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El núcleo de las teorías darwinistas

Por D. J. Tice

Los críticos de la selección natural


En los últimos ciento treinta años los debates sobre la evolución han avanzado mucho dentro de
las teorías de Darwin. Muchas personas siguen suponiendo que la aparición de la vida sobre la
Tierra puede explicarse de un solo modo, o por selección natural o por creación instantánea. En
su opinión, éstas son las únicas explicaciones posibles. Los creacionistas han atacado
últimamente al darwinismo con argumentos más o menos «científicos». Algunos de sus
argumentos son falsos, pero otros no carecen de interés.

Cuando muchos científicos tienen que enfrentarse a cuestiones embarazosas, acostumbran a


usar el siempre fácil método de andarse por las ramas. Al ser requerida su opinión sobre el aún
no resuelto problema de la evolución del ojo, Niles Eldredge, director y conservador de la
sección de invertebrados del Museo Americano de Historia Natural de Nueva York, y uno de
los principales representantes de las teorías evolucionistas en Estados Unidos, declaró: «Se
pueden exponer hábiles argumentos de cómo podría ser esto (refiriéndose a la existencia de
estados intermedios en la evolución del ojo), aunque eso no quiere decir que tales argumentos
sean verdaderos. Pero al menos son tan dignos de crédito como las afirmaciones de los
creacionistas. »

La evolución de la vida

La cuestión es que la vida -su origen, su desarrollo y, sobre todo, su naturaleza- no es sólo el
más complejo y misterioso de los fenómenos que estudiamos, sino también el que más
ansiosamente quisiéramos llegar a comprender. ¿Cómo una misma materia puede dar lugar a
aguaturmas y a ballenas, a medusas y a cabras, a caracoles y a seres humanos? El que los
darwinistas y los creacionistas dominen el centro de los debates reside en el hecho de que
ambos están convencidos de tener respuesta a todas las preguntas aun a costa de negar una
verdad tan difícil de asimilar como la de que no lo sabemos todo.

Existe el criterio unánime entre los hombres de ciencia de que la vida ha «evolucionado» hasta
llegar a transformarse en lo que es en la actualidad, y una buena parte de ellos identifican
«evolución» con «darwinismo». Tan sólo una pequeña y no pocas veces denostada minoría de
científicos lleva mucho tiempo insistiendo en que hay una diferencia entre ambos conceptos.
La evolución supone el concepto de que todos los procesos de la vida están relacionados, que
dieron comienzo hace billones de años bajo la forma de una pequeña célula y que han
evolucionado a lo largo del tiempo. Esto era algo comúnmente aceptado por los naturalistas a
finales del siglo XVIII; Erasmus Darwin, el abuelo de Charles, lo describió con todo lujo de
detalles en el poema épico -sí, han leído ustedes bien- «Zoonomia», que data de 1794. Y lo
único que añadió Charles Darwin en 1859 en El origen de las especies fue una teoría de cómo
pudo llegar a suceder un fenómeno semejante y de cómo unos organismos vivos
experimentaron modificaciones a través del tiempo. Su atractiva y sin lugar a dudas brillante
tesis acerca de la selección natural hizo que la teoría de la evolución resultara creíble por
primera vez, en especial para el gran público, y que su difusión acarreara a su autor tanto el
odio de los que interpretaban literalmente la Biblia como la incondicional devoción de muchos
científicos.

A pesar de los encarnizados debates políticos promovidos por los creacionistas para tratar de
conseguir que las enseñanzas del Génesis volvieran a ser impartidas en las escuelas públicas
norteamericanas, y a pesar del eco que han tenido en los medios de comunicación, hay que
decir que las posturas extremistas de interpretación literal de la Biblia no pueden ya constituir
una postura rigurosa desde el punto de vista intelectual en nuestro país. Pero, paradójicamente,
ésta es una mala noticia para el darwinismo. Porque no sintiéndose comprometida -al tener sus
propios puntos de vista- con el creacionismo, e inclinada aún menos a solidarizarse con él a
cualquier precio, ha surgido una nueva generación de paleontólogos, biólogos, genéticos,
físicos e inmunólogos que está plantando cara con un empuje y una seguridad hasta ahora
desconocidos a las síntesis neodarwinianas (es decir, a la teoría de Darwin que fue corregida en
los años treinta y cuarenta con objeto de agregarle las leyes de la herencia).

Los nuevos críticos del darwinismo no niegan que haya existido una evolución; lo que afaman
es que otros factores diferentes de la selección natural debieron de tener alguna relación con
este proceso. El biólogo James Hanken, de la Universidad de Colorado, ha llegado a decir:
«Antes, en los años cincuenta y principios de los sesenta, existía el convencimiento muy
extendido de que se había dado respuesta a muchas de las principales cuestiones y que se había
elaborado una síntesis más o menos completa acerca de las mismas. Pero en los años que
siguieron nos dimos cuenta de que había muchas cosas que no se habían explicado y otras
tantas que no se habían explicado bien. Lo que antes creíamos saber con certeza, puede que no
lo conociéramos tan bien como creíamos. Vivimos ahora momentos apasionantes.»

Nuestra época puede resultar particularmente apasionante para todos aquellos que tienen
inquietudes religiosas y que al mismo tiempo no están de acuerdo con las interpretaciones
literales de la Biblia. Una de estas personas es John Mc Intyre, profesor de Física en Texas. Mc
Intyre confiesa la frustración que experimenta por el hecho de que los «antievolucionistas»
hayan usurpado el término «creacionismo», e insiste en que es del todo posible conciliar las
creencias cristianas en un Dios creador con la idea de que la vida haya evolucionado a través
del tiempo. Lo que les resulta más difícil de aceptar a los «creacionistas» del estilo de Mc
Intyre son las afirmaciones darwinistas de que la evolución de la vida está enteramente
condicionada por el azar y la lucha por la supervivencia, al margen de un plan previamente
trazado.

Actualmente un creciente número de investigadores afirma que podrían existir controles


inherentes en los elementos genéticos durante el proceso de evolución, algo así como una
propensión hacia unas determinadas formas evolutivas en perjuicio de otras. Si estas hipótesis
llegaran a adoptar la forma de tesis elaboradas, serían obviamente mucho más conciliables con
las nociones filosóficas de un universo «preconcebido» o «creado» que con el darwinismo. Y
por lo menos ofrecen más tema para la reflexión filosófica que las consabidas argumentaciones
acerca de la exactitud científica del Génesis.

A continuación expondremos algunas de las más frecuentes objeciones que se le hacen al


darwinismo.

La fórmula secreta de la Paleontología

Esto es lo que afirma el darwinismo moderno: Los seres vivos se diferencian unos de otros por
medio de la mezcla de los genes en la reproducción sexual o por medio de mutaciones
aleatorias que dan lugar a errores genéticos. Algunas de estas mutaciones son presuntamente
beneficiosas para el ser vivo en su entorno natural. Un ciervo puede haber nacido con las patas
más largas o más cortas, y un pájaro carpintero con el pico más o menos afilado. Por lo general,
los seres vivos que tengan un mayor grado de adaptación que sus compañeros sobrevivirán
mucho más tiempo y tendrán una descendencia mayor. Así pues, en el paso de una generación
a otra, la mezcla genética (las «frecuencias de genes») de una población variará muy
ligeramente, tendiendo a una mejora si el individuo permanece en su entorno específico. Si el
medio cambia, también lo harán los seres vivos, desde el momento en que sus características
peculiares ya no les suponen ninguna ventaja. Si extendemos este lento y gradual proceso a la
evolución de la vida a través del tiempo, se puede explicar toda la diversidad de las formas
biológicas como el resultado de una evolución progresiva y de una adaptación desde la
aparición de los primeros seres vivos marinos unicelulares.

¿Sabemos realmente si es cierto lo que acabamos de exponer? Y si lo es, ¿qué medios tenemos
para saberlo? Muchos profanos en la materia responderían sin vacilar que los seres vivos
evolucionan constantemente y que la evolución se refleja en los fósiles. Al contemplar la
sucesión de fósiles que testimonian las formas ancestrales del caballo actual, e incluso la de los
seres humanos, nos hemos inclinado a creer que los fósiles contienen la certeza de una
constante y paulatina evolución de los seres vivos y que son un testimonio, a falta de algunos
«eslabones perdidos», del proceso de evolución.
Pero esto no tiene por qué ser así, dicen los críticos del darwinismo. Los fósiles no son una
muestra de una constante y paulatina evolución de los seres vivos; más bien certifican que las
especies siguen siendo casi exactamente las mismas a través de toda su existencia, que con
frecuencia se remonta a millones de años, y también nos revelan que unas formas determinadas
-los huevos, las plumas, el ojo de los mamíferos, los peces, las ballenas, los delfines, los
insectos, las flores, y un largo etcétera- han aparecido de manera repentina, y enteramente
constituidas, aunque también existan algunas formas intermedias capaces de hacernos pensar
en esa lenta y constante evolución de la que habla el darwinismo.

Niles Eldredge, en su apasionante libro Time Frames, en el que trata de su controvertida teoría
de los «equilibrios puntuados» que él mismo desarrollara en los años setenta junto con el
paleontólogo de Harvard Stephen Jay Gould, ha afirmado que «una vez que una especie ha
evolucionado, no experimenta grandes cambios a lo largo de su existencia, todo lo contrario a
lo que enseña habitualmente el darwinismo». Durante muchos años, añade Gould, los
paleontólogos, anclados en las teorías darwinianas, se han sentido inclinados a afirmar que los
fósiles son el testimonio de una evolución paulatina y gradual, «cuando en realidad sabían que
no era así». Por su parte, Gould ha calificado a las abundantes lagunas existentes en los
hallazgos fósiles de «fórmulas secretas de la Paleontología».
El conflicto entre las expectativas darwinianas y los hallazgos fósiles no es precisamente una
novedad. El propio Darwin en El origen de las especies se mostraba inquieto por la ausencia de
una «armonía en la concatenación de los seres vivos» y la calificaba de «la objeción más seria
que puede esgrimirse contra mis teorías». Y al final llegó a la conclusión de que «la explicación
radica... en la imperfección extrema de los hallazgos fósiles».

Esto de la «imperfección de los hallazgos fósiles» sigue siendo el argumento de los partidarios
actuales de Darwin, a quienes no parece faltar buenas razones para pensar así. No cabe duda de
que los fósiles resultan algo excesivamente fragmentario y no del todo fiable, por la sencilla
razón de que la fosilización es un acontecimiento bastante excepcional. Pero lo malo es que los
darwinistas sólo desconfían de los fósiles cuando contradicen sus propias teorías, y no cuando,
por poner un ejemplo, aparecen fósiles de especies extinguidas similares al caballo y enseguida
proclaman, sin ningún género de dudas, que nos encontramos ante los antepasados del caballo
actual. Niles Eldredge, que al igual que Gould se considera darwinista pese a su papel crítico,
ha calificado el argumento de la evolución del caballo (que por cierto todavía se exhibe en el
museo en que él trabaja) y otros similares de «lamentables, especialmente cuando los que
proponen semejante tipo de argumentos están perfectamente enterados de que algunos de ellos
no pasan de ser una especulación».

El debate en torno a la evolución ha continuado a medio camino entre el acaloramiento y la


frustración. Un argumento habitual del darwinismo para explicar la escasa abundancia de
fósiles es que el proceso de evolución suele afectar a unos pocos individuos del conjunto de
una especie, lo que explicaría la poca entidad de los restos aparecidos. Asimismo es objeto de
polémica la configuración de algunos estadios evolutivos, en especial los intermedios entre
peces y anfibios, entre reptiles y mamíferos, o entre reptiles y aves. ¿Era el «Ichthyostegix» un
anfibio primitivo con cola de pez y escamas laterales, un ser intermedio entre los peces y los
anfibios? Es posible, pero no falta quien afirma que eran anfibios completamente formados.
¿Fue el «Archaeopteryx», el famoso «dinosaurio volador», un precursor de las aves? Sin
embargo, hay quien asegura que se trataba de un ave. Se podrían citar otros ejemplos, si bien
hay que decir que las controversias son menores en torno a los estadios intermedios entre
reptiles y mamíferos.

No pocos argumentos evolucionistas podrían tornarse incomprensibles. Los fósiles pueden


indicarnos que existieron seres vivos compuestos por lo que nosotros entendemos como peces y
anfibios, o como reptiles y aves, pero no son capaces de demostrar que se trate de formas de la
evolución. Lo único cierto es que existieron y que adoptaron esas determinadas formas. El
principal problema que se plantea es el aducido por Eldredge y Gould, el de que los fósiles no
son la imagen de una lenta y constante evolución. Eldredge afirma que las informaciones
precisas que tenemos sobre esas especies que supuestamente evolucionaron nos llevan a
asegurar que no nos encontramos ante ninguna fase de la evolución, sino ante seres vivos
constituidos de modo permanente y en los que no se han producido demasiados cambios.

«No podemos seguir golpeando y abriendo las rocas con la esperanza de encontrar en ellas
estadios intermedios de la evolución», afirma Eldredge. De sus investigaciones se desprende
una constante, la de la «sorprendente» estabilidad de las especies, «acentuada» por períodos de
cambios relativamente rápidos. Pese a que Eldredge y Gould vacilan en proponer una nueva
teoría que explique esos «estallidos» en el proceso de evolución, la hipótesis de cambios
rápidos supone toda una amenaza para el darwinismo. ¿Cómo podría la selección natural, esa
suma de pequeñas ventajas, actuar de un modo rápido? La cuestión se complica más si cabe
con la argumentación de Eldredge de que es la aparición de nuevas especies la que provoca
cambios en la anatomía, y no es la suma de esos cambios la que origina una nueva especie, tal y
como creía Darwin.

«Surgen nuevas especies cuando sucede algo -por ejemplo, cambios en los cromosomas- que
impide el apareamiento dentro de dos grupos de la misma especie», señala Eldredge quien
luego añade: «Es entonces cuando se produce una enorme cantidad de cambios anatómicos.»

Si Eldredge está en lo cierto, cabría añadir que es «algo», y no la selección natural, el auténtico
motor de la evolución.

Crítica de la adaptación

En su libro Mayonnaise and the origin of Life, Harold J. Morowitz relata una trágica escena de
la que fue testigo durante un viaje a las islas Galápagos, donde Darwin efectuara muchas de sus
primeras investigaciones sobre la evolución. En una playa soleada, una multitud de leones
marinos hembras amamantaba a sus jóvenes crías, y Morowitz fijó su atención en una cría de
aspecto demacrado que debía de haber perdido a su madre. Ninguna de las demás hembras se
preocupaba de la cría hambrienta, que se debatía desesperadamente en la arena, en busca de
una ayuda que nunca llegaría.

El espectáculo entristeció a Morowitz, profesor de Biofísica en Yale. Pero se tranquilizó a sí


mismo y a sus lectores con este razonamiento: «Las leyes de la naturaleza funcionaron de
forma inexorable. Por las razones que fueran, la joven cría o su madre tendrían alguna tara y
esos genes defectuosos tenían que ser eliminados. La especie iba a mejorar en su nivel de
adaptación...»

Nuestra posición frente al darwinismo dependerá de cómo reaccionemos ante una


interpretación de este estilo. Es posible que la cría de león marino fuera a morir de hambre a
consecuencia de una tara genética existente en ella misma o en su madre, pero también es
posible que fuera simplemente una víctima de la mala suerte. Y como no tenemos pruebas de la
existencia de una tara genética importante, no hay forma de conocer cuál de las dos
posibilidades es la correcta. Los darwinistas como Morowitz tienen muy bien asumido que las
ventajas y desventajas genéticas juegan un papel muy importante en todo aquello que
determina la vida y la muerte, lo suficiente como para alterar de forma significativa las
frecuencias genéticas y regir el curso de la evolución. Pero, ¿cómo podemos tener realmente
una certeza científica de que esto es así? ¿Quiénes logran sobrevivir? ¿Los mejor adaptados o
los más afortunados?

No cabe duda de que la selección natural es un elemento fundamental y significativo. Pero el


darwinismo afirma que es lo más importante y la causa de casi todo lo que podemos observar
en la naturaleza. Mas esto no ha podido demostrarse y resultaría prácticamente imposible
hacerlo. En un artículo publicado en «Harper`s Magazine», Tom Bethel insertaba la siguiente
cita del biólogo inglés Colin Patterson: «Resulta muy fácil elaborar teorías acerca de cómo
unas determinadas formas de vida dieron origen a otras, y encontrar argumentos de cómo
determinados estadios de la evolución fueron favorecidos por la selección natural. Pero
semejantes teorías no pueden ser consideradas científicas, ya que no pueden ser objeto de
demostración.»

La teoría de la selección natural o darwiniana ha tenido éxito por su alto grado de verosimilitud
y porque profesores de Biología, exposiciones y programas de televisión nos han enseñado a
todos enseguida a reconocer en los seres vivos determinadas características que nos han sido
presentadas como ventajas de la selección natural. Los que critican la selección natural afirman
que no resulta muy difícil examinar las afirmaciones poco verosímiles de esta teoría, una vez
que la han estudiado a fondo. El mismo concepto de adaptación ha sido en parte puesto en
duda, porque el verdadero objetivo de la selección natural no es la supervivencia, sino la
reproducción. Ciertos rasgos (patas más largas, mejora de la visión, muchas o pocas garras sí
permanecen de una generación a otra porque los genes que las determinan han sido
transmitidos por los individuos adultos a su descendencia. La importancia de la supervivencia
radica únicamente en el hecho de que un ser vivo debe sobrevivir todo el tiempo que le sea
necesario para reproducirse, y es de suponer que cuanto más tiempo sobreviva, mayor será su
descendencia.

Y aquí surge una complicada cuestión. Ya que la reproducción diversificada es el auténtico eje
de la teoría darwinista, parecería lógico pensar que su característica más destacada es que esa
reproducción se realizara inmediatamente, de forma simple y prolífica. Es evidente que las
especies de reproducción más temprana, las que dejan numerosa descendencia, o las que no
tienen que cortejar a sus compañeros para conseguirla son muy inferiores en genes a las
especies que deben sobrevivir largo tiempo antes de reproducirse, a las que tienen poca
descendencia, o a las que sólo pueden reproducirse tras complicados cortejos sexuales. ¿Por
qué entonces la evolución se ha caracterizado por el paso de una reproducción simple y
prolífica (caso de las bacterias) a otra mucho más compleja y poco prolífica (caso de los
grandes animales)? La respuesta más apropiada a esto sería que una reproducción menos
prolífica es el precio que deben pagar los seres vivos de mayor complejidad. ¿Y qué es lo que
origina esa complejidad? Si la causa no se debe a un proceso de selección natural, habría que
poner el darwinismo en entredicho, pues resulta difícil comprender que el ser humano esté más
«adaptado» que las bacterias, si es que todo lo reducimos al número de genes.

Se plantea otro problema con lo que Eldredge califica de «teoría de la adaptación a través de la
selección natural», es decir, que los seres vivos se adaptan continuamente a los cambios en su
entorno natural. Si una región se hace más fría, las especies que la habitan evolucionan hacia
un pelaje más grueso; si se hace más árida, evolucionan hacia un tipo de alimentación vegetal
raquítica. Pero si observamos la naturaleza una y otra vez, nos daremos cuenta de que lo que
muchos biólogos están describiendo (y atribuyendo a la selección natural) son seres vivos que
están perfectamente adaptados a su entorno natural. ¿Dónde están esas especies necesitadas de
adaptación? ¿Cómo podemos suponer lo que hará un animal si su «habitat» se hace menos
adecuado a su forma de vida? En una publicación de 1974, Gould y Eldredge plantearon la
cuestión de la siguiente manera: «¿Cómo podemos creer que una especie que existe desde hace
un millón de años esté mejorando paulatinamente su adaptación?... ¿No sería más probable que
esa especie, enfrentada a cambios radicales en su entorno, cambiara de zona de residencia, en
vez de continuar allí poniendo al mal tiempo buena cara para «adaptarse»?

Pero además de estas objeciones un tanto generales, los críticos de la selección natural insisten
en muchas características de plantas y animales que no pueden ser consideradas simplemente
como ventajas de la selección natural. Veamos algunos ejemplos:

• Todo lo referente a las flores es un profundo enigma. Nada resulta más sorprendente que el
desarrollo, en sus miles de variedades, de los increíbles mecanismos por los que una planta se
hace dependiente de una especie de insectos en la polinización. Hay una orquídea australiana
de forma semejante a la hembra de una determinada especie de avispa y ello le sirve para atraer
a los machos enamorados; cierta variedad de lirio desprende olor a carroña, lo más adecuado
para atraer a la mosca azul, que deposita sus huevos sobre la carne podrida. ¿Acaso son éstos
hitos fundamentales de la adaptación? ¿Qué ventajas pueden encontrarse en una flor que se
autolimita a un único insecto polinizador? ¿No habría más ventajas en recurrir a muchos
polinizadores, tal y como lo hacen otras muchas flores con procesos de adaptación más
sencillos?

Tampoco está nada claro por qué un considerable número de flores tiene un sistema de
polinización único y complejo, otras lo tienen más sencillo, y todas presentan una gran
variedad de colores, tamaño, número y forma en sus pétalos. Y ya que todas tienen unas
estructuras que parecen funcionar, ¿hasta qué punto podemos decir que poseen ventajas?

• Muchas variedades de abejas mueren al clavar su aguijón, y el aguijón sigue existiendo en su


especie. ¿Cómo se compagina esto con las reglas de la selección natural? Si la consecuencia de
la existencia del aguijón es la muerte, sería de esperar que los genes que originan el hábito de
utilizar el aguijón o las estructuras anatómicas que lo hacen mortífero fueran eliminados lo más
rápidamente posible de la carga genética.

• ¿Por qué existen aves que no pueden volar? El avestruz es el ejemplo más conocido, pero no
el único de los existentes en la actualidad. También hubo otros que existieron en el pasado. Si
las aves hubieran evolucionado desde los reptiles como consecuencia de la extraordinaria
ventaja que significaba el vuelo, ¿cómo podemos explicar que haya especies que efectuaran
esta transición sin tomarse la molestia de adquirir esa ventaja? Es posible que esta clase de aves
pudiera volar alguna vez, pero que haya perdido su capacidad de hacerlo. Y si perdieron esta
importante ventaja, ¿por qué no fueron inmediatamente eliminadas por la selección natural?

• Las aves que no vuelan plantean también la amplia cuestión de por qué especies no adaptadas
conviven con frecuencia al lado de las adaptadas. Según la teoría darwinista, los seres vivos
evolucionan precisamente porque hay quienes logran sobrevivir para reproducirse y otros, en
cambio, no. De esta forma se imponen las ventajas, desaparecen las desventajas, y cambia la
especie. Por ejemplo, muchos mosquitos hembra han evolucionado hasta alimentar a sus
huevos con sangre, presumiblemente porque el hacerlo así supone una ventaja, pero otros se
abstienen de chupar sangre y no parece que sea algo desventajoso. Algunos mosquitos machos
localizan a sus compañeras detectando el vuelo característico de las hembras, pero los
mosquitos machos de otras especies son incapaces de detectar el vuelo, aunque terminen
encontrando a sus compañeras. Si la forma de vida de los mamíferos presenta toda una serie de
dramáticas desventajas, ¿por qué evolucionaron partiendo de los reptiles? Y, además, los
reptiles todavía están entre nosotros. Algunos seres vivos han desarrollado complejos sistemas
de camuflaje para acercarse a sus presas, mientras otros cuya forma de vida es la misma o
similar no utilizan el camuflaje. Y aún queda otra cuestión importante, ¿es necesaria la
reproducción sexual? Si es así, ¿por qué millones de seres vivos asexuados se las arreglan sin
ella? Podríamos seguir indefinidamente con más ejemplos. Y por muchos que pusiéramos,
estamos seguros de que los partidarios de la selección natural responderían con dos argumentos
básicos. El primero sería el de la existencia de «compartimentos estancos». El darwinismo
sostiene que hay características de las especies que se mantienen aunque sean desventajosas
para el entorno en que viven, pero esto no quiere decir que esas mismas características
supongan desventajas en un entorno natural diferente. Además, cada especie no vive en un
único entorno, sino en un limitado «compartimento estanco» ecológico dentro de ese entorno,
alimentándose de determinada forma, siendo amenazada por un determinado depredador,
soportando un determinado microclima, etc. Así pues, cualquier cosa que ayude a la especie a
adaptarse a ese compartimento, tan peculiar y limitado, puede llegar a ser una ventaja, algo que
le proporcione a la especie un lugar en la economía de la naturaleza.
Pero este argumento contiene uno o dos problemas. Está basado en el conocido axioma de que
«la naturaleza aborrece el vacío». Y por tanto producirá especies para llenar esos
compartimentos. Pero en la naturaleza hay muchos compartimentos vacíos, ¿cómo funciona
entonces el proceso de evolución? La argumentación darwinista supone que esos
compartimentos son algo real, una especie de condominio que está esperando ser ocupado.
Podemos ver a un pájaro carpintero sacando insectos de la corteza de un árbol y pensar que está
llenando el compartimento creado por la presencia de esos insectos; o a un buitre comiendo las
sobras dejadas por un león y creer que existe otro compartimento originado por la capacidad
del león de conseguir más comida de la que puede consumir. Dicho de otro modo, los
compartimentos no serían otra cosa que recursos de los seres vivos para sobrevivir, pues sólo
apreciamos la existencia de un compartimento cuando vemos a un ser vivo ocupándolo. Por
cierto, ¿quién podría suponer que exista un compartimento para una flor que huele a carroña?

Así pues, la cuestión de los compartimentos estancos se torna un tanto engañosa, una manera
de hacer que cualquier característica de una especie -generalmente las más singulares y en
apariencia contradictorias- presente el aspecto de una «adaptación». Es evidente que cada ser
vivo existente ha encontrado su lugar en la economía de la naturaleza, pero tenemos que
preguntarnos por qué hay tantos que buscan lugares angostos y precarios con sorprendente
perseverancia. Tras haber dado solución a algunas objeciones con lo de que la selección natural
mantiene sólo aquellas características que son ventajosas a las especies en sus particulares
compartimentos estancos, el darwinismo empeña su credibilidad argumentando que el mismo
impulso que permite el mantenimiento de esas características es el que hace que los seres vivos
se desarrollen en nuevos compartimentos. 0, dicho con otras palabras, evolucionen.
El segundo argumento clásico del darwinismo es una respuesta a las objeciones de que la
selección natural sea el origen de todo. Llega a admitir que no todo se debe a la selección
natural y que también puede ser el resultado del azar. En Abusing Science, una enérgica
defensa del darwinismo contra los argumentos creacionistas, el profesor de Filosofía de la
Universidad de Vermont, Philip Kitcher, explica que los grupos de genes se apiñan unos junto a
otros, como si fueran granos de uva, por lo que cuando un gen sufre una mutación, pone en
marcha una reacción en cadena de los otros genes. Si la mutación principal supone una ventaja,
se mantendrá, y también las secundarias que la acompañen, pese a que pudieran ser un tanto
perjudiciales. Kitcher se refiere asimismo a un «impulso genético», en el sentido de mutaciones
conservadas de modo casual. Parece ser que estos dos fenómenos explicarían todas aquellas
características que no pueden ser explicadas por la selección natural.

No tenemos nada que objetar a lo anterior. El agrupamiento de los genes y el impulso genético
son algo que está ahí, pero resulta muy poco adecuado hacer uso de estos fenómenos para
explicar todos los problemas de la selección natural.

La ya antigua cuestión de la evolución del ojo es un tanto diferente de todo lo que hemos visto
hasta ahora. Si algunas características no son fáciles de explicar basándose en la selección
natural porque no tienen el aspecto de ventajas, otras, como el ojo, aparecen claramente como
ventajas..., pero sólo cuando han completado su proceso.

El ojo de los mamíferos es un mecanismo extraordinario, compuesto por docenas de estructuras


separadas que funcionan en íntima armonía. Si se destruye una cualquiera de esas estructuras, o
bien deja de funcionar correctamente, el ojo pierde la visión. ¿Cómo puede ser que el ojo haya
evolucionado a partir de un conjunto de pequeñas mutaciones, y que éstas hayan surgido por
azar? ¿Qué ventaja puede existir en medio ojo o incluso en un noventa por ciento de ojo?
¿Cómo puede basarse en la selección natural el lento desarrollo de un órgano que no sirve para
nada si no está completamente desarrollado?

Darwin, que se sentía bastante molesto ante cuestiones como éstas, las calificaba con el
eufemismo de adaptaciones de «extrema perfección». Al igual que muchos darwinistas
actuales, esquivaba la cuestión del ojo, empleando diversos recursos, como referirse a la
evolución de una mancha sensible a la luz en un organismo unicelular hasta llegar al ojo
humano, indicando simplemente que ahí residía todo. Pero el problema se reveló resistente.
Había muchas cosas que querían justificarse con lo de la «extrema perfección». A Eldredge le
asombra menos la cuestión del ojo que la de que los escarabajos hayan desarrollado conductos
con un ácido para defenderse de sus depredadores. Y opina que «resulta difícil contemplar esto
como una forma intermedia en la evolución». James Hanken ha hablado de la evolución en el
vuelo. ¿Cuántos procesos de adaptación fueron necesarios hasta que realmente las especies
pudieron alzar el vuelo? En su libro The Great Evolution Mistery, Gordon Rattray Taylor
desarrollaba extensamente el problema de la adaptación de los peces a la vida en la tierra. Sin
las ventajas de unas patas, una pelvis, una piel impermeable o unos párpados, ¿cómo podría un
pez adaptarse a la tierra?

(Hay razones para creer que la selección natural es algo que tiende a la uniformidad, y no a la
diversidad).

El darwinismo ha pretendido tener una respuesta para todas las preguntas. La clásica teoría
darwiniana acerca de los peces dice que algunos peces primitivos con branquias semejantes a
las actuales (que podían respirar y deslizarse con sus aletas) quedaron atrapados de la forma
más torpe en aguas estancadas y sin poder volver al mar, y por medio de este proceso se
adaptaron a la vida en la tierra. Pero, ¿cómo es posible que la selección natural no eliminara a
una especie de peces tan inepta antes de que le diera tiempo a evolucionar a anfibios? Y es que
muchas teorías requieren una gran dosis de crédito.

Una explicación mucho más convincente es lo que el darwinismo llama «preadaptación».


Afirman que el funcionamiento de los órganos de un ser vivo guarda relación con el desarrollo
de éste, pero con el tiempo estos órganos pueden desempeñar otra función. Por ejemplo, un
pedazo de pata podría formar parte de la selección natural, puesto que sirve a un pez para cavar
en los fondos marinos y, pasado un tiempo, puede serle útil para caminar.

Es posible que se dé el fenómeno de la preadaptación; si es así, nos aclararía bastantes


incógnitas. Pero la sensación que se experimenta es la de que los darwinistas han barrido todos
los problemas por debajo de la alfombra.

Genes creadores

«Son muchos los que opinan que los procesos funcionan a diversos niveles, pero estos niveles
no siempre coinciden con la teoría evolucionista. Las teorías que elaboremos probablemente
llevarán aparejado un nuevo modo de estudiar los mecanismos genéticos», opina Niles
Eldredge.

Algo bastante curioso sobre el debate en torno a la evolución es que los que elaboraron la
síntesis de las teorías darwinianas sabían muy poco de genética. El propio Darwin ni siquiera
conocía lo más elemental sobre las leyes de la herencia (tengamos en cuenta que Mendel seguía
trabajando en su jardín mientras Darwin escribía). Además, el estudio de la Genética ha
evolucionado bastante desde que fuera completada la síntesis de la teoría darwiniana. El DNA
ha sido descodificado, por citar un ejemplo.

No es éste el lugar para entrar en detalles sobre la Genética actual. Bastará con decir que en los
últimos treinta años la Biología Molecular ha averiguado que el DNA y los genes que lo
comprenden son más sutiles y complejos de lo que se podía imaginar. Sabemos ahora que los
genes pueden «saltar», es decir, variar su posición en la cadena del DNA y deslizarse hacia
otras posiciones; que pueden dividirse y fusionarse en nuevas combinaciones; que algunos
genes pueden eliminar a otros y trastocar el contenido del DNA; y que hay seres vivos que
poseen grandes cantidades de «DNA sobrante», del que no se sabe exactamente cuál es su
finalidad. No está suficientemente claro todo lo que esto supone en el proceso de evolución,
salvo que la materia genética es capaz de efectuar muchos más cambios y mutaciones de los
que habíamos podido suponer. Y hay tal cantidad de ellos que la verdadera cuestión reside en
cómo pueden mantenerse unos niveles de estabilidad si es cierto que la evolución apunta hacia
un curso preciso.

Lo que parece evidente es que todo cambio tiene sus límites. Los darwinistas suelen aludir a
resultados de reproducción selectiva y a experimentos de laboratorio para reforzar su
argumento de que la «selección» puede ocasionar drásticas alteraciones genéticas que se
reproducirán en las generaciones venideras. Pero, como dice Francis Hitching en The Neck of
the Giraffe, esto es tan sólo una parte de la historia. Los resultados de miles de experimentos
realizados con la mosca de la fruta, en los que se originaron extrañas mutaciones tras ser
expuestas las moscas a los rayos X, no han dado lugar a una sola especie nueva, y apenas hay
casos en los que pueda decirse que haya aparecido una especie «aventajada». A lo largo de
miles de años de generaciones caninas, el hombre ha conseguido perros de todos los tamaños,
formas y colores, pero nunca nuevas especies de perro. Lo mismo podríamos decir de la
reproducción artificial, que también produce cambios, pero sólo dentro de unos límites. En
opinión del estudioso de la horticultura Luther Burbank, «se pueden desarrollar ciruelas de
media pulgada de longitud..., pero tengo que admitir que es imposible obtener una ciruela del
tamaño de un guisante, o que sea tan grande como un pomelo... Existen unos límites a su
desarrollo».

Hay también razones para creer que la selección natural es algo que tiende a la uniformidad, y
no a la diversidad. Por ejemplo, los perros callejeros -unos perros que se aparean libremente-
tienen en todas partes el mismo aspecto: unas dieciocho pulgadas de altura, unas treinta libras
de peso, pelo corto, hocico puntiagudo, cola rizada... Es decir, que tan pronto cesa la
reproducción selectiva, cesa también la variedad.

Tras lo expuesto anteriormente, se hace difícil aceptar lo que dice el darwinismo moderno, una
teoría prendida con alfileres. En opinión de James Hanken, esta teoría afirma que «transcurrido
un período de tiempo suficiente, cualquier cosa es posible, y la selección natural será posible
gracias a una selección de todas las variedades». Hanken describe una serie de experimentos
semejantes a los que Burbank hiciera con las plantas y señala que «en los fósiles puede
observarse que sus descendientes han evolucionado hacia sólo unas pocas variedades de entre
las posibles. En lo que se refiere a la forma de las conchas de los moluscos, podemos
imaginarnos toda clase de variedades que pudieran llegar a existir, pero lo cierto es que en la
naturaleza encontramos que sólo se dan unas pocas».

Tendremos que afrontar nuevamente la paradoja de la evolución: es algo que origina al mismo
tiempo cambios y estabilidad. La principal de las críticas corrientes que se hacen al darwinismo
es el escepticismo ante la posibilidad de que la selección natural sea responsable de ambas
cosas a la vez. Cada vez más frecuentemente, biólogos moleculares y biólogos del desarrollo se
preguntan si existe un segundo gran factor en la evolución -probablemente el factor
fundamental- y que podría tratarse del sistema regulador de la materia genética. Cuando un
embrión se desarrolla, grupos de genes -que ya estaban presentes en la célula inicial- entran en
acción alternativamente, siguiendo un plan trazado. Cuando un niño llega a la pubertad, los
genes que dormían en él desde su concepción, se ponen en funcionamiento dando lugar a una
maravillosa y sorprendente transformación. En la primavera, la naturaleza es un pandemonium
de genes que se han reactivado; las plantas germinan, desaparece la nieve, muchas criaturas
cambian de color y se desata el instinto de reproducción. Cuando les llega el momento, los
renacuajos y las larvas de los insectos sustituyen sus proyectos genéticos por otros nuevos,
transformándose en individuos adultos, algo que guarda similitud con lo que les sucede a los
adolescentes. Es particularmente interesante lo que ocurre con los renacuajos, que pasan, de ser
algo muy parecido a peces, a convertirse en anfibios.

Todo lo expuesto anteriormente nos indica que el DNA tiene capacidad para acumular grandes
cantidades de genes, que sólo desencadena cuando llega el momento. Y esto evidentemente
tiene mucho que ver con la teoría de la selección natural. Puede que el DNA contenga diversos
proyectos de la vida y que los ponga a prueba cuando reciba algún estímulo. Esta diversidad es
forzosa, aunque limitada a proyectos que sean viables, y acaso esté bastante condicionada por
la selección natural, que elimina errores y experimentos hechos a destiempo. James Hanken
afirma que no sabemos si las reglas de la evolución son similares a las reglas que se producen
en la naturaleza cada primavera. Y que tampoco sabemos cómo funcionan los genes
reguladores, o más exactamente qué son capaces de hacer.

Pero en este campo la mayor parte de las investigaciones están todavía por realizar.

Pruebas y demostraciones

Cuando el físico y filósofo sir Karl Popper expuso su célebre criterio para considerar a una
teoría como científica -el de que una proposición para ser científica debe ser falsable- dio a
conocer una realidad tan importante como incómoda: ninguna opinión es «demostrable» en el
sentido de que pueda probarse que es verdad. Por ejemplo, no se puede demostrar que el agua
se congele a una temperatura de 32 grados Fahrenheit; lo único que se puede afirmar es que
esto siempre sucede así. Es posible que alguna vez el agua no se congele a esa temperatura. Y
es que la congelación del agua a dicha temperatura no es un «hecho», sino una «hipótesis
corroborada».

Pensemos que si alguna vez el agua no se congelara a 32 grados, la afirmación «el agua
siempre se congela a 32 grados» habría demostrado ser falsa. Su exposición a la falsabilidad es
lo que hace científica a una proposición y la distingue de expresiones como «al principio creó
Dios el cielo y la tierra» o «¡Esto es coca cola!»

La proposición de Popper podría ser un camino al nihilismo si nos dejamos llevar por el temor
de que no conocemos nada con seguridad. El auténtico fundamento de toda ciencia -que todas
las cosas en la naturaleza tienen una causa lógica natural- no puede ser probado como verdad;
quizás algún día pueda ser de otra manera. Más complejo es el hecho de que el criterio de
falsabilidad de Popper pueda ser utilizado para desacreditar cualquier teoría. En mi ciudad
natal, la superficie del río Mississippi no se congela cuando el agua alcanza la temperatura de
32 grados; debido a las fuertes corrientes, debe alcanzar una temperatura algo más fría (y, por
desgracia, el río se congela). El «quid» de la cuestión es el siguiente: Popper afirma que una
teoría para ser científica debe efectuar predicciones que puedan demostrarse (lo que pasa es que
puede demostrarse que la teoría es falsa y no que es verdadera), pero cuando las predicciones
de una teoría fallan, siempre se puede echar la culpa a factores secundarios (en el ejemplo, las
corrientes) y dejar a salvo la hipótesis principal. Claro que apoyarse en hipótesis secundarias
sólo tiene sentido como un primer recurso. Si una lámpara de mesa no funciona, no
rechazaremos la bastante corroborada hipótesis de que la electricidad funciona; nos limitaremos
a comprobar la bombilla y los fusibles. Pero, aunque las hipótesis secundarias puedan siempre
formularse como puntos de apoyo, ninguna teoría puede ser verdaderamente falsable.

Muchos investigadores, entre ellos el mismo Popper, están convencidos de que la teoría de la
evolución tiene una especial dificultad con la cuestión de la falsabilidad, simplemente por el
hecho de que no podemos viajar al pasado para comprobar qué sucedió realmente, y porque
resulta un tanto singular «predecir» acontecimientos que ya sucedieron. Resulta menos
problemático demostrar una teoría general de la evolución que probar la teoría de Darwin de
que todo tiene su origen en la adaptación por la selección natural. ¿Cómo se puede demostrar
que por sí mismo ese factor sea el origen de la historia de la vida? Hemos podido comprobar
que las hipótesis auxiliares han acudido en ayuda del darwinismo. Si los fósiles no muestran las
formas de transición evolutiva de las que hablaba Darwin, se argumenta que los fósiles no son
elementos muy perfeccionados. Si aun contando con los fósiles, no aparecen suficientes formas
intermedias, se dice que las especies surgen en pequeñas y aisladas poblaciones. Si algunas
características no pueden explicarse por medio de la selección natural, se recurre al impulso
genético, a la agrupación de genes o a la preadaptación. Todas las hipótesis auxiliares resultan
válidas: lo malo es que tampoco ellas pueden ser objeto de demostración.

En su obra Abusing Science, Philip Kitcher cita un curioso caso de corroboración. A principios
del siglo XIX los astrónomos observaron que Urano, el planeta más «alejado» del sistema
solar, tenía una órbita que desafiaba los cálculos de Newton. Pero los astrónomos, en vez de
abandonar la teoría newtoniana de la gravitación, elaboraron una hipótesis auxiliar: tiene que
haber otro planeta cuya fuerza gravitacional esté distorsionando la órbita de Urano. Esto les
sirvió para descubrir Neptuno, y de este modo la teoría de Newton se salvó.

Kitcher nos diría que la hipótesis acerca de Neptuno es similar a las hipótesis auxiliares que
sirven para apuntalar las teorías darwinistas. Los cálculos y medidas que se hicieron tras el
descubrimiento de Neptuno sirvieron para dar una exacta corroboración de las fórmulas de
Newton. Dicho de otro modo, los científicos pudieron probar si la hipótesis auxiliar justificaba
por entero el aparente fracaso de la teoría de Newton. No hay ninguna manera de probar si la
imperfección del fósil o la preadaptación dan una respuesta segura a los problemas que se les
pide que resuelvan. Lo único que les resta es el mantenimiento de la posibilidad de que la teoría
darwinista sea verdadera.

Pero, aun admitiendo que ninguna teoría científica pueda ajustarse enteramente a los patrones
popperianos, habría que reconocer que algunas teorías son mejores que otras. Y el darvinismo
probablemente esté entre esas otras.

(Traducción: Antonio R. Rubio.)


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Revista Atlántida. Nº 15. Vol. IV Ediciones Rialp. (Págs. 20-32)
Copyright: Editorial Rialp - Copyright de esta edición electrónica: Arvo Net
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Agradecemos al autor - www.arvo.net - 2003-11-18

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CREACIÓN - La fe cristiana no va en contra de la razón. Protege a la razón, la protege cuando
pregunta por el todo. Hasta hace poco era corriente el reproche de que la fe es enemiga del
progreso y se aproxima a un resentimiento malsano contra la técnica. Actualmente, cuando se
ha puesto de moda las dudas frente a la técnica, se oye el reproche diametralmente opuesto: con
un lema «¡someted la tierra!», y con su desacralización del mundo, la fe ha creado una
propensión al dominio y explotación desenfrenados de la tierra, trayendo así la maldición de la
técnica. Prescindamos aquí de la cuestión de la culpa que pueda recaer particularmente sobre el
cristiano en este o aquel sentido; el sentido de la fe misma se interpreta mal en uno y otro caso.
Cierto, la fe entrega el mundo al hombre, y en esta medida ha posibilitado también la
modernidad. Pero la fe une siempre la cuestión del dominio sobre el mundo a la cuestión de la
creación de Dios y del sentido de esa creación. La fe posibilita la investigación e indagación
técnica, porque interpreta la racionalidad del mundo y la ordenación del mundo al hombre; pero
se opone también profundamente a que se limite el pensamiento a la cuestión de la
funcionalidad, a la cuestión de la utilidad. La fe desafía al hombre a que se pregunte, por
encima de la utilidad momentánea, por el fundamento de la totalidad. Protege a la razón, en
cuanto que contempla y percibe, contra el predominio de la razón meramente instrumental.
Con esto se divisa ya lo inmediato: en la fe en la creación de Dios no se trata de mera teoría, no
se trata de la cuestión de un pasado muy remoto en el que surgió el mundo. En esa fe se trata
del presente, de la actitud correcta frente a la realidad. Resulta decisivo para la fe cristiana en la
creación que el Dios creador y el dios redentor, el Dios del origen y el Dios del fin sean uno y
el mismo. Si se disuelve esa unidad surge la herejía, se desintegra la contextura fundamental de
la misma fe. Esa tentación es antiquísima, aun cuando las formas bajo las que se presenta la
hagan aparecer como algo del todo nuevo. Al comienzo de la historia de la Iglesia, Marción,
oriundo de Asia Menor, dio a esa tentación una figura fascinante. Contra la unidad entre Jesús
y el antiguo Testamento, sostenida por la Iglesia mayoritaria, objetó que el Nuevo Testamento
dice expresamente que los judíos no conocieron al Padre de Jesucristo, a su Dios. De ahí que el
Dios del Antiguo Testamento no pueda ser el de Jesucristo. Jesús trajo un Dios verdaderamente
nuevo y desconocido hasta entonces, que nada tenía que ver con el Dios celoso, airado,
vengador, de la antigua alianza. Su dios es sólo amor, perdón, alegría; su Dios ya no amenaza,
sino que es en todo esperanza y perdón, alegría; él solo es el buen Dios. Para eso vino Jesús,
para liberar al hombre de la ley del viejo Dios, y aun del viejo Dios mismo, y transferir al Dios
de gracia que se manifestó en su persona. La calumnia del antiguo Dios que Marción entona así
es al mismo tiempo calumnia de fallida creación, sublevación contra la creación por un nuevo
mundo* (H. Rahner ofrece información primaria sobre Marción en Markion: LThk 2VII, 92s;
J. Quasten, Patrología I, Madrid 1961, 555-557. Todavía resulta fundamental A. Harnack,
Marcion. Das Evangelium von fremden Gott, Leipzig-Berlin 2-1924; Id., Neue Studien zu
Marcion, Leipzig-Berlin 1923.

Quien siga hoy con atención la trayectoria de los espíritus, podrá comprobar que, bajo muchos
aspectos, se puede hablar justamente de una vuelta a Marción. Naturalmente hay también
diferencias, y son las que primero caen bajo la mirada del observador. Éste puede advertir que
la repulsa de la creación condujo a Marción precisamente a un odio neurótico contra el cuerpo,
del que hoy estamos muy alejados; un odio cuyo emplazamiento es el oscuro medievo, que se
ha transmitido dentro de la Iglesia mayoritaria y que hoy está prácticamente superado. Ahora
bien, puede naturalmente preguntarse si hubiese sido posible construir tales catedrales,
componer tl música, si no se hubiera dado un profundo amor a la creación, a la materia, al
cuerpo. Pero una disputa semejante no captaría el punto central. Pues realmente, de aquella
repulsa del creador y de la creación que Marción vincula con la gran corriente de la llamada
gnosis, nació tanto el ascetismo desdeñoso del cuerpo como el cínico libertinaje, que en
realidad implica asimismo odio al cuerpo, al hombre, al mundo. Lo que en apariencia son dos
extremos, acercan mucho y sus posiciones fundamentales se cruzan entre sí. Así como en la
falsa ascesis, enemiga de la creación, el cuerpo se convierte en sucio saco de gusanos que no
merece sino desprecio y malos tratos, del mismo modo el libertinaje tiene su fundamento en
que el cuerpo se torna organismo, mera cosa: su expulsión del reino de lo moral, de la
responsabilización espiritual, es al mismo tiempo expulsión de lo humano en el hombre, de la
dignidad del espíritu. Se convierte en mero objeto, en cosa, con él también se hace la vida del
hombre vulgar y ramplona. ¿No hemos llegado a Marción desde el extremo opuesto? ¿Y no se
dan también en teoría formas refinadas de semejante rechazo del cuerpo lejos de la humano, de
semejante reducción a cosa y del desprecio a ello anexo? Si Dios nada tiene que ver con el
cuerpo, cuando dios penetra en lo corporal, como en la cuestión del nacimiento virginal de
Jesús, o como en la confesión de la resurrección del Señor, ¿no nos acontece que lo echamos a
un lado como ingenuidad poco ilustrada? ¿No descartamos con ceño indignado el pensamiento
de que Dios pueda hacerse tan concreto, tan material?

Pero con eso no hemos abarcado aún toda la extensión del pensamiento. Dondequiera que el
hombre se burla de su cuerpo, en la ascesis o en el libertinaje, se burla también de sí mismo.
Tanto la ascesis como el libertinaje, adversos a la creación, conducen por necesidad forzosa al
odio del hombre hacia su cuerpo, hacia sí mismo, hacia la realidad como un todo. Ahí se
encierra el detonante político de ambas posiciones. El hombre, que tan profanado se siente,
quisiera destruir esta prisión de deshonra, el cuerpo y el mundo como un todo, para poder
evadirse de semejante rebajamiento. Pide a gritos el otro mundo, apoyado en el odio a la
creación y a Dios, quien tiene que responsabilizarse de la totalidad de las creraturas. Por eso la
gnosis, por primera vez en la historia del espíritu, llegó a ser ideología de la revolución
total*(Sobre el carácter revolucionario de la gnosis, H. Jonas, Gnosis und spätantiker Geist,
Göttingen 2-1954 [versión cast.:La gnosis y el espíritu de la antigüedad tardía. Valencia 1999],
E. Voegelin, Wissenschaft, Politik undn Gnosis, Manchen 1959).

No se trata ya de luchas políticas o sociales por el poder, como las que siempre se han dado,
sino de algo más básico: de la hostilidad contra la realidad misma, que el hombre, en su propia
asendereada existencia, ha aprendido a odiar. En el desdén del propio cuerpo se desintegra el
hombre desde su raíz, juntamente con el mismo ser, que ya no es para él creación sino lo
establecido y, por consiguiente, lo que se ha de aniquilar. Marx y Marción están
tremendamente próximos en la ideología de la revolución. De ahí que la revolución se
convierta, de medio político, en ídolo religioso, allí donde ya no se trata de enfrentarse con esta
o aquella situación política, sino de un doble dios, de la sublevación contra la realidad misma
que, en cuanto establecida, debe ser pisoteada para crear otro espacio por completo diferente.
El enfrentamiento a las valoraciones del comportamiento nunca es aquí, por tanto, una disputa
sobre lo puramente moral, sino que se debate siempre el ser mismo; dicho enfrentamiento se
convierte en disputa metafísica. Cuando se difama la existencia de la familia, de la paternidad y
la maternidad humanas como obstáculo a la libertad, cuando se consideran inventos de los
dominadores la reverencia, la obediencia, la fidelidad, la paciencia, la bondad, la confianza, y
se enseña a los niños el odio, la desconfianza, la desobediencia como las verdaderas virtudes
del hombre liberado, entonces entran en juego el creador y la creación. La creación como un
todo va a ser relevada entonces por otro mundo que el hombre se construirá. En la lógica de
este inicio, sólo el odio puede ser camino para el amor; pero esa misma lógica se apoya
previamente en la antilógica de la propia destrucción. Pues allí donde se calumnia la totalidad
de lo real, donde se hace mofa del creador, corta el hombre sus propias raíces. Comenzamos a
reconocer eso muy palpablemente a un nivel bastante inferior: en la cuestión del medio
ambiente, donde se demuestra que el hombre no puede vivir en contra de la tierra, sino de ella.
Pero no queremos reconocer que eso vale a todos los niveles de la realidad.

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Creazione od evoluzione?
La Chiesa di Roma risponde così
(en lengua italiana)
Creazionisti contro darwinisti, “disegno intelligente” contro selezione casuale: la controversia è
sempre più accesa. Il papa la studia con un team di esperti. Ecco le verità che vuole riaffermare.
E le confusioni che vuole dissipare

di Sandro Magister

ROMA, 11 agosto 2006 – Al seminario a porte chiuse su “creazione ed evoluzione” che


Benedetto XVI terrà ai primi di settembre a Castel Gandolfo con i suoi ex allievi di teologia,
tutti arriveranno con nella cartella la dovuta documentazione.

In questa documentazione spicca un articolo uscito su “L’Osservatore Romano” il 16 gennaio


2006. Il suo autore è Fiorenzo Facchini, sacerdote e scienziato, professore di antropologia
all’università di Bologna e autore di libri sulla questione dell’evoluzione.

A confermare l’importanza di questo articolo – riprodotto integralmente più sotto – è arrivato


l’ultimo numero della “Civiltà cattolica”, la rivista dei gesuiti di Roma stampata con il
controllo e l’autorizzazione delle autorità vaticane.

Nella “Civiltà Cattolica” del 5-19 agosto il gesuita Giuseppe De Rosa dedica dieci pagine al
fatto e ai meccanismi dell’evoluzione, da Lamarck e Darwin fino ai giorni nostri. E conclude
citando proprio l’articolo di Facchini su “L’Osservatore Romano” come la sintesi più
aggiornata delle posizioni della Chiesa cattolica in materia.

A sua volta, padre De Rosa sintetizza così il punto a cui è arrivata la controversia sul piano
scientifico:
“Deve essere chiara la distinzione tra il fatto dell’evoluzione e la teoria, o meglio, le teorie che
cercano di spiegarlo. Mentre il fatto può ritenersi sufficientemente certo, le teorie che cercano
di spiegarlo devono passare al vaglio della verifica sperimentale per poter divenire teorie di
valore scientifico. Finora questo non è avvenuto. Per tale motivo, sul problema dell’evoluzione
non è stata detta l’ultima parola sul piano scientifico. Molto lavoro resta ancora da fare per
giungere alla piena comprensione dei meccanismi del processo evolutivo”.

Ma oltre al piano scientifico – sottolinea padre De Rosa – ci sono il piano filosofico e quello
teologico, “che devono essere trattati separatamente”.

Proprio dal confondere questi piani – fa capire tra le righe padre De Rosa – possono nascere
infatti grossi equivoci. In particolare quelli che attribuiscono valore scientifico alla teoria
antidarwiniana del “disegno intelligente” impresso da Dio nella creazione: teoria oggetto di
accese dispute soprattutto negli Stati Uniti.

Con un articolo sul “New York Times” del 7 luglio 2005 sembrò sposare la teoria del “disegno
intelligente” il cardinale Christoph Schönborn, arcivescovo di Vienna e teologo molto vicino a
Benedetto XVI.

In realtà quell’articolo – anch’esso riprodotto più sotto – è molto attento nel tenere distinti i
punti di vista scientifico, filosofico e teologico.

Il cardinale Schönborn sarà uno dei due relatori che introdurranno il seminario del 2-3
settembre a Castel Gandolfo col papa.

Lo stesso Benedetto XVI ha più volte toccato la questione dell’evoluzione.

Vi ha fatto cenno la prima volta già nell’omelia della messa inaugurale del suo pontificato, il 24
aprile 2005:

“Non siamo il prodotto casuale e senza senso dell’evoluzione. Ciascuno di noi è il frutto di un
pensiero di Dio. Ciascuno di noi è voluto, ciascuno è amato, ciascuno è necessario”.

Un’altra volta vi è tornato sopra il 6 aprile 2006, parlando ai giovani riuniti in piazza San Pietro
in preparazione alla giornata mondiale della gioventù:

“La scienza suppone la struttura affidabile, intelligente della materia, il ‘disegno’ della
creazione”.

Ma in modo più approfondito hanno affrontato la questione Giovanni Paolo II, la Commissione
Teologica Internazionale e lo stesso Catechismo della Chiesa Cattolica.

Sia l’articolo di Facchini, sia quello del cardinale Schönborn sul “New York Times” citano tutti
questi interventi.
Ecco dunque i due articoli, seguiti dai link ai documenti citati:

1. Fiorenzo Facchini: “Evoluzione e creazione”

“L’Osservatore Romano”, 16 gennaio 2006

L´acceso dibattito su evoluzione e creazione, sviluppatosi da diversi decenni negli Stati Uniti, è
giunto in Europa da qualche anno e va infiammando il mondo culturale. Purtroppo è inquinato
da posizioni politiche, oltre che ideologiche, e ciò non giova a una serena discussione. Certe
affermazioni dei "creazionisti" americani hanno suscitato nell´ambiente scientifico reazioni
ispirate a un certo dogmatismo nella difesa del neodarwinismo e hanno fatto riemergere
posizioni scientiste, tipiche della cultura ottocentesca.

Molte volte si ha l´impressione che la confusione regni sovrana. Anche la vicenda dei nuovi
programmi di scienze nelle scuole italiane, in cui in un primo tempo l´evoluzione è stata
cassata e poi riammessa, è il segno di qualche disorientamento derivante da conoscenze non
adeguate del problema. È del mese scorso il pronunciamento del giudice federale Jones, in
Pennsylvania, sulla non ammissibilità dell´insegnamento dell’Intelligent Design (versione
recente del creazionismo scientifico, di cui si parlerà più avanti, basato su una interpretazione
letterale della Genesi), come teoria alternativa a quella della evoluzione da insegnare nei corsi
di scienze.

Su questa materia il magistero della Chiesa, particolarmente negli interventi di Giovanni Paolo
II, si è espresso con grande chiarezza e apertura in varie occasioni. Di recente, nel 2004, è stato
pubblicato, con l´approvazione del cardinale Joseph Ratzinger, un documento della
Commissione Teologica Internazionale dal titolo: "Comunione e servizio. La persona umana
creata a immagine di Dio".

Nel mondo scientifico l´evoluzione biologica rappresenta la chiave interpretativa della storia
della vita sulla terra, il quadro culturale della biologia moderna.

Si ritiene che la vita sulla terra sia incominciata in ambiente acquatico intorno a 3,5-4 miliardi
di anni fa con esseri unicellulari, i procarioti, sprovvisti di vero nucleo. Essi si ritrovano a lungo
senza cambiamenti fino a 2 miliardi di anni quando compaiono i primi eucarioti (unicellulari
con nucleo) nelle acque che ricoprivano il pianeta. I viventi pluricellulari tarderanno a venire.
Dalla loro comparsa, 1 miliardo di anni fa, il ritmo evolutivo procederà ancora lento e non
generalizzato. Sarà durante il Cambriano, fra 540 e 520 milioni di anni fa, che si svilupperanno
in modo quasi esplosivo le principali classi dei viventi.

E presumibile che per molto tempo non vi siano state sulla terra le condizioni idonee per
l´evoluzione degli animali e vegetali oggi viventi. Ma la successione con cui compaiono pesci,
anfibi, rettili, mammiferi, uccelli e la grande rapidità con cui evolvono sono un problema
ancora da chiarire. Negli ultimi minuti dell´orologio della vita si forma la linea evolutiva che ha
portato all´uomo. Intorno a 6 milioni di anni fa viene vista la divergenza fra la direzione
evolutiva che ha portato alle scimmie antropomorfe e la direzione che ha portato a un cespuglio
di forme, gli Ominidi, fra cui intorno a due milioni di anni fa si individua la linea evolutiva
umana. Prima della forma umana moderna, le cui più antiche espressioni si ritrovano intorno a
150.000 anni fa, sono esistite altre forme umane, classificate come Homo Erectus e, prima
ancora Homo Habilis, alle quali va ricongiunto Homo Sapiens.

La ricostruzione delle varie tappe è compito della paleoantropologia a cui si aggiungono le


moderne indagini biomolecolari sul DNA per individuare analogie e differenze a livello
genetico, da riportare a un´ascendenza comune.

Quanto ai fattori e alle modalità evolutive il discorso è tutto aperto. La felice intuizione di
Darwin, e insieme con lui, anche se meno famoso, di Wallace, sull´importanza della selezione
naturale operante sulle piccole variazioni della specie che si formano casualmente (i cosiddetti
errori nella replicazione del DNA secondo la sintesi moderna) rappresenta un modello
interpretativo che viene esteso da molti a tutto il corso evolutivo. Altri studiosi lo ammettono
per la microevoluzione, ma non ritengono adeguato questo meccanismo, fondato sulla casualità
delle piccole variazioni (o mutazioni), per spiegare in tempi relativamente brevi la formazione
di strutture assai complesse e delle grandi direzioni evolutive dei vertebrati.

A questo proposito vanno tenuti presenti i possibili sviluppi della biologia evolutiva nello
studio dei geni regolatori che possono comportare sensibili cambiamenti morfologici.
Esperimenti compiuti su geni regolatori che guidano lo sviluppo embrionale di crostacei
permetterebbero di ipotizzare la possibilità del formarsi di nuovi piani organizzativi per una
singola mutazione genetica. Ricerche in questa direzione potrebbero aprire nuovi orizzonti.
Resta poi sempre da vedere se le cause di queste mutazioni siano del tutto casuali o possano
avere avuto qualche orientamento preferenziale.

Nel processo evolutivo una particolare attenzione dovrebbe essere sempre data ai mutamenti
ambientali. L´ambiente può svolgere un ruolo di rallentamento, come forse è stato nei primi
miliardi di anni della vita sulla terra, o di accelerazione, come negli ultimi 500 milioni di anni.
Non ci troveremmo qui a parlare di queste cose se una ventina di milioni di anni fa non ci fosse
stata la formazione del Rift africano, con valli e regioni aperte che hanno consentito
l´evoluzione del bipedismo e dell´uomo. La storia della vita suggerisce che lo sviluppo dei
viventi ha richiesto una coincidenza di fattori genetici e di condizioni ambientali favorevoli in
una serie di eventi naturali.

A questo punto possono porsi due interrogativi: c´è spazio per la creazione e per un progetto di
Dio? La comparsa dell´uomo rappresenta un necessario sviluppo delle potenzialità della
natura?

Giovanni Paolo II in un discorso a un simposio su "Fede cristiana e teoria dell´evoluzione", nel


1985, affermava: "Una fede rettamente compresa nella creazione e un insegnamento rettamente
inteso della evoluzione non creano ostacoli. [...] L´evoluzione suppone la creazione, anzi la
creazione si pone nella luce dell´evoluzione come un avvenimento che si estende nel tempo,
come una ‘creatio’ continua".

Il Catechismo della Chiesa Cattolica osserva che "la creazione non è uscita dalle mani del
Creatore interamente compiuta" (n. 302). Dio ha creato un mondo non perfetto, ma "in stato di
via verso la sua perfezione ultima. Questo divenire nel disegno di Dio comporta con la
comparsa di certi esseri la scomparsa di altri, con il più perfetto anche il meno perfetto, con le
costruzioni della natura, anche le distruzioni" (n. 310).

Giovanni Paolo II nel messaggio dell´ottobre 1996 alla Pontificia Accademia delle Scienze ha
riconosciuto alla evoluzione il carattere di teoria scientifica, in ragione della sua coerenza con
le vedute e le scoperte di varie branche della scienza. Nello stesso tempo rilevava che esistono
diverse teorie esplicative del processo evolutivo, tra cui anche alcune che per l´ideologia
materialista cui si ispirano non sono accettabili per un credente. Ma in questo caso non è in
gioco la scienza, ma una ideologia.

Il citato documento "Comunione e servizio" dà per scontato il processo evolutivo. Quello che è
da riaffermare nella teologia (e in un retto ragionare) è il rapporto di dipendenza radicale del
mondo da Dio, che ha creato le cose dal nulla, ma non ci è detto come.

A questo punto può inserirsi il dibattito in corso sul progetto di Dio sulla creazione. Come noto,
i sostenitori dell’Intelligent Design (ID) non negano l´evoluzione, ma affermano che la
formazione di certe strutture complesse non può essere avvenuta per eventi casuali, ma ha
richiesto interventi particolari di Dio nel corso dell´evoluzione e risponde a un progetto
intelligente. A parte il fatto che in ogni caso non basterebbero mutazioni delle strutture
biologiche perché occorrono anche cambiamenti ambientali, con il ricorso a interventi esterni
suppletivi o correttivi rispetto alle cause naturali viene introdotta negli eventi della natura una
causa superiore per spiegare cose che ancora non conosciamo, ma che potremmo conoscere.
Ma così non si fa scienza. Ci portiamo su un piano diverso da quello scientifico. Se il modello
proposto da Darwin viene ritenuto non sufficiente, se ne cerchi un altro, ma non è corretto dal
punto di vista metodologico portarsi fuori dal campo della scienza pretendendo di fare scienza.

La decisione del giudice della Pennsylvania appare dunque corretta. L´ID non appartiene alla
scienza e non si giustifica la pretesa che sia insegnato come teoria scientifica accanto alla
spiegazione darwiniana. Si crea solo confusione tra il piano scientifico e quello filosofico o
religioso. Non è neppure richiesto in una visione religiosa per ammettere un disegno generale
sull´universo. Meglio riconoscere che il problema dal punto di vista scientifico rimane aperto.
Se si esce dall´economia divina che agisce attraverso le cause seconde (quasi ritraendosi dalla
sua opera di creatore), non si capisce perché certi eventi catastrofici della natura o linee o
strutture evolutive senza significato o mutazioni genetiche dannose non siano state evitate in un
progetto intelligente.

Purtroppo al fondo di tutto va anche riconosciuta una certa tendenza in scienziati darwinisti ad
assumere l´evoluzione in senso totalizzante, passando dalla teoria alla ideologia, in una visione
che pretende di spiegare tutta la realtà vivente, compreso il comportamento umano, in termini
di selezione naturale escludendo altre prospettive, quasi che l´evoluzione renda superflua la
creazione e tutto possa essersi autoformato e possa essere ricondotto al caso.

Quanto alla creazione, la Bibbia parla di una dipendenza radicale di tutti gli esseri da Dio e di
un disegno, ma non dice come ciò si sia realizzato. L´osservazione empirica coglie l´armonia
dell´universo che si basa su leggi e proprietà della materia e rimanda necessariamente a una
causa superiore, non con dimostrazioni scientifiche, ma in base a un retto ragionare. Negarlo
sarebbe un´affermazione ideologica e non scientifica. La scienza in quanto tale, con i suoi
metodi, non può dimostrare, ma neppure escludere che un disegno superiore si sia realizzato,
quali che siano le cause, all´apparenza anche casuali o rientranti nella natura. "Anche l´esito di
un processo naturale veramente contingente può rientrare nel piano provvidenziale di Dio per la
creazione" si osserva nel citato documento "Comunione e servizio". Ciò che a noi appare
casuale doveva esser certamente presente e voluto nella mente di Dio. Il progetto di Dio sulla
creazione può realizzarsi attraverso le cause seconde con il corso naturale degli eventi, senza
dover pensare a interventi miracolistici che orientano in una o nell´altra direzione. "Dio non fa
le cose, ma fa in modo che si facciano", ha osservato Teilhard de Chardin. E il Catechismo
della Chiesa Cattolica afferma: "Dio è la causa prima che opera nelle e per mezzo delle cause
seconde" (n. 308).

L´altro punto delicato è rappresentato dall´uomo, che non può considerarsi un prodotto
necessario e naturale della evoluzione. L´elemento spirituale che lo caratterizza non può
emergere dalle potenzialità della materia. È il salto ontologico, la discontinuità che il magistero
ha sempre riaffermato per la comparsa dell´uomo. Essa suppone una volontà positiva di Dio.
Maritain ha osservato che la trascendenza dell´uomo in forza dell´anima avviene "grazie
all´intervento finale di una scelta libera e gratuita operata da Dio creatore che trascende tutte le
possibilità della natura materiale". Quando, dove e come Dio ha voluto, si è accesa dunque la
scintilla dell´intelligenza in uno o più Ominidi. La natura ha la potenzialità di accogliere lo
spirito secondo la volontà di Dio creatore, ma non può produrlo da sé. In fondo, è quello che
avviene anche nella formazione di ogni essere umano ed è ciò che fa la differenza tra l´uomo e
l´animale; un´affermazione che si colloca fuori dalla scienza empirica e, in quanto tale, non può
essere né provata né negata con le metodologie della scienza.

Quanto poi al momento in cui è comparso l´uomo non siamo in grado di stabilirlo. Si possono
però cogliere i segni della specificità dell´essere umano, come ha notato Giovanni Paolo II nel
citato messaggio del 1996. Questi segni possono essere riconosciuti anche nei prodotti della
tecnologia, nella organizzazione del territorio, se rivelano progettualità e significato nel
contesto di vita. In una parola sono le manifestazioni della cultura che possono orientare in
modo più chiaro nell´individuare la presenza umana. Le manifestazioni della cultura si
collocano in un piano extrabiologico ed esprimono un trascendimento (come riconoscono
Dobzhansky, Ayala e altri scienziati evoluzionisti), una discontinuità, che sul piano filosofico
viene considerata di natura ontologica. A parere di chi scrive non è necessario attendere
l’Homo Sapiens, le sepolture o l´arte. Ma la delimitazione del livello evolutivo in cui può
essere riconosciuto l´uomo, se cioè 150.000 anni fa con Homo Sapiens o anche 2 milioni di
anni fa con Homo Habilis, è materia di discussione sul piano scientifico più che su quello
filosofico o teologico.
Per concludere, in una visione che va oltre l´orizzonte empirico, possiamo dire che non siamo
uomini per caso e neppure per necessità, e che la vicenda umana ha un senso e una direzione
segnate da un disegno superiore.
__________

2. Christoph Schönborn: “Scoprire un disegno nella natura”

”The New York Times”, July 7, 2005

A partire dal 1996, quando papa Giovanni Paolo II disse che l’evoluzione (un termine che non
definì) era “più che una mera ipotesi”, i difensori del dogma neodarwiano hanno spesso
invocato la supposta accettazione – o almeno l’acquiescenza – della Chiesa cattolica romana
quando essi difendono la loro teoria come qualcosa di compatibile con la fede cristiana.

Ma ciò non è vero. La Chiesa cattolica, mentre lascia alla scienza molti dettagli circa la storia
della vita sulla terra, proclama che alla luce della ragione l’umano intelletto può facilmente e
chiaramente discernere una finalità e un disegno nel mondo maturale, incluso il mondo degli
esseri viventi.

L’evoluzione nel senso di una comune discendenza può essere vera, ma l’evoluzione nel senso
neodarwiniano – un processo non guidato e non pianificato di variazioni casuali e di selezione
naturale – non lo è. Ogni sistema di pensiero che nega o cerca di escludere la schiacciante
evidenza di un disegno nella biologia è ideologia, non scienza.

Prendiamo il reale insegnamento del nostro amato Giovanni Paolo. Mentre la sua piuttosto
vaga e non importante lettera del 1996 sull’evoluzione è citata sempre e dovunque, vediamo
che nessuno discute queste parole in un’udienza generale del 1985 che rappresenta il suo
robusto insegnamento sulla natura:

“Tutte le osservazioni concernenti lo sviluppo della vita conducono a un’analoga conclusione.


L’evoluzione degli esseri viventi, di cui la scienza cerca di determinare le tappe e discernere il
meccanismo, presenta un interno finalismo che suscita l’ammirazione. Questa finalità che
orienta gli esseri in una direzione, di cui non sono padroni né responsabili, obbliga a supporre
uno Spirito che ne è l’inventore, il creatore”.

Egli proseguì dicendo: “A tutte queste indicazioni sull’esistenza di Dio creatore, alcuni
oppongono la virtù del caso o di meccanismi propri della materia. Parlare di caso per un
universo che presenta una così complessa organizzazione negli elementi e un così meraviglioso
finalismo nella vita, significa rinunciare alla ricerca di una spiegazione del mondo come ci
appare. In realtà, ciò equivale a voler ammettere degli effetti senza causa. Si tratta di una
abdicazione dell’intelligenza umana, che rinuncerebbe così a pensare, a cercare una soluzione
ai suoi problemi”.

Si noti che in questo passaggio la parola “finalità” è un termine filosofico sinonimo di causa
finale, fine o disegno. In un passaggio di un’altra udienza generale dell’anno successivo,
Giovanni Paolo II conclude: “È chiaro quindi che la verità di fede sulla creazione si
contrappone in modo radicale alle teorie della filosofia materialistica, che vedono il cosmo
come risultato di una evoluzione della materia riconducibile a puro caso e necessità”.

Naturalmente, l’autorevole Catechismo della Chiesa Cattolica concorda: “Indubbiamente,


l´intelligenza umana può già trovare una risposta al problema delle origini. Infatti, è possibile
conoscere con certezza l´esistenza di Dio Creatore attraverso le sue opere, grazie alla luce della
ragione umana”. E aggiunge: “Noi crediamo che il mondo è stato creato da Dio secondo la sua
sapienza. Non è il prodotto di una qualsivoglia necessità, di un destino cieco o del caso”.

In una impropria variante di questa vecchia controversia, dei neodarwinisti hanno recentemente
cercato di ritrarre il nostro nuovo papa, Benedetto XVI, come un convinto evoluzionista. Essi
hanno ripreso un’affermazione circa la comune discendenza da un documento del 2004 della
Commissione Teologica Internazionale, hanno sottolineato che Benedetto era all’epoca capo di
questa commissione, e hanno concluso che la Chiesa cattolica non ha difficoltà ad accettare la
nozione di “evoluzione” quale usata dai biologisti che vanno per la maggiore – che è sinonimo
di neodarwinismo.

Il documento della commissione riaffema invece il perenne insegnamento della Chiesa cattolica
sulla realtà di un disegno nella natura. Commentando il largo abuso che si fa della lettera di
Giovanni Paolo II del 1996 sull’evoluzione, la commissione avverte che “il messaggio di
Giovanni Paolo II non può essere letto come un’approvazione generale di tutte le teorie
dell’evoluzione, incluse quelle di provenienza neodarwinista, che negano esplicitamente che la
divina Provvidenza possa avere avuto qualunque ruolo veramente causale nello sviluppo della
vita dell’universo”.

Inoltre, a giudizio della commissione, “un processo evolutivo privo di guida – un processo che
quindi non rientra nei confini della divina Provvidenza – semplicemente non può esistere”.

Proprio questo ha detto poche settimane fa Benedetto XVI nell’omelia d’inaugurazione del
pontificato: “Non siamo il prodotto casuale e senza senso dell’evoluzione. Ciascuno di noi è il
frutto di un pensiero di Dio. Ciascuno di noi è voluto, ciascuno è amato, ciascuno è
necessario”.

Nel corso della storia la Chiesa ha difeso la verità della fede ricevuta da Gesù Cristo. Ma
nell’era moderna, la Chiesa cattolikca si è trovata nell’insolita posizione di ergersi anche a
difesa della ragione. Nel XIX secolo il Concilio Vaticano I ha insegnato a un mondo tentato
dalla “morte di Dio” che con l’uso della sola ragione l’umanità può conoscere la realtà della
Causa Incausata, del Primo Motore, il Dio dei filosofi.

Oggi, all’inizio del XXI secolo, messa a confronto con tesi scientifiche come quelle del
neodarwinismo e con le multiformi ipotesi di cosmologia inventate per fini e disegni rinvenuti
nella scienza moderna, la Chiesa cattolica difenderà di nuovo la ragione umana proclamando
che l’immanente disegno evidente nella natura è reale. Le teorie scientifiche che cercano di
spazzar via l’apparire del disegno come effetto di “caso e necessità” non sono per niente
scientifiche ma, come Giovanni Paolo II ha messo in luce, un’abdicazione dell’umana
intelligenza.
__________

3. La dottrina della Chiesa sull’evoluzione: i testi di riferimento


Di Giovanni Paolo II, sul tema dell’evoluzione, si cita spesso il discorso da lui rivolto il 22
ottobre 1996 ai membri della Pontificia Accademia delle Scienze, assente nel sito del Vaticano
ma disponibile in lingua italiana nel sito della Pontificia Università Gregoriana:
> Alla Pontificia Accademia delle Scienze, 22 ottobre 1996
Ma a giudizio del cardinale Schönborn questo discorso è “piuttosto vago e poco importante”,
mentre più “robusti” sarebbero altri insegnamenti di papa Karol Wojtyla in materia.
In particolare il suo discorso del 26 aprile 1985 al simposio internazionale su “Fede cristiana e
teoria dell’evoluzione” tenuto a Roma alla presenza del cardinale Ratzinger, disponibile in
italiano e in tedesco nel sito del Vaticano. Tra i relatori del simposio c’era il professor Robert
Spaemann, che parteciperà anche al seminario del 2-3 settembre 2006 del Ratzinger-
Schülerkreis, il circolo degli ex allievi dell’attuale papa Benedetto XVI:
> “Fede cristiana e teoria dell’evoluzione”, 6 aprile 1985
Nei mesi successivi Giovanni Paolo II è tornato sul tema in due udienze generali dedicate alla
creazione del mondo, disponibili in italiano e in spagnolo nel sito del Vaticano:
> Udienza generale, 10 luglio 1985
> Udienza generale, 5 marzo 1986
Inoltre è intervenuta sul tema la Commissione Teologica Internazionale, per incarico della
congregazione vaticana per la dottrina della fede che all’epoca era presieduta dal cardinale
Ratzinger. Il documento, del 23 luglio 2004, è disponibile nel sito del Vaticano in italiano e in
inglese:
> “Comunione e servizio. La persona umana creata a immagine di Dio”
Infine c’è il Catechismo della Chiesa Cattolica, che tocca il tema dell’evoluzione nel capitolo
su Dio creatore. Uno dei principali autori del catechismo, promulgato nel 1992, è stato il
cardinale Schönborn:
> Catechismo della Chiesa Cattolica. Il Creator
http://www.chiesa.espressonline.it/dettaglio.jsp?id=77264
Agradecemos al autor 2006.VIII.11

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