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KONVERGENCIAS
FILOSOFÍAS DE LA INDIA

MONÓLOGO CON VICENTE FATONE1

Raimon Panikkar

Querido amigo Fatone:

El tiempo y el espacio truncaron nuestras conversaciones en Nueva Delhi y en Varanasi


(Benarés), junto al Ganges, pero la presencia perdura, esa presencia que es temporal y a la
par eterna, de la que usted también habla. Y es esa misma presencia la que permite el
diálogo real y no solipsista, aunque en forma de monólogo, con el amigo. Por eso tengo la

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Publicado originalmente en: Vicente Fatone: Obras Completas, Buenos Aires, Sudamericana,
1973, Vol. I.
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osadía de escribirle, porque la presencia es real. En rigor, nos dijimos ya todo lo que aquí
pormenorizo.

El tema de la mística ha sido uno de los problemas que más le han preocupado y sobre él
quisiera aventurar algunas consideraciones, que al mismo tiempo pueden servir de
introducción al lector de este volumen de sus obras completas, que temáticamente tratan
del asunto.

¿Quién o Qué es Dios? Es una pregunta que oigo plantearme a cada instante. Una de mis
respuestas con la que creo estaríamos de acuerdo, es la que suelo dar a quien se
encuentra torturado existencialmente, y no sólo teóricamente, por la cuestión: Dios es
quien rompe tu aislamiento sin quebrar tu soledad: quien te hace ser tú mismo siendo con
los demás, pero sin ser engullido por ellos. Dios es quien permite el diálogo sin necesidad
de dualismo, quien hace posible la plegaria sin necesidad de cuál sea la petición que exige
ser contestada, quien permite verte sin enajenarte, quien hace posible el amor sin
necesidad de ser amado, quien hace que el conocimiento pueda ser sin por eso ser objeto
del mismo. Ni qué decir tiene que lo mismo daría, en contexto, decir “lo que” en lugar de
“quién”. En pocas palabras, Dios no es un objeto, Dios no es el Otro, ni es tampoco el
Mismo, ni, en definitiva, es ni no-es. En alguna parte nos recuerda usted, aunque
suponiéndola posterior, aquella Proposición II del Libro de los XXIV Filósofos: “Deus est
sphaera infinita, cuius centrum est ubique, circunferentia muscuam”, Dios es una esfera
infinita cuyo centro está en todas partes y cuya superficie es ninguna. Es el Dios de la
mística, diría usted, y no el de la religión. Comprendo que la idolatría haya sido y continúe
siendo el gran peligro y la gran tentación de toda religión, sagrada o secular, tradicional o
moderna. Y un concepto puede ser un ídolo más insidioso que un fetiche. Pero lo que
ocurre es que Dios no-es-de-nadie. Nadie puede monopolizarlo, ninguna religión, ninguna
filosofía, ni mística, como tampoco ningún ateísmo o agnosticismo. Dios no permite la
propiedad privada; ni siquiera de él mismo. Un Dios que se perteneciera a sí mismo sería
pura contradicción y moralmente un fraude. El dogma de la Trinidad, que no es por cierto
exclusivo de la religión cristiana, viene precisamente a romper el aislamiento de un Dios
propietario de sí mismo, sin por eso menoscabar su soledad.

Siempre tuve la impresión de que usted era un gran solitario, pero no un aislado, y que,
por tanto, estaba en comercio vivo con Dios, sufriendo por ver a este Dios mediatizado
por el institucionalismo y tradiciones ya no vivas, como usted también expone al hablar
“Los Intermediarios” en El hombre y Dios. Por eso el místico es de incómoda convivencia:
tolera mediadores pero no admite intermediarios.

¿No aceptaría usted la descripción de la mística como la experiencia pura de la realidad?


¿No dice con menos conceptos y sobre todo con menor carga metafísica lo que usted
llama “sentimiento de independencia absoluta”? Toda experiencia, por definición, es
inmediata. Por eso la experiencia es el “locus” de la mística, el lugar en donde solamente
puede florecer.

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La experiencia mística se distingue de cualquier otra en que lo que se “experiencia”-cosa
muy distinta, por cierto, de lo que se experimenta- no es una parte o un aspecto de la
realidad, sino ella misma en cuanto tal, cualquiera que sea luego el nombre que se le dé o
la concepción que uno se forme de ella. Entrando en contacto inmediato con la realidad, a
través de un ser cualquiera, no sólo se toca a Dios, el Ser, la Nada, o lo que fuera, sino que
desaparece también la distancia y el dualismo entre el objeto de la experiencia y el sujeto
que la realiza; este último no puede estar fuera de la realidad que se “experiencia” a sí
misma (se verá forzado a decir un cierto pensar lógico).

La experiencia mística imprime un carácter indeleble. Por este motivo apunta usted tan
certeramente que “la mística no tiene, en toda su historia, un solo renegado”, y
poéticamente repite que “la mística es, como la muerte, una región de la que no se
vuelve”. La mística es, ciertamente, una experiencia mortal. En contacto con la realidad
realiza y la realidad es tal precisamente por eso. La experiencia mística es transtemporal,
tempiterna lo he llamado yo y, por tanto, carece de sentido un “volverse atrás”.

Fundamental a este respecto me parece su distinción, obiter dicta entre


incomunicabilidad e imparticipabilidad. Toda experiencia es, por el hecho de serlo,
incomunicable. La comunicación de una experiencia ya no es, por lo menos, la misma
experiencia. Generalmente es una comunicación conceptual, y si lo fuese experiencial, yo
no sería la experiencia originaria sino la experiencia de la comunicación. En cambio, la
experiencia mística no es imparticipable. Más aun, me atrevería a decir que mientras las
demás experiencias sí lo son, la experiencia mística se distingue fenomenológicamente de
las demás en que la participación no es posible. En efecto, la participación sólo es posible
si más de un sujeto puede tomar parte en la tal experiencia sin que por eso la experiencia
se modifique o se escinda en una pluralidad de experiencias. Ahora bien, esto es, por
definición, solamente posible si lo que se “experiencia” es la realidad misma y no un
aspecto o una parte de ella. Si yo hago la experiencia de una pintura o de una sinfonía,
nada impide que otro haga una experiencia similar y aun simultánea, pero la forma, el
color, o el sonido de mi experiencia es imparticipable: es parte de uno mismo. Solamente
si lo que se “experiencia” es la realidad misma, aun cuando sea a través de un color, forma
o sonido, podrá otro participar en la misma experiencia de la realidad. En último término,
porque sólo la experiencia de la realidad no tiene sujeto particular, y no se puede hablar
con rigor de “mi” o de “tu” experiencia.

En esta posible participación se funda no sólo el hecho de que se pueda hablar de mística,
sino también la posibilidad de un campo todavía muy virgen y en el que usted ha dado
más de un paso con una firmeza que sólo la mencionada participación hace explicable. Me
refiero al campo de lo que por no insistir sobre nombres nuevos seguiremos llamando
mística comparada.

Los problemas, sin embargo, no son de poca monta. El primer dilema parece ser el
siguiente: o bien hay un término neutro e independiente de comparación, o bien no lo
hay. En el primer caso la mística parece comprometida, pues ¿qué hay o puede haber más

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allá de la mística? En el segundo, la comparación se hace imposible, pues ¿cómo se va a
saber que se comparan cosas comparables?

Más aun, ¿no presupone la misma pretensión comparativa lo que está en tela de juicio, a
saber, que las místicas son comparables?

Usted, querido amigo, hace a mi modo de ver la única mística comparada posible, esto es,
usted no compara misticismos sino que estudia, por participación, la intuición mística, que
usted cree encontrar en una determinada concepción del mundo, y al expresarla y
aclararla echa usted mano de formulaciones de otras tradiciones filosóficas o religiosas
que le parecen servir para profundizar y esclarecer la cuestión. Dicho con otras palabras,
que no quisieran hacerle decir lo que usted no dice, pero que, expresando mi opinión, me
parece estar en su misma línea de pensamiento: mística comparada no consiste en
comparar misticismos ni en comparar fenómenos místicos, sino en servirse como
vehículos de expresión para formular su propia intuición mística, de todas aquellas
doctrinas y nociones que puedan ayudar a esclarecer la inteligibilidad del problema
personal que se trae entre manos. Empresa absurda y condenada al fracaso si consistiera
en intentar explicar lo inexplicable por acumulación de inexplicables. Faena fascinante y
llamada a contribuir poderosamente al entendimiento entre los hombres, participando en
el fondo mismo de la vida humana, en la fuente misma de su existencia; tarea importante
y urgente si consigue despertar un eco y una participación creadora en el lector haciendo
vibrar en él fibras dormidas o poniendo en marcha potencialidades latentes.

Ahora bien, el problema de la justificación de un tal procedimiento y del criterio que


permite echar mano de una tradición religiosa, permanecen todavía en pie.

Permíteme que salga aquí en su defensa –o en la mía- frente a quienes tildan un tal
procedimiento de sincretista por haber dejado anquilosar su propio horizonte, olvidando
que todo horizonte es constitutivamente flexible, movedizo y que, por representar un
límite, se encuentra siempre más allá de cualquier comprensión y acercamiento.

En primer lugar, la función del maestro, la del filósofo y, ni qué decir tiene, la del místico,
es primaria e irreducible y por tanto sin justificación distinta de la verdad. Bondad y
belleza, que encarnan en sí mismos. La flor, en cuanto flor, no tiene por qué ni tampoco la
auténtica enseñanza del verdadero maestro: es su misma vida. Usted nos ha vuelto a
recordar las tajantes y valientes palabras de Meister Eckhart al respecto: “Lo que os he
dicho es cierto…Habla la verdad. No sé si puedo decir más”. O con sus propias palabras en
otra ocasión: “Jedes hinzudenken verdeckt das Sein”, cualquier repensamiento encubre al
ser. La verdad no tiene otro parapeto donde defenderse ni otro refugio en donde
protegerse. La metaverdad sería una mentira.

En segundo lugar, la presencia de lo carismático y el valor irreducible de lo existencial no


deben, sin embargo, escamotear la cuestión crítica una vez planteada de la justificación de
las propias credenciales. No deja de haber malos maestros y falsos profetas. ¿Cómo sé yo,

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para ponerlo en un simple ejemplo, que lo que Nāgārjuna y lo que Eckhart quieren decir
es la misma intuición fundamental? ¿Por qué se esfuerza usted disquisiciones sobre el
budismo y discretamente presentarlo como una solución o una aportación sustancial a la
problemática de nuestro tiempo? O para no colgarle el sanbenito a usted, ¿qué razón doy
yo de mi último libro que lleva precisamente como subtítulo: “El mensaje del Buddha al
ateísmo religioso de nuestro tiempo”?

El problema es grave, porque no se trata de comparaciones cualesquiera que permitan,


sin más, encontrar una plataforma neutra y común. Por su misma naturaleza, tanto la
religión, la filosofía, como la mística, pretenden ser totales y últimas en su especie, esto
es, pretenden ofrecer una visión final y global de la realidad, de manera que, aunque no
quieran ser acabadas ni completas, no permiten un más allá que no esté ya escrito en ellas
mismas.

Con otras palabras: no se puede comparar las religiones fuera del ámbito de la religión, si
la comparación tiene que ser reconocida como válida por ellas mismas. Pero la religión es
concreta, la mía, la tuya… ¿Cómo es, pues, posible imparcialidad y neutralidad desde una
religión determinada? La filosofía comparada es a su vez filosofía, con la cual ella debería
también entrar en una comparación, y así hasta el infinito. La mística pretende haber
llegado al contacto último e inmediato, inefable por lo demás, con la realidad. ¿Qué
perspectiva puede tener desde allí si no puede dar ya ningún paso atrás?

El haber pensado que mi punto de vista es el objetivo y valedero y desde él haber


enjuiciado a los demás, el haber pretendido que yo no poseo ningún punto de vista,
ningún presupuesto y ninguna opinión preformada, y que soy por tanto imparcial, el haber
querido juzgar las religiones a la luz del tribunal de la razón, las filosofías desde la mía
propia y la mística desde una mera fenomenología ha dado lugar a más de un abuso, de
un malentendido, y de una distorsión de la verdad.

Y con todo el problema es insoslayable. No podemos vivir por más tiempo en


comportamientos estancos y narcisísticamente satisfechos en aislamientos que dejan de
ser espléndidos para convertirse en miserables. Hay que afrontar el problema humano
desde su dimensión verdaderamente planetaria.

Desde un punto de vista eminentemente formal debe empezarse por decir que la solución
puede solamente darse si se encuentra, en el interior mismo de las disciplinas en cuestión,
una base común aceptada por las mismas. Este es el lugar verdadero del diálogo. El
diálogo no es una simple conversación, no es un mero enriquecimiento mutuo por la
información suplementaria que se aporta, no es un exclusivo correctivo de malentendidos
y sólo una crítica mutua; el diálogo es la búsqueda en común, de lo común y de lo
diferente, es la fecundación mutua que cada uno aporta, es el esfuerzo mutuo por ser
con-vencido por el otro, es el reconocimiento implícito o explícito de que no somos
autosuficientes y que el sujeto de la religión, del filosofar, así como la mística no es el
individuo, sino la persona, esto es, la relación constitutiva entre todos los factores que

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entran en el diálogo, en el que el triunvirato singular y plural, del yo, tú, él, juega un papel
insustituible. Dios, dije al principio, es quien hace posible el diálogo sea algo más que el
estéril entrecruzarse de dos monólogos.

No voy a entretenerme ahora en dilucidar más la cuestión, sino solamente en apuntar tres
presupuestos en los que descansa la respuesta afirmativa a la posibilidad de la mística
comparada, en el sentido en que la hemos venido entendiendo.

El primer presupuesto es la unidad de la naturaleza humana, o con otras palabras, la


posibilidad radical del hombre de entender lo que otro hombre piensa y dice. Mientras no
se demuestre positivamente la tesis contraria, este presupuesto es un axioma
incontrovertible, puesto que su misma negación es sólo inteligible y por tanto convincente
presuponiendo que yo entiendo lo que el otro dice. Dicho más filosóficamente: toda
comprensión es autocomprensión, en el fondo, porque todo “autos” es algo más que un
individuo aislado. El problema persiste evidentemente en la dilucidación de los límites de
esta mutua comprensión.

El segundo presupuesto podría formularse diciendo que se trata de la prioridad, aunque


no de la primacía –conviene subrayarlo-, del mytos sobre el logos; esto es, de la prioridad
de lo dado sobre lo elaborado, de lo consciente sobre lo autoconsciente, de lo estático
sobre lo reflejo, de lo que es sobre lo que sabe que es, aun cuando este saber pertenezca
al mismo ser del hombre (por lo cual el problema presenta una complejidad circular de la
que no se puede salir sino introduciendo el factor tiempo). Con otras palabras: se trata del
presupuesto de que hay un magma común humano del que el logos se alimento y que es
lo que permite las distintas formulaciones y expresiones, esto es, los diversos lenguajes.
Todo pluralismo –y no hace falta subrayar la importancia del tema para nuestros días en
que el encuentro de razas, culturas, y religiones hacen del mismo una necesidad vital-, se
funda sobre este hecho: la existencia de un fondo pre-lógico –que yo insistiría en seguir
llamando mítico, de acuerdo con la más rancia concepción del mito y su función en la
historia de la humanidad-, del que echa mano el logos para formular sus concepciones. El
logos es siempre logos de algo; este algo en el mundo sublunar es precisamente el mito. El
hecho puede ilustrarse con el fenómeno palmario de la existencia del lenguaje. Si no
existiera algo anterior al lenguaje y sobre lo que el mismo lenguaje funda; más aun, sin
este algo que es lo que el lenguaje mismo quiere expresar y sacar a la luz de la
inteligibilidad; si no existiera aquello que el lenguaje menciona, ninguna sería posible y en
consecuencia, la incomunicación sería absoluta. ¿Cómo podría saber yo lo que una
palabra quiere decir si no se me pudiera señalar sin palabras la “cosa misma” que el
lenguaje quiere expresar? Más palmario es aun el caso si se observa la multiplicidad de
lenguajes y el fundamento de sus correlaciones. ¿Cómo podría saber yo la
correspondencia entre dos lenguas si no hubiera “la cosa”, la pura desnudez de la cosa,
invisible muy posiblemente sin la palabra, pero no confundible con ella.

Finalmente, el tercer presupuesto consiste en un acto de confianza inicial en las distintas


tradiciones religioso-culturales de la humanidad, como capaces de expresar lo

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fundamental de la experiencia humana, de manera que es posible encontrar una cierta
correlación entre ellas una vez que estemos dispuestos a la conversión necesaria para
entrar en una tradición religioso-cultural distinta de la propia. Esta correlación no significa,
evidentemente, que uno deba presuponer “a priori” que todos los conceptos, intuiciones,
y aun palabras de un lenguaje cultural deben encontrarse también en los demás. Ello
significa más bien: primero, que todos los lenguajes (o culturas) son complementarios, de
manera que sólo en su totalidad expresan la experiencia humana en su conjunto; esto es,
que cada uno de ellos expresa una vivencia humana fundamental, en cierta manera
irreducible. Pero ello significa también, segundo, que estos mismos lenguajes son
suplementarios, esto es, que cada uno de ellos expresa de una forma más o menos
completa la experiencia humana fundamental en una forma concreta de vivir y estar en el
mundo: toda cultura refleja en cierta manera a toda la humanidad y en toda religión,
como en un espejo, se refleja –y también refracta, puesto que no hay espejo perfecto-
toda la totalidad del mundo entero.

Ello hace que la tarea que nos ocupa no pueda consistir en llevar a cabo meras
traducciones o en encontrar simples correlaciones, sino en una vivencia holística repetida
sin esquizofrenia en la mente, el corazón, y el cuerpo, de quien ha tomado sobre su
responsabilidad tamaño quehacer.

En este sentido, la mística comparada, que no es la comparación del misticismo –ahora se


entiende bien- sería la base misma de una morfología universal de culturas, religiones y
filosofías. El místico es quien ha tocado –por así decir- la realidad, por lo tanto, el carácter
mediador del concepto y de la palabra, de la imagen y de la idea; a él le es connatural
expresar en más de una clave cultural o religiosa lo que las trasciende todas sin negar
ninguna.

En la comunidad de un tal ideal, querido amigo, nos encontramos hace años en la India y
nos seguimos encontrando mientras la tarea esté por hacer y las semillas que usted
sembró sigan viviendo en la segunda, tercera y cuarta generación…

R.Panikkar
Varanasi, junto al Ganges, agosto de 1970.

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