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Cuando ya es más que suficiente

El contraste entre el consumismo y la vida simple a primera vista parece


bastante inmediato: El consumismo consiste en tener más cosas, la vida simple
consiste en tener menos cosas. El consumismo parece ser una permutación
del viejo vicio de la avaricia, cuya “especial malicia ", dice la Enciclopedia
Católica, radica en "conseguir y mantener dinero, propiedades, y demás, con el
solo propósito de vivir para eso". Como proclamaba muy francamente el viejo
anuncio de vitamina de los años 80: "Quiero MÁS para MÍ."

La avaricia, sin embargo, realmente no agota el fenómeno del consumismo. El


consumismo no tiene tanto que ver con tener más como con tener algo más.
No es comprar, sino ir de compras, lo que capta el espíritu del consumismo.
Comprar es sin duda una parte importante del consumismo, pero la compra
trae consigo una interrupción temporal de la inquietud tipificada. Es esta
inquietud -la de “ir de compras” buscando algo, sin importar lo que uno ya ha
comprado- la que establece el tono espiritual del consumismo.

En la tradición cristiana estamos acostumbrados a pensar que la mayor


tentación asociada con las cosas materiales es un desordenado afecto hacia
ellas. Desde los tiempos bíblicos y antes, algunas personas han acumulado
grandes reservas de riqueza, y la Biblia a menudo los juzga severamente.
Cuando oimos que el "amor al dinero es la raíz de toda clase de maldad" (1
Timoteo 6:10), y que los pobres de espíritu "son bienaventurados” (Mateo 5:3),
decidimos cultivar una actitud de desprendimiento frente a las cosas materiales
que tenemos. El problema es que el consumismo es en si mismo una disciplina
espiritual del desasimiento, aunque con una forma de operar muy diferente de
la ascética cristiana clásica.

Lo que marca el consumismo como algo nuevo es su tendencia a reducirlo


todo, tanto lo material como lo espiritual, a productos que pueden ser
intercambiados. Cosas que ninguna otra cultura pensó alguna vez que podían
ser compradas y vendidas - agua, códigos genéticos, nombres (Tostitos Fiesta
Bowl), sangre humana, derechos de emisión de contaminantes en el aire- se
ofrece rutinariamente en el mercado. La historia reciente del hombre de
Nebraska que subastó públicamente espacio publicitario en su frente es sólo el
último ejemplo de la mercantilización de todo. Esta historia no es tanto una
lección sobre la codicia -su frente no fue al parecer lo suficientemente grande
como para reunir ofertas por más de unos cientos de dólares- como una
declaración acerca del grado en que somos capaces de desprendernos de
ciertas cosas, como nuestras frentes, a las que estamos tan evidentemente
unidos. Esquivamos nuestros cuerpos, creencias, vocaciones. Nuestra
identidad íntima es algo para ser probado, elegido, comprado, vendido, y
descartado a voluntad.

La satisfactoria naturaleza de la insatisfacción.


El consumismo es una actitud espiritual que está profundamente entrelazada
con los cambios ocurridos desde la Revolución Industrial en la forma en que se
fabrican las mercancías. En la sociedad pre-industrial, el hogar era un lugar no
sólo de consumo sino de producción. La mayoría de las personas vivían en
granjas y fabricaban la mayor parte de los productos que necesitaban.
Comenzando con el cercado de tierras comunales en Inglaterra y otros lugares
de Europa, la población se trasladó en masa fuera de la agricultura de
subsistencia hacia el trabajo en la fábrica. La industria artesanal fue barrida por
la fabricación de productos más baratos procedentes de fábricas mecanizadas,
empujando a la gente a entrar en el mercado como trabajadores asalariados.

Con la incesante presión sobre la granja familiar que continúa hasta hoy, el
hogar como lugar de producción significativo ha desaparecido. No fabricamos
casi nada de lo que consumimos. El proceso de globalización ha acelerado
este desligamiento respecto de la producción. Cada vez menos gente entre
nosotros tiene una idea de lo que es el trabajo en la fábrica, dado que los
trabajos de fabricación son paulatinamente transferidos al extranjero. Tampoco
tenemos mucho más que una vaga idea de los salarios o las condiciones
laborales de los trabajadores que fabrican lo que compramos.

Hay dos resultados importantes en estos cambios históricos. En primer lugar,


muchas personas se han visto “arrancadas” de su trabajo, viendo el trabajo no
como una vocación creadora, sino como una mercancía que se vende a
cambio de un salario. Parte de nosotros mismos y de la impronta que dejamos
en el mundo se convierte en mercancía. En segundo lugar, nuestra conexión
con las cosas se ha vuelto muy tenue. No sabemos casi nada sobre cómo los
productos se fabrican y cómo van a parar a nuestro carrito de la compra. La
historia de los plátanos que encontramos en la frutería se niega a contarnos
cómo terminaron en Minnesota en pleno invierno. Comemos vacas sin haber
estado jamás más cerca de ellas que de unas cuantas libras de carne vacuna
en un momento dado. Simplemente tomamos los productos de los estantes, los
echamos en nuestros carros, y seguimos comprando.

Separados de sus orígenes en el trabajo humano y las redes de la comunidad


humana, los productos básicos adquieren vida propia. En el momento del
encuentro entre el producto y el consumidor, la conexión con otras personas y
lugares se desvanece. El consumidor tiene poca o ninguna relación con el
productor, y más que probablemente tiene poca conexión incluso con el
vendedor, puesto que la mayoría de las tiendas tradicionales han sido
sustituidas por gigantes cadenas de tiendas impersonales. La relación de
consumo se ha reducido al encuentro desnudo entre el consumidor y la cosa,
sin nada que los conecte, excepto la utilidad del producto para el consumidor.

La historia no termina con el desprendimiento de los consumidores respecto a


la producción y las cosas, por más que la alienación y el desasimiento no
explican el atractivo del consumismo. Si el consumidor y lo inerte se quedaran
mirando fijamente el uno al otro a través del pasillo de la tienda, el consumo no
seguiría el ritmo de la producción. El producto debe fabricarse para cantar y
bailar y crear un nuevo tipo de relación entre él y el consumidor.

Las historias del marketing trazan habitualmente el auge de la publicidad de


masas junto a la necesidad de crear consumo a gran escala a raíz de la
industrialización. Las fábricas eran capaces de producir bienes a una velocidad
inimaginable hasta entonces. El valor de los bienes fabricados aumentó más de
seis veces durante las últimas cuatro décadas del siglo XIX. Había que crear
mercados para todos aquellos productos. La gente tenía que ser adiestrada
para actuar como consumidores, para sentirse atraídos por objetos con los que
no tenían ninguna conexión natural. Los expertos en marketing comenzaron a
hablar sobre "construir relaciones" entre los consumidores y los productos. El
problema es que estas relaciones no pueden ser demasiado duraderas o, una
vez más, el ritmo de consumo no seguiría al ritmo de producción. La gente no
podía llegar a estar demasiado contenta o ligada a esos productos; el deseo
debía mantenerse en movimiento. Así comenzó lo que el departamento de
marketing de General Motors -en referencia a la evolución de los modelos de
automóviles todos los años- una vez llamó "la creación organizada de
insatisfacción".

Lo que ha ocurrido en la sociedad de consumo es que la insatisfacción y la


satisfacción han dejado de ser opuestos. El placer no reside en tener sino en
desear. En la medida que un artículo obtenido trae consigo una interrupción
temporal del deseo, se convierte en indeseable. Por esta razón el ir de
compras, y no el comprar, capta el espíritu del consumismo, y la oniomanía
(síndrome del comprador compulsivo) está siendo tratada como una adicción.
El consumismo es un espíritu inquieto, constantemente en busca de algo
nuevo. El consumismo se caracteriza por el desprendimiento, no por el apego,
ya que el deseo debe mantenerse en movimiento. El consumismo también se
caracteriza por la escasez, la no abundancia, mientras que el deseo es
interminable, nunca habrá suficientes cosas para todos.

Ser consumido.

Si el desasimiento es el problema, ¿el cristiano debe responder con mayor


apego a las cosas materiales? No exactamente. La famosa oración de San
Agustín dirigida a Dios decía "nuestro corazón está inquieto hasta que
descanse en ti". Agustín sabía que las simples cosas creadas están muy por
debajo de la gloria de Dios, de manera que la satisfacción final nunca se puede
encontrar en las cosas creadas por si mismas. Sin embargo, las cosas creadas
son buenas porque participan de la bondad de su creador. Contienen vestigios
del Creador en ellas, vestigios que nos deben llevar más allá de las cosas
mismas a la fuente de su ser.

En este universo espiritual no existe algo como un producto aislado enfrentado


a un individuo aislado. Todas las cosas creadas cantan y bailan y gritan la
gloria de Dios. La gente y las cosas están unidas en una gran telaraña del ser,
naciendo de y regresando a su Creador. Nuestra insatisfacción por las cosas
no nos conduce sin cesar a lo siguiente, sino a nuestro verdadero fin en Dios.
La visión cristiana eleva la dignidad de las cosas viéndolas como participantes
en el ser de Dios, pero a la vez nos hace mirar a través y más allá de las cosas
a su Creador.

La participación en esta gran telaraña del ser creado informa la manera en que
los cristianos enfocan la producción. El trabajo no es simplemente un medio
para ganar dinero para que podamos consumir. El trabajo establece una
intimidad con la creación de Dios, de modo que llegamos a ser, como el Papa
Juan Pablo II nos recuerda, "co-creadores" con Dios en nuestro trabajo. La
participación en Dios también informa cómo nos vemos unos a otros. La
persona humana no sólo está conectada a las cosas, sino a otras personas.
Todos estamos hechos a imagen de Dios, hechos todos para participar en el
cuerpo de Cristo. Tan estrecha es nuestra relación que compartimos los
mismos sufrimientos y las mismas alegrías (1 Corintios 12:26). Es tan imposible
hacer caso omiso de la explotación laboral como lo es ignorar el dolor en
nuestros propios cuerpos.

En la visión cristiana, no permanecemos separados del resto de la creación


como individuos, apropiándose, consumiendo y desechando. Más bien somos
consumidos, por decirlo así, por algo más grande que nosotros. Cuando
consumimos el cuerpo de Cristo en la mesa del Señor, de hecho somos
consumidos por el cuerpo más grande, la iglesia. Agustín oye la voz de Cristo
que dice: "crece y me comerás. Pero no me transformarás en ti como asimilas
los alimentos de la carne, sino que tú te transformarás en mí" En la mesa de la
comunión, el acto de consumo se activa al revés, de modo que al comer nos
convertimos en alimento para otros. El verdadero consumo en la concepción
cristiana, es, pues, una especie de anonadamiento, un descentramiento de sí
mismo en una telaraña de participación más amplia. Así, Jesús conecta la “vida
abundante" en Juan 10:10 con el abandono de la propia vida en 10:11. La
verdadera abundancia nunca se realiza a través de la competencia de los
deseos insaciables por los bienes escasos. Se realiza al vaciar el pequeño yo
en la realidad más grande de la vida sobreabundante de Dios.

La tarea cristiana en una sociedad de consumo, entonces, es crear espacios


económicos que subrayen nuestra conexión espiritual y física con la creación y
a la recíproca. Debemos tratar de desmitificar los bienes fabricados siendo
informados de su procedencia, quién los hace y en qué condiciones.
Deberíamos apoyar productos tales como el café de comercio justo, que
levanta el velo del proceso de producción y ofrece una vida sostenible a sus
productores. Deberíamos intentar crear economías locales “cara a cara”, donde
los consumidores y los productores se conozcan suficientemente bien como
para que sus intereses tienden a confundirse. La relación de mi parroquia con
una cooperativa local de granjas familiares (www.wholefarmcoop.com) es un
ejemplo esperanzador.

Por último, debemos tratar de cerrar la brecha entre el trabajo y el consumo


mediante el apoyo a la propiedad de los trabajadores de los medios de
producción. El primer paso para hacerlo es convertir nuestras casas de nuevo
en los lugares de producción. Para hornear el pan, para nuestras propias
actividades de diversión, y hacerlo en comunidad con otras personas: Se trata
de pequeños pero importantes pasos para transformar a los consumidores en
celebrantes de la vida abundante de Dios.

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