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De la deliberación
¿Se puede deliberar sobre todas las cosas sin excepción? ¿Es todo asunto de deliberación?
¿O bien hay ciertas cosas respecto de las que la deliberación no es posible? Téngase en
cuenta que el objeto de la deliberación de que hablo, no es el objeto sobre que pueda
deliberar un imbécil o un demente; sino sólo el objeto sobre que delibera un hombre que está
en el pleno goce de su razón. Y así nadie delibera sobre las cosas y verdades [64] eternas:
por ejemplo, sobre el mundo; ni sobre este axioma: que el diámetro y el lado{55}son
inconmensurables. Tampoco se puede deliberar sobre ciertas cosas que están sometidas al
movimiento, pero que se realizan siempre según las mismas leyes, sea por una necesidad
invencible, sea por su naturaleza, sea por cualquiera otra causa; como son, por ejemplo, los
movimientos de equinoccio y de solsticio respecto del sol. Tampoco es posible deliberar
sobre las cosas que son tan pronto de una manera como de otra; por ejemplo, las sequías y
las lluvias; ni sobre los sucesos que dependen únicamente del azar, como el hallazgo de un
tesoro. Tampoco puede aplicarse la deliberación sin excepción alguna a todas las cosas
puramente humanas; y así a un lacedemonio no se le ocurrirá deliberar sobre la mejor
medida política que hayan de tomar los escitas; porque nada de esto puede producirse
mediante nuestra intervención ni depende de nosotros.
No deliberamos sino sobre cosas que están sometidas a nuestro poder; y estas son
precisamente todas aquellas de que hasta ahora no hemos hablado. La naturaleza, la
necesidad, el azar, es cierto que pueden ser causas de muchas cosas; pero es preciso contar
además con la inteligencia y todo lo que se produce por la voluntad del hombre. Los
hombres deliberan, cada cual en su esfera, sobre las cosas que se creen capaces de poder
hacer. En las ciencias exactas, independientes de toda arbitrariedad, no ha lugar a deliberar;
por ejemplo, en la gramática, donde no hay ni alternativa ni incertidumbre posible sobre la
ortografía de las palabras. Pero deliberamos sobre las cosas que dependen de nosotros, y que
no son siempre invariablemente de una sola y misma manera; por ejemplo, se delibera sobre
las cosas de medicina, sobre las especulaciones de comercio y sobre los negocios. Se
delibera sobre el arte de la navegación más que sobre el arte de la gimnástica, en la
proporción que la primera de estas artes es menos precisa que la segunda. Lo mismo sucede
en todo lo demás; y se delibera más sobre las artes que sobre las ciencias, porque aquellas
presentan más materia a la incertidumbre y al disentimiento.
Así, pues, siempre es el hombre, como acabamos de decir, el principio mismo de sus actos;
la deliberación recae sobre las cosas que puede hacer; y los actos tienen siempre por objeto
otras cosas distintas de ellos mismos. Por consiguiente, no es sobre el fin mismo sobre que
se delibera, sino sobre los medios que pueden conducir a él. No se delibera tampoco sobre
las cosas individuales y particulares; por ejemplo, para saber si este objeto que se tiene a la
vista es pan, ni si está bien cocido, ni si está trabajado convenientemente; porque estas son
cosas que la sensación por sí puede juzgar; y si se hubiera de deliberar siempre y sobre todo,
sería cosa de perderse en el infinito. Pero el objeto de la deliberación es el mismo que el de
la intención o preferencia, con esta sola diferencia: que el objeto de la intención o de la
preferencia debe estar previamente fijado. El objeto en que se fija el juicio después de una
deliberación reflexiva, es el que la intención prefiere, puesto que se cesa de indagar cómo se
debe obrar desde el momento en que se ha visto la causa de la acción en sí misma, y se la ha
sometido a esta facultad que en nosotros dirige y gobierna todas las demás; porque ella es la
que prefiere y escoge con intención. Esta distinción se puede ver con plena evidencia hasta
en los antiguos gobiernos, cuya imagen nos ha trazado Romero; allí se ve a los reyes
anunciar al pueblo las resoluciones que han preferido y lo que tienen intención de hacer.
Así, pues, siendo siempre el objeto de nuestra preferencia, sobre el cual se delibera y el cual
se desea, una cosa que depende de nosotros, podrá definirse la intención o preferencia,
diciendo que es el deseo reflexivo y deliberado de las cosas que dependen solamente de
nosotros solos; porque nosotros juzgamos después de haber deliberado, y luego deseamos el
objeto conforme a nuestra deliberación y a nuestra resolución voluntaria.
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{56} Aristóteles habla siempre con esta modestia de sus obras, aunque sean de primer orden,
como lo es este capítulo.
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