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PALABRA DE CHILE

A 200 años de la primera Junta Nacional de Gobierno


Hace unos días me pidieron un trabajo: elegir algunos textos
representativos de nuestros 200 años de vida republicana para publicarlos
en los pasillos de nuestro seminario. Fue un verdadero gozo: leí y releí
célebres páginas de nuestra tradición literaria para hacer esta selección.
Por eso quise compartir este trabajo con ustedes.
Mi antología es, por supuesto, limitada y caprichosa. No solo
porque me pidieron pocos fragmentos, sino porque mis lecturas son
escasas y seguramente hay otras que podrían haber venido mejor. Pienso
que son muchos los que se me quedaron afuera: los poemas y los discursos
fundacionales de Camilo Henríquez, Andrés Bello y José Victorino
Lastarria; las descripciones de las problemáticas que surgieron junto al
desarrollo de nuestro país en las páginas de Baldomero Lillo, Augusto
D’Halmar, Joaquín Edwards Bello, Volodia Teitelboim y un largo
etcétera, autores que hicieron en esfuerzo de reafirmar nuestra identidad
chilena sin soslayar los aspectos perfectibles que hay en ella. Es el mismo
desafío que tenemos hoy nosotros en este mundo globalizado y que, sean
cuales sean las circunstancias futuras, estoy seguro tendrán todos los
chilenos.
Son 200 largos años en los que nuestras letras han asumido el
desafío de consolidar nuestra chilenidad, ese algo así como pertenecer a
una gran familia, a la cual amamos de todo corazón y por eso queremos
que sea cada día más buena, más alegre, más solidaria, más justa. Todos
queremos hacer de Chile el lugar donde podamos desenvolvernos
plenamente como hombres. No hay que ir tan atrás: obras disímiles como
Historia de una absolución familiar de Germán Marín, Las películas de mi vida
de Alberto Fuguet o Casa de Campo de José Donoso son un eco de esta
tradición, el lector esperanzado encuentra ese deseo de que Chile sea cada
día mejor. Sumémosle a nuestra pertenencia a la patria la dimensión
personal que cada autor aporta (cosa que también hace el lector); cada
escritor, cada poeta agrega al corpus de la literatura chilena algo que lo
hace particular pero que a la vez nos enriquece a todos. Basta pensar en
Enrique Lihn, María Luisa Bombal, Raúl Zurita, Marco Antonio de la
Parra… Así nos adentramos no solo al misterio del ser chileno, sino al
misterio de ser hombre chileno, mujer chilena.
Me imagino que ustedes también están pensando en nombres. Por
favor, complementen esta pobre lista que armé con mis lecturas. Démonos
a conocer unos a otros la literatura chilena, nuestra literatura.
¡Viva Chile!

I.P.
Septiembre de 2010
Los primeros pasos
Botones de muestra del Chile del siglo XIX
Recuerdos del pasado (1860)
Vicente Pérez Rosales

El llano del Maipo, verdadera hornaza donde el sol estival caldeaba


sin contrapeso el sediento pedrero, sólo ostentaba, en vez de árboles,
descoloridos romeros, y en vez de pastos, el fugaz pelo de ratón. Allí, según
el poético decir de nuestros huasos, ni el canto de las diucas se escuchaba.
¡Quién al contemplar la satisfecha sorna de nuestro modo material
de hilar la vida, hubiera podido adivinar entonces que, andando el tiempo,
esos inútiles eriazos visitados por vez primera el año 20 por el turbio
Maipo, época en que este río unió parte de su fecundo caudal con las
escasas y siempre disputadas aguas del Mapocho, habían de ser los
mismos por donde ahora brama y corre la locomotora a través de las
frescas arboledas que circundan mil valiosas heredades rústicas, en cada
una de las cuales la industria y el arte y las comodidades de la vida parece
que hubiesen encontrado su natural asiento! ¡Quién hubiera imaginado
que aquellos inmundos ranchos que acrecían la ciudad tras el basural de la
antigua Cañada se habían de convertir en parques, en suntuosas y regias
residencias, y, lo que es más, que el mismo basural se había de tornar en la
Alameda de Delicias, paseo que, sin ruborizarse, puede envidiarnos para
sí la más pintada ciudad de la culta Europa! Milagros todos, hijos
legítimos de nuestro inmortal 12 de febrero de 1818, época en la que, rota
definitivamente la valla que se alzaba entre nosotros y el resto del mundo
civilizado, nos resolvimos a campear por nuestra propia y voluntaria
cuenta.
Diario de mi residencia en Chile (1823)
María Graham

Las únicas prendas de vestir que se venden públicamente en Chile


son los zapatos, o más bien, las zapatillas, y los sombreros. Esto no quiere
decir que no se puedan comprar también géneros de Europa o vestidos
para las clases acomodadas; ya que desde la apertura del puerto, las
tiendas para la venta al detalle de toda clase de artículos europeos, son tan
comunes en Valparaíso, como en cualquier ciudad semejante de
Inglaterra. Pero la gente del país conserva todavía la costumbre de hilar,
tejer, teñir y hacerse todas las cosas para el uso personal en su misma casa,
excepto los zapatos y sombreros (…).
Cuando el chileno monta a caballo, cosa que hace cada vez que la
ocasión se le presenta, usa como abrigo el poncho, que es una prenda de
vestir exclusiva de América del Sur: consiste en un pedazo de paño
cuadrado, con una abertura en el centro, lo bastante ancha para dejar que
pase la cabeza, y en particular es muy conveniente para andar a caballo
porque deja los brazos libres y protege completamente el cuerpo. Un par
de toscas polainas de paño, muy sueltas, que llegan hasta más arriba de la
rodilla, amarradas con tiras de colores, defienden las piernas; y un enorme
par de espuelas con rodajas de tres pulgadas de ancho, completa el equipo
de un jinete. Estas espuelas son a veces de cobre, pero el mayor orgullo de
un chileno es tener de plata los estribos y los adornos de las riendas (…).
De vuelta de un corto paseo, tuve hoy la oportunidad de ver un
grupo de jinetes, jóvenes y viejos, que venían de los alrededores de
Rancagua, ciudad situada casi al pie de los Andes, al sur de Santiago, con
un cargamento de vino y aguardiente. El licor es traído en cueros y a lomo
de mula. No es raro ver unos ciento cincuenta de estos animales arreados
por diez o doce peones a las órdenes del huaso o hacendado, acampando a
la intemperie junto a las casas de un fundo inmediato a la ciudad. (…)
Compré cierta cantidad para el consumo diario; es un vino generoso,
fuerte y algo dulce, susceptible de mejorar mucho con buena
manipulación, e infinitamente mejor que todos los vinos del Cabo que
conozco, excepto el Constancia. (…) El aguardiente sería bastante bueno si
no estuviera tan mal destilado y, por lo general, echado a perder con una
infusión de anís. El licor que bebe la clase baja es la chicha, que desciende
en línea directa de aquella embriagadora mezcla que los salvajes hacían
cuando llegaron los españoles. Para esto mascaban varias clases de bayas
y granos y los escupían en una gran tinaja donde los dejaban fermentar.
Pero la demanda siempre creciente de chicha ha introducido un método
más limpio en su preparación, de modo que en la actualidad es algo como
una sidra ácida, elaborada en su mayor parte con manzanas y
aromatizada por las diversas bayas que primitivamente componían por sí
solas la chicha de los indios.
Martín Rivas (1862)
Alberto Blest Gana

Llamó enseguida a Rivas y caminaron juntos hacia el tajamar. Allí


se dirigió Rafael a una casa vieja, cuya puerta abrió con facilidad, e hizo
entrar a Rivas en un patio oscuro, juntando tras él la puerta de calle.
Pocos instantes después empezaron a llegar grupos de dos y tres
hombres, armados con pistolas que ocultaban bajo las mantas o las
chaquetas, y a medida que los minutos transcurrían, la puerta daba paso a
nuevos grupos que fueron llenando el patio.
San Luis los juntó y los distribuyó en dos grupos, a los que dio, lo
mejor que pudo, una formación militar, y confió el mando de uno de esos
grupos a Martín y a otro joven del otro, reservándose el mando en jefe
para sí. Algunos otros jóvenes del club a que Rivas y San Luis asistían
fueron colocados por éste en puestos subalternos, y, formada en batalla
toda su gente, hízoles Rafael una ligera arenga, apelando al valor chileno.
Después de esto dio a uno de sus oficiales la orden de ir a la plaza y venir
a avisar la llegada de la fuerza de línea que allí debía reunirse. El emisario
volvió al cabo de diez minutos, anunciando que el batallón Valdivia iba
llegando.
Dio entonces San Luis la señal de la marcha, y todos en el mejor
orden se dirigieron al punto designado, al que llegaron pocos momentos
después que el batallón Valdivia, que tan importante papel debía
desempeñar en la jornada del 20 de abril.
San Luis se reunió al coronel don Pedro Urriola, jefe principal del
motín, y conferenció con él y con los demás jefes que habían concertado el
movimiento. La opinión de que la fuerza de línea y la cívica tomarían
parte en favor de ellos prevalecía en casi todos, y Rafael fue uno de los
que con más calor abogaron, porque era necesario entrar inmediatamente
en acción y apoderarse de los cuarteles para armar al pueblo.
El tiempo transcurría dando razón a los que opinaban por el ataque,
pues a la cinco y media de la mañana se había aumentado muy poco la
tropa revolucionaria, estacionada en la Plaza de Armas desde las cuatro.
Decidióse, pues, a principiar el ataque, y se dio la orden a un piquete
de marchar, en compañía de la fuerza de San Luis, a apoderarse del
cuartel de bomberos.
Los de línea y los paisanos se pusieron en marcha a quemar los
primeros cartuchos en un combate que, con el tiempo perdido en tomar
aquella determinación, debía ser uno de los más sangrientos de la historia
de Chile.
Nuestra tierra
La geografía presente en la vida de Chile.
Run Run se fue pal norte (1966)
Violeta Parra

En un carro de olvido,
antes de aclarar,
de una estación del tiempo
decidido a rodar.
Run-Run se fue pal norte,
no sé cuándo vendrá;
vendrá para el cumpleaños
de nuestra soledad. Al medio de un gentío
A los tres días, carta que tuvo que afrontar,
con letra de coral: un transbordo por culpa
me dice que su viaje del último huracán
se alarga más y más, en un puerto quebrado
se va de Antofagasta cerca de Vallenar;
sin dar una señal con una cruz al hombro
y cuenta una aventura Run-Run debió cruzar.
que paso a deletrear. Run-Run siguió su viaje,
¡Ay ay ay de mí! llegó al Tamarugal.
Sentado en una piedra
se puso a divagar:
que si esto, que lo otro,
que nunca, que además,
que la vida es mentira
que la muerte es verdad.
¡Ay ay ay de mí!
La cosa es que una alforja
se puso a trajinar.
Sacó papel y tinta,
un recuerdo quizás,
sin pena ni alegría,
sin gloria ni piedad, El calendario aloja
sin rabia ni amargura, por las ruedas del tren
sin hiel ni libertad, los números del año
vacía como el hueco sobre el filo del riel.
del mundo terrenal, Más vueltas dan los fierros,
Run-Run mandó su carta más nubes en el mes,
por mandarla no más. más largos son los rieles,
Run-Run se fue pal norte más agrio es el después.
yo me quedé en el sur; Run-Run se fue pal norte,
al medio hay un abismo qué le vamos a hacer.
sin música ni luz. Así es la vida entonces:
¡Ay ay ay de mí! espinas de Israel,
amor crucificado,
corona del desdén,
los clavos del martirio,
el vinagre y la hiel,
¡Ay ay ay de mí!
Cordillera (Fragmento, 1967 en Poema de Chile)
Gabriela Mistral

Este día ya no digas


más, que me la sigo viendo
y se me van a quedar
en los ojos veinte cerros.
¡Es la Patrona Blanca
que da el temor y el denuedo!

-¿Por qué no se acuesta nunca


y no se baja? No entiendo.
Yo jugaría con ella,
con susto, pero riendo;
mas ella está encocorada
y nunca, nunca baja a vernos.
La grito por si responde
y apenas contesta el eco.
¿Y siempre va a estar así,
mama? ¿Por qué estás riendo?

-Porque a la vez, tú la quieres


y a la vez le tienes miedo.
Dicen que el cordillerano
mamó leche de dos pechos,
el uno blando y florido,
el otro taimado y recio.
La madraza de los ojos fijos
sólo les copiaba el gesto,
y el vendimiador contento
y el fatigado minero,
rostro dichoso tenían
contando en hijos sus cerros,
y yo bien me la tenía
en las veras y en los sueños.

-Mama, pero eso que no habla


¿cómo es que algo te decía?

-No eran palabras, con gestos


iba diciendo y diciendo.

-¡Qué cara pones, la mama,


y lloras y no es de miedo!
Y ahora a causa de ti
siempre voy a estarme viendo
lo mismo que tú, a urdir
con ella veras y cuentos.
Cenicienta de San Francisco (en El entusiasmo, 1967)
Antonio Skármeta

-Chile – dijo ella -. Es divertido el nombre. ¿Dónde queda Chile?


Le pedí que se apartara de la chaqueta, y saqué del bolsillo interior
un libro. (…) Busqué entre las páginas del tomo un papel muy doblado
que allí guardaba, que no lo había estudiado desde la mismísima noche
que zarpé de Tocopilla. Cuando lo hallé, lo extendí sobre el suelo,
aplanando con las palmas de las manos toda la doblada ya arrugada
superficie. Le hice una seña a Abby, pidiéndole que se acercara.
(…) –Un mapa – dijo. Es un mapa de América.
-De acuerdo – respondí.
Apunté con el índice a un lugar en el extremo superior de la hoja.
-¿Reconoces esto?
-Viejo y loco San Francisco – dijo riendo.
-Atención ahora – dije.
Con la mano abierta empecé a descender lentamente, silbando entre
dientes, hasta quedar a unos cuantos miles de kilómetros al sur.
-¿Qué es esto? – dije, mirándola a los ojos.
-Chile – respondió, absolutamente segura.
-No – dije -. Todo esto es Sudamérica. Ahora fíjate bien.
Trasladé el índice hacia la costa del Pacífico, y le señalé un montón
de manchas cafés que se extendían alrededor de veinticinco centímetros.
-Esto es la cordillera de los Andes. Cuando me levanto en las
mañanas y voy a la universidad, veo siempre sus montañas nevadas. Y
aunque a veces ando cabizbajo y emputecido de cuadra en cuadra, no
puedo dejar de echarles una mirada furtiva, y por un tiempo esas miradas
me bastaron. ¿De acuerdo? Bien. Dime ahora. ¿Dónde está Chile en este
mapa?
Abby me miró fijamente y puso su mano sobre mi espalda. Después
ladeó el cuello y contempló con una mueca meditativa el papel.
-Aquí – dijo golpeando con el puño un territorio verde y extenso.
-No, señor – repliqué -. Eso es la Argentina. Un gran país. Mira
aquí.
-El mar – dijo.
Hizo un gesto de niña taimada y agregó:
-Mira, Antonio, si ahí está el mar – indicó con un dedo el azul del
Pacífico – y aquí la cordillera de los Andes, que tú ves todas las mañanas
cuando caminas emputecido por Santiago, y aquí está la Argentina,
entonces Chile está en la Argentina y tiene que ser por eso que está aquí.
-No – repliqué -. Lo que estás mostrando es Mendoza. Una ciudad
de Argentina. (…) Fíjate bien ahora.
Puse la uña del dedo central en el punto del mapa que decía Arica y
la tiré hacia abajo dejando una frágil hendidura en el papel ajado por
tantos ajetreos.
-¿Ves eso? – pregunté.
-Sí – dijo.
-Chile.
-¡Eso!
-¿Qué esperabas?
-No sé. ¿Pero eso es un país? ¿Cuántos caben ahí adentro?
-Ocho millones.
-¿Ocho millones?
-Y holgadamente.
Chile o una loca geografía (1940)
Benjamín Subercaseaux

Los temblores no son una exclusividad del País de la Tierra


Inquieta. Ellos se hacen sentir desde Arica a Magallanes. No en balde se
abren 140 bocas volcánicas desde Guallatire, al norte, hasta Burney, en la
región austral. Es verdad que los sabios se empecinan en decirnos que una
cosa es el volcanismo y otra la sismología. Como sea, donde hay volcanes
tiembla la tierra. Lo demás me es igual.
(…) Los terremotos son una experiencia extraña para el que no ha
tenido la ocasión de sentirlos alguna vez. Pertenecen a ese grupo de
sensaciones inefables que es imposible imaginar sin haberlas vivido. El
fenómeno podrá ser explicado cuanto se quiera, descrito minuciosamente:
ni aun así lograremos traducir las sensaciones que produce.
Por lo pronto, es la catástrofe inesperada por excelencia, el ladrón
nocturno de que nos habla el Evangelio. Nada lo anuncia ni permite
preverlo con certeza. Es cierto que se ha dicho, y no sin razón, que un
maravilloso cielo estrellado preside burlonamente a estas aflicciones de la
tierra; pero el terremoto del año 1906 ocurrió en una noche de cielo
cubierto y de pequeñas lloviznas. Suele haber también cierta relación entre
los días calurosos y sofocantes y el temblor que le sigue en la noche. Pero
estos no pasan de ser pequeños sismos sin importancia. El gran cataclismo
viene súbitamente. En eso están su horror y su magnificencia. Una
condición parece no estar nunca reñida con la condición de los
terremotos, y es de que nadie debe recordarlos ni hablar de ellos. Precisa
una distracción total; un ir y venir en el ajetreo cotidiano, absorbidos en
preocupaciones que nada tienen que ver con la muerte. Es entonces, en un
momento cualquiera, cuando comienza un ruido alarmante: un clamor
sordo que parece venir de todo el barrio y que encuentra su repercusión,
casi inmediata, en el sitio en que nos hallamos.
¡Y qué difícil es poner a tono el espíritu con aquello que no se espera
y que nos llega tan espaciado en el tiempo! Aun en las personas que han
tenido estas experiencias, hay momento de sorpresa donde desfilan
atropelladamente las más peregrinas ideas: incendio, choque en la calle,
explosión de una fábrica. Sin embargo, los temblores difieren, por su
repercusión psicológica, de todos los demás fenómenos en los que
interviene el hombre.
Toda esa humanidad inocente, que no intervino para nada, parece
gritarnos que nadie tiene la culpa y que aquello está afectando a todos
como una fatalidad ineludible; algo que nos coge imperiosamente sin que
la fuerza del hombre pueda nada. Esta onda callada de pavor y desaliento
distingue a los terremotos de los demás accidentes: desde el primer
momento se produce una como debilidad en los músculos, una inquietud
en las piernas; un agolparse de la emoción en oleadas sucesivas que nos
llevan el corazón a la boca y la angustia a todo el ser. (…)
El siglo XXI
Ser chileno, ser santiaguino, ser minero hoy.
¡Chile! (en Aún no se ha dicho todo, 2008)
Cristián Warnken

En 1933, Antoine de Saint-Exupéry anota, luego de un viaje al


extremo sur del mundo: “Y he aquí la ciudad más al sur del mundo,
permitida por el azar de un poco de barro, entre las lavas originales y los
hielos australes. Tan cerca de las corrientes de lava negra, ¡cómo se siente
uno bien, viendo el milagro del hombre! Acabo de ver la hierba verde y
oro de los viejos volcanes producir flores, liberar los pájaros, y veo esta
tarde al hombre caminar. ¡Extraño encuentro! Uno no sabe cómo, ni
porque él visita estos jardines por un tiempo tan corto, una época
geológica, un día bendecido entre todos los días. ¡Punta Arenas! Me siento
junto a una fuente y miro a las muchachas. A dos pasos de su gracia,
siento todavía mejor el misterio humano…”
(…) La emoción del piloto y escritor francés en este artículo bajo
título “Un planeta”, publicado en la Nouvelle Revue de France, de 1933, que
llegó a mí casi por azar y que se desgaja entre mis manos, me toca
doblemente estos días.
Los augurios pesimistas sobre el calentamiento global nos hacen
sentir cada día más que somos un milagro inexplicable, una flor extraña
que brotó en medio de la inmensidad del cosmos, después de avatares y
catástrofes geológicas, extinciones y glaciaciones. Después de sucesivos
diluvios, estábamos ahí, como salidos de la nada, desnudos y solos en
paisajes que nos excedían. El “animal inexplicable” se erguía para iniciar
una aventura única tal vez sobre la faz del universo.
¿De dónde entonces – se pregunta el mismo Saint-Exupéry – saca el
hombre ese “gusto de eternidad”, arrojados como estamos al azar de una
lava todavía tibia, amenazados por las arenas futuras y por las nieves?
¿Cómo no estremecerse ante la inmensa epopeya del hombre de hacer
habitable la Tierra, de transformarla en “mundo”? ¿Y cómo no temblar al
pensar que esa conquista puede ser borrada en un dos por tres, sin dejar
rastro ni memoria?
Quienes vivimos en esta “finis terrae” sabemos lo milagroso que es
levantar una ciudad, un campamento sobre geografías desmesuradas.
Todo chileno lleva en el fondo de su alma el vértigo de montañas,
glaciares y desiertos, junto a los cuales somos “apenas”. Hay una soledad
inexpugnable en cada habitante del sur de este país, rostros que hablan de
generaciones a la intemperie, de austeridad, de sobrevivencia.
Como si un viento frío y ululante se colara en cada mirada.
Saint-Exupéry exclamó: “¡Punta Arenas!” Todo aquel que conoce la
historia de este país, y sabe lo que ha costado hacerlo, exclama, al mirar
las ciudades desde el cielo, después de cruzar las montañas: “¡Chile!”
Y en estos días en que se olvida un cierto estilo de hacer bien las
cosas, con un sentido ético y estético, que caracterizó a Chile, uno piensa
en Domeyko, Darwin, Claudio Gay, Andrés Bello, en los extranjeros que
abrazaron el sueño de hacer un país sobre un erial. Y los escucha exclamar
“¡Chile!” entre risotadas, chistes y pasos de koala.
Mapocho (2002)
Nona Fernández

Santiago cambió el rostro. Como una serpiente desprendiéndose del


cuero usado, la ciudad se ha sacudido plazas, casonas viejas, boticas,
almacenes de barrio, cines de matiné, canchas de fútbol, quioscos, calles
adoquinadas. Santiago removió sus costras y ahora ellas se van por los
aires, vuelan en la memoria de la Rucia que, sentada en una cocinería
frente al Mapocho, con el espinazo de un congrio mosqueado en su plato,
trata de identificar en el mapa de la guía telefónica que le han prestado
algo que le suene familiar, algo que le parezca conocido.
Avenida Pedro de Valdivia, lee la Rucia. Una calle larga que
atraviesa el río y continúa hasta topar en un cerro. Cerro San Cristóbal,
deletrea entre algunas gotas de aceite que han caído en el cuadriculado. El
cerro se destiñe un poco y una mosca de patas peludas se pasea sobre él
(…). Avenida Alameda del Libertador Bernardo O’Higgins. La Rucia
recuerda la Alameda, el cerro Santa Lucía, la Moneda. También recuerda
el río. Sabe que su casa, ésa en la que el Indio le habló por teléfono, ésa en
la que vivió hasta que su madre los pescó de un ala y se los llevó lejos,
estaba a unas cuadras del río. Pero el Mapocho es grande, cruza la ciudad
completa. Tendría que recorrerlo entero, desde la cordillera hacia abajo
para poder ubicar algo que la ubicara y la llevara a su barrio de infancia, y
con todos los cambios que han hecho, con tanto aviso de neón, tanta
vitrina de color maquillándolo todo, se hace muy difícil.
Señora, usted que trabaja aquí, cerca del río, usted que fríe y fríe
pescados frente a estas aguas podridas, dígame una cosa: ¿no sabe de una
casa vieja, larga como una culebra y con un pasillo lleno de puertas a sus
costados?
La espera y las banderas (2010, en El Mercurio)
José Miguel Varas

Cuando llegamos a la mina San José, entre las lomas gentiles de la


cordillera de la Costa, nos recibieron las 33 banderitas chilenas del cerro.
Fuerte sensación de déja vu: es que de veras las habíamos visto. Como las
vieron y las pintaron en sus hojas de dibujo los niños de cinco y seis años
del prekinder y kínder del English Institute, colegio ñuñoíno donde están
dos de mis nietas. Llegué a la mina con la gran carpeta que contiene esos
dibujos y la entregué a la oficina municipal de coordinación, con la
esperanza de que los vean los niños de los mineros y conozcan las
soluciones que les ofrecen los niños de Ñuñoa: que lleven un gran robot
(un robot bueno) y los saque; que les den un monopatín para que puedan
subir por esas galerías inclinadas. Una chiquitita de cinco años pide que
les den una pala para que puedan cavar. Otra quiere que les manden
manzanas.
Las banderas flameaban al viento de Copiapó con su alegría
inocente, sus colores de bandera chilena y su diseño tan simple, tan
infantil. “Mi banderita chilena con su cara de caballo”, dijo una vez
Neruda en Montevideo, mirando la que colgaba de un mástil inclinado en
diagonal hacia el consulado de Chile. Si se fijan, tiene en realidad cara de
caballo, aunque hace falta un poeta para descubrirlo.
(…) Cuando se supo que estaban vivos hubo aquí una enorme
explosión de júbilo. Pero las caras se alargaron y la euforia pasó, a medida
que se fue tomando conciencia de la espera de tres o cuatro meses que está
por delante y de las dificultades del rescate. Los vieron, los vimos en el
video recibido desde el pozo, animosos, sudorosos, flacos. Ahora dicen
que estarán de regreso para la Pascua. Quizás. Las pocas mujeres con las
que logramos hablar no sonríen. Responden preguntas y callan. Están
esperando y saben que tienen que seguir y seguir esperando.
Las 33 banderitas flamean al viento frío de la altura copiapina. ¡Qué
gran año para la venta de banderas chilenas! La gente las compró por el
terremoto, por el Mundial, por el derrumbe de la mina San José. Y seguirá
comprándolas por el Bicentenario. Cuántas más compraran cuando por
fin se produzca el difícil parto y los mineros salgan al aire libre después de
ascender hora tras hora tras hora por ese pozo estrecho de 700 metros.

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