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VI. Constelaciones del deseo. Campo de batalla.

Se quedó mirando la ventana por un largo rato. Detrás del grueso cristal que lo separaba del
mundo, los niños del kínder de la escuela vecina correteaban en el patio, otros estaban pegados
en la malla de alambre esperando con ansias a sus padres. Pero también podía observar su
propio reflejo, un muchacho de mirada torva.
—¡Puto!— escuchó por enésima vez. Pero en esta ocasión más fuerte, provocando las
risas hirientes de todo el grupo. Ella (¿él?) sabía que no debía llorar. A pesar de ser femenino
podía, y lo había hecho, romperle la madre a quien se lo mereciera.

Nadie entiende que es una chica. Todavía tiene el vívido recuerdo de la Nochebuena de
hace dos años. La mesa estaba lista, la familia acomodada, vestidos típicamente para una cena
navideña. Él (¿ella?) había elegido un vestido rojo a lo Jessica Rabbit. Fue la primera vez que el
padre la veía transformada. Vio en los ojos de su papá, miedo y dolor.

El cuerpo es un campo de batalla, quién mejor podría saberlo que ella, que a los cinco
años le cortaron el cabello al rape, para que no pudiera adornárselo. Lloró cuando el peluquero,
no la estilista, le pasó la máquina y su tétrico zumbido, y el castaño lacio que adornaba con dos
pequeñas colas, llovió sobre el piso. Cerró los ojos, no quería ver la imagen del varón que nunca
había sido.

Renacer es un dolor necesario. Renacer es florecer. Renacer es transmutación.

Ahora, después de todo este tiempo, se siente completa, sin el sufrimiento de despertar
diariamente a la pesadilla de ser hombre. Sigue aprendiendo, caminando el trayecto del parecer al
ser.
Sabe, aunque a veces la noche caiga sobre sus días, que ha hecho todo lo posible para
ser feliz.

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