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Filosofía y Nación

Estudios sobre el
pensamiento argentino

José Pablo Feinmann

Ariel, Buenos Aires, 1996


Edición definitiva

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CUARTO ESTUDIO

El pensamiento del Imperio

DAVID HUME Y ADAM SMITH: LAS MORALES


DEL SENTIMIENTO Y LA MANO INVISIBLE DEL
CAPITALISMO INDUSTRIAL

Hay libros con destino. El que Adam Smith titu-


ló Investigación sobre la naturaleza y causa de la ri-
queza de las naciones es, sin duda, uno de ellos.
Publicado en marzo de 1776, luego de años de pro-
fundos estudios por parte de su autor, se agota en
seis meses, revoluciona la economía política ele-
vándola a la categoría de ciencia y hasta llega a ser
considerado como una especie de Nuevo Testamen-
to. Lo era, en realidad, por la influencia decisiva
que iba a ejercer sobre los procesos históricos pos-
teriores a su publicación. La Biblia del capitalismo
industrial, ni más ni menos.
Y no estamos afirmando que los libros hacen la
historia, porque no es así. El libro de Smith, sin
embargo, producto de un determinado proceso his-
tórico —el surgimiento de la burguesía industrial
británica—, revierte sobre él, condicionándolo a su
vez al clarificar sus objetivos. Reflejo–reflejante,
condicionado–condicionante, nada expresa mejor la

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función y el poder del nivel ideológico que aquella
frase que lanzó algún liberal porteño luego de leer
Facundo: “ahora sabemos por qué luchamos”.
Nacido en Kirkcaldy, pueblo de la costa escoce-
sa, en 1723, Smith conocía muy bien el centro in-
dustrial de Glasgow: sus pujantes manufacturas
consagradas a la elaboración de tejidos de lana,
sus industrias metalúrgicas, bancos, sociedades
anónimas y astilleros. Eran, esplendorosamente,
los años de transición al capitalismo industrial.
En 1751, Smith se instala en Glasgow y será
profesor de la Universidad durante trece años. En
1759 publica su libro Teoría de los sentimientos mo-
rales.
Lo más notable de las teorías morales de Smith
—decisivas para la comprensión de su economía
política— es la absoluta confianza que depositan en
la eterna perdurabilidad del sistema social del cual
son expresión: la naturaleza del hombre capitalista
es la naturaleza humana sin más. No podía ocurrir
de otro modo con el ideólogo de una clase dispues-
ta ya a estructurar el mundo de acuerdo con su
imagen. Y también así ocurría con Hume, quien in-
fluyera tan decisivamente sobre Smith en cuestio-
nes de moral.
Veamos: con el mismo y ameno sentido común
que lo caracterizara siempre, Hume supo oponerse
también en moral a todo tipo de causalidad mecá-
nica. Se refería, por supuesto, a Clarke, pensador
por entonces de moda en Inglaterra, que ambicio-
naba categorizar las relaciones morales con el mis-
mo grado de sistematicidad y objetividad que las
relaciones matemáticas. Hume no quería saber na-
da con todo esto. Su criterio de verdad, en ética, no
será matemático sino social: “el mérito personal
consiste por completo en la posesión de cualidades
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mentales útiles o agradables a la persona misma o
a los demos”.1 Entramos así en los dominios del
sentimiento: ‘Todo lo que de algún modo pueda ser
valioso, se clasifica tan naturalmente en la división
de lo útil y agradable —utile, dulce—, que no es fá-
cil imaginar por qué habríamos de indagar más allá
o considerar la cuestión como asunto de sutil exa-
men o investigación (...), en la vida diaria estos
principios se mantienen siempre implícitamente, ya
que no se recurre a otro argumento de alabanza o
censura cuando usamos algún panegírico o sátira,
o cuando aplaudimos o censurarnos las acciones y
el comportamiento humano”.2 Y el filósofo inglés la
emprende seguidamente contra lo que llama “virtu-
des monásticas” (celibato, ayuno, penitencia, mor-
tificación, abnegación, humildad, silencio): “¿por
qué razón (se pregunta) son todas ellas rechazadas
por los hombres de buen sentido sino porque no
sirven para nada: ni aumentan la fortuna del hom-
bre en el mundo, ni hacen de él un miembro más
valioso de la sociedad, ni lo hacen capaz para el en-
tretenimiento en las reuniones sociales, ni aumen-
tan el poder del regocijo consigo mismo?”.3
Pero Hume no ignora que debe introducir algún
criterio de universalidad (¿dónde si no en el terreno
ético parece necesario?) para fundamentar su dis-
curso. Y aquí va: “La noción de moral implica algún
sentimiento común a toda la humanidad, que reco-
mienda el mismo objeto a la aprobación general (...)
También implica algún sentimiento tan universal y
comprensivo que se extienda a toda la humanidad
y haga que hasta las acciones y conducta de las
personas más remotas sean objeto de aplauso o
censura, según estén o no de acuerdo con la norma
de conducta establecida”.4 ¡Qué cálida y profunda
confianza depositaba este hombre en la sociedad

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que daba fundamento a sus ideas! La sobriedad, el
buen porte, el amable humor de las tertulias de la
burguesía británica, sus ritos sociales, en suma,
pasan a convertirse en valores universales a través
de los cuales será posible juzgar hasta “las accio-
nes y conductas de las personas más remotas”.5
En Adam Smith, representante también de las
morales del sentimiento, cobra relevante importan-
cia un concepto apenas señalado en Hume: el de fi-
nalidad. Unido, como suele estarlo en ética, al con-
cepto de egoísmo, era difícil que Hume pudiera
acceder a él: “Cualquier conducta (escribía) que ob-
tiene mi aprobación al tocar mi carácter humanita-
rio, consigue también el aplauso de la humanidad
al conmover también en ellos el mismo principio;
pero lo que sirve a mi avaricia o a mi ambición agra-
da a estas pasiones en mí solamente, y no conmue-
ve a la avaricia y ala ambición en el resto de la hu-
manidad “.6
En Smith, por el contrario, el egoísmo será eleva-
do al nivel de potencia económica. Y aquí entra en el
tema central de la iniciativa privada: impulsado por
su egoísmo, el hombre aislado contribuye a estable-
cer la finalidad histórica. Pues eso es la historia:
una totalidad en la que se armonizan, providencial-
mente, los anárquicos intentos de los individuos
económicos. Y escribe Smith: “el hombre reclama
en la mayor parte de las circunstancias la ayuda de
sus semejantes y en vano puede esperarla sólo de
su benevolencia. La conseguirá con mayor seguri-
dad interesando en su favor el egoísmo de los otros
y haciéndoles ver que es ventajoso para ellos hacer
lo que les pide. Quien propone a otro un trato le es-
tá haciendo una de esas proposiciones. Dame lo
que necesito y tendrás lo que deseas, es el sentido
de cualquier clase de oferta, y así obtendremos de
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los demás la mayor parte de los servicios que nece-
sitamos. No es la benevolencia del carnicero, del
cervecero o del panadero la que nos procura el ali-
mento, sino la consideración de su propio interés.
No invocamos sus sentimientos humanitarios sino
su egoísmo; ni les hablamos de nuestras necesida-
des sino de sus ventajas”.7
Esta concepción del egoísmo como motor de la
historia, había sido ya fundamentada por Smith en
su obra de 1759 sobre los sentimientos morales.
Gabriel Franco detalló con precisión sus principa-
les elementos: “Smith cree (...) que en el alma ani-
dan sentimientos altruistas y egoístas, dosificados
en proporciones varias. Tanto unos como otros se
hallan entreverados al bienestar ajeno, por lo que
no pueden ser considerados previamente meritorios
o reprobables (...) Las acciones egoístas no sólo son
admisibles moralmente; se hallan justificadas, y
son en muchas ocasiones un ingrediente necesario
en el batallar de la vida cotidiana”.8 Y aquí está el
famoso texto de Smith, de su Teoría de los senti-
mientos morales, sobre la no menos famosa mano
invisible que regula el orden de la sociedad capita-
lista: “Los ricos escogen del montón sólo lo más
preciado y agradable. Consumen poco más que el
pobre, y a pesar de su egoísmo y rapacidad natu-
ral, y aunque sólo procuran su propia convenien-
cia, y lo único que se proponen con el trabajo de
esos miles de hombres a los que dan empleo es la
satisfacción de sus vanos e insaciables deseos, di-
viden con el pobre el producto de todos sus progre-
sos. Son conducidos por una mano invisible que los
hace distribuir las cosas necesarias de la vida casi
de la misma manera que hubieran sido distribui-
das si la tierra hubiera estado repartida en partes
iguales entre todos sus habitantes; y así, sin pro-
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ponérselo, sin saberlo, promueven el interés de la
sociedad y proporcionan medios para la multiplica-
ción de la especie”.9
Quedaban así fundamentados, en el terreno filo-
sófico–moral, los principios del librecambio: la so-
ciedad concebida como un “orden natural” e inmu-
table dentro del cual cada individuo, al promover y
satifacer sus necesidades personales, contribuye,
involuntariamente, a constituir un orden universal
y justo. Toda ley que se oponga a este espontáneo
fluir de la libertad individual atenta contra la natu-
raleza de las cosas. Dejar hacer, dejar pasar, todo
saldrá bien.10

ADAM SMITH Y EL ANTICOLONIALISMO LIBRECAMBISTA


Desde que las grandes potencias coloniales se
lanzaron a la conquista de las regiones periféricas
del planeta, existió ya en Europa una corriente de
pensamiento que puede ser catalogada como anti-
colonialista. Su primer representante fue, sin duda,
Fray Bartolomé de Las Casas, quien hasta llegó a
afirmar que la evangelización no proporcionaba a
los españoles títulos para la dominación política y
que los indios sólo debían someterse a la autoridad
del soberano en caso de desearlo así.11
Estas actitudes de oposición a las empresas co-
lonialistas de Europa, rara vez pusieron en juicio,
sin embargo, el proyecto político global que las im-
pulsaba. Montaigne, abrazando la tesis idealista
que retomará luego nuestro Mansilla, había sabido
ya teorizar sobre la incorrupta naturaleza del hom-
bre primitivo, tan distinta, claro está, de la del ciu-
dadano moderno sujeto a las más sofisticadas ten-
taciones. Voltaire se inclinó por el argumento

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