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SOBRE LA

LIBERTAD

John Stuart Mill

GERNIKA
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BIBLIOTECA. F U C 9 0
SOBRE LA LIBERTAD
John Stuart Mill
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va / | ¿r I Título original en Inglés
' \ <0 I J L On Liberty
Londres, 1859

© Ediciones Geraika, S.A.


Paseo de la Reforma No. 11,
México, D.F., 06030
w 566 92 22
Fax: 566 94 51

Primera Edición, 1991

Composición tipográfica
Ofelia Fandiño Ugalde

Cuidado de la Edición
Maria Elsa López Paniagua

Diseño de la portada
Luisa Martínez Leal
José Manuel López López

ISBN: 968-6599-04-5

Impreso y hecho en México


Printed and made in Mexico
SOBRE LA LIBERTAD
CAPITULO I

INTRODUCCION

l tema de este ensayo no es la "libertad de la voluntad",

E
tan infortunadamente opuesta a la mal llamada doctrina
de la necesidad filosófica, sino la libertad civil o social:
es decir, la naturaleza y límites del poder que la sociedad
puede ejercer legítimamente sobre el individuo. Es un
asunto que rara vez se presenta y que casi nunca se discut
términos generales, pero que influye profundamente en las
controversias prácticas de la época, por su presencia latente, y
que lo más probable es que tenga que reconocerse muy pronto
como el problema vital del futuro. Está tan lejos de ser nuevo
que, en cierto sentido, ha separado a la humanidad casi desde
las más remotas épocas, pero en la etapa de progreso en que han
entrado actualmente las porciones más civilizadas de nuestra
especie, se presenta bajo nuevos aspectos y requiere un trata­
miento distinto y más fundamental.
La lucha entre la libertad y la autoridad es
la característica más notable en aquellas partes de la historia que

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nos han sido familiares desde un principio y especialm ente en


las de Grecia, Roma e Inglaterra. Sin embargo, antiguamente
esa contienda se producía entre los súbditos, o algunas clases
de ellos, y el gobierno. Se consideraba como libertad la protec­
ción contra la tiranía de los gobernantes políticos. Excepto en
algunos de los gobiernos populares de Grecia, los gobernantes
se concebían en una forma necesariamente antagónica hacia el
pueblo que gobernaban. Consistían en una persona o en una
tribu o casta gobernante, que derivaba su autoridad de la heren­
cia o de la conquista, que en todo caso no la conservaba con
benplácito de los gobernados, y cuya supremacía nadie se
atrevía, o tal vez nadie deseaba disputar, cualesquiera que
fueran las precauciones que pudieran tomarse contra la opresión
de su ejercicio. Su poderse consideraba necesario, pero también
sumamente peligroso; como un arma que podía em plear lo
mismo contra sus súbditos que contra sus enem igos externos.
Para evitar que los miembros más débiles de la comunidad
fueran víctimas de los innumerables buitres que los acechaban,
se necesitaba que hubiera otra ave de presa más fuerte que se
encargara de tener a raya a los demás. Sin embargo, com o el
rey de los buitres estaba tan decidido a hacer presa en el rebaño
como cualquiera de sus súbditos, era indispensable estar en una
constante actitud de defensa contra su pico y sus garras. Por
consiguiente, el objetivo de los patriotas era establecer límites
al poder que se permitía que el gobernante ejerciera sobre la
comunidad, y llamaban libertad a esa limitación. Esta podía
lograrse de dos modos. Primeramente, por medio del reconoci­
miento de ciertas inmunidades, llamadas libertades o derechos
políticos, cuya infracción por el gobernante se consideraba

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como violación de sus obligaciones, y contra la cual estaba


justificada la resistencia específica, o la rebelión general, en
caso de infringirlas. Una segunda solución, generalm ente pos­
terior, consistía en el establecimiento de im pedim entos consti­
tucionales, que exigían que el consentimiento de la comunidad
—o el de un grupo de cualquier clase que se suponía que
representaba sus intereses— fuera condición necesaria para
llevar a efecto algunos de los actos más importantes del gobier­
no en funciones. Los gobiernos de la mayoría de los países
europeos, se vieron obligados a someterse, en m ayor o menor
grado, a la primera de esas formas de limitación. Sin embargo,
no ocurrió lo mismo con la segunda y, en todas partes, el
objetivo principal de los partidarios de la libertad, consistió en
tratar de lograrla, o de hacerla más amplia y com pleta cuando
ya existía en cierto grado. Por consiguiente, m ientras la hum a­
nidad se contentó con luchar contra un enemigo por medio de
otro, y con dejarse gobernar por un amo siempre que se le
protegiera con m ás o menos eficacia contra su tiranía, no llevó
sus aspiraciones más allá de ese punto.
Sin embargo, hubo una época en el progreso
de los acontecimientos humanos en la que los hom bres dejaron
de considerar como necesidad natural que sus gobernantes
constituyeran una fuerza independiente, con intereses opuestos
a los suyos. Les pareció más aceptable que los diversos m agis­
trados del Estado fueran sus representantes o delegados, a
quienes podían cesar a su gusto. Parecía que sólo de esc modo
podían estar completamente seguros de que nunca se abusara
de los poderes del gobierno para perjudicarlos. Gradualm ente,
esa nueva nacesidad de gobernantes electivos y tem porales se

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convirtió en el objetivo más importante de los esfuerzos del


partido popular, en dondequiera que existía ese partido, y
sobrepasó, de modo considerable, los intentos anteriores para
limitar el poderío de los gobernantes. A medida que continuaba
la lucha para lograr que el poder del gobierno emanara de la
elección periódica de los gobernados, algunas personas comen­
zaron a creer que se había dado demasiada importancia a la
limitación del poder mismo. Parecía que esto era un recurso
contra los gobernantes cuyos intereses se oponían habitualmen­
te a los del pueblo. Entonces lo que se necesitaba era que los
gobernantes se identificaran con el pueblo, que sus intereses y
voluntades fueran los de la nación. No había necesidad de
proteger a la nación contra su propia voluntad, ni había peligro
de que se tiranizara a sí misma. Había que dejar que los
gobernantes fueran realmente responsables ante la nación, que
ésta pudiera cesarlos rápidamente, y que pudiera confiarles un
poder que ella misma podía determinar cómo debería em plear­
se. El poder de los gobernantes sería tan sólo el poder de la
nación misma, concentrada en forma conveniente para su ejer­
cicio. Este modo de pensar, o más bien, quizá, de sentir, fue muy
común en la última generación del liberalismo europeo, en cuya
parte continental aparentemente predomina todavía. Los que
admiten cualquier límite a la que puede hacer un buen gobierno
excepto en el caso de aquellos gobienos que ellos creen que no
deberían existir, son excepciones notables entre los pensadores
políticos del continente. Actualmente, podría prevalecer un
sentimiento de esta índole en nuestro propio país, si hubieran
continuado sin cambio alguno las circunstancias que lo alenta­
ron por algún tiempo.

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Sin embargo, en las teorías políticas y filo­


sóficas, como en las personas, el éxito deja al descubierto fallas
y defectos que el fracaso podría ocultar a la observación. La
idea de que el pueblo no necesita limitar el poder de sus
gobernantes, podría parecer axiomática cuando el gobierno
popular era tan sólo un sueño o cuando podía leerse que había
existido en alguna época remota. Tampoco se afectaba necesa­
riamente esa idea por ciertas aberraciones temporales, como la
Revolución Francesa, la peor de las cuales era obra de unos
cuantos usurpadores, y que, en cualquier caso, no correspondían
al funcionamiento permanente de instituciones populares, sino
a una rebelión convulsiva y repentina contra el despotismo
monárquico y aristocrático. No obstante, con el tiempo, una
república democrática llegó a ocupar una parte considerable de
la superficie del globo, y hubo que considerar como uno de los
miembros más poderosos de la comunidad de naciones.1 El
gobierno electivo y responsable quedó sujeto a las observacio­
nes y críticas que son inseparables de todo hecho importante.
Entonces se comprendió que las expresiones como "gobierno
propio" y "poder del pueblo sobre sí mismo" no expresan el
verdadero fondo del asunto. El "pueblo" que ejerce el poder, no
siempre es el mismo pueblo sobre el que se ejerce, y el "gobier­
no propio" de que se habla, no es el gobierno de cada individuo
por sí mismo, sino el de cada individuo por todos los demás.
Más aún, la voluntad del pueblo significa, prácticamente la

1 Se refiere a los Estados Unidos de Norteamérica.

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voluntad de la parte más numerosa o más activa del pueblo, es


decir, la mayoría de los que logran que se les acepte como
mayoría. En consecuencia, el pueblo puede desear oprim ir a
cierta parte de sus miembros, y las precauciones para impedirlo
son tan necesarias como las que se toman contra cualquier otro
abuso del poder. Por consiguiente, la limitación del poder del
gobierno sobre los individuos no pierde importancia alguna
cuando los que ostentan el poder son ordinariamente responsa­
bles ante la comunidad, es decir, ante el partido más fuerte de
la misma. Esta opinión de las cosas, que interesa igualmente a
la inteligencia de los pensadores y a la inclinación de aquellas
clases importantes de la sociedad europea para las que la
democracia es contraria a sus intereses reales o supuestos, no
ha sido difícil de aceptar, y actualmente, en los círculos políti­
cos, la "tiranía de la mayoría" se cuenta entre los males contra
los que la sociedad necesita estar en guardia.
Como sucede con otras tiranías, en un prin­
cipio se temió a la de la mayoría, y el vulgo la tem e todavía,
principalmente porque se aplica mediante actos de las autorida­
des públicas. Sin embargo, las personas que reflexionan se dan
cuenta de que, cuando la misma sociedad es el tirano — la
sociedad colectiva sobre los individuos aislados que la com po­
nen— , sus medios de tiranización no se limitan a los actos que
puede llevar a cabo por medio de sus funcionarios políticos. La
sociedad puede y debe ejecutar sus propios mandatos, pero sí
promulga leyes perjudiciales y no benéficas, o aún leyes de
cualquier naturaleza en asuntos en los que no deba intervenir,
ejerce una tiranía social pero que muchas clases de opresión
política, ya que aunque ordinariamente no se exige su cum pli­

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miento con penas tan extremas, deja menos avenidas de escape,


penetra más profundam ente en todos los detalles de la vida y
llega a esclavizar hasta el alma. Por consiguiente, no basta con
la protección contra la tiranía de los magistrados; también se
necesita contra la de las opiniones y sentimientos prevalecien­
tes, contra la tendencia de la sociedad a imponer, por medios
distintos de las penas civiles, sus propias ideas y prácticas como
reglas de conducta para los que no están de acuerdo con ellas,
a fin de esclavizar el progreso, impedir, si es posible, la form a­
ción de cualquier individualidad que no armonice con sus
costumbres, y obligar a todos los caracteres a que se ajusten a
su propio patrón. Hay un límite para la interferencia legítima de
la opinión colectiva en la independencia individual. Para la
buena marcha de los asuntos humanos, es tan indispensable
encontrar ese límite y protegerlo contra toda invasión, como
protección contra el despotismo político.
Sin embargo, aunque no es probable que se
ataque esta proposición, en términos generales, el problema
práctico de dónde hay que establecer e?.e límite —cómo hacer
los ajustes necesarios entre la independencia individual y el
control social— , es materia sobre la que casi todo está por
hacerse. Todo aquello que hace agradable la existencia para
cualquier individuo, depende de la aplicación de restricciones
sobre las acciones de otros. Por consiguiente, hay que imponer
ciertas reglas de conducta, en primer lugar por medio de leyes
y después por medio de opiniones sobre muchas cosas que rio
están sujetas al funcionamiento de esas leyes. En asuntos hu­
manos, el principal problema consiste en lo que deben ser esos
gobernantes, pero si exceptuamos algunos de los casos más

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evidentes, éste es uno de aquéllos en que se han hecho menos


progresos para solucionarlos. No hay dos épocas, y mucho
menos dos países, que lo hayan resuelto en la misma forma, y
la solución de una de esas épocas o países no satisface a los
otros. Empero, los pueblos de cualquier época o país, no sospe­
chan que pueda presentar mayores dificultades que si fuera un
asunto en que la humanidad simpre hubiera estado de acuerdo.
Parece que las reglas que prevalecen entre ellos son evidentes
y se justifican por sí mismas. Esta ilusión casi universal es un
ejemplo de la mágica influencia de la costumbre, que no sólo
es una segunda naturaleza, como dice el proverbio, sino que está
constantemente equivocada en relación con la primera. El efec­
to de la costumbre para impedir cualquier duda sobre las reglas
de conducta que la humanidad nos impone, es mucho más
completo, porque se trata de un tema en el que generalmente no
se considera necesario dar razones, ya sea de una persona a otra,
o de cada uno a sí mismo. La gente se ha acostumbrado a creer,
y ha sido educada en esa creencia por algunos que quieren ser
considerados como filósofos, que sus sentimientos en asuntos
de esta índole son mejores que las íazones y las hacen innece­
sarias. El principio práctico que guía su opinión sobre la regla­
mentación de la conducta humana, es el sentimiento que hay en
la mente de cada persona, de que todo el mundo tiene que actuar
cómo ella y quienes simpatizan con ella querrían que actuara.
Eri realidad, nadie se confiesa a sí mismo que su norma de
criterio es su propio deseo; pero una opinión sobre algún punto
de conducta, que no esté apoyada con razones, sólo puede
aéeptarse como preferencia de una sola persona; y si cuando se
dan esas razones, son una sencilla apelación a una preferencia

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semejante que sientan otras personas, sólo siguen siendo el


deseo de muchas personas en vez del de una sola. No obstante,
para cualquier hombre ordinario, su propia preferencia cuando
está apoyada en esa forma, no es sólo una razón perfectamente
satisfactoria, sino generalmente, la única razón que tiene para
cualquiera de sus ideas de moralidad, gusto o decoro, que no
esté expresamente en su credo religioso, y su única guía hasta
la interpretación del mismo. Por consiguiente, las opiniones
humanas de lo que sea laudable o censurable, se afectan por las
múltiples causas que influyen en sus deseos, por lo que hace a
la conducta de otros, y que son tan numerosas como las que
determinan sus deseos sobre cualquier otro asunto. A veces, son
sus rázones; otras, sus prejuicios o supersticiones; a mer.udo,
sus afecciones sociales, y no es raro que sean sus inclinad* nes
antisociales, su envidia o sus celos, su arrogancia o su desdan;
pero más comúnmente, sus propios deseos o temores, svs
propios intereses, legítimos o ilegítimos. Dondequiera que haya
una clase influyente, una porción considerable de la moralidad
del país emana de sus intereses de clase y de sus sentimientos
de superioridad de clase. La moralidad entre espartanos e ilotas,
entre negros y dueños de plantaciones, entre príncipes y súbdi­
tos, entre nobles y "rotuners"“ y entre hombres y mujeres, ha
sido consecuencia, en gran parte, de esos intereses y sentimien­
tos de clase; y, a su vez, los sentimientos creados de esc modo,
reaccionan en los sentimientos morales de los miembros de la

2 H om bres libres que cultivaban tierras mediante el pago de una renta.

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J O H N S T U A R T MI L L

clase influyente y en sus relaciones entre ellos. Por otra parte,


cuando una clase, que antes era influyente, ha dejado de serlo
o su influencia es impopular, los sentim ientos m orales que
prevalecen, con frecuencia llevan la marca de un impaciente
disgusto de la superioridad. Otro importante principio que
determina las reglas de conducta, tanto en hechos como en
tolerancia, que se hace cumplir por las leyes o por la opinión,
ha sido el servilismo de la humanidad hacia las supuestas
preferencias o aversiones de sus amos temporales o de sus
dioses. Aunque esencialmente egoísta, ese servilism o no es
hipocresía; produce sentimientos de aborrecim iento perfecta­
mente auténticos, y ha hecho que los hombres quemen a los
magos y a los heréticos. Entre tantas influencias degradantes,
es natural que los intereses generales y obvios de la sociedad,
hayan tenido una considerable participación en la dirección de
los sentimientos morales, aunque menor, sin embargo, como
cuestión de razonamiento y por su propia cuenta, que como
consecuencia de las simpatías y antipatías derivadas de ellos; y
las simpatías y antipatías que tenían muy poco o nada que ver
con los intereses de la sociedad, han dejado sentir su influencia,
casi con igual fuerza, en el establecimiento de moralidades.
De ese modo, las preferencias o aversiones
de la sociedad, o de alguna porción importante de la misma, son
la causa principal que ha determinado prácticam ente las reglas
establecidas pra observancia general, bajo penas legales o de
opinión pública. Además, en general, aquellos que se han
adelantado a la sociedad en pensamiento y sentimientos, no han
combatido, en principio este estado de cosas, por m ucho que
hayan estado en conflicto con el mismo en algunos de sus

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detalles. Se han ocupado mas de investigar cuáles son las cosas


que debería preferir o aborrecer la sociedad, que de investigar
si sus preferencias o aversiones deben ser leyes para los indivi­
duos. Prefirieron tratar de alterar los sentim ientos de la hum a­
nidad en aquellos puntos especiales en que ellos mismos se
consideraban heréticos, antes que hacer causa común, de modo
general, con los heréticos, para defender la libertad. El único
caso en que se ha mantenido y conservado en principio una
posición más elevada por algunos individuos aislados es el de
las creencias religiosas: es un caso sumamente instructivo desde
muchos puntos de vista, y uno de los más importantes de éstos
es que constituye un ejemplo notable de !a falibilidad de lo que
se llama sentido moral; es un fanático sincero, el odiutn thenlo-
gicum es uno de los indicios más inequívocos de sentim iento
moral. Los que primero rechazaron el yugo de la que se llamaba
a sí misma Iglesia Universal, estaban generalm ente tan poco
deseosos de tolerar diferencia de opiniones religiosas como esa
Iglesia misma. Sin embargo, cuando disminuyó el calor de la
contienda, sin que ningún bando lograra una victoria completa,
y cuando cada iglesia o secta se vio reducida a lim itar sus
esperanzas a conservar la posesión del terreno que ya ocupaba,
como las minorías no tenían probabilidades de convertirse en
mayoría, se vieron precisadas a solicitar el permiso de disentir
de aquellos a quienes no podían convertir. Casi exclusivam ente
de acuerdo con ese patrón se han establecido, sobre amplias
bases de principio, los derechos del individuo contra la socie­
dad, y se ha combatido abiertamente la tendencia de la sociedad
a ejercer autoridad sobre los inconformes. La inmensa mayoría
de los grandes escritores a quienes el m undo debe la escasa
libertad religiosa que posee, han establecido la libertad de

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conciencia como derecho incuestionable, y han negado por


completo que un ser humano pueda ser responsable ante otros
por lo que se refiere a sus creencias religiosas. Sin embargo, la
intolerancia es tan natural en la humanidad, en todo aquello que
verdaderamente le interesa, que la libertad religiosa no se ha
logrado prácticamente en ningún sitio, excepto en donde la
indiferencia religiosa, que no quiere que se le moleste con
controversias teológicas, ha puesto su peso en la balanza. En la
mente de casi todas las personas religiosas, aun en los países
más tolerantes, la obligación de tolerar se admite con reservas
tácitas. Una persona aceptará las diferencias de opinión en
asuntos relacionados con el gobierno de la iglesia, pero no en
cuestiones de dogma, otra puede tolerar a todo el mundo, pero
no a un papista o a un unitario; una tercera, a todos los que crean
en la religión revelada; algunos extienden su caridad un poco
más allá, pero se detienen ante la creencia en un dios y en una
vida futura. Siempre que el sentimiento de la mayoría es real­
mente genuino e intenso, se observa que disminuye muy poco
su pretensión a ser obedecida.
En Inglaterrra, dadas las circunstancias pe­
culiares de nuestra historia política y aunque el yugo de la
opinión es tal vez más pesado, el de la ley es más liviano que
en otros muchos países de Europa, y hay una considerable
aversión a la interferencia directa del poder legislativo o del
ejecutivo en la conducta privada, lo cual no depende tanto de
una justa estimación de la independencia del individuo como
de la costumbre que perdura todavía, de considerar el gobierno
como representante de intereses contrarios al público. La gran
mayoría todavía no aprende a considerar que el poder del

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gobierno es su propio poder, o que las opiniones de aquél son


las suyas propias. Cuando lo haga, es probable que la libertad
individual quede tan expuesta a una invasión del gobierno como
ya lo está a invasiones de la opinión pública. Sin embargo, ya
hay una porción considerable de sentimientos que pueden em ­
plearse para combatir cualquier intento legal de controlar al
individuo en cosas en que no se acostumbra que la ley lo haga,
prescindiendo de que el asunto pueda caer o no dentro de la
legítima esfera del control legal, así que ese sentimiento, por lo
general muy laudable, con frecuencia puede estar fuera de lugar,
aunque se halle bien fundado en los casos particulares de su
aplicación. En realidad, no hay ningún principio reconocido que
permita probar ordinariamente la legitimidad o lo impropio de
la interferencia del gobierno. El pueblo decide según sus prefe­
rencias personales. Algunos, cuando ven que puede hacer un
bien o remediar un mal, no tendrán dificultad en instigar al
gobierno para que se ocupe del asunto, mientras que otros
preferirán soportar cualquier mal social antes que añadir un solo
campo de interés humano a los que ya están controlados por el
gobierno. Los hombres se colocan de uno u otro lado en cual­
quier caso especial, de acuerdo con la división general de sus
sentimientos, de acuerdo con el grado de Ínteres que tengan en
el problema especial de que se pretende encargar el gobierno
de acuerdo con la creencia que ellos abriguen de que el gobierno
lo hará o no en la forma que prefieren, pero sólo muy rara vez
tomarán posición debido a alguna opinión que tengan arraigada
y que se refiera a lo que deba hacer el gobierno. Además, me
parece que, como consecuencia de esa carencia de reglas o
principios, actualmente ambos bandos están igualmente equi-

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J O H N S T U A R T MI L L

vocados. La interferencia del gobierno se invoca o se condena


indebidamente casi con la misma frecuencia.
Este ensayo tiene por objeto establecer un
principio muy sencillo, que tiende a regir de mdo absoluto las
relaciones de la sociedad con el individuo en todo lo que se
refiera a obligación y control, ya sea que los medios que se usen
sean la fuerza física en forma de penas legales, o la coerción
moral de la opinión pública. Ese principio es que la propia
defensa es el único fin que autoriza a la hum anidad, ya sea
individual o colectivamente, a intervenir en la libertad de acción
de cualquiera de sus miembros; que el poder sólo puede ejer­
cerse con todo derecho contra la voluntad de cualquier miembro
de una comunidad civilizada, cuando se trata de evitar daños a
otros. Ni siquiera es razón suficiente el propio bien físico o
moral del individuo. No hay derecho alguno para obligarlo a
actuar o a dejar de hacerlo, porque sea para su propio bien,
porque con ello pueda ser más feliz, o porque, en opinión de los
demás, hacerlo sería recomendable o aun justo. Todas las
i uijwi iwo j u i i l/u^i i u j i iui el 11 u iu i u u v u i i v wi i c v i iv^ 4 u u i a i a «lvj u u i w / u

él, para persuadirlo o aun para suplicarle, pero no para obligarlo


a causarle algún mal en caso de que se oponga. Para justificar
esto, sería necesario que la conducta de la que trata de apartár­
sele pudiera causar daños a otras personas. La única parte de la
conducta de todo hombre de que es responsable ante la socie­
dad, es aquella que se relaciona con los demás. En lo que sólo
concierne a él mismo, su independencia debe ser absoluta. Todo
individuo es soberano sobre sí mismo, así como sobre su cuerpo
y su mente.
No es necesario decir que esa doctrina sólo

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S O B R E LA L I B E R T A D

se aplica a los seres hum anos que se encuentran en la plenitud


desús facultades. No nos referimos a los niños o a los jóvenes
que todavía no llegan al lím ite que fija la ley para la mayoría de
edad. Los que requieren todavía los ciudadanos de los demás,
necesitan protección contra sus propios actos, así como contra
daños externos. Por la misma razón, no nos ocupam os de
aquellos estados atrasados de la sociedad en que hasta la misma
raza debe considerarse todavía en su infancia. Las primeras
dificultades para el progreso espontáneo son tan grandes, que
es muy raro que puedan escoger los medios de solucionarlas, y
un gobernante con espíritu de progreso, está autorizado para
emplear cualquier medio que permita llegar a un fin que tal vez
no podría lograrse de otro modo. El despotismo es una forma
legítima de gobierno cuando se está entre salvajes, siem pre que
se emplee para obtener su propio m ejoram iento y los medios se
justifiquen por el logro de ese propósito. Como principio, la
libertad no tiene aplicación a cualquier estado de cosas anterior
a la época en que la hum anidad haya sido capaz de progresar
mediante una discusión libre y equitativa. Hasta entonces, sólo
le quedó la obediencia implícita a un Akbar o a un Carlomagno,
cuando tuvo la fortuna de encontrarlos. Tan pronto como la
humanidad pudo lograr su propio mejoramiento mediante la
convicción o la persuasión (periodo que han alcanzado hace
mucho tiempo todas las naciones que tienen alguna importancia
para nosotros), ya no puede ser admisible la coacción, ni siquie­
ra como medio para lograr su propio bien, ya sea en forma
| directa o como penas y castigos para la desobediencia, y sólo
|s e justifican en relación con la seguridad de los demás.
Es conveniente manifestar que prescindo de

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J O H N S T U A R T MI L L

cualquier ventaja que pudiera obtener mis argumentos de la idea


de derecho abstracto como algo carente de utilidad. Considero
la utilidad como propósito final de todo problema ético, pero
debe ser una utilidad en el sentido más amplio, basada en los
intereses permanentes del hombre como ser progresivo. Creo
qe esos intereses autorizan la sujeción de la espontaneidad
individual a limitaciones externas, únicamente con respecto a
aquellos actos de cada persona que se relacionen con los inte­
reses de los demás. Si alguien comete una acción que sea
perjudicial para otros, hay un caso prima facie para castigarlo
legalmente, o mediante la desaprobación general, cuando las
penas legales no pueden aplicarse con eficacia. Hay también
muchas acciones positivas en beneficio de otros, cuya ejecución
pude exigirse con todo derecho de cualquier individuo, como,
por ejemplo, testimoniar ante un tribunal, aceptar la parte co­
rrespondiente de la defensa común o de cualquier empresa
conjunta que sea conveniente para los intereses de la sociedad
que lo protege o llevar a cabo ciertos actos individuales de
bcnefieiencia, como salvar la vida uó uu sciiiejaiilc o proteger
a los indefensos contra cualquier abuso, es decir, todo aquello
que puede considerarse como obligación de cualquier hombre
y de lo que puede hacérsele responsable ante la sociedad si no
lo cumple. Una persona puede causar daño a otras no sólo con
sus acciones, sino también con sus omisiones y, en cualquier
caso, es responsable ante ellas por el daño que les cause. Sin
embargo, es indudable que, en el último de estos casos, se
requiere una aplicación más cuidadosa de la coacción que en el
primero. La regla general consiste en hacer responsable a aquel
que causa daños a otros, y el hacerlo responsable por no evitar

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S O B R E LA L I B E R T A D

esos daños, es hablando comparativamente, la excepción. Sin


embargo, hay muchos casos que son suficientemente claros y
graves para justificar esta excepción. En todo lo que afecta las
relaciones externas del individuo, este es responsable de jure
ante aquéllos cuyos intereses se afectan y, si es necesario, ante
la sociedad como protectora de éstos. A menudo hay razones
suficientes para no exigirle esa responsabilidad, pero esas razo­
nes deben basarse en las circunstancias especiales que concu­
rran: ya sea porque se trate de un caso en que generalmente sea
más probable que el individuo actúe mejor si se le deja en
libertad que si se le controla en cualquier forma que pueda
hacerlo la sociedad, o porque cualquier intento de control podría
causar otros males mayores que el que se tratara de impedir.
Cuando hay razones de este género que impidan que pueda
exigirse esa responsabilidad, la conciencia del que comete el
acto debe ocupar el sitio vacante del juez, para cuidar de los
intereses de los demás que carecen de protección externa; será
necesario que se juzgue a sí mismo con más severidad, porque
el caso no permite que se 1c someta a! juicio de sus semejantes.
No obstante, hay un campo de acción en el
que la sociedad, a diferencia del individuo, sólo tiene, si acaso,
un interés indirecto: la comprensión de aquella porción de la
vida y de la conducta de una persona, que afecta sólo a la misma
o que, si afecta también a los demás, es sólo con su libre,
voluntario y franco consentimiento y participación. Cuando
digo "sólo a la misma", quiero decir directamente y en primera
instancia, porque cualquier cosa que la afecte puede afectar
también a otros a través de ella misma, y más adelante estudia­
remos en detalle la objeción que se basa en esta suposición. Esta

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J O H N S T U A R T MI L L

es, entonces, la esfera adecuada de la libertad humana. Com ­


prende primeramente el dominio interno del conocimiento, que
exige libertad de conciencia en el sentido más completo, liber­
tad de pensamiento y de sentido y libertad absoluta de opinión
y de sentimiento en toda clase de cuestiones, prácticas o espe­
culativas, científicas, morales o teológicas. Puede creerse que
la libertad de expresión y de exteriorizar opiniones cae dentro
de un principio distinto, ya que pertenece a aquella parte de la
conducta de un individuo que se relaciona cori otras personas,
pero siendo de tanta importancia como la misma libertad de
pensamiento y basándose, en gran parte, en las mismas razones,
es prácticamente inseparable de ella. En segundo lugar, com ­
prende el principio que exige libertad de gustos einclinaciones,
de adaptar la estructura de nuestra vida de acuerdo con nuestro
propio carácter, de hacer lo que queramos, sujetándonos a las
consecuencias que puedan sobrevenir, sin ningún impedimento
de parte de nuestros semejantes, siempre que nuestras acciones
no los perjudiquen, aun cuando crean que nuestra conducta es
tonia, perversa o equivocada. En tercer lugar, de esa libertad de
cada individuo nace la libertad de reunión de los individuos,
dentro de los mismos límites, es decir, libertad para unirse con
cualquier fin que no cause daños a otros, porque se supone que
las personas que se unen han llegado a la mayoría de edad y que
nadie las fuerza o engaña.
No hay sociedad que pueda llam arle libre,
si no se respetán generalmente esas libertades, cualquiera que
sea su forma de gobierno, y ninguna lo será com pletam ente si
no existen en ella esas libertades en forma absoluta y sin
restricciones. La única libertad que merece ese nom bre, es la de

24
S O B R E LA L I B E R T A D

buscar nuestro propio bien de nuestro propio modo, m ientras


no intentemos privar a otros de ese mismo bien o estorbar sus
esfuerzos para alcanzarlo. Cada uno de nosotros es el guardián
de su propia salud, ya sea corporal o mental y espiritual. Los
hombres se benefician más si dejan que cada quien viva como
le parezca mejor, que si se obliga a todos a vivir como los demás
creen que es mejor.
Aunque esa doctrina no tiene nada nuevo y
puede parecer axiomática a m uchas personas, no hay ninguna
otra que se oponga más directam ente a la tendencia general de
las opiniones y prácticas existentes. La sociedad ha hecho
grandes esfuerzos (de acuerdo con su criterio) para obligar a los
hombres a que se ajusten a sus nociones de mérito personal y
social. Las antiguas comunidades creían tener derecho a prac­
ticar la reglamentación por la autoridad pública de cada porción
de la conducta privada, y los antiguos filósofos la recom enda­
ban, en la creencia de que el estado tenía profundo interés en
toda la disciplina corporal y m ental de cada uno de sus ciuda­
danos, modo de pensar que puede haber sido aceptable en las
pequeñas repúblicas rodeadas de enemigos poderosos, que
estaban sujetas al constante peligro de ataques extem os o de
conmociones internas, y para que hasta un corto periodo de
descanso en sus actividades y en su disciplina personal podía
ser tan fatal que no podían perm itirse disfrutar los efectos
saludables y perm anentes de la libertad. En el m undo moderno,
el mayor tamaño de las com unidades políticas y, sobre todo la
separación entre las autoridades espirituales y tem porales (que
deja la dirección de las conciencias de los hombres en manos
distintas de las que controlan sus asuntos terrenos) impidieron

25
J O H N S T U A R T M I L L

la interferencia tan considerable de la ley en los detalles de la


vida privada, pero los sistemas de represión moral contra la
divergencia de opiniones en asuntos personales se han aplicado
aún más estrictamente que en cuestiones sociales; la religión,
que es el elemento más poderoso de los que forman el sentido
moral, se ha regido casi siempre ya sea por las ambiciones de
una jerarquía que busca el dominio sobre cada esfera de la
conducta humana o por espíritu de puritanismo. Además, algu­
nos de los reformadores modernos que se han opuesto más
abiertamente a las religiones del pasado, no han dejado atrás,
en modo alguno a las iglesias o sectas que defienden el derecho
de dominación espiritual: especialmente el señor Comte, cuyo
sistema social se presenta en su Systeme de Politique Positive,
trata de establecer (aunque por medios morales más bien que
legales) un despotismo de la sociedad sobre el individuo, que
sobrepasa todo lo que pudiera imaginarse en las ideas políticas
de los disciplinarios más rígidos entre los antiguos filósofos.
Además de los dogmas peculiares de los
pensadores individuales, hay también, en el mundo en general,
una tendencia creciente a ampliar indebidamente los poderes de
la sociedad sobre el individuo, tanto por la fuerza de la opinión
como por la de la legislación, y como la tendencia de todos ios
cambios que están ocurriendo en el mundo, es reforzar la
sociedad y disminuir el poder del individuo, esa usurpación no
es un mal que tienda a desaparecer espontáneamente, sino que
al contrario, se hace cada vez más formidable. La tendencia de
los hombres, ya sea como gobernantes o como ciudadanos, a
imponer sus propias opiniones e inclinaciones como regla de
conducta para los demás, está tan enérgicamente apoyada por

26
S O B R E LA L I B E R T A D

algunas de las mejores y de las peores características inciden­


tales de la naturaleza humana, que casi nunca queda bajo
control, a no ser por la falta de poder; y como ese poder no
disminuye, sino que, por el contrario, se está desarrollando, a
no ser que pueda levantarse una fuerte barricada de conviccio­
nes morales contra ese grave peligro, debemos esperar que el
mismo aumente, dadas las circunstancias actuales en que se
encuentra el mundo.
Sería muy conveniente para nuestros argu­
mentos que en vez de abordar desde luego la tesis general, nos
limitáramos de momento a una sola de sus ramas, en la que el
principio que presentamos se acepta hasta cierto punto por las
opiniones actuales, aunque no por completo. Esa rama es la
libertad de pensamiento, de la que es imposible separar las
libertades afines de hablar y de escribir. Aunque en grado
considerable esas libertades forman parte de la moralidad polí­
tica de todos los países que profesan tolerancia religiosa e
instituciones libres, tal vez las bases en que descansan, tanto
filosóficas como prácticas, no son tan familiares para la gene­
ralidad de las mentes, ni tan completamente apreciadas por
muchos —aun entre los dirigentes de la opinión— como podría
esperarse. Cuando se comprende bien, esas bases tienen una
aplicación mucho más amplia que a una sola división del
problema, y un cuidadoso estudio de esta parte del mismo será
la mejor introducción para todos los restantes. Espero que todos
aquellos para los que lo que voy a decir no encierra nada nuevo,
me disculpen si me atrevo a tratar una vez más un problema que
se ha discutido tan a menudo durante tres siglos.

27
CAPITULO II

DE LA LIBERTAD DE
PENSAMIENTO Y DISCUSION

odemos esperar que ya haya pasado el tiempo en que

P
era necesaria cualquier defensa de la "libertad de pren­
sa" como una precaución contra un gobierno corrompi­
do o tirá n ic o . T a m b ié n p o d em o s s u p o n e r qu e
actualm ente no es necesario argumento alguno para
impedir que una legislatura o un poder ejecutivo cuyos interes
no se identifiquen con los del pueblo, presciba a éste sus
opiniones, así com o las doctrinas o argumentos que deba escu­
char. Además, este aspecto del problem a se ha expuesto tan a
menudo y con tanto éxito por num erosos autores, que no es
necesario insistir aquí especialm ente en él. Aunque las leyes
inglesas relacionadas con la prensa son actualmente tan serviles
como lo fueron en la época de los Tudor, no hay peligro de que
se ejerzan contra la discusión política, excepto durante algunos
periodos temporales de pánico, en los que el tem or de una

29
J O H N S T U A R T MI L L

insurrección aleja a los ministros y jueces de lo que es justo y


debido; *y, hablando en términos generales, en los países cons­
titucionales no hay que temer que el gobierno, sea o no comple-

1 Apenas se había escrito lo anterior cuando se produjo la persecución de


la p re n sa p o r e l gobierno, en 1858, com o p a ra c o n tra d ec irlo
abiertamente. Sin embargo, esa equivocada interferencia en la libertad
de discusión pública no me ha hecho cambiar una sola palabra del texto,
ni ha debilitado en modo alguno m i convicción de que a excepción de los
m om entos de pánico, en nuestro país ha pasado la época de castigos y
penas-a la discusión política. En prim er lugar, no se insistió en las
a cusa cio n es y, en segundo, hablando p ropia m en te nunca fu e ro n
acusaciones políticas. La acusación no consistió en que se criticaran las
instituciones o los actos o a las personas de los gobernantes, sino en la
propagación de lo que se consideraba una doctrina inmoral, la legalidad
del tiranicidio. Si los argum entos de este capítulo tienen algún valor,
debería existir ¡a m ás completa libertad para profesar y discutir cualquier
doctrina, como fo rm a de convicción ética, p o r inm oral que pudiera
considerarse. Por consiguiente, no tendría caso ni es este el sitio para
estudiar si la doctrina del tiranicidio merece ese título. Sólo me contentaré
con decir que en todo tiempo, ese tema ha sido uno de los problem as sin
solución de la m oral y que el acto de un ciudadano particular que ataca
a un crim inal —quien a l colocarse a s í mismo sobre toda ley, ha quedado
fu e ra del alcance del castigo o control de la misma — ha sido considerado
p o r naciones enteras y por algunos de los hombres m ejores y m ás sabios
no como un crimen, sino como un acto de exaltada virtud y que, m al o
bueno, no tiene la naturaleza de un asesinato, sino de una guerra civil.
Como tal, sostengo que la instigación para cometerlo, en un caso especial,
puede ser materia apropiada de castigo, pero sólo cuando la sigue un acto
m anifiesto y puede establecerse, p o r lo menos, una relación probable
entre el acto y la instigación. Aun así, no es un gobierno extranjero, sino
sólo el m ism o gobierno atacado el que, en ejercicio de su propia defensa,
puede castigar legítimamente los ataques que se dirijan contra su
existencia.

30
S O B R E LA L I B E R T A D

tamente responsable ante el pueblo, intente a menudo controlar


la expresión de opiniones, excepto cuando al hacerlo se con­
vierte en órgano de la intolerancia general del público. Por
consiguiente, supongamos que el gobierno está completamente
identificado con el pueblo y no piensa ejercer ninguna forma de
coerción que no esté de acuerdo con lo que cree que es la voz
del pueblo. No obstante, niego el derecho del pueblo a ejercer
esa coerción, ya sea por sí mismo o por medio de sus gobernan­
tes. El poder mismo es ilegítimo para hacerlo. El mejor de los
gobiernos no tiene más derecho a ello que el peor. Es tan
perjudicial, o más aún, cuando se ejerce de acuerdo con la
opinión pública, que cuando está contra ella. Si todos los
hombres, menos uno, fuera de la misma opinión, la humanidad
no tendría más justificación para hacerlo callar, que la que
tendría ese hombre, si tuviera la fuerza necesaria, para obligar
a callar a toda la humanidad. Si una opinión fuera una posesión
personal que sólo tuviera valor para su dueño, y si estorbar
el disfrute de la misma fuerza solamente un daño privado,
habría cierta diferencia si ese daño se infligiera a unas cuan­
tas personas o a muchas; pero el daño peculiar de acallar la
expresión de una opinión consiste en despojar a la raza
humana, tanto a las generaciones futuras como a la existente,
y más aún a los que no participan de esa opinión que a los
que la aceptan. Si la opinión es justa, se les priva de la
oportunidad de cam biar el error por la verdad;’si no lo es,
pierden un beneficio que es casi tan importante como aquél:
la clara percepción y la impresión viviente de la verdad, que
resulta de su choque con el error.
Es necesario considerar separadam ente

31
J O H N S T U A R T M I L L

esas dos hipótesis, a cada una de las cuales corresponde una 5


parte distinta del argumento. Nunca podrem os estar seguros de '
que la opinión que tratamos de acallar sea falsa, y si lo estuvié­
ramos, de todos modos haríamos mal en acallarla.
En prim er lugar, es posible que la opinión .
que la autoridad trata de acallar sea cierta. Como es natural, los ,
que desean suprimirla negarán que lo sea, pero no son infalibles. 1
Carecen de autoridad para decidir el problema en nombre de la ,
humanidad, e impiden que otras personas puedan juzgarla. El
rehusamos a escuchar una opinión porque estamos seguros de
que es falsa, es lo mismo que suponer que nuestra certidum bre ^
es igual a la certidumbre absoluta. Toda supresión de una
discusión, es una suposición de infalibilidad. Su condena puede
basarse en ese argumento común, que no es peor porque sea
común.
Desgraciadamente para el buen sentido de 1
los hombres, el hecho de su falibilidad está lejos de tener en sus 1
juicios prácticos la importancia que siempre se 1c concede en *
teoría, porque aunque todos sabemos que somos falibles, muy ‘
pocos consideran necesario precaverse contra su propia falibi­
lidad o admitir la suposición de que una opinión de la que se *
sienten completamente seguros puede ser un ejemplo del mismo
error en que confiesan que pueden caer los príncipes absolutos,
o los que están acostumbrados a que se les preste una obediencia
ilimitada, sienten ordinariamente esa confianza plena en sus ,
propias opiniones sobre cualquier asunto. Las personas que se ;
encuentran en situación más afortunada, porque sus opiniones
se discuten a veces, y están acostumbradas a que se les corrija
FLAC S O - Biblioteca

S O B R E L A L I B E R T A D

si están equivocadas, sólo sienten la m isma confianza ilimitada


acerca de las opiniones que comparten todos los que las rodean
o aquéllos a quienes habitualm ente respetan, porque en la
misma proporción en que un hombre no confía en su propio
criterio, confía ordinariamente, de m anera implícita, en la infa­
libilidad de "todo el mundo", y para cada individuo, el mundo
significa la parte con la que está en contacto su partido, su secta,
su iglesia o su clase de la sociedad. Por comparación, casi puede
llamarse libertad y de criterio amplio a todo individuo para
quien tenga algún significado algo tan am plio y vago com o su
propio país o su propia época. Tam poco dism inuye en modo
alguno su confianza en esa autoridad colectiva, el saber que en
otros tiempos, países, sectas, iglesias, clase o partidos, se ha
opinado y se sigue opinando exactamente lo contrario. Deja su
propio mundo la responsabilidad de estar en lo justo, contra las
distintas opiniones de los mundos de otros hombres, y nunca le
preocupan que un mero accidente haya decidido cuál de esos
diversos mundos sea el objeto de su confianza ni que las mismas
causas que hicieron de él un cristiano en Londres, lo habrían
; hecho un budista o un confuciano en Pekín. Sin em bargo, es tan
i evidente por sí mismo com o pueda hacerlo cualquier argum en-
\ to, que las épocas no son más infalibles que los individuos, que
: cada época ha tenido muchas opiniones que las posteriores no
ií sólo han comprobado que son falsas, sino que tam bién son
\ absurdas, y que es igualm ente cierto que las épocas futuras
k rechazarán muchas opiniones que en la actualidad están muy
5 extendidas, del mismo modo que nuestra época actual ha recha-
| zado muchas opiniones generalizadas anteriorm ente.
i Es probable que la objeción a este argum en-
J O H N S T U A R T MI L L

to tomó la siguiente forma: no hay mayor pretensión de infali­


bilidad en prohibir la propagación del error, que en cualquiera
otra cosa que haga la autoridad pública de acuerdo con su propio
criterio y responsabilidad El criterio se da a los hombres para
que lo utilicen. ¿Acaso porque pueden emplearlo equivocada­
mente habría que decirles que no deberían usarlo? Prohibir lo
que ellos creen perjudicial no significa proclamar que están
exentos de error, sino tan sólo cumplir con el deber, aunque sean
falibles, de actuar de acuerdo con su convicción consciente. Si
nunca actuáramos de acuerdo con nuestras opiniones, porque
pueden estar equivocadas, descuidaríamos todos nuestros inte­
reses y no cumpliríamos con nuestras obligaciones. Una obje­
ción que se aplica a la conducta general, no puede ser válida con
relación a cualquier conducta particular. La obligación de los
gobiernos y de los pueblos consiste en formar opiniones que se
acerquen a la verdad tanto como sea posible, formarlas con todo
cuidado, y no imponerlas nunca a los demás, si no están com ­
pletamente seguros de tener razón. Sin embargo, cuando estén
seeuros ínueden decir los míe
w> x
razonan <V. modo^* no es
escrúpulo, sino cobardía, que se rehúsen a actuar de acuerdo
con sus opiniones y permitan la amplia propagación, sin restric­
ción alguna de doctrina, que crean sinceramente que son peli­
grosas para el bienestar de la humanidad, ya sea en esta vida o
en otra, fundándose en que otros hombres, en épocas menos
adelantadas, hayan perseguido ciertas opiniones que ahora se
creen que son verdaderas. Hay que cuidar, puede decirse, de
no com eter el mismo error; pero tanto los gobiernos com o las
naciones los han cometido, en relación con otras cosas que
no son apropiadas para el ejercicio de la autoridad: han

34
S O B R E LA L I B E R T A D

establecido impuestos perjudiciales y han hecho guerras injus­


tas. ¿Deberíamos, pues, abstenemos de establecer impuestos o
de hacer la guerra, sin importar la provocación? Tanto los
hombres como los gobiernos deben actuar uc acuerdo con sus
mejores capacidades. Nada hay que sea absolutamente cierto,
pero hay seguridades suficientes para los fines de la vida
humana. Podemos y debemos suponer que nuestras opiniones
son ciertas, para que sirvan de guía a nuestra propia conducta;
y lo mismo estamos haciendo cuando impedimos que ciertos
elementos peligrosos perviertan la sociedad con la propagación
de opiniones que consideramos falsas y perniciosas.
Afirmo que esto es suponer mucho más.
Hay una gran diferencia entre creer que una opinión es cierta
porque no ha podido refutarse cada vez que se ha puesto a
prueba, y suponer que es cierta para no permitir su refutación.
La libertad absoluta para contradecir y rechazar nuestras opi­
niones es la condición esencial que nos justifica para suponer
que son ciertas, a fin de aplicarlas, y ningún ser investido de
facultades humanas puede abrigar la menor seguridad racional
de tener razón.
Cuando consideramos ya sea la historia de
la opinión o la conducta ordinaria del género humano, ¿cuál es
la causa de que ni una ni otra sean peores de lo que son?
Indudablemente, no se debe a la fuerza intrínseca de la inteli­
gencia humana, porque en cualquier asunto que no sea evidente
por sí mismo, hay noventa y nueve personas totalmente incapa­
ces de formar un juicio sobre el mismo, por cada una que sea
capaz de hacerlo, y la capacidad de esa centésima persona sólo

35
J O H N S T UA R T M I L L

es comparativa, porque casi todos los personajes eminentes de


cualquier generación pasada sostuvieron muchas opiniones que
ahora sabemos que son erróneas e hicieron o aprobaron m uchas
cosas que nadie justificaría actualmente.
Entonces, ¿por qué hay en la hum anidad
una preponderancia de opiniones y de conducta racionales? Si
realmente existe esa preponderancia —y debe de existir, porque
de lo contrario los asuntos hum anos estarían y habrían estado
siempre en una situación desesperada— se debe a una cualidad
de la mente humana que es la fuente de todo lo que hay de
respetable en el hombre como ser moral o intelectual, o sea que
sus errores son corregibles. Es capaz de rectificar sus errores
mediante la discusión y la experiencia, aunque no sólo por la
experiencia. Las opiniones prácticas equivocadas, ceden gra­
dualmente ante los hechos y los argumentos, pero para que éstos
causen efecto en la mente, es indispensable que la m isma los
conozca. Muy pocos hechos pueden contar su propia historia,
sin necesidad de comentarios que aclaren su significado. Por
/'o tic im ilp n fo tnrlo lo fiií»f<'7»o ^ t tnrlr« pl iiilo m linfnonn
1U M U l/i J tv /v tv j' V k » U 1U 1 O W i J U i W J V

depende de la exclusiva característica de que pueda corregirse


si está equivocado y por tanto, sólo puede confiarse en él cuando
están constantemente disponibles los medios para corregirlo.
En el caso de cualquier persona cuyo juicio sea verdaderamente
digno de confianza, ¿cómo ha llegado a serlo? Porque ha
permitido que su mente acepte las críticas de su opinión y de su
conducta, porque ha seguido la práctica de escuchar todo lo que
puede decirse en su contra, a fin de obtener el beneficio de lo
que es acertado y para explicarse a sí misma, y explicar a los
demás cuando se presente la ocasión, lo engañoso de todo lo
S O B R E LA L I B E R T A D

que es falible. Está convencida de que la única forma en que un


ser humano puede acercarse al completo conocimiento de un
problema es escuchar lo que digan sobre el m ismo todas las
personas que tengan opiniones diferentes, y mediante el estudio
de todas las formas en que pueda considerarse por cada tipo de
mentalidad. Ningún sabio ha adquirido su sabiduría en otra
forma, ni está en la naturaleza de la inteligencia humana adqui­
rirla de cualquier otro modo. El constante hábito de esa persona
de corregir y completar las propias opiniones, comparándolas
con las de otros, no sólo no causa dudas ni vacilaciones al
llevarlas a la práctica, sino que es la única base estable para
poder confiar en ellas. Como tiene conocimiento de todo lo que
evidentemente puede decirse en su contra y ha adoptado una
posición precisa en relación con sus adversarios —ya que ha
buscado todas las objeciones y dificultades, en vez de evitarlas,
y no ha impedido las aclaraciones que puedan hacerse sobre el
tema, de cualquier parte que vengan— tiene derecho a pensar
que su juicio es mejor que el de cualquier persona o m ultitud
que no haya pasado por un proceso semejante.
No es mucho pedir si exigimos que lo que
llam arnos núblico. ese heteroeéneo conjunto de unos cuantos
sabios y de muchos tontos, se sujeta a lo que los hom bres más
sabios de la humanidad, que están más capacitados para confiar
en su propio criterio, encuentran que es necesario para garanti­
zar su confianza en ellos mismos. Hasta en la canonización de
un santo, la iglesia católica romana, la m ás intolerante de todas,
acepta y escucha pacientemente a un "abogado del diablo". Al
parecer, el hombre más santo no puede ser venerado después
de su muerte, mientras no se conozca y se pese todo lo que el

'X l
J O H N S T U A R T MI L L

diablo pueda decir en su contra. Si no hubiera podido dudarse ,


hasta de la misma filosofía de Newton, la humanidad no podría
estar cierta de su veracidad absoluta, como lo está actualmente.
Las creencias en las que tenemos más confianza, no tienen otra
salvaguardia que la constante invitación que hacen al mundo
entero para que demuestre que son infundadas. Si no se acepta
ese desafío, o si se acepta y falla todo intento en su contra,
todavía estamos muy lejos de la certidumbre, pero hemos hecho
todo lo más que puede admitir el estado actual del razonamiento
humano es decir, no hemos descuidado nada que pudiera dar a
la verdad la oportunidad de llegar hasta nosotros. Si la palestra
se mantiene abierta, podemos esperar que si hay otra verdad
mejor, pueda encontrarse cuando la mente humana sea capaz
de recibirla. Mientras tanto, podemos confiar en que nos hemos
acercado a la verdad hasta donde es posible hacerlo en nuestra
época. Esta es la clase de seguridad que puede lograr un ser
falible, y la única forma de alcanzarla.
Es muy extraño que los hombres admitan la
validez de ios argumentos en favor de ia libre discusión, pero
se opongan a que "se lleven a los extremos", sin darse cuenta
de que sólo cuando esas razones sean buenas en un caso
extremo, serán también buenas en cualquier caso. Es muy
extraño que crean que no presumen de infalibles cuando aceptan
la necesidad de la libre discusión en todos los temas que es
posible que sean dudosos, y piensen que deba prohibirse que se
dude de algún punto especial de doctrina, porque es cierto, es
decir, porque están seguros de que es cierto. Llam ar cierta a
cualquier proposición mientras haya alguien que pudiera negar
su certidumbre si se le permitiera hacerlo, aunque no se le

38
S O B R E LA L I B E R T A D

permite, equivale a suponer que nosostros mismos, y los que


están de acuerdo con nosotros, somos los jueces de esa certi­
dumbre, y que juzgamos sin oír a la parte contraria.
En la época actual, que ha sido descriia
cómo "carente de fe, pero asustada por el escepticismo" —en
la que los hombres se sienten seguros, no tanto de que sus
opiniones sean ciertas como de que no sabrían qué hacer sin
ellas— la necesidad de proteger cualquier opinión contra los
ataques del público, se basa no tanto en su verdad como en su
importancia para la sociedad. Se pretende que hay ciertas creen­
cias que son tan útiles para el bienestar, o tal vez tan indispen­
sables, que el gobierno tiene obligación de mantenerlas para
protección de cualquiera de los intereses de la sociedad. En el
caso de esa necesidad y, por consiguiente, directamente en
relación con sus obligaciones, se pretende que algo que no sea
infalible puede ser suficiente, o aún obligatorio, para que los
gobiernos actúen de acuerdo con sus propias opiniones, confir­
madas por la opinión general de la especie humana. Se dice
también frecuentemente, y se piensa todavía con más frecuen­
cia, que sólo los malvados querrían debilitar esas creencias
benéficas, y se cree que no hay mal alguno en reprimir a los
malvados y prohibirles que ejecuten lo que sólo ellos querrían
practicar. Este modo de pensar hace que la justificación de la
represión de las discusiones, no se relacione cort la verdad de
las doctrinas, sino con su utilidad, y por ese medio se trata de
reunir la responsabilidad de que se considere como un juicio
infalible de las opiniones. Sin embargo, los que se satisfacen
con ese razonamiento, no se dan cuenta de que la suposición de
infalibilidad sólo se cambia de un punto a otro. La utilidad de

39
J O H N S T U A R T MI L L

una opinión es igualmente cuestión de opinión, es decir, tan


discutible, tan sujeta a discusión y tan necesitada de ella, como
la opinión misma. Hay igual necesidad de un juez infalible de
opiniones nara que debida si lina nninión es nerindicial. míe nara
r r 1 - ................ - - ...................... r ------------ --- i - - j - -------------------- » x • i -

que decida si es falsa, a menos que se dé a la opinión que se


condena la plena oportunidad de defenderse. No puede decirse
que se permite al herético sostener la utilidad o lo innocuo de
sus opiniones, si se le prohíbe sostener su verdad. La verdad de
una opinión es parte de su utilidad. Si queremos saber si es
conveniente que se crea en una proposición cualquiera, ¿es
posible excluir la consideración de que sea o no cierta? Según
la opinión no de los malvados, sino de los hom bres m ejores, no
hay creencia que sea contraria a la verdad que pueda ser
realmente útil. ¿Se puede impedir que esos hombres se defien­
dan con ese argumento cuando se les culpa de que niegan alguna
doctrina que se les dice que es útil, pero que ellos creen que es
falsa? Los que están en el lado de las opiniones aceptadas,
siempre aprovechan esa excusa hasta donde es posible, y nunca
los vemos que se ocupen de la cuestión de aptitud, como si
pudiera separarse por completo de la verdad. Por lo contrario,
como su doctrina es "la verdad", por esto mismo consideran tan
indispensable que se conozca y se crea en ella. No puede
discutirse razonablemente la utilidad, cuando puede emplearse
un argumento tan vital sólo de un lado y no del otro y, de hecho,
cuando las leyes o el sentimiento público no perm iten que se
discuta la verdad de una opinión, tampoco toleran que se niegue
su utilidad. Todo lo más que permiten es una expresión de su
necesidad absoluta, o de culpa positiva si se la rechaza.
Para mostrar más claramente los perjuicios

40
S O B R E LA L I B E R T A D

que se causan si nos negamos a escuchar opiniones porque, de


acuerdo con nuestro propio criterio, las hemos condenado, será
conveniente lim itar la discusión a un ejem plo concreto, y esco­
jo, de preferencia, los casos que menos me favorezcan, es decir,
aquellos en que se considera que tienen más fuerza los argu­
mentos contra la libertad de opinión, tanto en relación con la
verdad como con la utilidad. Supongam os que la opinión que
se impugna es la creencia en un dios y en una vida futura, o
cualquiera de las doctrinas morales que se aceptan com únm en­
te. La lucha en ese terreno da una gran ventaja a un adversario
que obre de m ala fe, ya que indudablem ente dirá (y lo pensarán
también muchos que no quieren obrar de mala fe); ¿Son éstas
las doctrinas que no parecen suficientem ente ciertas para que
merezcan el amparo de la ley? ¿Es la creencia en Dios una de
las opiniones en las que su certidumbre implique una suposición
de infalibilidad? No obstante, se me perm itirá aclarar que estar
seguro de una doctrina (cualquiera que sea) no es lo que llamo
suposición de infalibilidad. Es tratar de resolver el problema
para los demás, sin darles la oportunidad de escuchar lo que dice
la parte contraria. Rechazo y repruebo esa pretensión, aunque
se empleara en defensa de mis más íntim as convicciones. Por
positiva que sea la convicción de cualquier persona, no sólo de
la falsedad, sino de las consecuencias perjudícales —y nd sólo
de ellas, sino de la inmoralidad y de la impiedad de una opinión
(para em plear expresiones que generalm ente condeno)— , sin
embargo, si para lograr ese juicio privado, aunque este apoyo
por el juicio público de su país o de sus contemporáneos, se
impide que se oiga la defensa de tal opinión, esa persona se
supone infalible. En vez de que esa suposición se considere
J O H N S T U A R T MI L L

menos condenable y menos infalible, porque se crea que la


opinión es inmoral o impía, es más funesta en este caso que en
cualquier otro. Estas son, precisamente, las ocasiones en que
los hombres de una generación
'
cometen los terribles errores
* 1 nne
asombran y horrorizan a las posteriores. Entre ellas encontra­
mos aquellos casos memorables de la historia, en que se ha
empleado el brazo de la ley para destruir a los hombres mejores
y las doctrinas más nobles, con éxito deplorable en cuanto a los
hombres, aunque algunas doctrinas han sobrevivido e, irónica­
mente, se han invocado en defensa de una conducta semejante,
contra los que disentían de ellas o de las interpretaciones que se
les daba.
Nunca podrá recordarse con demasiada fre­
cuencia a la humanidad que hubo un hombre llamado Sócrates,
que tuvo un encuentro memorable con las autoridades legales
y la opinión pública de su época. Nació en un tiempo y en un
país en que abundaban los valores individuales, y su personali­
dad ha llegado hasta nosotros a través de quienes lo conocieron
y vivieron en aquel ambiente como la del hombre m ás virtuoso
de su época, si bien nosotros lo conocemos como el jefe y el
prototipo de todos los maestros de virtud que le siguieron, y
como la fuente de inspiración más elevada del pensamiento de
Platón y del juicioso utilitarismo de Aristóteles, i maestri di
color che sanno, los dos manantiales de la filosofía ética y de
todas las demás. Ese maestro reconocido de todos los eminentes
pensadores que han vivido desde entonces —cuya fama sigue
aumentando todavía después de dos mil años, y casi sobrepasa
a la de todos los demás nombres que hicieron tan ilustre su
ciudad natal— fue condenado a muerte por sus conciudadanos,

42
S O B R E LA L I B E R T A D

después de un proceso judicial, por impiedad e inmoralidad. Por


impiedad, porque negaba los dioses reconocidos por el estado.
De hecho, sus acusadores afirmaron (véase la Apología), que
no creía en ningún Dios. Por inmoralidad, porque con sus
doctrinas y enseñanzas, era un "corruptor de la juventud". Hay
muchas razones para suponer que el tribunal lo encontró culpa­
ble de esas acusaciones, y procedió a condenar como criminal
al hombre que probablemente merecía de la humanidad un trato
mejor que todos los que habían nacido hasta entonces.
Pasemos ahora al otro caso singular de ini­
quidad judicial, cuya mención después de la condenación de
Sócrates no puede considerarse como gradación descendente el
acontecimiento que tuvo lugar en el Calvario hace poco más de
mil ochocientos años. El hombre que dejó en la memoria de
aquellos que fueron testigos de su vida y de sus prédicas tal
impresión de grandeza moral que durante los dieciocho siglos
siguientes se le ha adorado como el Todopoderoso en persona,
fue ignominiosamente condenado a muerte. ¿Y sabéis por qué?
¡Por blasfemo! los hombres no solamente desconocieron a su
bienhechor, sino que lo consideraron exactamente como lo
contrario de lo que era, y lo trataron como si fuera el prodigio
de impiedad que ahora creemos que son aquellos que lo sujeta­
ron a tales tormentos. Los sentimientos que abriga actualmente
la humanidad en relación con esos dos casos lamentables, y
especialmente con el segundo, hacen que sea extremadamente
, injusta al juzgar a los autores de ellos. Bajo cualquier aspecto,
no fueron hombres malvados, no fueron peores de lo que son
comúnmente los hombres sino más bien lo contrario, hombres
que poseían en alto grado los sentimientos religiosos, morales

43
J O H N S T UA R T M I L L

y patrióticos de su tiempo y de su pueblo: la clase de hom bres


que en cualquier época, incluyendo la nuestra, tienen la opor­
tunidad de pasar por la vida sin un reproche y con el respeto de
los demás. El gran sacerdote, que desgarró sus vestiduras cuan­
do se pronunciaron aquellas palabras que, según las ideas de su
país, constituían la más negra culpabilidad, probablem ente fue
tan sincero en su horror y su indignación, com o lo son actual­
mente la generalidad de los hombres piadosos en relación con
los sentimientos religiosos y morales que profesan, y casi todos
los que ahora se escandalizan de su conducta, si hubieran vivido
en su época y hubieran nacido judíos, habrían actuado precisa­
mente como él lo hizo. Los cristianos ortodoxos que se sienten
inclinados a creer que los que apedrearon a los primeros m árti­
res eran hombres mucho peores que ellos mismos, deberían
recordar que uno de aquellos perseguidores fue San Pablo.
Citemos ahora otro ejemplo, el más notable
de todos, si la importancia de un error se mide por las virtudes
y la sabiduría del que lo comete. Si hubo alguna vez un gober­
nante que tuviera razones para creerse el m ejor y más ilustrado
de sus contemporáneos, fue el em perador M arco Aurelio. M o­
narca absoluto de todo el mundo civilizado, mantuvo durante
toda su vida no sólo la justicia más imparcial, sino lo que era
menos de esperarse en vista de su educación estoica; la ternura
de corazón. Los pocos defectos que se le atribuyen procedían
de su indulgencia, mientras que sus escritos, que son la obra
ética más elevada de la mente antigua, apenas se apartan de las
enseñanzas m ás características de Cristo. Este hom bre, que era
mejor cristiano en todo, menos en el sentido dogm ático de la
palabra, que m uchos de los soberanos ostensiblem ente cristia­

44
S O B R E LA L I B E R T A D

nos que han reinado después, fue perseguidor del cristianismo.


Colocando en la cima de todas las conquistas anteriores de la
humanidad, con un intelecto abierto y sin trabas, y un carácter
que por sí solo lo llevó a incluir el ideal cristiano en sus escritos
morales, no pudo apreciar, sin embargo, que el cristianismo
sería un bien y no un mal para el mundo, a pesar de que estaba
tan profundamente convencido de sus obligaciones para con ese
mismo mundo. Sabía que la sociedad existente estaba en un
estado deplorable, pero, a pesar de ello, veía o creía ver que la
creencia en las divinidades hereditarias y el culto a las mismas
la sostenía e impedía que fuera mucho peor. Como gobernante
de la especie hum ana, creía que su obligación consistía en
impedir la destrucción de la sociedad, y no com prendió que si
se removían las ligas existentes, pudieran formarse otros que la
sostuvieran de nuevo. La nueva religión tendía abiertam ente a
destruir esas ligas y, por consiguiente, si no se sentía obligado
a adoptarla, consideraba que estaba en el deber de destruirla.
Por lo tanto, com o la teología del cristianismo no le parecía
verdadera ni de origen divino y no podía creer en la extraña
historia de un dios crucificado, ni en un sistema que pretendía
descansar por completo en una base tan absolutamente increíble
para él, no pudo prever que aquélla fuera el agente renovador
que resultó ser, después de tantos intentos de exterminio. Im ­
pulsado por un solemne sentimiento de obligación, el más dulce
y amable de los filósofos y gobernantes autorizó la persecución
del cristianismo. A mi modo de ver, esta es una de las mayores
tragedias de la historia. Es muy duro pensar en lo que hubiera
sido el cristianismo, si la fe cristiana se hubiera adoptado como
la religión del imperio bajo los auspicios de Marco Aurelio, en
vez de que lo fuera bajo los de Constantino. Sin embargo, sería

45
J O H N S T U A R T MI L L

igualmente injusto pata él, y contrario a la verdad, si negáramos


que, para reprimir la propagación del cristianismo, M arco Au­
relio tuvo las mismas excusas que puede emplearse para casti­
gar las en señ an zas a n ticristian a s. T odo c ristia n o cree
firmemente que el ateísmo es falso y tiende a la disolución de
la sociedad, y Marco Aurelio, que era el único hom bre entre
todos los de su époc? que fuera capaz de apreciarlo, pensaba lo
mismo del cristianismo. Si hay alguien que sea partidario de
castigar la propagación de opiniones y que se crea más sabio y
mejor que M arco Aurelio —más profundamente versado en la
sabiduría de su época y con una inteligencia má¿ elevada, más
apasionado en su búsqueda de la verdad y más devoto de ella
al encontrarla— deberá abstenerse de la suposición de infalibi­
lidad, tanto propia como de las multitudes, que hizo el gran
Antonino (Aurelio) con resultados tan desastrosos.
Como comprenden la imposibilidad de de­
fender lá aplicación de castigos para restringir las opiniones
irreligiosas mediante cualquier argumento que no justificaría a
Marco Aurelio, cuando se les estrecha, los enemigos de la
libertad religiosa aceptan en ocasiones esta consecuencia y
dicen, con el doctor Johnson, que los perseguidores del cristia­
nismo estaban en lo justo, que la persecución es una prueba que
tiene que sufrir la verdad y que siempre sale airosa de ella, ya
que, al final, las penas legales son impotentes ante la verdad,
aunque a veces son benéficamente eficaces contra algunos
errores perjudiciales. Esta clase de argumentos en favor de la
intolerancia religiosa tiene bastante importancia para no pasarlo
por alto.
Una teoría que sostiene que perseguir la

46
S O B R E LA L I B E R T A D

verdad es justificable, porque es imposible que la persecución


le cause daño alguno, puede no ser intencionalmente hostil a la
recepción de nuevas verdades, pero no podemos alabar la
generosidad de su comportamiento con aquellas personas a
quienes la humanidad debe esas nuevas verdades. Hacer que el
mundo se percate de algo que lo afecta profundamente y que
antes ignoraba, demostrarle que ha estado equivocado en algún
' punto vital de interés temporal o espiritual, es el servicio más
importante que un ser humano puede hacer a sus semejantes y,
en ciertos casos, como en el de los primeros cristianos y en el
de los reformadores, los que piensan como el doctor Johnson,
creen que éste es el don más precioso que haya podido darse a
la humanidad. De acuerdo con esa teoría, el que los autores de
esos espléndidos beneficios hayan tenido que sufrir el martirio
y el que su recompensa haya sido que se les considerara como
viles crim inales, no es una desgracia o un error deplorable del
que la humanidad tenga que arrepentirse, sino el estado normal
y justificable de las cosas. Según esa doctrina, el que propone
una nueva verdad, debería presentarse con una cuerda al cuello,
como lo hacía todo el que sugería una nueva ley, en la legisla­
ción de los locrenses, para que se le ahorcara inmediatamente
si la asamblea no aceptaba su proposición después de escuchar
sus razonamientos.2 No puede suponerse que los que defienden

2 (El autor se refiere al código legal locrense, que se atribuye a Zeleuco,


que vivió unos 660 años antes de Cristo. E l código era extremadamente
severo, en apariencia, para com batir la carencia de leyes de aquella
n a cien te com u n id a d y darle un orden político. L o cris se fu n d ó
aproxim adam ente el año 683 antes de Cristo por los locrenses orientales

47
J O H N S T U A R T M I L L

esa manera de tratar a los benefactores concedan gran valor a


sus beneficios, y creo que esa opinión se limita en gran parte a
aquella clase de personas que piensan que las nuevas verdades
pudieron ser convenientes en otra época, pero que actualmente
ya hay demasiadas.
Sin embargo, es indudable que el dicho de
que la verdad simpre triunfa de la persecución, es una de tantas
falsedades agradables que los hombres repiten incesantemente,
hasta que se convierten en frases comunes, que la experiencia
se encarga de desacreditar. En la historia abundan los casos en
que la verdad no ha resistido las persecuciones. Si no se suprime
por completo, puede sufrir un retraso de muchos siglos. Si nos
referimos tan sólo a las opiniones religiosas, la Reform a se
inició por lo menos veinte años antes de M artín Lutero, y fue
reprimida. Se suprimió a Amoldo de Brescia, a Fra Dolcino y
a Savonarola. Se acabó con los albigenses, los valdenses, los
lollardos y los husitas.3
Girolamo Savonarola fue colgado y quema­
do en 1498.

y opuntios. Incidentalm ente, ese cuerpo legal fite el pirm er código escrito
entre los griegos y en Europa, y no pocos de su s principios estuvieron en
vigor m uchos siglos después. A dem ás del p rincipio a que se refiere el
autor, sancionaba también en la vida so cia l griega el prin cip io de
represalia o lex talionis).
3 (A m oldo de Brescia fu e ejecutado en 1155. Fra Dolcino de N ovara fu e
torturado y muerto en 1307. E l infierno de D ante se refiere a él en su
Canto XXVIII.

48
S O B R E LA L I B E R T A D

Los albigenses, llamados también cataris-


tas, trataron de establecer una iglesia independiente de la cató­
lica ro m an a. L a In q u isic ió n re p rim ió el m o v im ie n to
aproximadamente a mediados del sigloXIII.
Los valdenses o waldenses, trataron de es­
tablecer una sociedad religiosa independiente de la iglesia ca­
tólica romana. Fue la única secta medieval que sobrevivió a la
oposición y a la Inquisición, aunque se debilitó consider­
ablemente. El grupo se afilió al movimiento del protestantismo.
Los lollardos, partidarios de John Wyclifí'e
(1320-1384) se rebelaron contra la autoridad y los intereses
temporales de la Iglesia. El m ovimiento fue reprim ido con
severidad, pero quedaron algunos restos. En gran parte, preparó
el camino para el protestantismo en Inglaterra.
Los husitas eran partidarios de John Huss
(1369-1415). El movimiento se reprimió, y Hus fue quemado,
en abierta violación de un salvoconducto prom etido por el
emperador mientras asistía al Concilio de Constanza). Aun
después de la época de Lutero, la persecución tuvo éxito siem ­
pre que se insistió en ella. Se acabó con el protestantism o en
España, Italia, Flandes y el Imperio Asutriaco, y probablemente
hubiera ocurrido lo mismo en Inglaterra si la reina María
hubiera vivido o si hubiese muerto la reina Isabel. La persecu­
ción siempre ha tenido éxito, excepto en donde los herejes han
formado un partido demasiado poderoso para que se les persiga
con eficacia. Ninguna persona razonable dudará de que el
cristianismo pudo extinguirse en el Imperio Romano. Se propa­
gó y se hizo predominante, porque las persecuciones sólo
49
J O H N S T U A R T M I L L

fueron ocasionales, duraron poco tiempo y quedaron separadas


por largos periodos de propaganda sin molestia alguna. Es un
sentimentalismo creer que la verdad, como tal, tenga una fuerza
inherente de que carece el error, para prevalecer contra los
calabozos y la horca. Los hombres no sienten m ayor celo por
la verdad que el que siente a veces por el error, y una suficiente
aplicación de castigos legales o aun sociales, bastará, general­
mente, para detener la propagación de cualquiera de ellos. La
única ventaja de la verdad consiste en que cuando una opinión
es cierta, puede extinguirse una, dos o muchas veces, pero en
el transcurso de los siglos, probablemente habrá otras personas
que vuelvan a descubrirla, hasta que una de esas reapariciones
coincida con una época en que, debido a circunstancias más
favorables, pueda escapar a la persecución hasta que haya
progresado suficientemente para resistir cualquier intento de
suprimirla.
Podría decirse que actualmente no conde­
namos a muerte a los partidarios de nuevas opiniones: no somos
como nuestros antepasados, que dieron muerte a los profetas,
sino que, por el contrario hasta levantamos sepulcros a éstos.
Es cierto que no exterminamos a los heréticos, y que la cantidad
de castigo que probablemente toleraría el sentimiento moderno,
aun en contra de las opiniones más perjudiciales, no es suficien­
te para extirparlas. Sin embargo, no debemos engañam os y
creer que estamos exentos hasta de la mancha de la persecución
legal. Las penas contra la opinión, o por lo menos contra su
expresión, existen todavía en nuestras leyes, e incluso en nues­
tra época su aplicación no es tan rara como para que pudiéramos
dudar de que vuelva a aparecer algún día en toda su fuerza. En

50
S O B R E LA L I B E R T A D

el año 1857, en las sesiones de verano de los tribunales del


condado de Comwall, se condenó a un desdichado, que era de
excelente conducta en todos los aspectos de la vida, a ventiún
meses de prisión, porque profirió y escribió en una puerta
algunas palabras ofensivas al cristianismo. Un mes después,
en la prisión de Oíd Bailey, en dos ocasiones distintas, se
rechazó a dos personas como jurados, y una de ellas fue grose­
ramente insultado por el juez y por uno de los abogados, porque
confesaron sinceramente que no tenían creencias teológicas, y
a una tercera, un extranjero, se le negó la protección de la
justicia contra un ladrón, por razones análogas. Esa negación
de la reparación de un agravio, ocurrió en virtud de la doctrina
legal de que ninguna persona puede testimoniar ante un tribunal
si no profesa creencias en un dios (cualquier dios sirve para el
caso) y en una vida futura, lo que equivale a declarar fuera de
la ley a todos los que no reúnen esos requisitos y a excluirlos
de la protección de los tribunales. Por consiguiente, no sólo se
les puede robar o asaltar impunemente cuando sólo ellos u otros
que tengan opiniones análogas están presentes, sino que puede
robarse o asaltarse a cualquiera con toda impunidad, si la prueba
del hecho depende de la evidencia que puedan suministrar esas
personas. La suposición en que se basa todo esto, es que el

* 4 Tomás Poolery, sesiones de Bodmin. 31 de ju lio de 1857. E l m es de


, diciem bre siguiente fu e indultado p o r la Corona.
5 George Jacob Holyoake, ¡ 7 de agosto de 1857; Edw ard Truelove, ju lio
de 1857.
6 Barón de Gleichen, tribunal de policía de la calle Marlborough, 4 de
agosto de 1857.

51
J O H N S T U A R T M I L L

juram ento de una persona que no cree en la vida futura carece


de valor, argumento que demuestra una gran ignorancia de la
historia en aquellos que lo emplean (ya que es históricam ente
cierto que entre la gran proporción de infieles de todas las
épocas, ha habido personas de gran integridad y honradez), y
que no podría mantenerse por cualquiera que tenga la m enor
idea del gran número de personas que hay en el mundo, que:
poseen una reputación envidiable en cuanto a virtudes y éxitos
y que, no obstante, es bien sabido, por lo menos de sus íntimos,
que no son creyentes, además, esa legislación es suicida y
destruye sus propias bases. Con el pretexto de que los ateos son
mentirosos, admite el testimonio de todos los ateos que quieran
mentir, y sólo rechaza el de los que desafían el baldón de la
opinión pública cuando confiesan un m odo de pensar aborreci­
do, en vez de afirm ar lo que no es cierto. Una legislación tan
absurda en relación con sus propios fines, sólo puede aplicarse
como símbolo de odio, como vestigio de persecución, una
persecución que tiene la peculiaridad de que el requisito para
sufrirla, consiste en demostrar con toda claridad que no se la
merece. Esa legislación, y la teoría que la apoya, son igualmente
insultantes para los creyentes y para los que no lo son, porque
si el que no cree en una vida futura miente necesariamente, sé
supone que sólo el temor del infierno impide m entir a los que
creen. No haremos a los autores y partidarios de esa ley, la
injuria de suponer que el concepto que puedan tener las virtudes
cristianas, sea resultado de su propia conciencia.
En realidad todo esto no son más que reli­
quias y sobrantes de la persecución, y pueden tomarse m ás que
como indicios del deseo de perseguir, como un ejem plo de esa

52
S O B R E LA L I B E R T A D

enfermedad tan frecuente en las mentes inglesas, de encontrar


un placer absurdo en afirm ar un principio equivocado, aunque
ya no son tan malvadas como para que deseen ponerlo en
práctica. Sin embargo, desgraciadamente, no hay seguridad
alguna, en el estado actual de la opinión pública, de que continúe
la suspensión de peores formas de persecución legal, la cual ya
ha durado casi una generación. En esta época, tan a menudo se
turba la tranquila superficie de la rutina con cualquier intento
de resucitar males pasados, como con el fin de introducir nuevos
beneficios. Lo que en nuestro tiem po se considera con orgullo
como el renacim iento de la religión, en las mentes estrechas y
poco cultivadas, siempre es, al mismo tiempo, el renacim iento
del fanatismo, y siempre que queda en los sentim ientos de un
pueblo la fuerte y permanente levadura de la intolerancia, que
en todo tiempo ha existido en la clase media de nuestro país, se
necesita muy poco para que lo lleve a perseguir con toda
actividad a los que nunca ha dejado de considerar com o objetos
apropiados de esa persecución. Esto es precisamente, o sea las

7 Pueden sacarse m uchas conclusiones de la gran penetración de las


pasiones de un perseguidor cuando se com binan con una dem ostración
g eneral de los peores aspectos de nuestro carácter nacional, con m otivo
de la insurrección de los c'tpayos. Pueden pasarse p o r alto, com o indignos
de atención, los ataques de los fa n á tic o s o charlatanes d esde el pulpito,
p ero los je fe s del partido evangélico han anunciado com o principios para
el gobierno de los indostanos y m ohom etanos, que ninguna escuela se
sostenga con fo n d o s p úblicos si no se enseña en ella la B iblia y, com o
consecuencia obligada, que no se conceda ningún p uesto público sino tan
sólo a los verdaderos cristianos o a los que pretendan serlo. Se dice que,
en un discurso pronunciado ante sus electores e l 12 de noviem bre de 185 7,

53
J O H N S T U A R T MI L L

opiniones que los hombres abrigan y los sentimientos que les


son más queridos en relación con los que no profesan las
creencias que consideran importantes, lo que hace que en este
país no pueda existir la libertad mental. Hace mucho tiempo que
el defecto principal de las penas legales es que hacen hincapié
en el estigma social. Ese estigma es verdaderamente eficaz, y
lo es tanto, que en Inglaterra es mucho menos frecuente la
profesión de ideas que no tenga la aprobación de la sociedad,
que lo pueda ser en muchos otros países la confesión de ideas
que puedan castigarse judicialmente. Por lo que hace a la
generalidad de las personas, a excepción de aquélla cuyas
circunstancias pecuniarias las hacen independientes de la buena
voluntad de las demás, la opinión a este respecto es tan eficaz
como la ley. En lo que se refiere a medios de ganarse la vida,

un subsecretario de Estado m anifestó lo siguiente: "La tolerancia de su


f e p o r e l gobierno británico ' (la f e de cien m illones de súbditos
británicos )," de las supersticiones que llaman religión, había tenido el
efecto de retrasar la ascendencia del nombre británico e im pedir el
benéfico progreso del cristianismo... La tolerancia fu e la p iedra angular
de las libertades religiosas de este país, pero no dejem os que abusen de
esa preciosa palabra. Según se comprendía, significaba completa libertad
para todos, libertad para adorar entre cristianos, que tenían los m ism os
fundam entos para adorar. Significaba tolerancia para todas las sectas y
denom inaciones de cristianos que creían en el única m ediación Q uiero
llamar la atención sobre el hecho de que un hombre que se ha considerado
que tiene las condiciones necesarias para desem peñar un puesto en el
gobierno de este país en un m inisterio liberal, sostiene la doctrina de que
todos los que no creen en la divinidad de Cristo están m ás allá de los
lím ites d e la tolerancia. D espués de esta necia dem ostración, ¿quién
p u e d e a b rig a r la ilusión de que la p ersec u ció n relig io sa haya
desaparecido para no volver ?

54
S O B R E LA L I B E R T A D

los que la contravienen podrían considerarse prisioneros. Los


que tienen asegurado su sustento y no necesitan pedir favores,
ya sea de los que están en el poder, de cualquier clase de
agrupaciones o del público, no tienen otra cosa que temer, si
confiesan francamente cualquier opinión, que se les juzgue mal
o que se hable mal de ellos, y no se requiere mucho valor para
resistirlo. No hay lugar para cualquier petición ad m iseñcor-
diam de parte de esas personas. Sin embargo, aunque actual­
mente no causamos tanto mal a los que piensan de distinto modo
que nosotros, como acostumbrábamos en el pasado, bien puede
ser que el trato que les damos les cause el mismo daño que antes.
Sócrates fue condenado a muerte, pero su filosofía se levantó
cómo el sol en el cielo y extendió su luz por todo el firmamento
intelectual, los cristianos fueron arrojados a los leones, pero la
iglesia cristiana creció hasta formar un árbol frondoso e inmen-
’ k), que sobrepasó a todas las antiguas religiones menos vigoro­
sas, ahogándolas con su sombra. Nuestra simple intolerancia
social no mata a nadie, no destruye las opiniones, pero hace que
los hombres se escondan o que se abstengan de llevar a cabo
cualquier esfuerzo real para propagarlas. Entre nosotros, las
opiniones heréticas no pierden ni ganan perceptiblemente terre­
no en cada década o en cada generación, ni tampoco se propagan
extensamente, sino que continúan latentes en los estrechos
círculos de los pensadores y estudiantes entre quienes se origi-
, nan, sin que lleguen a iluminar el pensamiento general de la
humanidad, ya sea con luz verdadera o engañosa. De este modo
§e mantiene un estado de cosas que es muy satisfactorio para
ciertas mentes, porque sin el desagradable procedimiento de
. multar o encarcelar a nadie, las opiniones prevalecientes se
conservan sin cambio alguno aparente, y no se prohíbe absolu­

55
J O H N S T U A R T MI L L

tamente el ejercicio del razonamiento a los que disienten por


tener la enfermedad de pensar. Este es un sistema muy conve­
niente, para que haya paz en el mundo intelectual y para hacer
que las cosas sigan como hasta ahora. Sin embargo, el precio
de esa especie de pacificación intelectual es el sacrificio total
del valor moral de la mente humana. Un estado de cosas en el
que es conveniente que una gran mayoría de las inteligencias
más activas e inquisitivas conserve para sí misma los principios
generales y los fundamentos de sus convicciones, y que cuando
se dirige al público trata de ajustar hasta donde sea posible sus
propias convicciones a premisas que rechaza en su fuero inter­
no, no puede producir los caracteres francos e intrépidos y las
inteligencias lógicas y consistentes que en épocas pasadas
dieron lustre al mundo del pensamiento. La clase de hombres
que ese sistema puede producir son sim ples conform istas con
lo vulgar o esclavos de la verdad, cuyos argumentos sobre todos
los temas importantes sólo se destinan a sus oyentes sin que
hayan podido convencerlos a ellos mismos. Los que evitan esta
alternativa lo hacen ajustando sus pensam ientos e intereses a
cosas de que puede hablarse sin riesgo dentro de la esfera de los
principios, es decir, a pequeños asuntos prácticos que se solu­
cionarían por sí solos si la mente del hombre se reforzara y
ensanchara, y que nunca se solucionarán correctamente hasta
entonces, mientras se abandona lo que la reforzaría y ensancha­
ría, es decir, el examen libre y valiente de los tem as más
importantes.
Los que consideran que no hay m al alguno
en estas reticencias de parte de los heréticos, pueden considerar
en primer lugar y como consecuencia de ello, que las opiniones

56
S O B R E LA L I B E R T A D

heréticas nunca se estudian de m odo equitativo y com pleto, y


que aunque puede evitarse que se propaguen las que nunca
resistirían ese estudio, jam ás desaparecen. Sin embargo, las
mentes de los heréticos no son las que más sufren con la
prohibición de toda encuesta que no se base en conclusiones
ortodoxas. El daño mayor se hace a los que no son heréticos,
cuyo progreso moral se estorba y cuya mente sufre el tem or de
la herejía. ¿Quién puede calcular lo que pierde el mundo en la
multitud de inteligencia prometedoras que se combinan con
caracteres tímidos, que no se atreven a seguir ningún sendero
de pensamiento audaz, vigoroso e independiente, por tem or de
que los lleve a algo que pudiera considerarse irreligioso o
inmoral? A veces, podemos ver entre ellos a alguna persona de
gran conciencia y de comprensión sutil y refinada, que pasa toda
su vida razonando con una inteligencia que no puede acallar y
que agota los recursos del ingenio en un intento de reconciliar
los impulsos de su conciencia y de su razón con la ortodoxia,
pero que, sin embargo, es probable que no lo logre finalmente.
Nadie puede ser un gran pensador si no reconoce que, com o tal,
su primera obligación consiste en dejarse llevar por su inteli­
gencia, cualesquiera que sean las conclusiones a que lo conduz­
ca. La verdad se beneficia mucho más con los errores de una
sola persona que con estudios y preparación adecuada piense
por sí misma, que con las opiniones verdaderas de todos los que
sólo las apoyan porque no quieren tomarse el trabajo de pensar.
Tampoco se requiere única y exclusivamente libertad de pen­
samiento para formar grandes pensadores. Por el contrario, es
mucho más indispensable hacer que los seres humanos norm a­
les lleguen a la estatura mental de que son capaces. Ha habido,

57
J O H N S T U A R T MI L L

y puede volver a haberlos, grandes pensadores individuales en


una atmósfera general de esclavitud, pero en ella nunca ha
habido, ni lo habrá tampoco, un pueblo intelectualmente activo.
Cuando cualquier pueblo se ha acercado temporalmente a ese
carácter, ha sido porque se ha suspendido por cierto tiempo el
temor de las opiniones heterodoxas. Cuando hay la convención
tácita de que no pueden discutirse los principios, cuando se
considera que está prohibida la discusión de los problemas más
importantes de que puede ocuparse la humanidad, no podemos
esperar que encontremos esa escala de actividad mental, gene­
ralmente elevada, que ha hecho tan notables algunas épocas de
la historia. Cuando la controversia ha evitado los temas sufi­
cientemente interesantes e importantes para despertar el entu­
siasmo, nunca se ha agitado la mente de un pueblo hasta sus
cimientos, si han ocurrido los impulsos que dan hasta a las
personas de inteligencia más común, algo de la dignidad de los
seres que piensan. Hemos tenido un ejemplo de esto en la
situación de Europa durante las épocas que siguieron inmedia­
tamente a la Reforma; otro, aunque limitado al continente y a
una clase más instruida, en el movimiento teórico de la segunda
mitad del siglo XVIII, y un tercero, de menor duración, en el
fermento intelectual de Alemania durante el periodo de Goethe
y Fichte. Esos periodos fueron muy distintos en las opiniones
particulares que patrocinaron, pero se asemejaron en que du­
rante todos ellos se destruyó el yugo de la autoridad. En cada
uno de ellos se sacudió un viejo despotismo mental, sin que
fuera remplazado por otro nuevo. El impulso que se dio a esos
tres periodos ha hecho de Europa lo que es actualmente. Cada
progreso aislado, ocurrido ya sea en la mente humana o en las

58
S O B R E LA LIBER T A D

instituciones, puede relacionarse directamente con uno u otro


de ellos. Las apariencias han indicado, durante algún tiempo,
que esos tres impulsos están casi extinguidos, y no podemos
esperar que renazcan hasta que afirmemos de nuevo nuestra
libertad mental.
1 ,

Pasemos ahora a la segunda división del


argumento, desechemos la suposición de que cualquiera de las
opiniones recibidas pueda ser falsa, supongamos que son ciertas
y examinemos el valor de la forma en que puedan sostenerse si
su verdad no se ataca abierta y libremente. Por poco que
cualquier persona que tenga una opinión decidida esté dispuesta
a admitir la posibilidad de que esa opinión pueda ser falsa,
puede impulsarla la consideración de que, por cierta que parez­
ca, si no se discute completa, frecuente y libremente, nunca
podrá considerarse como dogma muerto o como verdad viva.
Hay cierta clase de personas, por fortuna no
tan numerosas como anteriormente, que creen que es suficiente
que alguien acepte indudablemente lo que cree que es cierto,
aunque no tenga conocimiento alguno de los fundamentos de
su opinión ni pueda defenderla aceptablemente contra las obje­
ciones más superficiales. Si esas personas logran alguna vez que
la autoridad se encargue de enseñar su credo, pensarán natural­
mente que la discusión del mismo no puede producir ningún
bien y sí mucho mal. Cuando prevalece su influencia, se hace
muy difícil que la opinión recibida se rechace con la sabiduría
y consideración necesarias, aunque puede rechazarse necia e
ignorantemente. Sólo rara vez es posible suprimir por completo
la discusión y, una vez iniciada, es probable que las creencias

59
J O H N S T U A R T M I L L S O B RE . L A L I B E R T AD

que carecen de fundamento o convicción, retrocedan ante el las matemáticas, donde no hay nada que pueda decidirse en
menor indicio de argumento. Sin embargo, si hacemos a un lad o ; tfóntra del mismo. La peculiaridad de la evidencia de las verda­
esta posibilidad —si suponemos que la mente abriga una opi­ des matemáticas, consiste en que todos los argum entos se
nión verdadera, pero la abriga como prejuicio, como creencia 7 encuentran de un solo lado. No hay objeciones ni réplicas a las
que es independiente y a prueba de todo argum ento— no es ésta - mismas. Empero, en todo tema en que es posible una diferencia
la forma en que un ser racional debe abrigar la verdad. Esto no de opinión, la verdad depende de un equilibrio que hay que l
es conocerla. La verdad que se sostiene de ese modo sólo es una lograr entre dos series de razonam ientos contradictorios. Hasta -í
superstición más, que se adhiere accidentalmente a las palabras en lá filosofía natural, siempre hay una posible explicación más jj
que la enuncian. Si hay necesidad de cultivar la inteligencia y dé los m ismos hechos: alguna teoría geocéntrica y no heliocén-
el criterio de la humanidad, lo que por lo menos no niegan los trica, algún flogisto en vez de oxígeno, y hay que dem ostrar por £
protestantes, ¿en qué pueden ejercitarse más apropiadamente qué la otra teoría no puede ser verdadera. Hasta que lo demos- t
por cualquiera que en las cosas que le conciernen tanto que se ' tremos y hasta que sepam os la forma de hacerlo, no com pren- *
considera que es indispensable que tenga ciertas ideas sobre deremos las bases de nuestra propia opinión. Sin embargo,
ellas? Si el cultivo de la comprensión consiste en una cosa más cuando nos ocupamos de temas infinitamente más complicados,
que en otra, indudablemente consiste en conocer los fundamen­ como los de moral, religión, política, relaciones sociales y
tos de nuestras propias opiniones. Cualesquiera que sean las problemas de la vida, las tres cuartas partes de los argum entos
creencias de los hombres en temas en los que es de capital en favor de cada opinión controvertida, consisten en aclarar los
importancia que esas creencias sean correctas, deben ser capa­ aspectos que favorecen a alguna opinión distinta. El segundo
ces, por lo menos, de defenderlas contra las objeciones más de los grandes oradores de la antigüedad, decía que siempre
comunes. No obstante, alguien puede decir: "Hay que enseñar­ estudiaba las opiniones de su adversario con igual o m ayor
les las bases de sus propias opiniones. N o es conveniente que. intensidad que las suyas propias. Es indispensable que todos los
esas opiniones se expresen maquinalmente, tan sólo porque qiie estudian cualquier asunto para llegar a la verdad, imiten io
nunca han sufrido ataque alguno. Los que estudian geometría ; que practicaba Cicerón para lograr sus éxitos forenses. El que
no se contentan con memorizar los teoremas, sino que trata de. sólo conoce su propia versión de cualquier asunto lo conoce
comprenderlos y aprenden también las demostraciones, y sería ] muy poco. Sus razones pueden ser buenas y puede no haber
absurdo decir que siguen ignorando los fundamentos de las, nadie que sea capaz de refutarlas, pero si también él es incapaz
verdades geométricas porque nunca oyen que nadie las ponga de refutar los razonamientos de su contrario, si ni siquiera sabe
en duda ni intente demostrar que son falsas." Todo esto es cuáles son, no tiene fundamento alguno para preferir cualquier
innegable, y esas enseñanzas son suficientes en un tema como opinión. Para esa persona, la situación racional sería suspender

60 £1
J O H N S T U A R T M I L L

todo juicio, y a menos que se contente con hacerlo, puede


convencerlo cualquier autoridad, o puede adoptar, como la
generalidad de la gente, la opinión por la que sienta mayor
inclinación. Tampoco es suficiente con que escuche los argu­
mentos de sus contrarios de labios de sus propios maestros,
presentados como se expresan y acompañados de los que ofre­
cen como refutaciones. Esta no es la manera de hacer justicia a
esos argumentos, ni de ponerlos en contacto con su propia
mente. Tiene que ser capaz de oírlos de las personas que
realmente creen en ellos, que los defienden con ahínco y que
ponen en hacerlo todo su empeño. Debe conocerlos en su forma
m ás plausible y persuasiva; debe sentir toda la fuerza de la
dificultad a que tiene que enfrentarse la verdadera opinión del
tema que hay que solucionar o, de lo contrario, nunca poseerá
realmente la porción de verdad que resuelve y se enfrenta a esa
dificultad. Entre cien hombres que se llaman instruidos, noventa
y nueve se encuentran en esta situación, y ni siquiera pueden
discutir con soltura sus propias opiniones. Sus conclusiones
pueden ser ciertas, pero podrían no serlo, dado lo poco que
saben de ellas; nunca se ha colocado en la situación mental de
los que piensan de modo distinto que ellos, ni han considerado
lo que esas personas tengan que decir. En consecuencia, en el
verdadero sentido de la palabra, no conocen la doctrina que ellos
mismos profesan. No conocen aquellas porciones de ella que
explican y justifican el resto, es decir, las consideraciones que
demuestran que un hecho que aparentemente está en conflicto
con otro, puede reconciliarse con el mismo, o que entre dos
razonamientos aparentemente consistentes, hay que preferir
uno y no el otro. Esas personas desconocen toda la parte de la

62
S O B R E LA L I B E R T A D

verdad que influye en la balanza y que decide el juicio de una


mente bien informada. Sólo los que han escuchado atenta e
imparcialmente a las dos partes y han tratado de estudiar las
razones de ambas a una luz bien definida, pueden decir que las
conocen. Es tan indispensable esta disciplina para una verdade­
ra comprensión de la moral y de los problemas humanos, que
si no existieran detractores de todas las verdades más importan­
tes, sería indispensable inventarlos y suministrarles los argu­
mentos más convincentes que pudiera imaginar el más diestro
abogado del diablo.
Para dism inuir la fuerza de estas considera­
ciones puede suponerse que un enemigo de la libre discusión
díga que no hay necesidad de que la humanidad en general
conozca y comprenda todo lo que los filósofos y teólogos
puedan decir en pro o en contra de sus opiniones; que no es
necesario que los hombres comunes sean capaces de explicar
todos los errores o equivocaciones de un contrario ingenioso;
que es suficiente con que siempre haya alguien que sea capaz
de refutarlos, de modo que no quede nada sin explicación, que
pueda engañar a las personas poco instruidas; que como se ha
enseñado a las mentes sencillas los fundamentos evidentes de
las verdades que se les han inculcado, puede confiarse que dejen
el resto a las personas autorizadas, y que al darse cuenta de que
carecen de los conocimientos y del talento para solucionar
cualquier dificultad que pueda presentarse, puedan confiar en
que las que se presenten se hayan resuelto o puedan resolverse
por los que se dedican especialmente a esa tarea.
Si concedemos a esta opinión todo el valor

63
J O H N S T U A R T M I L L

que pretenden para ella los que más fácilmente se contentan cori
esa clase de'com prensión de la verdad que debería acompañar
la creencia en ella, tampoco se perjudica el argumento en favor
de la libre discusión. Hasta esa doctrina acepta que la hum ani­
dad debe tener una seguridad razonable de que puede contestar
satisfactoriamente todas las objeciones. Y, ¿cómo pueden con­
testarse, si se desconoce lo que requiere contestación? o ¿cómo
puede saberse que la respuesta es satisfactoria, si no se da a los
contrarios la oportunidad de demostrar que no lo es? Si no es
posible que lo esté el público, por lo m enos los filósofos y los
teólogos que tratan de resolver esas dificultades, deben estar
familiarizados con ellas en su forma más abstracta, y esto no se
logrará si no se expresan libremente ni se estudian a la luz de
todas las ventajas que puedan concedérseles. La iglesia católica
tiene su propia manera de resolver este problema embarazoso.
Establece una amplia separación entre los que pueden recibir
sus doctrinas por convicción y los que deben aceptarlas por
obligación. En realidad, ninguno tiene el derecho de elegir lo
que pueda aceptar, pero es admisible y m eritorio que el clero
—o por lo menos aquella parte del m ismo en el que se puede
confiar— se familiarice con los argumentos de los contrarios
para refutarlos y, por consiguiente, pueda leer obras heréticas,
lo que no está permitido a los seglares, excepto mediante
permiso especial, que es muy difícil conseguir. Esa disciplina
reconoce que el conocimiento de los argumentos de un enemigo
es benéfico para los preceptores, pero, de acuerdo con ella,
encuentra medios de negarlo al resto del mundo y de dar, por
consiguiente, más cultura a la clase privilegiada, aunque no más
libertad mental que la que permite a las masas. Con ese sistema,

64
S O B R E LA L I B E R T A D

logra obtener la clase de superioridad mental que se requiere


para sus fines, porque aunque la cultura sin libertad nunca ha
producido una m ente amplia y liberal, puede producir un astuto
nisiprius defensor de una causa. Sin embargo, en los países que
profesan el protestantismo, se niega este recurso, ya que el
protestantismo sostiene, por lo m enos en teoría, que la respon­
sabilidad de la elección de una religión debe recaer en el
individuo y no depender de la elección de los maestros. A de­
más, en el estado actual del mundo, es prácticam ente imposible
que los escritos que leen los hom bres instruidos queden fuera
del alcance de los que no lo son. Para que los m aestros de la
humanidad puedan familiarizarse con lo que deben saber, todos
debemos ser libres de escribir y publicar lo que queram os, sin
restricción alguna.
Sin embargo, si los resultados perjudiciales
de la carencia de libre discusión cuando las opiniones recibidas
son ciertas, se lim itaran a que los hom bres ignoraran los funda­
mentos de las mismas, podría pensarse que en un intelectual,
esto no significaría daño moral alguno, ni afectaría el valor de
sus opiniones, independientem ente de su influencia en su ca­
rácter. No obstante, el hecho es que, en ausencia de la discusión,
ño sólo se olvidan los fundamentos de la opinión, sino también
con mucha frecuencia, el significado de la opinión misma. Las
palabras que la transmiten dejan de sugerir ideas, o sólo sugie­
ren una pequeña parte de las que originalmente estaban desti­
nadas a comunicar. En vez de un concepto definido y una
creencia viviente, sólo quedan unas cuantas frases que se retie­
nen de memoria o, cuando mucho, sólo se retiene una parte de

65
J O H N S T U A R T M I L L

la envoltura o cubierta del significado, mientras que se pierde


la esencia misma. Nunca estudiaremos bastante el gran capítulo
de la historia humana que se refiere a este hecho y que lo abarca
por completo.
Se demuestra por la experiencia de casi
todas las doctrinas éticas y creencias religiosas. Todas están
llenas de significado y vitalidad para los que las crearon, así
como para sus discípulos directos. Su significado continúa sin
disminución, y llega probablemente a una conciencia más plena
mientras dura la lucha para dar a esa doctrina o creencia algún
ascendiente sobre otras. Finalmente, prevalece y se convierte
en opinión general, o se detiene su progreso. Sigue conservando
el terreno que ha ganado, pero deja de propagarse más allá de
él. Cuando se ha hecho aparente cualquiera de estos resultados,
disminuye la controversia sobre el tema y desaparece gradual­
mente. La doctrina ha llegado a su sitio, si no como opinión
recibida, como una de las sectas o divisiones admitidas de la
opinión. Los que la sostienen, generalmente la han heredado en
vez de adoptarla, y como la conversión de una de esas doctrinas
a otra es un hecho excepcional, ocupa muy poco sitio en el
pensamiento de los que la profesan. En vez de estar constante­
mente alerta como en un principio, ya fuera para defenderse
contra el mundo o para convertir a éste a sus opiniones, han
caído en la aquiescencia, y si pueden, no escuchan los argumen­
tos contra su credo ni molestan a los contrarios (cuando los hay)
con argumentos en su favor. Ordinariamente, puede decirse que
data de esa época la declinación de la vitalidad de la doctrina.
A menudo oímos que los maestros de todos los credos se

66
S O B R E LA L I B E R T A D

lamentan de la dificultad de mantener en la mente de los fíeles


una viva apreciación de la verdad que ellos reconocen nominal­
mente, para que pueda penetrar en sus sentimientos y lograr un
verdadero dominio de su conducta. No se experimenta esa
dificultad cuando todavía el credo lucha por existir. Entonces,
hasta los combatientes m ás débiles conocen y sienten aquello
por lo que están luchando, así como la diferencia entre otras
doctrinas y la suya, y en ese periodo de la existencia de todo
credo, se encontrarán muchas personas que hayan aplicado sus
principios fundamentales a todas las formas de pensamiento,
que hayan pensado y estudiado todas sus consecuencias impor­
tantes, y que hayan experimentado el efecto total sobre el
carácter que la creencia en ese credo deba producir en una mente
completamente imbuida del mismo. Sin embargo, cuando se
convierte en credo hereditario que se recibe pasiva y no activa­
mente, es decir, cuando la mente no se siente obligada del
mismo modo que en un principio, a ejercer sus fuerzas vitales
sobre los problemas que presenta su creencia, hay una tendencia
progresiva a olvidar por completo esa creencia, a excepción de
sus aspectos formales, o a darle una aceptación pasiva y sin
interés, como si el aceptarla de buena fe dispensara de la
necesidad de practicarla en conciencia, o de comprobarla me­
diante la experiencia personal, hasta que deja de relacionarse
casi por completo con la vida interna del ser humano. Entonces
se ven las cosas — tan frecuentes en esta etapa de la humanidad,
que casi constituyen una mayoría— en que la creencia se
mantiene como si estuviera fuera de la mente, encostrándose y
petrificándose sobre todas las demás influencias que buscan lo
más elevado de nuestra naturaleza, manifestando su poder por

67
J O H N S T U A R T M I L L

su intolerancia a permitir que penetre en ella cualquier convic­


ción nueva y viviente y sin proporcionar a la mente y al corazón
otro beneficio que el de constituirse en su guardián para man­
tenerlos vacíos.
La forma en que la mayoría de los creyentes
aceptan las doctrinas del cristianismo, demuestra hasta qué
grado los credos que son intrínsecamente capaces de causar una
profunda impresión en la mente, pueden perm anecer en ella
como creencias muertas, sin efecto alguno sobre la im agina­
ción, los sentimientos o el entiendimiento. Doy a la palabra
"cristianismo" el significado que le dan todas las iglesias y
sectas: las máximas y preceptos contenidos en el Nuevo Testa­
mento, que se consideran sagrados y que se aceptan como ley
por todos los cristianos profesantes. Sin embargo, no es exage­
rado decir que no hay un cristiano en un m illar que guíe y norme
su conducta individual de acuerdo con esas leyes. Las normas
que sigue son las costumbres de su nación, de su clase o de su
profesión religiosa. De ese modo, tiene por una parte un con­
junto de máximas éticas que cree que le han sido otorgadas por
una sabiduría infalible como reglas de conducta y, por otra lado,
una serie de juicios y prácticas diarias que se ajustan en cierto
modo a algunas de esas máximas, que no se ajustan tanto a otras,
y que se oponen directamente a no pocas, constituyendo el
conjunto, generalmente, un compromiso entre el credo cristiano
y los intereses y sugestiones de la vida mundana. Rinde hom e­
naje a la primera de esas normas, pero obedece realmente a la
segunda. Todos los cristianos creen que los pobres, los humildes
y los que sufren el desprecio del mundo son bienaventurados;
que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja

68
S O B R E LA L I B E R T A D

que un rico entre al reino de los cielos; que no deben juzgar para
no ser juzgados; que nunca deben jurar; que deben amar a sus
semejantes com o a sí mismos; que si alguien les quita su capa,
deben darle también sus vestiduras; que no deben preocuparse
del mañana; que si fueran perfectos, venderían todas sus pose­
siones y darían el dinero a los pobres. No faltan a la sinceridad
cuando dicen que creen en todo esto. Realmente creen, como
se cree en todo lo que siem pre se ha oído elogiar y que nunca
se discute. Empero, en el sentido de una creencia viviente que
rija su conducta, creen esas doctrinas tan sólo hasta donde
ordinariamente actúan de acuerdo con ellas. En su integridad,
esas doctrinas son muy útiles para emplearlas contra los adver­
sarios, y se supone que se invocan (cuando es posible hacerlo)
como la razón de todo lo que esas personas hacen y creen que
es laudable. No obstante, el que les recordara que esas máximas
requieren una infinidad de requisitos que ni rem otam ente pien­
san cumplir, sólo lograría que se le clasificara entre los im po­
pulares individuos que pretenden ser mejores que los demás.
Las doctrinas no tienen influencia alguna en los creyentes
ordinarios, no tienen ningún poder sobre sus mentes. Sienten
un respeto habitual por sus palabras, pero no hay ningún senti­
miento que vaya de ellas a las cosas que tienen significado, que
fuerce a su mente a aceptarlas y que los haga ajustarse a su
fórmula. Cuando se trata de su conducta siempre buscan al señor
A o al señor B para que les diga hasta dónde deben obedecer a
Cristo.
Podemos tener la seguridad de que las cosas
eran muy distintas entre los prim eros cristianos, porque si no
hubiera sido así, el cristianism o nunca habría progresado para

69
J O H N S T U A R T MI L L

convertirse, de una oscura secta de hebreos despreciados, en la


religión del imperio romano. Cuando sus enemigos dijeron:
"Ved cómo los cristianos se aman unos a otros" (afirmación que
no es probable que se haga en nuestros días), indudablemente
tenían una sensación más viva del significado de su credo que
la que han tenido hasta entonces, y es probable que a esto se
deba que el cristianismo haga actualmente tan pocos esfuerzos
para extender su dominio y que, después de dieciocho siglos,
se limite todavía, casi exclusivamente, a los europeos y a sus
descendientes. Aun entre las personas estrictamente religiosas,
que dan gran importancia a sus doctrinas y que conceden un
mayor significado a muchas de ellas que la generalidad del
pueblo, ocurre comúnmente que la parte comparativa activa de
su mente es la que se originó en Calvino, Knox o alguna otra
persona muchos más semejantes en su carácter a ellas mismas.
Las doctrinas de Cristo coexisten pasivamente en su mente, y
casi no producen otro efecto que el que se deba al mero hecho
de escuchar palabras tan amigables y bondadosas. Indudable­
mente, hay muchas razones para que las doctrinas que consti­
tuyen la divisa de una secta, retengan mayor vitalidad que las
que son comunes a todas las sectas reconocidas, y para que los
maestros de la misma se preocupen más por conservar vivo su
significado, pero evidentemente una de ellas es que las doctrinas
que son peculiares se aceptan con más dificultad y tienen que
defenderse con más frecuencia contra los que las atacan abier­
tamente. Mientras que tanto los maestros como los discípulos
se entregan al sueño en sus sitios, cuando no hay enemigo a la
vista.
Hablando en términos generales, puede de­
70
S O B R E LA L I B E R T A D

cirse lo mismo de todas las doctrinas tradicionales, tanto de las


de prudencia y conocimiento de la vida como de las de moral o
religión. Todas las lenguas y literaturas están llenas de obser­
vaciones acerca de la vida, tanto sobre lo que la misma es como
sobre la manera de comportarse en ella, observaciones que
todos conocemos, que todos repetimos y escuchamos con
aquiescencia y que aceptamos como verdades, pero cuyo signi­
ficado real, que generalmente es desagradable, sólo compren­
den la mayoría de las personas cuando se convierte en realidad
para ellas. Con mucha frecuencia, cuando alguna persona está
bajo el influjo de un infortunio o contratiempo imprevisto, viene
a su memoria un proverbio o dicho común que ha conocido toda
su vida y cuyo significado le habría evitado esa desgracia, si lo
hubiera comprendido antes como lo siente en ese momento.
Ciertamente hay razones para ello, que no es necesario discutir.
Hay muchas verdades cuyo significado total no puede compren­
derse si no es mediante la experiencia personal. Sin embargo,
se comprendería una porción mucho mayor de su significado,
y lo que se comprendiera haría una impresión mucho más
profunda en la mente, si la gente estuviera acostumbrada a que
se discutiera el pro y el contra de cada asunto por personas
capaces de hacerlo. La funesta tendencia de la humanidad a
dejar de pensar en una cosa cuando ya no se pone en duda, es
la causa de la mitad de sus errores. Un autor contemporáneo ha
hablado con justicia del "profundo sueño de una opinión con­
firmada".
Empero, puede preguntarse: La falta de
unanirnidad ¿es condición indispensable del verdadero conoci­
miento? ¿Es necesario que alguna porción de la humanidad

71
J O H N S T U A R T M I L L

tenga que persistir en el error para perm itir que otra alcance la
verdad? ¿Deja de ser real y vital una creencia tan pronto como
se acepta generalmente, y no puede sentirse o comprenderse
totalmente una proposición a menos que haya cierta duda de
ella? ¿Perece una creencia entre los hombres tan pronto como
la humanidad la acepta unánimemente? Hasta ahora hemos
creído que la meta más elevada y los m ejores efectos de una
inteligencia desarrrollada, consisten en hacer que la humanidad
acepte cada vez más las verdades que se consideran im portan­
tes. Pero, ¿significa esto que la inteligencia sólo dura mientras
logra su objeto? ¿Se acaban los frutos de la conquista a la
consumación de la victoria?
Niego todo esto. A medida que la hum ani­
dad progresa, todas esas verdades tendrán un constante incre­
mento y casi podrán medirse el bienestar de aquella por el
número e importancia de las verdades que hayan llegado al
punto de que no se discutan. La desaparición de toda controver­
sia importante que se relacione con todos los asuntos posibles,
es uno de los incidentes indispensables para la consolidación de
la opinión, consolidación que es tan benéfica si las opiniones
son verdaderas, como peligrosa y perjudicial cuando son falsas.
Sin embargo, aunque ese estrechamiento gradual de los límites
de la libertad de opiniones es necesario en ambos sentidos del
vocablo, ya que a la vez es inevitable e indispensable, no
estamos obligados por ello a llegar a la conclusión de que todas
sus consecuencias deben ser benéficas. La pérdida de una ayuda
tan importante para la comprensión inteligente y vital de una
verdad que se obtiene mediante la necesidad de explicarla a los
que la atacan o de defenderla de ellos, aunque no es suficiente

72
FLACSO - Biblioteca

S O B R E LA L I B E R T A D

para nulificar los beneficios dé su aceptación universal, es un


inconveniente bastante serio. Confieso que cuando no se puede
tener esa ventaja, me gustaría que los maestros de la humanidad
trataran de encontrarle un sustitutivo, es decir, algún sistema
que perm itiera presentar las dificultades del problema en la
conciencia del discípulo, como si vinieran de un enemigo
importante deseoso de convertirse.
No obstante, en vez de buscar m edios para
lograr este fin, han perdido los que tenían anteriormente. Los
dialécticos socráticos, tan magníficamente representados en los
diálogos de Platón, crearon un sistema de esta índole. Hicieron
esencialmente una discusión negativa de los grandes problem as
de la filosofía y de la vida, tratando con gran habilidad, de
convencer a cualquiera que hubiera aceptado tan sólo lo más
común de la opinión recibida, de que no comprendía el tema,
es decir, de que no concedía todavía ningún significado definido
a las doctrinas que profesaba, a fin de que, al darse cuenta de
su ignorancia, pudiera tratar de obtener una creencia estable,
que se basara en una clara comprensión tanto del significado de
las doctrinas como de su evidencia. Las discusiones de escuela
de la Edad Media tenían un objeto semejante. Pretendían cer­
ciorarse de que el discípulo comprendiera sus propias opinio­
nes, y m ediante una correlación necesaria, las opiniones
contrarias, para reforzar los fundamentos de las primeras y
refutar los de las segundas. Sin embargo, esas contiendas ado­
lecían del incurable defecto de que las prem isas que se invoca­
ban se obtenían de una autoridad y no del razonamiento y, como
disciplina mental, fueron inferiores en todos sus aspectos a las
poderosas dialécticas que formaron la inteligencia de los Socra-

73
J O H N S T U A R T MI L L

tici viri. Empero, la mente moderna debe mucho más a ambos


sistemas que lo que generalmente se admite, y las actuales
normas educativas no contienen nada que ni remotamente pue­
da ocupar el sitio de cualquiera de ellos. Aun cuando una
persona que derive toda su instrucción de los maestros o de los
libros escape a la tentación de hartarse de ella, no está obligada
a estudiar ambos lados de cualquier problema. Por consiguiente,
es muy poco frecuente, aun entre pensadores, que se conozcan
ambos lados; y la parte más débil de lo que todos alegan en
defensa de sus opiniones, es lo que consideran como posible
réplica a sus antagonistas. Es costumbre de nuestra época
despreciar la lógica negativa, o sea la que señala debilidades en
la teoría o errores en la práctica, sin establecer verdades positi­
vas. Ciertamente, esa crítica negativa sería insuficiente como
resultado final, pero como medio de alcanzar cualquier conoci­
miento o convicción positiva que merezca ese hombre, no puede
apreciarse demasiado. Hasta que las personas estén nuevamente
adiestradas en ella, escasearán los grandes pensadores y habrá
generalmente un promedio muy bajo de inteligencia en todos
los campos de la investigación que no sean los de las matemá­
ticas o la física. En cualquier otra esfera, no hay personas que
tengan opiniones que merezcan el nombre de conocimientos, a
menos que se hayan visto forzadas por otros a aceptarlas, o que
haya emprendido por sí solas el mismo proceso mental que se
requeriría para llevar a cabo una controversia eficaz con los
contrarios. ¡Cuán absurdo es prescindir de aquello que se nos
ofrece espontáneamente, y que cuando no se tiene es tan indis­
pensable, pero tan difícil de crear! Si hay personas que ataquen
una opinión recibida, o que quieran hacerlo si la ley o la opinión
se lo permite, debemos agradecérselo, preparar nuestra mente
74
S O B R E LA L I B E R T A D

¿ para escucharlas, y alegramos de que haya alguien que se ocupe


; de hacer lo que de otro modo tendríamos que hacer con muchas
. más dificultades nosotros mismos, si nos preocupáramos de la
certidumbre o de la vitalidad de nuestras convicciones:
Todavía tenemos que hablar de uno de los
factores principales que hacen ventajosa la diversidad de opi­
niones, y que continuarán haciéndola hasta que la humanidad
haya entrado en una etapa de progreso intelectual que actual­
mente parece estar muy lejana. Hasta aquí, sólo hemos consi­
derado dos posibilidades: que la opinión recibida pueda ser falsa
' y que, en consecuencia, alguna otra opinión sea cierta; o que,
como la opinión recibida es cierta, es indispensable el conflicto
con el error opuesto, para obtener una clara comprensión y una
profunda sensación de su verdad. Sin embargo, hay un caso más
común que cualquiera de éstos: cuando, en vez de que las
doctrinas en conflicto sean una verdadera y otra falsa, compar­
ten la verdad entre ellas, y se necesita la opinión contradictoria
para obtener el resto de la verdad, de la que la doctrina aceptada
sólo comprende una parte. A menudo son ciertas las opiniones
" populares sobre temas que no podemos apreciar con los senti­
dos, pero muy rara vez, o casi nunca, comprenden toda la
verdad. Forman parte de la verdad, unas veces en mayor y otra
en menor grado, pero exageran, deforman y destruyen las
verdades que deberían acompañarlas y limitarlas. Por otra parte,
las opiniones heréticas son, generalmente, algunas de esas
verdades suprimidas o descuidadas, que rompen las ligaduras
que las sujetaban y que buscan su reconciliación con la verdad
que contienen la opinión común, o se enfrentan a ella como
enemigas y se establecen, con una exclusividad semejante,
75
J O H N S T U A R T MI LL S O B R E LA L I B E R T A D

como verdad total. Hasta ahora, el último caso es el más ^ creencia de que toda esa diferencia era en su favor, con qué
frecuente, ya qué en la mente humana lo unilateral ha sido t efecto tan benéfico estallaron en medio de ellas, como bombas,
siempre la regla y lo multilateral la excepción. Por consiguiente, las paradojas de Rousseau, que dislocaron la masa compacta de
aun uuraiiíe las fcvulucioiicá de la úpiitióii, generai'ffieíiíe se la opinion unilateral c hicieron que sus cIcHaCTaIos gc rccombi-
estanca una parte de la verdad, mientras que otra progresa. ' naran de nuevo, en mejor forma, con ingredientes adicionales.
Incluso el progreso, que debería sobreañadir, en la mayoría de Esto no quiere decir que, en general, las opiniones comunes
los casos, sólo sustituye una verdad parcial e incompleta con ¿ estuvieran más alejadas de la verdad que las de Rousseau. Por
otra, y el mejoramiento consiste principalmente en que el nuevo lo contrario, estaban más cerca de ella y contenían más verdad
fragmento de verdad es más necesario, más adaptable a las ; positiva y menos errores, A pesar de todo, habían en la doctrina
necesidades de la época, que el que remplaza. Como ese es de Rousseau y ha fluido en la corriente de la opinión juntamente
parcialmente el carácter de las opiniones prevalecientes, aun ’ con ella una cantidad considerable precisamente de aquellas
cuando tengan fundamentos verdaderos, debe ser preciosa toda verdades que deseaba la opinión popular, y que fue el depósito
opinión común que se omite, sin importar la cantidad de error que quedó atrás cuando disminuyó la inundación. El mayor
o confusión, que pueda contener esa verdad. Ningún juez im­ valor de la sencillez de vida, el efecto enervante y desmoraliza­
parcial de los asuntos humanos sentirá indignación alguna . dor de las trabas e hipocresías de la sociedad artificial, son ideas
porque los que nos fuercen a aceptar verdades que de otro modo , que nunca han estado ausentes por completo de toda mente
pasarían inadvertidas, descuiden algunas de las que vemos. cultivada, desde que Rousseau escribió sobre ellas, y con el
Pensará más bien que mientras la verdad popular sea unilateral, tiempo producirían su efecto lógico, aunque actualmente nece­
es más conveniente que la verdad impopular tenga también siten afirmarse más que nunca y confirmarse con hechos, por­
partidarios unilaterales, que ordinariamente son los más enér­ que en este caso las palabras han perdido su fuerza casi por
gicos y los más capaces de hacer que prestemos atención, a completo.
nuestro pensar, el fragmento de sabiduría que proclaman como Por otra parte, en política es ya casi una
si fuera el total de la misma. creencia común que un partido del orden o de la estabilidad, y
otro partido del progreso o de la reforma, son elementos nece­
Así pues, en el siglo XVIII, cuando casi
todas las personas instruidas y todas las que no lo eran, qué sarios para las buenas condiciones de la vida política, hasta que
seguían a las primeras, se dedicaban a admirar lo que se llama ' uno u otro llegue a ensanchar suficientemente su percepción
civilización, así como las modernas maravillas de la ciencia, la mental y se convierta en partido del orden y del progreso, que
literatura y la filosofía, y mientras exageraban la diferencia conozca y distinga lo que hay que conservar de lo que hay que
entre el hombre moderno y los de la antigüedad, y abrigaban la hacer a un lado. Cada una de esas maneras de pensar deriva su

76 77
J O H N S T U A R T MI LL

utilidad de las deficiencias de la otra, pero, en gran parte la


oposición de esa otra es la que mantiene a cada una dentro de
los límites de la razón y de la cordura. A menos de que haya
opiniones, que s e C A pfcS C ii C o ii el íiü S in O tálenlo y cñOigía, y que
favorezcan a la democracia y a la aristocracia, a la propiedad y
a la igualdad, a la cooperación y a la competencia, al lujo y a la
abstinencia, al socialismo y al individualismo, a la libertad y a
la disciplina, así como a todos los demás antagonismos que
existen en la vida práctica, no habrá oportunidad de que ambos
elementos logren lo que merecen. Indudablemente, tendrá que
subir un platillo de la balanza mientras baja el otro. En los
grandes problemas prácticos de la vida, la verdad significa en
grado tal la reconciliación y combinación de lo que es contrario,
que son muy pocas las mentes suficientemente capaces e im-
parciales que puedan hacer el ajuste necesario en forma correc­
ta, y entonces tiene que hacerse mediante el rudo proceso de
una lucha entre combatientes bajo banderas hostiles. Si en los
grandes problemas sin solución que acabamos de mencionar,
cualquiera de las dos opiniones tiene más derecho que la otra,
no sólo a que se la tolere, sino a que se la aliente y se la apoye,
será la que esté en minoría en ese preciso momento y lugar. Será
la opinión que entonces represente los intereses descuidados, al
lado del bienestar humano que esté en peligro de obtener una<
porción menor de la que le corresponde. Me doy perfecta cuenta >
de que en este país no hay intolerancia alguna hacia la diferencia;
de. opiniones en la mayoría de estos asuntos. Se dice que:
demuestran, con múltiples ejemplos que ya se han admitido, la
universalidad del hecho de que en el estado actual de la inteli-i
gencia humana, sólo mediante la diversidad de opiniones hayi

78
S O B R E LA L I B E R T A D

oportunidad de que ambos lados de la verdad reciban un trato


equitativo. Cuando hay que encontrar personas que constituyan
la excepción a la unanimidad aparente de la opinión mundial
sobre cualquier tema, aun cuando el mundo tenga razón, simpre
es probable que los que abrigan opiniones diferentes tengan
algo que decir en su favor, y la verdad perdería mucho con su
silencio.
Podría objetarse: "Sin embargo, algunos
principios recibidos, especialmente en lo que se refiere a los
temas más elevados y vitales, son algo más que verdades a
medias. Por ejemplo, la moral cristiana es una verdad completa
en ese aspecto, y si alguien enseña una moral distinta, está
totalmente equivocado". Dado que, en la práctica, éste es el más
importante de todos los casos, no hay otro que sea más adecuado
para comprobar la máxima general. Pero, antes de decidir lo que
es o no es la moral cristiana, sería conveniente definir lo que la
misma significa. Si significa la moral del Nuevo Testamento,
me pregunto si cualquiera que derive sus conocimientos del
mismo libro, puede suponer que se anunció o que se supuso que
fuera una doctrina completa de moral. Los evangelios se refie­
ren siempre a una moral preexistente, y limitan sus preceptos a
los casos en que la misma debe corregirse o remplazarse por
otra más amplia y más elevada, expresándose ellos mismos,
además, en términos muy vagos, que a menudo es imposible
interpretar literalmente y que poseen más bien la influencia de
la poesía o de la elocuencia, que la precisión de la legislación.
Nunca ha sido posible extraer de ellos un conjunto de doctrina
ética sin tener que recurrir al Antiguo Testamento, o sea a un
sistema verdaderamente complicado, pero bárbaro en muchos

79
J O H N S T U A R T MI LL

aspectos y que sólo se destinaba a un pueblo bárbaro. San Pablo,


enemigo declarado de ese modo judaico de interpretar la doc­
trina y de tratar de completar las enseñanzas de su Maestro,
supone igualmente una moral preexistente, o sea Is de los
griegos y romanos y, en gran parte, sus advertencias a los
cristianos constituyen un sistema de acomodamiento a esa
moral, hasta el grado de dar una sanción aparente a la esclavitud.
Lo que se llama moral cristiana, pero que más bien debería
llamarse moral teológica, no fue obra de Cristo o de los após­
toles, sino que tiene un origen mucho más reciente, y se cons­
tituyó gradualmente por la iglesia católica durante los primeros
cinco siglos, y aunque no se ha adoptado implícitamente por los
modernos y por los protestantes, le han modificado mucho
menos que lo que podría esperarse. En realidad, en gran parte,
sólo se han contentado con quitar las añadiduras que se le habían
hecho en la Edad Media, y cada secta las sustituyó con nuevas
añadiduras, que se adaptaban a su propio carácter y tendencias.
No me atrevería a negar que la humanidad tiene una gran deuda
con esa moral y con sus primeros maestros, pero no tengo
escrúpulo alguno para decir que en muchos aspectos importan­
tes es incompleta y unilateral, y que si algunas ideas y senti­
mientos no sancionados por ella no hubieran contribuido a la
formación de la vida y el carácter de Europa, los asuntos
humanos estarían en condiciones mucho peores que las actua­
les. La llamada moral cristiana tiene todas las características de
una reacción. En gran parte, es una protesta contra el paganis­
mo. Su ideal es negativo, más bien que positivo; pasivo más
bien que activo; de inocencia más bien que de nobleza; de
abstinencia del mal más bien que de enérgica búsqueda del bien.
En sus preceptos (como se ha dicho con toda justicia), "no

80
S O B R E LA L I B E R T A D

deberás" predomina indebidamente sobre "deberás". En su


horror de la sensualidad, hizo un ídolo del ascetismo, que se ha
convertido gradualmente en el de la legalidad. Ofrece la espe­
ranza He! paraíso y la amenaza del in fie rn o c o m o m o tiv o s
prescritos y apropiados de una vida virtuosa: en esto queda muy
por debajo de los mejores preceptos de los antiguos, y hace que
lo que hay en ella, dé a la moralidad humana un carácter
esencialmente egoísta, que desconecta el sentimiento del deber
de todo hombre, de los intereses de sus semejantes, excepto en
cuanto le ofrece un móvil para consultarlos por su propio
interés. Esencialmente, es una doctrina de obediencia pasiva.
Inculca la sumisión a todas las autoridades establecidas, a las
que, sin embargo, no puede obedecerse activamente cuando
exigen algo que prohibe la religión, pero a las que no hay que
resistir, ni mucho menos rebelarse contra ellas, cualquiera que
sea el mal que nos causen. Aunque en la moral de las mejores
naciones paganas las obligaciones hacia el estado ocupan un
sitio todavía más desproporcionado, que viola la justa libertad
del individuo, en la ética cristiana pura, apenas se nota o se toma
en cuenta esa importante porción del deber. No es en el Nuevo
Testamento sino en el Corán donde encontramos esta máxima:
"El gobernante que designe a cualquier para ocupar un puesto
cuando hay en sus dominios otro hombre mejor capacitado para
desempeñarlo, peca contra Dios y contra el Estado". El escaso
reconocimiento que en la moral moderna se da a la idea de
obligación hacia el público, procede de fuentes griegas y roma­
nas y no del cristianismo, ya que aun en la moral de la vida
privada, todo lo que hay de magnanimidad, elevación de senti­
mientos, dignidad personal y aun sentido del honor, deriva de
la parte puramente humana de nuestra educación, y no de la

81
J O H N S T U A R T MI LL

parte religiosa, y nunca habría podido originarse en una norma


de ética en la que el único valor que se pretende reconocer es el
de la obediencia.
Estoy tan iejos como pueda estarlo cual­
quiera de pretender que estos efectos sean necesariamente
inherentes en la ética cristiana, en cualquier forma que pueda
concebirse, o que los múltiples requisitos de una doctrina moral
completa de que carece, no puedan reconciliarse con ella.
Mucho menos podría insinuar que esto se origina en las doctri­
nas y preceptos de Cristo. Creo que sus enseñanzas tienen toda
la evidencia de que son lo que se pretendió que fueran; que no
son irreconciliables con ningún requisito que exija una moral
comprensible; que todas las excelencias de la ética pueden caber
en ellas, sin hacer mayor violencia a su lenguaje que la que le
han hecho todos los que han intentado deducir de ellas cualquier
sistema práctico de conducta. Sin embargo, de acuerdo con todo
esto, podemos creer que sólo contienen una parte de la verdad,
y que ese fue su objeto; que en las enseñanzas del Fundador del
cristianismo que han llegado hasta nosotros, hay muchos ele­
mentos esenciales de una moral elevada que no prevén ni nunca
trataron de prever, y que se han hecho por completo a un lado
en el sistema de ética que la iglesia católica ha erigido fundán­
dose en esas enseñanzas. Si esto es así, creo que es un grave
error tratar de hallar en la doctrina cristiana la norma completa
de nuestra conducta que Cristo pretendió sancionar y aplicar,
pero que sólo suministró parcialmente. Creo también que esa
teoría demasiado estrecha se está convirtiendo en un grave error
práctico, con gran detrimento de la preparación y la instrucción
moral que tantas personas bien intencionadas se están esforzan­

82
S OB R E LA L I B E R T A D

do actualmente en fomentar. Temo mucho que si se trata de


formar la mente y el sentimiento de acuerdo con un tipo exclu­
sivamente religioso, y que si se rechazan aquellas normas
populares (que llamaremos así a falta de otro nombre mejor)
que hasta ahora han coexistido con la ética cristiana y la han
suplido, que han recibido algo de su espíritu y han infundido el
suyo en ella, dará por resultado, como ya está ocurriendo, que
se produzca un carácter de tipo bajo, abyecto y servil, que por
mucho que se someta a los dictados de la Voluntad Divina, será
incapaz de elevarse o simpatizar con el concepto del Bien
Supremo. Creo que hay otras éticas distintas de la que puede
originarse exclusivamente en fuentes cristianas, que deben exis­
tir lado a lado con ella para lograr la regeneración moral de la
humanidad, y que el sistema cristiano no es una excepción a la
regla de que en el estado imperfecto de la mente humana, se
requiere una diversidad de opiniones en interés de la verdad.
No es necesario que al dejar de ignorar las verdades morales
que no están comprendidas en el cristianismo, los hombres
deban ignorar las que sí contienen. Cuando tal cosa ocurre, ese
prejuicio o descuido es un mal, del que no siempre podemos
quedar exentos y debe considerarse como el precio que hay que
pagar por un bien inestimable. Es necesario protestar contra la
exclusiva pretensión de que una parte de la verdad sea el total
de la misma, y si un impulso reaccionario volviera injustos a los
que protestan, habría que lamentar esta acción unilateral al igual
que la otra, pero tendría que tolerarse si los cristianos enseñaran
a los no cristianos a ser justos con el cristianismo, también
deberían aprender ellos a ser justos con quienes no participan
de su fe. No se hace servicio alguno a la verdad si se olvida el
hecho, que conocen todos los que están algo familiarizados con

83
J O H N S T U A R T MI LL

la historia literaria, de que una gran parte de las doctrinas


morales más nobles y valiosas, han sido obra de aquellos que
no solamente no conocieron la fe cristiana, sino que, conocién­
dola, rechazaron ésta.
No pretendo que el uso ilimitado de la liber­
tad de expresión de todas las opiniones posibles, pusiera fin a
los males del sectarismo religioso o filosofo. Es indudable que
se afirmará, se inculcará y se obrará de acuerdo con cualquier
verdad que interese a hombres de poca capacidad, como si nó
existiera otra verdad en el mundo o, en todo caso, ninguna que
pudiera limitar o reglamentar la primera. Admito que la tenden­
cia al sectarismo de todas las opiniones, no se cura por medió
de la discusión más libre, sino que a menudo se aumenta y
exacerba. La verdad que debió aceptarse, pero que no lo fue, se
rechaza con más violencia cuando la proclaman aquellos que se
consideran como enemigos. Sin embargo, no son los partidarios
apasionados, sino los espectadores más calmados y desintere­
sados, los que reciben los efectos benéficos de esta lucha de
opiniones. No es el peor mal el violento conflicto entre ciertas
partes de la verdad, sino la pacífica supresión de la mitad de
ella. Siempre hay esperanza cuando se obliga a un pueblo a
escuchar las opiniones de las dos partes. Los errores se convier­
ten en prejuicios sólo cuando se escucha a una sola parte, y se
priva de sus efectos a la verdad misma, cuando se exagera para
convertirla en mentira. Como hay pocos atributos mentales que
sean más raros que la facultad de juicio que pueda pronunciar
una sentencia inteligente entre los dos lados de un problema
cuando sólo uno de ellos cuenta con un abogado que lo defienda,
la verdad sólo tiene una oportunidad proporcional a cada lado
84
S O B RE LA L I B E R T A D

de ella, y toda opinión que contiene una fracción de verdad no


sólo encuentra defensores, sino que se la defiende en la forma
que tiene que escucharse.
Hemos reconocido que para el bienestar
mental de la humanidad (del que depende todos los demás) son
necesarias la libertad de opinión y la libertad de expresar
opiniones, de acuerdo con cuatro razones distintas, que recapi­
tularemos brevemente:
Primero. Si se acalla cualquier opinión, es
posible que pueda ser cierta, a pesar de lo que sepamos en
contrario. Si negáramos esto, equivaldría a proclamar nuestra
propia infalibilidad.
Segundo. Aunque la opinión que se acalle
sea errónea, puede contener una porción de verdad, y esto
sucede con nucha frecuencia. Como es muy raro que la opinión
general o prevaleciente comprenda toda la verdad y casi nunca
sucede así, sólo mediante el choque de opiniones adversas
puede haber oportunidad de encontrar el resto de la verdad.
Tercero. Aun si la opinión aceptada no sólo
es cierta, sino que contiene toda la verdad, si no se permite que
se la ataque vigorosamente y con ahínco, la mayoría de los que
la reciben la adoptarán a manera de prejuicio, sin que compren­
dan o sientan su fundamento racional.
Cuarto. Y no sólo esto, sino que el mismo
significado de la doctrina estará en peligro de perderse o debi­
litarse, y se le privará de su efecto vital sobre el carácter y la
conducta. El dogma se convertirá en una simple profesión de
85
J O H N S T U A R T MI LL

forma, incapaz de ningún bien; pero que estorbará e impedirá


el desarrollo de cualquier convicción verdadera y sentida por
medio de la razón o la experiencia personal.
Antes de abandonar el tema de la libertad
de opinión, es conveniente decir algo acerca de los que afirman
que debe permitirse la libre expresión de todas las opiniones, a
condición de que se haga en forma moderada, que no traspase
los límites de una discusión equitativa. Podrían decirse muchas
cosas sobre la imposibilidad de precisar dónde hay que fijar esos
supuestos límites, porque si la prueba consiste en ofender a
aquéllos cuyas opiniones se atacan, creo que la experiencia
demuestra que se causa esa ofensa siempre que el ataque es
premeditado y poderoso, y que cualquier enemigo que los
ataque con vigor y a quien tenga dificultad para refutar, les
parecerá un enemigo exaltado si demuestra demasiada viveza
de sentimientos. Sin embargo, aunque ésta es una consideración
importante desde un punto de vista práctico, se combina con
una objeción más fundamental. Indudablemente, la manera de
afirmar una opinión, aunque sea cierta, puede ser ofensiva y
puede acarrear una severa censura. Empero, las principales
ofensas de esta clase son de tal naturaleza que es casi imposible
comprobarlas, a no ser porque alguien se traicione accidental­
mente. La más grave de ellas, para entrar en ciertas sutilezas,
consiste en suprimir hechos o argumentos, tergiversar los ele­
mentos del caso o presentar deformadas las opiniones contra­
rias. No obstante todo esto, agravado al extremo, se hace tan
continuamente con absoluta buena fe por personas que no se
consideran ignorantes o incompetentes y que en otros muchos

86
S O B R E LA L I B E R T A D

aspectos no merecen esa consideración, que rara vez es posible,


con bases adecuadas, calificar en conciencia esa representación
alterada como moralmente culpable, y mucho menos que la ley
pueda intervenir en esta clase de contiendas de conducta. Con
respecto a lo que se considera comúnmente como discusión
exaltada, o sea con inventivas, sarcasmos, personalismos y otras
cosas semejantes, la denuncia de esos medios merecería más
simpatía si tuviera por objeto prohibirlos por igual a ambos
lados; pero sólo se desea impedir que se empleen contra las
opiniones prevalecientes. En cambio, no sólo pueen emplearse
sin desaprobación general contra las que no prevalecen, sino
que es probable que el que los use reciba el aplauso de una
indignación sincera y justa. Empero, es mayor cualquier perjui­
cio que derive de su uso, cuando se emplean contra los que están
relativamente indefensos, y cualquier ventaja indebida que una
Opinión pueda derivar de esta manera de afirmarla, recae casi
exclusivamente en las opiniones aceptadas. El peor abuso de
esta índole que puede cometerse en una polémica, consiste en
estigmatizar como perversos e inmorales a los que sostienen
opiniones contrarias. Todos los que sostienen cualquier opinión
impopular están especialmente expuestos a calumnias de esta
índole, porque, en general, son pocos, carecen de influencia y
sólo a ellos interesa que se haga justicia. Sin embargo, en vista
de la naturaleza del caso, esa arma se niega a los que atacan una
opinión prevaleciente. No pueden emplearla sin riesgo para
ellos mismos y, si pudieran hacerlo, sólo tendría un efecto
perjudicial para su propia causa. En general, las opiniones
contrarias a las aceptadas comúnmente, sólo pueden lograr ser
oídas mediante la estudiada moderación del lenguaje y la cui­

87
J O H N S T UA R T M I L L

dadosa omisión de toda ofensa innecesaria, de lo que nunca


podrán apartarse en lo más mínimo sin perder terreno, mientras
que la desmedida vituperación empleada del lado de las opinio­
nes prevalecientes, no impide realmente que haya algunas per-:
sonas que abriguen opiniones contrarias o que escuchen a
quienes las profesan. Por consiguiente, en interés de la verdad
y de la justicia, es mucho más importante restringir este empleo
del lenguaje violento que el otro. Por ejemplo, si fuera necesario
elegir, sería más conveniente impedir los ataques ofensivos
contra los no creyentes que contra la religión. Sin embargo, es
evidente, que ni la ley ni la autoridad tienen derecho alguno para
restringir ninguno de esos medios, y en todo caso, la opinión
debe pronunciar su veredicto de acuerdo con las circunstancias
de cada caso, es decir, condenar a todos aquéllos, cualquiera
que sea el lado en que se encuentren, en cuya manera de apoyar
opiniones se manifiesten sentimientos ya sea de falta de since­
ridad o de malignidad, de fanatismo o de intolerancia, sin que
se infieran esos vicios según el lado en que se encuentren las
personas, aunque estén en el lado contrario al nuestro, y dar la
debida consideración a todos aquéllos, cualesquiera que sean
sus opiniones, que tengan calma para ver, y honradez para
expresar lo que son realmente sus enemigos y sus opiniones, sin
exagerar nada que sea en descrédito de ellos, y sin ocultar nada
que resulte o que se suponga que resulte en su favor. Esta es la
verdadera moral de la discusión pública, y aunque se viola muy
a menudo, me complace pensar que hay muchos polemistas que
la observan en gran parte, y que hay muchos más que tratan
concienzudamente de lograrla.

88
CAPITULO III

DE LA INDIVIDUALIDAD COMO UNO


DE LOS ELEMENTOS DEL BIENESTAR

stas son las razones que hacen indispensable que los

E
seres humanos sean libres para formular opiniones y
para expresarlas sin reservas, y éstas son, asimismo, las
perjudiciales consecuencias para la naturaleza intelec­
tual y, a través de ella, para la condición moral del
hombre si, a pesar de los impedimentos que pueda haber, esa
libertad no se concede o se afirma. Examinemos ahora si esas
mismas razones no requieren que los hombres deban ser libres
para actuar de acuerdo con sus opiniones, es decir, para aplicar­
las a su vida, sin que sus semejantes puedan ponerles ninguna
traba, ya sea física o moral, siempre que sea bajo su responsa­
bilidad y a su propia costa. Naturalmente, esta última condición
es indispensable. Nadie pretende que las acciones deban ser tan
libres como las opiniones. Por el contrario, las mismas opinio­
nes pieren su inmunidad cuando se expresan en circunstancias

89
J O H N S T U A R T MI LL

tales que su expresión constituya una instigación positiva a un


acto perjudicial. Puede permitirse opiniones como, por ejemplo,
que los proveedores de maíz matan de hambre a los pobres o
que la propiedad privada es un robo, si simplemente se hace
circular por medio de la prensa; pero las mismas pueden ser
objeto de castigo, con toda justicia, si se expresan en forma oral
ante una turba exaltada que se haya congregando frente al
establecimiento de un proveedor de maíz o cuando se entregan
a la misma turba en forma de carteles. Los actos de cualquier
naturaleza que, sin motivo justificado, causen daños a otros,
pueden controlarse, y en los casos más importantes es absolu­
tamente necesario que se controlen, por medio de sentimientos
desfavorables y, si es necesario, mediante la eficaz intervención
del hombre. La libertad del individuo debe limitarse hasta ese
punto. No debe convertirse en un perjuicio para los demás. Sin
embargo, si una persona se abstiene de molestar a otros en lo
que les concierne, y actúa sencillamente de acuerdo con su
propio criterio e inclinaciones en cosas que sólo a él atañen, las
mismas razones que demuestran que la opinión debe ser libre
apoyan también que deba permitirse a esa persona sin molestia
alguna, que ponga en práctica sus opiniones a su propia costa.
Hay principios que pue len aplicarse no sólo a la manera de
actuar del hombre sino también a sus opiniones, como, por
ejemplo, que la humanidad no es infalible; que la gran mayoría
de sus verdades sólo son verdades a medias; que no es conve­
niente la unidad de opinión, salvo que la misma sea el resultado
de la más libre y completa comparación de opiniones contra­
dictorias, y que la diversidad no es un mal, sino un bien, hasta

90
S O B R E LA L I B E R T A D

que la humanidad sea más capaz de lo que es actualmente para


reconocer todas las facetas de la verdad. Del mismo modo que
es conveniente que mientras los hombres sean imperfectos haya
diferentes opiniones, también lo es que haya diferentes expe­
riencias de la vida; que deba darse plena libertad a las diferen­
cias de carácter, sin que esto signifique daño para los demás, y
que el valor de los distintos modos de vida deba demostrarse
prácticamente, si alguien quiere experimentarlos. En pocas
palabras, es conveniente que se afírme la individualidad en todo
lo que no concierna primordialmente a los demás. Cuando el
carácter de una persona no constituye su regla de conducta, sino
las tradiciones o costumbres de los demás, falta uno de los
principales ingredientes de la felicidad humana y, probable­
mente, el principal para el progreso social e individual.
Cuando se sostiene este principio, la mayor
dificultad que se encuentra no consiste en la apreciación de los
medios para obtener un fin determinado, sino en la indiferencia
general de las personas hacia ese mismo fin. Si hubiera la
convicción de que el libre desenvolvimiento de la .ndividuali-
dad es una de las condiciones esenciales del bienestar, que no
sólo es un elemento relacionado con todo lo que significan las
palabras civilización, instrucción, educación y cultura, sino que
en sí mismo es parte y condición necesaria de todas ellas, no
habría peligro de que no se apreciara plenamente el valor de la
libertad, y el ajuste de los límites entre ella y el control social
no presentaría dificultades extraordinarias. Pero, el mal consiste
en que las formas ordinarias de pensamiento apenas reconocen
que la expontaneidad individual tenga un valor intrínseco y
merezca que se la considere por sí misma. Como la mayoría se

91
J O H N S T UA R T M I L L

siente satisfecha con la manera de ser de la humanidad como


existe actualmente (porque esa mayoría es la que la hace comq
es), no puede comprender la razón de que esa manera no sea
suficientemente buena para todos y, lo que es más, la esponta­
neidad no forma parte de los ideales de la mayoría de los
reformadores morales y sociales, sino que la ven más bien con
cierta desconfianza, como una obstrucción molesta y tal vez
rebelde para la aceptación general de lo que esos mismos
reformadores creen que sería mejor para la humanidad, según
su propio criterio. Fuera de Alemania, muy pocas personas
comprenden el significado de la doctrina que Wilhelm von
Humboldt —tan eminente lo mismo como savant que como
político— convirtió en texto de un tratado: que "el fin del
hombre o el que se le prescribe por los eternos e inmutables
dictados de la razón y no sugerido por deseos vagos y transito­
rios, es el mayor y más armonioso perfeccionamiento de sus
facultades para lograr un todo completo y consistente"; por
consiguiente, que el objeto "hacia el cual todo ser humano debe
dirigir incesantemente sus esfuerzos y en el que deben concen­
trarse aquellos que desean influir en sus semejantes, es la
individualidad del poder y del progreso"; que para esto hay dos
requisitos, "libertad y variedad de situaciones", y que de su
unión resulta "el vigor individual y la múltiple diversidad" que
se combinan conjuntamente en la "originalidad".1

1 The Sphere and Duties o f Government, del original alemán del Barón
Wilhelm von Humboldth, páginas 11-13 (Mili se refiere a un trabajo
antiguo de Wilhelm von Humboldt (1767-1835), que escribió en 1792,
bajo ¡a influencia de la Revolución Francesa, después de una visita a París

92
S O B R E LA L I B E R T A D

No obstante, por poco que los hombres


estén acostumbrados a doctrinas como la de von Humboldt, y
por sorprendente que les parezca comprobar que se da tan alto
valor a la individualidad, de todas maneras debemos pensar que
el problema es sólo de grado. Nadie piensa que la excelencia de
conducta consista en que los hombres no deban hacer otra cosa
que copiarse unos a otros. Nadie podría afirmar que el hombre
no debe poner en su modo de vida, y en la conducción de sus
asuntos, alguna impresión de su propio criterio o de su carácter
individual. Por otra parte, sería absurdo pretender que los
hombres deberían vivir como si nada hubiera ocurrido en el
mundo antes de llegar a él; como si la experiencia no hubiera
hecho nada para demostrar que un tipo de existencia o de
conducta puede ser preferible a otro. Nadie niega que deba
enseñarse y adiestrarse al hombre en su juventud para que
conozca los resultados comprobados de la experiencia humana
y se beneficie con ellos. Sin embargo, el privilegio y la condi­
ción apropiada de todo ser humano que haya llegado a la
madurez de sus facultades, consiste en utilizar e interpretar la
experiencia en la forma que desee. Tiene que encontrar por sí
mismo qué parte de la experiencia habida puede aplicarse
adecuadamente a su propio carácter y circunstancias. Hasta

en 1789 y en evidente contradicción con las teorías de Fichte y Hegel


sobre el Estado. Ese trabajóse publicó después de la muerte de Humboldt
(1851), bajo el título de Ideen zu einem Versuch die Grenzen der
Wirksamkeit des Staates zu bestimmen. La traducción inglesa citada por
M ili (1854), es de J. Coulthard, Jr).

93
J OHN S T U A R T MI LL

cierto punto, las tradiciones y costumbres de otros, son una


prueba de lo que les ha enseñado su experiencia, evidencia,
presuntiva que, como tal, tiene derecho a su respeto. Pero, en
primer lugar, su experiencia puede ser demasiado estrechado
pueden haberla interpretado incorrectamente. En segundo esa
interpretación de la experiencia puede ser correcta, pero inade­
cuada para él. Las costumbres se hacen para circunstancias y
caracteres ordinarios, y tanto sus circunstancias como carácter ,
puede no serlo. En tercero, aunque las costumbres sean a la vez
buenas como costumbres y adecuadas para él, el ajustarse a ellas
simplemente por serlo, no perfecciona ni crea en él ninguna de
las cualidades que son prendas características de un ser humano.
Las facultades humanas de percepción, juicio, sentimiento de:
diferenciación, actividad mental y aún preferencia moral, sólo,
se ejercitan para efectuar una elección. El que hace algo porque
es costumbre hacerlo, no efectúa elección alguna ni logra obte­
ner ninguna práctica para diferenciar o desear lo que es mejor.
Las facultades mentales y morales, del mismo modo que las
musculares, sólo se desarrollan si se utilizan, y esas facultades
no se ejercitan si una cosa se hace simplemente porque otros la
hacen también, o si se cree en algo simplemente porque otros
lo creen. Si los fundamentos de una opinión no son concluyentes
para la propia razón de cualquier persona, su razón no se
afirmará, y es probable que se debilite, si adopta esa opinión; y
si los incentivos de un acto no son los que pueden ser coinci­
dentes con sus propios caracteres y sentimientos (si no afectan
los sentimientos o los derechos de otros) sólo contribuirán a que
su carácter y sus sentimientos se vuelvan inertes y torpes en vez
de activos y enérgicos.

94
S O B R E L A L I B E R T A D

El que permite que sea el mundo, o sector


:„del mismo en que vive, el que escoja su propio método de vida,
no necesita ninguna otra facultad que no sea la simiesca de
imitación.
El que escoge por sí mismo su método de
vida, emplea todas sus facultades. Debe utilizar la observación
para ver, el razonamiento y el juicio para prever, la actividad
para obtener materiales para sus decisiones, la diferenciación
para decidir y, cuando ha decidido, la firmeza y el dominio
personal para mantener su propia y deliberada decisión. Nece­
sita y ejercita esas cualidades exactamente en proporción a la
importancia de la parte de su conducta que determine, de
acuerdo con su propio juicio y sentimiento. Es posible que se
mantenga en el buen camino y se aparte del mal sin necesidad
de todo esto, pero ¿cuál será su valor comparativo como ser
humano? En realidad, no sólo tiene importancia lo que hagan
los hombres, sino también la clase de hombres que lo hacen.
Indudablemente, entre las obras del hombre que la humanidad
trata con toda justicia de perfeccionar y embellecer, la más
importante es el hombre mismo. Supongamos que fuera posible
que se construyeran casas, que se cultivara maíz, que se libraran
batallas, que se resolvieran litigios y aun que se erigieran
iglesias y se dijeran plegarias por medio de maquinaria, es decir,
por autómatas con forma humana. Sería una pérdida conside­
rable sustituir con esos autómatas hasta a los mismos hombres
y mujeres que habitan actualmente las regiones más civilizadas
del mundo, y que indudablemente sólo son ejemplares raquíti­
cos de lo que la naturaleza puede producir y producirá algún

95
J O H N S T U A R T MI LL

día. La naturaleza humana no es una máquina que haya que


construir de acuerdo con un modelo y que se ajuste para que
haga el trabajo que se le prescribe, sino un árbol que necesita
crecer y desarrollarse por todos lados, de acuerdo con la ten­
dencia de las fuerzas internas que hacen que sean una cosa
viviente.
Probablemente se admitirá que es conve­
niente que los hombres ejerciten su comprensión, y que es
preferible que sigan inteligentemente las costumbres —y aun­
que en ocasiones se aparten inteligentemente de ellas— que una
adhesión ciega y mecánica a las mismas. Se admite, hasta cierto
punto, que debemos tener nuestra propia comprensión; pero no
hay la misma voluntad para admitir que tengamos también
nuestros propios deseos e impulsos o que, por ser impulsos
propios de cualquier intensidad, no sean otra cosa que un peligro
o una trampa. Sin embargo, tanto como las creencias y limita­
ciones, los impulsos y deseos forman parte del ser humano
perfecto, y los impulsos intensos sólo son peligrosos cuando no
tienen un equilibrio apropiado, cuando adquieren fuerza un
conjunto de metas e inclinaciones, mientras que otras que
deberían coexistir con ellas permanecen débiles e inactivas. Los
hombres no actúan equivocadamente porque sus deseos sean
muy fuertes, sino porque su conciencia es débil. No hay cone­
xión natural entre los fuertes impulsos y la conciencia débil. La
conexión natural es la contraria. Si decimos que los deseos de
una persona son fuertes y más diversos que los de otra, sólo
queremos significar que la primera tiene una mayor cantidad de
la materia prima de la naturaleza humana y que, por consiguien­

96
S O B RE LA L I B E R T A D

te, tal vez sea capaz de mayor mal, pero también, indudable­
mente, de mayor bien. Los impulsos fuertes son tan sólo otro
nombre de la energía. Esta puede dedicarse a usos perjudiciales,
pero simpre puede obtenerse mayor bien de una naturaleza
enérgica que de otra indolente e impasible. Los que tienen más
sentimientos naturales, son siempre los más fuertes, porque
tienen sentimientos cultivados. Las mismas intensas suscepti­
bilidades que hacen más vividos y enérgicos los impulsos
personales, son también la fuente en que se origina el más
apasionado amor a la virtud y el control personal más rígido.
Con el cultivo de las mismas, la sociedad cumple con su
obligación y, a la vez, protege sus intereses; pero para ello no
rechaza la madera de los héroes, porque no sabe cómo hacerlos.
Se dice que una persona tiene carácter cuando tiene deseos e
impulsos propios, que son la expresión de su naturaleza, según
se ha perfeccionado y modificado por su cultura. La persona
que no tenga deseos e impulsos propios no tiene carácter, del
mismo modo que no lo tiene una máquina de vapor. Si, además
de ser propios, sus impulsos son fuertes y están dominados por
una voluntad poderosa, tiene un carácter enérgico. Todo el que
crea que no debe permitirse el desarrollo de la individualidad
de los deseos e impulsos, tiene que pensar que la sociedad no
necesita naturalezas fuertes —es decir, que no es mejor porque
contenga muchas personas que tengan un gran carácter— y que
no es deseable un elevado promedio de energía.
En algunos estados primitivos de la socie­
dad, esas fuerzas pudieron ser, y lo fueron en realidad, mucho
mayores que el poder de disciplinarlas y controlarlas que enton­

97
J O H N S T U A R T MI LL

ces existía. Ha habido una época en que el elemento de espon­


taneidad y de individualidad era excesivo, y en la que el princi­
pio social tuvo que luchar duramente contra él. Entonces la
dificultad consistía en lograr que los hombres de gran fuerza
corporal o mental, se sometían a las reglas que exigían que
controlaran sus propios impulsos. Para vencer esas dificultad,
la ley y la disciplina —como los papas que luchaban contra los
emperadores— establecieron un poder sobre el total de los
hombres con el que pretendían controlar toda su vida, a fin de
controlar su carácter, porque la sociedad no había encontrado
otro medio que fuera suficiente para sujetarlo. Sin embargo,
actualmente casi ha acabado la sociedad por alcanzar lo mejor
de la individualidad, y el peligro que amenaza a la naturaleza
humana no es el exceso, sino la deficiencia de los impulsos y
preferencias personales. Las cosas han cambiando considera­
blemente desde que las pasiones de los que eran fuertes por su
posición o sus dotes personales, se hallaban en un estado de
rebeldía habitual contra las leyes y ordenanzas, y requerían que
se les encadenara rigurosamente para permitir que las personas
que quedaran a su alcance, tuvieran cierta medida de seguridad.
En nuestra época, desde la clase más elevada de la sociedad
hasta la más baja, todos vivimos como si estuviéramos bajo la
constante vigilancia de una censura hostil y tímida. No sólo en
lo que concierne a otros, sino en lo que sólo afecta a ellos
mismos, los individuos o las familias no se preguntan: ¿Qué es
lo que prefiero? ¿Qué es lo que se ajusta mejor a mi carácter y
disposición? O bien, ¿qué es lo que me permitiría que lo que
hay de mejor y más elevado en mí tuviera una oportunidad
equitativa y pudiera desarrollarse y prosperar? En vez de ello,

98
FIA C S O - Biblioteca

S O B R E LA L I B E R T A D

se preguntan: ¿Qué es lo que conviene a mi posición? ¿Qué es


lo que hacen ordinariamente las personas de mi posición y
circunstancias pecuniarias? O, lo que es todavía peor, ¿qué es
lo que hacen ordinariamente las personas de una posición y
circunstancia superior a las mías? No quiero decir que escojan
lo que se acostumbra, de preferencia a lo que se ajusta a sus
propias inclinaciones. No se le ocurre tener inclinación alguna,
exceptó para lo que se acostumbra. De ese modo, la misma
menté queda uncida al yugo: aun entre lo que los hombres hacen
por placer, la costumbre es la primera cosa en que piensa; gustan
de las multitudes; sólo escogen entre cosas que se hacen común­
mente; huyen de la peculiaridad de gustos y de la excentricidad
de conducta como si fueran crímenes, hasta que, a fuerza de
alejarse de su propia naturaleza, no les queda ninguna que
puedan seguir. Sus capacidades humanas se marchitan y agotan;
se vuelven incapaces de tener intensos deseos o placeres propios
y, generalmente, carecen ya sea de opiniones o de sentimientos
de progreso nacional, que puedan llamarse propios. ¿Es o no es
’ésta la condición deseable de la naturaleza humana?
Lo es según la teoría calvinista. De acuerdo
con ella, el único gran pecado del hombre es el libre albedrío.
La obediencia abarca todo el bien de que sea capaz la humani-
(dad. No hay elección y, por consiguiente, hay que obrar así, sin
ninguna alternativa: "Todo lo que no sea obligación es pecado".
Como la naturaleza humana está tan radicalmente corrompida,
nadie es susceptible de redención si no se destruye la naturaleza
humana que hay en él. Para el que sostiene esta teoría de la vida
no es condenable la represión de las facultades, capacidades y

99
JOHN S T UART MILL SOBRE LA LIBERTAD

susceptibilidades humanas; el hombre no necesita otra capaci­ sión, de acción o de disfrute. Hay un tipo de excelencia humana
dad que la de conformarse con la voluntad de Dios; si utiliza muy distinto del calvinista: una concepción de que la humildad
alguna de sus facultades para cualquier propósito que no con­ ’ha recibido su naturaleza no sencillamente para ser abnegada,
sista en cumplir más eficazmente esa supuesta voluntad, estará :sino para otros fines distintos. La "afirmación pagana" es uno
mejor sin ella. Esta es la teoría del calvinismo y, en forma de los elementos del humano valer, del mismo modo que la
mitigada, hay muchos que la apoyan aunque no se consideren ."negación cristiana".2 Hay un ideal griego de perfeccionamien­
calvinistas. La mitigación consiste en dar una interpretación to personal, que se combina con el ideal platónico y cristiano
menos ascética a la supuesta voluntad de Dios, y en creer que del propio gobierno, pero que no lo sustituye. Puede ser mejor
sea su voluntad que la humanidad pueda disfrutar de alguna de ser un John Knox que un Alcibiades, pero es todavía mejor ser
sus inclinaciones naturalmente no en la forma que prefieran íos un Pericles que cualquiera de ellos. Si en nuestra época hubiera
hombres, sino en forma de obediencia, es decir, una forma que un Pericles, indudablemente tendría algo bueno que pertenecie­
ra a John Knox.
prescriba la autoridad y, por consiguiente, que sea igual para
todos, de acuerdo con las necesidades del caso. Para que los seres humanos se convirtieran
i,; en nobles y hermosos objetos de contemplación, es necesario
En alguna forma insidiosa semejante, hay
que no desgasten por medio de la uniformidad todo lo que hay
ahora una decidida tendencia hacia esa estrecha teoría de la vida
y hacia el tipo restringido y limitado de carácter humano que de individual en ellos, sino que lo cultiven y permitan su
patrocina. Sin duda, muchas personas piensan sinceramente que desarrollo dentro de los límites impuestos por los derechos e
los seres humanos que se sujetan y empequeñecen de ese modo intereses de los demás. Y de igual modo que sus obras compar­
son como su Hacedor quiso que fueran, del mismo modo que ten el carácter de sus autores, mediante ese mismo proceso
muchos han creído que los árboles son mejores cuando se les también se enriquece, diversifica y anima la vida humana,
poda de copa o se recortan en forma de animales que como los proporciona abundante alimento para los exaltados pensamien­
hizo la naturaleza. Sin embargo, si alguna parte de la religión tos y los elevados sentimientos, y refuerza los lazos que unen a
consiste en creer que el hombre fue hecho por un Ser benéfico, todo individuo con la raza, si se considera que.es infinitamente
es más consistente con dicha fe creer que ese mismo Ser mejor pertenecer a ella. En proporción con el desarrollo de su
concedió todas las facultades humanas para que pudieran culti­ individualidad, cada persona se hace más valiosa para sí misma
varse y desarrollarse —y no para que se desarraigaran y consu­
mieran— y que se deleita con cualquier aproximación de siis
Sterling, Essays. (John Sterling (1806-1844), Essays and Tales, (1848)).
criaturas a la concepción ideal que aquéllas significan y con
cada aumento de cualquiera de sus capacidades de compren-;

100 101
J OHN S T U A R T MI LL

y, por consiguiente, es capaz de ser más valiosa para otros. Hay


una gran plenitud de vida en su propia existencia, y cuando hay
más vida en las unidades, hay también más en la masa que se.
compone de ellas. No puede prescindirse de las presiones que
sean necesarias para impedir que los ejemplares más fuertes de
la naturaleza humana violen los derechos de los demás; pero
hay una amplia compensación a esto, aun desde el punto de visla
del progreso humano. Los medios de progreso que pierde el
individuo cuando se le impide que dé rienda suelta a sus
inclinaciones que perjudican a otros, se obtiene principalmente
a expensas del progreso de otras personas. Aun para ese indivi­
duo hay un equivalente completo en el mejor desarrollo dé la
parte social de su propia naturaleza que hacen posibles las
restricciones impuestas sobre su parte egoísta. La sujeción a
estrictas reglas de justicia en bien de otros, fomenta los senti­
mientos y capacidades que tienen por objeto el bien de los
demás. Sin embargo, la mera contrariedad de sufrir, restriccio­
nes en cosas que no atañen al bienestar de los demás, no fomenta
nada de valor, excepto la fuerza del carácter, que puede con­
vertirse en resistencia a la restricción. Si se le tolera, opaca y
embota la naturaleza en su totalidad. Para dar la debida libertad
a la naturaleza de cada quien, es indispensable que se permita
que los que sean diferentes, lleven vidas distintas. El grado con
que se ejerza esa lasitud en cualquier época es lo que hará que
la posteridad la encuentre digna de elogio. Ni siquiera el des­
potismo produce sus peores efectos, cuando hay individualidad
en él. Independientemente del nombre que se le dé, todo lo que
destruye la individualidad es despotismo, ya sea que se pretenda
que impone la voluntad de Dios o los juicios de los hombres.

102
S O B R E LA L I B E R T A D

Como he dicho que la individualidad es la


misma cosa que el desenvolvimiento y que sólo el cultivo de
ella produce o puede producir seres humanos bien desarrolla­
dos, podría concluir aquí mi argumento; porque, ¿qué cosa
mejor puede decirse de cualquier condición de los humanos sino
que los acerca a lo más elevado que pueden llegar a ser? ¿O qué
cosa peor puede decirse de cualquier obstrucción para el bien,
sino que lo hace imposible? Indudablemente, sin embargo, esas
consideraciones no serán suficientes para convencer a los que
más lo necesitan. Es preciso, además, demostrar que esos seres
humanos desarrollados, son de algún bien para los que no se
encuentran desarrollados, es decir, señalar a los que no desean
la libertad y no quieren aprovecharse de ella que, en cierta forma
inteligible, pueden ser recompensados por permitir a otros que
hagan uso de la misma sin molestia alguna.
Por consiguiente, sugeriría en primer lugar
que sería posible que aprendieran algo de ellos. Nadie podrá
negar que la originalidad es un valioso elemento en los asuntos
humanos. Siempre hay necesidad de personas que no sólo
descubran nuevas verdades y demuestren que las que una vez
lo fueron ya no lo son, sino que inicien también prácticas nuevas
y pongan el ejemplo de una conducta avanzada, así como de
mejor gusto y sentido en la vida humana. Esto no puede contra­
decirse por cualquiera que no crea que el mundo ha logrado ya
la perfección en todas las costumbres y prácticas. Es cierto que
no todos pueden proporcionar ese beneficio; son relativamente
pocas las personas cuyas experiencias podrían causar una me­
joría en las condiciones establecidas, si hubiera la probabilidad
de que otros los adoptaran. Sin embargo, esas pocas personas

103
J OHN S T U A R T MI LL

son la sal de la tierra, y sin ellas la vida humana se convertiría


en un remanso estancado. No sólo son ellas las que introducen
todas las cosas buenas que antes no existían: son las que
conservan la vida en las que ya existen. Si no hubiera que hacer
nada nuevo, ¿dejaría de necesitarse la inteligencia humana?
¿Sería la razón de que los que hacen todo lo que se acostumbra,
olviden por qué se hace y se comporten como un rebaño y no
como seres humanos? En las mejores creencias y prácticas, sólo
hay una gran tendencia a degenerar y a hacerse mecánicas; si
no hubiera una sucesión de personas cuya originalidad siempre
repetida impidiese que las bases de esas creencias y prácticas
se convirtieran en simples tradiciones, toda esa materia muerta
no resistiría el más leve choque de algo que estuviera realmente
vivo, y no habría razón para que no se extinguiera la civiliza­
ción, como ocurrió en el Imperio Bizantino. Es cierto que las
personas de talento forman una pequeña minoría y es probable
que siempre sea así, pero a fin de tenerlas es indispensable
conservar la tierra en que crecieron. Los genios sólo pueden
respirar libremente en una atmósfera de libertad. Las personas
de talento son ex vi termini más individuales que cualesquiera
otras y, en consecuencia, menos capaces de ajutarse, sin com­
prensión dañina, a cualquiera del pequeño número de moldes
que la sociedad suministra para ahorrar a sus miembros la
molestia de formar su propio carácter. Si por timidez consienten
en someterse a uno de esos moldes, dejando que toda aquella
parte de ellos que no puede ensancharse bajo presión, quede sin
ensanchar, la sociedad no será mucho mejor como resultado de;
su genio. Si tienen un carácter enérgico y rompen sus cadenas,
se convierten en estigma para la sociedad, que no ha podido
somerterlos a lo común y los amonesta severamente señalándo-
104
SOBRE LA LIBERTAD

los como "salvajes", "excéntricos" y otras cosas por el estilo,


del mismo modo que no podría quejarse del río Niágara porque
el agua no fluye tranquilamente en sus bordes como un canal
holandés.
Por consiguiente, insisto enérgicamente en
la importancia del genio y en la necesidad de permitirle que se
desarrolle libremente, tanto en el pensamiento como en la
práctica, porque estoy convencido de que nadie negará esa
afirmación en teoría, aunque casi todos son totalmente indife­
rentes a ella en la práctica. Todos creen que el genio es una gran
cosa si, gracias a él, alguien escribe un poema interesante o pinta
un cuadro, pero en su verdadero sentido, o sea en el de origina­
lidad de pensamiento y de acción, aunque nadie dice que no sea
digno de admiración, en el fondo casi todos piensan que pueden
pasarse muy bien sin él. Desgraciadamente, esto es demasiado
natural para que podamos admiramos. Los que carecen de
originalidad, no pueden comprender la utilidad de la misma, ni
apreciar los beneficios que de ella se derivan. ¿Cómo podrían
hacerlo? Si pudiesen ver lo que significa para ellos, n a sería
originalidad. Por consiguiente, el primer beneficio de la origi­
nalidad es el de abrirles los ojos: cuando esto ocurra, tendrán la
oportunidad de ser también originales. Mientras tanto, al recor­
dar que nunca se ha hecho nada que alguien no haya hecho por
vez primera, y que todas las cosas buenas que existen son fruto
de la originalidad, dejemos que sean lo suficientemente modes­
tos para creer que todavía hay algo por lograr y para que se
cercioren de que cuanto menos conscientes estén de la carencia
de originalidad, más necesitan de ella.
En verdad, cualquiera que sea el homenaje

105
J O H N S T U A R T MI LL

que se deba o aún que se rinda a la superioridad mental, ya sea


real o supuesta, la tendencia general de las cosas en todo el
mundo consiste en hacer de la mediocridad una fuerza ascen­
dente en la humanidad. En la historia antigua, en la Edad Media
y, en menor grado, durante la prolongada transición del feuda­
lismo a los tiempos modernos, el individuo constituyó una
fuerza por sí mismo, y si tenía gran talento o una elevada
posición social, era una fuerza considerable. Actualmente, los
individuos se pierden entre la multitud. En política, casi es una
trivialidad decir que la opinión pública rige actualmente el
mundo. La única fuerza que merece ese nombre es la de las
masas, y la de los gobiernos mientras sean los órganos de las
tendencias e instintos de las masas. Esto es tah cierto en las
relaciones morales y sociales de la vida privada como en las
transacciones públicas. Aquellos cuyos puntos de vista forman
lo que recibe el nombre de opinión pública, no siempre consti­
tuye la misma clase de público: en los Estados Unidos son todos
los blancos; en Inglaterra, principalmente la clase media. Sin
embargo, siempre son una masa, o sea una mediocridad colec­
tiva y, lo que es mayor novedad, las masas no siempre reciben
sus opiniones de los dignatarios de la iglesia o del estado, de los
dirigentes ostensibles o de los libros. Hay hombres cuya men­
talidad se asemeja mucho a la suya, que se encargan de pensar
por ellas, de dirigirse a ellas o de hablar en su nombre por medio
de los periódicos, bajo la inspiración del momento. No me quejo
de todo esto. No afirmo que, por regla general, haya algo mejor
que pueda ser compatible con el bajo nivel actual de la mente
humana. Sin embargo, esto no impide que el gobierno de la
mediocridad sea un gobierno mediocre. Ningún gobierno de

106
S O B R E LA L I B E R T A D

una democracia o de una aristocracia numerosa, se ha levantado


o ha podido elevarse sobre la mediocridad, ya sea en sus actos
políticos o en las opiniones, cualidades o características menta­
les que haya patrocinado, excepto porque es el soberano. Mu­
chos se han dejado guiar (y lo han hecho siempre en sus mejores
épocas), por los consejos e influencia de uno o de unos cuantos
que están mejor dotados o instruidos. La iniciación de todo lo
que es sabio o noble viene y debe venir de los individuos; y en
un principio, generalmente, de un solo individuo. El honor y la
gloria del hombre común consisten en que es capaz de seguir
esa iniciativa; en que puede reaccionar interiormente a todo lo
que es sabio y noble, y en que puede ir a ello con los ojos
abiertos. No estoy apoyando la clase de "adoración de héroes"
que aplaude al hombre enérgico y de talento, que se apodera por
la fuerza del gobierno del mundo y lo impulsa contra su volun­
tad, a hacer su capricho. Lo único que puede pretender es la
libertad de mostrar el camino. El poder de hacer que otros lo
sigan, no sólo es incompatible con la libertad y el mejoramiento
de todo el resto, sino que corrompe al mismo hombre enérgico.
. Sin embargo, parece que cuando las opiniones de las masas de
hombres comunes se han convertido o se convierten en fuerza
dominante, el contrapeso y correctivo de esa tendencia sería la
individualidad cada vez más pronunciada, de los que se encuen­
tran en las cimas más altas del pensamiento. Especialmente en
tales circunstancias hay que alentar a los individuos excepcio­
nales, en vez de disuadirlos, para que actúen en forma distinta
de las masas. En otros tiempos, no se lograba ninguna ventaja
con que la hicieran a no ser que actuaran no sólo de modo
distinto sino mejor. En nuestra época, el mero ejemplo de la

107
J O H N S T U A R T MILL

inconformidad, la simple negación a doblar la rodilla ante la


costumbre, es ya un beneficio. Precisamente porque es tan
considerable la tiranía de la opinión que hace que se reproche
la excentricidad, es conveniente que haya excéntricos, a fin de
destruir esa tiranía. Siempre ha habido abundancia de excentri­
cidad en los sitios y épocas en que ha abundado el carácter; y
en una sociedad, la suma de excentricidad generalmente ha sido
proporcional a la de talento, vigor mental y valor moral que haya
tenido. El peligro principal de nuestra época es que hay muy
pocos que se atrevan a ser excéntricos.
He dicho que es muy importante dar la
mayor libertad posible a las cosas que no se acostumbran, a fin
de que con el tiempo puedan aparecer las que sean apropiadas
para hacerse costumbre. Sin embargo, la independencia de
acción y el desprecio de las costumbres no son lo único qüb
merece apoyarse porque impide que desaparezcan los mejores
métodos de acción y las costumbres que son más dignas de
adoptarse generalmente; tampoco son las personas de supe­
rioridad mental decidida las que tienen justo título para vivir
como lo deseen. No hay razón alguna para que toda la existencia
humana deba construirse según las normas de uno o de unos
cuantos individuos. Si una persona posee una cantidad suficien­
te de sentido común y de experiencia, su propia forma de
arreglar su existencia será la mejer, no porque sea mejor en sí,
sino porque es su propia manera. Los seres humanos no son
como las ovejas; y hasta éstas no son todas absolutamente
iguales. No hay hombre que pueda adquirir una capa o un par
de botas a su gusto, si no se hacen a su medida o si no dispone
de todo un almacén para que pueda escoger; y, ¿acaso es más

108
S O B R E LA L I B E R T A D

fácil proporcionarle una vida que una capa, o es que los seres
humanos son más semejantes unos a otros en su conformación
física y espiritual que en la forma de sus pies? Si sólo se tratara
de que hay diversidad de gustos, sería razón suficiente para no
intentar que se ajustaran a un modelo, pero las personas distintas
requieren también diferentes condiciones para su desarrollo
espiritual; y no pueden vivir adecuadamente en una misma
moral, del mismo modo que todas las variedades de plantas no
pueden existir en idénticas condiciones físicas de atmósfera y
de clima. Las mismas cosas que ayudan a una persona a cultivar
lo más elevado de su naturaleza, son estorbos para otra. El
mismo modo de vida es una excitación saludable para unos y
ayuda a mantener todas sus facultades de acción y de disfrute
en el mejor orden posible, mientras que para otros es una carga
enfadosa que detiene o destruye toda vida interna. Tales son las
diferencias entre los seres humanos en sus fuentes de placer, sus
susceptibilidades al dolor y el efecto de los distintos agentes
físicos y morales que, si no hay una diversidad correspondiente
en sus maneras de vida, no pueden obtener una proporción
adecuada de felicidad, ni alcanzan la estatura mental, moral y
estética de que es capaz su naturaleza. Entonces, hasta donde
se relaciona con los sentimientos públicos ¿por qué sólo deben
tolerarse los gustos y las formas de vida que cuentan con la
aquiescencia de la multitud de sus partidarios? En ninguna parte
(excepto en algunas instituciones monásticas) se desconoce por
completo la diversidad de gustos. Sin que pueda reprochársele,
a cualquier persona puede gustarle o desagradarle remar, fumar,
la música, los ejercicios atléticos, el ajedrez, los naipes o el
estudio, porque tanto los que gustan de estas cosas como los que
las aborrecen, son demasiado numerosos para que puedan pro-

109
J O H N S T U A R T MI LL

hibirse. Sin embargo, los hombres y más especialmente las,


mujeres, a quienes puede acusarse ya sea de hacer "lo que nadie r
hace" o de no hacer "lo que todos hacen", son objeto de tantas
censuras despectivas como si hubiera cometido un gran delito
moral. Se requiere que las personas posean un título, cualquier,
marca de mérito o la consideración de la gente de alcurnia, para
que puedan disfrutar un poco de lujo de hacer lo que quieran
sin detrimento de la estimación en que los tengan. Repito,
disfrutar un poco; porque lo que es si alguien se permite un gran
disfrute, corre un riesgo mucho peor que el de las críticas
despectivas: está en peligro de que se le acuse de lunático y de.'
que se le confisquen sus propiedades y se entreguen a sus,
parientes.3
Se investigan los detalles más íntimos de su '
vida diaria, y cuálquier cosa que se encuentre y que, vista a
través de las facultades de percepción y descripción de indivi­
duos sin ningún escrúpulo, no tenga un aspecto absolutamente
común, se presenta al jurado como evidencia de locura, a
menudo con éxito. Los jurados son tan vulgares e ignorantes
como los testigos, mientras que los jueces, con esa extraordina­
ria falta de conocimiento de la naturaleza humana y de la vida

3 Hay algo a la vez despreciable y aterrador en la clase de evidencia con •


la que, en los últimos años, cualquier persona puede ser declarada
incapaz para el manejo de sus asuntos; después de su muerte s its '
disposiciones sobre sus propiedades pueden hacerse a un lado si esas
propiedades son suficientes para pagar ¡os gastos de un litigio, los que se
cargan a las mismas.

110
S O B R E LA L I B E R T A D

que continuamente nos asombra en los abogados ingleses,


ayudan a menudo a engañarlos. Esos juicios dicen mucho sobre
el estado de los sentimientos y opiniones del vulgo, en relación
con la libertad humana. En vez de dar algún valor a la indivi­
dualidad, es decir, en vez de respetar el derecho de cada indivi­
duo para actuar como le parezca mejor de acuerdo con su propio
criterio e inclinaciones, en cosas indiferentes, los jueces y
jurados ni siquiera pueden concebir que una persona cuerda
pueda desear esa libertad. Antiguamente, cuando se proponía
quemar a los ateos, las personas caritativas acostumbraban
sugerir que, en vez de hacerlo, se les encerrara en un manico­
mio. No sería sorprendente que viéramos que esto sucediera en
nuestros días y que los que lo hiciesen se vanagloriaran de ello
porque, en vez de perseguir a aquéllos por sus creencias religio­
sas, adoptaran un modo tan humano y cristiano de tratar a esos
infortunados, sin privarse de la silenciosa satisfacción de darles
su merecido.
Hay una característica del actual sentido de
la opinión pública que trata precisamente de hacerla intolerante
a cualquier marcada demostración de individualidad. General­
mente, el hombre común no sólo tiene una inteligencia mode­
rada, sino también inclinaciones moderadas; no tiene gustos o
deseos suficientemente pronunciados que lo inclinen a hacer
nada extraordinario y, en consecuencia, no comprende a los que
los tienen y los clasifica entre los salvajes y desordenados, a
quienes está acostumbrado a mirar con desprecio. Entonces,
además de este hecho, que es general, sólo tenemos que suponer
qiie hay una fuerte tendencia hacia el mejoramiento de la moral
y es evidente lo que podemos esperar. En estos días se ha

111
J OHN S T U A R T MI LL

iniciado ese movimiento; realmente se ha logrado mucho en lo


que hace al incremento de la regularidad de conducta y a la
prevención de los excesos; hay un espíritu filantrópico para
ejercer el cual no hay campo más atractivo que el mejoramiento
moral y prudencial de nuestros semejantes. Esas tendencias de
nustra época hacen que el público esté más dispuesto a prescri­
bir reglas generales de conducta y de comportamiento que en
épocas pasadas, para hacer que todos se ajusten al patrón
aprobado. Ese patrón, expreso o tácito, consiste en no desear
nada intensamente. Su ideal de carácter es no tener ningún
carácter definido, es decir, deformar por comprensión, como el
pie de una mujer china, toda parte de la naturaleza humana que
sobresalga de modo prominente y que tienda a hacer que las
personas sean marcadamente distintas en su trazo de la hum a-;
nidad común.
Como ocurre ordinariamente con los idea­
les que excluyen la mitad de lo que es deseable, las normas
actuales de aprobación sólo producen una imitación inferior de
la otra mitad. En vez de grandes energías guiadas por una razón
vigorosa y fuertes sentimientos dominados enérgicamente por
una voluntad consciente, da por resultado sentimientos y ener­
gías débiles que, por lo mismo, pueden conservarse en aparente,
conformidad con las reglas, sin el menor esfuerzo de voluntad,
o de razonamiento. En la actualidad, los caracteres enérgicos en
gran escala se están convirtiendo en meras tradiciones. En
nuestro país, casi no hay salida alguna para la energía, a excep-,
ción de los negocios, y todavía podemos creer que la que se
dedica a ellos es considerable. La poca que sobra se destina a
algunas aficiones que pueden ser útiles y hasta filantrópicas, ;

112
S O B R E LA L I B E R T A D

pero que siempre son una misma cosa y, generalmente, de


pequeñas proporciones. Actualmente, la grandeza de Inglaterra
es completamente colectiva. Individualmente pequeños, sólo
nuestro hábito de combinación nos hace parecer capaces de algo
grande, lo que es perfectamente satisfactorio para nuestros
filántropos morales y religiosos. No obstante, los que hicieron
de Inglaterra lo que ha sido, fueron hombres de clase muy
distinta, y se necesitarán hombres de otro tipo para impedir que
decline.
En todas partes el despotismo de la costum­
bre es el obstáculo principal para el progreso humano, porque
está en constante antagonismo con el anhelo de lograr algo
mejor que lo acostumbrado, lo que, según las circunstancias, se
llama espíritu de libertad, de progreso o de mejoramiento. El
espíritu de mejoramiento no es siempre de libertad, porque
puede tratar de forzar ese mejoramiento en un pueblo que no lo
desee; y hasta donde el espíritu de libertad se oponga a esos
intentos, puede aliarse local y temporalmente con los enemigos
del mejoramiento; sin embargo, la única fuente de mejoramien­
to segura y permanente es la libertad, ya que con ella hay tantos
posibles centros independientes de mejoramiento como indivi­
duos. Por consiguiente, el principio progresivo en cualquier
forma, ya sea como amor a la libertad o el mejoramiento, es
antagónico a la fuerza de la costumbre y, por lo menos, signi­
fica la emancipación de su yugo; la lucha entre los dos consti­
tuye el interés principal, en la historia de la humanidad. En
realidad, la mayor parte del mundo carece de historia, porque
el despptismo de la costumbre es completo. Este ha sido el caso
en todo el Oriente. Allí en todas las cosas, la costumbre es el

113
J OHN S T U A R T MI LL

veredicto final; la justicia y el derecho significan conformidad


con la costumbre, nadie piensa resistir los argumentos de la
costumbre, como no sea algún tirano intoxicado de poder.
Podemos ver los resultados. Esas naciones deben de haber
tenido originalidad alguna vez; no nacieron populosas, instrui­
das y versadas en muchas artes de la vida; lograron todo esto y
entonces fueron las naciones más grandes y poderosas de la
tierra. ¿Qué son actualmente esos pueblos? Vasallos o depen­
dientes de tribus cuyos antepasados erraban en los bosques,
mientras que los de ellas tenían palacios magníficos y templos
maravillosos, en los que la costumbre sólo compartía un gobier­
no ejercido por la libertad y el progreso. Es posible que un
pueblo sea progresista durante un periodo determinado y que
luego se detenga. ¿Cuándo se detiene? Cuando deja de tener
individualidad. Si ocurriera un cambio semejante en las nacio­
nes europeas, no sería exactamente del mismo modo: el despo­
tismo de la costumbre que las amenaza no es precisamente el
de la inmovilidad. Proscribe la singularidad pero no impide
cambios, siempre que todos cambien a la vez. Hemos desechado
las costumbres fijas de nuestros abuelos; todos debemos vestir
del mismo modo que los demás, pero la moda puede cambiar
una o dos veces al año. De ese modo, cuidamos de que cuando
haya un cambio sea tan sólo por cambiar y no por cualquier
sentimiento de belleza o comodidad no llegaría a todos en el
mismo momento, ni sería desechada simultáneamente en otro.
No obstante, somos progresistas y también cambiantes; conti­
nuamente hacemos nuevos inventos en asuntos mecánicos, y
los conservamos hasta sustituirlos con otros mejores; nos sen­
timos ansiosos de mejoramiento en política, en educación y aún
en moral, aunque, por lo que hace a la última, nuestra idea de
114
S O B R E LA L I B E R T A D

mejoramiento consiste principalmente en persuadir u obligar a


otros a que sean tan buenos como nosotros mismos. No objeta­
mos el progreso sino que, al contrario, nos enorgullecemos de
que somos el pueblo más progresista que jamás haya existido.
Lo que rechazamos es la individualidad. Podríamos creer haber
hecho maravillas si todos fuéramos iguales, pero no debemos
olvidar que las diferencias entre dos personas son generalmente,
lo que primero llama la atención de cada una de ellas, sobre las
imperfecciones de su propio tipo y la superioridad del otro, ni
la posibilidad de obtener algo mejor mediante la combinación
de las ventajas de ambos. Encontramos un ejemplo y una
advertencia en el caso de China, que es una nación de gran
talento, y aun de gran sabiduría en algunos aspectos, debido a
su extraordinaria fortuna de haber contado desde sus primeras
épocas con un conjunto de costumbres excepcionalmente bue­
nas que, en cierto modo, fueron obra de hombres a quienes los
europeos más ilustrados tendrían que conceder, bajo ciertas
limitaciones, el título de sabios y filósofos. Fueron también
notables por la excelencia de su sistema de enseñar, hasta donde
fuera posible, lo mejor de la sabiduría que poseían, a todas las
mentes de la comunidad y de asegurarse de que los que habían
asimilado mayor cantidad de ella, ocuparan los puestos princi­
pales de honor y de poder. Indudablemente, el pueblo que hizo
esto descubrió el secreto del progreso humano y debería haberse
mantenido constantemente a la cabeza de ese movimiento mun­
dial. Por el contrario, ha quedado estacionario, ha permanecido
así durante muchos miles de años y, si acaso es aún susceptible
de mejoría, tendrán que realizarla los extranjeros. Ha logrado
con creces lo que los filántropos ingleses están tratando tan
activamente de conseguir, es decir, hacer que un pueblo sea
115
J O H N S T U A R T MILL

totalmente semejante, que todos rijan sus pensamientos y su


conducta de acuerdo con las mismas máximas y reglas, y ése es
el resultado. En forma desorganizada, el moderno régimen de
opinión pública es lo que, en forma organizada, es el sistema
educativo y político de China y, a menos que la individualidad
tenga éxito para protegerse a sí misma contra ese yugo, a pesar
de sus nobles antecedentes y de su supuesto cristianismo, Eu-'
ropa tenderá a convertirse en otra China. *
¿Qué es lo que hasta ahora ha preservado a
Europa de esa suerte? ¿Qué es lo que ha hecho de la familia de
naciones europeas una parte de la humanidad, que mejora en
vez de quedar estacionaria? No es ninguna excelencia superior«
en ella —que, cuando existe, es el efecto y no la causa— sino
su admirable diversidad de caracteres y culturas. Ha habido
gran diferencia entre los individuos, las clases y las naciones;
han tomado una gran diversidad de caminos, cada uno de los
cuales va hacia algo valioso; y, generalmente, en toda época,
los que se mueven por sendas distintas no han tolerado a los
demás, y cada uno de ellos habría considerado muy ventajoso
que los demás se vieran obligados a seguir su propio camino.
Sus intentos para estorbar el progreso de los otros rara vez ha
tenido éxito permanente y, cada uno a su tiempo, han tenido que
recibir el bien que los demás les ofrecían. En mi opinión, Europa
debe su desarrollo progresivo y multilateral a esa pluralidad de
senderos. Sin embargo, ya comienzan a poseer en grado mucho
menor ese beneficio y está progresando decididamente hacia
el ideal chino de que todos sean iguales. En su última obra
importante, el señor De Tocqueville hace notar que los france­
ses de nuestra época se asemejan unos a otros, aún más que los

116
S O B R E LA L I B E R T A D

.(Jp.la generación pasada. Podría decirse lo mismo de los ingle­


ses, aunque en mayor grado. En un pasaje de Wilhelm von
,rHumboldt que ya hemos citado.4

CVéase nota 1, página 70). señala dos cosas como condiciones necesarias
del progreso humano —porque son precisas para que los individuos sean
distintos unos de otros — o sea la libertad y la variedad de situaciones. En
nuestro p a ís disminuye diariamente la segunda. Las circunstancias que
rodean las diferentes clases e individuos y form an sus caracteres, se están
p areciendo más cada día. A ntiguam ente, las clases, ! vecindades,
artesanías y profesiones diferentes, vivían en lo que podían llamarse
mundos diferentes; ahora, y en mayor grado cada día, viven en el mismo
mundo. Comparativamente hablando, ahora leen lo mismo, escuchan lo
mismo, ven lo mismo, van a los mismos sitios, sus temores y esperanzas
se relacionan con los mismos objetos, tienen los mismos derechos y
libertades y los mismos medios de afirmarlos. Por grandes que sean las
diféréncias de posición que existen todavía, np tienen comparación con
las que han desaparecido, y la asimilación sigue adelante. Todos los
. cambios políticos de la época la fomentan, porque tienden a elevar a los
de abajo y a bajar a los de arriba. La fom enta toda extensión de la
educación, porque la educación pone al pueblo bajo una influencia común
y le da acceso al depósito general de hechos y sentimientos. La fom enta
el mejoramiento de los medios de comunicación, porque ponen en
contacto personal a los que habitan en sitios alejados y mantienen un
rápido flu jo de cambios de residencia entre un sitio y otro. La fom enta el
aumento del comercio y la de la manufactura, porque difunde más
ampliamente las ventajas de las circunstancias fáciles y entrega a la
competencia general todo lo que se ambiciona, aun las cosas más
elevadas, con lo cual el deseó de progresar ya no es característico de una
clase particular, sino que pertenece a todas. Un agente m ás poderoso que
todos los citados, que causa una semejanza general entre la humanidad,
es el completo establecimiento, en éste y en otros países libres, de la
influencia de la opinión pública sobre el Estado. A medida que se fueron
nivelando las cumbres sociales que permitían que las personas que las
ocupaban despreciaran la opinión de la multitud; a medida que la misma

[:! -------------------------------------------------------------------------------------------------------
117
J O H N S T U A R T MI LL

La combinación de todas esas causas forma


una masa tan enorme de influencias hostiles, a la individualidad,
que no es fácil imaginarse cómo pueda ésta resistirlas. Lo hará
cada vez con más dificultad, a no ser que pueda hacerse que la
parte inteligente del público sienta su valor, es decir, que vea
que es conveniente que haya diferencias, aunque no sean para
bien y aunque pueda parecer a veces que son para empeorar. Si
alguna vez hubo que afirmar las pretensiones de individualidad,
ahora es tiempo de hacerlo, cuando todavía falla mucho para
completar su asimilación obligatoria. Sólo en las etapas inicia­
les se puede resistir con éxito a la intrusión. La exigencia de que
todos los demás puedan parecerse a nosotros, se alimenta en sus
propios sentimientos. Si para combatirla se espera hasta que la
vida se haya reducido casi a un solo tipo uniforme, todas las
desviaciones de ese tipo llegarán a considerarse impías, inmo­
rales y aún monstruosas y contrarias a la naturaleza. La huma­
nidad se vuelve rápidamente incapaz de concebir la diversidad,
cuando se ha desacostumbrado a ella, por haber estado durante
algún tiempo sin verla.

idea de oponerse a la voluntad del público, cuando se sabe positivamente


que la tiene, desaparece de la mente de los políticos prácticos, cesa todo
apoyo social a la inconformidad, y cualquier poder sustancial en la
sociedad, que se oponga por s í mismo a la escendencia de las multitudes
se interesa en tomar bajo su protección cualquier opinión o tendencia que
se aparte de las del público.

118
CAPITULO IV

DE LOS LIMITES A LA AUTORIDAD DE


LA SOCIEDAD SOBRE EL INDIVIDUO

¿Cuál es entonces el límite justo de la sobe­


ranía del individuo sobre sí mismo? ¿Dónde comienza la auto­
ridad de la sociedad? ¿Cuál es la proporción de la vida humana
que debe asignarse al individuo y cuál a la sociedad?
Cada uno recibirá su proporción adecuada
si tiene lo que le interesa especialmente. Debe pertenecer a la
individualidad aquella parte de la vida en que el individuo es el
principal interesado a la sociedad la parte que primordialmente
interesa a ésta.
Aunque la sociedad no se funda en un con­
trato y aunque no se obtenga ningún provecho si se inventa un
contrato a fin de deducir del mismo las obligaciones sociales
.todo el que reciba protección de la sociedad está en deuda con
ella por ese beneficio y el hecho de vivir en sociedad hace
indispensable que cada quien esté obligado a observar cierta

119
J O H N S T U A R T MI LL

línea de conducta hacia los demás. Esa conducta consiste,


primero, en no perjudicar los intereses de otros, o más bien
ciertos intereses que, ya sea por disposiciones legales expresas
o por consentimiento tácito, deben considerarse como derechos;
y segundo, en que cada persona acepte la proporción que le
corresponde (que se fijará de acuerdo con algún principio
equitativo) de los trabajos y sacrificios que procedan para
defender a la sociedad y a sus miembros contra daños y moles-*
tias. La sociedad está facultada para hacer que aquellos que
tratan de eludir esas obligaciones las cumplan a toda costa.
Tampoco es esto todo lo que la sociedad puede hacer. Los actos
de un individuo pueden ser perjudiciales para otros o carecer de
la debida consideración hacia su bienestar, sin que lleguen a
violar ninguno de los derechos constituidos. El ofensor puede
recibir entonces el justo castigo de la opinión, aunque no de la
ley. Tan pronto como cualquier parte de la conducta de una
persona afecte perjudicialmente los intereses de otros, la socie­
dad tiene jurisdicción en el asunto y puede discutirse si la
conducta de dicha persona daña o no el bienestar general. En
cambio, no cabe discusión alguna cuando la conducta de uña
persona no afecta otro interés que los suyos propios o los afecta
con el consentimiento de los interesados. (Se supone que todas
las personas relacionadas son mayores de edad y tienen una
comprensión ordinaria). En tales casos tiene que haber perfecta
libertad legal y social para ejecutar esos actos y sufrir las
consecuencias de los mismos.
Sería una absoluta falta de comprensión de
esta doctrina el suponer que se basa en una indiferencia egoísta
que pretende que los seres humanos no tienen que ver eri! ía
120
FLACSO-Biblioteca
S O B R E LA L I B E R T A D

conducta de los demás y que no deben ocuparse de la rectitud


o bienestar de éstos a no ser que resulten afectados su propios
intereses. En vez de cualquier disminución, se necesita un gran
aumento de esfuerzos desinteresados para promover el bien de
los demás. Sin embargo, la benevolencia desinteresada puede
encontrar otros medios distintos que el látigo o las disciplinas
—ya sea en sentido literal o metafórico— para convencer a las
personas, por lo que hace a su propio bien. Estoy muy lejos de
no apreciar las virtudes que afectan al individuo; sólo quedan,
si acaso, en segundo término después de las virtudes sociales.
La instrucción trata de cultivar ambas por igual. Empero, aun
la misma instrucción trabaja por convencimiento y persuasión,
lo mismo que por compulsión y, cuando ha pasado el periodo
de instrucción, sólo por medio de las primeras pueden inculcar­
se las virtudes relacionadas con el individuo. Los seres humanos
deben ayudarse unos a otros para distinguir lo mejor de lo peor,
a fin de procurar la elección de lo primero y evitar lo segundo.
Deben estimularse constantemente unos a otros, para fomentar
el ejercicio de sus facultades más elevadas y la dirección de sus
sentimientos y tendencias hacia estudios y propósitos que sean
sabios y no necios, y que eleven en vez de deprimir. Sin
embargo, ninguna persona o ningún conjunto de ellas puede
decir a otra criatura humana de edad madura que no pueda hacer
lo que quiera de su vida para su propio beneficio. Esa criatura
es la más interesada en su propio bienestar: el interés que
cualquier otra persona pueda tener a su respecto es ínfimo si se
le compara con el de ella misma, salvo en el caso de que existan
fuertes lazos personales; el interés que la sociedad tiene indivi­
dualmente en ella (excepto en lo que se refiere a su conducta
hacia los demás) es fraccionario e indirecto, mientras que, con

121
J OHN S T UA R T M, I L L

Respecto a sus propios sentimientos y circunstancias, el indivi-,


dúo —sea hombre o mujer— más ordinario tiene medios de
conocimiento que sobrepasan inconmensurablemente los que
pueda poseer cualquier otra persona. La interferencia de la
sociedad para predominar sobre su juicio y sus propósitos en lo
que sólo le concierne, tiene que basarse en presunciones gene­
rales que puedan ser totalmente falsas y que, aun cuando fueran
correctas, es probable que se apliquen inadecuadamente, en
casos individuales, por personas que no tienen mejor conoci­
miento de las circunstancias de esos casos que los que los
observan sólo desde fuera. Por consiguiente, en esta parte de
los asuntos humanos, la individualidad tiene su propio campo
de acción. En la conducta de los seres humanos hacia los demás,
es necesario que en gran parte se observen reglas generales, a
fin de que la gente sepa lo que puede esperar; pero en lo que
concierne a cada persona, ésta tiene derecho de ejercitar libre­
mente su espontaneidad individual. Los demás pueden ofrecer,
y aun imponer, ciertas consideraciones para ayudar al individuo
en sus juicios, o hacerle exhortaciones para reforzar su volun­
tad; pero cada persona será la que decida finalmente. Todos los
errores que es probable que cometa a pesar de los consejos y
advertencias, quedan compensados con creces por el mal que
se hace al permitir a otros que lo obliguen a hacer lo que crean
que es para su propio bien.
No quiero decir que los sentimientos que
otros tengan hacia alguna persona no deban afectarse en cual;
quier forma con las cualidades o defecios que se relacionen con
ella. Esto no es posible ni deseable. Si esa persona tiene en grado
eminente algunas de las cualidades que sean para su propio bien,

122
S O B R E LA L I B E R T A D

se la considera como objeto apropiado de admiración, que está


muy cerca del ideal de perfección de la naturaleza humana. Si
carece de esas cualidades, habrá un sentimiento contrario a la
admiración. Hay un grado de tontería y otro de lo que pudiera
llamarse bajeza o depravación de gustos (aunque la expresión
tiene algunos inconvenientes), que aunque no pueda justificar
a las personas que lo demuestran, las convierte necesaria y
adecuadamente en objeto de disgusto y, en casos extremos, aún
de desprecio: ninguna persona podría tener cualidades contra­
rias que fuesen evidentes, sin despertar esos sentimientos. Aun­
que no haga mal a nadie, una persona puede actuar en tal forma
que nos obligue a pensar y sentir acerca de ella que es una tonta
o ser de calidad inferior; y como ese pensamiento y ese senti­
miento son hechos que preferiría evitar, se le hace un servicio
si se le advierte de antemano, así como de cualquier otra
consecuencia desagradable a que pueda exponerse. No hay
duda de que sería muy conveniente que estos buenos oficios se
prestaran con mayor libertad que la que permiten actualmente
las ideas comunes de urbanidad, y que una persona pudiera decir
sinceramente a otra que cree que está equivocada, sin que se la
considerara por ello descortés o presuntuosa. También tenemos
derecho, en varias formas, a actuar de acuerdo con nuestras
opiniones desfavorables de los demás, no para restringir su
individualidad, sino en ejercicio de la nuestra. Por ejemplo, no
estamos obligados a cultivar su relación; tenemos derecho a
evitarla (aunque no a demostrar que lo evitamos), porque debe­
mos poder escoger la relación que nos es más aceptable. Tene­
mos derecho a precaver a otros contra esas personas, y hasta
puede ser nuestro deber, si creemos que es probable que su
ejemplo o su conversación tenga efectos perjudiciales en los
123
J O H N S T U A R T MI LL

que se asocian con ellos. Podemos preferir a otros sobre esas


personas, para prestarles ciertos servicios, excepto aquellos que
tiendan a su mejoramiento. En esas diversas formas, cualquier
persona puede sufrir muy serios perjuicios de parte de otros, por
faltas que sólo le conciernen directamente, pero sólo sufre esas
penas hasta el grado en que sea consecuencia natural, y pudiera
decirse espontánea, de las faltas mismas, y no porque se le
inflijan con todo propósito para castigarla. Una persona que
demuestra temeridad, obstinación y egoísmo —que no puede
vivir con moderación; que no puede impedir una indulgencia
perjudicial; que busca placeres animales a costa de los del
sentimiento y la inteligencia— debe esperar que se la juzgue
muy mal por parte de los demás y tener menor proporción de
consideraciones favorables de su parte; pero no tiene derecho a
quejarse de esto, a menos de que haya merecido el favor de los
demás por la excelencia especial de sus relaciones sociales y
haya establecido de ese modo un justo título para su buena
opinión, que no se afecte por sus faltas relacionadas consigo
misma.
Lo que pretendo afirmar es que los incon­
venientes que son estrictamente inseparables del juicio desfa­
vorable de otros, son los únicos a que deba someterse cualquier
persona en lo que se refiere a aquella parte de su conducta y de
su carácter que se relacione con su propio bien, pero que no
afecte los intereses de otros en sus relaciones con ella. Los actos
perjudiciales para otros requieren un tratamiento completamen­
te distinto. La violación de los derechos de otros, las pérdidas
o daños que nos se justifiquen por su propio derecho, la mentira
o duplicidad en los tratos con ellos, la falta de equidad o la

124
S O B R E LA L I B E R T A D

utilización poco generosa de ventajas en su contra y aún la


egoísta obstinencia de defenderlos contra cualquier daño pue­
den ser objetos de reprobación moral y, en casos graves, de
sanción y castigo moral. No sólo esos actos, sino las disposicio­
nes que conduzcan a ellos, son inmorales y constituyen motivos
justos de desaprobación que pueden causar aborrecimiento. La
crueldad de disposición, la malicia y mala voluntad, la envidia
(la más antisocial y odiosa de todas las pasiones) el disimulo y
la falta de sinceridad, la irascibilidad sin causa suficiente y el
resentimiento desproporcionado a la provocación, el amor a la
dominación sobre otros, el deseo de tener mayor parte en las
ventajas que corresponden a cada quien (la pleonexta de los
griegos), el orgullo, que se goza en el rebajamiento de los
demás, el egoísmo, que piensa que el propio yo y los asuntos
propios son más importantes que todo lo demás, y el decidir
cualquier caso dudoso en su favor, son vicios morales y cons­
tituyen un carácter perverso y odioso, a diferencia de las faltas
que se relacionan con el individuo que se mencionaron previa­
mente, las cuales no son en realidad inmoralidades e, inde­
pendientemente del grado en que se cometan, no constituyen
perversidad. Pueden ser prueba de tontería o de falta de dignidad
personal y de respeto propio, pero sólo se convierten en tema
de reprobación moral cuando significan una violación de las
obligaciones hacia los demás que todo individuo tiene que
cumplir. Lo que se llama obligaciones para nosotras mismos no
son obligaciones sociales, a menos que las circunstancias las
conviertan al mismo tiempo en obligaciones para otros. Guando
el término obligación para consigo mismo implica algo más que
prudencia, significa respeto o progreso propio y nadie es res-

125
J O H N S T U A R T MI LL

ponsable de esto ante sus semejantes, porque el serlo ante


cualquiera de ellos no es para bien de la humanidad.
La distinción entre la pérdida de considera­
ción en que puede incurrir cualquier persona por falta de pru­
dencia o de dignidad personal y la reprobación que merezca por
una ofensa contra los derechos de otros, no es una mera distin­
ción nominal. Hay una gran diferencia tanto en nuestros senti­
mientos como en nuestra conducta hacia el que nos disgusta en
cosas en que creemos que tenemos derecho a controlarlo, y en
cosas en que sabemos que carecemos de ese derecho. Si nos
disgusta, podemos expresar nuestro desagrado y apartamos de
la persona o cosa que lo causa; pero no tenemos derecho a
hacerle molesta la vida. Debemos reflexionar que ya está su­
friendo o que sufrirá toda la pena por su error; si echa a perder
su vida por no saber encauzarla, no deberemos por ello desear
empeorársela todavía más. En vez de querer castigarla, debe­
mos tratar de aligerar su castigo y mostrarle cómo puede evitar
o remediar los males que le ocasiona su conducta. Puede ser
para nosotros objeto de lástima o tal vez de disgusto, pero no
debe serlo de cólera o resentimiento. No debemos tratar a esa
persona como a un enemigo de la sociedad. Lo más que pode­
mos hacer con toda justificación, si no intervenimos benévola­
mente para demostrarle algún interés o preocupación, es dejarla
sola. Es muy distinto si ha infringido individual o colectivamen­
te, las reglas indispensables para la protección de sus semejan­
tes. Las consecuencias perjudiciales no recaen en ella misma,
sino en otros, y la sociedad, como protectora de todos sus
miembros, debe sancionarla, aplicándole alguna pena con el

126
S O B R E LA L I B E R T A D
■ io .
propósito expreso de castigarla y procurando que la misma sea
suficientemente severa. En el primer caso es un ofensor ante
nuestro tribunal y debemos cuidar no sólo de juzgarlo, sino
también de ejecutar en una u otra forma nuestra propia senten­
cia; en el segundo, no nos corresponde aplicarle pena alguna,
excepto la que derive incidentalmente de emplear la misma
libertad para el arreglo de nuestros asuntos que la que le
concedemos para el arreglo de los suyos.
Muchas personas se rehusarán a admitir la
distinción que hacemos aquí entre la parte de la vida de una
persona que sólo concierne a ella y la que concierne a otros.
Algunos pueden preguntarse: ¿cómo puede cualquier parte de
la conducta de un miembro de la sociedad ser totalmente
indiferente para los demás? Ninguna persona es un ser total­
mente aislado. Es imposible que haga algo que la perjudique
grave y permanentemente, sin que cause algún perjuicio, por lo
menos a los que están cerca de ella, aunque a menudo su
trascendencia es mayor. Si perjudica sus propiedades, daña a
aquellos que directa o indirectamente reciben apoyo de ellas, y
ordinariamente disminuye, en mayor o menor grado, los recur­
sos generales de la comunidad. Si deteriora sus facultades
corporales o mentales, no sólo daña a los que reciben de ella
alguna parte de su felicidad, sino que se descalifica para prestar
servicios que generalmente debe a sus semejantes, puede con­
vertirse en una carga para sus afectos o su benevolencia. Si esa
conducta fuera muy frecuente, casi no habría ofensa alguna que
pudiera cometerse que fuera más perjudicial para la suma total
del bien. Finalmente, aunque cualquier persona no dañe direc­
tamente a otras con sus vicios y tonterías, puede decirse, sin

127
J O H N S T U A R T MILL

embargo, que es perjudicial por su ejemplo y se la debería


obligar a controlarse, por el bien de aquellos a quienes la vista
o el conocimiento de su conducta pudiera corromper o engañar.
Podríamos añadir que aunque las conse­
cuencias de la mala conducta se limitaran al individuo vicioso
o desconsiderado, ¿debería la sociedad abandonar a sus propios .
impulsos a aquellos que son manifiestamente incapaces de
dirigirse a sí mismos? Si se acepta que hay que proteger contra
ellos mismo a los niños y los menores de edad, ¿no está
igualmente obligada la sociedad a extender esa protección a
todos los mayores de edad que son igualmente incapaces de
gobernarse a sí mismos? Si el juego, la embriaguez, la inconti­
nencia, la ociosidad o la suciedad son tan perjudiciales para la
felicidad y constituyen un escollo tan grande para el mejora­
miento como la mayoría de los actos prohibidos por la ley ,,
puede preguntarse ¿por qué no trata también la ley de reprimir­
los hasta donde sea compatible con las consideraciones prácti­
cas y las conveniencias sociales? Además, como suplemento a
las inevitables imperfecciones de la ley, ¿no debería por lo
menos organizarse la opinión como una policía poderosa contra,
esos vicios y sancionar severamente con penas sociales a los
que se sabe que los tienen? Puede decirse que en esto no hay;
nada que restrinja la individualidad o que impida la práctica de
nuevos y originales experimentos de forma de vida. Lo único
que se trata de evitar son coas que se han enjuiciado y conde­
nado desde el principio del mundo hasta nuestros días, es decir,
cosas que la experiencia ha demostrado que no son útiles o ,
adecuadas para la individualidad de cualquier persona. Tiene
que haber un lapso y una experiencia, antes de que cualquier

128
S O B R E LA L I B E R T A D

verdad moral o prudencial pueda considerarse establecida. Se


trata, sencillamente de impedir que una generación tras otra
caigan sieínpre en el mismo precipicio que ha sido fatal para
sus predecesores.
Admito plenamente que el daño que una
persona se hace a sí misma, puede afectar seriamente, tanto a
través de sus simpatías como de sus intereses, a aquellos que
están estrechamente relacionados con ella y, en menor grado, a
la sociedad en general. Cuando, a causa de una conducta de esta
índole, una persona viola una obligación definida y asignable a
otra u otras personas, el caso sale de la categoría de lo que
concierne al individuo y queda sujeto a la desaprobación moral
en el sentido apropiado del término. Por ejemplo, si por su
intemperancia o extravagancia, un hombre es incapaz de pagar
sus deudas, o si después de aceptar la responsabilidad de una
familia,es incapaz, por la misma causa, de mantenerla o educar­
la, merece que se le repruebe y podría castigársele con toda
justicia; pero sólo por la falta de cumplimiento de sus obliga­
ciones con su familia o con sus acreedores y no por su extrava­
gancia. Si los recursos que deberían haberse dedicado a ellos se
hubieran aprovechado en una inversión más prudente, la culpa­
bilidad moral sería la misma. George Bamwell asesinó a su tío
para obtener dinero para su amante, pero si lo hubiera hecho
para establecer un negocio, igualmente se le habría condenado.
De nuevo, en el caso frecuente de un hombre que causa daños
a su familia por sus malos hábitos, merece que se le reproche
por su falta de bondad o por su ingratitud; pero puede merecerlo
también si tiene hábitos que, aunque por sí mismos no consti­
tuyan vicios, causen daños a aquellos con quienes convive o
129
J OHN S T U A R T MI LL

que, por lazos personales dependan de él para su bienestar. Todo


el que no cumpla con la consideración general que se debe a los
intereses y sentimientos de otros —y que no se vea obligado a
proceder así por otra obligación más imperativa o justifique su
conducta por una preferencia tolerable— estará sujeto a la
desaprobación moral por esa falta de cumplimiento, pero no por
causa de la misma ni por sus errores, si sólo son personales, que.
pueden haber tenido una remota influencia en todo ello. De
modo semejante, cuando una persona se incapacita a sí misma,
por una conducta absolutamente egoísta, para llevar a cabo,
alguna obligación definida de que sea responsable ante c\ ,
público, es culpable de una ofensa social. No puede castigarse
a nadie sencillamente porque se embriague; pero debe castigar­
se al soldado o el policía que lo hace hallándose en servicio. En;
pocas palabras, siempre que haya un daño definido o un riesgo
definido de daño, ya sea para un individuo o para el público, el .
caso sale de los límites de la libertad y cae dentro de los de la
moral o de la ley.
Sin embargo, con relación al daño mera­
mente contingente, que podría llamarse constructivo, que una;
persona causa a la sociedad debido a una conducta que no viola;
ninguna obligación específica para con el público ni ocasiona
daño perceptible a cualquier individuo determinado, excepto a
sí misma, la sociedad puede sufrir ese inconveniente para el;
mayor bien de la libertad humana. Si hubiera que castigar a los
adultos porque no cuidaran debidamente de ellos mismos, creo
que sería preferible que se hiciera por su propio bien que con el,
pretexto de impedir que disminuyeran su capacidad de prestan .
servicios a la sociedad, que ésta no pretende que tenga derecho

130
S OB R E LA L I B E R T A D

a exigir. Sin embargo, no puedo admitir que el punto se consi­


dere como si la sociedad no tuviera otros medios de hacer que
sus miembros más débiles se elevaran a las normas ordinarias
de una conducta racional, que esperar hasta que cometieran algo
irracional, para castigarlos luego legal o moralmente por ello.
La sociedad ha tenido poder absoluto sobre ellos durante la
parte inicial de su existencia; ha tenido todo el periodo de la
niñez y de la minoría de edad para emplear los medios de
hacerlos capaces de seguir una conducta racional en la vida. La
generación actual es dueña tanto de la preparación como de
todas las circunstancias de la generación venidera. En realidad
no puede hacer que sus miembros sean absolutamente sabios y
buenos, porque ella misma es lamentablemente deficiente en
bondad y sabiduría y sus mejores esfuerzos no son siempre los
que tienen más éxito en casos individuales. Sin embargo, es
perfectamente capaz de hacer que, en general, la próxima
generación sea tan buena o tal ve/, un poco mejor que ella
misma. Si la sociedad deja que un buen número de sus miem­
bros, crezcan como niños, incapaces de guiarse por considera­
ciones racionales de motivos distantes, la misma sociedad
tendrá que culparse por las consecuencias. Si se les prepara no
sólo con la fuerza de la instrucción sino con el ascendiente que
siempre ejerce la autoridad de una opinión recibida sobre aque­
llas mentes que están menos capacitadas para juzgar por sí
mismas, y si se les ayuda con las penas naturales que no puede
impedirse que recaigan en los que incurren en el disgusto o
desprecio de los que los conocen, entonces, no se puede permitir
que la sociedad pretenda que, además de todo esto, necesita
autoridad para dictar órdenes y exigir obediencia en lo que atañe
a los asuntos personales de los individuos, en los que, de

131
J O H N S T U A R T MI LL

acuerdo con todos los principios de justicia y de policía, la


decisión debe recaer en los que tendrán que sufrir sus conse­
cuencias. Tampoco hay nada que tienda más a desacreditar y
frustrar las mejores intenciones para influir en la conducta, qué
recurrir a algo que es peor. Si entre los que se trata de obligar a
la prudencia o a la temperancia hay algo de lo que constituye
un carácter vigoroso e independiente, inevitablemente habrá
alguien que se rebele contra el yugo. Ninguna persona de esa
índole aceptará nunca que otros tengan derecho a gobernarla en
lo que le concierne, como lo tienen para impedirle que cause,
algún perjuicio, ya sea a ellos o a los suyos; y es fácil que ante
esa usurpación de autoridad se considere la rebelión como
prueba de carácter y de valor y tenga ostensiblemente un efecto
opuesto al que se deseaba, como ocurrió con los excesos que eri
la época de Carlos II sustituyeron a la fanática intolerancia
moral de los puritanos. Con respecto a lo que se dice sobre la;
necesidad de proteger a la sociedad contra el mal efecto que
para otros significan los viciosos o los que dan rienda suelta a
sus apetitos, es cierto que el mal ejemplo puede tener uná,
influencia perniciosa y especialmente el mal ejemplo de causar
daño a otros con impunidad para el que lo causa. Sin embargo,'
nos estamos refiriendo a una conducta que, aunque no haga mal
a otros, se supone que cause gran daño a su agente mismo; y
no veo cómo los que creen así pueden pensar de otro modo que
no sea que, en general, el ejemplo es más bien saludable que
perjudicial, ya que si saca a relucir la mala conducta, deja
también al descubierto las consecuencias desagradables o de­
gradantes que se supone que debe haber en todos los casos
relativos, o en la mayoría de ellos, si esa conducta se censura
con justicia. <>;
132
S O B R E LA L I B E R T A D

Sin embargo el argumento más importante


contra la interferencia del público en la conducta meramente
personal es que, cuando lo hace, es probable que interfiera
injustamente y que lo haga en el sitio equivocado. En cuestiones
de moralidad social, de obligaciones hacia los demás, la opinión
del público, o sea la de la gran mayoría del mismo, aunque a
menudo equivocada, es posible que sea correcta con mayor
frecuencia, porque en esos asuntos sólo se requiere que juzgue
sobre sus propios intereses, es decir, sobre la forma en que
afectaría a éstos una conducta determinada, si se permitiera la
práctica de la misma. No obstante, es probable que la opinión
de una mayoría semejante impuesta como ley sobre una mino­
ría, en asuntos de conducta que conciernen a cada individuo,
pudiera ser equivocada o correcta, porque en esos casos la
opinión pública significa, cuando mucho, la opinión de algunas
personas sobre lo que puede ser bueno o malo para otras, y con
mucha frecuencia no significa ni siquiera eso, ya que el público
con la indiferencia más absoluta, pasa por alto la voluntad o
conveniencia de aquellos cuya conducta censura y sólo consi­
dera sus propias preferencias. Hay muchos que toman como
daño personal cualquier conducta que les disgusta, y la juzgan
como ofensa a sus sentimientos, del mismo modo que un
fanático religioso que, cuando se le acusa de no tomar en
consideración los sentimientos religiosos de otros, contesta que
éstos, a su vez, no tienen en cuenta los suyos, porque pesisten
en su culto o su credo abominable. No obstante, no hay compa­
ración entre los sentimientos de una persona hacia sus propias
opiniones y los sentimientos de otra a quien ofenden las opinio­
nes de la primera, como tampoco la hay entre el deseo del ladrón

133
J OHN S T U A R T MI LL

de apoderarse de un monedero y el deseo de su legítimo dueño


de conservarlo. La preferencia de una persona es, al mismo ¡
tiempo, algo tan suyo y tan peculiar como su opinión o su j
monedero. Es fácil que cualquiera pueda imaginar un público
ideal que no ataque la libre elección de los individuos en
materias dudosas y que sólo requiera que se abstengan de las
formas de conducta que la experiencia universal ha condenado.
Pero;'¿cuándo se ha visto un público que establezca límites
semejantes a su censura? ¿O cuándo se preocupa el público de,
la experiencia universal? Al interferir en la conducta personal,
rára vez piensa en otra cosa que no sea la enormidad de actuar
o sentir de modo distinto al suyo, y esa manera de juzgar, apenas
disfrazada, se presenta a la humanidad, por las nueve décimas,
partes de los moralistas y escritores especulativos, como dicta­
dos de la religión y de la filosofía. Enseñan que las cosas son
buenas porque lo son, porque sentimos que lo son. Nos dicen
que busquemos en nuestra mente y en nuestro corazón las leyes
de conducta que son obligatorias para nosotros y para todos los
demás. ¿Qué puede hacer el pobre público sino aplicar esas
instrucciones y hacer obligatorios para todo el mundo sus
propios sentimientos personales del bien y del mal, si son
tolerablemente unánimes?
El mal que señalamos aquí no es el que sólo
existe en teoría y tal vez pueda esperarse que especifique los
casos en que el público de nuestra época y de nuestro país aplica
impropiamente sus propias preferencias con el carácter de leyes
morales. No estoy escribiendo un ensayo sobre las aberraciones
del actual sentimiento moral. Es un tema demasiado importante
para que pueda estudiarse en forma secundaria y por vía de
134
S OB R E LA L I B E R T A D

ejemplo. Sin embargo, son necesarios los ejemplos para demos­


trar que el principio que sostengo tiene gran importancia prác­
tica y que no trato de levantar una barrera contra daños
imaginarios. Además, no es difícil probar con numerosos ejem­
plos que el aumento de los límites de lo que podría llamarse
policía moral, hasta invadir la más incuestionable y legítima
libertad del individuo, es una de las tendencias humanas más
universales.
Como primer ejemplo, consideremos las
antipatías que abrigan los hombres, sin más fundamento que el
de que las personas cuyas opiniones religiosas son diferentes a
las suyas no practican sus preceptos religiosos y especialmente
sus abstinencias. Para citar un ejemplo bastante trivial, en el
credo o prácticas de los cristianos no hay nada que contribuya
tanto al odio que les tienen los mahometanos como el hecho de
que coman carne de cerdo. Hay muy pocos actos que los
cristianos y los europeos vean con un desagrado tan manifiesto
como el que los musulmanes muestran ante este modo especial
de satisfacer el hambre. En primer lugar, es una ofensa contra
su religión, pero esa circunstancia no explica en modo alguno
el grado o la clase de su repugnancia, porque su religión también
les prohíbe el vino, todos los musulmanes consideran que
beberlo es una falta, pero no lo ven con la misma repugnancia.
Por el contrario, su aversión a la carne de la "bestia impura"
tiene un carácter peculiar, semejante a una antipatía instintiva,
que la idea de impureza parece excitar siempre, una vez que
penetra profundamente en sus sentimientos, aun en los de
aquellos cuyos hábitos personales distan mucho de ser escru­
pulosamente limpios, y de la que es un ejemplo el sentimiento

135
J O H N S T UA R T M I L L

de impureza religiosa tan intenso en los indostanos. Suponga­


mos ahora que, en un pueblo constituido en su mayoría por
musulmanes, esa mayoría insistiera en no permitir que se co­
miera carne de cerdo dentro de los límites del país. Esto no
significaría nada nuevo en países mahometanos.1 ¿Sería un
ejercicio legítimo de la autoridad moral de la opinión pública?
Y, en caso de no serlo, ¿por qué? La práctica de comer esa carne
resulta verdaderamente repugnante para ese público. Cree tam­
bién sinceramente que está prohibida y despreciada por la
Divinidad. Tampoco podría censurarse esa prohibición como
una forma de persecución religiosa. Podría ser de origen reli­
gioso, pero no sería persecución religiosa, porque no hay nin­
guna religión que obligue a comer carne de cerdo. La única base
aceptable para condenarla sería que el público no tiene ningún
derecho a intervenir en los gustos y asuntos personales del
individuo.

El caso de los parsis de Bambay es un ejemplo curioso que viene a l caso.


Cuando los m iem bros de esa tribu industriosa y em prendedora,
descendiente de los persas que adoraban al fuego, huyeron de su país
natal ante el avance de los califas y llegaron a la India occidental, se les
admitió con tolerancia por los soberanos indostanos, a condiciones de
que no comieran carne de res. Cuando esas regiones cayeron después
bajo el dominio de los conquistadores mahometanos, los parsis lograron
de ellos la misma tolerancia, a condición de abstenerse de comer carne
de cerdo. Lo que en un principio fu e obediencia a la autoridad, se hizo
segunda naturaleza y, hasta la fecha, los parsis se abstienen de comer
tanto carne de res como de cerdo. Aunque no lo prohíbe su religión, esa '
doble abstinencia ha tenido tiempo de convertirse en costumbre de la
tribu, y en el Oriente la costumbre es una religión.

136
S O B R E LA L I B E R T A D

Para acercamos un poco más al fondo del


asunto, recordemos que la mayoría de los españoles consideran
como grave impiedad, que es altamente ofensiva para el Ser
Supremo, adorarlo en cualquier otra forma que no sea la católica
romana; y no hay ningún otro culto público que sea legal en
tierra española. El pueblo de todo el sur de Europa considera
que un clérigo casado no sólo es irreligioso, sino poco casto,
indecente, grosero y repugnante. ¿Qué piensan los protestantes
de estos sentimientos perfectamente sinceros y de los intentos
de aplicarlos a los que no son católicos? Sin embargo, si la
humanidad está justificada para intervenir en la libertad de cada
uno en asuntos que no afecten los intereses de los demás, ¿con
apoyo en qué principios pueden excluirse estos casos? ¿Quién
puede culpar a los que desean suprimir lo que consideran como
un escándalo ante Dios y ante los hombres? No puede haber
argumento más importante para prohibir todo lo que se consi­
dere como inmoralidad personal, que el que se emplee para
suprimirlo a los ojos de los que lo consideran como impiedad
y, a menos que deseemos adoptar la lógica de los perseguidores
y decir que podemos perseguir a otros porque tenemos la razón
y que ellos no deben perseguimos porque no la tienen, tendre­
mos que precavemos de admitir un principio cuya aplicación a
nosotros mismos resentiríamos como una grave injusticia.
Los ejemplos precedentes pueden objetar­
se, aunque sin razón, diciendo que se escogieron entre contin­
gencias que son imposibles entre nosotros, ya que en este país
no es probable que la opinión imponga a nadie la abstinencia
de carne, intervenga en el culto de la gente o la obligue a que
se case y deje de hacerlo de acuerdo con sus credos o inclina-
137
J O H N S T U A R T MI LL

ciones. Sin embargo, tomaremos el siguiente ejemplo de una


interferencia con la libertad, de cuyo peligro todavía no estamos
exentos. Dondequiera que los puritanos han sido sufícientenien-
te poderosos, como en la Nueva Inglaterra y en la Gran Bretaña
en la época del imperio, han tratado con éxito considerable de
acabar con todas las diversiones públicas y casi con todas las
privadas, especialmente música, bailes, juegos públicos y otras
reuniones cuyo fin sea el esparcimiento, así como con el teatro.
Todavía hay en este país grandes grupos de personas cuyas
ideas de moral y religión condenan esas diversiones, y como
esas personas pertenecen principalmente a la clase media, que
es el poder ascendente en las actuales condiciones sociales y
políticas del país, no es imposible que, en alguna época, las
personas que abrigan esos sentimientos puedan contar con una
mayoría en el Parlamento. ¿Aceptaría la porción restante de la
comunidad que los sentimientos religiosos y morales de los
calvinistas y metodistas más rígidos, reglamentaran la porción
de diversiones que deba permitírsele? ¿No pediría insistente­
mente que esos piadosos e intrusos miembros de la sociedad se
1ocuparan de sus propios asuntos? Esto es precisamente lo que
debe decirse a todo gobierno y a toda masa de opinión pública
que pretenda que ninguna persona disfrute de cualquier placer
que les parezca indebido. No obstante, si se admite el principio
de esa pretensión, nadie puede objetar razonablemente que se
actúe de acuerdo con la opinión de la mayoría o de otra fuerza
preponderante en el país y todos tendrán que hacerse a la idea
de un imperio cristiano como lo entendían los primeros pobla­
dores de la Nueva Inglaterra, si alguna profesión religiosa
semejante a la suya lograra reconquistar el terreno perdido,

138
S OB R E LA L I B E R T A D

como lo han hecho con tanta frecuencia las religiones que se


supone que están en decadencia.
Imaginemos otra contingencia, que es más
probable que se realice que cualquiera de las que hemos men­
cionado. Se acepta que en el mundo moderno hay una fuerte
tendencia hacia una constitución democrática de la sociedad,
que puede o no ir acompañada de instituciones políticas popu­
lares. Se afirma que en el país donde esa tendencia se ha llevado
a cabo más completamente —en el que tanto la sociedad como
el gobierno son democráticos en gran parte, o sea en los Estados
Unidos— los sentimientos de la mayoría, a la que desagrada
toda posibilidad de un modo de vida más ostentoso o costoso
que el que pudiera esperar, funcionan como una ley suntuaria
tolerablemente eficaz, y que en muchas partes de los Estados
Unidos, es realmente difícil para cualquier persona que posea
grandes rentas, hallar alguna forma de gastarlas que no merezca
la desaprobación popular. Aunque indudablemente las afirma­
ciones de esta naturaleza son muy exageradas como repre­
sentación de los hechos existentes, el estado de cosas que
describen no sólo es concebible y posible, sino que es resultado
probable del sentimiento democrático combinado con la idea
de que el público tiene derecho a intervenir en la forma en que
los individuos gasten sus rentas. Sólo tenemos que suponer que
alcancen una difusión más considerable las ideas socialistas,
para que a los ojos de la mayoría se considere que es una infamia
poseer propiedades que excedan de cantidades muy pequeñas,
o ingresos que no se ganen con el trabajo manual. Ya hay
opiniones semejantes a éstas, en principio, que prevalecen
extensamente entre las clases de artesanos y que constituyen
139
J O H N S T U A R T MI LL

una verdadera opresión para los que dependen principalmente


de la opinión de esas clases, o sea sus propios miembros. Se
sabe que los malos trabajadores, que son la mayoría de los que
se ocupan en muchas ramas de la industria, tienen la decidida
opinión de que los malos trabajadores deben recibir los mismos
salarios que los buenos, y que no debe permitirse que nadie gane
más que otros, debido a mayor pericia o laboriosidad, realizan­
do trabajos a destajo o por otros medios. Emplean una política
moral —que a veces se vuelve física— para impedir que los
trabajadores más diestros reciban mayores remuneraciones por
servicios más útiles, y que los patronos se las concedan. Si el
público tiene jurisdicción sobre asuntos privados, no puedo
admitir que los que así piensan estén equivocados, o que pueda
culparse a cualquier sector particular del público por ejercer
sobre su conducta privada la misma autoridad que el conjunto
del público ejerce sobre los individuos en general.
Sin embargo, sin necesidad de detenemos
en casos hipotéticos, en nuestra propia época de llevar a cabo
realmente importantes usurpaciones sobre la libertad de la vida
privada, se proyectan algunas todavía mayores, que amenazan
tener éxito, y se proponen opiniones que afirman el derecho
ilimitado del público no sólo a prohibir todo lo que crea que es
malo, sino a impedir mucha cosas que admite que son inocentes,
a fin de atacar lo que considera que es malo.
Con el pretexto de evitar la embriaguez, el
pueblo de una colonia inglesa y el de casi la mitad de los Estados
Unidos, ha prohibido legalmente que se utilice cualquier clase
de bebida fermentada, excepto para usos médicos, porque al

140
S O B R E LA L I B E R T A D

prohibir su venta se impide realmente su uso, que es lo que se


desea. Aunque la imposibilidad de aplicar la ley ha causado su
derogación en algunos estados que la habían adoptado, inclu­
yendo aquél de donde deriva su nombre, se esta haciendo un
intento, que apoyan con gran celo muchos de los supuestos
filántropos, para que se promulgue una ley semejante en este
país. La asociación que se ha formado para tal objeto o "Alian­
za" como se llama a sí misma, ha logrado cierta notoriedad
mediante la publicidad que se ha dado a la correspondencia
cruzada entre su secretario y uno de los pocos hombres públicos
de Inglaterra que sostienen que la opinión de un político debe
basarse en principios. Se desea que la participación de lord
Stanley en esa correspondencia confirme las esperanzas que ha
puesto en él todos los que saben que entre los que figuran en la
vida política, desgraciadamente son muy raras las cualidades
que ha manifestado en algunas de sus comparecencias ante el
público. El órgano de la Alianza, que "deploraría profundamen­
te el reconocimiento de cualquier principio que pudiera consi­
derarse que justificara el fanatismo y la persecución", trata de
señalar la "amplia e infranqueable barrera" que separa esos
principios de los de la asociación. Y agrega: "Creemos que
todos los asuntos que se relacionan con el pensamiento, la
opinión y la conciencia quedan fuera de la esfera de la legisla­
ción; y que todos los que corresponden a actos, costumbres o
relaciones sociales están sujetas a una facultad discrecional que
radica en el estado mismo y no en el individuo". No se hace
mención de una tercera clase distinta de las otras, o sea los actos
y costumbres que no son sociales sino individuales, aunque
indudablemente corresponden a esta clase el hecho de beber

141
J O H N S T U A R T MILL

licores fermentados. Sin embargo, su venta significa comercio, \


y el comercio es un acto social; pero la transgresión que se ataca -
no radica en la libertad del vendedor sino en la del comprador
y consumidor, ya que el estado podría prohibirle iguallriéñte que
bebiera vino, que impedirle con todo propósito que lo obtenga.
No obstante, el secretario dice: "Como ciudadano, afirmo el
derecho a legislar cuando el acto social de otro viola m is,
derechos sociales". Viene luego la definición de esos "derechos
sociales": "Si algo viola mis derechos sociales, lo hace induda­
blemente la venta de bebidas alcohólicas. Destruye mi derecho '
primario de seguridad, porque crea y estimula constantemente
el desorden social. Viola mi derecho de igualdad, porque si
obtiene utilidad con la creación de un daño para cuyo remedio
pago impuestos. Estorba mi derecho a la libertad moral y al
progreso intelectual, porque rodea mi camino de peligros y.
debilita y desmoraliza a la sociedad, de la que tengo derecho a ■
pedir ayuda y trato mutuo". Esta es una teoría de "derechos
sociales" que probablemente no tiene igual en ningún idioma.
Realmente no es otra cosa que esto: que el absoluto derecho
social de todo individuo consiste en que los demás actúen, en
cualquier caso, exactamente como él lo hace, y que cualquiera;
que deje de hacerlo en el más pequeño detalle viola su derecho-
social y lo autoriza para exigir de la legislatura que se remuéva
el perjuicio. Un principio tan monstruoso es mucho más peli­
groso que cualquier interferencia aislada contra la libertad. No
hay ninguna violación de la libertad que no justifique, ni reco­
noce derecho alguno a cualquier libertad, excepto probable-’
mente la de tener opiniones en secreto, sin exteriorizarlas,
nunca, porque desde el momento en que salga de los labios de>

142
f LACHO -

______ S O B R E LA L I B E R T A D ______

alguien cualquier opinión que considere peligrosa, invade todos


los "derechos sociales" asignados por la Alianza. La doctrina
atribuye a toda la humanidad intereses creados en la perfección
moral, intelectual y aun física de cada uno, que cada demandan­
te definirá de acuerdo con sus propias normas.
. Otro ejemplo importante de interferencia
indebida en la libertad legítima del individuo, no sencillamente
amenazada, sino que se ha puesto triunfalmente en práctica
desde hace trucho tiempo, es la legislación de los sábados.
Indudablemente, la abstención un día a la semana de las coti­
dianas ocupaciones ordinarias, hasta donde lo permitan las
exigencias de .la vida, aunque no es un precepto religioso que
obligue a nadie, excepto a los judíos, es una costumbre muy
benéfica. Como esa costumbre no. puede observarse sin el
consentimiento general para tal efecto de parte de las clases
industriales, y el trabajo de algunas personas puede imponer la
misma necesidad de trabajar a otras, puede ser tolerable y
conveniente que la ley garantice a cada uno que todos los demás
observen esa costumbre, y que para ello suspenda la mayoría
,de las operaciones de la industria en un día determinado. Sin
embargo, esa justificación, que se basa en el interés directo que
otros tienen en que cada individuo cumpla con esa práctica, no
se aplica a las ocupaciones escogidas individualmente, a las que
,cualquier persona quiera dedicar su tiempo libre, ni tampoco se
aplica ni siquiera en menor grado a las restricciones legales
sobre las diversiones. Es cierto que la diversión de algunos
constituye el trabajo diario de otros, pero el placer de muchos
bien vale el trabajo de unos cuántos, sin mencionar el recreo
jútil, siempre que la, «ocupación se escoja libremente y pueda

143
J O H N S T U A R T MI LL

abandonarse con la misrrla libertad; Los que trabajan en esos:


medios de diversión tienen razón para pensar que si todos ellos;
trabajan los domingos, tendrían siete días de trabajo a la semana
por sólo seis días de salario, pero siempre que se suspendan la
gran mayoría de los trabajos, el pequeño número de operarios
que deben trabajar para recreo de los demás obtienen un aumen­
to proporcional en sus ingresos y no están obligados a seguir
esa ocupación si prefieren descansar en vez de recibir emolu­
mentos. Si se busca un remedio adicional, podría encontrarse
en hacer por costumbre día festivo, para esas clases especiales
de personas, cualquier otro día dé la semana. Por có'ñsigúicnte'
la única base en que pueden justificarse las restricciones a las
diversidades de los domingos, pueden ser que son religiosatneh-
te inconvenientes, motivo de legislación contra el cual nunca sé
protestará lo bastante. Deorum injuriae Diis curae. Falta probar
que la sociedad o cualquiera de sus representantes téñga encar­
go de lo Altó para vengar cualquier súpuesta ofensa al Omni­
potente, cuya venganza no sea, al mismo tiempo, un mal para
nuestros semejantes. La idea de que todo hombre tiene lá
obligación de procurar que los demás sean religiosos fue él
fundamento de todas las persecuciones religiosas que se han
perpetrado, y si ésa idea se admite, las justificaría plenamente.
Aunque el sentimiento que se descubre en los repetidos intentes
para impedir los viajes en ferrocarril los domingos, en la resis­
tencia a que se abran los museos, y en otras cosas parecidas,'nb
tiene la crueldad de los viejos perseguidores, el estado mental
que indica es fundamentalmente el mismo. Es una deterfniná-
ción de no tolerar que otros hagan lo que lés permite su réligioñ,
porque no lo permite la religión de los perseguidores. Es una
creencia de que Dios no sólo abomina las acciones del que fio
144
S O B R E LA L I B E R T A D

es creyente, sino que no nos considerará inocentes si no lo


perseguimos.
No puedo abstenerme de añadir a esos
ejemplos de la poca importancia que se da comúnmente a la
libertad humana, el lenguaje de persecución abierta que se
descubre en la prensa de este país siempre que se siente obligada
a mencionar el notable fenómeno del mormonismo. Podría
decirse mucho sobre el hecho inesperado e instructivo de que
una supuesta nueva revelación y una religión fundada en ella
—que son consecuencia de una impostura palpable, que ni
siquiera está apoyada por el prestigio de cualidades extraordi­
narias en sus fundadores— sean creídas por muchos cientos de
miles de personas y hayan constituido la base de una sociedad,
en la época de los periódicos, de los ferrocarriles y del telégrafo
eléctrico. Lo que aquí nos interesa es que esa religión tiene sus
mártires, como otras muchas que son mejores; que una multitud
dio muerte a su profeta y fundador a causa de sus enseñanzas;
que muchos de sus partidarios perdieron la vida por la misma
violencia ilegal; que se les expulsó por la fuerza, en conjunto,
del país en donde crecieron originalmente, y que ahora, que han
sido arrojados a un lugar solitario en medio de un desierto, hay
muchos que en nuestro país declaran abiertamente que sería
muy bueno (aunque no es conveniente) enviar una expedición
contra ellos para obligarlos por la fuerza a ajustarse a las
opiniones de otros. El artículo de la doctrina de los mormones
que provoca principalmente esa antipatía que rompe las restric­
ciones ordinarias de lá tolerancia religiosa, en su sanción de la
poligamia, la cual, aunque permitida a los mahometanos, indos-
tanos y chinos, excita una animosidad irresistible cuando se
145
J OHN S T U A R T MI LL

practica por personas que hablan inglés y se consideran como


una especie de cristianos. Nadie desaprueba con más fuerza que.
yo esa institución de los mormones, tanto por otras razones
como porque, lejos de estar apoyada en modo alguno por el
principio de libertad, es una infracción directa al mismo, ya que -
sólo significa el encadenamiento de la mitad de la comunidad
y una emancipación de la otra mitad de la reciprocidad de
obligaciones hacia la primera. Sin embargo, debe recordarse
que esa relación es tan voluntaria de parte de las mujeres que
intervienen en ella y que podrían considerarse sus víctimas,
como cualquier otra forma de institución matrimonial y, por
sorprendente que parezca, este hecho se explica por las ideas y
costumbres comunes del mundo que, como han enseñado a la
mujer a que crea que el matrimonio es la única cosa necesaria,
hacen comprensible que muchas mujeres prefieran ser una entre
varias esposas a no ser esposas de nadie. No se pide a otros
países que reconozcan esas uniones, ni que eximan a cualquier
parte de sus habitantes, de sus propias leyes en relación con las
opiniones mormonas; pero cuando los que difieren de ellas
conceden a los sentimientos hostiles de otros más importancia
de la que sería justa, cuando los mormones han abandonado los
países en donde eran inaceptables sus doctrinas y se han esta­
blecido en un lejano rincón de la tierra, que han sido los
primeros en hacer habitable para los seres humanos, es difícil
ver en nombre de qué principios que no sean los de la tiranía
pueden impedírseles que vivan en ese sitio, bajo las leyes que
quieran, siempre que no cometan agresión alguna contra otras
naciones y que dejen en absoluta libertad de partir a los que no
están satisfechos con sus costumbres. Un escritor reciente, de

146
S O B R E LA L I B E R T A D

gran mérito en muchos aspectos, propone (para emplear sus


propias palabras), no una cruzada, sino una civilizada contra esa
comunidad polígama, para poner fin a lo que cree que es un
retroceso de la civilización. También me lo parece, pero no
estoy convencido de que cualquier comunidad tenga derecho a
obligar a otra a que sea civilizada. Mientras las víctimas de esas
leyes equivocadas no pidan la ayuda de otras comunidades, no
puedo admitir que deban intervenir personas totalmente extra­
ñas, para exigirles que terminen con un estado de cosas que
parece satisfactorio para todos los que toman parte en el mismo,
simplemente porque es un escándalo para otras personas que
viven a muchos miles de kilómetros de distancia, que no tienen
parte en él ni les concierne en modo alguno. Dejémosles que, si
lo desean, envíen misioneros para que prediquen contra esas
doctrinas, y que se opongan por cualquier medio adecuado
(entre los que no se cuenta hacer callar a los que predican esas
ideas), al progreso de doctrinas semejantes entre los demás
pueblos. Si la civilización ha conquistado a la barbarie cuando
ésta dominaba el mundo, es exagerado confesar que se teme
que la barbarie, después de haber sido dominada, pueda revivir
y conquistar a la civilización. Para que una civilización sucum­
ba ante un enemigo vencedor, se necesita que se haya vuelto tan
degenerada que ni sus sacerdotes y maestros ni persona alguna,
tengan la capacidad o el deseo de defenderla. Si esto es así,
cuanto más pronto se acabe con esa civilización, será mejor.
Sólo puede ir de mal en peor, hasta que se destruya y se regenere
por la energía de los bárbaros, como ocurrió con el imperio de
Occidente.

147

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