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Fragmentos de la autobiografía de Benjamin Franklin

Con la biblioteca conseguí no sólo realizar un servicio público, sino incrementar mis
conocimientos. Cada día dedicaba una o dos horas al estudio, con las consiguientes
ventajas en cuanto a compensar la falta de aquella instrucción que mi padre pensó un
día en darme. Leer era, además, el único entretenimiento que yo me permitía, ya que no
frecuentaba tabernas, ni ligaba, ni me dedicaba a otras frivolidades. El negocio me
seguía exigiendo que me dedicara a él con toda diligencia, ya que estaba todavía en
deuda por la imprenta, tendría pronto unos hijos que educar y había de enfrentarme con
dos competidores que se habían establecido antes que yo. Pero mi situación iba
mejorando; las costumbres frugales continuaban siendo mi norma de vida, conforme
con los consejos que mi padre me daba de pequeño y aquel proverbio de Salomón que
solía repetirme: «Aquel que es diligente en su vocación será presentado ante los reyes y
no ante los hombres mezquinos.» Desde entonces vi en la diligencia y laboriosidad un
medio idóneo de alcanzar riqueza y distinción, aunque no aspiraba a ser recibido
exactamente por reyes, cosa que luego resultó ser cierta, ya que me han recibido nada
menos que cinco e incluso me he sentado con el de Dinamarca, como su invitado, a
cenar. Existe un proverbio inglés que dice: Quien quiera medrar que consulte a su
mujer. Tuve da suerte de que la mía fuera tan laboriosa y tan frugal como yo. Me
ayudaba, llena de alegría, en mi negocio, doblaba y juntaba los cuadernillos, atendía la
tienda, compraba trapos viejos para los fabricantes de papel, etc. No empleamos a
ningún doméstico inútil. Nuestra mesa era sencilla y el mobiliario de nuestro hogar de
lo más barato. Mi desayuno, por ejemplo, consistió durante bastante tiempo en pan y
leche (nunca té), servido en un cuenco de barro de dos peniques, con una cuchara de un
penique. Nótese, no obstante, cómo el lujo puede meterse de rondón en las familias a
pesar de sus principios. Cierta mañana avisan para desayunar y me encuentro con una
taza de porcelana y una cuchara de plata que mi mujer, sin consultarme, había comprado
por la enorme cantidad de veintitrés chelines, con la única excusa de que su marido
merecía comer con cuchara de plata y con un servicio de china como lo hacían todos
nuestros vecinos. Esta fue la primera vez que la plata la porcelana entraron en nuestra
casa; luego siguieron haciéndolo, a medida que nuestras posibilidades aumentaban,
hasta que alcanzaron en conjunto y gradualmente un valor de varios cientos de libras.
Mi educación religiosa había sido presbiteriana y aunque algunos de sus dogmas, tales
como los mandamientos de Dios, el de que hay elegidos y réprobos, etc., me parecían
incomprensibles y otros dudosos, y no me dejaba ver casi nunca en los cultos públicos
dominicales de la secta, porque dedicaba ese día libre a leer, siempre tuve ciertos
principios religiosos. No dudé jamás, por ejemplo, de la existencia de la Divinidad
como principio creador del mundo y de la Providencia que lo gobernaba. Siempre creí
que lo mejor para servir a Dios era hacer el bien al prójimo; que nuestra alma es
inmortal, que el mal se castiga y la virtud se premia o aquí o en el más allá. Para mí ésos
eran los principios básicos de toda religión, y como se encontraban en todos los credos
religiosos de nuestro país, yo los respetaba pero no a todos lo mismo, porque me daba
cuenta de que estaban mezclados con otras normas que no inspiraban, promovían o
reforzaban moralidad alguna, ya que sólo servían para dividimos y enemistarnos unos
con otros. Este respeto y mi opinión de que hasta en lo peor se puede encontrar algo
bueno, me movió siempre a evitar decir nada que pudiera menoscabar el buen concepto
que otra persona tuviera de su religión, y como a nuestra provincia llegaba cada vez más
gente y no cesaban de necesitarse y erigirse iglesias y lugares de culto por colecta,
nunca me negué a contribuir con mi óbolo, sin fijarme de qué secta se trataba. A pesar
de que rara vez asistía a cultos públicos, yo no dejaba de admitir su utilidad cuando se
hacían con propiedad y nunca dejé de pagar mi contribución anual para sostener al
único ministro presbiteriano que teníamos en Filadelfia. A veces me visitaba como
amigo y me amonestaba por no asistir a la iglesia, lo que de vez en cuando hacía,
incluso en cierta ocasión por espacio de cinco domingos consecutivos. Si hubiera sido,
en mi opinión, aquel ministro un buen predicador, quizás hubiera seguido acudiendo al
culto, a pesar de mis estudios dominicales, pero sus sermones eran, sobre todo, o
polémicos o explicativos de las doctrinas características de nuestra secta, y me
resultaban excesivamente áridos, faltos de interés y poco edificantes al no inculcar
principio moral alguno, pues parecía que se orientaban más a hacernos presbiterianos
que buenos ciudadanos. En una ocasión tomó como tema de su plática el versículo del
capítulo cuarto de las cartas a los Filipenses, que dice: «Por lo demás, hermanos,
atended a cuánto hay de verdadero, de honorable, de justo, de puro, de amable, de
laudable, de virtuoso y de digno de alabanza, a eso estad atentos». Yo imaginaba que
con semejante texto no podría faltar alguna lección moral, pero me equivoqué porque
continuó enumerando los cinco puntos de la apostólica epístola, a saber: 1.°) Observad
la fiesta del domingo. 2. °) Leer con diligencia las Sagradas Escrituras. 3°) Asistir a los
cultos públicos. 4. °) Recibir los Sacramentos. 5. °) Otorgar el debido respeto a los
ministros del Señor. Puede que todos esos preceptos fueran muy santos y muy buenos,
pero como no eran lo que yo esperaba del texto, desesperé de encontrar tales enseñanzas
en aquellos sermones y dejé de asistir. Años atrás, en 1728, había yo redactado una
pequeña obra litúrgica o plegaria para mi uso personal, que se titulaba Artículos de fe y
actos religiosos. Volví a usarla y nunca más volví a la iglesia. No niego que se me
pueda reprochar tal decisión, pero es algo en lo que no entro, pues lo que ahora me
propongo es relatar los hechos y no disculparme por ellos. También fue por aquel
entonces cuando concebí el osado y difícil proyecto de llegar a la perfección moral.
Deseaba vivir sin cometer nunca falta alguna y estaba dispuesto a aprovechar todo lo
que la naturaleza, la costumbre y la amistad pudieran proporcionarme para ello. Como
yo sabía o creía saber lo que era bueno o malo, no veía razón ninguna para hacer aquello
siempre y evitar esto. Pronto vi lo difícil de mi empeño porque mientras mi atención se
concentraba tratando de defenderme contra una falta, me veía sorprendido por otra. El
hábito se aprovechaba de la falta de atención, y la inclinación natural con frecuencia
triunfaba sobre la razón. Acabé por admitir que el puro deseo teórico de practicar la
virtud no era suficiente para evitar que tropezásemos, y que había que romper con los
malos viejos hábitos y adquirir otros buenos para que pudiésemos confiar en una
rectitud de conducta uniforme y duradera. A este fin me apliqué basándome en el
método que voy a explicar. De las diversas listas de virtudes morales con que me había
tropezado en mis lecturas saqué en consecuencia que con diversas palabras y diverso
número de prácticas todos venían a decir lo mismo. La templanza, por ejemplo, unos la
reducían a la comida y la bebida, mientras que otros la entendían como moderación en
todos los placeres, apetitos, inclinaciones o pasiones, fueran mentales o físicos,
incluyendo entre ellos a la avaricia y a la ambición. Yo me propuse, sólo por aclarar
conceptos, alargar la lista de nombres cada uno con unos pocos conceptos, en lugar de
utilizar unos pocos nombres y muchos conceptos. Coloqué bajo el nombre de trece
virtudes todo cuanto de deseable o necesario se me ocurrió entonces, y añadí a cada
virtud un corto precepto que aclaraba totalmente la extensión que yo daba a su
significado. Estas eran las virtudes y preceptos:
1. Templanza. No comer hasta sentirse torpe. No beber hasta achisparse.
2. Silencio. Hablar sólo cuando favorezca a los demás o a uno mismo. Evitar
conversaciones baladíes.
3. Orden. Cada cosa en su sitio. Que cada parte de nuestros negocios tenga su tiempo de
hacerse.
4. Decisión. Decidir hacer lo que se debe hacer. Hacer sin desmayo lo que se ha
decidido.
5. Frugalidad. No gastar sino en lo que beneficie a los demás o a nosotros, es decir, no
desperdiciar nada.
6. Laboriosidad. No perder tiempo. Emplearse siempre en quehaceres útiles. Cortar
todas las acciones innecesarias.
7. Sinceridad. No causar daño engañando. Pensar con justicia e inocencia y, si
hablamos, hacerlo en consecuencia.
8. Justicia. No hacer daño a nadie con injurias y no dejar de hacer las buenas acciones
que tenemos la obligación de realizar.
9. Moderación. Evitar los extremismos. Abstente de sentirte agraviado por las injurias
que te hagan, por más que creas que tienes razón para ello.
10. Limpieza. No consentir la falta de limpieza en el cuerpo, la ropa o la casa.
11. Tranquilidad. No dejarse perturbar por banalidades o por accidentes normales o
inevitables.
12. Castidad. Usar pocas veces del sexo como no sea por razones de salud o para
perpetuar la especie, y nunca hasta el extremo de que produzca debilitamiento físico o
mental o menoscabo de la tranquilidad o el buen nombre de uno mismo o de los demás.
13. Humildad. Imitar a Jesucristo y a Sócrates.

Yo me proponía adquirir el hábito de estas virtudes y para ello juzgué necesario no


dispersarme tratando de alcanzarlas todas a la vez, sino una a una, convencido de que al
lograr algunas se haría más fácil llegar a poseer las demás (…) Me hice un librito en el
que dediqué una página a cada una de estas virtudes, y reglé, con tinta roja, siete
columnas en cada página, de suerte que cada día de la semana tuviera su
correspondiente columna, y en la parte superior de cada columna marqué con una letra
cada día de la semana. Las columnas las crucé con líneas horizontales rojas y al
comienzo de cada espacio horizontal escribí la primera letra de una de las virtudes. A lo
largo de este espacio horizontal dedicado a una virtud, y en la columna correspondiente
a cada día, iría marcando con un pequeño punto negro cada una de las faltas que, tras el
diario examen de conciencia, viera que había cometido contra dicha virtud en aquella
fecha. Me propuse dedicar especialmente cada semana a una virtud diferente. Así, en mi
primera semana puse especial cuidado en no cometer falta alguna contra la templanza,
sin hacer hincapié especial en las demás, marcando por la noche, eso sí, las faltas en las
que pudiera haber incurrido aquel día. Si, por ejemplo, al final de esa primera semana
lograba que en la primera línea, dedicada a la letra «T», no apareciera ningún punto
negro, juzgaba que el habito de aquella virtud se había afianzado y su vicio
correspondiente debilitado, por lo que a la semana siguiente podía aventurarme a
dedicar mi atención a la siguiente virtud, esforzándome porque, en esa semana, en los
espacios de arriba no hubiera ningún punto negro. Siguiendo este procedimiento hasta
repasar la lista de las virtudes, terminaba el ciclo completo en trece semanas, que podía
repetir cuatro veces al año. Y de igual manera que quien quiere limpiar de malas hierbas
un jardín no trata de arrancarlas todas al tiempo, porque la tarea sería superior a sus
fuerzas, sino que limpia un macizo y luego otro hasta terminar con todos, así yo tendría
el placer y el estímulo (por lo menos ésa era mi esperanza) de observar cómo los puntos
negros iban desapareciendo de mis recuadros hasta que al final de mis ejercicios
morales las columnas se verían limpias de faltas después de trece semanas de examen
diario de conciencia.

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