sociales y políticas y, más recientemente, en su edición de los
Escritos políticos del vate.

Roberto Fernández Retamar lo pone igualmente de relieve, cuando con rigor


historiográfico postula que en el modernismo se forja “la unidad de España e Hispanoamérica,
ya que en el último cuarto del siglo XIX, afirmadas ya e incluso en vías de expansión
imperialista las potencias capitalistas de Europa y los Estados Unidos se hace evidente que no
sólo los países hispanoamericanos, sino la propia España no se cuentan entre esas potencias:
han sido marginados de la línea mayor de la historia, y constituyen lo que, entrado el siglo XX,
se llamará países subdesarrollados”192. El 98 había puesto entonces las cosas en claro; no había
ya por dónde perderse. La “literatura pura”, la total y completa “autonomía del objeto
189189 En “Darío, Azul… y el modernismo”. Clásicos latinoamericanos. Para una relectura del canon. Santiago
de Chile. LOM, 2011, pp. 155-197.

190190 Ramos. Desencuentros…, 12.

191191 Rubén Darío. “Canción de otoño en primavera” y “Lo fatal” en Mejía Sánchez, ed. Poesía, 270-272 y 297.
63

estético”, su peculiar “autosuficiencia”, era e iba a seguir siendo, entre nosotros, un sueño de
opio.

Cuando nos hacemos partícipes de una interpretación como ésta es cuando de literatura
pasatista o “residual” el modernismo se nos transforma en una literatura “emergente”
(Williams de nuevo). Los modernistas hispanoamericanos estarían levantando en y con sus
obras no un frente de resistencia a la modernidad sino una estrategia de adopción de la misma,
pero una estrategia de adopción que supone hacerla suya en sus términos y no en los términos
de la vieja o la nueva oligarquía. Y, como si ello no bastara, añadiéndole a esa decisión una
perspectiva de futuro.

Después de lo expuesto, considero que no me queda otro camino que volver sobre una
tesis que planteé por primera vez hace treinta años, cuando, contra el criterio de los partidarios
de otorgarle este galardón a la vanguardia (una postura errónea en la que yo mismo había
incurrido previamente y que desde la década del veinte estuvo asociada sin duda con el ánimo
refundacional de las capas medias de América Latina durante una etapa de cosecha ideológica
y política), defendí la idea de que el modernismo era el punto de partida de la modernización
de la literatura hispanoamericana, en consonancia esa modernización, si bien a su manera, a la
manera literaria, con la de nuestras sociedades en general193. Y que puesta la discusión bajo
esa óptica, podía afirmarse que el modernismo posee una doble faz: la del sistema y la del
subsistema literario. En tanto sistema, el modernismo nace, crece, agoniza y fallece en el
mundo hispánico durante un lapso de treinta años o algo más (en este último caso cuando se
hace coincidir su fin con la muerte de Darío, en 1916), redibujándose de este modo la curva de
aparición, auge y declive que la crítica más antigua solía proponer con sus medias, pero en más
de un sentido también válidas, razones194. En tanto subsistema, sin embargo, abierto hacia e
integrándose dentro de un dominio estético y cultural mayor, el modernismo marca la
introducción de la modernidad en la historia de las literaturas de nuestra lengua y una
modernidad que obviamente se conecta con (aunque tampoco aquí la repita exactamente, y en
eso consiste el error de Onís, Jiménez, Lida, Gutiérrez Girardot y varios más de los que son
aficionados a leer los textos latinoamericanos como missreadings contrahechos de sus
contrapuntos europeos) la misma tendencia en el turf mucho más vasto de la historia de las
literaturas de Occidente. Esto significa que en la primera de las dos acepciones, hacia 1910 ó

192192 Roberto Fernández Retamar. “Modernismo. Noventa y ocho. Subdesarrollo” en Ensayo de otro mundo.
Santiago de Chile. Universitaria, 1969, p.54.

193193 “En torno a la llamada generación de dramaturgos hispanoamericanos de 1927 más unas pocas
observaciones sobre el teatro argentino moderno (Elementos de autocrítica)”. Revista de Crítica Literaria
Latinoamericana, 16 (1982), 67-76.

194194 Max Henríquez Ureña, por ejemplo: “Las dos últimas décadas del siglo XIX señalaron el advenimiento de
una revolución literaria que abarcó en su órbita a todos los pueblos de habla española en el Nuevo Mundo […] En
1910, un alto poeta, enrique González Martínez, lanzó en admirable soneto, a los cuatro vientos del espíritu, el
grito de guerra: ‘¡Tuércele el cuello al cisne!’. Eso fue la hora crepuscular del modernismo. El cisne moribundo
entonaba ya su postrer canto”.”. Max Henríquez Ureña. Breve historia del modernismo. México. Fondo de
Cultura Económica, 1954, pp. 11 y 34.
64

1920 el modernismo es un cadáver. En la segunda, y no obstante las alharacas del ventarrón


postmoderno, todo parece indicar que continúa gozando de buena salud.

Parecido es el argumento que mutatis mutandis uno puede desarrollar a propósito de los
relatos de Joaquim Maria Machado de Assis, el grande, el admirable, el único narrador
latinoamericano del siglo XIX dotado de estatura mundial. Nacido en 1839, en el Morro do
Livramento de Rio, mulato, hijo del hijo de un esclavo y de una lavandera de las islas Azores,
morirá sesenta y nueve años más tarde siendo presidente de la Academia Brasileña de Letras,
venerable y venerado, debajo del manto de dignidad con que la recién inaugurada República
corrió a cubrir su ataúd.

Se acusa a Machado de conservador, de servidor obsecuente del statu quo cualquiera


que él fuese, monárquico primero y republicano después. Sin embargo, si uno lee sus novelas
con cuidado, como lo ha hecho Roberto Schwarz y en especial las tres que ese crítico
considera que son las que dan comienzo a su fase madura, Memórias Póstumas de Brás Cubas
(1881), Quincas Borba (1891) y Dom Casmurro (1899), lo que obtiene no es una estrella del
conservadurismo político e intelectual de su país, ni tampoco un escritor que se limitó a dar
cuenta de la sociedad brasileña de su época a la manera de los realistas y los naturalistas
oligárquicos, sino uno que fue capaz de contar los procesos modernizadores que estaban
teniendo lugar en esa sociedad, pero abstrayendo al hacerlo los mecanismos subterráneos de su
funcionamiento, convirtiéndolos al cabo en forma literaria, en “regla de escritura” 195. El fruto
de este quehacer es un arte mayor, que se nos revela investido con una modernidad distinta y
asaz poderosa, porque si por un lado no tiene parangón en la América Latina de su tiempo, por
el otro transforma a quien la genera en un visionario anticipador del porvenir. Schwarz no lo
duda. La prosa machadiana puede, nos asegura, competir ventajosamente, pero desde acá,
desde esta esquina, desde la esquina brasileña y latinoamericana, con las de Henry James,
Marcel Proust o Thomas Mann.

195195 Roberto Schwarz, Um mestre na periferia do capitalismo. Machado de Assis. 2ª ed. São Paulo. Duas
Cidades, 1991, p. 11.
65

Capítulo XI

Anarquistas y socialistas

Pero también considero que es mi obligación dejar constancia en estas páginas del
surgimiento en América Latina, para las mismas fechas, de una clase obrera, la que se gana su
condumio sobre todo en aquellos enclaves que mencioné en el primer capítulo de mi libro,
aunque además sea posible descubrirla procurándoselo en los muelles, en la construcción y la
operación de los ferrocarriles, en el transporte público, en las maestranzas y en el desarrollo
urbanístico, arquitectónico y fabril de algunas ciudades. Cualesquiera sean las limitaciones que
tuvo la implantación del capitalismo en América Latina, lo cierto es que la clase obrera crece
(Hernán Ramírez Necochea habla de entre doscientos y doscientos cincuenta mil obreros
chilenos en 1900, Luis González de setecientos mil mexicanos en los años finales del
porfiriato y David Rock de quinientos mil argentinos hacia 1914) y en el proceso de ese su ir
agregándose al cuadro societario protagoniza un salto cualitativo de envergadura. Como lo ha
estudiado Sergio Grez para el caso de Chile, desde un estadio prepolítico, de carácter todavía
“peonal”, que en el mejor de los casos tiene como única forma de lucha “el motín”, una
porción sustantiva del pueblo latinoamericano de entonces se desplaza hacia la condición del
proletario, esto es, hacia la condición del trabajador pertrechado con una conciencia que no era
ya únicamente conciencia “de sí”, sino conciencia “para sí”, dispuesto a actuar de conformidad
con ella y recurriendo para eso a “la huelga” organizada y, de ser posible, “general”. Cuando
ello ocurre, cuando esos hombres y mujeres han avanzado más allá de los objetivos
mutualistas de autoprotección e incluso los sindicalistas de mera reivindicación, es cuando
aparece un verdadero movimiento popular312.

Los historiadores nos cuentan que en los años postreros del siglo XIX y primeros del
XX América Latina se bañó con la sangre de los trabajadores. En julio de 1890 estalló en Chile
la que al parecer es la primera huelga general en la historia de América Latina y que alcanzó

312312 Ver: Sergio Grez Toso. “Transición en las formas de lucha: motines peonales y huelgas obreras en Chile
(1891-1907)”. Historia, 33 (2000), 141-225. Aprovecho de advertir que sólo tangencialmente he hecho un lugar
en este libro a los llamados “sujetos marginales”, esto es, a aquellos que no se enfrentaron con el polo
hegemónico de la modernización, ni con sus exigencias (disciplina, ética del trabajo, moralidad, higienización),
de un modo orgánico, con un programa definido y consciente (al menos, formalmente consciente, como en los
casos de los anarquistas y los socialistas), sino de un modo inorgánico: vagabundos, bandidos rurales, ladrones
urbanos, etc. Constituyen éstos un sector social muy amplio durante este período de la historia latinoamericana,
mucho más amplio que en períodos anteriores y debido a lo que a mi juicio no es otra cosa que un contrapunto
dialéctico vis-à-vis una modernización que, como una más de sus muchas contradicciones, procuraba proletarizar
a la población popular, pero que carecía incluso del deseo de promover el desarrollo industrial amplio que debió
constituir el fundamento para dicho empeño. Encarnan así, ellos también, una cierta rebeldía, que en algún
momento alimentó obras literarias de extraordinario valor (las de Manuel Rojas, por ejemplo) y que hoy está
siendo objeto del interés de los historiadores. No forman un compartimento estanco, como quiera que sea. La
narrativa de Rojas muestra, con claridad, los vasos comunicantes que unen a este inframundo con el de los
anarquistas. Para un sólido tratamiento del tema, ver: Lorena Ubilla Espinoza. Sujetos marginales en la narrativa
de Manuel Rojas. De disciplinamientos a focos de tensión con el proceso modernizador. Chile, 1870-1910. Tesis
para optar al grado de Magíster en Estudios Latinoamericanos. Universidad de Chile, 2012.
66

hasta diversas ciudades del país, siendo reprimida violentamente por las autoridades
balmacedistas, las mismas que se habían vanagloriado de contar con el apoyo de la clase
obrera hasta ese momento313. Pero la represión del 90 no puso fin a las protestas proletarias
chilenas, las que se prolongaron durante una década y media, alcanzando, para bien y también
para mal, sus hitos principales en los años que inauguran el siglo XX: en las huelgas de
ferroviarios, tranviarios, tipógrafos y suplementeros de 1902 en Santiago, en la de portuarios y
marítimos de 1903 en Valparaíso, en la “de la carne” de Santiago en 1905, en la huelga general
de 1906 en Antofagasta y hasta concluir en la “huelga grande” de Tarapacá, la que tuvo como
remate la masacre de la Escuela Santa María de Iquique, el 21 de diciembre de 1907, y que
dejó tres mil o más muertos, porque la verdad es que nadie sabe hasta hoy cuál fue su número
exacto. La Argentina tiene sus propias efemérides siniestras, primero en la huelga de inquilinos
de 1907, que les costó la deportación a sus dirigentes europeos de filiación anarquista y la vida
al joven libertario Miguel Pose; luego, en la matanza del 1° de mayo de 1909, cuando la
policía de Buenos Aires asesinó en la Avenida de Mayo a doce obreros e hirió a otros ochenta;
e inmediatamente después, en la respuesta a esa matanza con la convocatoria a y la realización
victoriosa de una huelga general, en la llamada Semana Roja de 1909, y de cuya represión se
encargaron los militares. Estos últimos acontecimientos prefiguran la posterior Semana
Trágica del irigoyenismo, la de enero de 1919, y la denominada Patagonia Rebelde de 1920 y
1921, ésta entre los peones y obreros de las estancias y frigoríficos de Río Gallegos, cuyo fin
fatídico fue la cacería y el fusilamiento, por orden de la oficialidad enardecida, de más de un
millar de huelguistas.

En el México del porfiriato, las huelgas de Cananea, en Sonora, en 1906, y Río Blanco,
en Veracruz, en 1907, la primera contra una compañía minera estadounidense, la Cananea
Consolidated Copper Company, una filial de la Anaconda, y la segunda contra una textil de
propiedad francesa, ambas de estas huelgas con participación anarquista, dejan igualmente un
reguero de muertos. Se las considera por eso acciones precursoras de una Revolución a la cual
algunos mexicanos atentos sentían ya venir y que yo pienso que va siendo hora de recusar
como puramente “agraria”, como si lo que ahí y entonces pasó en México no hubiese sido más
que el alzamiento de unos campesinos conservadores que “no querían cambiar y, por eso
mismo, hicieron una revolución”314. O, peor aún, según se le ocurrió al poeta ganador del
Premio Nobel de 1990, como si aquello no hubiese sido otra cosa que un regreso a “la madre”,
un “regreso a los orígenes […] a ese mundo del que, de un solo tajo, quisieron desprenderse
los liberales”315.

313313 No es la primera huelga “moderna” del país, sin embargo. Ramírez Necochea cuenta “alrededor de sesenta
conflictos entre 1884 y 1889”, desde el del Mineral Sierra Gorda, en Antofagasta, en julio de 1884, a la huelga de
obreros del ferrocarril, en la Oficina Lautaro-Santa Luisa de Taltal, en 1889. Hernán Ramírez Necochea. Historia
del movimiento obrero en Chile. 2ª ed., Concepción, LAR, 1986, pp. 282-285.

314314 John Womack Jr. Zapata y la revolución mexicana, XI.

315315 Octavio Paz. El Laberinto de la soledad en El laberinto de la soledad, Postdata, Vuelta a El laberinto de la
soledad. México. Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 157.
67

Brasil contribuye a esta misma estadística con dos huelgas grandes, la de 1917 en São
Paulo y la de 1918 en Rio, Niteroi y Petrópolis, también con participación anarquista y
similares consecuencias.

Y suma y sigue…

Por ejemplo, en el Caribe, en el interesantísimo caso de la industria tabacalera de Cuba


y Puerto Rico, que al contrario de la mecanizada industria del azúcar requería de una mano de
obra abundante, compuesta de “torcedores” y especialmente de “torcedoras” (se las
consideraba de dedos más diestros para esa faena). Son mujeres que tendrán un papel de
considerable magnitud en la formación del movimiento obrero de ambos países, trabajando en
empresas que por lo general eran de propiedad estadounidense, entre ellas las filiales del trust
de la American Tobacco Company, y no sin los conflictos laborales que son de suponer, como
ocurre con las huelgas puertorriqueñas que se desatan desde mediados de la primera década del
siglo y que desembocan en la primera huelga general de la industria del tabaco en 1914.

Este es el contexto donde, trenzados en un conflagración abierta y a menudo sangrienta


con la oligarquía modernizadora, irrumpen los contrahegemónicos esta vez sin medias tintas:
los militantes anarquistas y los militantes socialistas. Se los divisa tanto en las ciudades
grandes como en los pueblos pequeños, en los puertos y aun en los villorrios más apartados
(escribe Sergio Grez que en 1894 el ministro chileno Enrique Mac-Iver “comunicó al
Intendente de Malleco que el Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario de Francia
había informado al Ministerio de Relaciones Exteriores que el súbdito italiano Ricardo Roesi,
residente en Traiguén, hacía públicamente profesión de anarquista, por lo que ordenaba
vigilarlo y averiguar sus intenciones”316. ¿En Traiguén…? ¿en 1894? Hoy Traiguén tiene
menos de veinte mil habitantes. Me pregunto: ¿Cuántos habrá tenido en ese entonces?).

Codo a codo con los artesanos más y menos libres, con los zapateros, con los
peluqueros, con los suplementeros, con los panaderos, con los gráficos, con los albañiles y los
pintores de brocha gorda, o insertos en las comunidades de la naciente clase obrera, los
anarquistas y los socialistas se van ganando de este modo un espacio específico dentro del
campo cultural que yo estudio en este libro, pero no para arrellanarse en él apaciblemente sino
para descomponerlo con sus arsenales de frustración y de furia y para recomponerlo después
con la cálida argamasa de la solidaridad. Se rebelaban así contra una modernización que no
sólo no había mejorado las condiciones de vida de los trabajadores, sino que las había
empeorado y muchas veces de una manera pavorosa. Y se rebelaban no para volver de ese
modo al pasado sino para construir el futuro.

Propenden los programas de unos y de otros a la constitución de una sociedad


igualitaria y fraterna. Son anticapitalistas, internacionalistas, antimilitaristas y partidarios de la
emancipación de la mujer, pero difieren en las que consideran cuestiones intransables y en
ocasiones con rudeza. Por lo pronto, en lo que toca al tema del Estado: se lo elimina o se lo
toma y se lo pone al servicio de una dictadura de los trabajadores; a la orgánica de las
316316 Sergio Grez Toso. Los anarquistas y el movimiento obrero. La alborada de “la idea” en Chile, 1893-1915.
Santiago de Chile. LOM, 2007, pp. 27-28.
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comunidades y los focos de resistencia: autoritarios versus no autoritarios; y a los métodos de


lucha: una lucha que no excluye la espera a que se den las “condiciones objetivas” para la
acometida final, así como la incorporación en el intertanto a cualquiera sea la institucionalidad
de turno, del costado de los socialistas, versus la desvinculación completa y la “acción
directa”, aquí y ahora, de parte de los anarquistas. Son modernos también, pero modernos de
los de la otra vertiente, de la emancipadora, aquella que el capitalismo dejó afuera porque
dentro de sus presupuestos simplemente no tenía cabida. Escribe Julio Pinto:

Enarbolando ideologías como el anarquismo, el sindicalismo o el socialismo, militando


en organizaciones sociales, culturales o políticas ceñidas a la más estricta racionalidad
instrumental [sic], denunciando la incapacidad de sus elites modernizadoras para
difundir los beneficios del progreso más allá del reducido círculo conformado por ellas
mismas, los nuevos actores mesocráticos o populares se apoderaron para sí de la utopía
y reclamaron su propio derecho a ponerla en ejecución. En su versión más moderada,
esta reivindicación se orientó hacia la incorporación de los muchos excluidos al plano
de la ciudadanía política, el bienestar material y la ilustración, sin que ello implicara
necesariamente romper con la legalidad existente o eliminar de plano las jerarquías
establecidas. En la versión radicalizada, se descalificó abiertamente a los Estados y
oligarquías liberales como constructoras de modernidad, llamando a la conquista del
poder político por parte de los únicos capaces de cumplir integralmente con la trinidad
emancipadora de la libertad, la igualdad y la fraternidad317.

Radical sin componendas ni concesiones, entonces, la “versión” de la “utopía” de la


que me interesa dar noticia en este capítulo es la que proviene desde abajo de la pirámide
social. Habiendo llegado a Latinoamérica en las conciencias y equipajes de los inmigrantes, lo
que nadie que tenga un mediano conocimiento acerca del tema pone en duda, en América
Latina adquirió, como suele ocurrir con los regalos similares que nos envían y nos siguen
enviando las metrópolis del centro del mundo, características propias.

En lo que respecta a los anarquistas, en nuestro tiempo, y no por casualidad, se observa


una reactivación del interés por su legado. El anarquismo chileno, por ejemplo, al que la
historiografía socialista de los años cincuenta del siglo XX acusó de haber sido no un
contribuyente sino un estorbo en el proceso de emancipación de la clase proletaria 318, cuenta
317317 Julio Pinto V. “De proyectos y desarraigos…”, 108-109.

318318 “Añádase a esto [a las varias razones que explicarían el fracaso del Primer Partido Socialista que hubo en
Chile] la presencia deformadora que el anarquismo tenía en nuestro país. Hemos puntualizado ya que en 1893
había claras manifestaciones de un grupo anarquista que seguramente actuaba con anterioridad a esa fecha. Este
grupo realizaba una propaganda regularmente activa; de este modo, era frecuente que en periódicos como El
Pueblo de Valparaíso, La Democracia de Santiago, El Jornal de Iquique o El Obrero de la Serena, se
reprodujeran artículos de Kropotkin y de otros dirigentes anarquistas, en los cuales se atacaba al socialismo de
una manera directa y a veces violenta. Sus dirigentes daban pruebas de gran confusión ideológica, de falta de
claridad en su pensamiento; su actividad carecía de perspectivas sólidas y permanecía dentro de los límites de un
individualismo desesperanzado, quejumbroso y escéptico que, entre otras cosas, dio origen a algunas curiosas
composiciones poéticas como “Libertaria” de Carlos Pezoa Véliz y “Hastío” de Magno Espinoza. Con estas
actitudes, con este bagaje, llegaban los anarquistas hasta la clase obrera; en vez de actuar en su seno como una
aguerrida vanguardia cuya misión consistía en educar y organizar a las clases trabajadoras, en dirigirlas
responsable y conscientemente en sus luchas, sólo sembraban en ellas la confusión, presentándoles objetivos
69

hogaño con el excelente libro de Sergio Grez Toso que yo cité más arriba: Los anarquistas y el
movimiento obrero. La alborada de “la idea” en Chile, 1893-1915. Gracias a esa
investigación de Grez y a otras similares que se están llevando a cabo en otros países (escribo
esto en mayo de 2011 y acaba de celebrarse un simposio sobre la materia en el Colegio de
México), sabemos hoy algo más sobre las dimensiones de la participación ácrata en esas
luchas populares que se libraron en América Latina en el contexto de la modernización
finisecular. Participación ésa de ellos que, además de ser valiosa por sus logros efectivos y
verificables, es reveladora de una entrega y un coraje a toda prueba. Entran en escena los
anarquistas latinoamericanos en la década del setenta319, en la del ochenta han establecido ya
una presencia poderosa y de ahí en adelante se multiplican, agrupados en sindicatos y
sociedades de resistencia, mutualistas al principio y a no mucho andar persuadidos de la
inevitabilidad de la lucha de clases. Fueron anarcosindicalistas en su mayoría, vis-à-vis los
anarcoindividualistas y los anarcocomunistas, y revolucionarios. Cuando decaen, hacia los
años veinte y treinta del siglo XX, es porque el poder hegemónico los arrasa o porque la oleada
socialista y nacionalista les tuerce la mano.

En lo que toca a la producción intelectual anarquista, yo pienso que para una historia de
la cultura en sentido amplio lo más impactante es el propagandismo, el proselitismo, la
difusión urbi et orbi de “la idea”. Hambre de saber y de comunicar lo sabido por parte de unos
individuos cuya educación formal era nula o exigua. En Buenos Aires, en 1909, según un
testimonio de M. Reguera que recoge Ángel J. Cappelletti, “las conferencias se sucedían a
granel entre los dos o tres oradores que había […] No era raro anunciar, por ejemplo, una
conferencia a las dos de la tarde en Almagro, otra a las tres en Corrales, una tercera a las cuatro
en Barracas y una cuarta en el centro a la noche” 320. Manuel Rojas, recordando a los
anarquistas a quienes él conoció y con quienes colaboró después de su llegada a Chile en 1912,
confirma y traslada el testimonio que transcribe Cappelletti acerca de los libertarios
trasandinos cuando se refiere a sus compañeros de este lado de la Cordillera como a unos
“revolucionarios de rompe y raja, de esos que parecen alimentarse de brasas y vidrio molido y
que al hablar en público parecen lanzallamas”321.
falsos o fragmentarios, restringiendo el campo de sus actividades e impidiendo que llegaran a poseer adecuados
instrumentos de lucha”. Ramírez Necochea. Historia del movimiento obrero en Chile…. 238-239.

319319 “Los historiadores del anarquismo parecen estar de acuerdo en tomar al folleto “Una idea”, editado en
Buenos Aires en 1879, como el punto de partida del pensamiento libertario en la Argentina (aunque Ingenieros
remonta los orígenes de este mismo grupo, el “Centro de Propaganda Obrera, a 1876)”. Horacio Tarcus. Marx en
la Argentina. Sus primeros lectores obreros, intelectuales y científicos. Buenos Aires. Siglo Veintiuno, 2007, p.
78.

320320 Ángel J. Cappelletti. “Anarquismo latinoamericano” en El anarquismo en América latina. Carlos M. Rama
y Ángel J. Cappelletti, eds. Caracas. Ayacucho, 1990, pp. XIX-XX.

321321 Manuel Rojas. La oscura vida radiante. Buenos Aires. Sudamericana, 1971, p 148. Llega recién a mis
manos una necesaria compilación de los textos anarquistas del joven Manuel Rojas. Un joven en la batalla.
Textos publicados en el periódico anarquista La Batalla 1912-1915, ed. Jorge Guerra C. Santiago de Chile. LOM,
2012. Escribe ahí: “anarquista siempre. Luchando contra las injusticias sociales. Contra las sombras infamantes
que ahogan a los pueblos. Contra el baluarte de la explotación. Contra la tiranía gubernamental. Y contra todas las
vallas que se opongan a la realización de nuestros ideales”, “Gritos de combate”, p. 19.
70

A esta comunicación oral, cara a cara, enfervorizadora en y por sí misma, se une el


aprecio casi religioso que sienten esos hombres y esas mujeres (porque así es, también
estuvieron ellas en la primera línea de fuego, como lo hice ver en el capítulo noveno de este
mismo volumen y como lo reitero sin falta en este otro capítulo: Luisa Capetillo en Puerto
Rico, Carmen Lyra en Costa Rica, Juana Belén Gutiérrez de Mendoza en México, Virginia
Bolten en Uruguay y Argentina y Carmela Jeria en Chile son sólo algunos de los muchos
nombres que conviene retener al respecto) por la letra impresa. Libros y sobre todo periódicos
se publican y circulan de mano en mano, de un lector a otro y de un espacio nacional a otro,
sumergidos en el fondo de los lustrines o de las cajas de herramientas y sin que los guardias
fronterizos se percaten de su existencia; los leen los que están habilitados para hacerlo,
mientras los otros escuchan lo que les transmiten aquellos que han aprendido a leer. Cappelletti
cuenta doce periódicos anarquistas en Buenos Aires en el paso del siglo XIX al XX, en
español, italiano y francés. Ellos son: Ni Dios ni Amo (1896), La Revolución Social (1897),
Ciencia Social (1897-1899), Germinal (1897-1898), El Rebelde (1899-1902), Los Tiempos
Nuevos (1900), Vida Nueva (1903-1904), Lavoriamo (1893), La Riscosa (1893-1894), La
Nuova Civilitá (1901), Venti Settembre (1895-1903) y Le Cyclone (1895). Aunque más activa
que otras, a ese florecer de la prensa anarquista de Buenos Aires no se lo debe considerar una
rareza. No hubo ciudad importante en el subcontinente en la que no circularan los periódicos y
panfletos libertarios.

Para no insistir mucho más en los “ideólogos”, los “propagandistas” y los “polemistas”
de aquel anarquismo latinoamericano de la época áurea, ni tampoco en las coqueterías de un
Borges (no es el único escritor “culto” que se autoconfiesa de esta persuasión, reforzándose
con ello la sospecha que es moneda corriente entre los socialistas según la cual el anarquismo
puede también servir de pantalla a las insubordinaciones de la conciencia pequeño burguesa.
Desde este punto de vista, Sara Rojo ha detectado una dramaturgia latinoamericana “culta” en
la que es documentable una “pulsión anárquica” y eso es así seguramente 322), yo diría que
entonces y después hubo escritores anarquistas de dos tipos.

El primero es el de aquellos de una evidente y provocadora extracción popular y de los


cuales se conservan en nuestro país unos pocos nombres. Útiles para dar con esos nombres son
los estudios y antologías de Pedro Bravo Elizondo, Cultura y teatro obrero en Chile 1900-
1930 y Raíces del teatro popular en Chile, y la Antología crítica de la dramaturgia anarquista
en Chile, de Sergio Pereira Poza, donde se pone de manifiesto un movimiento que es menos
reducido de lo que pudiera pensarse, a pesar de las rectificaciones que les ha hecho Grez a
ambos investigadores puntualizando que la dramaturgia ácrata no fue en Chile tan significativa
como lo que aducen Bravo Elizondo y Pereira Poza, si es que se la compara, por ejemplo, con
la producción argentina al respecto. Y, en el nivel local, tampoco fue tan significativa como la
dramaturgia socialista:

322322 Ver: Sara Rojo. Teatro y pulsión anárquica. Estudios teatrales en Brasil, Chile y Argentina. Santiago de
Chile. Editorial Universidad de Santiago de Chile, 2010.
71

Los anarquistas chilenos del período estudiado no se hacían ilusiones, aunque actuaban
con flexibilidad y realismo. Su muy magra producción teatral los llevaba a suplir la
falta de creaciones propias mediante la representación de obras de anarquistas
extranjeros (como el italiano Pietro Gori) o de otras tendencias políticas que actuaban
en el movimiento obrero chileno y hasta piezas dramáticas del ‘teatro burgués’ […] La
escasísima producción y actividad teatral anarquista durante este período contrasta con
la prolífica producción y actividades de la corriente socialista-comunista. Tan solo en la
región del salitre los militantes del partido de Recabarren mantuvieron entre 1913 y
fines de la década de 1920 los grupos teatrales Arte y Revolución, Centro Francisco
Ferrer Guardia y Arte y Libertad (denominado más tarde Centro Dramático Víctor
Hugo). Los militantes del POS, primero, y luego del PCCh, y su área de influencia
directa produjeron numerosas obras teatrales y representaron incontables obras de
variados autores a lo largo de muchos años […] En un estudio referido a la cultura y
política libertaria en Buenos Aires entre 1890 y 1910, el historiador Juan Suriano
calcula que durante la primera década del siglo XX --a excepción de los períodos en
que imperaba el estado de sitio-- los anarquistas realizaron en esa ciudad alrededor de
cuatro funciones mensuales, que podían llegar a nueve o bajar a una o dos323.

Yo quiero relativizar, sin embargo, las dudas que expresa Grez sobre los alcances de la
labor de los teatristas libertarios chilenos, no sólo porque la campaña que ellos llevaron a cabo
en el Norte Grande me parece que configura un “circuito productivo” con todos los elementos
que son necesarios para demostrar su existencia y eficacia, como intenté dejarlo establecido en
el capítulo octavo, sino porque me impresiona además la actividad que desplegó en Santiago,
desde 1913, la Compañía Dramática Chilena.

Formada por anarquistas de impolutas credenciales, Adolfo Urzúa Rozas, Antonio


Acevedo Hernández, José Domingo Gómez Rojas, José Santos González Vera y Manuel
Rojas, la Compañía Dramática Chilena debutó el 24 de diciembre de 1913 y logró sobrevivir
durante tres años. Su primer montaje fue En el rancho, de Acevedo Hernández, en el Teatro
Coliseo en función diurna y en el Teatro Excélsior en función nocturna, además de haber sido
llevada, posteriormente y por los propios colectivos populares anarquistas, hasta los barrios
periféricos de la capital. A esa pieza siguieron del mismo autor El inquilino y La peste blanca,
ambas en 1914, y Almas perdidas, en 1915. Con el encuentro entre el activista social y el
ladrón y con la alianza fraterna que ahí se forja entre ellos, en el fin del primer acto de Almas
perdidas Acevedo hace suyo uno de los temas más caros del anarquismo, el mismo al que
Manuel Rojas le sacará lustre muy poco después en sus cuentos y novelas y que sobrepasaba
sin la menor duda los límites de una conciencia exclusiva y excluyentemente proletaria:

Oscar.-- ¡Compañero!

Aguilucho.-- Amigo, su amigo quiero ser. Admítame.

Oscar.-- Con toda el alma.


323323 Sergio Grez Toso. “¿Teatro ácrata o teatro obrero? Chile, 1895-1927”. Ver en: http://catedramex-esp-
colmex.mx, pp. 12-13.
72

Aguilucho.-- Soy presidiario, hay robao y hay matao.

Oscar.-- Pero ha sido la vida que lo ha arrastrado. En usté vibra un alma grande capaz
de comprender lo bueno y lo noble.

Aguilucho.-- ¡Amigo!

Oscar.-- ¡Para siempre! (se abrazan y cae el telón)324.

No es pues insólito que, como anota Luis Pradenas, en el estreno de esta pieza de
Acevedo se haya hecho presente la policía buscando anarquistas y que haya puesto “bajo
arresto al dramaturgo, a los actores y a algunos del público325.

Mencioné, en otra parte, a Eva Golluscio de Montoya. Aparte de sus varios artículos de
recuperación y crítica teatral anarquista, considero imprescindible su libro Teatro y folletines
libertarios rioplatenses (1895-1910). Estudio y antología, publicado en 1996, por Girol Books,
en Canadá.

Por otro lado, refiriéndose a las inclinaciones poéticas de ciertos connotados


anarquistas chilenos, como Alejandro Escobar y Carvallo (1877-1966), Luis Olea Castillo (¿-
1908) y Magno Espinosa (mediados de los 70’s-1906), comenta Grez que “además de fundar y
dirigir periódicos, animar ateneos obreros y centros de estudios sociales, liderar huelgas y
escribir artículos políticos, incursionaron en la poesía como una forma de expresar sus
sentimientos redentores”326. Varios de ellos fueron incluidos, en efecto, en el capítulo que se
titula los “Poetas acráticos”, que es uno de los apéndices de Selva lírica, la enciclopédica
antología que publicaron en 1917 Julio Molina Núñez y Juan Agustín Araya. El de mayor
reconocimiento, según se lee ahí, era Francisco Pezoa (1885-?), un “ácrata tratable” [sic], con
“sobrado talento para señorearse en los barrios sub-urbanos” y cuyas “mejores composiciones”
serían “El ladrón”, “Anarkos”, “De vuelta del mitín” y “Canto de venganza” 327, esta última
conocida también como “La Pampa”, cuya letra yo mismo oí cantar hace ya muchos años:

324324 Antonio Acevedo Hernández. Almas perdidas. Drama de suburbio en tres actos. Santiago de Chile.
Imprenta El Progreso, 1918, p. 24. Es interesante que en un artículo de Eduardo Barrios para la revista Los Diez,
elogioso y reproducido en esta edición de la pieza, él haya descrito sin embargo a Oscar, el activista, como una
“mezcla de obrero y señorito, redentor sin fuego, educador pasivo y débil”, 7-8.

325325 Luis Pradenas. Teatro en Chile. Huellas y trayectorias. Siglos XVI-XX. Santiago de Chile. LOM, 2006, p.
261.

326326 Grez. Los anarquistas…, 189.

327327 Julio Molina Núñez y Juan Agustín Araya. Selva lírica. Estudios sobre los poetas chilenos. Edición
facsimilar. Santiago de Chile. LOM. Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, 1995, pp. 471-472.
73

Canto la Pampa, la tierra triste,


réproba tierra de maldición,
que de verdores jamás se viste,
ni en lo más bello de la estación…

No muy diferente es el panorama de la literatura popular anarquista en los demás países


de América Latina. En un libro de 2006, sobre la prensa popular peruana de las tres primeras
décadas del siglo XX, Gabriela Machuca Castillo, después de identificar el periódico Los
Parias (1904-1910) como “la publicación más representativa de la prensa anarquista” de
Lima328, establece que sus ejemplares contenían en promedio ocho contribuciones literarias.
Como este poema satírico, sobre “Los diputados”:

¡Un diputado! Y bien, ¿Quién le ha elegido?


¿El pueblo? No, por Dios. ¡Falsedad suma!
Paja vil ha flotado en esa espuma
que levanta la quilla de un partido

Volcar la débil urna ha conseguido


Y en el censo meter su doble pluma;
Le votan Juan Sin Miedo y Montezuma
¡Hasta sus propios muertos ha movido!329

El otro grupo es el de los profesionales de la escritura, integrantes ellos de una nómina


que cuesta menos reunir. Me limito aquí a los más conocidos: Alberto Ghiraldo (1875-1946),
Rodolfo González Pacheco (1882-1949) y José de Maturana (1884-1917) en la Argentina;
Florencio Sánchez en el Uruguay, aunque hizo casi toda su carrera teatral en Buenos Aires;
Carlos Pezoa Véliz (1879-1908, de quien se ocultaron y se siguen ocultando sus poemas
anarco-populares de denuncia330), Antonio Acevedo Hernández (que había ido haciendo el
328328 Gabriela Machuca Castillo. La tinta, el pensamiento y las manos. La prensa popular anarquista,
anarcosindicalista y obrera-sindical en Lima 1900-1930. Lima. Universidad de San Martín de Porres, 2006, pp.
179 y 247.

329329 Ibid., 179.

330330 Alguno pasa la criba, sin embargo, como el estremecedor soneto “La pena de azotes”:

Formado el batallón, rígido humilla


al pobre desertor aprehendido
que sobre el patio del cuartel tendido
siente el roce brutal de la varilla.

Sobre sus carnes ulceradas brilla


rojiza mancha. Escúchase un aullido.
Cada brazo en el aire da un chasquido
que las entrañas del soldado trilla.

El sol que sale en el nevado quicio,


Irónico sonríe ante el suplicio…
74

tránsito de dramaturgo-carpintero a teatrista reconocido, pero sin por eso claudicar de sus
principios ni en un ápice) y José Domingo Gómez Rojas, y algo más tarde Manuel Rojas y
José Santos Gonzalez Vera en Chile; el Manuel González Prada de Horas de lucha (1908) en
el Perú; en Costa Rica, un joven Joaquín García Monge (1881-1958), admirador de Kropotkin
y de Tolstoi desde los años de su paso por Chile y quien junto con Roberto Brenes Mesén
(1874-1947) editó a su vuelta en Costa Rica, en 1904, Vida y verdad, la primera de una serie de
publicaciones del mismo tipo cuya conducción asumió (posteriormente, como se sabe, García
Monge sería el director de Repertorio Americano, 1919-1959, una revista que con su nombre
rendía tributo a la publicación londinense de Bello de 1826 y que había de convertirse en una
de las más respetadas y de más larga duración en nuestra historia regional, en tanto que Brenes
Mesén se concentraba en la poesía y en la especulación filosófica y teórico-literaria); en
Paraguay, el hispano-paraguayo Rafael Barrett (1876-1910), quien ingresó a ese país en 1903,
cuando tenía veintinueve años, y cuyos escritos rebeldes fueron aplaudidos por Rodó en su
tiempo y después por Borges, Roa Bastos y Eduardo Galeano; en México, no pueden írsenos
sin al menos una nota las actividades de Ricardo Flores Magón (1873-1922), líder del Partido
Liberal Mexicano, que en realidad debió llamarse Partido Libertario Mexicano, pero se llamó
liberal para así autorepresentarse ante sus adherentes posibles como el único y auténtico
heredero del liberalismo juarista. Fue Flores Magón el editor de Regeneración, un periódico
que fundó con su hermano Jesús en 1900 y al que transformó en la piedra en el zapato primero
de Porfirio Díaz y después de los caudillos negociadores de la gesta revolucionaria.
Proféticamente:

Derramar Sangre para llevar al Poder a otro bandido que oprima al pueblo, es un
crimen, y eso será lo que suceda si tomáis las armas sin más objeto que derribar a Díaz
para poner en su lugar a un nuevo gobernante331.

Y en el Brasil, enorme como ese país es, si bien el foco de la agitación anarquista
estuvo en las grandes ciudades, en São Paulo y en Rio, sabemos que desde allí se desparramó
hacia las regiones. Nombres importantes son los de Gregorio Nazianzeno Moreira de Queirós
Vasconcelos (1878-1923), seudónimo, Neno Vasco, uno de los redactores de O Amigo do
Povo, el primer diario anarquista de São Paulo, Fábio Lopes dos Santos Luz (1864-1938), José
Oiticica (1882-1957) y el que después sería el historiador del movimiento, Edgard Leuenroth
(1881-1968).

Y mientras que vertiendo vibraciones

la banda el patio de sollozos llena,


una estatua cubierta de galones
mira impasible la salvaje escena…

Carlos Pezoa Véliz. Alma chilena. Obras completas 1912. Ernesto Montenegro, ed., y Naín Nómez, reed.,
Santiago de Chile. LOM, 2008, pp. 31-32.

331331 De un artículo en el primer número de la tercera época de Regeneración, el 3 de septiembre de 1910.


Citado por Diego Abad de Santillán. Ricardo Flores Magón. El Apóstol de la Revolución. Buenos Aires y La
Plata. Libros de Anarres y Terramar, 2011, p. 87. El trabajo de Abad de Santillán está fechado en 1924.
75

Pero si me piden que dé aquí el nombre de un escritor de genio, dentro del grupo de
aquellos anarcos letrados de comienzos del siglo XX en Latinoamérica, yo no vacilo y doy el
del brasileño Afonso Henriques de Lima Barreto (1881-1922). Lima Barreto hace su debut en
el campo literario brasileño durante el período que los críticos de ese país denominan del
“premodernismo” (para nosotros, los hispanoamericanos, el lapso “postmodernista”, el que
precede a la emergencia de las vanguardias y cuyo punto neurálgico lo constituyen las
celebraciones del Centenario, como bien sabemos). Es el “novelista de los suburbios” de Rio,
el “escritor militante”, como él mismo decía, y que, según Francisco de Assis Barbosa, en el
prólogo a la edición Ayacucho de Recuerdos del escribiente Isaías Caminha (1909) y El triste
fin de Policarpo Cuaresma (1911), es “la figura más representativa de la ficción brasileña de la
generación que siguió a la de Machado de Assis”332.

Crítico sin inhibiciones del ordenamiento político y social instaurado en el Brasil por la
Primera República o República Vieja, el que se centró en el dominio oligárquico de la alianza
minero-paulista, la “del café con leche”, en varios aspectos aún más reaccionaria que el
parlamentarismo imperial que la antecedió, Lima Barreto produjo media docena de novelas y
una gran cantidad de crónicas y artículos periodísticos. La riquísima galería de sus tipos,
burócratas, periodistas y políticos del medio pelo carioca, y la mordacidad tragicómica de su
sátira son los rasgos que los estudiosos subrayan con mayor frecuencia cuando se interesan en
sus obras, lo que puede comprobarse en Triste Fim de Policarpo Quaresma, cuyo personaje
principal es un ufanista de los de la escuela de Affonso Celso, pero visto bajo una luz que es
muy distinta a la eufórica del conde. A través de las peripecias del quijotesco Policarpo, Lima
Barreto pone en solfa en ese libro todo o casi todo cuanto estaba siendo motivo de aprecio para
la cultura hegemónica en el Brasil del temprano siglo XX: el republicanismo represivo, el
nacionalismo patriotero, el militarismo, el positivismo:

La ciudad [Rio] estaba infestada de policías secretos, “familiares” del Santo Oficio
Republicano, y las delaciones eran monedas con las que se obtenían puestos y
recompensas.

Bastaba la menor crítica para perder el empleo, la libertad, ¿quién sabe? Quizá la vida.
Aún estábamos en el comienzo de la revuelta, pero el régimen ya había publicado su
prólogo y todos estaban avisados. El jefe de policía había organizado la lista de los
sospechosos.

[…]

Los militares estaban contentos, especialmente los pequeños, los alféreces, los tenientes
y los capitanes. Para la mayoría la satisfacción venía de la convicción de que iban a
extender su autoridad sobre el pelotón y la compañía, a todos ese rebaño de civiles;
pero en otros muchos había sentimientos más puros, desinterés y sinceridad. Eran los
adeptos de ese nefasto e hipócrita positivismo, una pedantería tiránica, limitada y

332332 Francisco de Assis Barbosa. Prólogo a Lima Barreto. Dos novelas. Recuerdos del escribiente Isaías
Caminha. El triste fin de Policarpo Cuaresma, tr. Haydeé Jofre Barroso. Francisco de Assis Barbosa, ed. Caracas.
Ayacucho, 1978, p. IX.
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estrecha, que justificaba todas las violencias, todos los asesinatos, todas las ferocidades
en nombre de la mantención del orden, condición necesaria, eso decía, para el progreso
y también para el advenimiento del régimen normal, la religión de la humanidad, la
adoración del gran fetiche, con gangosas músicas de cornetines y versos detestables333.

Descartada la farsa republicana y no obstante haber bienvenido con entusiasmo el


estallido de la Revolución soviética, políticamente el bohemio Lima Barreto se sintió siempre
más a sus anchas en la compañía de los tolstoianos y los kropotkinianos, con quienes colaboró
en la revista Floreal (1907), que en la de los socialistas. Con esta raigambre brasileña y
latinoamericana, a mí me parece que no es exagerado inscribir hoy sus sátiras ácratas en el
cuadro de honor de los mayores maestros del género, desde Cervantes, pasando por Swift y
hasta llegar a su coterráneo Machado de Assis.

En cuanto a los socialistas, avecindados en un barrio que colinda con, pero que también
difiere del de los anarquistas, pues su espacio natural era el de los obreros industriales y no el
de los trabajadores independientes, su historia ha sido objeto de una atención mayor y que se
entiende que lo sea, puesto que, al revés de sus camaradas anarquistas, ellos han perdurado y
perduran (alguien podría acotar que no siempre con buena salud) hasta hoy.

En el período que aquí estoy examinando, que coincide con los orígenes del socialismo
latinoamericano, si se descuentan las anécdotas curiosas, pero interesantes de todas maneras,
como la publicación de O socialismo, el libro del brasileño José Inácio de Abreu e Lima, en
1855, o la primera traducción del Manifiesto comunista al español, hecha en México, en 1884,
por Juan Mata Rivera (hay discrepancias respecto de este dato: los españoles reclaman
prioridad para la traducción de José Mesa y Leompart, que apareció en el periódico madrileño
La Emancipación, en 1872), o la constitución por parte de los communards exiliados en
Buenos Aires de una sección latinoamericana de la Primera Internacional, también en 1872, y
la participación del francoargentino Alejo Peyret como delegado de Buenos Aires en las
sesiones que dieron comienzo a la Segunda, en 1889 334, Michael Löwy, en su “Introducción” a
El marxismo en América Latina, habla de una prehistoria, anterior a la formación de los
partidos comunistas, inspirada precisamente por la Segunda Internacional y con dos
sensibilidades: una moderada y una revolucionaria. La sensibilidad moderada tendría su
cabeza en Juan Bautista Justo, primer traductor de El capital al español, en este caso sin que
haya discrepancia alguna, así como también fundador junto con José Ingenieros del Partido
Socialista Argentino, en 1895, y la revolucionaria la suya en Luis Emilio Recabarren, fundador
del Partido Obrero Socialista de Chile, en 1912335.

Más acá de eso, los historiadores del socialismo latinoamericano inician de ordinario
sus relatos en la década del veinte del siglo pasado y las figuras epónimas que destacan

334334 Tarcus. Marx en la Argentina…, 73 y 148.

335335 Michael Löwy. “Introducción. Puntos de referencia para la historia del marxismo en América latina” en El
marxismo en América latina. Antología, desde 1909 hasta nuestros días, ed. actualizada. Santiago de Chile.
LOM, 2007, p. 9 et sqq.
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entonces son José Carlos Mariátegui (1894-1930) y Julio Antonio Mella. El propio Mariátegui
fechaba su encuentro con el socialismo en 1918 y sus primeros trabajos definidamente
marxistas datan de 1923; en cuanto a Mella, sus escritos de mayor trascendencia aparecen
entre el 23 y el 28.

Con todo, un intento por ahondar en aquel tiempo que precedió al de las exploraciones
ya claramente definidas, es el que ha realizado Néstor Kohan, quien, en Ni calco ni copia.
Ensayos sobre el marxismo argentino y latinoamericano, se ocupa de él más y mejor que otros
(que Löwy, que José Aricó, que Agustín Cueva, que Luis Vitale, incluso que el muy diligente
Raúl Fornet-Betancourt). No sólo recupera Kohan un trozo de historia cultural sobre el que
necesitábamos saber más de lo que sabemos, sino que también reivindica, en ése y también en
otros sitios, la significación de figuras que fueron gravitantes en aquel tiempo de
madrugadores, pero que hoy se nos ocultan tras una cortina de brumas, como sucede en el caso
de Ingenieros, el cofundador con Justo del PS argentino, pero ideológicamente más a la
izquierda que su camarada y cuya biografía se ha visto sin embargo deslucida doblemente por
el marxismo obrerista y el populismo peronista. Según Kohan, no obstante los reparos que se
le pueden hacer a Ingenieros, y que van desde el liberalismo de cuño sarmientino al
evolucionismo histórico e incluso a un funcionalismo sociológico avant la lettre, su aprecio
por la “revolución bolchevique”, su “antiimperialismo”, su “juvenilismo arielista”, su “crítica
libertaria de la burocratización (rutinaria y jerárquica) de la vida moderna” y su “romanticismo
no eticista” son aspectos rescatables y estimables336.

Pero, pese a los esfuerzos de Kohan y a la minimización de su relevancia por parte de


Fornet-Betancourt337, el chileno Luis Emilio Recabarren sigue siendo el más atrayente de los
dos. Obrero tipógrafo, prácticamente autodidacta, ya que cursó hasta el segundo año de la
escuela primaria y nada más, pero tribuno de verba fogosa e incansable creador y redactor de
periódicos revolucionarios desde muy joven, El Trabajo, La Vanguardia, El Despertar de los
Trabajadores y diez más, Recabarren se pensaba a sí mismo como un “intelectual obrero” y
creció desde una actuación temprana y nunca confortable en la izquierda del Partido
Demócrata, a la fundación del Partido Obrero Socialista en 1912 y hasta llegar por fin a la
afiliación del POS a la Tercera Internacional y a su transformación en el Partido Comunista de
Chile, en 1922. Su discurso es clasista y, como bien dice Löwy, enfatiza “la irreconciliable
lucha de clases entre capitalistas y trabajadores de las minas y fábricas, una lucha cuyo
resultado histórico solo puede ser la revolución socialista y el poder revolucionario”338.

336336 Néstor Kohan. Ni calco ni copia. Ensayos sobre el marxismo argentino y latinoamericano. Ver en:
http://www.albatv.org/IMG/pdf/Nestor_Kohan.pdf, p. 43 et sqq.

337337 En su Transformación del marxismo. Historia del marxismo en América Latina. México. Universidad de
Nuevo León y Plaza y Valdés, 2001, p. 75, Raúl Fornet-Betancourt despacha a Recabarren en una nota que,
aunque elogiosa, es demasiado escueta para mi gusto en una obra con las pretensiones de la suya.

338338 Löwy. “Introducción…”, 16.


78

Es, por lo tanto, éste de Recabarren un marxismo asumido, podríamos decir nosotros,
desde la filosofía de la praxis, o sea que no es un marxismo de escritorio, sino uno que se hace
en el contacto directo con la vida real, en las calles y en los talleres, y que va de la mano con
los trabajadores en las luchas que ellos libran cotidianamente para defenderse de y reaccionar
contra la explotación y la opresión capitalistas, como ha sido y sigue siendo la norma que
orienta el mejor pensamiento que América Latina ha producido a este respecto. También es el
de Recabarren un marxismo que, como el de Mariátegui, aunque antecediéndolo en algunos
años, pone más atención en la especificidad de los desafíos internos, en los que son propios de
la realidad de su país, que en los instructivos llegados desde afuera, en esa época los de la
Tercera Internacional. En los últimos años, Olga Ulianova (“Primeros contactos entre el
Partido Comunista de Chile y el Komintern: 1922-1927”) y Sergio Grez (Historia del
comunismo en Chile. La era de Recabarren. 1912-1924) han puesto de manifiesto la “laxitud”,
el poco “apego” de los comunistas chilenos liderados por Recabarren en sus relaciones con la
Tercera Internacional339.

Una completa recopilación del periodismo de Recabarren se encuentra en Escritos de


prensa, cuatro volúmenes que editaron y publicaron los historiadores Ximena Cruzat y
Eduardo Devés entre 1985 y 1987. Entre los textos largos de Recabarren, sin embargo, por su
evidente intención educativa y para que el lector de este libro tenga al menos una muestra del
sobrio didactismo de su prosa, yo quisiera apartar éste que se titula “El socialismo”, que
apareció por primera vez como folletín en el diario El Despertar de los Trabajadores, en
Iquique, entre los días 8 de octubre y 21 de noviembre de 1912, y muy poco después en un
libro que imprimió la Sociedad Obrera Cooperativa Tipográfica de Iquique. Está motivado,
ostensiblemente, por las necesidades de formación de militantes y cuadros que suscitó la
fundación del POS y comienza así:

El socialismo es una doctrina de estructura precisa y definida, que tiene por objeto
modificar las defectuosas costumbres actuales proponiendo costumbres más perfectas.

La base social del socialismo consiste en la abolición o transformación de lo que


actualmente se llama propiedad privada, proponiendo en su reemplazo la constitución
de la propiedad colectiva o común.

Se entiende por propiedad privada la posesión y usufructo individual sobre la tierra y


sus productos, sobre las herramientas, máquinas y medios de producción, de cambio y
transporte.

La consecuencia de la propiedad privada es la coexistencia de patrones y obreros y la


explotación que hacen los patrones del trabajo de los obreros.

Como consecuencia de la existencia de patrones y obreros, existe también el gobierno


político de los países con todo su cortejo de opresiones y tiranías.

339339 Como se sabe, en el caso de Mariategui, no se trató únicamente de laxitud, sino de muy reales
discrepancias. Ver, a propósito, “José Carlos Mariátegui: reencuentro y debate”, el importante prólogo de Aníbal
Quijano a la ya citada edición Ayacucho de los Siete ensayos…, p. IX et sqq.
79

El socialismo, por su nombre solo, tiene muchos enemigos, así como tiene también
apasionados defensores y propagandistas.

Al hacer este trabajo queremos servir a los socialistas y a nuestros enemigos.

Creemos que toda persona que llegue a comprender completamente el socialismo no


podrá rechazarlo y concluirá por ser su abnegado defensor, en la convicción de que esta
doctrina es la única que, llevada a la práctica, realizará realmente la felicidad
humana340.

Recabarren culmina su lección de 1912 enseñando acerca del cómo de la realización


socialista y advierte entonces, entre otros asuntos no menos importantes, que el socialismo
debe desarrollarse “según las modalidades de cada pueblo y según las conveniencias locales” y
que “los medios son generalmente iguales en todos los países, pero se destacan dos
predilectos: la organización de los trabajadores y la educación en la doctrina […] la educación
doctrinaria y moral del pueblo por medio del libro, del folleto, del periódico, del diario, de la
tribuna de la conferencia, del teatro, del arte”341.

Otros intelectuales socialistas latinoamericanos de esa época temprana, no tan


influyentes como Ingenieros o Recabarren, pero de ninguna manera desdeñables, podrían ser
Alfredo Palacios (1880-1965), Enrique del Valle Iberlucea (1877-1921), Mario Bravo (1882-
1944), Roberto J. Payró y Manuel Ugarte (1878-1951) en la Argentina. A Palacios le
correspondió el honor un tanto dudoso de haber sido el primer representante socialista que pisó
un parlamento latinoamericano, en 1904; del Valle Iberlucea, que también ocupó un escaño en
el Congreso de su país, sobresale por los proyectos de justicia laboral y de género que allí
presentó; Bravo, poeta y abogado, dirigió el reconocido periódico revolucionario La
Vanguardia (1907-1908); de Payró, que fue un grafómano incansable, cronista, dramaturgo,
poeta, novelista y crítico literario, Beatriz Sarlo, su editora para la Biblioteca Ayacucho,
prefiere su Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira, de 1911, porque entiende que los
dardos que provenían desde ese libro apuntaban a la corrupción de la política oficial y a la
posibilidad de que su ejercicio dejase de estar abierto sólo a la fortuna o la herencia de quienes
la practicaban y se beneficiaban con él. A lo que agrega Sarlo: “El punto de vista de Payró
coincide, en esta temática, con el del partido socialista, al que pertenece entre sus
fundadores”342; y a propósito de Ugarte, aunque éste vivió una existencia nómade durante la
mayor parte de su vida adulta, lo cierto es que aunó siempre, en los numerosos escenarios
340340 Luis Emilio Recabarren. “El socialismo. ¿Qué es y cómo se realizará?” en El pensamiento de Luis Emilio
Recabarren, I. Santiago de Chile. Austral, 1971, pp. 11-12.

341341 Ibid., 49. Para mayores informaciones, un libro ndispensabl s el de Julio Pinto V. Luis Emilio Recabarren.
Una biografía histórica. Santiago de Chile. LOM, 2013.

342342 Ver: Beatriz Sarlo. “Prólogo” a Roberto J. Payró. Obras. Beatriz Sarlo, ed. Caracas. Ayacucho, 1984, pp.
IX y XXXVIII.
80

hasta los cuales lo empujó su desasosiego, su convicción socialista con una fiera campaña
denunciatoria del imperialismo, lo que ha hecho sostener a Claudio Maíz que su actualidad
consiste en eso justamente, en que nos ha dejado “una teoría que desde el espacio, la historia y
la sociedad da razones fundamentales de la Unidad Continental, como estrategia defensiva
frente al embate imperialista”343.

Todo ello además del americanismo y el antiimperialismo que, como lo sabemos y lo


agradecemos todos los universitarios, atravesaron los discursos de los líderes de la Reforma de
Córdoba, en 1918, como el de Deodoro Roca (1890-1942), el redactor del “Manifiesto
liminar” de la rebeldía estudiantil, en el que muy rodonianamente y a nombre de la “Juventud
argentina de Córdoba” él se salta tanto las fronteras locales como las nacionales y se dirige
resueltamente a “Los hombres libres de Sud América” para anunciarles la buena nueva e
incitarlos “a colaborar en la obra de libertad que se inicia”: “Hombres de una república libre,
acabamos de romper la última cadena que, en pleno siglo XX, nos ataba a la antigua
dominación monárquica y monástica…”. Con ánimo profético, no trepidará Roca en atribuirle
al estudiantado rebelde, en cuyo nombre ha tomado la palabra, el haber sido “capaz de realizar
una revolución de la conciencia”344. Antioligárquica y anticlerical, se comprende que la
rebeldía de los jóvenes cordobeses haya recibido el apoyo explícito y sin dilaciones del
socialismo argentino y sus intelectuales: Palacios, Ingenieros, Ugarte, Korn y los demás fueron
sus difusores y no pocas veces sus inspiradores. Posteriormente, cuando la Reforma se
extendió hacia los demás países de Hispanoamérica, una figura de tanto prestigio como José
Carlos Mariátegui tampoco dejó de brindarle su apoyo.

No puedo yo, como se comprenderá, explayarme mucho más sobre este tema. Baste
decir que, como la Revolución Mexicana, la Reforma de Córdoba es en América Latina una
bisagra histórica, que viene por partes iguales de la propia Revolución Mexicana, del
positivismo y su crisis, del arielismo, de las consecuencias asqueantes de la Primera Guerra
Mundial y de las esperanzas puestas en una Revolución Soviética aún incipiente. Preludiaba
así las mayores transformaciones del siglo XX, tanto aquellas que se lograron como las que
todavía se encuentran al debe (como los chilenos lo sabemos bien, en algunos de sus capítulos
medulares la Reforma universitaria de Córdoba constituye un reclamo que continúa vivo). No
ha de extrañarnos por lo tanto que Roca, el redactor del “Manifiesto liminar”, que se formó en
el modernismo y en el arielismo, terminase sus días saludando la rebelión nicaragüense de
Sandino y defendiendo a la República española.

Cabría también hacer un alto en la prístina personalidad de Rubén Martínez Villena


(1899-1934), en Cuba, casi al final del período que abarca este estudio, joven líder comunista
sobre cuya circunstancia vital reflexiona Roberto Fernández Retamar diciendo que “las

343343 Claudio Maíz. Imperialismo y cultura de la resistencia. Los ensayos de Manuel Ugarte. Córdoba.
Ediciones del Corredor Austral, 2003, p. 13. Consúltese, además, Manuel Ugarte. La nación latinoamericana.
Norberto Galasso, ed. Caracas. Ayacucho, 1987.

344344 “Argentina, 1918. I. La juventud argentina de Córdoba a los hombres libres de Sud América” en Dardo
Cúneo, ed. La reforma universitaria. Caracas. Ayacucho, 1978, pp. 3-7.
81

mismas razones que le impiden realizarse plenamente como poeta, no obstante sus dotes
excepcionales, lo llevan a abrirse a la comprensión de la dramática realidad política de su
país”345; o en Astrojildo Pereira (1890-1965), en el Brasil, un escritor anarquista, de los
primeros críticos del excepcional Lima Barreto, pero que dio un giro en 1917, cuando estalla
en Rusia la revolución, pasándose al socialismo y contribuyendo luego a fundar el Partido
Comunista de su país, en 1922; y, con una trayectoria que es muy parecida a esa de Pereira,
debo nombrar aquí una vez más a la costarricense Carmen Lyra, escritora de relatos infantiles
y folclóricos, entre ellos Los cuentos de mi tía Panchita (1920), pero sin que eso le impidiera
ser una revolucionaria a carta cabal, que pasó por el anarquismo y el aprismo, pero concluyó
transformándose en una de las fundadoras del Partido Comunista de Costa Rica.

Muchos de los del lado hispanoamericano formaron parte de la que en la opinión de


Kohan fue la “hermandad arielista” de principios del siglo XX, la misma que Löwy rebautizó
después como un “marxismo arielista”, en la que militaron aquellos que se sintieron con
fuerzas suficientes como para partir aguas con el determinismo positivista y sus secuelas,
aunque después de los veinte los haya acorralado un determinismo quizás peor, el de sello
stalinista. Románticos, de un romanticismo a ratos impúdicamente emocional, pero sin dejar
de estar por eso conscientes de la racionalidad profunda de su cometido, puede que esos
primeros marxistas latinoamericanos, que esos marxistas seguidores de Ariel, sean los que
nuestro tiempo necesita reclamar para sí.

345345 Fernández Retamar. “El caso Rubén Martínez Villena” en Ensayo de otro mundo, 68.

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