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¿El fin de la historia?

Occidente tiene un reto difícil: atajar las


desigualdades propiciadas por el progreso
científico, para que la democracia liberal siga
siendo el modelo que reconoce la misma
dignidad
9445 a todos los hombres.

Aurora Nacarino-Brabo. 31 enero 2017

Después de un turbulento siglo XX marcado por dos guerras


mundiales, el año 2000 se presentaba como un milenio
pacificado: el nacionalismo había sido derrotado, la integración
europea estrenaba moneda única y el comunismo era una
escombrera. Todo parecía indicar que el mundo caminaba con
paso decidido hacia “el fin de la historia”, el estadio último de la
evolución política que había predicho Fukuyama.

Unos años antes, el politólogo había publicado su tesis. Para él,


dos eran los impulsos que servían de motor a la historia: la razón
científica, que conduce de forma inexorable al capitalismo y, por
ende, al individualismo; y la voluntad de ser reconocido por los
otros. Para Fukuyama, la consecuencia lógica de ambas inercias
era el triunfo de la democracia liberal, que se impondría sobre
todas las demás ideologías en una hegemonía que determinará el
fin de los grandes acontecimientos humanos, esto es, el fin de la
historia.

El libre mercado es el sistema dotado de la flexibilidad, la


iniciativa personal y la competencia necesarias para permitir la
innovación de la ciencia. Por otra parte, la volición que domina al
individuo es la afirmación ante los otros. Y esa aspiración solo
puede ser satisfecha por el ordenamiento democrático. Para
Fukuyama, el liberalismo iguala la dignidad de todos los seres
humanos. En este sistema ningún individuo es más que otro, lo
que permite que el deseo de reconocimiento se vea saciado. Es
ahí donde Fukuyama conecta con su idea del último hombre, un
concepto que toma prestado de Nietzsche: desprendido de la
necesidad de reconocimiento que lo definía, el hombre, tal como
lo conocimos, deja de existir.

Así pues, para Fukuyama, el devenir político es una pugna


constante entre formas de organización rivales. Fruto de esas
fricciones, muchas de ellas van siendo derrotadas y aparcadas en
la cuneta de la historia, y al final, solo una, la democracia liberal,
cruzará vencedora la línea de meta. Sin embargo, muchas cosas
han cambiado desde que Fukuyama publicara su teoría en 1992.

Cuatro años más tarde sería su mentor, Samuel Huntington,


quien viniera a enfriar el optimismo democrático. En El choque de
civilizaciones, Huntington sostenía que el fin de las ideologías no
daría lugar a un mundo poshistórico impulsado por la razón
científica y el individualismo, sino que caminábamos hacia un
nuevo escenario protagonizado por el choque de grandes bloques
culturales homogéneos que llamó “civilizaciones”. Para
Huntington, el progreso material no conduce de forma necesaria a
abrazar los valores occidentales, como demuestra el
“resurgimiento islámico”. Cinco años después de estas
observaciones, el 11 de septiembre supondría una declaración de
guerra a Occidente y la inauguración de un nuevo periodo
histórico de conflictos.

Esto no anula necesariamente la tesis de Fukuyama: al fin y al


cabo, ninguna forma de organización política alternativa a la
democracia liberal se ha mostrado capaz de competir con ella en
términos de bienestar y progreso. Sin embargo, en los últimos
años estamos asistiendo a la eclosión de nuevos conflictos que
no tienen que ver con la fricción entre los bordes bien definidos de
esos bloques civilizatorios, pues los valores de la democracia
liberal están siendo cuestionados dentro de los límites de
Occidente, poniendo en entredicho la validez del fin de la historia.

Este fenómeno reciente tiene que ver con la globalización: en un


mundo crecientemente integrado, las líneas de fractura cultural se
trasladan, por medio de los flujos migratorios y el alcance del
terrorismo internacional, a las sociedades occidentales. Pero hay
algo más, algo que guarda relación con la observación que hiciera
Seizaburo Sato, para quien las confrontaciones propias de
nuestro tiempo son desencadenadas por las crisis de identidad en
los individuos.

Así, si pasamos el foco de las civilizaciones a los individuos


estaremos más cerca de poder explicar por qué el vaticinio de
Fukuyama ha sido, cuando menos, pospuesto. La tesis del
politólogo se apoyaba en dos condiciones que constituyen el
motor de la historia y que solo se ven satisfechas en la
democracia liberal: la razón científica y el afán de reconocimiento
personal. Pero ¿qué pasaría si la proposición fuese incorrecta?
¿Y si la interacción de ambas premisas no condujera al equilibrio
democrático esperado?

Es posible que el progreso tecnológico haya contribuido a


ensanchar la brecha de la desigualdad: la automatización hará
prescindibles muchos puestos de trabajo, la deslocalización de
empresas favorecida por la globalización trastocará los mercados
laborales nacionales, los flujos migratorios permitirán una mano
de obra barata que originará grandes desequilibrios de renta. Al
mismo tiempo, la tecnología producirá otro tipo de desigualdades
de tipo generacional, entre las cohortes de edad más jóvenes y
las más veteranas, y de tipo geográfico, entre los ciudadanos de
áreas urbanas y rurales.

Todas estas desigualdades están en el origen de la crisis de


expectativas que ha desencadenado en Occidente una reacción
contra los valores liberales. Así, una mitad del motor de la historia
podría haber conducido al socavamiento de la otra mitad. La
razón científica ha dislocado el principio de igualdad democrático
que permitía saciar la volición de reconocimiento individual. Sin la
promesa de la afirmación personal, el modelo liberal, que debía
proveer bienestar y estabilidad, se convierte en una nueva fuente
de desigualdad, frustración y conflicto.

La tesis de Fukuyama no ha sido necesariamente invalidada, pero


al menos sí retardada. Para que se cumplan sus vaticinios sobre
el fin de la historia, Occidente tiene que hacer frente a un reto que
no es sencillo: atajar las desigualdades propiciadas por el
progreso científico, de tal modo que la democracia liberal siga
siendo el modelo que reconoce la misma dignidad a todos los
hombres.

Aurora Nacarino-Brabo

(Madrid, 1987) es politóloga y trabaja para Ciudadanos en el Congreso de los Diputados.

Fuente: http://www.letraslibres.com/espana-mexico/politica/el-fin-la-historia

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