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Universidad Nacional de Mar del Plata

Facultad de Humanidades

Departamento de Filosofía

Pensamiento Argentino y Latinoamericano

Alumno: Ernesto Manuel Román

Matrícula: 17171

Año: 2018
Una política emancipadora más allá del clasismo: hegemonía, pueblo y
sujetos políticos en la obra de Enresto Laclau

Introducción.

El pensamiento de Ernesto Laclau ha llegado a ser un paso obligado en la


multiplicidad de sendas que recorre la reflexión política contemporánea: no solo es una
de las figuras centrales del llamado pensamiento “post marxista” y ha participado de
numerosas discusiones con algunos filósofos clave de nuestra época (tales como Buttler
o Zizek) sino que ha devenido un referente crucial para diversos movimientos políticos
concretos, fundamentalmente para el kirchnerismo en Argentina –aunque su influencia
ha irradiando también al resto de Suramérica. En sus obras ha intentado renovar el
repertorio categorial con el cual la filosofía intenta aprehender los fenómenos políticos,
a la vez que propone nuevas vías teóricas para pensar y desarrollar las posibilidades
emancipadoras del presente. Ante la crisis del pensamiento marxista y su
conceptualidad histórico-política, intenta incorporar los desarrollos de diversos campos
de las ciencias sociales y la reflexión filosófica post-estructuralista forjando nuevos
conceptos que pudieran superar el anquilosamiento y el determinismo que llevo al
marxismo a dicha crisis. Uno de los más importantes de estos conceptos es sin duda el
de hegemonía, que el filósofo argentino desarrolla junto a la pensadora belga Chantal
Mouffe, ampliando elementos ya presentes en la socialdemocracia rusa y en los trabajos
de Antonio Gramsi. En la presente monografía intentaremos realizar un análisis crítico
de este concepto, partiendo de una de las principales obras de la pareja de pensadores:
Hegemonía y estrategia socialista. Para esto, sin embargo, será necesario realizar un
doble rodeo, en primer lugar deberemos seguir el análisis que los pensadores realizan de
la crisis del marxismo, ya que es en este contexto donde aparecerá y encontrará su
primer horizonte de sentido el concepto que nos ocupa; en segundo lugar, deberemos
adentrarnos en las teorías de lo social y lo político que los autores elaboran en la
mencionada obra, ya que es solo a partir de la comprensión de los aspectos
fundamentales de estas teorías que el concepto de hegemonía alcanza su inteligibilidad
propia. Por último intentaremos expandir el análisis mas allá de Hegemonía y estrategia
socialista, hacia otra de las grandes obras de Lacau, a saber, La razón populista, para
indagar en la relación entre la nueva teorización de la hegemonía y la revalorización y
reconceptualización del fenómeno populista (y de la categoría política de pueblo); esto
nos dará también el puntapié inicial para realizar una crítica de la teoria de la hegemonía
y sus posibilidades en términos de concepto-clave de una nueva política emancipadora.

Hegemonía y crisis del marxismo.

Según Laclau y Mouffe el concepto de hegemonía no aparece en la teoría


marxista como una instancia positiva, un momento autónomo y coherente con el
desarrollo de la misma, sino que es el síntoma de una crisis. 1Es por esto que un análisis
genealógico capaz de reconstruir el pensamiento de lo hegemónico en la teoría marxista
a partir de la segunda internacional es necesariamente el estudio de una grieta y su
sutura, de un vacio de sentido que paulatinamente se instala entre las categorías
marxistas y las zapa desde su interior; así pues, la genealogía de este concepto es en un
primer sentido (tal como la llaman los autores retomando una expresión de Foucault) la
“arqueología de un silencio”:
El concepto de hegemonía no surgió para definir un nuevo tipo de relación en su
identidad específica, sino para llenar un hiato que se había abierto en la cadena de la
necesidad histórica. «Hegemonía» hará alusión a una totalidad ausente y a los diversos
intentos de recomposición y rearticulación que, superando esta ausencia originaria,
permitieran dar un sentido a las luchas y dotar a las fuerzas históricas de una positividad
plena. Los contextos de aparición del concepto serán los contextos de una falla (en el
sentido geológico), de una grieta que era necesario colmar, de una contingencia que era
necesario superar. La «hegemonía» no será el despliegue majestuoso de una identidad,
sino la respuesta a una crisis.2 P 31

¿Pero que es esta “necesidad histórica” cuya falla determina la crisis del
marxismo? Consiste en postular a la historia como un sistema integrado, cuyo
funcionamiento es puramente “endógeno”, pues fija los elementos que la componen
dentro de un conjunto de relaciones estructurales, cerrando así el sentido de cada uno

1
Desde los albores del siglo XX y las luchas revolucionarias que lo encieron, las categorías clásicas del
marxismo se muestran impotentes a la hora de ser operativas en una realidad social que se les vuelve cada
vez más inasimilable y opaca. La inevitabilidad de la revolución, credo incuestionable del pensamiento de
la segunda internacional, parece ponerse en entredicho. Así mismo, las formas de la lucha revolucionaria
se alejan cada vez más de las predicciones marxistas, dado que cuando la revolución irrumpe, no lo hace
en los centros industriales, como sostenían las predicciones del marxismo, sino en lugares atrasados,
feudales, como el caso paradigmático de Rusia. Ante este desacople de las categorías clásicas con los
sucesos históricos en marcha, el marxismo responderá de modo múltiple, pero siempre teniendo que
sosegar, en parte, el determinismo economicista que lo caracteriza, aunque solo sea justamente para poder
no abandonarlo nunca del todo, sumando hipótesis suplementarias que permitan explicar los desajustes
entre la teoría y los acontecimientos. Uno de estos ad hoc será la noción de hegemonía que, a partir de la
socialdemocracia rusa, comienza a perfilarse como un concepto clave, capaz de volver inteligible
practicas políticas de clase que posean efectividad a la hora de intervenir en el escenario político.
2
P 31
de ellos, es decir, determinando su identidad y sus relaciones de forma definitiva. La
historia y su devenir, la política y sus avatares, solo son inteligibles a partir de la acción
ciertas fuerzas que, como las parcas en la cultura antigua, tejen los acontecimientos a
partir de sus arcanos designios, hilvanando todo cambio dentro de su propio desarrollo y
despliegue; estas fuerzas son las relaciones económicas en las que el capitalismo como
teodicea de la totalidad deja sentir el rigor de sus marchas forzadas. La economía,
dominio totalizado, orgánico y regido por leyes objetivas, será la grilla de
inteligibilidad (por usar otro concepto de Foucault) con la cual el marxismo cribe la
política y la historia. Por tanto la lucha política se fundamenta en el desarrollo de las
fuerzas económicas, hado infalible que late bajo sus pies. La teoría marxista lograría
develar el misterio de la economía, de forma tal que le permitiese establecer la
estrategia justa en cualquier contexto de lucha política en base a su comprensión de la
marcha necesaria de la historia del capitalismo. 3
Ante su crisis, el marxismo no tuvo una respuesta univoca, sino más bien, según
las coyunturas y los posicionamientos, se dio una amplia gama de estrategias para
soldar los eslabones rotos de la necesidad histórica. La primera respuesta la constituye
la formación de una ortodoxia marxista. El problema fundamental a afrontar aquí es la
unidad de la clase obrera. El pensamiento marxista previo a la crisis afirmaba la
existencia de una simplificación de las relaciones de clase. Se daría una pauperización
creciente del proletariado, un empobrecimiento de los estratos medios y una
concentración monopólica del capital, que solo podrían reforzar la unidad de la clase.
Sin embargo, las primeras décadas del siglo XX vieron una situación más compleja,
pues la clase, lejos de reforzar su unidad, tendía a fragmentarse en todo tipo de
diferencias internas: entre obreros cualificados y proletarios no cualificados y entre los
distintos sectores cada vez más complejos de la producción .Ante esta situación, la
ortodoxia se sitúa en este desacople de la teoría y la praxis, pero solo para postular que

3
Los escritos del socialdemócrata austriaco Karl Kautsky son el ejemplo más claro de esta vertiente
economicista y determinista del marxismo. Los autores sostienen que el co-fundador del partido
socialdemócrata alemán: “…simplifica el significado de todo elemento o antagonismo social al reducirlo
a una localización estructural especifica, fijada de antemano por la lógica del modo de producción
capitalista. La historia del capitalismo [según Kautsky] consiste, así, en puras relaciones de interioridad.
Podemos pasar de la clase obrera a los capitalistas, de la esfera económica a la esfera política, de la
manufactura al capitalismo monopolista, sin que necesitemos apartarnos un instante de la racionalidad e
intelegibilidad internas de un sistema cerrado. El capitalismo nos es presentado, ciertamente, como
actuando sobre una realidad social exterior a sí mismo, pero el papel de esta última se limita a disolverse
al entrar en contacto con aquél. El capitalismo cambia, pero ese cambio no es sino el despliegue de sus
tendencias y contradicciones internas. Aquí la lógica de la necesidad no es limitada por nada…” 42
dicho desacople es pasajero y aparente, viendo nuevamente en las leyes del desarrollo
económico el tegumento que volverá a unirlas.4
El concepto de hegemonía aparece por primera vez en la socialdemocracia rusa, para
intentar sacar provecho del supuesto retraso del país y de sus clases dirigentes. En
efecto, Rusia era un país escasamente industrializado y que poseía una estructura
política arcaica. En síntesis, la revolución burguesa, realizada en Europa, no había
tenido lugar, la burguesía como clase no había cumplido con sus tareas históricas
(dentro de la gran narrativa de la historia universal que supone el marxismo). Es en este
anacronismo, sin embargo, en el cual la socialdemocracia rusa ve la puerta de entrada a
la historia de la clase obrera, quien debe apropiarse de la misión característica de su

4
“La ortodoxia marxista, tal como se constituye en Kautsky y Plejanov, no es la simple continuación del
marxismo clásico. Es una inflexión muy particular de este último, caracterizada por el nuevo papel que se
le asigna a la teoria. Esta ya no cumple –como en el texto kautskiano de 1892- la función de sistematizar
tendencias históricas observables, sino la de erigirse en garantía de una futura coincidencia entre estas
tendencias y el tipo de articulación social postulado por el paradigma marxista. Es decir que el campo de
constitución de la ortodoxia es el campo de una escisión creciente entre teoría marxista y práctica política
de la socialdemocracia(…)Esta escisión encuentra el terreno de superación, para la ortodoxia, en las leyes
de movimiento de la infraestructura, que aseguran a la vez el carácter pasajero de las tendencias presentes
y la futura reconstitución revolucionaria del a clase obrera –y que son garantizadas por la ciencia
marxista.”
Una actitud alternativa a la ortodoxia la constituye, dentro del espectro de pensamiento socialdemócrata,
el espontaneismo de Rosa de Luxemburgo y el revisionismo de Berstein. Ambas tendencias, por más que
diverjan en torno a los objetivos y medios de lo que sería la tarea de la política emancipadora (el
espontaneismo ligado a una noción nueva y radical de revolución, el revisionismo orbitando en torno a la
lucha sindical y un programa reformista) comparten la idea de que el sentido de los acontecimientos
políticos no se encuentra determinado de ante mano por los movimientos de la infraestructura. Ambas
tendencias, a su manera, abren la política al plano de lo contingente y de una praxis que no es ya mera
representación de intereses4 (fraguados en la forja determinista de la economía), sino articulación en el
seno de relaciones de fuerza inestables.
El espontaneismo, según Laclau y Mouffe, parte de la concepción de que las distintas luchas no se agotan
en su sentido literal, en la reivindicación parcial de la que surgen (en el caso de una huelga en una
fábrica, por ejemplo, la suba de salarios por la que se hace la huelga), sino que son capaces de generar
efectos expansivos, de prolongar sus ecos más allá de sí mismas, de recapitular y evocar otras luchas.
Poseen entonces, además de su sentido literal, un sentido simbólico, donde el conflicto particular es
elevado, por medio de su equivalencia con otros conflictos, al estatuto de símbolo mismo de la
revolución. Por tanto la unidad de la clase es simbolica –no es ya un mero supuesto externo a la
construcción política-, es articulada y producida en el proceso revolucionario mismo, que hace resonar en
un solo clamor a la heterogeneidad de las luchas particulares. Por su parte, el revisionismo aporta una
concepción de la política donde esta no es reducida a mero reflejo de los procesos económicos
subyacentes: se llega aquí la idea fundamental de la autonomía de lo político. La unidad de clase (en el
análisis de Laclau y Mouffe de la obra de Bernstein) no puede darse directamente a nivel infraestructural,
pues la fragmentación es un rasgo característico de la misma dentro del proceso económico; la unidad de
la clase solo puede darse en la construcción política del partido de clase.
Ambas lecturas comparten una puesta en entre dicho de la lógica de la necesidad, que dominaba el
discurso de la ortodoxia. Comienza a nacer entonces una lógica de la espontaneidad, de la contingencia,
que contrarresta fracaso de la necesidad. Pero, si en principio, esta lógica de la contingencia no surge sino
para volver a hacer de la clase obrera el agente necesario de la revolución (fe incuestionable del
“clasismo”), tiende progresivamente, sin embargo, a socavar el sustrato determinista donde se establecía.
Es en la descomposición de la lógica de la necesidad, en la pluralidad de posiciones a las que da pie,
donde se halla la constelación propia del pensamiento hegemónico, y de donde puede surgir una visión no
clasista del a política emancipadora.
clase antagonista y realizar ella misma la revolución que la burguesía misma dejaba
incumplida. La clase obrera debe hegemonizar dicha tarea. Pero el vinculo entre la tarea
hegemonizada y la clase hegemonizante, clave de la práctica política de la
socialdemocracia rusa, es un vinculo que se dirime en lo in-esencial, en lo no fijado, en
la contingencia del error anacrónico del caso ruso. Por eso de entrada, plantea un
contexto donde las categorías deterministas son inaplicables: deberá buscarse una nueva
forma de praxis política cuya cifra no es otra que el concepto de hegemonía. Este se
aplica en contextos articulatorios, construye lasos no predefinidos por identidades
esenciales.
Sin embargo es en el contexto de la teorización gramsiana donde el concepto de
hegemonía desplegara en su máximo potencial sus efectos deconstructivos, pues esta
teoría da un rol fundamental a los aspectos culturales y morales a la hora de concebir el
desarrollo de la historia, mitigando así el peso del determinismo económico propio del
ámbito marxista de reflexión. La noción de bloque histórico será de importancia
decisiva en este sentido, pues pone de relieve que las formaciones históricas son un
entramado complejo de creencias, ideologías y prácticas culturales que se articulan en
procesos que no son el despliegue inmanente de una necesidad, sino el resultado de de
negociaciones, alianzas, enfrentamientos, de luchas, son el resultado agonal de
posiciones tácticas y estratégicas donde elementos heterogéneos en su naturaleza se
componen y descomponen. La ideología, tildada de falsa conciencia por el marxismo
ortodoxo, será recuperada como terreno de disputa, la cultura no será ya solo el trofeo
de las clases dominantes sino otro de los tantos campos de batalla, el estado y las
instituciones no son meros instrumentos al servicio de la burguesía sino el escenario
táctico de una guerra de posiciones. También en Gramsi la categoría de pueblo, con su
carga de indeterminación, su sentido abierto y no fijado, será revalorizada como un
concepto a incorporar en la lucha. Se trata, para Gramsi, de construir hegemonía, es
decir, de disputar sentidos y de resinificar practicas, conceptos e instituciones, de
articular sectores que no son desde el vamos revolucionarios o contrarrevolucionarios,
sino que llegan a serlo al fragor de los procesos antagónicos, según de qué lado (de
forma parcial y no definitiva) se sitúen en la contienda. Sin embargo todo el potencial
teórico de las reflexiones es frenado en seco nuevamente, también en Gramsi, por el
gran escollo del economicismo, pues finalmente toda lucha debe subordinarse a los
intereses de clase, todo debe nuevamente ser reconducido al plano de la última
instancia: la economía. El proletariado, portador de sus intereses de clase sigue siendo el
héroe fundamental de la epopeya histórica de la lucha de clases; para superar esta traba
y que la teoría de la hegemonía encuentre su propia superficie discursiva debemos salir
finalmente de esta última frontera del marxismo, hacia una teoría que se desembarace de
esta jaula determinista.

La sociedad imposible y necesaria

Según Laclau y Mouffe para entender a la modernidad en la fuerza y el impacto


histórico de sus transformaciones y consecuencias tenemos que pensar, en principio,
que esta implica la experiencia de la fragmentación. La sociedad antigua y medieval
había sido caracterizada por la fijeza y durabilidad de los roles y repartos sociales. En
ellas encontrábamos estamentos claramente delimitados y enlazados en una totalidad
orgánica: pero desde la irrupción de la modernidad dieseochesca con el capitalismo y la
revolución francesa, esta totalidad se descompone en una serie de procesos
desenfrenados de especialización cuya lógica ya no está sometida a un orden dado de
antemano. Esta misma fragmentación fue la que, según los autores, dio lugar al
romanticismo y al anhelo de recomposición de la totalidad natural perdida. Este anhelo
encontró su forma más desarrollada de expresión en la filosofía hegeliana, donde la
totalidad se rencuentra “a sí misma en su propio desgarramiento”. El peso de este
modelo romántico hegeliano en la teoría social es para los autores un lastre a desechar,
pues no permite hacer justicia a la realidad de los procesos sociales.5

Para hace inteligible el presente y poder realizar un análisis de la realidad social capaz
de marcar los caminos posibles de una política emancipatoria, será preciso, en la senda
que introducen estos cambios, hacer un doble desplazamiento: por una parte abandonar
cualquier modelo esencialista en la determinación de los elementos sociales, por el
otro, despojarse del fantasma de la sociedad como totalidad cerrada y definitiva. Los
elementos sociales, no poseen una esencia intrínseca y determinada independientemente
de las relaciones que establecen con los demás, sino que se constituyen de forma
relacional, en redes de tenciones, de distancias, en la posición que los separan y acercan
los unos a los otros y pueden siempre devenir otras, cambiar de sentido. Los actores

5
sociales, están siempre sobredeterminados6, nunca desplegados desde una literalidad
última sino compuestos en el plexo de sus relaciones diferenciales. De la misma manera
la sociedad como tal, el momento de la totalidad, está vacío. Es imposible que exista un
“conjunto de todos los conjuntos”7 sociales, el lugar del todo es el de una falta, el de una
herida imposible de suturar. Pero si la totalidad es el espacio de una falta, esto no
implica que ella no exista de modo simple, sino que existe como demanda, como
imperativo de totalización.

Articulación y antagonismo

Es entre estos dos polos donde se perfila un concepto clave para la teoría de la
hegemonía, el de articulación. A diferencia de la mediación, lo articulado no es un
momento necesario del desarrollo de una totalidad, sino una construcción siempre
parcial y precaria de un proceso de totalización, el cual nunca llega a concluirse, sino
que permanece siempre irrevocablemente abierto y sobredeterminado. La articulación es
una práctica, un proceso en curso que intenta integrar elementos inconexos en una trama
de relaciones diferenciales precisas. Cuando los elementos se integran se forma una
estructura, los elementos se transforman en momentos, posiciones relacionales en una
formación discursiva. Tomada en préstamo de la caja de herramientas conceptual de
Foucault, la categoría de discurso es pensada por Laclau y Mouffe en un sentido un
tanto estructuralista, como una regularidad en la dispersión, como sistema de relaciones
diferenciales donde las identidades de los términos en juego se definen exclusivamente
de forma exterior, por sus diferencias contrastivas con las demás. El ejemplo
paradigmático del estructuralismo es el lenguaje: todos los elementos constitutivos del
mismo, los fonemas, los morfemas y los sintagmas se encuentran definidos por la
relación que guardan con los otros, dotando así al todo de las relaciones de una
consistencia estructural fija. La totalidad ya no es más una unidad apriorística, o la
posición de un sujeto privilegiado, sino que consiste en la mera trama de las relaciones,
pero esta trama cristaliza en una estructura que determina la naturaleza de los términos.
Pero es justamente en este punto donde los autores lanzan su crítica al estructuralismo,

6
7
considerando que esta determinación estructural es en “última instancia” imposible: las
formaciones discursivas son siempre precarias, nunca terminan de afianzarse en una
malla fija de relaciones diferenciales; su acción estructurante naufraga de forma
irreversible en la polisemia, en la sobreabundancia significante. La polisemia y la
sobreabundancia son constitutivas del lenguaje en tanto tal. Nunca fijables en momentos
del todo, sino en estado perpetuo de integración/desintegración en el ceno de una
formación discursiva, los elementos del discurso son significantes inestables que la
practica articulatoria busca estabilizar en relaciones diferenciales. El discurso es
precario, la polisemia, constitutiva. Hay un campo de la discursividad que excede y
subvierte a todo discurso, que lo deja irremediablemente irresuelto. Vista desde esta
noción de discurso, la articulación es “la construcción de puntos nodales que fijan
parcialmente el sentido; y el carácter parcial de esa fijación procede de la apertura de lo
social, resultante a su vez del constante desbordamiento de todo discurso por la infinitud
del campo de la discursividad”.8 Así es que:
Lo social es articulación en la medida en que lo social no tiene esencia —es decir,
en la medida en que la «sociedad» es imposible. Decíamos antes que, en lo que se
refiere a lo social la necesidad sólo existe como esfuerzo parcial por limitar la
contingencia.194

Esta contingencia infranqueable es experimentada como antagonismo. El concepto de


antagonismo se diferencia tanto de la contradicción, que es una relación de mutua
negación entre conceptos, como de la oposición real, que es también una negación pero
entre “objetos reales”. Ambos, contradicción y oposición real, suponen identidades ya
constituidas que se niegan; el antagonismo por el contrario es más bien el límite de la
autoconstitución de toda identidad9: “la presencia del «Otro» me impide ser totalmente
yo mismo”10. El antagonismo es entonces algo así como un borde interno de lo social y
del lenguaje, pues no separa a estos de algo distinto, no les aporta una frontera
delimitable y cartografiable, sino que en cada intento por fijar la identidad de las
prácticas sociales y los juegos del lenguaje11 actúa con su trabajo de zapa para minar las
identidades desde su interior:

8
193
9
lo social sólo existe como esfuerzo parcial por instituir la sociedad -esto es, un sistema objetivo y
cerrado de diferencias- el antagonismo, como testigo de la imposibilidad de una sutura última, es la
«experiencia» del límite de lo social 215-216
10
214
11
El antagonismo escapa a la posibilidad de ser aprehendido por el lenguaje, en la medida en que el
lenguaje sólo existe como intento de fijar aquello que el antagonismo subvierte.
El límite de lo social debe darse en el interior mismo de lo social como algo que
lo subvierte, es decir, como algo que destruye su aspiración a constituir una
presencia plena. La sociedad no llega a ser totalmente sociedad porque todo en
ella está penetrado por sus límites que le impiden constituirse como realidad
objetiva.12

Esta dinámica que se establece entre la articulación y el antagonismo encontrará su


expresión cabal en la relación entre dos lógicas contrapuestas: la lógica de la diferencia
y la lógica del a equivalencia. Las practicas articulatorias, como vimos, configuran
sistemas diferenciales donde los elementos se integran en momentos y se definen
recíprocamente; esta dinámica es llamada lógica de la diferencia. Articula los elementos
y los dota de una positividad definida por las relaciones diferenciales que estructuran el
discurso. Pero esta lógica (que de desplegarse sin límites terminaría por articular a la
sociedad en una totalidad cerrada donde todo elemento estaría integrado como momento
diferencial) es subvertida por una opuesta, llamada lógica de la equivalencia, en la cual
los momentos diferenciales se indeterminan y los elementos sociales pierden su
especificidad, se vuelven equivalentes entre sí, en cierto sentido inestables desde su
contenido semántico.

Detengamos brevemente en la especificidad de esta dinámica que será esencial para


pensar el lugar teórico de la hegemonía. La lógica equivalencial es una lógica negativa,
es la forma en la que la negatividad existe socialmente, y por tanto, posee una estrecha
vinculación con el antagonismo. Dos términos se vuelven equivalentes siempre en
relación a un tercero en base al cual se vinculan negativamente, en el seno de un
antagonismo. El conflicto agonal entre series de elementos hace que las especificidades
diferenciales en el interior de cada conjunto en pugna se desdibujen, pues es solo en
tanto equivalentes que los miembros de un grupo pueden contraponerse conjuntamente
a su rival. Así, en tanto inmersos en el combate antagónico, los términos que forman
parte de una misma entente son intercambiables. Pero esta lógica de la equivalencia, que
indetermina a los términos en relación a un antagonismo, no puede, al igual que la
lógica de la diferencia, ser total; si los términos fueran puramente equivalentes
perderían todo significado y trazarían un antagonismo en el vacío. Los antagonismos,
entonces, nunca terminan de cerrarse, los dos grupos en pugna nunca constituyen

El antagonismo, por tanto, lejos de ser una relación objetiva, es una relación en la que se muestran -en el
sentido en que Wittgenstein decía que lo que no se puede decir se puede mostrar- los límites de toda
objetividad.

12
217
conjuntos totalizados, el sentido antagónico es también un sentido abierto y
estrechamente vinculado con las relaciones diferenciales que subvierte. Todo
antagonismo es también parcial y precario, a la vez que, dentro de una sociedad, no
existe un solo antagonismo que la desgarre al medio, sino que la lucha antagónica se
dispersa alrededor de diversos puntos de ruptura que minan la positividad de lo social
sin poder aniquilarla por completo:

Pero así como la lógica de la diferencia no consigue nunca constituir un espacio


plenamente suturado, tampoco lo logra la lógica de la equivalencia. La disolución del
carácter diferencial de las posiciones del agente social a través de la lógica
equivalencial, no es nunca completa. Si la sociedad no es totalmente posible, tampoco
es totalmente imposible.13

Las dos lógicas solo pueden funcionar de forma intercalada, en la tensión que limita sus
efectos recíprocamente, impidiendo que cada una pueda suturarse: de la misma manera
que es imposible una integración de los elementos en una única estructura diferencial,
tampoco puede haber un antagonismo que parta la sociedad exactamente en dos
conjuntos solo definidos por su mutuo enfrentamiento. Las dos lógicas forman un
sistema polar donde cada uno funciona bajo el supuesto de la otra.
Llegados a este punto podemos definir en toda su especificidad el concepto de
hegemonía tal como lo plantean Laclau y Mouffe. La hegemonía es una práctica
articulatoria, es la construcción de un determinado sistema de relaciones diferenciales,
por tanto, supone siempre un cierto desajuste en lo social, un cierto desplazamiento
semántico del sentido de los términos que autorice la existencia de una práctica
articulatoria. Una forma social, quizás como lo fue el orden medieval, caracterizado por
la fijeza y la inmutabilidad, donde los significantes flotantes son casi inexistentes, no
autoriza al juego hegemónico.
A diferencia del enfoque gramsiano y marxista en general, la hegemonía aquí no solo
supone el exceso de sentido, sino también que los actores del juego hegemónico, tanto
hegemonizantes como hegemonizados, se construyen en el mismo proceso de este
juego, es decir, no tienen una entidad en sí independiente de los elementos articulados.
Los actores se co-construyen con el juego hegemónico mismo, porque este supone no
solo la formación discursiva (el sistema de relaciones diferenciales que los autores
comparan con la noción de bloque histórico de Gramsi) sino también un campo de la
discursividad, es decir, un especio más amplio donde cada formación afronta el

13
221
antagonismo, donde debe medirse con otras formaciones y confrontar por la articulación
de los elementos flotantes. Construir hegemonía significa entonces: tejer tramas de
diferencias que articulen elementos cuyo sentido no está fijado previamente, y a la vez,
trazar equivalencias que reagrupan los elementos como compañeros o adversarios en
torno a un punto de antagonismo.

Significante vacio y sinécdoque

¿es el populismo una vía a la emancipación?

Aboy carle

Bibliografía

- Aboy Carlés, Gerardo, “La democratización beligerante del populismo”,


disponible en: http://historiapolitica.com/datos/biblioteca/aboycarles.pdf

- Laclau, Ernesto,

La razón populista, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2013.

- Marchart, Oliver, El pensamiento político posfundacional. La diferencia política


en Nancy, Lefort, Badiou y Laclau, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica,
2009.

alfonsina.guardia@gmail.com

ni vivos ni muertos. Hay aquí una pequeña enumeración de dos términos, la vida y la muerte que por la
conjunción pasan a ser equivalentes. para que algo pueda estar en esta condición, debe inaugurarse una
nueva superficie discursiva y ontológica, la tierra de nadie entre los muertos y los vivos.
Esta dimensión es la existencia propiamente infernal de un estar siempre muriendo, no terminar de morir,
de aquello en lo que coinciden de forma negativa la vida y la muerte.

Por eso su existencia es especulativa, es un supuesto de ser sin más confirmación que su mero
concepto. Pero particularmente, los desaparecidos son nombres, el nombre se indeterminada entre la vida
y la muerte, y actua como un elemento inestable, corrosivo, de cualquier trama discursiva en el que
pudiera insertarse. De esta manera pasa a ser un significante maldito. Hay un desvanecimiento metafísico
del nombre que es el correlato del tormento del cuerpo.

No dejándolos morir ni volver a la vida, el poder soberano se aplica de forma espectral, se apodera de un
vivir puro que trasciende incluso la muerte como una incógnita. El discurso del Soberano se apodera de
los nombres excluyéndolos a la vez del ser y del no ser

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