You are on page 1of 32

Confianza legítima y discrecionalidad de la Administración(*)(**), Por Guariglia, Carlos E.

- El
Derecho Administrativo, [2017] - (06/09/2017, nro 14.260)

Introducción

1. El desarrollo del tema objeto de este estudio se ajustará a la siguiente metodología.

En primer término, haré mención al enclave teórico o argumental dentro del cual el instituto de la
confianza legítima, a mi juicio, debe ser examinado.

Con posterioridad, me referiré a la protección de la confianza legítima como principio general del
derecho, exponiendo los rasgos más salientes empleados por la doctrina y jurisprudencia
extranjera, con especial referencia a Alemania y España(1).

En el caso de la discrecionalidad de la Administración, la referencia se hará sea manejando ideas


ya conocidas, pero también con alguna apreciación de mi parte, en el afán de tejer –si es posible–
un entramado entre ambas nociones.

Amalgamando lo que vengo de exponer, trataré de balancear el estudio del principio de la


confianza en relación con la discrecionalidad de la Administración, examinándolo como un límite de
esta última conjuntamente con los ya conocidos(2).

Concluiré con una referencia a la jurisprudencia del TCA tratando de indagar si este ha recogido en
forma expresa o implícita el mencionado principio.
I

Enclave teórico

1. En lo que dice relación con el encuadre teórico argumental en el que ubico a la confianza
legítima, entiendo que existe una estrecha relación entre la evolución que ha sufrido la ciencia del
derecho, y la concepción de la confianza legítima como principio general del derecho.

2. En los últimos tiempos la filosofía y la teoría general del derecho se encuentran en plena
revisión habiéndose generado un debate que, no obstante ser reducionista para algunos, se
encuentra centrado en una corriente que tiene por objeto presentar una nueva perspectiva de la
argumentación jurídica o, a mi criterio –por cierto que entre otras consecuencias–, reavivar lo que
ha sido la clásica controversia histórica del pensamiento jurídico entre el iusnaturalismo y el
positivismo, cada uno en sus diversas versiones(3).

De forma abreviada queda explicitada en la siguiente afirmación de Zagrebelsky(4): "Lo que es


verdaderamente fundamental, por el mero hecho de serlo, nunca puede ser puesto, sino que debe
ser siempre presupuesto".

3. Tampoco es ajena a esta reflexión la conocida polémica entre el Prof. de la Universidad de


Oxford Ronald Dworkin y su antecesor Herbert Lionel Hart acerca de si es asumible o no una
distinción entre reglas y principios(5).

Tal distinción se presenta como una cuestión previa en el tratamiento de cualquier instituto en el
marco del Derecho público: en definitiva es la añeja disputa acerca de la separación entre el
derecho y la moral que reaparece en toda su dimensión y con todas sus consecuencias(6).

4. Lo que vengo de exponer –como se habrá observado– se vincula con el surgimiento del llamado
neoconstitucionalismo, cuya referencia merece una serie de puntualizaciones.
Tuve oportunidad de referirme a esta corriente en trabajos anteriores(7) pero en esta oportunidad,
aunque de forma abreviada, procede realizar algunas puntualizaciones.

El tránsito desde un "derecho de reglas" a un "derecho de principios" predica entre otros


contenidos el apartamiento de la concepción del juez aplicador del derecho que caracterizó al
modelo decimonónico.

La figura del juez autómata sujeto a silogismos deductivos viene a ser desplazada por la del juez
creador del derecho que trabaja con principios y valores.

El discurso que ponía el énfasis en un saber jurídico identificado con el científico se enfrenta a una
rehabilitación del saber práctico que hace posible, por lo menos, algún saber, focalizado en
conductas humanas con el objeto de dirigirlas o valorarlas(8).

5. Es por tanto dentro de este nuevo marco que nos presenta la teoría general del derecho donde
ubico la base argumental del principio de protección de la confianza legítima.

Entiendo que dicho planteo encuadra dentro de este nuevo paradigma que, en relación con el
modelo decimonónico –que había construido un sistema único, pleno y coherente–, propone el
desplazamiento de la unidad por el pluralismo; sostiene que la plenitud y hermetismo del orden
jurídico debe dar paso a la apertura jurisdiccional, mientras que la coherencia lógico-formal,
necesaria pero no excluyente, debe compartir su espacio con la argumentación(9).

Comprender los términos de esta polémica creo que resulta esencial, se compartan o no los
postulados contemporáneos que cada corriente del pensamiento iusfilosófico profesa, y lo destaco
porque pienso que, en temas como el de la protección de la confianza legítima y la discrecionalidad
administrativa, su debida inteligencia resulta por demás relevante.
6. En particular, respecto del tema objeto de este estudio, pero también en tantos otros que
despiertan el interés científico, véase que se está poniendo en el banco de prueba el predicamento
de Dworkin –acertado o no– defendiendo la idea de la unidad de solución justa o correcta a todos
los problemas jurídicos, tema estrechamente vinculado con el reconocimiento e identificación de los
límites del conocimiento jurídico.

7. Encuentro, entonces, que estas cuestiones, por su incidencia, no pueden ser ignoradas al
tiempo de defenderse una determinada posición acerca del concepto, ubicación, límites y control de
la discrecionalidad administrativa, a la vez que conforman el escenario apropiado para entender el
principio de la protección de la confianza legítima, y con espíritu más comprensivo.

Ya lo dijo hace muchos años García de Enterría(10): El progreso del pensamiento jurídico y del
derecho mismo como realidad social está justamente en la perfección de esos dos polos que
presiden al derecho: valores superiores y experiencia tópica, según el pensamiento de Viehwec, y
bajo cuya tensión recíproca viven. Por ello afirmó que para dilucidar el verdadero carácter de los
principios generales del derecho, la caracterización de la ciencia jurídica como una ciencia
necesariamente obediente al tipo de pensamiento tópico es, en verdad, algo esencial.

8. Esta nueva concepción, que se encuentra entonces indudablemente comprometida con una
visión metateorética, coincide mayoritariamente –con algún matiz– en sostener que el paradigma
dogmático, exegético, legalista estricto o integral, ha sido superado por otro modelo que hunde sus
raíces en lo que se ha dado en llamar la rematerizalición o resustancialización de las
Constituciones, expresiones a través de las cuales se procura subrayar la recepción de la
fundamentación axiológica del derecho a partir de la Constitución.

El impacto que registra este nuevo paradigma se proyecta:

a) en la teoría de las fuentes del derecho;

b) en los criterios de interpretación de la Constitución y de la ley; y

c) en la existencia de una ciencia jurídica más comprometida que cuestiona la tesis decimonónica
de la separación entre derecho y moral.

9. Robert Alexy(11), reconocido como no iusnaturalista, ha llegado a sostener que la superación


del legalismo decimonónico se expresa preconizando:

a) valor en vez de norma;

b) ponderación en vez de subsunción;

c) omnipresencia de la Constitución en vez de independencia del derecho ordinario;

d) claro protagonismo judicial basado en la Constitución en lugar de la autonomía del legislador


democrático dentro del marco de la Constitución.

En otros términos, toda esta transformación se resume:

a) en un giro del legalismo al constitucionalismo;

b) la superación del saber jurídico como saber teórico por el saber jurídico como saber práctico;

c) la incorporación de nuevos saberes jurídicos sin afiliarse únicamente al cientificismo kelseniano;

d) el desbordamiento de las fuentes del derecho producto, entre otras causas, de la incidencia de
los principios generales del derecho y del desplazamiento de la soberanía nacional al derecho
globalizado y supranacional.

No es el momento de examinar los argumentos que se esgrimen acerca del nuevo Estado
constitucional o, lo que es lo mismo, las explicaciones que se exponen sobre qué debe entenderse
por neoconstitucionalismo.

No me detengo en el examen de si se trata de una versión nueva o de un retorno a conceptos que


habían sido abandonados.

Ahora bien, se comparta o no el rótulo empleado para identificar a esta corriente del pensamiento
jurídico conocida como neoconstitucionalismo; se acepte, por ejemplo, que el prefijo "neo" de
entrada genere cierta incredulidad; incluso compartiendo la crítica de que la expresión puede
adolecer de una excesiva amplitud semántica y todavía más; sin olvidar la diversa filiación
iusfilosófica de muchos autores que adhieren a ella, a mi juicio, resulta innegable el hecho de que
esta visión responde a un propósito común: a todos ellos los vincula el ánimo de subrayar que el
derecho no solo se integra por normas que obedecen a la interpretación silogística y a la
subsunción, sino también por principios y directrices, siendo desde luego siempre reformulado por
la argumentación. El positivismo dogmático, férreo diseñador de la subsunción normativa, se ve
obligado a dejar espacio al derecho principialista, donde rige la ponderación.

Como ha sostenido Ferrajoli(12), el paradigma paleopositivista del Estado legislativo de derecho ha


quedado superado por el Estado constitucional.

Dicho modelo aplicado al derecho administrativo y con especial referencia a lo que se llamó la
constitucionalización del derecho administrativo, a la que hacía alusión Sayagués Laso en su
Tratado, actúa a la inversa de cómo la percibía el maestro.

Su estudio y conclusiones partían de las Constituciones decimonónicas producto del Estado


legalista, y donde el fenómeno de la mentada constitucionalización se concebía como un ascenso
de las normas de nuestra disciplina hacia la Constitución, conforme con el pensamiento imperante
en la época en que el autor escribió su obra.
Pero la teoría del Estado constitucional opera al revés, esto es, se produce el descenso de la
Constitución con sentido invasor hacia el ordenamiento infravalente donde la parte dogmática
despliega un rol preponderante, por ejemplo, en la teoría de la interpretación jurídica.

La omnipresencia constitucional hacia el resto del orden jurídico –y su consiguiente dimensión


totalizadora– significa que la Constitución impregna no solo al derecho administrativo sino que
también supone la constitucionalización de todo el derecho.

La respuesta que el operador jurídico requiere debe buscarla primero en la Constitución y luego
aplicarla a la rama del derecho de que se trate.

En otras palabras, la frecuente alusión que se realiza en la literatura jurídica de las últimas décadas
a la constitucionalización del ordenamiento jurídico no es otra cosa que una transformación
operada en la realidad de este como consecuencia de la adopción de una teoría acerca de lo que la
Constitución es: un orden valorativo donde los elementos estructurales del Estado responden a
principios sustantivos que se encuentran en la base del sistema de los derechos humanos.

De ahí la creciente importancia de la parte dogmática de las Constituciones, ámbito en el cual


residen los derechos humanos como emanación de la dignidad de la persona humana.

Esto no es nuevo para nosotros. Justino Jiménez de Aréchaga, luego de reconocer el sustrato
iusnaturalista de nuestra Constitución, afirma que "si los derechos esenciales son inherentes a la
personalidad del hombre, de ahí debemos derivar una regla interpretativa fundamental para la
comprensión de toda la Sección II de nuestra Carta".

Recordemos que el art. 7º de nuestra Constitución nació nada menos que en el art. 130 de la Carta
de 1830, y que el art. 72 proviene del art. 173 de la Constitución de 1918.

10. Quiero también destacar dentro de este contexto –en el que se desarrolla la confianza
legítima– que dicho instituto también se identifica con otro de los aportes del Estado constitucional,
como lo es el reconocimiento de la naturaleza dual de los derechos humanos, concebidos no solo
como derechos subjetivos frente al Estado conforme con la concepción tradicional, sino también
como normas objetivas que expresan un contenido axiológico de validez universal –y allí reside el
sostén ético de la confianza–, las cuales tomadas en su conjunto dan origen a un sistema de
valores.

Por tal razón entiendo que esta doble proyección de los derechos humanos tiene una indudable
incidencia en el derecho administrativo y por supuesto que comprende el tema de este estudio, que
se ubica en el terreno de la relación jurídico-administrativa.

Desde este contexto, enmarcado dentro de un derecho principialista, pienso que resulta más
accesible abordar el tema de la confianza legítima, precisamente porque se trata de un principio
general del derecho.

II

El principio de protección de la confianza legítima

1. Comenzando con la confianza legítima, la mayoría de los autores(13) ubican su nacimiento en la


década de los años 50, más precisamente, a partir del año 1956 por gestación de la jurisprudencia
alemana inmediatamente posterior a la segunda posguerra mundial, a partir del caso conocido
como "la viuda de Berlín".

Así, la jurisprudencia administrativa germana vinculó la protección de la confianza legítima con el


dictado de actos administrativos que siendo beneficiosos para el destinatario, no obstante,
resultaban ilegítimos, admitiendo su revisión no de manera ilimitada, sino bajo las condiciones que
estableció dicha jurisprudencia.

También el Tribunal Constitucional Federal recurrió a la confianza legítima como criterio limitante
respecto de las leyes dictadas con efecto retroactivo, o simplemente por el dictado de nuevas leyes
que modificaban otras que beneficiaban a los ciudadanos.
El instituto se ha expandido desde el derecho alemán asumiendo verdadera notoriedad podría
decirse a partir de las últimas tres décadas, y así además de lo que vengo exponiendo, se le ha
invocado para fundar la responsabilidad del Estado por acto legislativo la validez y eficacia de los
contratos administrativos pese a ser antijurídicos; también como fundamento del precedente
administrativo, y todavía más recientemente se le ha vinculado con el derecho de acceso a la
información pública. El principio de la confianza legítima es plenamente conocido y aplicado en la
Europa continental, con la única excepción que proviene tanto de la jurisprudencia del Consejo
Constitucional como del Consejo de Estado francés, los cuales, salvo casos de excepción, han sido
renuentes en lo que refiere a su aplicación.

Corresponde sí destacar que por la influencia de los miembros alemanes, lenta pero de manera
inequívoca, el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas ha ido elaborando una firme
jurisprudencia que ha acogido la protección de la confianza legítima y donde los principios
generales del derecho jugaron un rol facilitador en la medida que ellos encontraban recepción
expresa o implícita en los ordenamientos jurídicos internos.

En el derecho británico y los países del common law, puede decirse que se ha producido un
desarrollo interesante del concepto, conocido como "legitimate expectations" noción que se
aproxima a otra institución, esta sí de viejo cuño en dicho sistema, que se conoce con el nombre de
estoppel, concepto que se estima cercano a la teoría de los actos propios, ambas con fuerte
raigambre en el derecho privado.

En los Estados Unidos la jurisprudencia de la Suprema Corte ha sido reacia a admitir la invocación
del estoppel por parte de los litigantes en sus relaciones con las instituciones gubernamentales,
mientras que, a través de una apreciación muy genérica en relación con los países
latinoamericanos, se puede afirmar que el instituto no es desconocido en su esencia, pero a pesar
de la exaltación que buena parte de la doctrina ha procurado llevar a cabo, no ha logrado
despegarse asumiendo una caracterización jurídica propia y, por ende, autónoma en relación con
los principios de seguridad jurídica o de buena fe. En ocasiones, su aplicación se concretiza a
través de la aplicación de la teoría de los actos propios o, como acabo de expresar, con el principio
de buena fe.

2. Someramente todos los que predican la protección de la confianza legítima, más allá de su
recepción por el derecho positivo, consideran que se trata de un principio general del derecho,
fundado en la seguridad jurídica, el principio de buena fe, la estabilidad de las situaciones jurídicas,
la equidad, pero principalmente se le ha reconocido como un valor derivado del Estado de
derecho(14).
3. ¿Qué es entonces el principio de protección de la confianza legítima?

Siguiendo a Coviello(15), autor que ha realizado uno de los estudios más profundos sobre el tema,
diré que la protección de la confianza legítima es un postulado derivado del Estado de derecho, que
tiene su fundamento en los principios de seguridad jurídica y de equidad, que ampara a quienes de
buena fe creyeron en la validez de los actos jurídicos sean éstos de alcance general o singular,
administrativos o legislativos, que también alcanza aquellas conductas de la Administración que se
manifiestan a través de promesas, declaraciones o informes con tal que ellas sean relevantes y
eficaces para dar nacimiento a dicha creencia y cuya revocación provoca un daño antijurídico a los
afectados, erigiéndose siempre que se configuren tales componentes en un derecho que el
individuo puede invocar.

En otros términos, la confianza legítima viene a conformar un principio que pretende darle mayor
permeabilidad al derecho administrativo, el cual, si bien se deriva directamente de los principios de
seguridad jurídica y buena fe, adquiere una identidad propia en virtud de las especiales reglas que
se imponen en la relación entre Administración y persona. Es por ello que la confianza en la
Administración no solo es éticamente deseable sino jurídicamente exigible. Este principio se aplica
como mecanismo para conciliar el conflicto entre los intereses público y privado cuando la
Administración ha creado expectativas favorables para el ciudadano y lo sorprende al eliminar
súbitamente esas condiciones. Por lo tanto, conforme con él, la confianza que el interesado
deposita en la estabilidad de la actuación de la Administración, es digna de protección y debe
respetarse.

4. Mairal(16) se preguntaba cuál era la razón por la que la teoría de los actos propios no podía ser
aplicada al derecho administrativo.

Teóricamente debe suponerse que los cambios de posición en que incurre la Administración tienen
como propósito tutelar al bien común y que el obrar administrativo se perfila en una mejor defensa
del interés general.

Pero, como sabemos, ello no siempre es así, por lo cual lo expresado por Mairal en relación con la
teoría de los actos propios es enteramente aplicable al principio de confianza legítima en el ámbito
del derecho administrativo, porque en el caso de la Administración tampoco está exenta de incurrir
ella misma en contradicciones, vulnerando derechos que han creado una situación más favorable
que después sorpresivamente se modifica.
Entonces el fundamento del principio de confianza legítima radica en la exigencia de la más
elemental seguridad jurídica inherente al Estado de derecho, como en el principio de buena fe que
rige las relaciones jurídico-administrativas(17). Yo diría que en la necesaria certidumbre que debe
arrojar el comportamiento de la Administración inspirando confianza en los ciudadanos que
periódicamente y de diversas formas se relacionan con ella.

Los ciudadanos, los funcionarios públicos, en fin, todos aquellos que de alguna manera se vinculan
con la Administración pública poseen el derecho a prever y ordenar hacia el futuro su propia vida.
Para ello es necesario que el derecho garantice un mínimo de estabilidad sobre la cual construir un
proyecto personal o profesional, sin que los cambios del ordenamiento supongan trastornos en las
relaciones jurídicas ya entabladas, como tampoco cambios en las expectativas jurídicas creadas.

Afirma Larenz(18): "El ordenamiento jurídico protege la confianza suscitada por el comportamiento
de otro y no tiene más remedio que protegerla, porque poder confiar, es condición fundamental
para una pacífica vida colectiva y una conducta de cooperación entre los hombres y, por tanto, de
la paz jurídica. Quien defrauda la confianza contraviene una exigencia que el derecho con
independencia de cualquier comportamiento moral, tiene que ponerse a sí mismo porque la
desaparición de la confianza pensada como un modo general de comportamiento, tiene que impedir
y privar de seguridad al tráfico interindividual".

5. Claro que tampoco se trata de emplear dicho principio como una especie de salvoconducto ante
cualquier tipo de circunstancias.

Remitiéndome a la doctrina y al derecho positivo alemán, los límites a la aplicación del mencionado
principio dependen de si el acto administrativo es legítimo o ilegítimo.

Advierte Maurer(19) que "antes regía el principio de que los actos administrativos favorables pero
antijurídicos podían –por aplicación del principio de legalidad de la Administración– ser revisados de
oficio, por regla general y en cualquier momento; la mera antijuridicidad era causa de revisión de
oficio lo que en alemán se conoce con la expresión Rick nahme grund, pero a mediados de los
años cincuenta –observa– la jurisprudencia propició un cambio fundamental que supuso el
distanciamiento de la interpretación anterior y una limitación considerable de la revisión de oficio de
los actos administrativos favorables por la invocación del principio de la confianza legítima".
Esta posición jurisprudencial con algunas atenuantes fue recogida en el caso del acto
administrativo ilegítimo por los arts. 48 a 50 de la Ley de Procedimiento Administrativo de la
República Federal de Alemania.

6. Aclaro previamente que el principio de la irrevocabilidad de oficio fundado en la confianza


legítima alude preferentemente a actos administrativos que tienen por objeto una prestación
pecuniaria, conforme a una clasificación que impera en el derecho alemán como en el español que
distingue actos beneficiosos y actos de gravamen.

Pero ello no ha impedido que también el principio sea aplicado en otras situaciones donde no
están en juego intereses pecuniarios.

El citado art. 48 dispone que un acto administrativo favorable antijurídico solo pueda ser revisado
de oficio cuando el principio de protección de la confianza no se opone a dicha revisión.

7. La aplicación del principio resulta procedente cuando: a) el beneficiario ha confiado en la


permanencia del acto administrativo; b) su confianza es protegible y c) el interés en la protección de
la confianza legítima prevalece frente al principio de legalidad después de una previa ponderación
con el interés público comprometido.

Vinculado con las exigencias a) y b) pero especialmente con la c) en la actualidad el principio de


protección de la confianza legítima se ha invocado en materia de Ordenamiento Territorial y Medio
ambiente, y digo con la c) porque allí entra en tensión el principio de protección de la confianza
legítima con el interés general, conflicto que la jurisprudencia germana resuelve mediante el criterio
de la ponderación de intereses, conforme con la postura desarrollada por Robert Alexy, aplicando la
fórmula de peso.

8. No corresponde invocar la confianza legítima en los supuestos que atañen a la esfera de


responsabilidad del beneficiario (Verantwortungs-bereich den Begüngstigter): a) cuando el
beneficiario ha obtenido la declaración de voluntad de la Administración dolosamente mediante
fraude, intimidación o cohecho; b) cuando el beneficiario conocía o debía conocer la ilegitimidad del
acto administrativo y si no la conocía se debía a su manifiesta negligencia (nadie puede
beneficiarse de su propia torpeza) y c) cuando la antijuridicidad del acto proviene de un hecho
imputable al beneficiario: por ejemplo, si aportó información falsa induciendo a error a la
Administración sin que sea relevante la procedencia de la información, es decir, de que sea o no
responsable de la falsedad.

La jurisprudencia ha exigido en algunas ocasiones, expresa Maurer, que el beneficiario demuestre


que, como consecuencia del dictado del acto administrativo favorable, adoptó determinadas
decisiones en su vida privada, negocial, profesional, etc.

En el caso de la revocación de actos legales, la posición de la jurisprudencia alemana está


orientada al examen del motivo o que invoca la Administración para proceder a la revocación. La
jurisprudencia no ha consagrado un criterio de tipo general, sino que ha preferido el estudio caso
por caso, pero en ocasiones se ha detenido a examinar si la causa de la revocación le es imputable
a la Administración, así como quien sea en la situación concreta el responsable.

En resumen, el principio de la confianza legítima es un principio general que tiene sin duda como
muchos principios un claro componente ético.

Ha afirmado Larenz(20) que dicho principio presenta un componente ético jurídico y otro que se
orienta hacia la seguridad del tráfico jurídico: uno no se puede separar del otro, concluye.

En el mismo sentido, se pronuncia González Pérez cuando asevera que la buena fe incorpora el
valor ético de la confianza y en el ámbito de las relaciones jurídico-administrativas se aplica a la
conducta o actuación que cabe esperar de una Administración pública respecto de otra o respecto
del ciudadano o de este en relación con la Administración pública.

9. No me puedo extender más en relación con el mencionado principio, por lo que me interesa
ahora vincularlo con la discrecionalidad administrativa.

III
Algunos comentarios acerca de la discrecionalidad de la Administración

1. Comienzo citando a Brito(21), quien ha hecho referencia a la discrecionalidad como la aptitud de


apreciación del cuándo y cómo del obrar administrativo, subrayando que tal operación cesa cuando
la Administración elige entre los comportamientos legales posibles.

A partir de allí, no existe más actividad discrecional sino acto administrativo emergente del ejercicio
de la potestad discrecional.

2. No voy obviamente a profundizar en la discrecionalidad administrativa, de la que se han


ocupado con toda solvencia quienes me han precedido.

Todos conocemos, a su vez, partiendo de la diferencia específica, la distinción entre actividad


reglada y actividad discrecional.

3. Pero como, a su vez, en doctrina también se ha distinguido entre discrecionalidad, conceptos


jurídicos indeterminados y margen de apreciación, aunque sea de forma muy resumida, debo
expresar cuál es mi posición en ese sentido, para luego también en forma sucinta indagar qué
grado de aproximación tienen esas nociones con el principio de confianza legítima.

Por lo tanto, entonces, pese a que desde hace algún tiempo la distinción que surgiera de la
doctrina alemana entre discrecionalidad y conceptos jurídicos indeterminados ha sido puesta en
duda, me adhiero a la posición que apoya tal distinción.

4. En otro sentido, también me afilio a la posición de García de Enterría respecto de la relevancia


que en los conceptos jurídicos indeterminados tiene la técnica de aproximación por juicios
disyuntivos a fin de acotar el margen de apreciación, como método aplicable a la actividad
intelectiva a fin de alcanzar la mayor proximidad que sea posible en relación con el núcleo del
concepto indeterminado.
5. Desde la diferencia específica que permite distinguir entre actividad reglada y discrecional, se
puede advertir que existe un componente teórico que le es común y que reside en precisar qué
parte de la estructura de la regla de derecho es reglada o discrecional.

6. Así, en lo que respecta a la actividad reglada, en muchas obras se hace mención a la polémica
respecto de su alcance, es decir, si lo reglado refiere a la realización de una determinada actividad
pero que no alcanza a su contenido, o a la inversa, que la actividad, en rigor, resulta reglada en su
contenido pero no en su realización.

Prescindo de ella para ingresar directamente en la actividad discrecional.

7. El planteo que voy a formular no permanece ligado únicamente a la apreciación general acerca
de si la regla de derecho habilita o no a la Administración para que ejerza potestades
discrecionales.

Este otro enfoque pone énfasis primero en la estructura lógica de la norma que luego sí habilita a
la Administración a proceder en forma discrecional.

Como consecuencia de ello se ha generado un debate que subsiste especialmente en España y


Alemania y que, a mi juicio, tiene su importancia porque los autores que participan de él lo ven
como una cuestión previa, al extremo de que la conclusión a la que se arribe permitirá ser más
concretos a la hora de definir en qué consiste la discrecionalidad.

Por añadidura, ello tendrá directo impacto en lo que refiere a su control jurisdiccional, salvo, claro
está, que se sostenga que el acto proveniente de potestad discrecional no es procesable.

8. Sin embargo, esta polémica no ha sido tratada de manera uniforme por la doctrina. Una parte ni
siquiera hace referencia a ella e ingresa directamente al examen del concepto desde su
diferenciación con la actividad reglada; otro sector simplemente la menciona pero la da por
superada; algunos afirman directamente sobre qué elemento de la estructura de la regla de
derecho recae la discrecionalidad, mientras que otro sector de la doctrina tanto española como
alemana le asigna una gran trascendencia.

La pregunta que genera la controversia se formula en los siguientes términos:

¿Dónde concretamente se ubica la discrecionalidad en la estructura lógico-formal de la norma


jurídica administrativa?

¿Se encuentra la discrecionalidad únicamente en el presupuesto de hecho? ¿Se le ubica solo en la


consecuencia jurídica? ¿Es posible en forma indiferente admitir que se la encuentra tanto en el
supuesto de hecho como en la consecuencia jurídica? ¿Nunca la discrecionalidad puede
comprender el fin? Nada impide que el fin no haya sido suficientemente definido o precisado en la
regla de derecho, por lo que la Administración dispone de discrecionalidad para determinarlo.

9. Debo destacar antes de seguir avanzando que este planteamiento en nuestro ámbito hace ya
veintisiete años fue realizado con total precisión y claridad por Cajarville Peluffo(22), por primera
vez en Invalidez de los actos administrativos y más recientemente en Sobre Derecho
Administrativo.

En la doctrina comparada más cercana destaco las reflexiones de Celso Antonio Bandeira de
Mello(23) y de Rodolfo Comadira(24).

10. Comenzando con la primera posición, se ha dicho que no siempre el presupuesto de hecho
hace referencia a una hipótesis que si se produce provocará determinada consecuencia. Del mismo
modo, no siempre se establece claramente que determinada consecuencia jurídica constituye la
causa que permite la subsunción de una conducta humana en el supuesto de hecho normativo.

11. Señala Díez-Picazo que existen casos en los cuales el supuesto de hecho está formulado con
cierta abstracción y con una cierta generalidad. No alude a un acontecimiento particularizado o un
hecho completamente determinado, sino que hace referencia a todos los acontecimientos o hechos
que posean unas determinadas características y que pertenezcan a un determinado tipo.
Por tanto, tal supuesto no es claro y definido sino que este, deliberadamente o no, es imperfecto y
hasta en ciertas oportunidades se encuentra constituido, por ejemplo, por un concepto jurídico
indeterminado.

En otros casos, tal imperfección o imprecisión se revela en la ausencia de criterios que determinen
cómo o a quiénes se aplica la consecuencia jurídica.

Entonces se sostiene que la imprecisión del presupuesto de hecho tanto en su contendido como
en su subsunción, con la consecuencia jurídica, habilita a que la Administración determine el
presupuesto de hecho inacabado, y ello, naturalmente, debe incidir en la consecuencia jurídica.

En otras palabras, esta postura pregona que la discrecionalidad no radica en la consecuencia


jurídica, sino que reside principalmente en el supuesto de hecho.

Definido el presupuesto de hecho por la Administración, ello influirá en la consecuencia jurídica del
acto que luego se dictará.

Se dice entonces que, cuando se afirma que la discrecionalidad implica escoger entre diversas
alternativas igualmente legítimas, en puridad se está fincando la discrecionalidad únicamente en la
consecuencia jurídica, lo que configura una apreciación errónea. Por el contrario –se sostiene– la
discrecionalidad se ubica en el supuesto de hecho que implica el establecimiento de determinados
criterios –de diversa naturaleza– que vienen a conformar tal supuesto, los cuales a la postre
determinan la aplicación o inaplicación de una u otra consecuencia jurídica.

Como se trata de actividad discrecional, no se produce una operación silogística de mera


subsunción entre el prepuesto y la consecuencia jurídica, sino que esta es producto de la opción
realizada por la Administración derivada de la textura abierta de la regla de derecho.

Como ejemplo se puede citar el caso de una regla de derecho que establezca que a todas aquellas
personas que se encuentran en una situación de pobreza pero que sean intachables en el plano
moral, la Administración podrá entregar a esas familias un monto de dinero de hasta mil pesos
durante el tiempo que lo entienda necesario.

La regla de derecho ha sido concebida con un presupuesto indefinido: situación de pobreza y


antecedentes morales intachables. Determinado que sea por la Administración qué grupos
familiares se encuentran en las situaciones indicadas por la regla de derecho, quedará determinada
la consecuencia jurídica, es decir, la entrega de los mil pesos.

Como ejemplo de máxima discrecionalidad, en la doctrina alemana se suele citar a las normas que
integran la actividad conformadora o planificadora de la Administración, aunque en este caso
agrego que, no obstante la escasa densidad normativa del presupuesto de hecho, no se puede
desvincular su apertura del elemento fin del acto jurídico.

12. Tornos Mas(25) asevera que esto se produce como consecuencia de que el derecho por
directrices, reglas finales o programáticas ha producido un cambio sustancial en la estructura de la
norma jurídica, lo que en otros términos no es otra cosa que la aplicación de la conocida distinción
que formula Dworkin entre principios, normas y directrices.

Celso Antonio Bandeira(26) argumenta que la discrecionalidad reside en el presupuesto de hecho,


pero también en el fin. El primer caso supone que el presupuesto o el motivo están delineados
mediante palabras vagas e imprecisas, mientras que en el caso del fin, este se encuentra
configurado por conceptos prácticos que vienen a posibilitar su indeterminación.

13. Ahora bien, haciendo abstracción de si esta posición se encuentra o no en lo cierto, cabe
preguntarse si en este espacio de libre apreciación juega o puede ser invocado el principio de
protección de la confianza legítima.

O en forma más precisa, siguiendo el ejemplo alemán: ¿cómo opera dicho principio en relación con
el Estado conformador del orden económico y social?

En primer lugar, tratándose de un acto jurídico legislativo, me parece que el mencionado principio
debe ser tenido en cuenta por el legislador aun cuando se trate de "leyes cuadro" y todavía con
mayor énfasis en el caso de las "leyes de medida", donde la flexibilidad o ductibilidad de respuesta
del legislador en materia económica debe respetar el límite que representa el principio de
protección de la confianza legítima, siempre, claro está, que se den las condiciones que lo hagan
aplicable.

En este último caso, los cambios bruscos que se puedan derivar del cumplimiento de la actividad
conformadora no se pueden llevar a cabo en perjuicio de quienes legítimamente han confiado en la
estabilidad de determinadas situaciones jurídicas regularmente constituidas al amparo de la
legislación que se modifica o sustituye, y que inciden no solo en el presente sino también en el
futuro de las personas.

Consecuentemente, igual criterio será aplicable a los actos administrativos que se dicten al amparo
de la ley de que se trate y donde, como consecuencia, de la amplitud o flexibilidad del presupuesto
de hecho de la regla de derecho, la Administración en forma discrecional determine el contenido del
supuesto impreciso, modificando inequívocamente criterios aplicados con anterioridad, de modo
que ello incida de tal forma en la consecuencia jurídica que se afectan los derechos adquiridos
legítimamente y que a su tiempo crearon situaciones favorables a los afectados.

El principio de protección de la confianza legítima tiene plena aplicación cuando se trata de actos
legislativos con poca densidad normativa, que a su vez dan mérito al dictado de actos
administrativos nacidos de potestad discrecional, donde se encuentran comprometidas decisiones
adoptadas según la política macroeconómica, la política sectorial, la política fiscal o la política de
seguridad social, por ejemplo.

En otras palabras, reconociendo que la discrecionalidad conformadora –como le llama


Cajarville(27)– encuentra un primer límite en el fin que persigue, o mejor aún en la naturaleza,
contenido y extensión del fin, los actos administrativos dictados por imperio de la norma legal, con
un supuesto de hecho impreciso o una consecuencia de hecho que quede librada al arbitrio
conformador de la Administración, en tanto, en ambos casos, la ambigüedad del supuesto, su
imperfección o la inadecuación de las expresiones empleadas conducen a sostener que se ha
operado un cambio de criterio en relación con situaciones jurídicas preestablecidas que generaron
en los particulares amparados por ellas un sentimiento de estabilidad razonablemente creado, es
posible invocar el principio de la confianza legítima como límite de la discrecionalidad
administrativa, y ello también es aplicable cuando la discrecionalidad afecta a la consecuencia
jurídica, salvo, claro está, que exista una contradicción lógica entre el presupuesto y la
consecuencia, de modo que esta expresa lo opuesto al fin que persigue el mencionado
presupuesto.
En todas estas situaciones podrán promoverse acciones de inconstitucionalidad, requerirse la
revocación de los actos administrativos de que se trate, e incluso será pertinente la demanda
reparatoria, aplicando, según los casos, el principio de protección de la confianza legítima.

Un espacio propicio para el desarrollo del principio que estoy estudiando, y dentro de este marco,
es el derecho de la regulación económica y el derecho del consumidor, sobre lo cual no me puedo
detener.

14. Otro sector de la doctrina ha sostenido que la discrecionalidad opera solamente en el marco de
la consecuencia jurídica de la norma, postura tradicional de la doctrina alemana liderada por Otto
Bachof y Klaus Stern(28), y la observamos en la obra Derecho Administrativo de Hartmut
Mauret(29), publicada precisamente a comienzos de este año.

Allí afirma este autor que la discrecionalidad concierne a la consecuencia jurídica de la regulación
legal. La ley –afirma– no anuda el supuesto de hecho a una consecuencia jurídica (como es el caso
de la actividad administrativa reglada) sino que autoriza a la Administración a determinar ella misma
la consecuencia jurídica, ofreciéndole a tal efecto dos o más posibilidades o un cierto ámbito de
actuación.

Conforme con esta posición, la discrecionalidad se define como margen de volición para elegir o no
entre una consecuencia jurídica u otra (basta que sean por lo menos dos), situación que se
configura en el caso de normas jurídicas que no obligan a adoptar una determinada consecuencia
jurídica o no predeterminan la consecuencia jurídica que deba o pueda adoptarse.

Es decir que la circunstancia de hecho se encuentra más o menos prevista por la norma, siendo el
órgano competente quien determina discrecionalmente el alcance y contenido de la consecuencia
jurídica, es decir, del acto a dictarse y que se le imputa al mismo.

El ejercicio de potestades discrecionales en materia de consecuencia jurídica se le menciona


usualmente vinculado con la aplicación de sanciones administrativas tanto internas como externas.
En estos casos también la confianza legítima opera como un límite en forma conjunta con los
demás principios que regulan la materia sancionatoria.

15. En cambio, otra parte de la doctrina, seguida en España, por ejemplo, por Mozo Seoane(30),
partiendo de la exégesis de los términos empleados por el legislador, le asigna una importancia
primordial al elemento o cópula que conecta el presupuesto de hecho con el consecuente. Es la
conocida fórmula que frecuentemente se emplea en las normas legales cuando se dice, por
ejemplo, que la Administración "podrá", en cuyo caso, el elemento conector entre el supuesto de
hecho y la consecuencia jurídica reconoce, y no deja dudas a estar a su tenor literal, que el
legislador ha querido crear un ámbito de libertad para el destinatario de la norma, es decir, una
facultad para obrar o no obrar en un determinado sentido. Se sigue de esta postura que la
discrecionalidad requiere siempre y en todo caso de una norma que la atribuya, de manera que
existirá discrecionalidad cuando la propia norma legal se remita a la voluntad de órgano
correspondiente de la Administración.

16. Finalmente, otra parte de la doctrina ha mantenido que la discrecionalidad puede ubicarse
tanto en el supuesto de hecho como en la consecuencia jurídica de la norma que habilita el
ejercicio de la potestad discrecional.

En relación con la aplicación del principio de confianza legítima en estos casos, vale lo que he
venido exponiendo cuando examiné por separado el presupuesto de hecho de la consecuencia
jurídica.

17. También la confianza legítima puede invocarse y así lo ha admitido por ejemplo la
jurisprudencia española cuando el acto ha sido dictado por un órgano manifiestamente
incompetente y la persona afectada o los afectados cumplieron con lo dispuesto por el órgano que
lo dictó, confiando legítimamente que él sí era competente para dictarlo. La Administración a través
de actos jurídicos u operaciones materiales generó una expectativa razonable, afianzada por un
comportamiento inequívoco en el interesado alentado por la propia Administración. El beneficiario
actuó de buena fe. Le asignó competencia, no dudó o simplemente ignoraba que el órgano del cual
derivó el acto no era competente para ello.

18. Como primera conclusión, pienso que resulta claro, por lo menos para mí que, como se ha
sostenido mayoritariamente, la potestad discrecional no nace ante la ausencia de una regla de
derecho, sino todo lo contrario, para que la Administración actúe, sea en forma discrecional o no, es
necesario que exista una norma atributiva; es decir que no es cierto que hay discrecionalidad
cuando no hay regla de derecho.
Sin embargo, existe todavía una cierta imprecisión en el empleo de vocablos que hacen por lo
menos dudar de la posición que se tiene respecto al relacionamiento entre la discrecionalidad y la
estructura de la norma de derecho.

Se alude a "alternativas", "decisiones", "contenidos", "soluciones", "opciones", "elegir uno u otro


curso de acción", "para hacer una u otra cosa" o "hacer de una u otra manera", que desde la
perspectiva que acabo de plantear puede inducir a pensar que, si se tiene presente la estructura
lógica de la regla de derecho, la discrecionalidad puede reposar sea en el presupuesto, en el
consecuente o en ambos a la vez.

También debo subrayar que, vinculado con lo anterior, se ha distinguido la discrecionalidad de


actuación de la discrecionalidad de elección, según sea la postura que se adopte en relación con la
cuestión que acabo de mencionar.

19. En segundo lugar, si bien admito que existen razonables argumentos en defensa de cada una
de las posturas que he reseñado, en especial, la que predica que la discrecionalidad responsa
sobre la consecuencia jurídica, me inclino por la posición que sostiene la ocurrencia de la
discrecionalidad tanto en el supuesto de hecho como en la consecuencia jurídica, y agrego –con
Cajarville y Bandeira de Mello– en el fin, fundamentalmente en el caso de lo que el primero ha
denominado la discrecionalidad ordenadora o conformadora.

Conforme con Cajarville y también con Comadira, existe discrecionalidad cuando una regla de
derecho que deviene vinculante para el órgano de que se trate no predetermina el presupuesto de
hecho, la consecuencia jurídica como tampoco el fin debido. En este caso, cuando la
Administración procede a dictar su propio acto, no lo hará en ejercicio de potestades regladas, sino
discrecionales.

Tal indeterminación en cualquiera de los componentes de la regla de derecho puede obedecer a


las más diversas causas: la voluntad del legislador, la multiplicidad de las situaciones, su
imprevisibilidad, el dinamismo de la vida jurídica, etc.

Le corresponderá a la Administración, entonces, proceder a determinar el supuesto de hecho, el


dispositivo normativo, la consecuencia jurídica y el fin.

Deberá hacerlo apreciando que el supuesto de hecho sea incorporado adecuadamente en el


contenido dispositivo, creando una consecuencia jurídica idónea, es decir que responda
adecuadamente al presupuesto de hecho y al contenido. Finalmente, tanto el supuesto de hecho, el
contenido dispositivo como la consecuencia jurídica deberán en su conjunto ser aptos para el
cumplimiento del fin, aunque en este caso debo precisar que comparto la opinión de quienes
sostienen que en ningún orden existe libertad para determinar el fin último, aunque sí el fin medio
como fin específico determinado por la norma en caso de actividad reglada y en el supuesto de
actividad discrecional, tal determinación le corresponderá a la Administración.

Por lo mismo, a mi juicio, en cualquier segmento de la estructura de la norma siempre habrá


actividad volitiva de selección, nunca, como certeramente lo expresa García de Enterría,
comprobación o verificación, sino valoración o apreciación subjetiva.

Si bien entre todas las partes de la arquitectura normativa no se puede crear una prioridad de una
sobre otra en relación con la relevancia de la discrecionalidad, no dejo de advertir la importancia del
presupuesto de hecho, es decir el motivo del acto, porque si la determinación del motivo es
connatural a la actividad reglada, con mayor rigor ello también debe regir cuando la Administración
opera discrecionalmente.

En otras palabras: el acto administrativo que surge del ejercicio de actividad discrecional previa, al
igual que el acto reglado, e incluso con mayor razón que en el acto reglado, debe ser motivado en
los términos del art. 123 del decreto 500/91.

En realidad creo que todas las opciones se complementan, razón por la cual no se puede hablar
de actos puramente reglados o discrecionales, como bien lo afirman, por ejemplo, Marienhoff y la
mayoría de la doctrina.

20. En tercer término, una consideración acerca del fin, porque advierto que es uno de los
elementos donde juega con mayor nitidez el principio de la confianza legítima como límite de la
discrecionalidad.
Es claro que la Administración asume el cumplimiento de los fines del Estado en orden a la pronta
y eficaz satisfacción del interés general o del bien común.

La calificación del fin conectado con el interés general o bien común, en mi opinión, alude al fin
último y no necesariamente al fin querido, aunque lo deseable sería que ambos coincidieran.

Pienso que la mención del fin debe partir de la distinción entre fin querido y fin último. Entiendo que
el fin querido refiere específicamente a la situación singular que luego se concreta en el acto y que
le es inherente, es decir, al fin que persigue cada entidad estatal en particular.

El fin último, por su lado, nos vincula con el bien común y aquí solo me limito a señalar que, a mi
juicio, el bien común, concebido como fin último de la actividad administrativa, tiene un fundamento
metafísico que no requiere ser positivizado porque es inherente a la naturaleza del hombre a través
del reconocimiento de la dignidad de la persona humana.

El fin querido goza de un grado reducido de discrecionalidad cuando se trata de la discrecionalidad


ordenadora y relativamente amplio en el caso de la actividad conformadora, pero, fuera de estas
excepciones, entiendo que dicho fin debe responder a la regla de derecho. Puede ser temporal, es
decir que se agota con el cumplimiento de la regla de derecho, o extenderse en el tiempo hasta su
derogación por otra norma de superior valor y fuerza. El segundo –esto es, el fin último– en tanto
responde al bien común no es de determinación discrecional, porque su realización lo es en orden
a un estado de hecho adecuado para el desarrollo de la persona humana. Puede no coincidir
estrictamente con el fin específico de cada entidad estatal, aunque, en rigor, cada fin específico se
encuentra en última instancia subordinado al bien común.

Pero también, siendo de interés general la configuración del bien común, como lúcidamente lo
expone Durán Martínez, opera como presupuesto de legitimidad de las decisiones que adopta la
Administración, motivo por el cual dicho interés viene asimismo a impregnar el principio de legalidad
de la acción de la Administración.

En cuarto lugar estimo que la delimitación de la noción de interés general a que hace mención el
derecho positivo no queda reducida a una mera abstracción.
Conforme con la Constitución, en esa tarea intervienen el legislador y la Administración. Al
legislador le corresponde definir la idea de interés general que en cada momento el Estado
persigue. A la Administración corresponde realizar o aplicar la noción de interés general dentro de
los fines, alcance y requisitos señalados por la ley, mediante actos administrativos, generales y
abstractos o singulares y concretos conforme con la clasificación que realiza el art. 120 del decreto
500/991 y también a través de operaciones materiales.

El interés general es un concepto jurídico indeterminado, razón por la cual en su aplicación no


existe más que una solución justa admitida por el ordenamiento jurídico: no cualquier solución que
se ajuste al interés general, sino la que mejor se ajuste al interés general.

Y tal actividad, de naturaleza intelectiva, en el caso de la ley debe ser objeto de control cuando la
Suprema Corte de Justicia examine la constitucionalidad de las leyes que se amparan en el interés
general, pese a que esta posición no es compartida por nuestro máximo órgano de control
jurisdiccional.

El mismo criterio es aplicable a los actos administrativos que se dictan en ejercicio de potestad
discrecional.

¿Cómo es posible sostener la ausencia de control jurisdiccional de la discrecionalidad ante el


principio de tutela judicial efectiva consagrado en los arts. 8º y 25 de la Convención Americana de
los Derechos Humanos incorporados a nuestro derecho positivo por el art. 15 de la ley 15.737 y por
supuesto mediante el art. 72 de la Constitución?

¿Para qué recurrir a los principios generales del derecho, al principio de razonabilidad, a la tutela
judicial efectiva y, en mi opinión, también al principio de protección de la confianza legítima si no es
a los fines de dotar al órgano jurisdiccional de los elementos técnico-jurídicos que le permita llevar a
cabo tal control?

Como bien expresó Brito, el Estado es un ser comedido, de donde agrego tanto ontológica como
axiológicamente está orientado a la realización de un fin que se identifica con el bien común, por lo
que, en rigor, no existe actividad libre absoluta sino libertad regulada.
21. Entiendo, por tanto, que siendo la protección de la confianza legítima un principio general del
derecho, recogido por los arts. 7º y 72 de nuestra Constitución, opera en todos los supuestos de
discrecionalidad a que he hecho referencia de acuerdo con la particular estructura lógica de la regla
de derecho.

Corresponderá a la doctrina y jurisprudencia profundizar en su estudio como también en los límites


de su aplicación.

IV

La jurisprudencia del tribunal de lo contencioso-administrativo

1. Finalmente deseo realizar un fugaz repaso de la jurisprudencia del Tribunal de lo Contencioso


Administrativo en relación con la confianza legítima y una referencia acerca de la discrecionalidad.

No he encontrado sentencias que hagan mención específica al principio de protección de la


confianza legítima, formulando un desarrollo de este.

Pero sí, en cambio, es digno de destacar que el Tribunal ha aludido a la esencia del concepto
empleando el vocablo "confianza", como vamos a pasar a ver.

No puedo ingresar a examinar si es posible formular diferencias entre este principio, el principio de
buena fe, la teoría de los actos propios, o la admisión o no del precedente administrativo como
fuente de derecho, lo que merecería un estudio aparte, más allá de que en ocasiones se les
confunde con la confianza legítima.
2. Así, en sentencia 487/08 de 5-9-08, en uno de los Considerandos se expresó: "En concepto del
Tribunal, tal postura resulta inaceptable en tanto se constituye en una flagrante violación a los
principios de: buena fe, seguridad jurídica y confianza, que deben presidir el actuar de la
Administración respecto de sus administrados. Sayagués Laso indica que debe considerarse
aplicable al derecho administrativo el principio de la ''buena fe'', que por su propia naturaleza tiene
carácter general y debe regir las relaciones jurídicas (Cf. Sayagués Laso, Enrique, Tratado de
Derecho Administrativo, T. I, pág. 148). Incluso, prestigiosa doctrina ha considerado que aun en
casos donde no se viola el principio de la buena fe, debe darse relevancia a la conducta anterior en
aplicación del principio del ''acto propio'' (Venire contra factum propium non potest), dado que a
nadie le es lícito hacer valer un derecho en contradicción con su anterior conducta, cuando esta
conducta interpretada objetivamente según la ley, según las buenas costumbres o la buena fe,
justifica la conclusión de que no se hará valer el derecho. En suma, existe para el administrado la
necesidad de coherencia en el accionar de la Administración, de manera tal que algo no sea
permitido y prohibido al mismo tiempo (Cf. Berro, Federico, La relevancia jurídica de la conducta
anterior, pág. 47 y sigs.)".

3. Destaco aquí el acogimiento del principio de coherencia que se expresa a través del enunciado
acerca de que la actividad administrativa debe ser coherente con las reglas de derecho aplicables,
pero también con los principios procesales, de donde la coherencia significa resolver de manera
similar las situaciones análogas por aplicación del principio de igualdad. Agrego que, de acuerdo
con la jurisprudencia anglosajona e italiana, un acto administrativo incoherente es susceptible de
anulación adaptando la terminología a nuestra Constitución, implicando un ejercicio arbitrario de la
potestad discrecional.

4. En sentencia 641/09 de 14-11-09, falló el Tribunal: "Al respecto, la Sala entiende que
corresponde la aplicación del principio de la buena fe; al pagarse la compensación a los actores por
el citado período 2004-2005, se generó en éstos una legítima expectativa de que se les abonarían
también los períodos anteriores" [resalto legítimas expectativas]. Más adelante se agrega en dicha
sentencia: "Y ante la denegación del pago peticionado, se presenta como relevante la conducta
anterior de la Administración (tema del precedente administrativo) imponiéndose la protección de la
apariencia (resalto el criterio sustentado por la jurisprudencia extranjera cuando refiere al hecho de
que la Administración genere ''signos externos que incluso sin necesidad de ser jurídicamente
relevantes, orienten al ciudadano hacia una determinada conducta) debiéndose castigar la
defraudación de confianza''".

5. En sentencia Nº57 de 11-2-10, el Tribunal sostuvo: "No es coherente que lo que en su momento
se autorizó después se deje sin efecto, ya que la retroactividad que se pretende atribuir, importa
una conducta reñida con la legalidad".

"Esta forma de actuar de la Administración –subraya– torna aplicable en la especie la teoría de los
actos propios (venire contra factum propium), que conduce al rechazo, por violatoria del principio de
buena fe de indudable cuño constitucional (arts. 7º, 72 y 332), conductas como la examinada en
este pronunciamiento donde se pretende desconocer comportamientos asumidos anteriormente de
signo contrario (cf. sentencia Nº729/07)".

6. En sentencia Nº427 de 17-6-10, expresó el Tribunal: "Conforme al principio de buena fe,


recogido por la teoría de los actos propios, podría llegar a decirse que la Administración (Ministerio
del Interior) con la habitualidad de remunerar a su personal ejecutivo con más horas de las
efectivamente trabajadas y expidiéndole la constancia de que la carga horaria remunerada era de
30 hrs. semanales (fs. 3 de los A.A.) suscitó en el actor, la confianza de que ningún impedimento
había para la acumulación con 30 hs. de ANEP en el convencimiento de que las horas en el
Ministerio del Interior eran 30 horas".

Más adelante, en lo que ha sido un giro trascendente del Tribunal respecto al principio de
presunción de legitimidad de los actos administrativos, con cita de Durán Martínez, expresó: "por el
contrario, sí surge que el sumariado actuó de buena fe, que incidió un acto propio de la
Administración, que le indujo a creer que su desempeño funcional, se ajustaba a las pautas legales
y reglamentarias, a lo cual se suman los informes que acreditan sus rectos antecedentes
funcionales y sus excelentes calificaciones, en ambos organismos estatales, conduce a concluir
que en la sub-causa se perfila una hipótesis de ''exceso de poder'' (arts. 309 y 310 de la
Constitución Nacional), lo cual habilita el acogimiento de la pretensión anulatoria, deducida en
autos".

7. En sentencia Nº633 de 14-9-10, dijo el Tribunal: "Es que el principio de buena fe debe presidir
las relaciones humanas y particularmente el comercio jurídico. Expresaba con acierto indudable el
Prof. Enrique Sayagués Laso, que el principio de la ''buena fe'', que por su propia naturaleza tiene
carácter general y debe regir todas las relaciones jurídicas, debe considerarse aplicable al derecho
administrativo (Tratado de Derecho Administrativo, t. I, pág. 148)".

Luego agregó: "más aún, ese principio de buena fe debe complementarse con el principio de la
debida coherencia y seguridad del orden jurídico que ha contribuido a crear, y es por ello que la
Administración accionada debe respetar las consecuencias de su conducta anterior en relación a
aquellos que siguieron o adaptaron su conducta al criterio indicado".

"Porque a nadie le es lícito hacer valer un derecho en contradicción con su anterior conducta,
cuando esta conducta interpretada objetivamente según la ley, según las buenas costumbres o la
buena fe, justifica la conclusión de que no hará valer el derecho ("venire contra factum propium non
potest")".
8. En relación con la aplicación del principio de coherencia de la Administración, esta postura del
Tribunal, viene siendo sostenida desde la sentencia Nº149/04, de 12-4-04.

9. Deseo poner énfasis en un tema que hace a la discrecionalidad y que tiene relación con la
contratación administrativa y concretamente con el tema de la adjudicación.

Así, en sentencia Nº138/2006 de 3-3-06 en una parte se señala: "Por ello es, que se plantea el
problema acerca de cuál es el criterio que debe imponerse al momento de definir el grado de
conveniencia de una determinada oferta frente a otra u otras; y en definitiva, todo hace que el
concepto de ''oferta más conveniente'' se constituye, como bien fue señalado por la actora, en un
concepto jurídico indeterminado, susceptible de la más amplia revisión jurisdiccional en la cuestión
que hace a la legalidad y razonabilidad de la comparación (Cf. Cassagne, Juan C., op. cit. págs.
107/108)".

Y en sentencia Nº510/206 de 21-6-06, el Tribunal sostuvo: "Si bien el concepto de ''oferta más
conveniente'' (concepto jurídico indeterminado de valor), viene a limitar de alguna manera el
margen de discrecionalidad del jerarca, claramente no elimina su facultad discrecional en la
elección de la solución que entienda más justa.

Dejo solamente planteado el tema, por lo que ha sido la tradicional posición del Tribunal en cuanto
a la apreciación de la expresión del art. 59 del TOCAF, "oferta más conveniente a los intereses del
Estado", calificada como ejercicio de actividad discrecional de la Administración.

10. Con total certeza ha expresado Tomás Fernández(31): "juzgar a la Administración contribuye a
administrar mejor, porque al exigir una justificación de las soluciones cumplidas en cada caso por la
Administración obliga a ésta a analizar con más cuidado las distintas alternativas disponibles, a
valorar de forma más serena y objetiva las ventajas e inconvenientes de cada una de ellas y a
pesar y medir mejor sus respectivas consecuencias y efectos, previniendo a las autoridades de los
peligros de la improvisación, de la torpeza, del voluntarismo, del amor propio de sus agentes, de la
arbitrariedad y de otros riesgos menos disculpables aún que éstos y no por ello infrecuentes en
nuestra realidad cotidiana, de ayer y de hoy".
En fin, dejo a consideración del lector estas reflexiones con la intención de que el tema objeto de
este estudio, así como el método de examen que acabo de emplear, nos ofrezca un puente que
permita conjugar la racionalidad lógico-formal, la racionalidad teleológica y la racionalidad ética,
porque, como ha dicho Zagrebelsky(32), "los hombres y los juristas inflexibles y sin matices no se
compadecen bien con el tipo de vida individual y social que reclama el Estado de derecho de
nuestro tiempo".

VOCES: DERECHO PÚBLICO - DERECHO ADMINISTRATIVO - ADMINISTRACIÓN PÚBLICA -


DERECHO COMPARADO - JURISPRUDENCIA

(*) Nota de Redacción: Sobre el tema ver, además, los siguientes trabajos publicados en El
Derecho: La confianza legítima, por Pedro José Jorge Coviello, ED, 177-894; La doctrina de la
emergencia económica en la jurisprudencia de la Corte Suprema, la seguridad jurídica y su
vinculación con la doctrina de la confianza legítima, por Javier Darío Guiridlian Larosa, EDA,
1/02-779; La "confianza legítima" como elemento excluyente de una decisión judicial, por José Luis
Magioncalda, EDA, 2003-461; La confianza legítima y el derecho aduanero, por Juan Patricio
Cotter, ED, 247-673; La buena fe y la confianza del administrado a la luz de un reciente
pronunciamiento de la Suprema Corte bonaerense, por Eugenia Mara Cardelli, EDA, 2012-106; La
discrecionalidad administrativa en función del contexto interno y externo, por Martín Bartra, EDA,
2012-449; Algunas breves reflexiones en torno a la discrecionalidad administrativa y su control
judicial, por Gustavo E. Silva Tamayo, EDA, 2016-518. Todos los artículos citados pueden
consultarse en www.elderecho.com.ar.
(**) El autor es Profesor Adscrito de Derecho Administrativo.
(1) Un estudio exhaustivo se puede encontrar en Coviello, Pedro J. J., La protección de la confianza
del administrado. Derecho argentino y derecho comparado, Buenos Aires, LexisNexis -
Abeledo-Perrot, 2004.
(2) Respecto de los límites de la discrecionalidad administrativa en relación con el principio de
razonabilidad, puede consultarse: Guariglia, Carlos E., Proporcionalidad y discrecionalidad en el
derecho administrativo, en Estudios de Derecho Administrativo, La Ley Uruguay, 2010, Nº1, pág.
261 y sigs. También, Razonabilidad y legitimidad en el derecho administrativo en Estudios en
Homenaje al Profesor Mariano R. Brito, F.C.U., Carlos E. Delpiazzo (Coordinador), 2008, pág. 463 y
sigs.
(3) Véase: Massini Correas, Carlos I., Los derechos humanos en el pensamiento actual, Abeledo
Perrot, 1994, pág. 205 y sigs.
(4) Zagrebelsky, Gustavo, El derecho dúctil, Ley, derechos, justicia, 7ª ed., Trotta, 2007, pág. 9.
(5) Véase: Rodríguez, César, Teoría del derecho y decisión judicial. En torno al debate entre H.L.
Hart y Ronald Dworkin, estudio preliminar, La decisión judicial. El debate Hart-Dworkin, Colombia,
Santa Fe de Bogotá, Siglo del Hombre Editores, 1997. Puede verse también: Carrió, Genaro,
Dworkin y el positivismo jurídico, México, Instituto de Investigaciones Filosóficas, Universidad
Nacional Autónoma de México, 1981. Mientras que Hart ha sido considerado como el mejor
representante del positivismo jurídico, Ronald Dworkin lo es del no positivismo principialista.
(6) Alexy, Robert, El concepto y validez del derecho, 2ª ed., Barcelona, Gedisa, 2004, págs. 26 y
sigs.
(7) Guariglia, Carlos E., El conflicto entre los derechos fundamentales. Bases.
(8) Vigo, Rodolfo L., De la ley al derecho, 2ª ed., México, Porrúa, 2005, pág. 17.
(9) Ibídem, pág. 3 y sigs.
(10) García de Enterría, Eduardo, Reflexiones sobre la ley y los principios generales en el derecho
administrativo, en RAP, Nº40, 1963, pág. 219.
(11) Alexy, Robert, El concepto…, cit., págs. 160/161
(12) Ferrajoli, Luigi, Pasado y futuro del Estado de derecho, en Neoconstitucionalismo, Miguel
Carbonell (ed.), 2ª ed., Madrid, Trotta, 2005, pág. 18.
(13) Coviello, Pedro J. J., La protección de la..., cit. Puede verse también como estudio de
contenido global: García Luengo, Javier, El principio de protección de la confianza en el derecho
administrativo, 1ª ed., Gobierno del Principado de Asturias, Civitas, 2002.
(14) Por ejemplo: Pielow, Johann-Cristian, El principio de la confianza legítima ("Vertrauensschutz")
en el Procedimiento y las Relaciones Jurídico-Administrativas, en IV Jornadas Internacionales de
Derecho Administrativo; Brewer Carías, Allan Randolph, La relación jurídico-administrativa y el
procedimiento administrativo, Caracas, Venezuela, FUNEDA, 9-12 de noviembre de 1998, t. I, pág.
93 y sigs. En el mismo sentido Rondón de Sansó, Hildegard, El principio de confianza legítima en el
derecho venezolano, en IV Jornadas Internacionales de Derecho Administrativo, pág. 296 y sigs.
También, Toro Dupouy, María E., El principio de confianza legítima en el procedimiento y las
relaciones jurídico-administrativas, en IV Jornadas Internacionales, cit., t. II, pág. 379 y sigs.
(15) Coviello, Pedro J. J., La protección de..., cit., pág. 462.
(16) Mairal, Héctor A., La doctrina de los propios actos y la administración pública, Buenos Aires,
Depalma, 1994, pág. 2.
(17) Durán Martínez, Augusto, Actos propios, confianza legítima y expectativa plausible, en Casos
de derecho administrativo, Montevideo, 2007, vol. V, pág. 149.
(18) Larenz, Karl, Derecho justo. Fundamentos de ética jurídica, Civitas, 2001, pág. 91.
(19) Maurer, Hartmut, Derecho Administrativo. Parte General, Madrid, Marcial Pons, 2011, pág.
309. La irrevocabilidad de oficio o con recurso de un acto administrativo estable es sostenida en
nuestro país por: Revocación del acto administrativo, en Durán Martínez, A., Estudios de Derecho
Administrativo. Parte General, Montevideo, 1999, pág. 206 y sigs. y del mismo autor, Impugnación
de reglamento, en Estudios de Derecho Administrativo. Parte General, cit., pág. 253 y sigs.; Cosa
juzgada administrativa, en Estudios de Derecho Administrativo…, Parte General, cit., pág. 348 y
sigs.; Contencioso Administrativo, Montevideo, F.C.U., 2007, págs. 187 y sigs. y 244 y sigs.; Casos
de Derecho administrativo, Montevideo, 2007, vol. V, pág. 235 y sigs.; Casos de derecho…, cit.,
2010, vol. VI, págs. 206 y sigs. Véase asimismo Barbé Pérez, Héctor, El poder de revocar los
actos administrativos en Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Año XIV, Nº2,
págs. 223 y sigs.; Cajarville Peluffo, Juan P., Sobre derecho administrativo, Montevideo, F.C.U.,
2007, pág. 124 y sigs. donde el autor diferencia entre acto administrativo estable y acto
administrativo definitivo. Y en igual sentido Cassinelli Muñoz, Horacio, Recurso erróneo contra un
acto administrativo firme, en Rev. D.J.A., Tomo 55 págs. 36 y 37. Delpiazzo, Carlos E., Derecho
administrativo general, A.M.F., vol. I, 2011 págs. 310/311. Nessar de Lenoble, Silvana, La
revocación de oficio de los actos administrativos en ADA F.C.U., Tomo 10, año 2003 págs. 119 y
sigs. Por su parte, predican la revocabilidad de los actos administrativos ilegítimos por parte de la
Administración: Enrique Sayagués Laso, aunque no de la forma estricta con la que algunos han
intentado interpretar su pensamiento; Real, Alberto Ramón, en Extinción del acto administrativo
creador de derechos, Montevideo, en Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, 1960,
año XI 1-2, pág. 71 y sigs. Prat, Julio A., Revocación, suspensión y omisión del acto administrativo,
Montevideo, en Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Año X, Nº1-2, pág. 688. En
la doctrina argentina en cambio, entre otros, admiten la irrevocabilidad o, si se quiere, la
revocabilidad como circunstancia de excepción: Linares, Juan F., Estabilidad y cosa juzgada en el
derecho administrativo, Buenos Aires, en Fundamentos de Derecho administrativo, Astrea, 1975,
págs. 296/303 y 343/351; Gordillo, Agustín, Tratado de Derecho Administrativo, Tomo 3, El Acto
Administrativo, 5ª ed., Buenos Aires, Fundación de Derecho Administrativo, 2000, págs. VI/2 y sigs.;
Cassagne, Juan C., Derecho Administrativo, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 2000, Tomo II, pág. 273
y sigs.; Marienhoff, Miguel, Tratado de Derecho Administrativo, Buenos Aires, 1977, t. I, pág. 575 y
sigs.
(20) Larenz, Karl, Derecho justo…, cit., pág. 90 y sigs.
(21) Brito, Mariano, La aptitud del acto para el fin debido: supuesto de principio en que reposa la
discrecionalidad; Acto administrativo discrecional; De la razonabilidad del acto administrativo: la
cuestión de su contralor jurisdiccional anulatorio; Extensión del control anulatorio de los actos
discrecionales, Montevideo, trabajos publicados en Derecho Administrativo. Su Permanencia –
Contemporaneidad – Prospectiva, 2004, Universidad de Montevideo. Facultad de Derecho.
También el inigualable trabajo de Frugone Schiavone, Héctor, La discrecionalidad Administrativa,
en Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Año XXVI, enero-junio de 1982, Nº1,
págs. 75 y sigs. y Control de la discrecionalidad administrativa, principios generales de Derecho y
abuso de poder en R.D.J.A, Montevideo, mayo-octubre de 1972, Tomo 72, págs. 155 y sigs.
(22) Cajarville Peluffo, Juan P., Invalidez de los Actos Administrativos en la Ley Nº15.524.
Desviación, Abuso o exceso de poder o violación de una Regla de Derecho, Editorial Universidad
Ltda., en Temas de derecho administrativo, Nº3, en especial págs. 16/18. Véase también: Sobre
derecho sdministrativo, Montevideo, F.C.U., 2007, t. II, pág. 26 y sigs.
(23) Bandeira de Mello, Celso A., Curso de Derecho Administrativo, México, Porrúa, Universidad
Nacional Autónoma de México, 2006, pág. 820 y sigs.
(24) Comadira, Rodolfo, Derecho administrativo. Acto administrativo. Procedimiento administrativo.
Otros Estudios, Buenos Aires, LexisNexis - Abeledo-Perrot, 2003, pág. 500 y sigs.
(25) Tornos Más, Joaquín, Discrecionalidad e intervención administrativa económica, en AA. VV.,
Discrecionalidad administrativa y control judicial. Jornadas de Estudio del Gabinete Jurídico de la
Junta de Andalucía, 1996, pág. 393.
(26) Bandeira de Mello, Celso A., Curso de Derecho…, cit.
(27) Cajarville Peluffo, Juan P., El Poder Ejecutivo como conductor de políticas sectoriales,
Montevideo, en Estudios de Derecho Administrativo, 1979, t. II, en especial pág. 99.
(28) Citados por Bacigalupo, Mariano, La discrecionalidad administrativa. Estructura normativa,
control judicial y límites constitucionales de su atribución, Madrid, Marcial Pons, 1997, págs. 29/30 y
113.
(29) Maurer, Harmut, Derecho administrativo..., cit., pág. 166 y sigs.
(30) Mozo Seoane, Antonio, La discrecionalidad de la Administración Pública en España. Análisis
jurisprudencial, legislativo y doctrinal, Madrid, Editorial Montecorvo, 1985, págs. 287/289, 360/371 y
378.
(31) Fernández, Ramón, T., De la arbitrariedad de la Administración, 5ª ed., Madrid,
Thomson-Civitas, 2008, pág. 133.
(32) Zagrebelsky, Gustavo, El derecho dúctil…, cit., pág. 18.

You might also like