You are on page 1of 16

Oración introductoria

Dios mío, todopoderoso y eterno, creo en Ti, espero en Ti, y busco a amarte con todo mi
corazón, con toda mi alma, con toda mi mente y con toda mis fuerzas, sirviendo a mis
hermanos. Que esta oración me ayude a nunca ser indiferente ante las necesidades de los
demás.

Petición

¡Jesucristo, transfórmame con tu gracia, para que ame como Tú me amas y así pueda ser un
auténtico discípulo tuyo!

Meditación del Papa

¡No estáis y no estaréis solos! En estos días, en medio de tanta destrucción y tanto dolor, habéis
visto y sentido que mucha gente se ha movido para expresaros cercanía, solidaridad, afecto; y
esto a través de tantos signos y ayudas concretas. Mi presencia en medio de vosotros quiere ser
uno de estos signos de amor y esperanza. Mirando vuestras tierras he experimentado profunda
conmoción ante tantas heridas, pero he visto también tantas manos que las quieren curar junto a
vosotros; he visto que la vida comienza de nuevo, quiere volver a comenzar con fuerza y
coraje, y esto es el signo más bello y luminoso.
Desde este lugar quisiera lanzar un fuerte llamamiento a las instituciones, a cada ciudadano a
ser, aún en las dificultades del momento, como el buen samaritano del Evangelio que no pasa
indiferente ante quien está en la necesidad, sino que, con amor, se inclina, socorre, permanece
al lado, haciéndose cargo hasta el fondo de las necesidades del otro. La Iglesia está cercana a
vosotros y os estará cercana con su oración y con la ayuda concreta de sus organizaciones, en
particular de Caritas, que se empeñará también en la reconstrucción del tejido comunitario de
las parroquias.(Benedicto XVI, 26 de junio de 2012).

Reflexión

Edith Zirer es una mujer judía que vive en las afueras de Jaifa. Cuenta cómo fue liberada del
campo de concentración de Auschwitz cuando tenía 13 años de edad. Había pasado allí tres.
"Era una gélida mañana de invierno de 1945, dos días después de la liberación -nos narra-.
Llegué a una pequeña estación ferroviaria entre Czestochowa y Cracovia. Me eché en un rincón
de una gran sala donde había docenas de prófugos, todavía con el traje a rayas de los campos de
exterminio. Él me vio. Vino con una gran taza de té, la primera bebida caliente que probaba en
varias semanas. Después me trajo un bocadillo de queso, hecho con un pan negro, exquisito.
Yo no quería comer. Estaba demasiado cansada. Me obligó. Luego me dijo que tenía que
caminar para poder subir al tren. Lo intenté, pero me caí al suelo. Entonces me tomó en sus
brazos y me llevó durante mucho tiempo, kilómetros, a cuestas, mientras caía la nieve.
Recuerdo su chaqueta de color marrón y su voz tranquila que me contaba la muerte de sus
padres, de su hermano, y me decía que también él sufría, pero que era necesario no dejarse
vencer por el dolor y combatir para vivir con esperanza. Su nombre se me quedó grabado para
siempre en mi memoria: Karol Wojtyla. Quisiera hoy darle un "gracias" desde lo más profundo
de mi corazón.

Hasta aquí este bellísimo y conmovedor testimonio de la vida real, contado por la misma
protagonista. Tal vez también a ti te hubiese encantado haber conocido a este joven polaco que
después fue nuestro querido Papa Juan Pablo II, como bien sabes. Toda su vida, desde que era
seminarista, y luego sacerdote, obispo y Papa, fue una constante donación a los demás. A esta
luz entendemos mejor su gran humanidad y delicadeza en el trato con todas las personas y su
especial ternura para con los débiles y los enfermos. Él conoció muy de cerca el sufrimiento
humano, lo vivió y experimentó en carne propia, y desde joven aprendió a compadecer al
hermano doliente, sin importarle edad, raza, sexo, cultura o religión. ¡Esto es ser un buen
samaritano! Ya lo veremos como santo, cuando el Papa Francisco lo canonice pronto.

En el Evangelio de hoy nos narra Jesús la bella parábola del buen samaritano. Un letrado se le
acerca al Señor y le pregunta qué tiene que hacer para heredar la vida eterna. Y nuestro Señor
no duda ni un segundo: cumple el primer mandamiento de la Ley. O sea, "ama a Dios sobre
todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo". Pero el letrado insiste y trata de justificarse.
Entonces brota de los labios y del corazón de Jesús esta parábola tan humana y tan llena de
misericordia.

Pero hay un dato muy interesante que conviene notar: el letrado le pregunta a Jesús quién es su
prójimo. Y nuestro Señor, al concluir su narración, le pregunta al letrado: "¿Cuál de éstos tres
se portó como prójimo?". Jesús da la vuelta a la tortilla y le cambia la pregunta: no basta con
saber quién es nuestro prójimo, sino que tenemos que comportarnos como auténticos prójimos
de los demás. "Prójimo" no es, pues, un concepto; ni es sólo el que está a nuestro lado. Para
Jesús y para el cristiano adquiere una connotación moral profundamente antropológica – y, por
tanto, de un fuerte carácter espiritual-: "prójimo" son todos los seres humanos, sin distinción
alguna, y merecen todo nuestro respeto, nuestra consideración y lo más profundo de nuestro
amor. Exactamente como hace el Papa. Lo contrario al egoísmo, a los intereses personales o a
la satisfacción de las propias pasiones desordenadas.

O como la Madre Teresa de Calcuta. Y como hicieron tantos santos y fieles hijos de la Iglesia.
Teresa de Calcuta solía repetir con frecuencia: "Nunca dejemos que alguien se acerque a
nosotros y no se vaya mejor y más feliz. Lo más importante no es lo que damos, sino el AMOR
que ponemos al dar. Halla tu tiempo para practicar la caridad. Es la llave del Paraíso".

El Papa Juan Pablo II, en su encíclica sobre el dolor humano, "Salvifici doloris", nos hace una
reflexión profunda sobre el buen samaritano: "El samaritano – dice- demostró ser, de verdad, el
"prójimo" de aquel infeliz que cayó en manos de los ladrones. "Prójimo" significa también el
que cumple el mandamiento del amor al prójimo... No nos es lícito "pasar de largo" con
indiferencia, sino que debemos -detenernos- al lado del que sufre. Buen samaritano, en efecto,
es todo hombre que se detiene al lado del sufrimiento de otro hombre, cualquiera que sea. Y ese
detenerse no significa curiosidad, sino disponibilidad. Ésta es como el abrirse de una cierta
disposición interior del corazón, que tiene también su expresión emotiva" (Salv. Dol., n. 28).

"Buen samaritano es – continúa la encíclica- todo hombre sensible al dolor ajeno, el hombre
que -se conmueve- por la desgracia del prójimo. Si Cristo, profundo conocedor del corazón
humano, subraya esta compasión, quiere decir que es ésta es importante en todo nuestro
comportamiento de frente al sufrimiento de los demás. Es necesario, por tanto, cultivar en
nosotros esta sensibilidad del corazón, que testimonia la -compasión- hacia el que sufre".

Pero no basta con esto. Este saber comprender y sufrir con el que sufre; alegrarse con el que se
alegra y llorar con el que llora; este "hacerse todo a todos" de san Pablo es "para salvarlos a
todos" (I Cor 9, 22). El buen samaritano es el que tiene un corazón bueno, compasivo y
misericordioso, el que se enternece ante el sufrimiento del otro. Pero, además, que hace todo lo
posible por aliviarlo, no sólo compartiendo y "con-padeciendo" en sus dolores, sino también
haciendo algo eficaz por remediarlos. Como hizo el samaritano de la parábola.

El buen samaritano por antonomasia es nuestro buen Jesús. Él "se compadecía y se enternecía
de las muchedumbres porque andaban como ovejas que no tienen pastor" (Mt 9, 36) . Y
enseguida ponía manos a la obra para remediar sus necesidades espirituales y corporales: las
consolaba, les predicaba el amor del Padre; y también curaba sus enfermedades físicas y sanaba
toda dolencia, multiplicaba los panes para darles de comer, a los ciegos les devolvía la vista,
curaba a los leprosos, resucitaba a los muertos. Y, al final de su vida terrena, Él mismo quiso
darnos su ser entero en la Eucaristía y en el Calvario, muriendo por nosotros para darnos vida
eterna.

Propósito

Esto es ser buen samaritano. Y tú, ¿eres ya un buen samaritano? ¿te has detenido alguna vez a
lo largo del camino de la vida para curar las heridas del que sufre en su cuerpo o en su alma?
¿quieres ser, a partir de hoy, un buen samaritano para tu prójimo? Ojalá que sí. ¡Haz esto y
vivirás!

Diálogo con Cristo

Señor, aumenta mi fe para que te pueda ver en cada persona que conozco. Fortalece mi
esperanza para que pueda confiar firmemente en que Tú me darás todo lo que necesito para
amar. Incrementa mi caridad para que pueda experimentar la alegría que viene de dar sin
esperar recibir. Ayúdame a hacer la experiencia de ser misionero de tu amor allí donde la
Providencia me ha puesto, con humildad y valentía, sacando de la oración la fuerza de la
caridad alegre y activa.

BENEDICTO XVI ÁNGELUS


Palacio Apostólico de Castelgandolfo Domingo 11 de julio de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
Desde hace algunos días —como veis— he dejado Roma para mi estancia veraniega en
Castelgandolfo. Doy gracias a Dios que me ofrece esta posibilidad de descanso. A los queridos
residentes de esta bella ciudad, adonde regreso siempre con gusto, dirijo mi cordial saludo. El
Evangelio de este domingo se abre con la pregunta que un doctor de la Ley plantea a Jesús:
«Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?» (Lc 10, 25). Sabiéndole
experto en Sagrada Escritura, el Señor invita a aquel hombre a dar él mismo la respuesta, que
de hecho este formula perfectamente citando los dos mandamientos principales: amar a Dios
con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno
mismo. Entonces, el doctor de la Ley, casi para justificarse, pregunta: «Y ¿quién es mi
prójimo?» (Lc 10, 29). Esta vez, Jesús responde con la célebre parábola del «buen samaritano»
(cf. Lc 10, 30-37), para indicar que nos corresponde a nosotros hacernos «prójimos» de
cualquiera que tenga necesidad de ayuda. El samaritano, en efecto, se hace cargo de la
situación de un desconocido a quien los salteadores habían dejado medio muerto en el camino,
mientras que un sacerdote y un levita pasaron de largo, tal vez pensando que al contacto con la
sangre, de acuerdo con un precepto, se contaminarían. La parábola, por lo tanto, debe
inducirnos a transformar nuestra mentalidad según la lógica de Cristo, que es la lógica de la
caridad: Dios es amor, y darle culto significa servir a los hermanos con amor sincero y
generoso.
Este relato del Evangelio ofrece el «criterio de medida», esto es, «la universalidad del amor que
se dirige al necesitado encontrado “casualmente” (cf. Lc 10, 31), quienquiera que sea» (Deus
caritas est, 25). Junto a esta regla universal, existe también una exigencia específicamente
eclesial: que «en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por
encontrarse en necesidad». El programa del cristiano, aprendido de la enseñanza de Jesús, es un
«corazón que ve» dónde se necesita amor y actúa en consecuencia (cf. ib, 31).

quisiera proponer a vuestra consideración la figura emblemática del Buen Samaritano


(cf. Lc 10,25-37). La parábola evangélica narrada por san Lucas forma parte de una serie de
imágenes y narraciones extraídas de la vida cotidiana, con las que Jesús nos enseña el amor
profundo de Dios por todo ser humano, especialmente cuando experimenta la enfermedad y el
dolor. Pero además, con las palabras finales de la parábola del Buen Samaritano, «Anda y haz
tú lo mismo» (Lc 10,37), el Señor nos señala cuál es la actitud que todo discípulo suyo ha de
tener hacia los demás, especialmente hacia los que están necesitados de atención. Se trata por
tanto de extraer del amor infinito de Dios, a través de una intensa relación con él en la oración,
la fuerza para vivir cada día como el Buen Samaritano, con una atención concreta hacia quien
está herido en el cuerpo y el espíritu, hacia quien pide ayuda, aunque sea un desconocido y no
tenga recursos. Esto no sólo vale para los agentes pastorales y sanitarios, sino para todos,
también para el mismo enfermo, que puede vivir su propia condición en una perspectiva de fe:
«Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de
aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con
Cristo, que ha sufrido con amor infinito» (Enc. Spe salvi, 37).
MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI CON OCASIÓN DE LA XXI JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
(11 de febrero de 2013) «Anda y haz tú lo mismo» (Lc 10,37)
La parábola del buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37) nos lleva sobre todo a dos aclaraciones
importantes. Mientras el concepto de “prójimo” hasta entonces se refería esencialmente a los
conciudadanos y a los extranjeros que se establecían en la tierra de Israel, y por tanto a la
comunidad compacta de un país o de un pueblo, ahora este límite desaparece. Mi prójimo es
cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de
prójimo, pero permaneciendo concreto. Aunque se extienda a todos los hombres, el amor al
prójimo no se reduce a una actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que
requiere mi compromiso práctico aquí y ahora. La Iglesia tiene siempre el deber de interpretar
cada vez esta relación entre lejanía y proximidad, con vistas a la vida práctica de sus miembros.
En fin, se ha de recordar de modo particular la gran parábola del Juicio final (cf. Mt 25, 31-46),
en el cual el amor se convierte en el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración
positiva o negativa de una vida humana. Jesús se identifica con los pobres: los hambrientos y
sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados. “Cada vez que lo hicisteis con
uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40). Amor a Dios y amor al
prójimo se funden entre sí: en el más humilde, encontramos a Jesús mismo y en Jesús
encontramos a Dios.
Benedicto XVI, Papa Encíclica: Shemá, amor a Dios y al prójimo.
Encíclica “Deus caritas est”, n. 15.

Cardenal Paul Poupard


«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó» (Lc. 10, 30)
Introducción
La parábola del Buen Samaritano es una parábola especialmente vigorosa, personal, pastoral y
prática. Es una parábola vigorosa, porque nos habla de la fuerza del amor, que trasciende todo
credo y cultura, para «hacer» un prójimo de aquél que es completamente extranjero. Es una
parábola personal, porque describe con profunda sencillez el germinar de una relación humana,
incluso desde el punto de vista físico; tiene un toque personal, el de una persona que,
trascendiendo los tabúes y sociales, le venda a otro sus heridas.
Es una parábola pastoral, porque está llena de ese misterio que supone la atención la asistencia
al prójimo, y que constituye de la cultura humana, su elemento más valioso, y que se trasluce
cuando el Buen Samaritano se acerca a servir al prójimo necesitado que acaba de encontrar. Es
una parábola que es ante todo práctica, porque nos desafía a superar todas las barreras
culturales y comunitarias para ir también nosotros y hacer lo mismo.
La profundidad, unida a la sencillez, de esta parábola del Buen Samaritano, nos conmueve cada
vez que la leemos y meditamos sobre ella. Nos habla directamente al corazón. Nos porduce
incluso una cierta turbación de conciencia. En esta parábola se cumple de forma convincente
aquello de que «la palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo»
(Heb. 4, 12). Y es significativo que escuchando el juramento hipocrático, se experimentan
sentimientos semejantes a estos.
Aunque entre el juramento hipocrático y la parábola del Buen Samaritano hay un intervalo de
siglos, existe entre ambos un nexo de unión. Los dos dan cauce a una preocupación común, la
defensa de lo que podemos llamar el «Evangelio de la vida», una defensa que brota de un
interés y un respeto profundos por la persona humana.
«Cada persona, precisamente en virtud del misterio del Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn. 1,
14), es confiada a la solicitud materna de la Iglesia. Por eso, toda amenaza a la dignidad y a la
vida del hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia,afecta al núcleo de su fe en la
encarnación redentora del Hijo de Dios, la compromete en su misión de anunciar el evangelio
de la vida por el mundo entero y a toda criatura (cf. Mc. 16, 15)» [1]. Este compromiso, esta
preocupación, será precisamente el centro de nuestras reflexiones compartidas a lo largo de los
tres días de la X Conferencia Internacional organizada por el Consejo Pontificio para la
Pastoral de los Agentes Sanitarios. Examinando el programa de la Conferencia, he podido
comprobar que los temas asignados a los distintos ponentes tratarán de iluminar, desde la
diversidad de un enfoque interdisciplinar, el lema: «De Hipócrates al Buen Samaritano». Entre
los temas a tratar destacan: el sufrimiento; la atención a los enfermos; la curación de las
heridas; el médico, un hombre para los demás; medicina y moralidad; la mujer en la historia de
la asistencia a los enfermos. Por mi parte, como Presidente del Consejo Pontificio de la
Cultura, me propongo ofreceros una meditación orante – pero práctica – sobre la Parábola del
Buen Samaritano.
Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó. Jerusalén es la ciudad santa, la ciudad del Templo,
escogida por Yahvéh como lugar de su morada. Jerusalén simboliza lo divino y lo sagrado. En
cambio, en la Escritura Jericó representa con frecuencia el mundo. Según Orígenes, «aquel
hombre de que nos habla el Evangelio, que bajaba de Jerusalén a Jericó y que cayó en manos
de unos ladrones, sin duda era un símbolo de Adán, que fue arrojado del paraíso al destierro de
este mundo. Y aquellos ciegos de Jericó, a los que vino Cristo para hacer que vieran,
simbolizaban a todos aquellos que en este mundo estaban angustiados por la ceguera de la
ignorancia, a los cuales vino el Hijo de Dios» [2]. En cierto sentido Jericó simboliza la cultura
secular. Y el Hombre que baja de Jerusalén a Jericó representa a toda la Humanidad, a todos
nosotros. Como él, somos viajeros, somos peregrinos que caminamos juntos. En un momento
dado del camino, sufrimos una emboscada, el robo, el despojo, que nos priva de lo mejor que
tenemos, la sagrada centella divina.
La religión expresión de nuestra relación con Dios – y lo sagrado pertenecen al corazón mismo
de la cultura. Pero, como hacía notar el Papa Pablo VI, «la ruptura entre Evangelio y cultura es,
sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas» [3]. Cuál es
la respuesta que damos, como Iglesia, ante este «cuerpo» de la humanidad, que yace herido y
asaltado a la vera del camino? No tendríamos que cuidarlo, hasta que recobre su salud y su
gloria primeras? En nuestra exposición trataremos esta gran parábola desde tres perspectivas:
como invitación a la compasión, como desafío a asumir el compromiso, y, finalmente, como
experiencia del gozo de la comunión.
1. La llamada a la compasión
Hay un abismo entre la mera lástima y la compasión. El sentimiento de lástima empieza y
termina en uno mismo. La lástima por el que sufre nos da sentimentos, pero permanece como
encerrada en uno mismo, y no da fruto, no lleva a la acción. Como máximo, la lástima termina
con un suspiro o con un encogerse de hombros. En cambio, la compasión nos impulsa a salir de
nostros mismos, porque no nos da un mero sentimiento, sino que nos hace sentir con el que
sufre. Tener compasión es sufrir con el herido, con el que sufre, compartir su dolor y su agonía.
Es verdad que nunca podremos penetrar del todo en el dolor del prójimo. Con frecuencia
tenemos que resignarnos a ser meros espectadores silenciosos de la agonía ajena. Pero la
compasión nos ayuda de algún modo, no sólo a sentir, sino a sentir con la persona que sufre. Es
así como sentía compasión el mismo Jesús, el Buen Samaritano por excelencia. Sufría con – y
en – las personas a las que servía. Sentía su misma hambre y su misma pena, comprendía su
dolor, mostraba su amistad y su simpatía a los pecadores, posaba su mano sobre los condenados
al ostracismo. Jesús asumió una humanidad para poder cargar sobre sus espaldas el dolor de la
flagelación. «Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras
debilidades, sino que fue probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb. 4,
15). Siglos antes de su nacimiento, ya había profetizado Isaías: «¡Y sin embargo eran nuestras
dolencias las que él llevaba, y nuestros los dolores que él soportaba! […] Él ha sido herido por
nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con
sus cardenales hemos sido curados» (Is 53, 4-5).
La verdadera compasión no nos deja indiferentes o insensibles ante el dolor ajeno, sino que nos
impele a ser solidarios con el que sufre. La solidaridad «no es, pues, un sentimiento superficial
por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Ala contrario, es ladeterminación firme y
perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para
que todos seamos verdaderamente responsables de todos» [4]. A veces podemos ser como el
sacerdote o el escriba que, viendo al herido, pasaron de largo dando un rodeo. Podemos ser
espectadores silenciosos, temerosos de comprometernos por no mancharnos las manos.
Es fácil encontrar analogías en la cultura contemporánea. Los medios audiovisuales nos traen a
la intimidad del hogar escenas horripilantes de guerra y de violencia, de hambre y de necesidad,
de enfermedad y dolencia, y de desastres naturales como las inundaciones o terremotos.
Corremos el riesgo de embotarnos en una cultura que contempla de modo pasivo sin hacer
nada. En vez de actuar, acabamos siendo meros espectadores. Pero la compasión nos impele
a salir de nosotros mismos, a tender la mano a los necesitados. Nos hace salir de la cómoda
crisálida de nuestro ensimismamiento para tender una mano amorosa y servicial a todos los que
tienen necesidad de nuestra ayuda.
En este sentido, no conviene restringir el concepto de «salud» hasta el punto de que sólo haga
referencia al simple bienestar corporal o físico. En su sentido simbólico, la «salud» adquiere
una gama de significados mucho más amplia. Hay sociedades y culturas enteras que están «en
la cuneta», que han sufrido una «emboscada», y a causa de los antivalores del consumismo y
del materialismo yacen «heridas», despojadas de lo más valioso y más hermoso de la cultura
humana, porque, cayendo en una actitud hostil o hasta indiferente, se ven privadas de Dios.
Estamos tan deshumanizados desde el punto de vista cultural, que hemos llegado a perder el
sentido de Dios. Y, con el paso de los años, hemos dado un paso más, hemos alimentado una
increencia que ha desembocado en la indiferencia religiosa. La indiferencia es aún peor que la
hostilidad militante. El que es hostil, al menos reconoce la presencia del otro, aunque reaccione
violentamente contra él; en cambio, el indiferente ignora al otro, y le trata como si no existiera.
Ésta es la indiferencia y la insensibilidad del que hacen gala el sacerdote y el levita, cuando
pasan de largo dando un rodeo, y dejan al pobre herido desangrándose en la cuneta. Ésta es la
indiferencia que pervive en la anticultura de hoy, una anticultura del aislamiento mutuo y de la
trivialización de todo.
Pero el colmo de nuestra depravación está en la pérdida del sentido de Dios. Y si llegamos a
perder el sentido de la Paternidad de Dios, perdemos necesariamente, en el mismo proceso, el
sentido de fraternidad con todos los hombres. Pero, a pesar de esta negación de Dios, a pesar de
nuestra indiferencia hacia Él, nos llena de esperanza y optimismo la consideración de que el
Dios cristiano es un Dios que resucita a los muertos, un Dios que devuelve la vida, que la
renueva, que devuelve la esperanza, resucitando glorioso como un ave fénix de sus cenizas. Por
ello, la Iglesia tiene que llegar a las culturas que han perdido a Dios cayendo en la indiferencia,
tiene que llegar a las culturas que han caído en el sueño de la muerte, siendo como una
prolongación en el espacio y en el tiempo de Jesucristo, el Buen Samaritano, con su servicio,
ofreciendo la Buena Noticia del Evangelio. Estas culturas nos piden con su silencio que
actuemos, que nos comprometamos. Y cuando la Iglesia y la fe cristiana penetran en la carne
de una cultura, se repite el misterio de la Encarnación.
La Palabra se hace carne y habita entre nosotros. Se hace semejante a nosotros en todo menos
en el pecado. «Sin la Encarnación no hay salvación: Cristo no nació en el vacío. Tomó carne en
el seno de María, y toda su vida está entretejida con la realidad sociocultural de su tiempo.
Siendo Palabra de Dios habló con un lenguaje humano, en una lengua específica, con una
herencia cultural muy determinada. Las culturas se pueden comparar de modo análogo a la
humanidad de Cristo. Por el misterio de la Encarnación. Cristo entra en la cultura desde dentro,
la purifica, y la reorienta hacia Dios, el Dios que quiere ser adorado en espíritu y en verdad»
[5]. La Iglesia tiene que ser como el Buen Samaritano, que se preocupó por la situación del
hombre que estaba medio muerto a la vera del camino, y le ayudó; la Iglesia tiene que entrar en
estas culturas, heridas o enfermas, y revitalizarlas, ofreciéndoles el Evangelio de la vida.
2. El desafío de asumir el compromiso
La palabra que quizás exprese mejor la actitud y la obra del Buen Samaritano es la
de compromiso. El samaritano podía haber hecho lo mismo que el sacerdote y que el levita, y
pasar de largo dando un rodeo. Podía haber cerrado sus entrañas, negándose a dar una respuesta
ante esta necesitad vital. Pero se detiene. Se detiene para inclinarse ante el necesitado, para
ganárselo. Y en el mismo instante en que se detiene para asistir a este desconocido que había
caído en manos de bandidos, en ese momento nace un prójimo. La compasión que nace del
amor es creadora: ¡crea un prójimo! «Podríamos incluso hablar de un sacramento, de un
sacramento del amor: cuando alguien pone a disposición del prójimo su mismo ser vivo, su
corazón, su fuerza, sus energías, entonces Dios hace entrar en juego su fuerza creadora, y surge
el milagro de la relación con el hermano» [6].
Nuestro mundo es en verdad un mundo constantemente amenazado por una insensibilidad
creciente de cara al sufrimiento. Nos hemos acostumbrado tanto al sufrimiento, a la enfermedad
y al hambre, que somos capaces de pasar junto a las situaciones más horripilantes sin tan
siquiera pestañear. Nos hemos acostumbrado a ver cómo se levantan los rascacielos,
imponentes, sobre el telón de fondo de barrios mugrientos. Ante uno de los genocidios más
masivos de la historia, la comunidad internacional contempló en silencio el grotesco
espectáculo de la eliminación de miles y miles de personas. La vida se ha vuelto tan precaria,
que hemos llegado a inventar expresiones eufemísticas para acallar nuestros remordimientos de
conciencia. Así, hablamos de «interrupción del embarazo» y de «eutanasia», como si fuera
posible desligar estas expresiones de la dignidad sagrada de una persona humana que es
ejecutada sin piedad.
La Iglesia, cual Buen Samaritano, está comprometida con la salud y la vida. En el caso del
Buen Samaritano, llama la atención que se acerque a asistir a un judío, a pesar de que los judíos
no se trataban con los samaritanos. Pero gracias a este acercamiento amoroso, entre dos
personas que hasta entonces no habían tenido relación empieza una relación movida por el
amor, y ¡nace un nuevo prójimo! No es precisamente el amor el que llama al prójimo a la
existencia?
El texto evangélico del capítulo 10 de Lucas habla simplemente de «un hombre que bajaba de
Jerusalén a Jericó». Un hombre anónimo que puede ser representante de cualquier nación,
cultura o comunidad, incluso de cualquier raza o religión. Un hombre cualquiera, cualquier
hombre necesitado. Toda persona necesitada es mi prójimo. «Es un necesitado cualquiera que
se cruza en mi camino, no importa cuál sea su nombre, raza o religión. No perdamos tiempo
intentando saber los detalles; lo importante es no pasar dando un rodeo. Sólo una cosa debe
importarnos: que este pobre hombre me necesita, ¡y su nombre es Jesús!» [7].
3. El gozo de la comunión
El mundo en que vivimos es un mar de sufrimientos. Pienso ahora en los millones de personas
que sufren físicamente en los hospitales, en los asilos, y en las clínicas para enfermos en fase
terminal. Me vienen a la mente tantos niños, demasiado pequeños para comprender el misterio
del sufrimiento, pero ya maduros para experimentarlo. Me acuerdo de los chicos jóvenes que
en su lozanía lloran de dolor ante sufrimientos insoportables, y también de los ancianos, débiles
y fatigados, luchando y jadeando por un aliento más de vida. Pienso en el sufrimiento espiritual
de tanta gente: la soledad de los esposos separados; el aislamiento de los huérfanos que nunca
han conocido el calor de un hogar o una caricia de sus padres; la agonía de los drogadictos; la
angustia de los que sufren la muerte de un ser querido; la pena de los que sufren en soledad la
distancia de aquellos a quienes aman. En verdad, el sufrimiento es nuestro patrimonio común.
Tiene un sentido este sufrimiento? Cuál es el sentido humano del sufrimiento? Como decía
sucintamente Paul Claudel,«Dios no vino a eliminar el sufrimiento, sino a llenarlo con su
presencia». Jesús no suprime el sufrimiento, sino que lo eleva.
¿Cuál ha de ser nuestra actitud ante el sufrimiento? «La parábola del buen Samaritano
pertenece al Evangelio del sufrimiento. Indica, en efecto, cuál debe ser la relación de cada uno
de nosotros con el prójimo que sufre. No nos está permitido “pasar de largo”, con indiferencia,
sino que debemos “pararnos” junto a él. Buen Samaritano es todo hombre que se para junto al
sufrimiento de otro hombre, de cualquier género que ése sea. Esta parada no significa
curiosidad, sino más bien disponibilidad» [8]. La compasión por el que sufre, que nos impulsa
a asumir el compromiso de la acción saliendo al encuentro de su dolor, desemboca en una
comunión por la que todo hombre o mujer que sufre se convierte en mi hermano o hermana.
Es una verdad extraña, pero el sufrimiento une. Nos acerca a los que sufren, y quizás nos
acerca incluso a nosotros mismos. Cuando nos sentimos abajados, débiles e indefensos, no sólo
experimentamos de modo agudo nuestra creaturalidad ante Dios, sino también nuestra
solidaridad con el resto de la humanidad. Quizás podamos olvidarnos de aquellos con los que
hemos reído juntos; pero nunca olvidaremos a aquellos con los que hemos llorado. Es éste el
vínculo que lleva a la comunión. «El amor se asemeja algo al clarividente, tiene esa capacidad
de ver a través de lo oculto, de comprender lo que todavía no ha sido presentado, de discernir lo
que aún tiene que acontecer» [9]. Pero aún hay otra Persona con la que entramos en comunión
cada vez que alargamos la mano para servir al enfermo y al necesitado. Esa Persona no es otra
que el mismo Jesucristo. Él mismo nos lo dice en términos inequívocos: «En verdad os digo:
cuanto hicisteis a uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).
La grandeza o la pequeñez de nuestro amor y de nuestro servicio a Dios no es otra que la del
amor y del servicio a nuestro prójimo necesitado. En último análisis, es el amor lo único que
cuenta. Es lo que San Juan de la Cruz supo resumir tan maravillosamente cuando dijo: «En el
atardecer de la vida, nos examinarán en el amor».
El mensaje de la parábola del Buen Samaritano se puede resumir en tres palabras: compasión,
compromiso y comunión. La compasión nos hace sentir con -y en los que sufren; este sentir
con el prójimo nos lleva a un compromiso de amor y servicio para con los necesitados; y este
compromiso desemboca en una comunión amorosa, comunión con aquellos necesitados a los
que servimos, y comunión también con el mismo Dios.
Conclusión
Quisiera terminar esta meditación con una pequeña anécdota. En cierta ocasión un rabino
estaba instruyendo a sus discípulos. En el curso de su lección, les preguntó: ¿Cuándo comienza
el día?». Uno le contestó: «Cuando se alza el Sol y sus blandos rayos besan la Tierra que
reverbera como el oro, entonces comienza el día». Pero su respuesta no complació al rabino.
Entonces otro discípulo apuntó: «Cuando los pajarillos empiezan a cantar a coro, y la
naturaleza misma despierta a la vida después del sueño nocturno, entonces comienza el día».
Pero tampoco esta respuesta gustó al rabino. Y así, uno tras otro, todos los discípulos fueron
dando sus respuestas. Pero ninguna de ellas agradada al rabino. Por último, se rindieron todos,
y le preguntaron excitados: «Ahora,¡díganos usted mismo la respuesta correcta!
Cuandocomienzael día?» Y el rabino contestó sin alterarse: «Cuando ves a un extraño en la
oscuridad, y reconoces en él a tu Hermano, entonces despunta el día! Si no reconoces en el
extraño a tu hermano o hermana, ya puede alzarse el Sol, ya pueden cantar los pájaros, ya
puede despertar a la vida la misma naturaleza, que en tu corazón sigue siendo noche y
oscuridad».
Es el amor el que nos da ojos para ver, corazón para sentir, y manos para asistir. «La vocación
del cristiano es la de derramar generosamente la alegría por los nuevos caminos de los hombres
de nuestro tiempo, a menudo inéditos, a menudo peligrosos, pero siempre abiertos al hombre de
la calle, homo viator, desde el tiempo a la eternidad, en busca de la felicidad, feliz de encontrar
a Jesús, compañero de Emaús» [10]. Pido a Dios en esta mañana en que vamos a empezar
nuestras deliberaciones, que nos llene a todos con la luz del amor, que nos mueva a salir de
nosotros mismos para asistir a los necesitados, igual que el Buen Samaritano con el hombre que
bajaba de Jerusalén a Jericó, con este hombre que representa a toda la humanidad, en su
peregrinar terreno, que está herido y desangrándose, despojado de lo más profundo que hay en
su cultura, y en el que hay que infundir la novedad de la esperanza, de la salud y de la felicidad,
impregnándolo de lo divino, de lo sagrado, para restaurar en él su gloria primera. Es lo que dijo
San Ireneo: «La gloria de Dios, es el hombre viviente, y la vida del hombre, es la visión de
Dios» [11]. Entonces la parábola del Buen Samaritano se hará viva y nos hablará al corazón,
porque entonces sabremos quién es nuestro prójimo, y cumpliremos el mandato que Jesús dio
al escriba del Evangelio: «Ve, y haz tú lo mismo». Se nos invita a algo que va más allá de toda
ley. Cristo nos desafía a abrirnos al compromiso y a la comunión de su mandamiento nuevo.
Cardenal Paul Poupard
Presidente del Consejo Pontificio de la Cultura
Notas
1 JUAN PABLO II, Carta encíclica Evangelium vitae, 1995, n.3.
2 ORíGENES, Homilías 6,4, tomado de la segunda lectura del Oficio de lectura del jueves X
del tiempo ordinario.
3 PABLO VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 1975, n.20.
4 JUAN PABLO II, Carta encíclica Sollicitudo rei socialis, 1987, n.38.
5 Rooted in Cultures … Fruitful in Christ, Office of Education and Student Chaplaincy,
F.A.B.C., Manila, 1995, p. 16.
6 ROMANO GUARDINI, Volontá e Verità, Morcelliana, 1978, p. 149.
7 EDUARDO CARDENAL PIRONIO, «Homo quidam», Dolentium hominum,1986, n.1, p. 8.
8 JUAN PABLO II, Carta apostólica Salvifici doloris, 1984, n.28.
9 ROMANO GUARDINI, op. cit., p. 150.
10 CARDENAL PAUL POUPARD, Felicidad y fe cristiana, Barcelona, Horder, 1992, p. 163-
164.
11 SANT’IRENEO, Adversus Haereses, IV, 20, 7.

Padre Raniero Cantalamessa, ofmcap. -predicador de la Casa Pontificia


XV Domingo del Tiempo Ordinario (C)
Deuteronomio 30, 10-14; Colosenses 1, 15-20; Lucas 10, 25-37
El buen samaritano
Nos hemos propuesto, decía, comentar algunos evangelios dominicales inspirándonos en el
libro de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI sobre Jesús de Nazaret. A la parábola del buen
samaritano se dedican varias páginas del libro. La parábola no se comprende si no se tiene en
cuenta la pregunta a la que, con aquella, Jesús intentaba responder: «¿Quién es mi prójimo?».
A este interrogante de un doctor de la ley, Jesús responde narrando una parábola. En la música
y en la literatura mundial, hay comienzos que se han hecho célebres. Cuatro notas, en
determinada secuencia, y cualquier entendido exclama inmediatamente, por ejemplo: «Quinta
sinfonía de Beethoven: ¡el destino llama a la puerta!». Muchas parábolas de Jesús comparten
esta característica: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó…», y todos entienden
inmediatamente: ¡la parábola del buen samaritano!
En el ambiente judaico de aquel tiempo se discutía sobre quién debía ser considerado, para un
israelita, el propio prójimo. Se llegaba en general a comprender, en la categoría de prójimo, a
todos los compatriotas y a los prosélitos, esto es, a los gentiles que se habían adherido al
judaísmo. Con la elección de los personajes (¡un samaritano que socorre a un judío!) Jesús
viene a decir que la categoría de prójimo es universal, no particular. Tiene como horizonte el
hombre, no el círculo familiar, étnico o religioso. ¡Prójimo es también el enemigo! Se sabe que
de hecho los judíos «no tenían buenas relaciones con los samaritanos» (cfr. Jn 4, 9).
La parábola enseña que el amor al prójimo debe ser no sólo universal, sino también concreto y
activo. ¿Cómo se comporta el samaritano de la parábola? Si el samaritano se hubiera
contentado con acercarse y decir a ese desdichado que yacía en su propia sangre: «¡Pobrecito!
¡Cuánto lo siento! ¿Qué ha pasado? ¡Ánimo!», o palabras así, y después se hubiera marchado,
¿no habría sido todo ello una ironía y un insulto? Hizo otra cosa: «Acercándosele, vendó sus
heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a
una posada y cuidó de él. A día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo:
“Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva”».
Pero lo verdaderamente nuevo, en la parábola del buen samaritano, no es que en ella Jesús exija
un amor universal y concreto. La auténtica novedad, observa el Papa en su libro, está en otro
punto. Después de narrar la parábola, Jesús pregunta al doctor de la ley que le había
interrogado: «¿Quién de estos tres [el levita, el sacerdote, el samaritano] te parece que fue
prójimo del que cayó en manos de los salteadores?».
Jesús opera una inversión inesperada respecto al concepto tradicional de prójimo. Prójimo es el
samaritano, no el herido, como nos habríamos esperado. Esto significa que no hay que esperar
pasivamente a que el prójimo se cruce en nuestro camino, tal vez con luces de emergencia y
alarmas. Nos toca a nosotros estar dispuestos a percibir quién es, a descubrirle. ¡Prójimo es
aquello a lo que cada uno de nosotros está llamado a convertirse! El problema del doctor de la
ley aparece derribado; de problema abstracto y académico, se hace problema concreto y
operativo. La cuestión que hay que plantearse no es: «¿Quién es mi prójimo?», sino: «¿De
quién me puedo hacer prójimo, ahora, aquí?».
En su libro, el Papa realiza una aplicación actual de la parábola del buen samaritano. Ve a todo
el continente africano simbolizado en el desventurado que ha sido despojado, herido y dejado
medio muerto en la cuneta, y ve en nosotros, los de los países ricos del hemisferio norte, a los
dos personajes que pasan de largo, si no incluso a los salteadores que le han dejado en esas
condiciones.
Desearía apuntar otra posible actualización de la parábola. Estoy convencido de que si Jesús
viviera hoy en Israel, y un doctor de la ley le preguntara de nuevo: «¿Quién es mi prójimo?»,
cambiaría ligeramente la parábola, ¡y en el lugar de un samaritano pondría a un palestino! Si
después le interrogara un palestino, ¡en el lugar del samaritano encontraríamos a un judío!
Pero es muy cómodo limitar el tema a África o a Oriente Medio. Si fuéramos uno de nosotros
el que le preguntara a Jesús: «¿quién es mi prójimo?», ¿qué respondería? Nos recordaría
ciertamente que nuestro prójimo no es sólo el compatriota, sino también el extracomunitario;
no sólo el cristiano, sino también el musulmán; no sólo el católico, sino también el protestante.
Pero añadiría enseguida que no es esto lo más importante; lo más importante no es saber quién
es mi prójimo, sino ver de quién me puedo hacer yo prójimo, ahora, aquí; para quién puedo ser
yo el buen samaritano.

PARÁBOLA DEL BUEN SAMARITANO


Benedicto XVI, Ángelus de los días 15-VII-07 y 11-VII-10

"Queridos hermanos y hermanas:


Hoy la liturgia nos invita a reflexionar sobre la célebre parábola del buen samaritano (Lc 10,25-
37), que introduce en el corazón del mensaje evangélico: el amor a Dios y el amor al prójimo.
Pero, ¿quién es mi prójimo?, pregunta el interlocutor a Jesús. Y el Señor responde invirtiendo
la pregunta, mostrando, con el relato del buen samaritano, que cada uno de nosotros debe
convertirse en prójimo de toda persona con quien se encuentra. «Ve y haz tú lo mismo». Amar,
dice Jesús, es comportarse como el buen samaritano. Por lo demás, sabemos que el buen
samaritano por excelencia es precisamente él: aunque era Dios, no dudó en rebajarse hasta
hacerse hombre y dar la vida por nosotros.
Por tanto, el amor es «el corazón» de la vida cristiana; en efecto, sólo el amor, suscitado en
nosotros por el Espíritu Santo, nos convierte en testigos de Cristo.
El Evangelio de este domingo (XV-C) se abre con la pregunta que un doctor de la Ley plantea
a Jesús: «Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?» (Lc 10,25-37).
Sabiéndolo experto en Sagrada Escritura, el Señor invita a aquel hombre a dar él mismo la
respuesta, que de hecho éste formula perfectamente citando los dos mandamientos principales:
amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas, y amar al prójimo
como a uno mismo. Entonces, el doctor de la Ley, casi para justificarse, pregunta: «Y ¿quién es
mi prójimo?». Esta vez, Jesús responde con la célebre parábola del «buen samaritano», para
indicar que nos corresponde a nosotros hacernos «prójimos» de cualquiera que tenga necesidad
de ayuda. El samaritano, en efecto, se hace cargo de la situación de un desconocido a quien los
salteadores habían dejado medio muerto en el camino, mientras que un sacerdote y un levita
pasaron de largo, tal vez pensando que al contacto con la sangre, de acuerdo con un precepto,
se contaminarían. La parábola, por lo tanto, debe inducirnos a transformar nuestra mentalidad
según la lógica de Cristo, que es la lógica de la caridad: Dios es amor, y darle culto significa
servir a los hermanos con amor sincero y generoso.
Este relato del Evangelio ofrece el «criterio de medida», esto es, «la universalidad del amor que
se dirige al necesitado encontrado "casualmente", quienquiera que sea» (Deus caritas est, 25).
Junto a esta regla universal, existe también una exigencia específicamente eclesial: que «en la
Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad». El
programa del cristiano, aprendido de la enseñanza de Jesús, es un «corazón que ve» dónde se
necesita amor y actúa en consecuencia (ib. 31).
Confiemos a la Virgen María nuestro camino de fe a fin de que nuestros corazones jamás
pierdan de vista la Palabra de Dios y a los hermanos en dificultad.
[Después del Ángelus] El Evangelio de hoy nos recuerda que el verdadero creyente sabe
distinguirse por su amor a todo ser humano, especialmente a los marginados. Sin la caridad y la
misericordia, nuestra práctica cristiana no da fruto. También nos recuerda que ser cristianos
significa ser fieles a las palabras y al ejemplo de Jesús, especialmente viviendo una vida de
amor a Dios y al prójimo. Que el Señor nos conceda la gracia y la valentía necesarias para
responder siempre con generosidad, como el buen samaritano, a las necesidades de todos los
que sufren, ya sean cercanos o lejanos"

Necesitamos siempre a Dios, que se convierte en nuestro prójimo, para que nosotros
podamos a su vez ser prójimos.
27/IV/2016
Catequesis del Papa: La compasión “es una característica esencial de la misericordia de
Dios”

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Hoy reflexionamos sobre la parábola del buen samaritano (Cfr. Lc 10,25-37). Un doctor de la
Ley pone a prueba a Jesús con esta pregunta: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la
Vida eterna?» (v. 25). Jesús le pide dar a él mismo la respuesta, y él lo da perfectamente:
«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con
todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo» (v. 27). Jesús entonces concluye: «obra así y
alcanzarás la vida» (v. 28).
Entonces aquel hombre hace otra pregunta, que se hace muy preciosa para nosotros: «¿Y
quién es mi prójimo?» (v. 29), y presupone: “¿mis parientes? ¿mis connacionales? ¿Aquellos
de mi misma religión?...”. En fin, quiere una regla clara que le permita clasificar a los demás
en “prójimo” y “no prójimo”, en aquellos que pueden convertirse en prójimos y en aquellos
que no pueden hacerse prójimos.
Y Jesús responde con una parábola, que pone en escena a un sacerdote, un levita y un
samaritano. Los dos primeros son figuras relacionadas con el culto del templo; el tercero es un
judío cismático, considerado como un extranjero, pagano e impuro, es decir el samaritano. En
el camino de Jerusalén a Jericó el sacerdote y el levita se encuentran con un hombre
moribundo, que los ladrones han asaltado, robado y abandonado. La Ley del Señor en
situaciones símiles preveía la obligación de socorrerlo, pero ambos pasan de largo sin
detenerse. Tenían prisa. El sacerdote, tal vez, ha mirado el reloj y ha dicho: “pero, llegare
tarde a la Misa… Debo decir la Misa”. Y el otro ha dicho: “pero, no sé si la Ley me lo
permite, porque hay sangre ahí y quedare impuro…”. Van por otro camino y no se acercan. Y
aquí la parábola nos ofrece una primera enseñanza: no es automático que quien frecuenta la
casa de Dios y conoce su misericordia sepa amar al prójimo. ¡No es automático! Tú puedes
conocer toda la Biblia, tú puedes conocer todas las normas litúrgicas, tú puedes conocer toda
la teología, pero del conocer no es automático el amar: el amar tiene otro camino, el amor
tiene otro camino. Con inteligencia, pero con algo más… El sacerdote y el levita ven, pero
ignoran; miran, pero no proveen. Ni siquiera existe un verdadero culto si ello no se traduce en
servicio al prójimo. No lo olvidemos jamás: ante el sufrimiento de tanta gente agotada por el
hambre, por la violencia y la injusticia, no podemos permanecer como espectadores. ¡Ignorar
el sufrimiento del hombre, ¿qué cosa significa? Significa ignorar a Dios! Si yo no me acerco a
aquel hombre, a aquella mujer, a aquel niño, a aquel anciano o aquella anciana que sufre, no
me acerco a Dios.
Pero, vayamos al centro de la parábola: el samaritano, es decir, aquel despreciado, aquel
sobre quien nadie habría apostado nada, y que de todos modos también él tenía sus deberes y
sus cosas por hacer, cuando vio al hombre herido, no pasó de largo como los otros dos, que
estaban relacionados con el Templo, sino «lo vio y se conmovió» (v.33). Así dice el Evangelio:
“Tuvo compasión”, es decir, ¡el corazón, las vísceras, se han conmovido! Esta ahí la
diferencia. Los otros dos “vieron”, pero sus corazones permanecieron cerrados, fríos. En
cambio, el corazón del samaritano era sintonizado con el corazón de Dios. De hecho, la
“compasión” es una característica esencial de la misericordia de Dios. Dios tiene compasión
de nosotros. ¿Qué cosa quiere decir? Sufre con nosotros, nuestros sufrimientos Él lo siente.
Compasión: “compartir con”. El verbo indica que las vísceras se mueven y tiemblan a la vista
del mal del hombre. Y en los gestos y en las acciones del buen samaritano reconocemos el
actuar misericordioso de Dios en toda la historia de la salvación. Es la misma compasión con
la cual el Señor viene a encontrar a cada uno de nosotros: Él no nos ignora, conoce nuestros
dolores, sabe cuánta necesidad tenemos de ayuda y consolación. Esta cerca y no nos abandona
jamás. Pero podemos, cada uno de nosotros, hacernos la pregunta y responder en el corazón:
“¿Yo lo creo? ¿Yo creo que el Señor tiene compasión de mí, así como soy, pecador, con tantos
problemas y tantas cosas?”. Pensar en esto y la respuesta es: “¡Sí!”. Pero, cada uno debe
mirar en el corazón si tiene la fe en esta compasión de Dios, de Dios bueno que se acerca, nos
cura, nos acaricia. Y si nosotros lo rechazamos, Él espera: ¡es paciente! Siempre junto a
nosotros.
El samaritano se comporta con verdadera misericordia: venda las heridas de aquel hombre, lo
lleva a un albergue, lo cuida personalmente, provee a su asistencia. Todo esto nos enseña que
la compasión, el amor, no es un sentimiento vago, sino significa cuidar al otro hasta pagar
personalmente. Significa comprometerse cumpliendo todos los pasos necesarios para
“acercarse” al otro hasta identificarse con él: «amaras a tu prójimo como a ti mismo». Este es
el mandamiento del Señor.
Concluida la parábola, Jesús devuelve la pregunta al doctor de la Ley y le pide: «¿Cuál de los
tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?» (v. 36). La
respuesta es finalmente inequivocable: «El que tuvo compasión de él» (v. 37). Al inicio de la
parábola para el sacerdote y el levita el prójimo era el moribundo; al final el prójimo es el
samaritano que se ha hecho cercano. Jesús cambia la prospectiva: no clasificar a los demás
para ver quién es el prójimo y quién no lo es. Tú puedes hacerte prójimo de quien se encuentra
en la necesidad, y lo serás si en tu corazón tienes compasión, es decir, tienes esa capacidad de
sufrir con el otro.
¡Esta parábola es un estupendo regalo para todos nosotros, y también un compromiso! A cada
uno de nosotros Jesús repite lo que le dijo al doctor de la Ley: «Ve, y procede tú de la misma
manera» (v. 37). Estamos todos llamados a recorrer el mismo camino del buen samaritano,
que es la figura de Cristo: Jesús se inclinó hacia nosotros, se ha hecho nuestro siervo, y así
nos ha salvado, para que también nosotros podamos amarnos como Él nos ha amado, del
mismo modo. ¡Gracias!

BENEDICTO XVI
Carta Encíclica DEUS CARITAS EST (Dios es amor)

Santa María, Madre de Dios,


tú has dado al mundo la verdadera luz,
Jesús, tu Hijo, el Hijo de Dios.
Te has entregado por completo
a la llamada de Dios
y te has convertido así en fuente
de la bondad que mana de Él.
Muéstranos a Jesús. Guíanos hacia Él.
Enséñanos a conocerlo y amarlo,
para que también nosotros
podamos llegar a ser capaces
de un verdadero amor
y ser fuentes de agua viva
en medio de un mundo sediento.

Dado en Roma, junto a San Pedro, 25 de diciembre, solemnidad de la Natividad del Señor, del
año 2005, primero de mi Pontificado.

You might also like