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Lectura

El Perdón

N o hay experiencia más liberadora que la del perdón. Esta oración debe hacerse en plural
pues todos necesitamos perdón. Cuando nos acercamos a Dios con necesidad de perdón,
estamos reconociendo la seriedad de nuestro pecado.

El perdón: el poder para cambiar el pasado


Por Lewis B. Smedes, publicado el 7 de enero de 1983 en Christianity Today

Dos ansiedades dominan la mayoría de nuestras vidas. Estamos ansiosos frente nuestro
pasado incambiable; anhelamos recrear segmentos de nuestras historias privadas, pero no
podemos deshacernos de ellas. Estamos ansiosos frente a nuestros futuros imprevisibles;
anhelamos controlar nuestros destinos, pero no podemos sujetarlos a nuestra dirección. Así, dos
anhelos básicos, que se encuentran a la raíz de la mayoría de los otros, se frustran: no podemos
cambiar un pasado doloroso ni controlar un futuro amenazante.
Dios ofrece dos respuestas a nuestras ansiedades más profundas. Es un Dios que perdona y
que recrea nuestros pasados por perdonarlos. Es un Dios que hace promesas y que controla
nuestro futuro para hacer y cumplir promesas. Por perdonarnos, él cambia nuestro pasado. Por
hacernos promesas, él asegura nuestro futuro.
Por su gracia nosotros participamos en su poder para cambiar el pasado y para controlar el
futuro. Nosotros, también, podemos perdonar, y tenemos que perdonar. Nosotros, también,
podemos hacer una promesa y cumplirla. De hecho, por compartir estos dos poderes divinos, nos
hacemos humanos más poderosamente y nos hacemos libres más maravillosamente.
Hacia el final de su libro que casi hace época, The Human Condition [La condición
humana] (Univ. of Chicago Press, 1958), la filósofa judía Ana Arendt vuelve finalmente a
estos dos poderes abandonados del espíritu humano, concluyendo que solamente cuando
nos comportamos a la manera del Señor bíblico, podemos vencer nuestras aprensiones
más oscuras. Hay, dice ella, sólo un remedio para lo inevitable de la historia: el perdón.
Y en el próximo capítulo dice que sólo hay una manera para vencer los factores
imprevisibles del futuro: hacer promesas y cumplir las promesas que hacemos.
Estos dos poderes del espíritu humano son, creo yo, dos cosas necesarias para mantener la
vida humana. Si perdemos el arte de perdonar, y si perdemos el poder de hacer promesas, vamos a
dejar que la vida se haga salvaje. A la medida en la cual dejamos que estos regalos divinos se
atrofien, vamos a perder el derecho de ser llamados hijos de Dios.
Quiero estudiar detenidamente la manera en la cual practicamos estas habilidades humanas
en el poder de Dios. En el próximo número pienso fisgonear en el misterio de hacer y de cumplir
promesas. Aquí voy a examinar el acto humano de perdonar—no el perdón por parte de Dios tanto
como el perdón por parte nuestra, no el ser perdonado tanto como el acto de perdonar.
El único remedio para lo inevitable de la historia, dice Arendt, es el perdón. Ella quiere
decir que en el transcurso natural de las cosas no podemos deshacernos de nuestro pasado ni de sus
efectos en nosotros. Podemos aprender de nuestra historia, pero no podemos escaparnos de ella.
Puede ser que podamos olvidarnos de nuestra historia, pero no podemos deshacerla. Puede ser que
seamos condenados a repetir nuestra historia, pero no podemos cambiarla. Nuestra historia es un
componente inevitable de nuestro ser. Sólo hay una cosa que puede librarnos de la manera en la
cual nuestra historia nos tiene agarrados. Esa cosa única es el perdón.
Tomando en serio lo que dice Arendt, con razón debemos visitar de nuevo este potencial
humano. Pero Jesús, mucho más temprano, nos pide que consideremos una razón aún más
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convincente, no sólo para pensar “en” sino para orar por el poder de perdonar. En palabras que a
algún demonio resentido en mí le gustaría pasar por alto, Jesús nos dice que si no perdonamos a
nuestros prójimos, no debemos esperar que Dios nos perdone a nosotros (Marcos 11:25). Acá está
aún más razón para rescatar el acto de perdonar del racimo de clichés que a menudo impiden ver el
acto—gratis de modo extravagante y misericordioso de manera ofensiva—por lo cual un ser
humano perdona a otro.

¿Qué hacemos cuando perdonamos?

Veo tres etapas en cada acto de perdonar: el sufrimiento, la cirugía espiritual, y el empezar
de nuevo. La primera etapa, el sufrimiento, crea las condiciones que requieren el perdón. En la
segunda etapa vamos al grano del perdón; el que perdona hace cirugía espiritual en su propia
memoria. Completamos la acción y la llevamos a su clímax en la tercera etapa, cuando el que
perdona empieza de nuevo en una relación nueva con la persona perdonada.
El sufrimiento. Nadie perdona de verdad a menos que haya sido herido.
Convertimos el milagro del perdón en una indulgencia barata cuando fingimos perdonar
a personas que nunca nos han dañado. No quiero decir que sólo puedes perdonar a
sinvergüenzas que te han puesto la mano encima. Tú puedes ser herido cuando sufres en
las manos de gente a quienes amas. Pero a menos que seas herido, habla de otra cosa en
vez de perdonar.
Pero cada herida no necesita ser perdonada. Hay algunas heridas que podemos tragar, de
las cuales podemos hacer caso omiso, que podemos atribuir a los riesgos de ser vasos de barro en
un mundo atestado. No debemos tratar de perdonar cuando sólo lo que necesitamos es
simplemente un poquito de generosidad espiritual. Considera las heridas siguientes:
Molestias. La gente nos molesta por llegar tarde a citas, por contar historias
aburridas a la hora de comer, por pasar en frente de nosotros en la caja.
Derrotas. Algunas personas tienen éxito cuando nosotros fracasamos; les dan un
ascenso cuando nos ignoran; ellos consiguen los premios fastuosos que queremos; parece
que siempre se nos adelantan—y por si fuera poco, estas personas que nos ganan son
nuestros amigos.
Desaires. Queremos que ciertas personas se fijen en nosotros pero nos ignoran;
profesores a quienes nosotros adorábamos, a ellos se les olvidan nuestros nombres dos
años después de nuestra graduación; pastores a quienes queremos nunca nos invitan a su
círculo especial; y el jefe ni siquiera nos invita a la boda de su hija.
Éstas son todas heridas, pero no son la clase de herida que necesita el perdón. Tales
pedazos y trozos de sufrimiento requieren la tolerancia, la magnanimidad, la indulgencia, la
humildad—¡pero no el perdón!
Las clases de heridas que necesitan el perdón son tanto profundas como morales.
Son profundas porque nos cortan la fibra que nos une en una relación humana. Son
morales porque son injustas e intolerables. No podemos consentirlas ni ignorarlas; no
podemos hacer caso omiso de ellas. No podemos simplemente atribuirlas a la condición
humana. La clase de heridas que necesitan el perdón son las que suelen por su
naturaleza construir una muralla entre el que hace el mal y la persona a quien él hiere de
una manera injusta.
Hay dos clases de heridas a las cuales tenemos que responder con el milagro de
perdonar. Son actos de deslealtad y actos de abuso de confianza (traición). Tal vez haya
heridas que necesitan el perdón y que no caben en estas categorías, pero la mayoría sí
cabe.

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¿Cuál es un acto desleal? Una persona es desleal si te trata como si fuera un
forastero cuando, de hecho, te pertenece a ti como amigo o compañero. Cada uno de
nosotros está atado a algunos otros especiales por las fibras invisibles de la lealtad. La
vinculación afectiva nos dice quienes somos: somos quienes somos, más profundamente,
a causa de las personas a quienes pertenecemos. Por eso la deslealtad es tan seria.
Cuando alguien que nos pertenece nos trata como si fuéramos un forastero, cava una
zanja, y construye una muralla entre nosotros dos. Y al hacer esto, ataca nuestra misma
identidad. Palabras como “abandonar,” “desamparar,” o “decepcionar” vienen a la
mente:

· Un marido tiene relaciones con la amiga de su esposa.


· Un compañero que prometió darte un préstamo reniega a último momento
cuando puede hacer más ganancias con su dinero en otro lugar.
· Un amigo que te prometió que iba a recomendar que te dieran el ascenso no
cumple su promesa cuando él descubre que has caído en desgracia con el jefe.
· Tu padre no aparece cuando te dan un premio codiciado.
· Tu vecino te desdeña cuando tu, un judío, necesita un lugar para esconderte de la
Gestapo.

Estos ejemplos todos tienen la misma característica dolorosa: alguien que te


pertenece por alguna promesa hablada o no expresada te trata como si fuera forastero.
Aprieta el tornillo un poco más, y la deslealtad llega a ser el abuso de confianza (la
traición). Como la deslealtad hace forasteros de personas que se pertenecen, la traición
(el abuso de confianza) las hace enemigos. Somos desleales cuando decepcionamos a las
personas. Las traicionamos cuando las cortamos en pedazos.

· Pedro fue desleal cuando negó que jamás había conocido a Jesús.
· Judas traicionó a Jesús cuando se lo entregó a sus enemigos.
· Me traicionas cuando tomas un secreto que te dije en confianza y se lo revelas a
alguien que probablemente va a usarlo en contra de mí.
· Me traicionas cuando prometes ser mi amigo pero le susurras mi vergüenza
secreta a un chismoso.

· Me traicionas cuando eres mi hermano pero me calumnias en frente de gente


importante ante quienes no tengo defensa.
· Un hijo traiciona a su padre cuando le dice al comisario de policía que el padre
oró por la derrota del comunismo.

Estos ejemplos todos tienen la misma característica dolorosa: alguien que se ha


comprometido a estar al lado tuyo vuelve contra ti como un enemigo.

Aquí están las injusticias morales, injusticias que la gente hace por intención
malvada, injusticias que no pueden ser toleradas. Son las injusticias que nos enfrentan
con la crisis de perdonar. No debemos aplanar el perdonar para que corresponda a
cualquier momento doloroso. El momento de perdonar viene cuando alguien que debe
estar contigo te abandona, cuando alguien que debe ser pro ti vuelve a ser contra ti.

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La cirugía espiritual. La segunda etapa de perdonar tiene que ver con la respuesta
interior por parte de la persona herida al que le hizo mal. Aunque ocurre en la mente y
en el corazón del que perdona, posiblemente la persona perdonada no va a sentir nada--
por lo menos no inmediatamente. Aquí el que perdona hace cirugía espiritual dentro de
su propia memoria.
Cuando perdonas a alguien, le quitas la ofensa de la persona que ofendió. Sueltas
a esa persona de su acto hiriente. La recreas. En un momento la identificas sin lugar a
dudas como la persona que te hizo mal. En el próximo momento cambias esa identidad.
La persona es rehecha en tu memoria.
Ahora piensas de este individuo no como la persona que te hirió sino como una
persona que te necesita. Sientes ahora que no es la persona que se alejó de ti sino que es
una persona que te pertenece. Una vez la tachaste de una persona poderosamente mala,
pero ahora la ves como una persona débil en sus necesidades. Recreaste tu pasado por
recrear a la persona cuya injusticia hizo tu pasado doloroso.
No la cambias allí en su ser. Lo que hizo se pega a lo que es. Su mal se pega a ella.
Pero cuando la recreas en tu propia memoria, ahí dentro de ti, la persona ha sido
cambiada por cirugía espiritual.
Dios lo hace así también. Nos libera del pecado como una madre que le lava la
mugre de la cara de su hijo, o como una persona que quita una carga de tu espalda y que
se la pone a una cabra que manda a corretear al desierto. Las metáforas de la Biblia
indican una cirugía dentro de la memoria de Dios de qué somos nosotros.
A veces esta etapa es tan lejos como podemos llegar. A veces necesitamos
perdonar a personas que ya se han muerto. A veces necesitamos perdonar a personas
que no quieren nuestro perdón. A veces nuestro perdón tiene que parar con lo que pasa
en la cirugía espiritual de nuestras memorias.
Empezando de nuevo. El milagro de perdonar se completa cuando dos personas
alienadas empiezan de nuevo. Un hombre le tiende la mano a su hija alienada y le dice,
“Quiero ser tu padre de nuevo.” Una mujer le tiende la mano y dice, “Quiero ser tu
esposa de nuevo.” O, “Quiero ser tu amigo de nuevo, tu compañero de nuevo. Vamos a
reconciliarnos; vamos a pertenecernos de nuevo.”
La reconciliación es la reunión personal de personas que fueron alejadas el uno del
otro pero que se pertenecen el uno al otro. Es el comienzo de un viaje nuevo juntos.
Tenemos que empezar donde estamos, no en un lugar ideal para reunirnos. No
comprendemos lo que pasó. Todavía hay cabos sueltos. No se han contestado preguntas
difíciles. El futuro es incierto; tenemos más heridas y más actos de perdonar delante de
nosotros. Pero empezamos de nuevo donde estamos.
Si tenemos en mente lo maravilloso de perdonar, no vamos a confundir este
milagro con gestos menores que pasan por el acto de perdonar. Hay unos pocos actos
que tal vez se parecen al perdonar, pero, de hecho, son muy diferentes del milagro de
perdonar.

Perdonar no es olvidar. Se nos olvidan cosas, de cualquier manera. Se nos


olvidan algunas heridas porque fueron demasiado triviales para recordar. Se nos olvidan
otras heridas porque fueron demasiado horribles para recordar. Todo lo que nos hace
falta para olvidar es una memoria mala o una compulsión para reprimir. Hacemos el
milagro cuando recordamos y entonces perdonamos.

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Perdonar no es excusar. Excusamos a otros cuando entendemos que ellos no
tienen la culpa por el mal que nos hicieron. Cuando entiendas que tengo una Y donde
debe haber una X en mi código genético, no vas a juzgarme. Cuando sepas que llegué a
ser como soy porque fui empujado hasta la neurosis por una madre loca, no vas a
echarme la culpa. Vas a decir: lo que hizo fue vil, pero no tiene la culpa. Esto no es
perdonar. El acto de perdonar ocurre solamente cuando nos negamos a excusar.
Perdonamos solamente cuando echamos la culpa antes.

Perdonar no es dejar de lado las cosas. Algunas personas corren a dejar de lado
las cosas. Las madres nos acallan y ahogan nuestros conflictos. Mantienen nuestros
sufrimientos tapados para que no podamos perdonar. Los gerentes ganan sueldos muy
altos por dejar de lado las cosas, manipulando a las personas para que trabajen juntos,
incluso cuando se odian. Las madres y los gerentes son los más adeptos del mundo en
dejar de lado las cosas. Impiden el acto de perdonar porque repriman el dolor. El
perdonar ocurre solamente cuando primero admitimos nuestro dolor y gritamos nuestro
odio.

En la violencia creativa del amor, alcanzas el pasado inalterable y le quitas el mal a


la persona que te hizo mal, borras el dolor en los archivos de tu corazón. Cuando lo
logras, haces la única cosa que puede remediar lo inevitable de la historia dolorosa. La
gracia para hacer esto es de Dios. La decisión para hacerlo es nuestra.

¿Por qué perdonar?

A los culpables, el perdón viene como gracia maravillosa. A los ofendidos, el


perdón puede parecer injusticia atroz. Un sentido moral de línea recta le dice a la
mayoría de las personas que los culpables deben pagar sus deudas. El acto de perdonar
es para imbéciles. El perdón es un robo.
Toma por ejemplo, la historia de Simon Wiesenthal. Fue preso en el campo de
concentración en Mauthausen, Polonia. Un día le asignaron limpiar la basura de un
granero que los alemanes habían improvisado como un hospital para los soldados
heridos. Alrededor del atardecer una enfermera tomó a Wiesenthal por la mano y lo
llevó a un joven soldado de caballería, su cara vendada con trapos empapados de pus,
sus ojos detrás de la gasa. Tal vez tenía veintiún años. Agarró la mano de Wiesenthal y
la apretó. Dijo que tenía que hablar con un judío; no podía morir antes de confesar los
pecados que había cometido contra los judíos indefensos y que tenía que ser perdonado
por un judío antes de que se muriera. Así le contó a Wiesenthal la historia horrible de
cómo su batallón había abatido a tiros a judíos, padres e hijos, que trataban de escaparse
de una casa a que los soldados de caballería le habían prendido fuego.
Wiesenthal escuchó la historia entera del hombre moribundo, primero la historia
de su juventud inocente, y luego la historia de su participación en el mal. Al final,
Wiesenthal retiró la mano con un movimiento brusco y salió del granero. Ninguna
palabra fue hablada, ningún perdón fue dado. Wiesenthal no quiso ni pudo perdonar.
Pero no estaba seguro que hizo bien.
Terminó su historia, The Sunflower [El girasol] (Shocken, 1976), con una pregunta:
¿Qué habrías hecho tu? Treinta y dos personas eminentes, la mayoría judíos,
contribuyeron con sus respuestas a su pregunta difícil. La mayoría dijo que Wiesenthal

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tenía razón: que no debía de haber perdonado al soldado; que no hubiera sido justo hacer
esto. ¿Por qué un hombre que entregó su voluntad a hacer un mal monumental debía
esperar una palabra rápida de perdón en su cama de muerte? ¿Qué derecho tenía
Wiesenthal de perdonar al hombre por el mal que les había hecho a otros judíos? Si
Wiesenthal perdonara al soldado, estaría diciendo que el Holocausto no fue tan malvado.
“Deja que el soldado de caballería vaya al infierno,” dijo una persona que respondió.
Muchos de nosotros nos sentimos iguales cuando somos heridos injustamente en
maneras mucho menos horribles. A veces nuestro odio es el único as que nos queda en
nuestra baraja. Nuestro desprecio es nuestra única arma. Nuestro plan para que nos la
paguen es nuestro único consuelo. ¿Por qué debemos perdonar?
¿De verdad por qué debemos perdonar? No creo que debamos instar a otros a que
perdonen a menos que consideremos la tarea sobrehumana que les pedimos a ellos….
¿Cuál es la respuesta a la injusticia de perdonar? Sólo puede ser que el perdonar
es, después de todo, un camino mejor a la justicia.
Primero, el perdonar crea una posibilidad nueva de la justicia al liberarnos del
pasado injusto. Un momento de mal injusto ha sido hecho; está en el pasado inevitable.
Si escogemos, podemos quedarnos con ese pasado. Y podemos multiplicar su injusticia.
Si no perdonamos, nuestro único recurso es la venganza. Pero la venganza nos pega al
pasado. Y nos condena a repetirlo.
La venganza nunca arregla las cuentas, porque personas alejadas la una de la otra
nunca llevan la cuenta de las injusticias usando la misma matemáticas. Los enemigos
nunca se ponen de acuerdo en la cuenta porque cada uno siente las heridas que recibe de
un modo diferente de las heridas que da. ¿Cuántos Beiruts pueden llegar a igualar un
Holocausto? ¿Cuántos de los desprecios por parte de ella pueden igualar las cachetadas
por parte de él? No podemos arreglar las cuentas: esto es la inutilidad interior de toda
venganza.
El acto de perdonar nos quita de la escalera mecánica de la venganza para que
nosotros dos podamos parar la cadena de males cada vez mayor. Empezamos de nuevo.
Empezamos de nuevo como si el que hizo el mal no nos hubiera herido en absoluto. Pero
empezamos de nuevo para comenzar una relación nueva y más justa. Probablemente
vamos a fallar otra vez. Y necesitaremos perdonar otra vez. La entrada a la justicia se
cierra una y otra vez. Y el perdón sigue siendo la única manera para abrir la puerta.
En segundo lugar, el perdón le trae la justicia al que perdona. Es la persona
dolorida que siente en el mayor grado la carga de la injusticia; pero solamente se condena
a más injusticia si se niega a perdonar.
¿Es justo estar pegado a un pasado doloroso? ¿Es justo estar golpeado una y otra
vez por el viejo dolor injusto? La venganza es tener plantada en tu alma una cinta de
video que no se puede apagar. Toca la escena dolorosa una y otra vez dentro de tu
mente. Te engancha en sus repeticiones instantáneas. Y cada vez que repite la escena,
sientes el dolor otra vez. ¿Es justo esto?
El acto de perdonar apaga la cinta de video de la memoria dolorida. El acto de
perdonar te pone en libertad. Perdonar es la única manera para detener el ciclo de dolor
injusto dando vueltas en tu memoria.
¿Por qué debemos perdonar? Perdonar es el único camino de regreso a la justicia.
“Deja que el soldado de caballería vaya al infierno,” es la palabra de alguien condenado a
sufrir una y otra vez el dolor injusto del pasado. ¿Para qué sirve esto?

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¿Cómo perdonamos?

Debo decir algo en cuanto a cómo perdonamos—pero no puedo; no sé cómo.


Charles Williams dijo que el perdón, como el amor, es nuestro sólo para divertirnos;
esencialmente no podemos hacerlo. Tal vez no podamos. ¡Pero los hacemos de todos
modos--a veces! Como amateurs torpes, por seguro, pero lo hacemos. Aquí hay tres
cosas que he observado en cuanto a cómo la gente perdona:

Perdonan lentamente. Hay los que perdonan instantá-neamente, supongo, pero no


muchos. No debemos contar con el poder para perdonar heridas malas muy
rápidamente.
C. S. Lewis tuvo un monstruo por maestro cuando era niño. Odió a ese sádico
académico la mayoría de su vida. Pero unos pocos meses antes del final, le escribió a su
amiga norteamericana: “Querida María … Sabes que, hace solamente unas semanas, de
repente me di cuenta de que por fin yo había perdonado al maestro cruel que oscureció
tanto mi niñez. Había estado tratando de hacerlo por años.” Esencialmente, no podemos;
pero finalmente lo hacemos. Dios toma su tiempo con muchas cosas. ¿Por qué no
debemos tomar nuestro tiempo con un milagro difícil como el acto de perdonar?

Perdonan en comunidad. ¿Puede alguien perdonar solo? No creo que yo pueda.


Me hacen falta personas que están heridas como yo y que odian como yo. Necesito a
personas que están luchando tan duro como yo necesito luchar antes de poder perdonar.
Conozco sólo el perdonar socializado. Está bien si puedes hacerlo todo solo; pero si estás
enganchado a tu cinta de video del dolor pasado, busca un grupo de los que perdonan
lentamente. Esto puede ayudar.

Perdonan en la medida en que son perdonados. Al fin y al cabo, cualquier persona


que perdona apenas puede distinguir entre sentirse perdonado y hacer el acto de
perdonar. Somos tal mezcla de pecadores y los contra quienes se han pecado que no
podemos perdonar a personas que nos ofenden sin sentir que se nos libera a nosotros
mismos.

No he encontrado mejor ejemplo de esta verdad que Corrie Ten Boom. Durante
los años de guerra ella estuvo metida en un campo de concentración, humillada y
degradada, sobre todo en las duchas para despiojarse donde los guardias con miradas
lascivas se las comían a las mujeres con los ojos. Pero ella sobrevivió ese infierno. Y
finalmente sentía que, por gracia, había perdonado hasta a los demonios que vigilaban las
duchas.
Así ella predicó el perdón para individuos de toda Europa. Lo predicó en
Bloemendaal, en los Estados Unidos, y un domingo en Munich. Después del sermón,
mientras ella saludaba a la gente, vio a un hombre que vino hacia ella con la mano
tendida: “Ja, Frälein, es maravilloso que Jesús nos perdone todos nuestros pecados,
exactamente como dices.” Ella se acordó de su cara; fue la cara con una mirada lasciva y
burlona de un guardia de la ducha.
Se le congeló la mano a su lado. No podía perdonar. Pensaba que había
perdonado todo. Pero no podía perdonar cuando se encontró con un guardia de carne y
hueso parado enfrente de ella. Avergonzada, horrorizada de sí misma, oró: “Señor,

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perdóname; no puedo perdonar.” Y mientras oraba se sentía perdonada, aceptada, a
pesar de su rendimiento malo como una persona famosa que había perdonado.
De repente se le descongeló la mano. El hielo del odio se derritió. Le tendió la
mano. Perdonaba a medida que se sentía perdonada. Y sospecho que no podía
distinguir la diferencia.
¡Libre por fin, libre por fin, gracias a Dios Todopoderoso, libre por fin! Liberado
por el único remedio para lo inevitable de nuestra historia.
Perdonar es dejar tu mochila de cincuenta libras después de subir una montaña
por diez millas.
Perdonar es caerte en una silla después de un maratón de quince millas.
Perdonar es liberar a un preso y descubrir que el preso era tú.
Perdonar es alcanzar el pasado dolorido y recrearlo dentro de tu memoria para
que puedas empezar de nuevo.
Perdonar es bailar al ritmo del corazón de Dios que perdona. Es estar en la cresta
del amor de la ola más fuerte.
Nuestro único escape de la injusticia cruel de la historia, nuestro único viaje a las
posibilidades creativas del futuro, es el milagro de perdonar.

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Lewis B. Smedes es profesor de teología y ética en Fuller Theological Seminary, Pasadena,
California, y miembro de la junta editorial del Reformed Journal. Es autor de Love Within
Limits: A Realist’s View of I Corinthins 13 [El amor dentro de las limitaciones: la
perspectiva por parte de un realista de 1 Corintios 13].

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