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Diamela Eltit: Resistencia y sujeto femenino.

Por Julio Ortega.

Permítame empezar diciéndole que al plantear un diálogo con su obra se le aparece a


uno como resuelto y, más bien, varias inquietudes remiten a una zona de conflicto. Me
interesa esa dimensión conflictiva de su escritura, ese espacio donde el lector es retado
a desleerse, como si debiese confrontar sus hábitos de lector complaciente o
ganancioso y tuviese que arriesgarse a un territorio inusitado, sin espejos gratificantes
ni cómplices implicados; y donde leer es entre-ver y ser entre-visto. Digamos que ésta
es una entrevista del entrevistado y que le pido por una explicación de mi papel de
lector ideal, esto es, de lector en dificultades ¿Cómo ha imaginado mi propia función
de lector óptimo?

Para responder a su pregunta preciso apuntar a lo que parece ser un lugar común en la
relación obra y lector. Quiero referirme al aspecto que tiene que ver con la seducción, con
ciertos sentidos que operan tocando al que lee y qué se lee allí. Usted es un lector óptimo y
de manera mucho más compleja que el lector común –si lo tuviera-, por cuanto es capaz de
desmontar los procedimientos utilizados en el texto. En ese sentido, es mi lector más
próximo y también el más peligroso.

Me apresuro a decirle que en Lumpérica (1983), su primera novela, el trabajo de la


lectura va parejo al “placer del espectáculo”, ya que las ocupaciones decisivas de la
plaza pública son trazadas aquí con un buen humor festivo, y no se le escapa a uno la
ironía que recorta las figuras del drama. Ahora bien, me interesó en primer lugar el
despliegue de la escritura, esa estrategia de ocupación de la página que es paralela al
ensayo de fundar la ciudadanía desde el espacio de lo colectivo. ¿Cómo fue el proceso
de escritura del libro? ¿Se produce la escritura desde puntos de vista alternos o desde
una sintaxis visual articulada?

*
Publicado en revista La Torre 4.14, 1992. p 229-241. Reeditado en Julio Ortega. Taller de la escritura:
conversaciones, encuentros, entrevistas. Ed. Siglo XXI. México, DF. 2000.
En verdad, estoy convencida de que no soy del todo responsable de mis textos. Esto
coincide con el hecho de ser una autora bastante irresponsable. No trabajo con esquemas
previos, ni siquiera hago anotaciones concretas con respecto a los personajes. Me dejo
llevar por una idea temática general y la articulo desde la escritura misma. Lumpérica –mi
primera novela- fue escrita en un momento en que sentía simultáneamente gran aversión y
atracción por la narrativa.

Fue un proceso bien complicado –que no vale la pena detallar- pero llegué a pensar
en una literatura sin literatura. Empresa imposible y ciertamente juvenil. Estuve seis o siete
años trabajando en el libro, más que nada frenética por los dilemas teóricos que –en un
sentido personal- me atravesaban. Pienso hoy que lo más intenso fue enfrentar el problema
de las diferencias de sus partes y percibir que no obstante existía un hilo que las encadenaba
y, tal vez, ese hilo –no estoy segura- era ese respiro visual que me permití, que quizás es
una temática, la impostura técnica al interior de un drama la manera de un salvataje: la
extensión sobreviviente de la novela.

Ahora bien, ¿cómo plantea este texto las disyunciones del centro y los márgenes? En
la sociedad chilena de la dictadura, ¿hemos pasado de la polaridad tradicional
urbana-cultura popular a una más interna entre poder y marginalidad? ¿Cuál sería la
actividad “lumpérica” que genera un contradiscurso frente al hegemónico?

Como dato sociológico, Lumpérica fue escrita enteramente bajo los tiempos rígidos de la
dictadura, incluso en esos años los libros debían pasar por una oficina de censura para su
publicación. Pienso que ese dato –aunque fantasioso en mi caso por el tipo de proyecto
narrativo- operó en algún nivel agravando la crisis represiva que el lenguaje y el decir con
el lenguaje sufre bajo una dictadura como la chilena.

Por otra parte, sin minimizar mi posición política contingente, lo que me resulta un
desafío, una apuesta, era operar dentro de la institución narrativa de mi país. Como usted
debe saber, la narrativa chilena en particular es extremadamente monolítica n su forma y
utilitaria en su lenguaje –desde luego hay excepciones- aun así, era ese poder central el que
constituía mi objetivo, por decirlo de alguna manera, político. Producir no una revolución
allí, sino más que nada una alteración y eso hasta hoy lo considero un logro. Es en esa
relación fuerte en que trabajé desde una literatura límite –por las condiciones de producción
que presuponían una recepción mínima –y por ello marginal.

En una instancia de transposiciones y equivalencias, la plaza se abre al libro como una


fuente de tinta; una, digamos, matriz de escritura. Se lee: “Para que esos dedos
entintados la trazaran entera, estamparan su indeleble huella y así el fugaz rayado de
la plaza se seriara sobre sí y ella misma acudiera entonces a los bancos, los árboles, los
faroles, el pasto, toda esa plaza al fin pudiera almacenar la tina para repetir otros
escritos” (106). En efecto, la serie “grafitis de la plaza” proclama que la intimidad de
la escritura se desdobla en palabra pública. Pero luego viene una fotografía de la
autora del libro con los brazos vendados, y una secuencia sobre los “cortes” que se
advierten en la foto. ¿Es el cuerpo la fuente “natural” de la letra? ¿Hay una biografía
de la escritura que se trama como un hilo de sangre?

En estos años he experimentado sucesivos cambios en mi percepción literaria. Pero


remontándome a las razones que motivaron la inclusión de la fotografía en Lumpérica,
recuerdo que obedeció a un gesto dual; egocéntrico y homicida a la vez de la biografía. Una
ambigüedad. La fotografía –y creo que así será referida en el texto- fue un pre-texto, un hilo
de sangre antiguo y privado, para detonar –en el libro- un texto en torno a la sangre que sí
es un tema que me convulsiona y que aún no logro construir plenamente.

El sujeto femenino que se manifiesta desde los márgenes adquiere la entonación de su


propia voz entre este libro y el siguiente, Por la patria (1986), mucho más complejo y
persuasivo. Pero esa voz no es la de un narrador sino la de un sujeto paradigma, signo
de la mujer internalizada por la escritura y traspuesta por el diálogo. Este sería un
sujeto puramente escritural (sin otro espacio que el texto que lo documenta
profusamente) si no fuese, además, una energía articulatoria, que suma varios
nombres y pronombres, y que se inscribe socialmente en el espacio invadido,
desalojado y sancionado, en una suerte de tabula rasa del espacio social. Desde allí, sin
embargo, atraviesa el desierto (el “erial”) de la desfundación para adquirir el habla
propia, esa diferencia en la indistinción del lenguaje. ¿Cómo concibió las instancias de
ese retratado?

Debo confesarle que Por la patria es mi novela más querida y si tuviera que decir que soy
escritora es porque escribí ese libro. Sin pretender de ninguna manera compararme a su
coterráneo el gran escritor peruano Arguedas, arrastro un dilema que no deja de
atormentarme en mi vida personal. Este dilema es provenir de un sector pobre que me dejó
un resentimiento social, que a estas alturas parece incurable, y que me impide, en muchas
ocasiones, tener serenidad con los espacios. El privilegio de esta desconcertante biografía,
parece ser el haber incorporado en mi psiquis -y a menudo en forma inconsciente- múltiples
hablas, sintaxis, percepciones que ni yo me las conozco. Soy una mestiza, en ese sentido, bi
o trilingüe de mi propio idioma. Eso fue lo que permitió abordar la novela.

Toda esa elaboración compleja de esta novela se sustenta, sin embargo, en una
inmediatez de lo específico, que va desde el espacio hasta el cuerpo, desde la violencia
hasta la jerga popular. ¿Cómo concibe usted la capacidad de resistencia y
sobrevivencia popular? ¿Cómo ir más allá del discurso ilustrado de la buena
conciencia política frente a la experiencia de lo popular?

Nada puede ser para mí más irritante que leer un libro que trata de los márgenes sociales
desde una perspectiva compasiva. Ese tipo de aproximaciones me parecen clasistas y
reductoras. Voy a usar una expresión; me parece que lo que pasa allí es que le “roban el
alma” a esos espacios, a esos habitantes. Mi proyecto fue restituir la estética que pertenece
y moviliza esos espacios y dar estatuto narrativo a esas voces tradicionalmente oprimidas
por la cultura oficial y estropeadas por una narrativa redentora. Ahora bien, si en algún
lugar pudiera intentar explicar o explicarme el apego a la sobrevivencia de los sectores
populares y especialmente marginales sería desde el deseo. Cuando se es carente, el deseo
se multiplica y en este sentido lo único posible, pese a que no satisfaga, es el otro, aunque
sea bajo la forma del odio.

Se me ocurre que luego del feminismo reivindicativo y sus reclamos de justicia


igualitaria, en esta novela asoma una especie de posfeminismo, esto es, una visión de la
mujer que subvierte el edificio de la discursividad burguesa desde la marginalidad de
su propia biografía hecha palabra. Hay, se diría, una actividad política en la
verbalización del sujeto femenino: su conversión verbal le da una “heroicidad”
discursiva desgarrada y transgresiva. Madres, hijas, cómplices, solidarias, estas
mujeres de Por la patria se presentan como la hipótesis de un sujeto “épico”.
Desalojadas del espacio social se alojan en el discurso: desde allí reinician su viaje
fundador, entre los discursos autoritarios, entre la violencia y la histeria, ¿Cómo
distinguiría la experiencia femenina en la sociedad autoritaria de estos años de
dictadura?; ¿es su hipótesis de una nueva épica un horizonte de virtualidad social que
la escritura señala o una forma más de las respuestas políticas a la dictadura?

En el nivel social, la mujer chilena en estos años ha debido asumir un peso excesivo y me
refiero especialmente a la mujer pobre. Ya se habla en Chile de la crisis de papeles por el
desplazamiento de la mujer del espacio privado al público que permitió la fundación de
organizaciones debilitadoras para el régimen. Fue una respuesta que generó una
remodelación de los circuitos y desde luego se inscribe en el interior de las empresas
épicas. He desarrollado un largo tiempo de trabajo en poblaciones (zonas periféricas y
marginales de Santiago) para investigar sobre literatura popular. Tengo un cierto
conocimiento en torno al tema. Sin embargo, el problema es muy complejo y ocuparía
demasiado espacio si me extendiera en torno al sentido épico que a mí me parece que
transita en ese movimiento. Pero, aunque resulte un poco caprichoso de decir, hay algo de
ferocidad que se levanta y que impide el derrumbe.

En relación con la escritura, en mi caso particular, creo que esa épica que señala, si
bien pasa y fuertemente por la dictadura, la excede tanto para atrás como hacia adelante. No
puedo sustraerme a nuestro estado de pobreza, colonizaciones, dependencias, vislumbro un
sujeto latinoamericano en alto riesgo, amenazado. Es algo con el honor lo que está en
juego, por muy anacrónico que parezca este término, pienso que es un asunto de honor y
me gustaría tanto llegar a trazar un recorrido escritural que, como usted señala, en el nivel
de virtualidad social apunte al honor en sus zonas más oscuras y parceladas por los
discursos oficiales y, desde esa perspectiva, se construya una épica.

Desde otra perspectiva, Por la patria parecería contener otro discurso paralelo: el del
análisis colectivo en las perturbaciones de la violencia. En ese sentido, los deterioros
de la violencia estarían resituados desde su potencialidad creativa. Las reafirmaciones
de la memoria, de la identidad critica, de la solidaridad subversora serían, así, como el
programa de restauración del sujeto, de saturación del discurso herido. ¿Cuáles
fueron las zonas de zozobra en el proceso del libro? ¿Van las reafirmaciones del
imaginario colectivo respondiendo a la angustia y la penuria de la historia?

Bueno, debo decirle que en cada libro he estado siempre al borde del naufragio. En Por la
patria me pasó algo muy curioso, desconocido para mí y que fue una especie de exceso de
palabras, de lenguaje. Las palabras estaban adentro de mi cabeza con un ritmo altamente
peligroso, apenas contenidas por la mano que escribía. No fueron los aspectos técnicos los
que problematizaron, era saber qué iba a hacer con ese lenguaje, cómo administrarlo sin
matarlo literariamente y pienso hoy que eso va ligado a lo que usted llama imaginario
colectivo. Esto fue, creo, lo que se desbordó más allá de mí misma.

Hubo sí, en lo real, dos hechos colectivos decisivos en mi emotividad. Uno de ellos,
la decisión del gobierno militar de llevar a todos los habitantes marginales que tenían
prontuarios como delincuentes comunes, pero que habían cumplido condena y estaban en
libertad, a un lugar llamado Pisagua. A su vez, este lugar fue un antiguo campo de
prisioneros políticos en los años cuarenta. Entendí la delincuencia -ya lo había pensado
antes en el nivel subjetivo así- muy ligada a lo político. Como era previsible, esto no
impactó especialmente a la opinión pública, hasta la intervención de organismos de
derechos humanos que mediaron allí, porque esas personas estaban subalimentadas y
muertas de frío. Los sacaban de sus casas con lo puesto y a Pisagua. No corresponde que
me extienda en este tema, pero lo que pasaba es que en el país estaban muy desdibujadas
las fronteras entre lo legal y lo ilegal.
El otro hecho ocurrió durante un llamado a paro -desobediencia civil-, en que el
gobierno respondió implantando estado de sitio y sacaron un contingente de 80.000
soldados a la calle. Esa noche murieron más de cuarenta personas de las poblaciones, lo
más terrible es que esas personas estaban dentro de sus casas, pero las casas eran tan
frágiles que las balas traspasaban las maderas. Murieron niños, mujeres, jóvenes, jefes de
familia. Una de esas poblaciones, para evitar la masacre, se rindió, sacando paños blancos
por puertas y ventanas y esto es muy sobrecogedor porque no había ninguna guerra sino
una invasión territorial. Estuve casi toda esa noche escuchando las noticias por la radio y
creo que allí viví un clímax. Estos dos acontecimientos fueron en el año 1983, a los diez
años de dictadura.

Por la patria es también un libro conmovedor, tanto por su poderosa capacidad


apelativa como por el desnudamiento emotivo de los sujetos. Son memorables las
instancias del retomo al vientre materno y la elegía por el padre, entre otras de pathos,
de elocuencia y balbuceo. Es, qué duda cabe, una novela entrañable en todos los
sentidos. ¿Cómo pudo controlar y diversificar la escritura de la emotividad, su
escenario más personal y, quizá, testimonial?

Usted apunta al centro secreto que hubo de reprimir, esto es el problema del límite que a mi
juicio debe existir entre realidad personal y narratividad. Sería inútil decir que la muerte
violenta de mi padre no opera en algún lugar de la novela porque yo estaba en pleno duelo
mientras la escribía. No obstante, creo que la fractura personal puede derivarla hacia la
fractura sintáctica, pero, claro, no puedo ser yo la que evalúe ese aspecto. Hasta donde
recuerdo, la escritura de la novela me permitía abstraerme del dolor personal, porque el
tiempo diferido de la novela me hacía perder mi propia contingencia.

El cuarto mundo (1988) nos propone otra serie conflictual: la puesta en crisis del
cuerpo, la desconstrucción de la familia, la histeria y la neurosis de la desidentidad.
Pero desde estas figuraciones de violencia y desgarramiento se levanta la noción
histórica de lo “sudaca”, término despectivo que en la España del socialismo
capitalista de hoy descarta a los hispanoamericanos (clandestinos del desarrollo,
indocumentados, “espaldas mojadas”, migrantes). Como otros escritores antes, usted
se apropia de la mala palabra descalificadora, y sus personajes se la asignan “a boca
llena”. A diferencia de sus otras novelas, se diría que ésta ocurre en una dimensión a
la vez presocietal y posfreudiana. En un sentido, éste es su proyecto más radical.
¿Cómo percibe usted misma las encrucijadas del relato, los cruces y cruzamientos de
su fluidez descodificante, desatada de lo atado?

Más adelante abordaré este aspecto, pero luego de la recepción de Por la patria, tuve una
crisis literaria, me di cuenta de que, en el nivel literario, no tenía nada que perder, desde la
convicción de que no tenía nada que ganar. El Cuarto Mundo creo que toca aspectos que
contiene Por la patria, pero en otro registro, quizá más subjetivo y antojadizo; allí quise
abordar más calmadamente las políticas familiares, la identidad sexual y de papeles, pero lo
que más me importaba era la materialidad de cómo se escribía una novela. La definición
sudaca alcanza a la novela, no sólo a los cuerpos latinoamericanos, sino a sus producciones
sociales y culturales. Era mostrar la forma en que se escribía una novela sudaca que iba a
ser obviamente reprimida por el mercado y la tendencia literaria dominante.

Por otra parte, y esto es anecdótico, algunas veces tuve que responder a la pregunta
de que si yo escribía en la forma en que lo hacía era porque no me manejaba con estructuras
más tradicionales y como yo no soy de fierro, pues escribí la primera parte de El Cuarto
Mundo como una señorita, pero utilizando esas estructuras para sentidos que espero sean
corrosivos.

La conciencia de la condición sudaca, al final, parece reordenar el relato con una


apelación por la “solidaridad sudaca”, esa conversión de la escritura en respuesta
política. Siendo éste un texto posmoderno en sus disoluciones y desrepresentaciones
supone, sin embargo, que la racionalidad del margen es una diferencia. ¿Cree usted
que es posible una escritura nuestra (diferente) y contemporánea (descentradora),
libre de las sanciones hegemonistas (o antihegemonistas pero no menos
etnocéntricas)?

Ah sí, yo pienso que es posible escribir desde un cierto margen y disidencia -diferencia-,
pero para productivizar esas escrituras y que no resulten sumergidas del todo se requiere la
complicidad -por decirlo de alguna manera- del discurso crítico y teórico latinoamericano.
Sólo el conjunto de estos discursos -a mi juicio- puede abrir un espacio para una operatoria
literaria verdaderamente descentradora y no estereotipada. Sin ánimos de halagos, pienso
que usted está en esa opción, por artículos y ensayos que le he leído; además, usted toma
riesgos, de espaldas a las grandes editoriales transnacionalcs, estas preguntas que me hace,
cuando yo estoy en la máxima periferia editorial, son una muestra.

Ahora que termina la dictadura militar, ¿cómo sería el primer balance de su propia
navegación en estos años todavía sin relato?

Diría, en un análisis somero, que en lo que respecta a lo literario estoy contenta. Haber
escrito cuatro libros bajo dictadura no es poca cosa. Jamás he accedido a trabajar en
instituciones formales de educación superior en mi país -que sería mi espacio más próximo-
y eso es el costo que pagué. Por otra parte, por la ausencia evidente de demandas hacia mi
escritura, pude elaborar mi trabajo literario con un grado alto de libertad creativa y hoy
pienso que de alguna manera pudiera abrir paso a otras escrituras chilenas más despegadas
de las líneas dominantes. Eso lo encuentro políticamente importante.

Como ciudadana, como persona, me alivia el fin de esta dictadura, pero, claro, me
quedan lesiones con las que me voy a morir.

¿Qué significa ser una escritora en Chile y en el mundo de hoy? Carmen Boullosa, la
más inquietante de las escritoras mexicanas actuales, me decía el otro día que ser
escritora es, al menos en su país, una licencia, una complacencia: a las escritoras se les
exige menos, me decía ella, por una suerte de prejuicio al revés, y se les publica y
aplaude sin rigor. ¿Cómo es la situación en Chile?

El caso de las escritoras mexicanas no es el chileno. En particular, en la narrativa, hay muy


pocas mujeres escribiendo, la mayoría de las mujeres son poetas, que es, por lo demás, el
género literario dominante en el país. Desde luego hay rasgos discriminatorios, que van de
lo grueso a lo fino. Ahora, con la instalación de un básico y aún inestable pensamiento
feminista, el panorama -paradójicamente- se hace más elocuente. Lo que buscaría el
sistema sería poner a las mujeres en competencia y dejar abierto y protegido el espacio
literario para lo masculino. Esto me molesta mucho, pues aunque pienso lo femenino como
especificidad y diferencia me parece que en esta actitud se reiteran y en forma peligrosa las
mismas condicionantes ideológicas que modelan las tácticas de la omisión.
Mis problemas al respecto han aflorado fundamentalmente en espacios
institucionales. No he podido tener trabajos estables y con estatus académico. Me apenan
afirmaciones como: no se entiende, es feminista, estructuralista, anticonvencional y cosas
por el estilo, casi divertidas en su conjunto. En cambio, la mayoría de los hombres que han
hecho aportes literarios sí cuentan con más posibilidades sociales que las mías. Pero yo no
me quejo, entiendo que esas trabas pasan por la opción literaria que he tomado y mi
condición de mujer.

Hélène Cixous, en su ensayo From de Scene of the Unconscious to the Scene of History,
recuerda que “madre” en francés evoca al mar (la mer) y que en inglés es mi otro
(m/other). La madre es un plural en sus novelas (¿mad-res?, loca cosa...), un cuerpo
agonista, abierto y central. ¿Con qué habla enuncia la madre su propio relato? En la
última página de El Cuarto Mundo la hija se transforma en madre, ¿cede así la
palabra? Patria es femenino en español, no lo es inglés: ¿funde al padre en la madre
tierra?

Yo no me considero habilitada para el campo teórico ni crítico, pero sí he pensado, en el


nivel de un posible feminismo latinoamericano, que hay que establecer diferencias con los
feminismos internacionales y eso porque nosotros para establecer cualquier teoría debemos
articularla desde la pobreza y la carencia. Sin conocer mucho la teoría feminista
internacional, me parece que ellas no incluyen este aspecto como estructural en sus
planteamientos.

En un nivel simbólico, si bien podemos tener el mismo padre -padre europeo-


tenemos distinta madre -madre indígena- y ahí, pues, es posible establecer otro registro de
pensamiento. Esa madre indígena transformada en indigente por el bloqueo a su propia
habla me parece una plataforma teóricamente importante, pero en verdad no es mi campo
específico, carezco del rigor teórico para enfrentar una empresa de tal naturaleza.

De seguro lo hice muy mal, pero el intento en El Cuarto Mundo fue hacer visible la
problemática latinoamericana. Utilicé mi propio nombre como hija para pasar a productora
de textos, madre de textos: la novela sudaca (“la niña sudaca irá a la venta”, frase final del
libro), que desde el punto narrativo elegido va a la venta teñida por su condición de
desamparo y resistencia.

En los espléndidos textos de Gonzalo Muñoz, en la poesía y en la crítica de Eugenia


Brito, en los análisis lacanianos de Rodrigo Cánovas, en los ensayos posmodernos de
Nelly Richard, entre otros escritores chilenos de hoy, creo ver un parentesco reflexivo
y creativo de poderosa convicción en lo nuevo. En alguna medida, sus novelas son la
otra coordenada, la narrativa, de ese trabajo convergente de indagación. ¿Cómo se
siente escribiendo en esa compañía?

Estoy en acuerdo completo con usted. Gonzalo Muñoz, Eugenia Brito, Rodrigo Cánovas,
Nelly Richard, me parecen los autores que mejor han elaborado en Chile las diversas
propuestas críticas y literarias. He mantenido en estos años una interlocución permanente
con ellos que me ha resultado productiva e incitante. También diría que los dos primeros
libros del poeta Raúl Zurita me resultan significativos para completar el panorama de
intertextualidades.

Estos años de resistencia han producido una magnífica nueva literatura en Chile;
¿cómo ve el porvenir inmediato desde la página que ahora escribe? ¿En qué proyecto
se encuentra ahora?

Pienso, igual que usted, que ciertos textos críticos y literarios producidos en Chile en estos
años formaron un cordón refractario y autónomo a lo oficial. Pienso que el cambio social y
político va a descomprimir el ámbito literario, aunque no estoy segura si esa descompresión
me alcanzará a beneficiar del todo. Chile es un país muy convencional en el nivel narrativo.

Ahora escribo una novela y transitan por mi cabeza el tema del trabajo y del
abandono. No he abordado hasta ahora el tema del trabajo en forma obsesiva. Pero todavía
nada está resuelto. Acabo de encontrar un título que me parece definitivo: “Vacas
sagradas”, como verá “Cuerpo contingente” fue desechado.

Mis estudiantes han remontado Por la patria con buen pulso y no sin coraje, en la
intemperie de la lectura. Nos preguntábamos si usted, al final, se propone la última
resistencia posible: resistir al mercado, resistir una lectura que todo lo traduce y
consume, hasta no dejar sentido en pie. Ser un objeto inacabable por ser un
fragmento de lo inacabado, ¿sería ésa una opción crítica en esta época de la lectura
como entretenimiento?

Como usted sabe, he vivido en Chile todo mi tiempo -salvo cortos viajes- y desde aquí he
intentado comprender los mecanismos editoriales. Mentiría si no dijera que al terminar Por
la patria pensé que, quizás, esa novela pudiera llegar a ser publicada por una editorial
internacional. Lo pensé así por dos motivos. Primero, desde una cierta convicción de que la
novela contenía aspectos en torno a lo latinoamericano reprocesados desde otra óptica
productiva. Reconozco que me dejé llevar por la ingenuidad literaria, pero alcancé a
vislumbrar un espacio mayor de interlocución para la novela; mi deseo era que la novela
participara del flujo narrativo latinoamericano. Lo segundo que organizaba este pedido era
ver que editoriales españolas y mexicanas editaban, ocasionalmente, libros que implicaban
un fuerte trabajo de lectura.

Cuando comprendí que la novela había quedado recluida entre las fronteras chilenas
tuve una crisis un poco infantil, una especie de pérdida de sentido, pero, a la vez, hube de
pensar seriamente mi situación literaria. Entendí -creo entender- que lo que ocurre está
relacionado con un problema de la no domesticación agravado por el hecho de abordar
zonas de lo social, improductivas para el mercado.

Ahí pude tener una mayor claridad y hasta diría madurez sobre lo que hago. Antes
me sentía culpable por la insistencia en el “no se entiende”, reiterado, agotador, peligroso.
Considero que la literatura es mi militancia, y cada libro ha implicado para mí, junto con el
placer de la creación, un gran desgaste intelectual y físico.

En este sentido, y pese al costo autoral que implica, me reafirmo en el concepto de


que el poder, el sistema, indica, dirige, instaura formas de lectura. Esta tendencia de la
literatura “entretenida”, bueno, está bien, pero afortunadamente no todos nos entretenemos
con lo mismo. Tal vez estoy en la posición equivocada y siga pensando en una literatura
que en el orden simbólico y -como usted dice- en el nivel de virtualidad social apunte a
nuestra condición de latinoamericanos que me parece crítica cuando ya nos acercamos al
próximo milenio. Yo me mantengo en los códigos del honor y allí la determinación del
mercado no me perturba. Sólo soy una escritora chilena y quiero seguir viva en eso, en la
escritura, ésa es mi batalla, mi épica personal.

Para no dar por concluido este cuestionario, usted podría dar por resuelta esta
pregunta retórica: ¿qué autores son los que usted frecuenta? ¿Quiénes son sus autores
fieles?

Estudié nueve años literatura en la universidad. Desde los 17 años he estado nada más en lo
literario, como estudiante, profesora, escritora. He oído muchas voces que aun en
desacuerdo con mi percepción se han depositado en mi cabeza. Curiosamente, valorizo hoy
mis estudios de literatura española, releo con asombro El Cid, para examinar la constitución
de la lengua, el viaje por el español hasta las literaturas regionales de los países
latinoamericanos. Por eso me resulta difícil contestar esa pregunta, pero, aun considerando
que lo que afirme es parcial, Pedro Páramo de Rulfo me parece una obra magnífica; El
zorro de arriba y el zorro de abajo de Arguedas, conmovedor -los lamentos de las indias
prostitutas-. Cobra de Severo Sarduy, un libro lujoso como escritura; Cien años de soledad
de García Márquez, en fin, en el nivel internacional; Joyce y su Ulises, el novelista japonés
Yasunari Kawabata, Beckett y dejando mucho sin nombrar, quisiera nombrar un pedacito
de un libro que ahora mismo termino de leer, que es una autobiografía de Gregorio Condori
Mamani, un quechua monolingüe que incluye un relato de Asunta, su mujer. Ella dice: “Así
en estos últimos tiempos, después de haber dormido bien toda la noche, me levanto sin
fuerzas, con las piernas y los muslos totalmente cansados, como si durante la noche hubiera
caminado leguas y leguas. Seguro que mi espíritu alma ya empezó a caminar, porque
faltando ocho años para morir, nuestras almas empiezan a caminar recogiendo las huellas
de nuestros pies, de todos los lugares por donde hemos caminado en vida. Así nuestra pobre
alma se detiene infinidad de veces para penar por lugares donde, por algún descuido,
pudimos haber hecho caer al suelo una aguja de coser. Por eso la aguja, al coser o al zurcir,
se debe manejar con cuidado. Así, seguro mi alma ya empezó su peregrinación, por eso mis
piernas amanecen cansadas no más.”

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